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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.64 Buenos Aires set. 2023

http://dx.doi.org/10.36446/be.2023.64.325 

Artículos

El lenguaje de la demolición y el embellissement de París, de Voltaire a Baudelaire

The Language of Demolition and Paris’ embellissement, from Voltaire to Baudelaire

Angelo Narváez León1 

1 Universidad Católica Silva Henríquez (Chile)

Resumen

En este artículo se aborda la relación entre la demolición y el embellecimiento de París durante el siglo xix desde diferentes perspectivas literarias y filosóficas que permitan situar en diferentes contextos narrativos la interpretación de la ciudad como un espacio metropolitano signado por la autopercepción como capitale du xixe siècle. Desde los primeros planos trigonométricos hasta la noción de transformación, la imagen de la ciudad como un espacio privilegiado y representativo de la transformación del presente aparece con diferentes matices en las obras de Voltaire, Verne, Hugo y Baudelaire, no solamente como una dimensión expresiva común, sino también como un espacio de conflicto de posición política, estética e ideológica. En este sentido, este trabajo se propone rastrear esas inflexiones, insistencias y resistencias a las formas concretas de la relación demolición/embellecimiento institucional.

Palabras clave: Ciudad; Metrópolis; Modernidad; Narrativa; Poética

Abstract

This article addresses the relationship between the demolition and beautification of Paris during the 19th century from different literary and philosophical perspectives that allow to situate the interpretation of the city as a metropolitan space marked by self-perception as the capitale of the xixe siècle in different narrative contexts. From early trigonometric plans to the notion of transformation, the image of the city as a privileged and representative space for the transformation of the present appears with different nuances in the works of Voltaire, Verne, Hugo and Baudelaire, not only as a common expressive dimension, but also as a space of conflict of political, aesthetic and ideological position. In this sense, this work intends to trace these inflections, insistences and resistances to the concrete forms of the demolition/institutional beautification relationship.

Keywords: City; Metropolis; Modernity; Narrative; Poetics

La imagen de París como capitale du XIXe siècle (Benjamin, GS V/1: 60 ss) o capital de la modernidad (Harvey 2008) tiene una trayectoria propia en el marxismo, especialmente si entendemos la crítica marxiana (y marxista) como una puesta en escena o una producción de imágenes que se expresan con un lenguaje propio. Cuando Karl Marx le escribe a Arnold Ruge desde Kreutznach en septiembre de 1843 para anunciarle su primer exilio, la imagen de París adquiere un ritmo propio como “der neuen Hauptstadt der neuen Welt” (Marx & Engels, MEW I: 343). Sin embargo, más allá de la biografía de Marx, un problema posible de la gramática marxiana está en el lugar específico que tiene la capital y su novedad dentro de una idea implícita de mundo que poco tiene que ver en este sentido como el nuevo mundo colonial o con el new world migratorio estadounidense. Heinrich Heine, un entusiasta por el presente absoluto y por la gramática mesiánica de la Revolución como fundación de una “nueva Jerusalén”, lleva la imagen elaborada por Marx a una dimensión más amplia o, al menos, más explícita y militante: “París no es solo la capital de Francia, sino de todo el mundo civilizado […], es la hermosa ciudad mágica […], el jardín donde podemos recoger las flores más bellas”, en París, insiste Heine “se están creando un arte, una vida y una religión nuevas” (Heine, W IV: 414).1

De manera inicial, se podría suponer que es precisamente esa idea de mundo la que le da el sentido de modernidad al “neue Welt” y, por tanto, a la ciudad como espacio metropolitano o “neue Haupstadt”, como la capital y centro gravitacional del mundo. Por supuesto, el interés aquí no está (al menos no únicamente) en las palabras de Marx o Heine, sino en la producción de una imagen metropolitana de la ciudad como centro de un sistema de referencias global en plena construcción y movimiento, en absoluto signado de manera exclusiva por el imaginario continuo de la teoría crítica de los siglos XIX y XX, y tampoco por la idea de crítica como lenguaje privilegiado de alguna lógica de la transformación de la realidad.

Un caso paradigmático de esa transformación de las referencias o márgenes que se sostiene en la afirmación simbólica del centro es la relación ambigua de Hector Berlioz con París. Cuando Berlioz escribe para el Journal des Débats, con toda la precaución que puede sugerir el lugar de la palabra escrita en el espacio público, insiste en que “no diré nada nuevo, repitiendo después de tantos otros que París es la capital del mundo civilizado. La superioridad de París en todo lo relacionado con las artes, especialmente en la interpretación musical, es indiscutible” (1835: 1). Sin embargo, es en ese mismo espacio decisional desde donde se configura una idea de mundo por relación y que da lugar a la imagen de la ciudad como una referencia ineludible para la experiencia de cualquier otredad (en este caso, europea o no): “hay que salir de París para sentir su inmensa superioridad en todo, y una vez en Italia, hay que renunciar a la mayor parte de los placeres intelectuales que producen el encanto de nuestra capital” (CG II, carta 240). Incluso en los relatos íntimos y familiares donde el lenguaje de Berlioz comienza a confundirse con las imágenes cercanas al manierismo, donde podemos pensar en “serpientes, erizos, sapos, gansos, pintadas, cuervos, chinches y alimañas de todo tipo; esa es la encantadora población de nuestro paraíso terrestre parisino” (CG IV, carta 1783), son precisamente las ideas de mundo y centro las que no desaparecen. “París es la capital de la barbarie musical, no lo olvides” (CG V, carta 2242).

En este sentido las preguntas remiten tanto al lugar de enunciación como a la magnitud de lo que el lenguaje confiere a las imágenes que produce; es decir, ¿qué significan capital, mundo y barbarie en un contexto de expansión imperialista de la experiencia colonial de la modernidad? La barbarie, implícita o explícita, no tiene la misma función y el mismo sentido cuando se narra desde el “centro” que cuando se narra desde una idea marginal de periferia; pero, paralelamente, tampoco tiene el mismo sentido cuando se dice sobre un centro metropolitano posible o sobre alguna periferia colonial. Lo que importa de Marx en esa amplia dificultad narrativa, o al menos a lo que remite el espectro de la crítica de la economía política, es a los márgenes colindantes que durante el siglo XIX comienzan a desdibujar de manera cada vez más acelerada la distinción entre la capital como experiencia urbana de la modernidad y el capital como lógica de realización de la socialización abstracta de la modernidad. Esa tensión es la que permite una forma de diálogo entre la correspondencia de Berlioz y la crítica de Marx como formas de impresión y expresión de la transformación de París que, al menos durante la segunda mitad del siglo XIX, está signada por la monumentalidad de la Commission des embellissements de 1853. En las páginas que siguen a continuación, nuestro interés se centra en rastrear algunos caminos literarios de esa representación que, sin responder necesariamente a pretensiones de sistematicidad, expresan nudos e inflexiones del recorrido de una relación entre belleza y demolición como una suerte de doble naturaleza del espacio metropolitano (global).

1. La metrópolis como motivo implícito

A fines del siglo XIX, cuando la burguesía comienza a transformarse en el ícono característico del mercado mundial, Julio Verne narra una suerte de grado cero de la circulación del capital, que oscila entre la aceleración del tiempo y la contracción del espacio. El universo narrativo de La vuelta al mundo en ochenta días, que Peter Sloterdijk interpreta como una trivialización del comercio y ausencia de heroísmo en alusión al turismo (2010: 56), se mueve al ritmo de Phileas Fogg siguiendo el pulso del imaginario victoriano: “le apuesto a cualquiera veinte mil libras que daré la vuelta a la Tierra en ochenta días o menos, es decir en mil novecientas veinte horas o ciento quince mil doscientos minutos” (Verne [1872] 1997: 33). Un aspecto crucial de la lectura de Sloterdijk es el énfasis que pone en la inexperiencia de Fogg, cualquier cosa menos un explorador o un aventurero, aunque quizás habría que agregar también el aparente anonimato de su biografía. Nadie lo ve salir de Londres, nadie conoce a su familia ni a sus amigos y el origen de su riqueza es tan misterioso como sus intenciones; lo único que sabemos es que su deseo se sostiene en la trama de la posibilidad como forma global. Cuando Fogg desembarca en Bombay y espera el tren de la East Indian Railway a Calcuta, vale notar lo siguiente:

[No piensa] ver las maravillas, ni el Hôtel de Ville, ni la magnífica biblioteca, ni los fuertes, ni los muelles, ni el mercado de algodones, ni los bazares, ni las mezquitas, ni las sinagogas, ni las iglesias armenias, ni la espléndida pagoda de Malabar Hill, adornada con sus dos torres poligonales […ni], las obras maestras de Elefanta, ni sus misteriosas hipogeas, ocultas al sureste de la rada, ni las grutas Kanheri de la isla de Salcette, esos admirables vestigios de la arquitectura budista. (Verne [1872] 1997: 82)

La finalidad de Fogg es expresar la forma abstracta de la circulación que lo antecede y la oscilación entre aceleración y contracción, dándole lugar a la intuición técnica de Marx:

[…] no está lejos el día en que, mediante una combinación de ferrocarriles y barcos de vapor, la distancia entre Inglaterra y la India, medida por el tiempo, se acorte a ocho días, y cuando ese fabuloso país sea anexado al mundo occidental. (Marx & Engels, MEW IX: 222)

La imagen de Fogg, impersonal y carente de cualquier gusto singular, personifica la promesa inconclusa de la modernidad para la que cualquiera puede tener el lugar relativo del burgués en el mundo de las mercancías [Warenwelt], solo a condición de que no puedan tenerlo todos. La secuencia de atracciones turísticas que produce el orden simbólico del orientalismo coincide con la popularización política del imperialismo en Inglaterra después de la adquisición del Canal de Suez en 1870 (Murray 2008: 55), cuando cada cosa realiza su valorrelativo en “el universo de la fantasmagoría” del mercado mundial (Benjamin, GS V/1: 60). En la narrativa de Verne, la forma vacía de la promesa victoriana, la “abstracción in actu” del capital (Marx & Engels, MEW XXIV: 109), entra en conflicto con la experiencia nostálgica del tiempo y el espacio en suspenso, idílicamente fuera del acto de la circulación. Esa exterioridad aparece como el recuerdo de Jean Passepartout, un “vrai parisien de Paris” (Verne [1872] 1997: 231), donde la metrópolis funciona como el punto de referencia de la aceleración y la contracción:

- Bueno, amigo mío, ¿le han timbrado el pasaporte? - ¡Ah! es usted. Ya está todo en orden. - ¿Visita el país? - Sí, pero vamos tan rápido que me parece que viajo en mis sueños, ¿estamos realmente en Suez? - En Suez. - ¿En Egipto? - En Egipto. - ¿Y en África? - En África. - ¡En África! No puedo creerlo. ¡Imagínese usted, yo no me imaginaba ir más allá de París, y solo pude ver la famosa capital entre las siete y veinte y las ocho cuarenta de la mañana, entre Gare du Nord y Gare de Lyon a través de las ventanas de un taxi con una lluvia torrencial! ¡Cuánto lo lamento! (Verne [1872] 1997: 63)

La producción de una imagen excepcional y ucrónicadel espacio metropolitano sigue un recorrido propio en las obras de Verne. Cuando el doctor Sarrasin recibe la herencia en Los quinientos millones de la Begún, el proyecto de construir en pocos meses una ciudad que dé respuesta a “la enfermedad, la miseria y la muerte que nos rodean”, como consecuencia de “las condiciones higiénicas deplorables en que vive la mayor parte de los hombres que se amontonan en las ciudades”, se transforma en un criterio civilizatorio para acabar con las “aglomeraciones humanas que a veces constituyen verdaderos focos de infección” ([1879] 1998: 31). La construcción utópica de Oregón, al noroeste de Estado Unidos, saca a la metrópolis de la pesadilla de la sobrepoblación popularizada por Thomas Malthus y la sitúa sobre las bases de la biopolítica y la exposición en escena, trasladando el neue Welt de Marx al New World colonial. Así, por ejemplo, relata:

¿por qué no reunimos todas las energías de nuestra imaginación para trazar el plano de una ciudad modelo, sobre bases rigurosamente científicas? […], invitaremos a todos los pueblos a que acudan a visitar esta ciudad que ya todos vemos con los ojos de la imaginación. ([1879] 1998: 32)

Idílica e higiénica, la colonia de Sarrasin, France-Ville “en honor a la patria” ([1879] 1998: 32), se transforma en la narrativa de Verne en el modelo del espacio privilegiado para el consumo como espectáculo.Pero, a diferencia del contexto narrativo de La vuelta al mundo en ochenta días, aquí no se trata de signar tanto la posibilidad como la imposibilidad asociada al lugar del otro que, aunque adquiera la imagen de la denuncia del militarismo, lleva implícita las referencias a las condiciones de subsistencia realmente existentes del trabajo industrial:

Entre las inagotables montañas de carbón [se eleva], una masa sombría, colosal, extraña; una aglomeración de edificios regulares, llenos de ventanas simétricas, cubiertos de tejados rojos, rematados por una selva de chimeneas cilíndricas que vomitan por sus mil bocas continuos vapores fuliginosos. El cielo está velado por una gasa negra, sobre la cual pasan por instantes rápidos relámpagos rojos. El viento lleva un gruñido lejano semejante al de un trueno o al de una gran sirena, aunque más regular y más grave. ([1879] 1998: 48)

Esa “masa” indiferenciada, regular, repetitiva en medio del espectro salvaje es “Stahlstadt, la Ciudad del Acero, la ciudad alemana, la propiedad personal de Herr Schultze […], el más grande forjador de acero, y especialmente el más grande forjador de cañones de ambos mundos” ([1879] 1998: 48). La ciudad que Herr Schulze ve en France-Ville no le produce intriga ni le suscita un interés metropolitano, de consumo o lujo, sino que desata la pulsión de destrucción del objeto de deseo negado que la composición psíquica industrial le impide gozar. Schultze, como los bárbaros y las clases populares de la Comuna (Lee 2006: 550), desea la destrucción de la metrópolis porque ahí se esconde el secreto del único goce real. En El país de las pieles, donde Verne describe “los icebergs, pintorescamente apilados” como formaciones “magníficas”, ese lugar de enunciación entre el aquí y el allá de la metrópolis y la otredad, no remite a una ciudad diferente, sino a la supresión de los márgenes que diferencia la historia social de la historia natural:

…aquí diríamos que son las ruinas encaladas de una ciudad con sus monumentos, columnas y muros derrumbados; [pero], allá,que es un país volcánico con un suelo convulso, un montón de hielo que forma cadenas montañosas con crestas, estribaciones y valles. (Verne 1873: 142)

Sobre ese imaginario exterior, fuera del espacio metropolitano y más allá de las referencias coloniales, “la cabeza del mundo” que narra Honoré de Balzac en Ferragus. Chef des Dévorants produce una constelación de imágenes que opera como un estruendo que anuncia la contracción del mismo espacio metropolitano, de modo que toda la secuencia de expresiones “el más delicioso de los monstruos”, una “maravilla monstruosa”, “¡un completo monstruo!”, “un lujo costoso” y “el más maniático de los monstruos” (De Balzac 2002: 5-6, 32) gira sobre su propio eje. En la Comedia humana en general se ensaya una modificación de ese lugar de enunciación de las ruinas y los vestigios que, lejos de subvertir el imaginario narrativo de la modernidad, reafirma el espacio metropolitano como fuerza gravitacional. Para Balzac, la Kamtchatka es el espacio del miedo y la violencia delas clases populares del foubourg, el escenario del paisaje volcánico de la ciudad. El “segundo París”, que surge tras el triunfo de la Revolución de 1789, produce una escisión en el tiempo narrativo de la Comedia no solo porque sitúa el acontecimiento como una revelación teológica del advenimiento de la modernidad urbana, sino también porque relega al primer París a las representaciones del paisaje como historia natural (es decir, pasada) de la realidad política y social (De Balzac ŒDIII: 612). A pesar de que es Balzac quien verbaliza la trasformación de la ciudad como expresión de la “spéculation”, que poco tiene de metafísica frente a un sentido hoy asociado a la financiarización del espacio y al capital inmobiliario, la composición del espacio mediado por diversas formas de otredad (en este caso específico, de clase) devuelve la imagen de la ciudad al imaginario de la sistematización monumental de la segregación inevitable:

En este momento la especulación, que tiende a cambiar el rostro de este rincón de París y a construir sobre el baldío que separa la rue d’Amsterdam de la rue du Faubourg-du-Roule, sin duda modificará la población, ¡porque la pala es en París más civilizada de lo que uno podría pensar! Al construir hermosas y elegantes casas con conserjerías, revestirlas de aceras y montar allí comercios, la especulación aparta sin consentimiento a las personas a través del precio de la renta, aparta los hogares sin muebles y los malos inquilinos. De esa manera los barrios se deshacen de las poblaciones siniestras y de estos tugurios donde los policías sólo pisan por orden de la justicia. (De Balzac ŒC XVII: 382)

Ahora bien, si en “el viaje de Verne el espacio y el tiempo se articulan fundamentalmente en el marco de una narración en la que emerge una verdadera poética del espacio en el sentido que Bachelard le da al término” (Dupuy 2013: 49), esa misma poética registra una frontera donde el momento liminal del viaje por el mundo o al fondo del mar depende del tránsito de la metrópolis a la colonia, de la civilización a la barbarie y de la teología del poder a la historia natural carente de temporalidad; o, en el caso de Balzac, el viaje del centro a la periferia. En ese relato de la historia en suspenso, donde solo el movimiento hacia lo desconocido registra el cambio de perspectiva entre la antigüedad y la modernidad, París aparece como una ciudad en transformación constante donde las ruinas tienen un sentido patrimonial, inscribiéndose en la historia de un espacio restringido pero absoluto que transita entre los imaginarios urbanos del siglo XIX con sus propias contracciones simbólicas como epicentro de los “representantes sinceros y de los militantes del progreso”, que harían “todo lo posible por salvar esa ciudad incomparable, monumento glorioso erigido en honor al arte del progreso de los hombres” (Verne [1879] 1998: 117).

2. Voltaire y el pulso de la demolición

Para el Voltaire de “Los embellecimientos de París”, como para el Verne del asedio real-imaginario de los cañones de Stahlsatdt, las ruinas son transitorias y evanescentes en la necesidad de la suspensión del tiempo histórico donde dialogan los lenguajes de la ciudad:

…si se incendiara la mitad de París, la reconstruiríamos soberbia y agradable; […], ese proyecto traería gloria a la nación, un honor inmortal al cuerpo de la ciudad de París, estimularía todas las artes y atraería extranjeros de los confines de Europa, lejos de empobrecerlo, enriquecería al Estado […] acostumbraría a trabajar a mil vagabundos indigentes que hoy basan su miserable vida en la infame y punible práctica de la limosna, y que solo contribuyen a deshonrar nuestra ciudad. (Voltaire, ŒC XXIII: 298)

Voltaire implora el genio ilustrado de alguien que pueda “dibujar el proyecto” sentando el sueño de la belleza en el banquillo del higienismo y el desprecio por las masas ajenas a la caracterización sublime de la razón ilustrada al servicio de la humanidad:

[…] solo tenemos dos fuentes de buen gusto, todas las demás son dignas de un pueblo; el Louvre, las Tullerías, los Campos Elíseos igualan o superan las bellezas de la antigua Roma, pero el centro de la ciudad, oscuro, constreñido, espantoso, representa la época de la barbarie más vergonzosa. (ŒC XXIII: 297)2

Los habitantes de París “son mansos, frívolos y se ocupan de pequeñeces […], viven como niños que nunca saben la razón de lo que se les ordena”, incapaces de comprender por sí mismos la conveniencia de la intimidad entre “la utilidad y la ornamentación” (ŒC XXIII: 473). Hace tres siglos, decía Pierre Patte en el mismo sentido, “la ciudad casi no ha cambiado, quedó en el estado de confusión donde la dejó la ignorancia de nuestros padres” (1767: 212), por ejemplo, “[l’Ile du Palais] a penas a cambiado desde que la cortesía y las bellas artes remplazaron a la barbarie gótica (189); sin embargo, “se eliminarían las casas sobre los puentes, así como todo lo que esté mal construido, mal decorado, de construcción gótica, o cuyas proporciones se consideren viciosas en comparación con los embellecimientos proyectados” (221). Entre la infancia como símbolo de la barbarie y la vejez de la ignorancia, la transformación y el embellecimiento se sitúan en la suspensión del tiempo de Verne, en un presente idílico tan ideológico como imaginario.

Cuando Voltaire asocia los “godos y vándalos” a la incapacidad de sensibilidad estética no solo inaugura el sentido moderno del vandalismo, sino que también inscribe la identidad nacional francesa en el criterio estético de Jean Passepartout señalando que “un vrai français solo puede ser alguien que ama el arte” (Voltaire ŒC XXIII: 354). En los debates parlamentarios de 1792, la asociación entre barbarie y destrucción de una parte, y entre civilización y conservación de otra, produce una doble institucionalidad que se expresa en la formalización del monumento como patrimonio y en la tipificación del embellecimiento a la vez. Cuando Bertrand Barère refiere esta dualidad, apela a la sensibilidad revolucionaria y a los lugares que suscita dentro o fuera de ella:

[…] las revoluciones de los pueblos bárbaros destruyen todos los monumentos y borran las huellas dejadas por el arte. Las revoluciones de los pueblos ilustrados las preservan, las embellecen y las transforman en el aspecto ornamental más facundo del imperio de la ley. (Springath 1980: 512)

El abate Grégoire, símbolo público de la defensa constitucional de la abolición de la esclavitud, pliega de cierto modo ese mismo sentido sobre la identidad nacional como marco institucional: “inscribamos en todos los monumentos y grabemos en todos los corazones esta frase: los bárbaros y los esclavos aborrecen las ciencias y destruyen los monumentos de las artes; los hombres libres las aman y las conservan” (Grégoire [1794] 1990: 157). Sin embargo, es la función que le otorga Henri Reboul la que signa la norma de la imagen inaugurada por Voltaire:

[…] destruir estatuas no significa destruir el despotismo; significa destruir los monumentos erigidos por el arte […], les pregunto si un pueblo amante de la libertad realmente desea imitar la conducta de los godos y los vándalos derribando monumentos que las bellas artes erigieron por tres siglos. (

Reboul 1896

: 109)

La intervención de Reboul en la Asamblea no apela solo a la barbariede la destrucción, sino también a la pretensión de centralidad cosmopolita de las lumières nacionales -revolucionarias o no. La sistematización de las obras de la corona, “principalmente pinturas, estatuas y otros monumentos de bellas artes” (Merlet et al. 1792: 78), adquiere con la gestión de Reboul un sentido de identidad y exposición nacional que, asociado a la dimensión institucional del patrimonio, exige la conformación legal de la gestión de la apropiación de las obras de la aristocracia primero, y de las obras de los saqueos coloniales después (Raffaelli 2017). La imagen de Francia como centro gravitacional, y de París como su eje, excede la narrativa de la Revolución y se proyecta con el trabajo de Louis-Auguste de Forbin como un ejercicio simbólico del poder en la transformación de la ciudad en una terza Roma, de la que el Louvre será la referencia de la experiencia estética de la modernidad (Le Rouzic 2015).

La imagen de la ciudad metropolitana, cosmopolita, se inscribe así en una narrativa que liga el imperativo ilustrado con la aceleración de Napoléon y el deseo de convertir París en “la verdadera capital de Europa […], en una ciudad de dos, tres, cuatro millones de habitantes, en una palabra, en algo fabuloso y colosal hasta hoy desconocido” (Fain 2001: 104). Las imágenes de la remodelación y la decoración que evocan los diputados de 1792 como expresión concreta de la conservación, es subsumida en el espacio impensable que insinúa Napoléon desde una temporalidad diferente, donde “más que construir, hay que demoler” para embellecer París (De Las Cases [1823] 1935: 38). En este sentido, Napoléon es post-revolucionario no solo por la coronación de 1804 en Notre-Dame, sino porque produce una escisión donde los revolucionarios de 1789 adquieren una posición anticuada frente al imperio del capital que no pueden imaginar. Napoléon, a diferencia de Voltaire y los diputados de la comisión que le dieron forma a la noción de patrimonio nacional, insinúa la ciudad desde la dimensión de una Realpolitik urbana para la que las catástrofes circunstanciales ya no representan una posibilidad de la épica de la reconstrucción, sino su anverso como catástrofes deliberadas inscritas en la necesidad de la demolición, o el paso del rito de la transformación desde el plano de los medios al de la finalidad;3 una imagen de época ya presente en el Tableau de Paris de Louis Sébastien Mercier:

[…] la Ile de la Cité ofrece un desagradable aspecto de pequeñas casas aplastadas. Los carruajes tienen problemas para girar en las calles; tienes que ser un cochero hábil para salir del apuro. Algunos edificios imponentes hacen que los demás se vean incluso en peor estado, [aunque en] los barrios nuevos, donde, por el contrario, todo se alinea; sin lugares estrechos, sin callejuelas estrechas; son grandes y regulares. (1994, II: 35, 455)

La interpretación que Friedrich Engels propone de la transformación de París es, en este sentido, una lectura de la intervención como ritual estético de una pulsión de repetición. Al igual que el maître Frenhofer en La Chef d’oeuvre inconnu de Balzac, que Engelsasocia al tormento que la obsesión por la forma narrativa de El capital genera en Marx, la transformación borra de manera repetitiva lo que produce (Narváez 2020); como una Wiederholungszwang total en nombre del embellecimiento, la transformación deja huellas y residuos sintomáticos que caracterizan la desposesión continua de las masas populares, y que con la Comuna subvierten el orden del discurso del espacio en suspenso devolviéndolo al vértigo de la realidad política en el contexto del “lujo comunal” y la reacción militar de Versalles (

Ross 2016

).

Con la destrucción de las viviendas obreras -ajenas a la dignidad de la ruina monumental en el relato del amplio bonapartismo- el embellecimiento sitúa la construcción en la circulación continua del capital que, además de transformar París en una ciudad de lujo -ein Luxustadt (el pathos urbano de la narración de Verne)-, tiene su finalidad en “formar un proletariado de la construcción específicamente bonapartista” (Marx & Engels, MEW XVIII: 260). En ese mismo sentido, agrega:

Haussmann, el nombre público del mago-urbanista de la ciudad en el siglo XIX, no es (solamente) una biografía de la gestión municipal de París, sino también un concepto y una relación abstracta, una tendencia a la construcción colosal cuyo espíritu se pasea por Londres, Manchester y Liverpool, y que en Berlín y Viena se siente como en casa (MEW XVIII: 215).

Ahora bien, lo que Engels entiende por “espíritu haussmanniano” anticipa y excede los trabajos de la Commission des embellissements de 1853, y ya está presente en las imágenes idílicas de Voltaire y en la poética del espacio de Verne, en las propuestas de la Commission des Artistes de 1794 y en la verbalización de Napoléon y Mercier; en ese registro simbólico continuo, la poética del espacio de Verne es una poética de la magia de los medios, su lenguaje de las imágenes es un dialecto de la misma gramática social de Haussman, aunque con ritmo e inflexiones propias. El problema es, entonces, que la magnitud de la transformación de Haussmann no está en la inauguración de un lenguaje, sino en la producción de un arquetipo simbólico que significa la experiencia urbana del siglo XIX como una tensión entre la pretensión de forma global y el carácter irrepetible de París. La potencia del lenguaje de Haussmann está en la producción simbólica de un poder abstracto.

El discurso de François Guizot ante la Cámara de Diputados en 1843 vuelca el sueño de Voltaire en el imperativo de la modernidad, “¡ilumínense, enriquézcanse, mejoren la condición moral y material de Francia!” (Guizot 1864: 68). Aunque en la contracara del discurso de Guizot aparece también la transformación del imperativo; si el “enrichissez-vous!” de 1843 le da el rito a la prosperidad de la France-Ville de Verne, el proyecto paradigmático de Haussmann le da la forma material del espacio infinito de la abstracción: urbanisez-vous! La Commission des embellissements de París que forma Napoléon III tras transformar la II República en el II Imperio inaugura una forma de intervención urbana que ya no se reduce a los nombres de las calles, la edificación de arcos y puertas, o la construcción de monumentos autorreferentes, sino que hace de la transformación la norma de la subsistencia de la ciudad. Cada elemento, cada oscilación entre la conservación y la innovación, pasa a cumplir una función subordinada al entramado urbano como escenario de las pasiones del mercado que exige la evanescencia del sentido y de la reconstrucción:

[…] no es el vandalismo revolucionario lo que hay que culpar, sino la necesidad de dinero de la República y el Imperio en guerra casi permanente desde hace más de veinte años. No fueron los revolucionarios antirreligiosos quienes provocaron la desaparición de iglesias y conventos, sino los especuladores burgueses, ávidos de ganancias rápidas. (

Fierro 1998

: 7)

En una carta de Haussmann al (ahora) Emperador, donde se explicita el conjunto de imágenes que van adquiriendo sus nuevos sentidos en un mundo (urbano, habría que agregar) en constante transformación, la idea de civilización entraña explícitamente la posición de la marginalización demográfica mediada o constituida como una composición de clase:

No es necesario que París, capital de Francia, metrópolis del mundo civilizado, destino favorito de todos los viajeros del ocio, tenga fábricas y talleres. Que París no puede ser sólo una ciudad de lujo, lo concedo. Debe ser un foco de actividad intelectual y artística, el centro del movimiento financiero y comercial del país, así como la sede de su gobierno; eso basta para su grandeza y prosperidad. En este orden de ideas, es necesario entonces no sólo continuar, sino acelerar la realización de las grandes obras viales diseñadas por Su Majestad, derribar las altas chimeneas, volcar los hormigueros donde se agita la envidiosa miseria, y en lugar de agotarse en la solución del problema cada vez más insoluble de la vida parisina barata, aceptar en buena medida el alto costo de los alquileres y de la comida, inevitable en cualquier gran centro de población, como un medio auxiliar para defender París de la creciente invasión de los trabajadores de la provincia (

Rustenholz 2015

: 45)

Desde una perspectiva amplia, se podría pensar la última frase de Haussmann como una reacción anticipatoria a las condiciones sobre las cuales el proyecto de transformación de París puede realizarse durante la segunda mitad del siglo XIX. Como un resguardo de las consecuencias inmediatas de la modificación a escala monumental, Haussmann antepone el sentido de la marginalización y de la periferización demográfica como una respuesta que antecede a la pregunta del modelamiento urbano o, como situación análoga, proyectando el carácter inevitable de la precarización y, eventualmente, también de la racialización de los trabajos como da a entender, con pocos matices, en la prensa bajo la imagen de un “París para los parisinos”:

¿Es en estricto rigor una comuna esta inmensa capital? ¿Qué vínculo municipal une a los dos millones de habitantes que pasan por aquí? ¿Podemos observar afinidades de origen entre ellos? ¡No! La mayoría pertenecen a otros departamentos; muchos a países extranjeros, en los que conservan su parentesco, sus intereses más queridos y, a menudo, la mejor parte de su fortuna. París es para ellos como un gran mercado para el consumo; un enorme sitio de construcción; un escenario de ambiciones; o simplemente una cita de placer. No es su país. Hay un gran número de ellos que, a través del trabajo, el orden y la economía logran encontrar un puesto honroso en la ciudad [pero hay] otros que, desplazados incesantemente de taller en taller, de habitación en habitación, utilizan como hogar los lugares públicos; […] son verdaderos nómadas dentro de la sociedad parisina, absolutamente desprovistos de cualquier sentimiento municipal (Haussmann 1864: s/p).

De acuerdo a los trabajos de Pierre Casselle, la Comission de 1853, precedida por Henri Siméon durante la administración municipal de Jean-Jacques Berger, antecede y excede las decisiones del Barón. A propósito de la las Mémoires de Haussmann, Casselle precisa que, “son más reveladoras de su fuerte personalidad, que de la relación objetiva con su obra administrativa” como prefecto del Sena (1997: 646; cf. Paccoud 2016). De cualquier manera, lo interesante de la investigación de Casselle no es la relativización del lugar de Haussmann en la trasformación, sino el énfasis en la inevitabilidad de un proceso donde convergen con diversos grados de autonomía relativa las respuestas centralizadas a la question sociale, la precisión demográfica y cartográfica, la conformación de museos y monumentos nacionales, el surgimiento de las clases medias, de la fotografía, del turismo regional y colonial, y de la moda como mercado, cada uno con sus propios recorridos y matices. Paradójicamente, lo que Casselle obvia en su análisis de las sesiones de la Commission, del plan de trazados diseñado por Siméon con el sustento historiográfico de las calles de París sistematizado por Louis y Félix Lazare, es lo cerca que estaba Haussmann de la ilustración urbana de Voltaire que, como un maestro de ceremonias, subsume cada aspecto específico de la transformación en la profesionalización de la administración política y el buen gobierno. “¡Bendito el cielo si hay algún hombre tan celoso para abrazar este proyecto, un alma fuerte que lo persiga, y que tenga las habilidades para lograrlo!” (ŒC XXIII: 304), dice Voltaire en su deseo ilustrado de un alma inexistente que quizás Haussmann guardaba en una lectura subconsciente:

[…] cualquiera podría ejecutar las obras cuya dirección me encomendara el Emperador y las que se deben a mi propia iniciativa; pero nadie, estoy seguro, habría tenido la audacia de concebir, y la perseverante voluntad de llevar a cabo el plan de afrontarlo todo con los únicos recursos ordinarios de la ciudad, acrecentados sin cesar durante nuestras fructíferas empresas. (Caselle 1997: 674)

La imagen de Voltaire como un falso profeta de la demolición, como un productor de ruinas y “mitos de otra época”, recae en la acusación de Jules Ferry antes de la votación para la administración de los fondos de la ciudad; Haussmann, con los espectro de Voltaire y Napoléon detrás, “no embellecen, arruinan, no embellecen, demuelen”, nadie se enriquece, “se endeudan”, no aplastan al infame, “aplastan el presente, comprometen el futuro, y será uno de los grandes enigmas de esta época que estas fantasías se hayan tolerado por tanto tiempo” (Ferry 1868: 11). El economista Jean-Édouar Horn comprende la magnitud de la transformación, de esa obra “formidable” que “asusta y marea”, una obra con tal “audacia en la concepción que no teme a ningún obstáculo y no controla los escrúpulos; [una] actividad devoradora que, en la ejecución, no conoce límites ni tregua; [un] poder indefinido que puede atreverse sin arriesgar nada”, algo completamente “extraño, insólito” (1869: 9). En un alarde de humanismo circunstancial, Horn sostiene:

[Nunca un administrador municipal] movió tantos millones y tantos escombros, derribó tantas casas y desplazó a tantos inquilinos. En vano se buscaría en el mundo occidental otro funcionario que ejerciera una influencia tan tajante y persistente sobre todas las condiciones de vida de ciento ochenta mil ciudadanos libres. (1869: 10)4

3. El París de Cuasimodo y la poética de Baudelaire

En un ensayo 1947, Franz Vossen dice que la “razón última de lo que Haussmann emprende en París” es la “obsesión por los espacios abiertos, la obsesión por la distancia” (1947: 392). La fascinación ensaya una apertura de la ciudad que desmantela los vestigios de la fortificaciones y de las barrières de la ciudad medieval ensimismada, permitiendo una “comunicación directa, espaciosa, monumental y estratégica” a través de bulevares, avenidas y pasajes, y una proyección sin desviaciones mediante estaciones ferroviarias para “salir de la ciudad y avanzar directo” a Berlín, Varsovia y Moscú, directo al “espacio infinito” (1947: 392) que circula en la poética global del espacio de Verne. El París de Cuasimodo, barrial, provinciano y artesanal, desaparece o se subsume en el entramado del París de la transformación, metropolitano, urbano y comercial. Sin embargo, muy lejos de las pretensiones de Vossen, lo que se abre también es la infinitud abstracta.

El aspecto abstracto del embellecimiento, la influencia posible en todas las condiciones de la vida urbana sin determinar de manera centralizada ninguna de sus características concretas, es precisamente el modo de la Realpolotik de la ciudad moderna, la forma vacía de la ontología del espacio del capital. Si contextualmente se puede referir la ciudad como obra del embellecimiento, no es por una normalización específica de cada aspecto particular de la vida cotidiana, por una secuencia irreproducible de leyes y edictos improcesables en la experiencia urbana, sino por el carácter abstracto de la totalidad donde la ciudad toma el lugar de los marcos de referencias simbólicos que la anteceden. La astucia de Guizot y Haussmann es la astucia de la universalidad relativa de la modernidad; en la ciudad de la transformación cualquiera puede enriquecerse y urbanizarse solo si no son todos los que ocupen ese lugar concreto en el entramado simbólico. En este sentido el lenguaje de la ciudad moderna depende de la inscripción arquetípica de la gramática social de la leyenda, donde siempre es posible que un campesino peregrino sea coronado rey en una procesión que explicita el lugar y la función del ritual del poder en el espacio público.

El espectro haussmanniano produce con cada tensión y pliegue restos que, como huellas mnémicas, relatan las pasiones nostálgicas de la burguesía o las intromisiones irrevocables del imaginario popular, que en la poética del espacio de Victor Hugo ocupan el lugar de insidia moral de la destrucción organizada. El vandalismo de los arquitectos y de las administraciones municipales de la Restauración, con su obsesión por las columnas y las columnatas, por la destrucción de iglesias y de parroquias, y que pone al “albañil por sobre el sacerdote”, tiene para Hugo su expresión paradigmática en el proyecto que traza la continuidad recta entre el Louvre y la Barrière du Trône. A la anticipación del boulevard en los años treinta, al “proyecto burlesco” de la Restauración, le espera “un motín de artistas” (1832a: 617) que nunca sucede, como expresión de la tensión entre una idea de belleza y la forma urbana del embellecimiento.5

En la demolición Hugo intuye, de manera paralela a las falsas profecías de Voltaire, el pathos nacionalista como significante de la historia de la ville y de la experiencia de las construcciones:

[…] desde la Revolución de Julio han continuado las profanaciones, aún más desastrosas y mortíferas, y con otras apariencias. Al pretexto piadoso ha sucedido el pretexto nacional, liberal, patriótico, filosófico, volteriano. Ya no restauramos, ya no estropeamos, ya no afeamos un monumento, lo derribamos. Y hay buenas razones para ello. Una iglesia es fanatismo; una mazmorra es feudalismo. Se denuncia un monumento, se masacra un montón de piedras, se destruyen ruinas. Nuestras pobres iglesias apenas logran salvarse tomando la escarapela. No hay Notre-Dame en Francia, tan colosal, tan venerable, tan magnífica, tan imparcial, tan histórica, tan tranquila y tan majestuosa como es, que no tenga su banderita tricolor en la oreja. (Hugo 1832a: 616)

Charles Montalbert, eco imprevisto de la resistencia de Hugo a la larga transformación, devuelve la demolición al vandalismo de la barbarie y de la infidelidad:

[…] el vandalismo moderno no es solo brutalidad y estupidez a mis ojos, también es un sacrilegio. Yo pongo fanatismo en combatirlo, y espero que este fanatismo compense a sus ojos la tibieza de mi estilo y la completa ausencia de toda ciencia técnica (De Montalbet 1833: 479).

Aquí la suposición del fanatismo de Voltaire le deja su lugar al fanatismo de la urbs:

[…] hijos del viejo catolicismo, estamos en medio de nuestros títulos nobiliarios: estamos enamorados y orgullosos de él, es nuestro derecho; defenderlos hasta el límite es nuestro deber. Por eso pedimos repetir, en nombre de la antigua religión, como lo hacéis vosotros en nombre del arte y de la patria, este grito de indignación y vergüenza que la devastación de Italia arrancó a los papas de los grandes siglos; expulsar a los bárbaros (De Montalbet 1833: 524).

Es en esa tensión entre la firma de Voltaire, “écrasez l’infâme!”,y la urgencia de Montalber, “expulser les barbares!”, que Notre-Dame circula como un gesto híbrido de nostalgia e inevitabilidad.

En la imagen idílica de Hugo, París es el escenario simbólico de la ciudad secularizada, la ciudad del padre de Breul, “parisino de origen y parrhisino en el hablar, puesto que en griego Parrhisia significa libertad de hablar” (Hugo 1832b: 21), el sueño de la Liberté. En esa libertad selectiva, diametralmente opuesta a la reclusión de Quasimodo, el tiempo avanza al revés, como un retorno trazado por la huella de la diferencia, y el espacio invierte el sentido público que Hugo lamenta en la subsunción de la ville en la cité:

[…] en la Grève podía admirarse la diversidad de sus edificaciones, esculpidas en piedra o talladas en madera, representando muestras completas de los diferentes modelos de arquitectura doméstica de la Edad media, remontándose desde el siglo XV hasta el XI […] una de las diferencias más palpables entre las ciudades de antes y las de ahora, es que ahora las fachadas dan a las plazas y a las calles, y antes eran los hastiales o los piñones los que daban a las plazas; es decir, que las casas han dado media vuelta desde hace dos siglos. (Hugo 1832b: 46)

Lo que se invierte en el relato de Hugo no es el muro, “la superficie límite” -o no solamente-, sino que se invierte principalmente el lugar de la mirada tensionando la “superficie dolorosa del adentro y el afuera” (Bachelard 2000: 189). En la diferencia o en el “simple relativismo de lo grande y lo pequeño” se juega la manera en que las imágenes arrastran sentido, pero donde “la imaginación no trabaja en ambos sentidos con la misma precisión” (147). Si en el detalle hay espacio para lo infinito, y “un pobre objeto es entonces el portero del vasto mundo” (141), el problema que propone Hugo es el lugar de la mirada en relación a la elasticidad simbólica de la arquitectura.

Las diferencias de la complejidad del detalle que narra Balzac tienen su lugar en la poética del espacio precisamente en las escenas de la vida de provincia donde las imágenes arrastran sentidos que inclinan la convicción hacia la pequeñez relativa, como en el caso de Saumur para Balzac:

[…] no se puede pasar por delante de las casas sin admirar las enormes vigas que aparecen talladas en formas caprichosas y que adornan la planta baja de la mayoría de ellas con una especie de bajo relieve […], aparecen bastidores de ventana gastados, ennegrecidos, cuyas delicadas esculturas, apenas visibles, se nos antojan demasiado ligeras para el tiesto de arcilla parda del que surgen los claveles y los rosales de una infeliz obrera […], puertas adornadas con enormes clavos donde el genio de nuestros antepasados ha trazado jeroglíficos caseros cuyo significado no se descubrirá jamás. Ora fue un protestante que le confió su fe, ora un partidario de la Lija que maldijo el nombre de Henri IV. Algún burgués se ha entretenido en grabar sobre el clavo las insignias de su nobleza de campanas, la gloria de su mandato edilicio olvidado para siempre. En esas huellas está toda la historia de Francia. Junto a la trémula casita de paredes endebles en que el albañil ha edificado su batidera, se levanta la mansión de un hidalgo de cuyo blasón se ven, sobre el arco de la puerta, algunos vestigios que han sobrevivido a las diversas revoluciones que desde 1789 han agitado el país. (De Balzac ŒCV: 207)

La narración de la relación entre decoración, olvido, huellas, vestigios y supervivencia es lo que le permite a Balzac imaginar el siglo desde la diferencia por fuera de los márgenes del embellecimiento, aunque para hacerlo se ve forzado al vuelco simbólico hacia la villa y el paisaje; o, para poder ver, Balzac debe cambiar de escenario. Ahora bien, a diferencia de Hugo y Balzac, Baudelaire hila las miradas de manera diferente desde el lugar de lo irrevocable. En el monólogo de “Los ojos de los pobres”, la transformación urbana, la oscilación entre demolición y renovación, tiene también un sentido generacional entramado por los conflictos de representaciones de la subjetivación en la modernidad:

[…] los ojos del padre decían ‘¡Qué precioso, qué precioso!, se [diría que todo el oro de este pobre mundo se ha concentrado en esas paredes’. Los ojos del niño exclamaban, ‘¡qué precioso, qué precioso!, pero ese es un sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros’. En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para expresar más que una alegría estúpida y profunda. (ŒC IV: 76)

La alegría estúpida y profunda, pero también transparente y sincera, es la alegría de los ojos globales donde la diferencia entre las fachadas no se cierra por el gusto, sino que se abre como posibilidad infinita en el consumo y la leyenda de la posibilidad para cualquiera. Para Hugo los ojos del niño no pueden representar más que la barbarie de las clases infames, ignorantes y ociosas.

Hugo, como Voltaire, cree en la conciencia ilustrada del Yo como principio de realidad, en la ciudad como principio de individuación; Baudelaire al menos duda, “quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado” (ŒC IV: 75). En lo que repara Baudelaire es en el carácter inacabado y siempre inconcluso del esplendor, en la experiencia cotidiana de la transformación, en el polvo, en el escombro y en las huellas que producen los vértigos de las miradas y de las nostalgias que se acercan a la melancolía:

Yo no veo sino con el espíritu todo este caserío, Este montón de capiteles esbozados y los fustes, Las hierbas, los grandes bloques verdecidos por el agua / de las charcas, Y brillando en las ventanas, el confuso bric-à-bras. Allí se mostraba antaño una casa de fieras; Allá yo vi, una mañana, en la hora en que bajo/ los cielos Fríos y claros el Trabajo se despierta, en que/ la basura Empuja un sombrío huracán en el aire silencioso, Un cisne que se había evadido de su jaula, Y, con sus patas palmípedas frotando/ el empedrado seco, Sobre el suelo áspero arrastraba su blanco/ plumaje. Cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo /el pico Bañaba nerviosamente sus alas en el polvo, Y decía, el corazón lleno de su bello lago natal: ‘Agua, ¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás,/ rayo?’ Yo veo este desdichado, mito extraño y fatal, Hacia el cielo algunas veces, como el hombre/ de Ovidio, Hacia el cielo irónico y cruelmente azul, Sobre su cuello convulsivo tender su cabeza ávida, ¡Como si dirigiera reproches a Dios! (Baudelaire ŒC I: 258)

Los tonos grises del concreto y de los empedrados escenifican el polvo sobre las alas en una imagen que evoca la desaparición de la Brivière, de los ramales, las cañadas y los canales del Sena con el paso intempestivo del espectro haussmanniano. El cambio, que se vuelve el ritmo de la ciudad, enfrenta al deseo de la resistencia; los grandes cisnes comparten la nostalgia de la ciudad histórica que solo subsiste en la transformación codificada como monumento, como atracción en el rito laicizado de la Luxustadt del siglo XIX:

¡París cambia! ¡pero, nada en mi melancolía Se ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques, Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría, Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas. También ante este Louvre una imagen me oprime: Y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos, Como los exiliados, ridículo y sublime, ¡Y roído por un deseo sin tregua! (Baudelaire ŒC I: 259)

Cuando Baudelaire desplaza la mirada evoca un gesto doble: de una parte, modifica los márgenes del parisino desde donde se vuelve imposible la figura del “vrai parisien de Paris”, y, de otra, sitúa en el centro de la transformación la tensión entre el espanto y el espectáculo. En este caso no se trata (solo) del flâneur, sino de la caracterización de los síntomas del embellecimiento y de su pulsión de repetición en la mirada popular de la sensación de esplendor y de prohibición; como el reino de Dios, la ciudad haussmanniana es para cualquiera, pero no para todos.

4. Consideraciones finales

Hacia fines del siglo XIX, siguiendo el ritmo que ofrecen las Exposiciones universales, las imágenes de París comienzan a multiplicarse tanto por la función técnica y simbólica de la fotografía como por la multiplicación de espacios de consumo de la ciudad para la ciudad. Sin embargo, la idea o tensión entre demolición y embellecimiento comienza a desaparecer con la generación de Baudelaire, que ya no ve necesariamente la transformación en relación al pasado inmediato o evocado, sino en relación al presente como síntoma de una lógica continua, constante y monumental que tiende a atenuarse o a focalizarse, pero no a detenerse. Esa mirada, presente en Baudelaire, es la que fascina en parte a Benjamin y en parte a los estudios contemporáneos porque se expresa con el léxico de la transformación realizada sin contradecir la transformación en proceso; es decir, un léxico para el que la transformación ya no es una promesa (Voltaire) o una amenaza (Hugo), sino la condición material de la realidad independientemente del lugar relativo que ocupe el funcionario, el obrero o el flâneur.

Con ese horizonte en consideración, y que se expresará a su manera y con diferentes magnitudes tanto en Barcelona y Berlín como en las pretensiones metropolitanas de las ciudades latinoamericanas en los periodos liberales de la segunda mitad del siglo xix, aquí no hemos pretendido más que ensayar un registro de referencias desde diversos momentos e inflexiones de la trayectoria de la demolición y el embellecimiento como norma y forma de la metrópolis como expresión de la modernidad. Este tipo de recolección de imágenes simbólicas y relatos literarios no pretende en ningún caso remplazar las voces biográficas y narrativas de las clases populares que conforman los procesos materiales de la transformación y la marginalización del embellissement como registra Jacques Rancière (2012), sino solo encuadrar algunos reflejos de un proceso constante de intervención centralizada, capitalista y colonial del espacio urbano.

Recibido: 08/02/23

Aprobado: 17/08/23

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1 Salvo indicación contraria, todas las traducciones de obras extranjeras son propias.

2La Fontaine des Quatres-Saisons a la que remite Voltaire se comenzó a construir en 1739 con un costo total de 130.000 libras, incluido el terreno, los materiales y los salarios. Ese mismo año, el gasto social en alimentación de la municipalidad de París fue de 100.000 libras (Massouine 2008: 69).

3Cuando la Asamblea de 1789 decreta la expropiación de las propiedades del clero y la Corona, y la Asamblea de 1792 desamortiza los bienes inmuebles de los migrantes no naturalizados, la Revolución arroja al mercado inmobiliario de París 400 hectáreas sobre el total de las 3.370 existentes; es decir que, en tres años, se puso a la venta más del 10% de los predios edificados de la ciudad. El gesto teológico fundacional de la República está aquí en darle a la Revolución de los ciudadanos libres, iguales y fraternos la posibilidad de realizar en público la escena privada de la burguesía que desplaza el usopara producir el espacio del consumo estético de la ville. Ese mismo año se inaugura el trabajo de la Commission des Artistes conducida por Edme Verniquet. De manera significativa, los planos y las propuestas técnicas de la Comission, suspendida en 1797, se pierden en 1871 con el incendio de los Archivos nacionales en el Hôtel de Ville.

4La oposición de Horn, justificada o no, adquiere un sentido especial en relación a las cifras proyectadas por Haussmann (1890, II: 455-457): entre 1852 y 1860 se demolieron 4.349 casas del “ancien Paris”, es decir, de los 11 arrondissements previos a la reforma del 16 de junio de 1856, y en el “Paris agrandi”, es decir en los 9 arrondissements anexados a la administración del Sena, se demolieron 15.373 edificios entre 1860 y 1870. En ambos casos, las intervenciones de demolición y construcción fueron de 9.617 y 34.160 respectivamente, lo que equivale a una pérdida de los 2/3 del total de construcciones previas de las periferias y los faubourgs. Es decir que, de manera inversa al imaginario de modernización focalizada en “le cœur de la ville, l’île de la Cité” (Fierro 1998: 8), la Commission des embellissements interviene principalmente los barrios pobres de París. Posteriormente, Jacqueline Beaujeu-Garnier (1993) estima que entre 1950 y 1989, se demolieron el 30% de los inmuebles de Paris, una cifra análoga a las demoliciones del Segundo Imperio.

5Muy por el contrario -intenta elaborar Couperie en un análisis que tiene a su manera a hipostasear la imagen de la ciudad- son los mismos artistas lo que encarnan la desesperación de Hugo: “Los únicos estragos de la guerra, después de los de los daneses, se deben a la guerra civil de 1871: París fue destruida sólo por sus habitantes, pero esta destrucción fue llevada muy lejos, más allá quizás de lo que inevitablemente conlleva la vida de una ciudad cuyo crecimiento nunca cesó. Estas destrucciones resultan, según la época, de la pobreza exasperada de unos, de la riqueza y gustos cambiantes de otros, de los grandes proyectos de los gobiernos en sus capitales, de la influencia de arquitectos ansiosos por innovar en el principal centro artístico del país, y también, sin duda, rasgos de carácter que pertenecen a la psicología de los pueblos y en los que no entraremos” (Couperie, 1968: s/p).

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