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Relaciones internacionales

versão On-line ISSN 2314-2766

Relac. int. vol.31 no.63 La Plata jul. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/23142766e159 

Estudios

Cuba y la importancia de la agencia en la autonomía[1]

Cuba and the importance of agency in autonomy

Matías Mongan Marcó1  *

1Instituto de Relaciones Internacionales (UNLP, Argentina)

Resumen

El artículo resalta la importancia de la agencia en la autonomía y, en contraposición a lo que plantean Puig y Jaguaribe, busca dejar en evidencia las posibilidades que tienen los países periféricos de impulsar políticas externas autonomistas aprovechando las disputas por esferas de influencia.

Con este fin es que se analiza el caso de Cuba, un país que a pesar de carecer de una viabilidad nacional “solida” y de tener que enfrentar durante seis décadas la política de sanciones de Estados Unidos ha logrado impulsar diversos modelos de inserción internacional identificando, en primera instancia, cinco períodos bien diferenciados: “autonomía en la dependencia” (1959.1990), “autonomía secesionista” (1991.2002), “autonomía heterodoxa” (2003.2013), “dependencia nacional” (2014.2016) y “autonomía secesionista” (2017.2021).

Palabras clave Cuba; autonomía; dependencia; agencia; permisibilidad internacional

Abstract

The article highlights the importance of agency in autonomy and, in contrast to Puig and Jaguaribe's arguments, it seeks to prove the possibilities for peripheral countries to promote autonomist foreign policies by taking advantage of disputes over spheres of influence. It is to this end that the case of Cuba is analyzed - a country that, despite lacking a "solid" national viability and having to face the U.S. sanctions policy for six decades, has managed to promote various models of international insertion, identifying five well-differentiated periods: “autonomy in dependence” (1959-1990), “secessionist autonomy"(1991-2002), “heterodox autonomy” (2003-2013), “national dependence” (2014-2016) and “secessionist autonomy” (2017-2021).

Keywords Cuba; autonomy; dependence; agency; international permissibility

1. Introducción

Tras el triunfo del demócrata Joe Biden en las elecciones presidenciales de Estados Unidos 2020 el gobierno de Miguel Díaz-Canel se ilusionó con la posibilidad de que Cuba recuperé los niveles de autonomía que disfrutó durante el denominado “regionalismo postliberal” (2003-2015), más aun teniendo en cuenta los cambios políticos registrados en Latinoamérica durante los últimos cinco años entre los que sobresalen el ascenso al poder de Andrés Manuel López Obrador en México en 2018, de Alberto Fernández en Argentina en 2019, de Luis Arce en Bolivia en 2020 y de Pedro Castillo en Perú en 2021. A esto tenemos que añadir las recientes victorias de Gabriel Boric en Chile, de Xiomara Castro en Honduras y de Gustavo Petro en Colombia.

Esto ha llevado a que algunos analistas como Jorge Castañeda (2021) y Andrés Oppenheimer (2022) ya hablen sobre una nueva “marea rosa” en la región, una tendencia que podría acentuarse aún más luego de las cruciales elecciones que se desarrollaran en Brasil el 2 de octubre próximo.

“Si la izquierda gana en Brasil y en Colombia, como sugieren algunas encuestas, los 7 países más grandes de la región y más del 85% de la población de América Latina vivirían en países dirigidos por gobiernos de centroizquierda o de izquierda” (Oppenheimer, 2022), concluye Oppenheimer.

Haciendo uso de las herramientas teóricas brindadas por la Escuela de la Autonomía, el artículo intenta dar respuesta (principalmente de forma cualitativa) al siguiente interrogante: ¿Qué factores explican la creciente vulnerabilidad internacional del gobierno de Miguel Diaz-Canel y de qué manera el nuevo escenario político regional puede contribuir a que Cuba recupere los niveles de autonomía que disfrutó durante el regionalismo postliberal?

Luego de hacer un análisis del escenario político regional, el artículo parte de la siguiente hipótesis: no obstante el nuevo “marco para la acción” (Cox 1986) en apariencia favorable para los intereses cubanos, la sobredimensión por parte del gobierno Díaz-Canel de la permisibilidad internacional de la era Biden y la prolongación del “empate catastrófico” (Mongan 2018) impiden que Cuba pueda recuperar el margen de maniobra internacional alcanzado durante el período anterior y revertir así su creciente vulnerabilidad internacional.

El contenido está distribuido de la siguiente manera. En el primer segmento detallaremos los postulados teóricos enarbolados por dos de los principales exponentes de la Escuela de la Autonomía (Helio Jaguaribe y Juan Carlos Puig) , un paradigma que, a diferencia de lo que ocurrió con el estructuralismo cepalista y la teoría de la dependencia, sorprendentemente no logró “viajar” más allá de América del Sur (Briceño Ruiz, Simonoff, 2017) a pesar de aún en la actualidad ejercer una influencia determinante en la política exterior de países como Brasil y Argentina.

Luego analizaremos el caso cubano desde una óptica autonomista, un enfoque original ya que la mayoría de los estudios suelen centrar su atención en aquellos países que tienen las capacidades relativas de poder para adoptar políticas autonomistas (léase las potencias medias) y no tanto en la posibilidad de impulsar comportamientos autonomistas aún bajo una situación de marcada dependencia. Por último debatiremos si el nuevo escenario político regional que se abre tras la llegada al poder de Joe Biden en Estados Unidos (EEUU) puede contribuir a que Cuba recupere los niveles de autonomía que disfrutó durante el “regionalismo postliberal”.

2. Autonomía: el aporte teórico “olvidado” de Latinoamérica a las RI

En contraposición al estructuralismo cepalista y la teoría de la dependencia, cuyos postulados fueron debatidos y evaluados -la mayoría de la veces de forma poco positiva- en los centros académicos de Relaciones Internacionales (RI) de Estados Unidos, Europa, África y Asia (Briceño-Ruiz, Simonoff, 2017: 42), el enfoque autonomista sistemáticamente ha sido ignorado por el mainstream de la disciplina a pesar de ser un aporte teórico que aún hoy en día ejerce una influencia determinante en la política externa de los países sudamericanos y de que a lo largo de estos últimos años han ido surgiendo nuevas conceptualizaciones que han buscado repensar y enriquecer los aportes teóricos fundacionales desarrollados por Helio Jaguaribe y Juan Carlos Puig (Lorenzini, Doval 2013).

Hay dos motivos principales que explican este “olvido”. Por un lado, el mainstream de las RI, advierten Briceño Ruiz y Simonoff, cuestiona los fundamentos científicos de la autonomía y en este marco la define como una doctrina y no como una teoría en términos positivistas al, según su punto de vista, carecer de generalizaciones empíricamente demostrables (Briceño-Ruiz, Simonoff, 2017: 51).

Luego del fin de la Guerra Fría desde la propia Sudamérica también se empezó a cuestionar la posibilidad de poder seguir considerando al concepto original de autonomía, desarrollado por Puig y Jaguaribe, como una herramienta teórica valida por intermedio de la cual poder analizar la realidad internacional (Escudé 1992, Drekonja-Kornat 1993, Russell y Tokatlian 2002). Esta situación llevó a que en los centros académicos de la región se desarrollen innumerables discusiones acerca de si la autonomía pueda ser considerada como una teoría o no; o si es un ejemplo “hibridación teórica”, como plantea Tickner (2012), o si en cambio debe ser entendida como una contribución teórica original del Sur Global a las RI que aún conserva plena vigencia en la actualidad (como por ejemplo sostienen Briceño-Ruiz, Simonoff 2017, Míguez, Deciancio 2016, entre otros).

Pero más allá de este amplio debate metodológico que por lejos excede los objetivos de este artículo, la autonomía, por otro lado, no es considerada como un objeto de estudio válido por parte del mainstream ya que la misma es englobada dentro de la soberanía, siguiendo la lógica neorrealista que plantea que el comportamiento de todos los actores, ya sean estatales o privados, poderosos o débiles, están sometidos de igual manera al impacto de la “anarquía” que caracteriza al sistema internacional.

A diferencia de los sistemas políticos nacionales que se destacan por ser centralizados y jerárquicos, “donde unos tienen derecho a mandar y otros están obligados a obedecer”, la ausencia de una autoridad supranacional añade Kenneth Waltz (1979), contribuye a que el sistema internacional sea “descentralizado” y “anárquico”.

No obstante que la (desigual) distribución de las capacidades de poder es lo que finalmente termina definiendo los principios organizativos de la estructura internacional, en el enfoque desarrollado por Waltz los estados son nominalmente iguales ya que incluso el accionar de las grandes potencias se ve limitado por los “constreñimientos estructurales” que impone el sistema.

Por eso, según el autor decir que los estados son soberanos no quiere decir que son libres de hacer lo que les plazca o que están libre de la influencia de actores externos. “Los estados soberanos pueden estar muy presionados, obligados a actuar de maneras que les gustaría evitar e incapaces de hacer casi nada como les gustaría. La soberanía de los estados nunca ha implicado su aislamiento de los efectos de las acciones de otros estados. Ser soberano y ser dependiente no son condiciones contradictorias”[2] (Waltz, 1979: 96). En este sentido es que para el académico norteamericano decir que un estado es soberano significa que decide por sí mismo cómo hacer frente a sus problemas internos y externos, incluida la posibilidad de solicitar o no la ayuda de otros y, al hacerlo, limitar su libertad asumiendo compromisos con ellos (Waltz, 1979: 96).

Más allá de que a partir de la década del ochenta desde una posición minoritaria la Teoría Crítica de Richard Cox y otros enfoques “reflectivistas” comenzaron a poner en tela de juicio la posibilidad de alcanzar verdades objetivas y empíricamente verificables en un objeto de estudio socialmente construido como las RI, la “anarquía” continúa siendo el principio ordenador a partir del cual se estudia la disciplina. Incluso en el Sur Global y en Sudamérica, como bien dejan en evidencia las reformulaciones realizadas al concepto original de autonomía luego del final de la Guerra Fría (Fonseca Jr. 1998, Russell y Tokatlian 2002).

No obstante esta situación, a lo largo de estas últimas décadas han surgido nuevas corrientes de pensamiento en Argentina y Brasil, como por ejemplo la “Escuela Rosarina” de Relaciones Internacionales (Lechini, Rojo, 2019), que han retomado el legado de Puig y Jaguaribe y que resaltan la importancia de que los países latinoamericanos impulsen políticas externas autonomistas orientadas a sacar provecho de las escazas oportunidades que brinda un sistema internacional “estratificado”.

Este es uno de los principales aportes teóricos realizado por los autores. A diferencia del mainstream Jaguaribe y Puig consideraban que el mundo bipolar era “jerárquico” y no “anárquico” (Jaguaribe 1979, Puig 1980), por esta razón hacían hincapié en la necesidad de que los países de la región impulsaran políticas externas autonomizantes lo que permitiría que algunos de ellos, sólo los que reunieran determinadas condiciones materiales e ideacionales, puedan superar el estado de dependencia y pasen a un status de autonomía (Briceño Ruiz, 2019: 126).

Si consideramos el mundo en su conjunto, señala Jaguaribe, son pocos “los países que disponen de los requisitos estructurales y funcionales para la autonomía. Es esa la razón por la que la gran mayoría de los países contemporáneos se encuentran en una condición de dependencia” (Jaguaribe, 1979:98). De acuerdo a la óptica del autor países como Cuba serían incapaces de alcanzar la autonomía ya que carecen de los atributos de poder necesarios para cumplir con los requerimientos de carácter habilitatorio y ejercitatorio. Esta situación en buena parte explicaría porque la política exterior de este tipo de naciones se centró en promover la defensa de una soberanía entendida en el sentido “westfaliano-vatteliano", una práctica, añaden Russell y Tokatlian (2002), que nace como respuesta a las diversas acciones coercitivas y de fuerza impulsadas por Estados Unidos en Centroamérica y el Caribe durante las últimas décadas, entre las que sobresalen el no reconocimiento de gobiernos, conquista y anexión de territorios, invasiones militares, operaciones clandestinas, etc. (Russell, Tokatlian, 2002: 168).

¿Pero, ahora bien, que entendían ambos autores por autonomía?

Mientras que para Puig “la autonomía representa la máxima capacidad de decisión propia que se puede tener, teniendo en cuenta los condicionamientos objetivos del mundo real” (Puig, 1980:148), para Jaguaribe la “autonomía en este caso significa, en el nivel nacional y regional, tanto la disponibilidad de condiciones que permitan libremente la toma de decisiones hecha por personas y agencias representativas del propio sistema, cuanto la resolución deliberada de poner en ejercicio tales condiciones” (Jaguaribe, 1969: 67).

No obstante su intrínseca polisemia, la mayoría de los autores que se encuadran dentro de la Escuela de la Autonomía concuerdan en que éste es un concepto esencialmente político, por lo tanto la autonomía no es una conquista estable y permanente sino que ésta, asegura Puig, se alcanza a través de un juego estratégico de “suma cero” en el cual lo que alguien gana otro lo pierde. Aunque esto no excluye la posibilidad de establecer juegos de suma variable tanto con la potencia hegemónica como con otros países latinoamericanos, siendo para ello clave el rol desempeñado por la integración regional la cual, según los autores, era un elemento constitutivo e inevitable para la conformación de un proyecto autonómico (Puig,1986). Siguiendo el modelo planteado en su momento por Raúl Prebisch (1959), esta fue pensada tanto como un medio para revertir los niveles de dependencia imperantes y garantizar una “viabilidad regional endógena” en el marco de la Guerra Fría (Jaguaribe 1969) como una herramienta defensiva para neutralizar la capacidad de injerencia de Estados Unidos en Sudamérica (Puig 1980).

Para que un país periférico pueda acceder a la autonomía, argumenta Jaguaribe (1979), debe cumplir con dos requisitos de carácter habilitatorio: la viabilidad nacional y la permisibilidad internacional.

“En lo fundamental, la viabilidad nacional de un país depende, para un determinado momento histórico, de la medida en que disponga de un mínimo crítico de recursos humanos y naturales -territorio, población, recursos estratégicos-, incluida la capacidad de intercambio internacional” (Jaguaribe, 1979: 96). De esta forma, afirman Simonoff y Lorenzini (2019), el autor alude a un conjunto de requisitos precisos para satisfacer las necesidades básicas y de producción de bienes, asignándole un rol muy activo al Estado el cual es responsable de impulsar políticas públicas para mejorar la inserción internacional del país (Simonoff, Lorenzini, 2019:98).

Al igual que la autonomía, la viabilidad nacional es una categoría relativa que varía con las circunstancias históricas y, dentro de ciertos límites, con las circunstancias socioculturales de cada país. “Cuantos más exigentes las condiciones generales de una época, especialmente en lo que se refiere a las tecnologías y a las escalas mínimas de operabilidad que se deriva de tal tecnología, mayores serán las masas mínimas de recursos humanos y naturales necesarios, así como sus características cualitativas” (Jaguaribe, 1979:96).

La categoría de permisibilidad internacional, por otra parte, es de más difícil caracterización. Se refiere fundamentalmente a la medida en que, dada la situación geopolítica de un país y sus relaciones internacionales, este disponga de condiciones para neutralizar el riesgo proveniente de terceros países dotados de suficiente capacidad para ejercer sobre él formas eficaces de coacción. Estas condiciones podrían ser puramente internas, como el desarrollo de una apropiada capacidad económico- militar, o también externas, como el establecimiento de convenientes alianzas defensivas (Jaguaribe, 1979:96-97). La permisibilidad internacional, añaden Simonoff y Lorenzini, alude “a las condiciones de posibilidad de un Estado o de un conjunto de Estados para emprender una estrategia autonomizante tomando en cuenta el estado de situación – flexibilidad/rigidez- o el grado de condicionamientos que el sistema internacional, específicamente los Estados que conforman el oligopolio de poderes, ofrece” (Simonoff, Lorenzini, 2019: 99).

El cumplimiento de estos prerrequisitos, como bien señalan Tokatlian y Carvajal (1995), no necesariamente equivale a la posibilidad de impulsar una política externa autonomista ya que, para acceder a la autonomía, aclara Jaguaribe, también es necesario cumplir con las obligaciones de carácter dinámico y funcional. “O bien el país candidato a la autonomía logra fundarla internamente en la autonomía técnico-empresarial, con su correspondiente tasa mínima de endogenia, o bien el país en cuestión logra disponer de una relación intraimperial efectivamente universal y con términos de intercambio que no sean desfavorables” (Jaguaribe, 1979:97).

Además de estos requisitos básicos para acceder a la autonomía, los autores a su vez resaltan la importancia de la agencia y remarcan la necesidad de que los países periféricos cuenten con una elite dirigente que no sólo exprese una clara “vocación autonomista” (Puig 1971) sino que también sepa aprovechar las escasas oportunidades que brinda el sistema internacional a los países de la periferia.

A diferencia del realismo/neorrealismo que ve al Estado como un actor homogéneo y racional, Jaguaribe y Puig –argumentan Briceño Ruiz y Simonoff- parten de la idea de que en su seno conviven un sinfín de grupos de presión que constantemente buscan hacerse con el control del aparato estatal y así poder remodelar el interés nacional a partir de sus propios preconceptos ideacionales. En este marco es que Puig (1984) propone cuatro modelos de inserción internacional posibles para los países de la región: a) dependencia paracolonial, b) dependencia nacional, c) autonomía heterodoxa y d) autonomía secesionista. Esta última opción, promovida en ese entonces por el sector más “radical” de la teoría de la dependencia y de la cual Cuba sería el ejemplo paradigmático, no es recomendable para Puig ya que acarrea más costos que beneficios. Aunque esto no siempre ha sido así a lo largo de la historia latinoamericana, tal como demuestra el ejemplo cubano que detallaremos a continuación.

3. Críticas al enfoque de Puig y Jaguaribe

Una de las principales críticas que podemos realizar a los autores es que proponen una concepción demasiado “cerrada” y “estática” de la autonomía, lo que finalmente los lleva a circunscribir en exceso el margen de acción internacional de los países periféricos y a pasar por alto las oportunidades de agencia que se presentan incluso bajo una situación de dependencia.

Más allá de que como bien señala Míguez (2017) Puig plantea la posibilidad de que los países periféricos impulsen estrategias autonomizantes en el marco de relaciones internacionales asimétricas e incluso desde una posición de marcada subordinación como es la “dependencia nacional”, a lo largo de sus trabajos, sostienen Pinheiro y Soares de Lima (2018), el autor siempre entiende a la dependencia y a la autonomía como opuestos. “En otras palabras, aunque reconoce grados de autonomía incluso en su nivel más bajo ya se define por oposición -y no por proximidad- a la dependencia. Esto significa que la autonomía (independientemente de su grado) es siempre un contrapunto a la dependencia”[3] (Pinheiro, Soares de Lima, 2018: 6).

De ahí se entiende la importancia que los autores le dan al concepto de viabilidad nacional, a tal punto que como ha señalado Raúl Bernal Meza (2013) el tránsito de la “dependencia” a la “autonomía” sólo podría darse en la medida en que los países logren construir un modelo de desarrollo viable que sirva de sustento de la política externa autonomista. Este enfoque limita el alcance de la autonomía a aquellos países que tengan las capacidades relativas de poder para implementar una política de esas características (léase las potencias medias), por lo tanto, no sorprende que los principales aportes teóricos de la Escuela de la Autonomía se hayan desarrollado en los dos países de la región con más posibilidades de dejar atrás la dependencia y de alcanzar la autonomía regional (Argentina y Brasil).

Este dogmatismo conceptual fue dejado en evidencia por algunos autores (Rapoport, Spiguel 2005, Míguez 2018) quienes criticaron la predisposición de Puig y Jaguaribe a construir la autonomía exclusivamente a partir del tipo de relación que los países periféricos mantuvieran con los Estados Unidos, desconociendo de esta forma las oportunidades de inserción internacional que se abrían como consecuencia de la disputa por esferas de influencia por parte de la distintas potencias de la época (Míguez, 2018: 211).

Uno de los aportes más relevantes en este sentido fue el desarrollado por el académico brasileño Gerson Moura (1980), quien acuñó el término “autonomía en la dependencia” para describir el comportamiento internacional adoptado por el gobierno de Getulio Vargas entre 1935 y 1942.

¿Pero, ahora bien, que diferencia a la “autonomía en la dependencia” de la “dependencia nacional” de Puig o de otros conceptos similares como el de “cooperación dependiente asociada” (Tickner, Morales 2015)?

En la “dependencia nacional”, asegura Puig, las elites políticas persiguen el objetivo de racionalizar la dependencia en vista a conseguir mayores márgenes de acción internacional en el futuro. Para ello es que se busca establecer una relación vis à vis con la potencia hegemónica que genere algún tipo de beneficio económico o simbólico. A pesar de que, como señalan Tickner y Morales, los países periféricos pueden demostrar cierta proactividad en la relación y hasta incluso actuar como una suerte de proxy y así lograr fortalecer su viabilidad nacional (la Colombia de Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010-2018) serían un ejemplo en este sentido), su margen de autonomía es extremadamente limitado y se circunscribe a la agenda temática establecida por Estados Unidos (que en el caso de Colombia es la seguridad). Esto en cambio no ocurre con la “autonomía en la dependencia”, en donde el país periférico logra incorporar sus propias demandas a la agenda bilateral aprovechando las disputas por esferas de influencia que existen en el sistema internacional.

Según la tesis propuesta por Moura: “Incluso en condiciones de fuerte dependencia estructural, como las que prevalecían en la época, existían posibilidades de agencia para los países periféricos, al encontrar una forma de negociar el reajuste y aprovecharlo (...) permitiéndonos caracterizar la acción del Estado como autonomía en la dependencia” (Moura, 1980:189).

A lo largo del trabajo el autor hace una “caracterización situacional” de la autonomía y destaca la “equidistancia pragmática” (p. 63) que el gobierno Vargas logra establecer respecto a la incipiente disputa por esferas de influencia que en ese momento llevaban adelante Estados Unidos y Alemania en América Latina. Una estrategia de inserción “pendular” que a la postre permitió fortalecer de forma considerable la viabilidad nacional brasileña.

“En ese momento se pudo aprovechar la situación geográfica estratégica del Nordeste brasileño y la necesidad de materiales estratégicos para la industria bélica durante la formación del sistema de poder estadounidense. Esto le permitió a Brasil atraer, entre otras cosas, financiación estadounidense para la construcción de la planta siderúrgica de Volta Redonda, un hito en la industrialización brasileña….La incorporación de Moura (1980) al concepto de autonomía - es decir, la dependencia- no pretendía explicar cómo ésta podía alcanzarse en su cabalidad, sino que apuntaba a una particular situación en la cual, a pesar de las condiciones adversas, podía ser alcanzada. En este sentido Moura (1980) llevó la propuesta de Jaguaribe (1979, 1982) aún más allá, pero sin negarla. Mientras que este último veía la viabilidad nacional y la permisibilidad internacional como condiciones sine qua non para un comportamiento autónomo, Moura (1980) puso más énfasis en la importancia de la agencia como motor de una política autonomista en el contexto de condiciones menos que ideales, es decir, incluso en una situación de dependencia”[4](Pinheiro, Soares de Lima, 2018: 8).

La “autonomía en la dependencia”, señala el autor, permitió que el gobierno Vargas accediera a beneficios sustanciales que habrían sido imposibles de conseguir si el país desde un comienzo hubiera adoptado una política de alineamiento automático con Estados Unidos (Moura, 1980:100).

Claro que esta estrategia autonomizante también tiene sus limitaciones. Primero que nada es necesario remarcar que el poder negociador del país dependiente varía de acuerdo con las capacidades materiales que tenga y de lo que por ende le pueda “aportar” a la potencia hegemónica, además el mismo llega a su fin una vez que se produce el alineamiento[5] y los países periféricos la mayoría de la veces no logran cumplir sus objetivos dado la amplia asimetría de poder que existe entre los interlocutores. Así, por ejemplo, a pesar de que Brasil consiguió que Washington financie su proceso industrializador (lo que la Casa Blanca terminó haciendo a regañadientes y asegurándose de que esto “no fortalezca a los sectores que en Brasil pudiesen oponerse a la influencia de los Estados Unidos en el hemisferio” (Moura, 1980: 155), el país sudamericano finalmente no logró que el gobierno estadounidense cumpla con su promesa original de equipar militarmente a las fuerzas armadas brasileñas. Una situación que generó un fuerte descontento en la elite política local y que, entre otras razones, sirvió como detonante para la posterior irrupción en la década del sesenta del “paradigma globalista” de política exterior (Soares de Lima 1994, Hurrell 2013).

4. Introduciéndonos en el caso cubano

La “autonomía en la dependencia” es una herramienta conceptual útil que permite subsanar el dogmatismo conceptual de Puig y Jaguaribe y que abre la posibilidad de que los países periféricos impulsen políticas externas autonomistas aún bajo una situación de marcada dependencia. Un ejemplo en este sentido es lo que ocurre con Cuba, un país que a pesar de padecer un relativo aislamiento internacional durante las últimas seis décadas ha logrado impulsar diversos modelos de inserción internacional identificando, en primera instancia, cinco períodos bien diferenciados: “autonomía en la dependencia” (1959-1990), “autonomía secesionista” (1991-2002),“autonomía heterodoxa” (2003-2013), “dependencia nacional” (2014-2016) y “autonomía secesionista” (2017-2021).

a) “Autonomía en la dependencia” (1959-1990)

Al igual que ocurrió con el Brasil de Getulio Vargas, la Cuba de Fidel Castro es otro ejemplo que demuestra la posibilidad que tienen los países periféricos de impulsar políticas autonomistas aprovechando las disputas por esferas de influencia. Más allá de que ambos países implementaron estrategias de inserción internacional diferentes -ya que mientras Brasil buscó distanciarse de las potencias para ampliar su margen de maniobra internacional[6], Cuba, en cambio, racionalizó su dependencia hacia la Unión Soviética (URSS) para garantizarse niveles mínimos de permisibilidad internacional y de esta forma asegurar la continuidad del proyecto político castrista-, ambos casos dejan en evidencia las posibilidades de agencia que tienen los países periféricos aún bajo una situación de marcada dependencia como la que vivió Cuba durante la Guerra Fría.

A pesar de que el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y el posterior acto de Fidel Castro de declararla socialista en 1961 puede ser considerado como un ejemplo paradigmático de “autonomía secesionista” (Fiore Viani 2020), estos acontecimientos en un comienzo no perjudicaron a la viabilidad nacional cubana -tal como Puig y Jaguaribe hubieran esperado, más aun teniendo en cuenta el alto nivel de dependencia que en ese momento Cuba tenía respecto a los Estados Unidos[7]- sino más bien todo lo contrario. Gracias a la estratégica posición geopolítica de Cuba, Castro consiguió que la URSS brinde un importante respaldo económico y político a su gobierno y así lograr, no sólo soportar el bloqueo económico de los EEUU, sino también dotar a la población de bienes públicos de acceso universal en materia de salud y educación e incluso exportar su modelo revolucionario a América Latina y África, muchas veces contrariando los propios deseos soviéticos (Blasier 1993).

b) “Autonomía secesionista” (1991-2002)

La desaparición de la URSS en 1991 representó una amenaza para la viabilidad nacional de Cuba y condujo a un aumento exponencial de la vulnerabilidad internacional del país, haciéndose ahora así sentir todos los costes sociales y económicos del modelo de inserción internacional adoptado por Fidel Castro en la década del sesenta (la “autonomía secesionista”).

El nuevo escenario internacional obligó al líder cubano a impulsar una serie de medidas liberalizantes en el plano interno -entre las que podemos destacar el impulso al sector turístico, el restablecimiento del dólar como moneda de curso legal y la promulgación de la ley 77 de la Inversión Extranjera- mientras en el plano externo profundizó la confrontación ideológica con los Estados Unidos a través de lo que a partir de 1999 sería conocido como la “batalla de ideas”.

c) “Autonomía heterodoxa” (2003-2013)

Luego de una década de relativo aislamiento internacional y de padecer el endurecimiento de las medidas de presión económica impulsadas por Estados Unidos que apuntaban a generar un cambio de régimen en la isla, a comienzos de la década del 2000 Cuba paulatinamente comenzó a recuperar el margen de maniobra internacional perdido y -volviendo a los modelos de Puig- dejó a un lado el discurso secesionista que caracterizó al período anterior para adoptar un modelo de inserción internacional de corte más heterodoxoque puso el foco en lo que Russell y Tokatlian (2002) denominaron como “autonomía relacional”.

“Como práctica, la autonomía relacional requiere creciente interacción, negociación y una participación activa en la elaboración de normas y reglas internacionales tendientes a facilitar la gobernabilidad global. Así, la autonomía ya no se define por el poder de un país para aislarse y controlar procesos y acontecimientos externos, sino por su poder para participar e influir eficazmente en los asuntos mundiales, sobre todo en organizaciones y regímenes internacionales de todo tipo. Estas organizaciones y regímenes constituyen, además, el soporte institucional indispensable para el ejercicio de la autonomía. En un marco de creciente interdependencia, ellos son cada vez más útiles para afrontar problemas más comunes y alcanzar propósitos complementarios, sin que los gobiernos se subordinen a sistemas jerárquicos de control” (Russell, Tokatlian, 2002: 179-180).

Una vez que se consolidó el “giro a la izquierda” en América Latina (lo que luego popularmente se conocería como la “marea rosa” (Rohter 2005), el gobierno cubano se vinculó a una serie de iniciativas autonomizantes que no sólo resultaron beneficiosas para su debilitada economía sino que también lo dotaron de un importante nivel de permisibilidad internacional. Un hecho que a la postre permitiría que Cuba, años más tarde, retorne parcialmente[8] al sistema interamericano luego de una ausencia de más de medio siglo.

Desde el punto de vista de Jaguaribe y Puig, los organismos de integración regional pueden actuar como una herramienta funcional a la autonomía en la medida en que permitan ampliar no sólo el margen de maniobra internacional de los países periféricos (tal como Russell y Tokatlian plantean siguiendo la definición de soberanía de Kenneth Waltz) sino que sobre todo contribuyan a reducir sus niveles de dependencia (Pinheiro, Soares de Lima, 2018: 6-7, Briceño-Ruiz, Simonoff, 2017:76).

En este sentido, la iniciativa más destacada del período 2003-2013 desde el punto de vista cubano fue la creación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), organismo que surgió a fines del 2004 a partir de un acuerdo de integración firmado entre Cuba y la Venezuela de Hugo Chávez y que se caracterizó por promover un intercambio comercial “solidario” y “complementario” (Schaposnik y Pardo, 2013) por intermedio del cual el país caribeño logró acceder a los recursos naturales necesarios para relanzar su economía y que antes le eran proveídos por la Unión Soviética.

“El principal resultado material del ALBA es la cooperación energética y sobre todo el envío de petróleo venezolano a condiciones preferenciales a sus países miembros y otros aliados de la Revolución bolivariana. ALBA impulsó una amplia cooperación energética —plasmada en Petrocaribe— con Bolivia y Venezuela como principales suministradores de gas y petróleo, sectores que en ambos casos están nacionalizados, y los demás países como beneficiarios de este intercambio que en el caso cubano sustituyó la anterior alianza con la URSS. Así, la ALBA permitió la supervivencia del régimen cubano que reexporta el petróleo venezolano al mercado internacional a cambio de expertos y asesores cubanos para avanzar la Revolución bolivariana” (Gratius, Puente, 2018: 242).

Luego del ascenso formal al poder de Raúl Castro en el 2008, el gobierno cubano le cedió el liderazgo del discurso antiimperialista a sus socios del ALBA y, mientras avanzaba con un programa de reformas económicas en el plano interno, en el plano externo buscó impulsar una política de diversificación comercial para contrabalancear la dependencia establecida con Venezuela y de paso promover la llegada de inversiones a la isla. El proyecto insignia en este sentido fue la remodelación del Puerto de Mariel y la creación de la Zona Especial de Desarrollo, un proyecto faraónico que se realizó con financiación brasileña y que pretendía convertirse en el nuevo “motor” de la economía cubana.

Más allá de que esta iniciativa puntual por múltiples razones finalmente no terminó generando los beneficios económicos que se esperaban, el balance del giro autonomista emprendido por Cuba en el período es altamente positivo. Durante el 2003-2013 el país no sólo logró recomponer su maltrecha viabilidad nacional y dejar atrás, al menos parcialmente, las secuelas socioeconómicas del “Período Especial”[9] sino que también aprovechó la permisibilidad internacional imperante para aumentar su soft power en la región a través de las misiones médicas – las cuales además le aseguraban una entrada importante de divisas[10]- y para fortalecer su estrategia de soft balancing respecto a los Estados Unidos.

En este sentido la iniciativa más importante fue la creación en 2011 de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), organismo de integración que agrupa a “los 33 países de América Latina y El Caribe” y de cuya membrecía Estados Unidos y Canadá fueron deliberadamente excluidos para así diferenciar políticamente a la CELAC de la “desgastada” Organización de Estados Americanos (entidad a la que se acusaba de ser funcional a los intereses de Washington en la región).

Cuba participó activamente en su creación (Álvarez Figueroa 2017), lo que a la postre le permitió hacerse con la Presidencia Pro-Tempore del período 2013-2014 y en ese marco organizar la II Cumbre Presidencial de la CELAC celebrada en La Habana los días 28 y 29 de enero del 2014. En la declaración final, aprobada por todos los participantes a pesar de la ya incipiente polarización presente en la región, los países miembros acordaron “seguir trabajando para consolidar a América Latina y el Caribe como Zona de Paz”, por otra parte -en un clara referencia a Cuba- reiteraron que “la unidad y la integración de nuestra región debe construirse gradualmente, con flexibilidad, con respeto al pluralismo, a la diversidad y al derecho soberano de cada uno de nuestros pueblos para escoger su forma de organización política y económica” (Instituto de Relaciones Internacionales [IRI], 2014).

d) “Dependencia Nacional” (2014-2016)

Pero luego de este “éxito diplomático” la viabilidad nacional de Cuba se vería nuevamente afectada a fines del 2014 como consecuencia de una serie de eventos externos que la obligarían a modificar su modelo de inserción internacional. El primero y más importante fue la crisis económica y política de Venezuela, lo que por consiguiente llevó al estancamiento del ALBA y de un patrón de intercambio comercial que hasta ese momento había resultado totalmente funcional para los intereses cubanos. “De 2012 a 2017 las importaciones de bienes desde Venezuela cayeron en 4.241 millones de dólares, las exportaciones cubanas de bienes a Venezuela decrecieron en 2.109 millones, mientras que las exportaciones de servicios profesionales cayeron en 1.632 millones. Esto lleva a que el valor del intercambio comercial de bienes y servicios pasara de representar el 20,8% del PIB cubano en 2012 al 12,4% del PIB en 2017, medido a precios constantes (se ajusta por el deflactor de las importaciones)” (Mesa-Lago, Vidal Alejandro, 2019:18).

Por otra parte, la profundización de la crisis humanitaria venezolana y el consiguiente aumento de la polarización política en Latinoamérica contribuyeron a cimentar una suerte de “empate catastrófico” que atentó contra el desempeño del sistema de integración y que, a diferencia del período anterior, impidió que Cuba pueda utilizar a los organismos internacionales como herramienta de soft balancing frente a Estados Unidos. “América Latina se encuentra paralizada en un “empate hegemónico”, según la definición clásica de Juan Carlos Portantiero (1977): una situación en la que dos fuerzas en disputa tienen suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por la otra, pero ninguna logra reunir los recursos necesarios para asumir por sí sola el liderazgo” (Natanson, 2017). Un “derecho de veto” que los países no dudaron en hacer uso cuando estimaron conveniente, tal como dejan en evidencia la experiencia de organismos “postliberales” como la UNASUR (Sobrino Heredia 2021) y la CELAC (Duarte Gamboa, 2019).

Ante esta situación es que el gobierno de Raúl Castro, retornando a los modelos de inserción internacional desarrollados por Puig, decidió abandonar la “autonomía heterodoxa” y, en consonancia con el modelo de “dependencia nacional”, buscó racionalizar su dependencia y estrechar los vínculos económicos con las naciones desarrolladas (incluyendo a Estados Unidos) para así fortalecer su viabilidad nacional.

En un comienzo esta política externa aquiescente (Russell y Tokatlian, 2013) resultó efectiva, ya que dio paso a la normalización en 2015 de las relaciones diplomáticas entre EEUU y Cuba y a la posterior derogación, por parte del gobierno de Barack Obama, de una parte de las sanciones económicas que pesaban sobre la isla. Sumado a esto tenemos que resaltar la firma en diciembre del 2016 del Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación (ADPC) entre Cuba y la Unión Europea (UE), el cual, como señala Gratius, sustituyó a “una larga fase de «compromiso condicionado», es decir un diálogo y una cooperación condicionada por requisitos políticos, en el caso de la UE por la cláusula democrática y la Posición Común sobre Cuba (Gratius S., 2005) –entre 1996 y 2016- por una estrategia de plena inserción de la isla en las relaciones europeo-latinoamericanas incluyendo sus programas bilaterales y regionales de cooperación (compromiso constructivo)” (Gratius, 2017:2-3).

e) “Autonomía secesionista” (2017-2021)

Pero este escenario de cooperación se vería abruptamente interrumpido como consecuencia del ascenso al poder de Donald Trump en 2017, quien intensificó las políticas de sanciones contra Cuba (entre las medidas más destacadas podemos señalar la activación de los Títulos III y IV de la ley Helms-Burton, la limitación en el envío de remesas y en la autorización de viajes de ciudadanos estadounidenses a la isla, el fortalecimiento del bloqueo a las transacciones financieras del gobierno cubano) lo que a su vez atentó contra la eficacia de la política de “compromiso constructivo” adoptada por la UE.

Para hacer frente a este escenario internacional hostil, el gobierno de Raúl Castro, y luego de su sucesor Miguel Díaz-Canel, recuperaron parte del discurso “secesionista” utilizado por Fidel Castro durante el Período Especial para garantizarse un nivel mínimo de consenso en el plano interno mientras paralelamente buscaron diversificar la balanza comercial para reducir el impacto de la política exterior Trump sobre la viabilidad nacional cubana. El problema es que, como remarca Mesa-Lago (2019), a pesar de los avances registrados durante los últimos años en el campo diplomático actualmente “no hay en la comunidad internacional un país con la capacidad y la voluntad de reemplazar a Venezuela en su apoyo económico a Cuba” (Mesa-Lago, 2019: 263).

A la creciente vulnerabilidad internacional que enfrenta el gobierno cubano tenemos que añadir el impacto de la pandemia del Covid-19 que llevó a que el país cierre el 2020 con una caída del PIB del 11 %, la peor contracción desde 1993, aumentando de esta forma la presión para que el presidente Díaz-Canel acelere el programa de reformas iniciado por Raúl Castro en el año 2008 y continuado durante su gestión.

Cuando parecía que el gobierno iba a tener que enfrentar en soledad, como ya hizo en la década del noventa, una crisis económica de dimensiones que podía poner en jaque el futuro de la Revolución (Mesa-Lago, 2019) el triunfo del candidato demócrata Joe Biden en las elecciones presidenciales EEUU 2020 fue recibido con alivio por Díaz-Canel quien rápidamente se ilusionó con la posibilidad de establecer en esta nueva etapa una “relación bilateral constructiva y respetuosa de las diferencias”(Díaz-Canel Bermúdez, 2020).

5. La sobrestimación de la permisibilidad internacional de la era Biden profundizó la vulnerabilidad externa de Cuba

A lo largo de sus trabajos académicos Juan Carlos Puig hizo hincapié en que para poder alcanzar un mayor margen de autonomía era imprescindible que las elites periféricas realizaran un análisis de situación que persiguiera el objetivo de “comprender al sistema internacional estructuralmente, mediante la selección de variables relevantes y significativas” y que permitiese “por lo menos, delinear las tendencias relevantes profundas y apreciar los errores y aciertos en función del logro de una mayor autonomía para el país” (Briceño, Simonoff, 2017: 75).

Esta opinión es compartida por Jaguaribe, quien remarcó que para lograr una mayor optimización del modelo de inserción internacional es necesaria “la selección objetiva del modelo más adecuado para un país [...][que] requerirá, en consecuencia, un análisis preliminar histórico-estructural del país en cuestión, a fin de poder determinar objetivamente sus principales rasgos y tendencias estructurales” (Jaguaribe, 1973, 85).

Este requisito, añaden Lorenzini y Pereyra Doval, es imprescindible para alcanzar una mayor autonomía puesto que “si, por ejemplo, nuestras percepciones son erróneas nuestro margen de maniobra se anula hasta desaparecer y las decisiones que se adoptan serían poco pertinentes” (Lorenzini, Pereyra Doval, 2013: 18).

Un ejemplo en este sentido es lo que está ocurriendo actualmente con Cuba. El gobierno de Díaz-Canel pensó que el triunfo de Biden automáticamente iba a permitir restablecer el modelo de “dependencia nacional” utilizado durante los últimos dos años del gobierno de Barack Obama. Una percepción que se fortaleció aún más durante la campaña electoral, cuando Biden prometió restablecer la política de “engagement” y revertir las sanciones implementadas durante la administración Trump (Kelly, 2020).

Por este motivo, una vez que se oficializó su triunfo la cancillería cubana desplegó una campaña de comunicación pidiendo la “eliminación del bloqueo y el restablecimiento de los servicios consulares y de reunificación familiar”. Pero luego de varios meses en el poder, y a pesar del pedido realizado por parte del partido demócrata para que revea la política norteamericana hacia Cuba (Marsh, 2021), el mandatario por el momento ha decido mantener las sanciones prolongado de esta forma el perjuicio sobre la viabilidad nacional cubana.

Este cambio de postura hizo que rápidamente subiera el tono de confrontación entre ambos países. Cuba, ya lejos del optimismo inicial, acusa a Biden de seguir las políticas de su antecesor, mientras que en estos últimos meses la Casa Blanca ha acusado al gobierno cubano de no “cooperar completamente” con la lucha antiterrorista, además de “rechazar la detención de artistas por ejercer su derecho de libertad de expresión” y de recordarle a la administración Díaz-Canel que “no puede silenciar a sus críticos mediante la violación de sus derechos humanos” (Nichols, 2021).

Uno de los últimos enfrentamientos dialécticos cara a cara tuvo lugar el 23 de Junio del 2021 en la Asamblea de las Naciones Unidas cuando Cuba presentó la tradicional resolución para condenar el bloqueo económico de Estados Unidos, iniciativa que fue aprobada con184 votos a favor, dos en contra (Estados Unidos e Israel) y tres abstenciones (Colombia, Brasil y Ucrania). Antes de ejercer su voto el coordinador de política de la misión de Estados Unidos ante la ONU, Rodney Hunter, argumentó que las sanciones impuestas a terceros países es una forma legítima de llevar a cabo “la política exterior, temas de seguridad nacional y otros objetivos” (Torrens, 2021), diferenciándose así claramente de la gestión Obama que en 2016 –en pleno apogeo del “deshielo cubano”- se abstuvo durante la votación.

6. Conclusiones

A lo largo del artículo hemos buscado resaltar la importancia de la agencia en la autonomía y, en contraposición a lo que plantean Puig y Jaguaribe, dejar en evidencia las posibilidades que tienen los países periféricos de impulsar políticas externas autonomistas aún bajo una situación de marcada dependencia.

Con este fin es que rescatamos el concepto de “autonomía en la dependencia” desarrollado por el académico brasileño Gerson Moura en 1980, el cual permite subsanar las limitaciones metodológicas de la definición original de autonomía y ampliar su actual nivel de aplicabilidad. En este marco es que decidimos analizar el caso de Cuba, un país que a pesar de carecer de una viabilidad nacional “solida” y de tener que durante las últimas seis décadas enfrentar la política de sanciones de Estados Unidos ha logrado impulsar diversos modelos de inserción internacional identificando, como vimos anteriormente, cinco períodos bien diferenciados: “autonomía en la dependencia” (1959-1990), “autonomía secesionista” (1991-2002), “autonomía heterodoxa” (2003-2013), “dependencia nacional” (2014-2016) y “autonomía secesionista” (2017-2021).

Recapitulemos ahora un poco con el fin de intentar responder a los interrogantes planteados al inicio. Al comienzo del texto lanzamos la siguiente hipótesis: no obstante, el nuevo “marco para la acción” (Cox 1986) en apariencia favorable para los intereses cubanos, la sobredimensión por parte del gobierno Díaz-Canel de la permisibilidad internacional de la era Biden y la prolongación del “empate catastrófico” (Mongan 2018) impiden que Cuba pueda recuperar el margen de maniobra internacional alcanzado durante el período anterior y revertir así su creciente vulnerabilidad internacional.

Como bien plantearon en su momento Puig y Jaguaribe, para que una política externa autonomista tenga éxito es imprescindible que ésta parta de una correcta lectura del sistema internacional sino caso contrario los países periféricos, parafraseando a Carlos Escudé (2012), pueden incurrir en un mero consumo de autonomía cuando en realidad lo que deberían tratar de conseguir es su inversión.

La sobredimensión por parte del gobierno Díaz-Canel de la permisibilidad internacional de la era Biden llevó a que Cuba gaste sus limitados recursos materiales en una política exterior ineficaz y que actualmente no sólo esté lejos de recuperar los niveles de autonomía de los que disfrutó durante el regionalismo postliberal sino que vea en esta nueva etapa aún más incrementada su vulnerabilidad internacional en relación al período 2017-2020, ya que sumado a los “constreñimientos estructurales” (Waltz, 1979) habituales el país debe hacer frente al impacto de la pandemia y de lo que luego va a ser la postpandemia. Todo esto en el marco de una economía que desde hace seis años se encuentra inmersa en un proceso de escaso crecimiento y que actualmente atraviesa profundos cambios (siendo la reforma monetaria el principal), una situación que amenaza con generar importantes costos sociales sobre una ya de por sí empobrecida población.

A esta difícil situación tenemos que añadir que, a diferencia del pasado, Cuba tampoco puede utilizar a los organismos de integración como herramienta para fortalecer su maltrecha viabilidad nacional (como ocurrió con el ALBA) o para hacerse con un mayor margen de permisibilidad internacional (como le permitió la CELAC).

No obstante que el resultado de las elecciones brasileñas puede marcar el fin del “empate catastrófico” y que el “giro a la izquierda” de América Latina seguramente va a llevar a que Cuba pueda disfrutar de una mayor capacidad de inserción internacional en relación al período anterior, esto no necesariamente tiene porque beneficiar a la debilitada economía cubana ya que, como sostiene Mesa-Lago, no hay en la región un país capaz de reemplazar a Venezuela en su apoyo económico a Cuba y/o en condiciones de liderar el proceso de integración como por ejemplo hizo el Brasil de Lula a comienzos del siglo XXI ( más allá de los coqueteos de México en ese sentido).

A pesar de esta situación, si algo aprendimos de autores como Puig o Gerson Moura es que es posible impulsar políticas autonomistas aún bajo una situación de marcada dependencia. Para ello primero es necesario que el gobierno cubano deje de gastar sus limitados recursos en promover una política externa polarizante que ya ni siquiera le garantiza un nivel mínimo de consenso en el plano interno-tal como dejan en evidencia las masivas manifestaciones ocurridas en Cuba el 11 y 12 de Julio de 2021-y que sólo sirve para acentuar su aislamiento internacional y, en su lugar, comience a adoptar una actitud más proactiva para intentar sacar provecho de las escasas oportunidades que brinda un sistema internacional “estratificado” y fuertemente asimétrico. Más aún en un escenario como el actual en el que el incipiente bipolarismo EEUU-China pareciera abrir nuevas oportunidades de inserción para los países de la periferia.

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Notas

1El artículo reproduce parte de una ponencia presentada por el autor en el XV Congreso de la Asociación Española de Ciencia Política y de la Administración (AECPA) titulado “Lecciones y Retos Políticos de la Pandemia”, celebrado de forma virtual entre el 7 y el 9 de julio del 2021.

2Fragmento original: “Sovereign states may be hard-pressed all around, constrained to act in ways they would like to avoid, and able to do hardly anything just as they would like to. The sovereignty of states has never entailed their insulation from the effects of other states actions. To be sovereign and to be dependent are not contradictory conditions”. Traducción propia.

3Fragmento original: “In other words, although he recognizes degrees of autonomy, even at its lowest level it is already defined by opposition - and not by proximity - to dependency. It means that autonomy (regardless of its degree) is always a counterpoint to dependency”. Traducción propia.

4Fragmento original: “At that time it was possible to take advantage of the Brazilian Northeast’s strategic geographical location, and the need for strategic materials for the war industry during the formation of the US power system. This allowed Brazil to attract, among other things, US funding for the construction of the Volta Redonda steel plant, a landmark in Brazilian industrialization… Moura’s (1980) add-on to the concept of autonomy — i.e., dependency — was not proposing how it might be achieved in pure form, but pointing to a particular situation in which, despite the adverse conditions, it could be reached. In this sense, Moura (1980) took Jaguaribe’s (1979, 1982) proposition further, but without denying it. While the latter saw national viability and international permissibility as sine qua non conditions for autonomous behavior, Moura (1980)placed more emphasis on the importance of agency as the driving force of an autonomist policy in the context of less than ideal conditions, i.e. even in a situation of dependency” Traducción propia.

5No obstante esta situación, esto no impide que en el futuro se puedan producir cambios en el balance de poder y surjan nuevas oportunidades para utilizar esta estrategia autonomista.

6Una estrategia autonomizante que luego fue retomada por el gobierno Quadros- Goulart (1961-1964) así como en algunos períodos de la dictadura militar (sobresaliendo en este sentido el gobierno de Ernesto Geisel (1974-1979), un comportamiento internacional al que el diplomático Gelson Fonseca Júnior (1998) calificó como “autonomía por la distancia”.

7En el último año previo a la llegada de la Revolución (1958), asegura Carriazo Moreno (1993), el 72 % de las exportaciones de Cuba estuvieron dirigidas a Estados Unidos y el 71 % de las importaciones provinieron de ese país.

8A pesar de que el 3 de Junio del 2009 la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA) dejó sin efecto la Resolución VI de la VIII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, celebrada en Punta del Este (Uruguay) entre el 22 y el 31 de enero de 1962, que dispuso la “Exclusión del actual Gobierno de Cuba de su participación en el Sistema Interamericano”, el gobierno de Raúl Castro –en un alarde de autonomía secesionista- rechazó de plano la posibilidad reingresar a la OEA aunque finalmente sí terminó incorporándose a la Cumbre de las Américas, participando, hasta el momento, de la séptima (Panamá 2015) y octava edición (Perú 2018).

9De acuerdo a estadísticas del Banco Mundial, el Producto Interior Bruto (PBI) de Cuba cayó un -14 % durante el período 1990-2000 (lo que equivale a una caída anual del 1,4%), mientras que en el período 2003-2015 creció un 62,1% (lo que equivale a un crecimiento anual del 4,77%).

10Según estimaciones del ex Ministro de Economía y Planificación, José Luis Rodríguez, Cuba obtuvo ingresos por 11.543 millones de dólares como promedio anual entre 2011 y el 2015 en concepto de exportación de fuerza de trabajo calificada (consolidándose de esta forma como una de los mayores fuentes de ingresos en divisas del país), la mayor parte de la cual correspondió al sector de la salud.

Recibido: 26 de Julio de 2021; Aprobado: 27 de Agosto de 2022

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Magíster en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata. Máster Universitario en Derechos Humanos, Interculturalidad y Desarrollo, Universidad Internacional de Andalucía, España.

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