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Astrolabio. Nueva Época

versão On-line ISSN 1668-7515

Astrolabio  no.25 Cordoba jun. 2020

http://dx.doi.org/10.55441/1668.7515.n25.24578 

Artículos de discusión teórica

LA NOCIÓN PARSONIANA DE INTEGRACIÓN EN EL HORIZONTE DE SUS CRÍTICAS

PARSONS´ NOTION OF INTEGRATION IN THE HORIZON OF ITS CRITICISMS

Pedro Martín Giordanoa 

1aConsejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Instituto de Investigaciones Gino Germani. pedrogiordano83@yahoo.com.ar

Resumen

En el marco del diagnóstico acerca de la obsolescencia de las categorías fundacionales de la sociología, este trabajo repara en la noción de integración de Talcott Parsons, uno de los focos de ataque predilectos de quienes se alinean en esas concepciones. Para ello, se explora su formulación conceptual en los distintos períodos en que se subdivide su Teoría General de la Acción -Teoría Voluntarista de la Acción; Modelo Trisistémico; Esquema AGIL- para demostrar que, aunque con variaciones, siempre es el concepto clave para responder la pregunta acerca de las condiciones de posibilidad del orden social. Luego, se exponen dos críticas de distinta índole: una, expone algunos argumentos de los autores que postulan su caducidad, comparándolos con la formulación de Parsons; la otra aborda otro conjunto de autores diferentes, que promueven su reconceptualización a luz de la distinción entre integración sistémica e integración social. Finalmente, se defiende la pertinencia de la noción de integración en tanto herramienta heurística clave del lenguaje sociológico.

Palabras claves: Integración; Orden Social; Parsons; Integración Social; Integración Sistémica

Abstract

Considering the diagnose of obsolescence of sociology’s foundational categories, this article focuses on Talcott Parsons’s notion of integration, which was one of the main target of authors aligned in these critiques. For this purpose, it examines Parsons’s conceptual framework regarding the subdivision periods of his General Theory of Action -Voluntary Theory of Action; Tri Systemic model; AGIL scheme- in order to demonstrate that, even though variations are acknowledged, it is still a central concept to approach the query on conditions of possibility for social order. This article draw a distinction between two critiques: one that exposes several authors’ arguments concerning the obsolescence of integration, comparing their perspectives with Parsons theoretical achievements, and other that examines an alternative group of authors who promote a reconceptualization based on the distinction between systemic and social integration. Finally, it argues the relevance of integration as a central heuristic element of sociological language.

Keywords: Integration; Social Order; Parsons; Social Integration; Systemic Integration

Introducción

Desde fines del siglo pasado, la teoría sociológica es materia de cuestionamientos de distinta índole. Se argumenta que los modelos consagrados carecen de eficacia para pensar las recientes y dramáticas transformaciones sociales e individuales, por lo que a la sociología le urge revisar sus tópicos y procedimientos de investigación (Esping-Andersen, 2000); que con la pérdida de relevancia intelectual y social, con la desvinculación de los conflictos y debates públicos que la nutrieron en el pasado y debido a su autorreferencialidad, la teoría sociológica “se ha ido a la basura” (Seidman, 1995: 119); que “la sociología clásica quedó atrás” (Wieviorka, 2009: 228), por lo que asistimos a un período de tránsito, signado por la desarticulación y mutación de las formas de reflexionar y abordar un mundo en transformación; y que la declinación de las grandes teorías, el surgimiento del pensamiento posmoderno y su giro culturalista-constructivista, disuelve la empresa sociológica (Noya, 2004). Todo ello en el contexto de sospecha y pérdida de prestigio y valoración de la misma teoría (Larraín, 2014), estimulado por la falta de acuerdo sobre el significado de las palabras “teoría”, “teórico” y “teorizar”, lo que obstaculiza el progreso epistémico dentro y fuera del subcampo de la teoría sociológica (Abend, 2008).

De modo más categórico, otras voces envisten directamente contra su objeto de estudio cuando argumentan que la radicalidad y el alcance de los actuales cambios invitan a repensar la idea de sociedad que imperó por un siglo (Martuccelli & Santiago, 2017) o a abandonarla definitivamente para buscar los fundamentos no sociales del orden social (Touraine, 2016; Dubet, 2010). Consecuentemente, la caída de la unidad referencial de la acción (Garretón, 1996) inicia un efecto dominó que derrumba el conjunto de las nociones utilizadas para describirla -modernidad, Estado, clase, socialización, etc.

Pese a la heterogeneidad de las propuestas, las emparenta el señalamiento de la caducidad del marco categorial de la sociología, diagnóstico basado en su supuesta obsolescencia para dar cuenta de novedosos modos de organización individual y colectiva (Aronson, 2011). En ese marco, el presente trabajo propone un ejercicio orientado a la evaluación de la noción de integración de Talcott Parsons, uno de los focos de ataque predilectos de quienes se alinean en las concepciones antes mencionadas. Para ello, se subdivide en dos secciones. En la primera, se sigue el proceso de su delimitación conceptual en los distintos períodos en que se subdivide su Teoría General de la Acción (en adelante TGA). En la segunda, se exponen dos críticas de distinta índole: una, expone algunos argumentos de los autores que postulan su caducidad, comparándolos con la formulación de Parsons; la otra aborda un conjunto de autores diferentes, que promueven su reconceptualización a luz de la distinción entre integración sistémica e integración social. Finalmente, en las conclusiones se defiende la pertinencia de la noción de integración en tanto herramienta heurística clave del lenguaje sociológico.

La integración en la Teoría General de la Acción

El punto de partida del pensamiento parsoniano es su juicio acerca del estado de inmadurez de la sociología en comparación con las ciencias naturales. Para sostener tal afirmación, alega que el principal indicador de madurez de toda ciencia radica en el nivel de desarrollo de su teoría sistemática, categoría que engloba el carácter de su esquema conceptual, de las especies y los grados de integración lógica de sus elementos y de los modos en que se los utiliza en la investigación empírica (Parsons, 1967). Sobre esta base, y en primer lugar, la obra de Parsons apunta a la construcción de un sistema teórico capaz de acelerar el proceso de maduración de la sociología: la TGA. Debido a que su configuración no es un proceso lineal sino que atraviesa diferentes momentos, se distinguen tres etapas relacionadas con el carácter que adquiere el sistema teórico en cada una de ellas: Teoría Voluntarista de la Acción, Modelo Trisistémico y Esquema AGIL. En todas ellas, siempre aplica a un objeto -la acción social- y pretende resolver un problema -cómo es posible el orden social (Giordano, 2017). A continuación, se indaga el derrotero de la noción de integración en cada uno de esos períodos, tarea que permite precisar el entramado conceptual desplegado por el autor para exponer la resolución al problema del orden.

1. La integración como propiedad emergente de la acción social. En La estructura de la acción social (1937), principal obra del primer período, Parsons detalla un proceso de evolución ocurrido en el interior de las ciencias sociales del cual emerge la Teoría Voluntarista de la Acción (en adelante TVA). Su pretensión es superar la oposición entre las tradiciones positivistas e idealistas, cuyo constante enfrentamiento y falta de comunicación impiden la elaboración de un cuerpo de razonamiento teórico sistemático apto para analizar empíricamente los datos de la observación.

Sobre el trasfondo de su postura ontológica y epistemológica, el realismo analítico asevera que la actividad científica comienza con la formulación del marco de referencia, instancia configuradora del campo de observación del sistema teórico -un cuerpo lógicamente cerrado de conceptos generales con referencia empírica e interrelacionados entre sí-, que distingue lo que debe ser explicado de aquello que carece de interés (Giordano, 2018). Luego, a la luz del marco de referencia de la acción, delimita el objeto de estudio del sistema teórico: la acción social.

El abordaje de la acción social se inicia con el análisis del esquema utilitarista, influencia teórica fundamental del positivismo. De allí, retoma la pregunta de Hobbes que instala el tema central al que debe responder la sociología: ¿cómo se explica el orden social cuando el acento recae en los intereses individuales guiados por pasiones ilimitadas? Según Parsons, las sucesivas expresiones del utilitarismo bloquearon el problema, pues al hacer hincapié en el individuo aislado cayeron en un dilema: abandonaron la posibilidad de afirmar la procedencia lógica de los fines, y con ello asumieron el límite explicativo del modelo, o estipularon su condicionamiento por factores biológicos de la herencia y el medio ambiente. Ante ese cuadro, y para trascender el dilema, Parsons indica la necesidad de liberar el esquema de la acción de sus raíces positivistas, razón por la cual atiende a su rival teórico, el idealismo. Dado que ambas corrientes comparten una raíz empirista que también urge superar, elabora la tesis de la convergencia, según la cual, a pesar de las diferencias terminológicas, al alcance de sus análisis y a las formas de sus enunciados, Marshall, Pareto, Durkheim y Weber superan los supuestos positivistas e idealistas e inician un proceso gradual que desemboca en un nuevo y único esquema: la TVA, sistema teórico adecuado para describir la especificidad estructural de toda acción social. En esa dirección, el acto-unidad es el elemento analítico más significativo del período, pues constituye el segmento más pequeño, portador de sentido, de los sistemas de acción.

Al enlazar a los autores, la TVA desbloquea el problema hobbesiano del orden e inicia el camino hacia una solución científica independiente de la apelación a recursos metafísicos. Se trata del teorema sociologicista que toma en cuenta los elementos no contractuales del contrato, un conjunto de valores comunes preexistentes y compartidos por los miembros de la sociedad. La clave radica en elevar la norma -un “sentimiento atribuible a uno o más actores de que algo es un fin en sí, prescindiendo de su status como medio para cualquier otro fin” (Parsons, 1971: 117)- al rango de componente del acto-unidad1, decisión que vincula los fines con los elementos normativos inherentes a la estructura de la acción social, al tiempo que descarta su carácter fortuito y desbarata el dilema utilitarista. Así, la acción es entendida como “un proceso de alteración de los elementos condicionales en la dirección de la conformidad con la norma” (Parsons, 1971: 889). La salida al problema hobbesiano del orden, entonces, se acopla a la conexión entre la norma y un trasfondo de valores comunes. Para observar la magnitud del proceso, corresponde dirigir la atención a la clasificación de las ciencias de la acción, distinguidas según la doctrina de la emergencia: cuando un sistema se complejiza, surgen propiedades emergentes para cuyo tratamiento analítico se requiere un nuevo sistema teórico. En el caso de los sistemas de acción, la primera propiedad emergente es la racionalidad económica: el sistema teórico dedicado a su estudio es la teoría económica, que se ocupa del individuo concreto; pero si se lo relaciona con otros individuos, aflora la racionalidad coercitiva. Cuando existe la posibilidad de que un grupo ejerza poder sobre otro, emerge el problema del orden social en su relación con la coacción. Consecuentemente, para alcanzar la estabilidad en el contexto de relaciones entre una pluralidad de individuos, se precisa de una regulación que normativice el uso del poder. Por tanto, la moderación de la lucha por el poder presupone el incremento de la complejidad de los sistemas de acción; en este caso, la ciencia que asume su estudio es la teoría política. Finalmente, la salida de los problemas económicos y políticos sólo es factible a través de la “integración de los individuos con referencia a un sistema de valores comunes, manifestada en la legitimidad de las normas institucionales, en los fines últimos comunes de la acción, en el ritual y en varios modos de expresión” (Parsons, 1971: 930). Así, la integración de valores comunes constituye una nueva propiedad emergente de los sistemas de acción; es la clave para desentrañar cómo es posible el orden social, y la ciencia facultada para examinarla es la sociología.

2. Integración y doble contingencia. El Modelo Trisistémico (en adelante MTS) inicia con los trabajos posteriores a 1937 y tiene su punto culminante con la publicación de Hacia una teoría general de la acción (Parsons & Shils, 1968) y El sistema social (1951). El marco de referencia continúa orientándose a la acción, pero ahora incluye a la situación. Así, el MTS se orienta a los sistemas de acción constituidos por tres subsistemas -personalidad, social y cultural- que entablan relaciones de independencia -constituyen focos independientes de organización- e interpenetración -mantienen relaciones de intercambio-, entre sí (Parsons, 1976a).

Para especificar la relevancia que adquiere la noción de integración en esta etapa, en lo que sigue se desagrega analíticamente el siguiente postulado: “esta relación fundamental entre disposiciones de necesidad de la personalidad, expectativas de rol del sistema social y pautas de valor institucionalizadas-internalizadas, es el nudo fundamental de la organización de los sistemas de acción” (Parsons, 1976a: 497). Para ello, se hace hincapié en el sistema social que incluye un conjunto de actores orientados hacia una situación compuesta por objetos físicos, sociales y culturales. Por ser sistemas de personalidad, esos actores buscan maximizar su gratificación fundada en orientaciones motivacionales2 ante una situación que involucra al sistema cultural -que, además de presentársele como objeto, también forma parte de la propia personalidad-, constituido por orientaciones de valor. Si bien existe un paralelo entre las orientaciones motivacionales y las orientaciones de valor, tratarlas como aspectos lógicamente independientes es clave para evadir un determinismo psicológico o uno cultural. Por eso, Parsons afirma que las orientaciones motivacionales son problemas que se le presentan al actor: al orientarse hacia los objetos debe elegir según la gratificación a obtener (orientación catética); precisa conocer la situación (orientación cognoscitiva); y en base a una evaluación, necesita integrar los factores catéticos y cognitivos para decidir el futuro curso de su acción (orientación evaluativa). Ante tales disyuntivas, se apoya en las orientaciones de valor, pues ofrecen soluciones a cada uno de esos problemas: la orientación apreciativa es la respuesta al “qué elegir”, la cognitiva a “cómo es la situación” y la moral a “cómo actuar”. Entonces, por un lado, está el problema; por el otro, la solución. Para enlazarlos, falta un elemento. Resta averiguar qué es aquello que vincula las orientaciones motivacionales con las de valor, o más precisamente, cómo se interconectan los sistemas de la personalidad con los sistemas culturales.

Para identificar dicho elemento, cabe comenzar por la siguiente afirmación:

“un sistema concreto de acción es una estructura integrada de elementos de la acción en relación con la situación. Esto quiere decir esencialmente, integración de elementos motivacionales y culturales o simbólicos conjuntados en una cierta clase de sistema ordenado”. (Parsons, 1976a: 43)

Para caracterizar a la integración y a esta cierta clase de sistema ordenado, que no es otro que el sistema social, parte de la conclusión a la que arriba la TVA, donde frente al problema hobbesiano del orden afirma que la acción se encuentra normativamente orientada.

En principio, el MTS permite observar el mismo asunto desde otro ángulo. Su configuración introduce nuevos elementos teóricos que desembocan en una respuesta, también nueva, a la vieja pregunta acerca de cómo es posible el orden social. Reactualizado dentro del MTS, el problema hobbesiano del orden refiere a la “naturaleza de los sistemas estables de la interacción social” (Parsons, 1976a: 44). En esas circunstancias, se trata de explicar cómo la motivación de los actores se integra con los criterios normativos y culturales en un proceso de interacción. La TVA enfocaba a la estructura de la acción, al acto-unidad, desde el punto de vista del actor. Consecutivamente, el orden social aludía al entrelazamiento de actos-unidad. El MTS, en cambio, parte de una perspectiva relacional: con la interacción, entra en escena el otro. Precisamente, el viraje hacia un esquema interactivo es el punto de quiebre para establecer la diferencia entre un período y otro (Alexander, 2000; Almaraz, 1981; Fox, Lidz & Bershady, 2005). En esa dirección, procede reparar en la noción de interacción.

Dentro del marco de referencia de la acción, el actor se orienta hacia una situación conformada por tres tipos diferentes de objetos. Entre ellos, sólo los sociales interactúan con él; únicamente los alter -que también son actores, o egos si se los toma como punto de referencia- responden a las expectativas de ego. Reducida a sus términos más simples, “la interacción entre el ego y el alter es la forma más elemental de un sistema social” (Parsons & Shils, 1968: 131). El pasaje al plano interactivo, además del actor y sus orientaciones, contempla una multiplicidad de actores con sus respectivas orientaciones y plantea un problema estructural que el sistema debe resolver para mantener el equilibrio. Cuando el ego se orienta hacia los objetos físicos y culturales sólo entran en juego sus propias expectativas; como esos objetos no responden a su accionar, la contingencia es de carácter unívoco. Pero en la interacción con objetos sociales, la naturaleza de la acción cambia: alter “no es una fuente inerte de gratificación, sino que reacciona hacia el actor, de manera que se introduce un elemento condicional en la verificación de expectativas” (Parsons & Shils, 1968: 185). Así, las expectativas del ego no sólo se orientan hacia las alternativas de acción del alter; también lo hacen hacia sus selecciones. A su vez, el fenómeno se reproduce de forma equivalente en ambos lados de la relación, pues alter y ego alimentan expectativas acerca de la conducta del otro. El punto es que la reacción de los objetos sociales es siempre contingente, de donde resulta que la doble contingencia es el rasgo principal de toda interacción:

“por un lado, las gratificaciones del ego son contingentes respecto a su selección entre las alternativas posibles. Por otro lado, la reacción del alter será contingente respecto de la selección del ego, y resultará de una selección complementaria de parte del alter”. (Parsons & Shils, 1968: 34)

En esos términos, la cuestión fundamental a la que debe responder la sociología, el problema hobbesiano del orden, se reconvierte a la luz de las nuevas interpretaciones acerca de la naturaleza interactiva de todo sistema social. Ahora, lo que debe resolverse es cómo es posible el orden social sobre la base de interacciones doblemente contingentes. Aun cuando la solución, lo mismo que en el período anterior, se acopla a la integración de valores comunes, lo novedoso es la postulación de nuevos elementos conceptuales.

Para comenzar, los actores sociales no son ajenos al problema: saben que nunca cuentan con certezas acerca de la acción y la reacción del otro; sin embargo, su orientación se vale de posibles cursos de acción emprendidos por el otro, denominados expectativas. Tanto alter como ego efectúan el mismo procedimiento, de donde surge una complementariedad de expectativas que involucra a la acción del ego y a la reacción del alter. Con todo, aunque en un sistema social en marcha acción y reacción son contingentes, no por eso debe considerárselas casuales; al contrario, se organizan en expectativas acerca de cómo será la conducta adecuada del otro. El contenido normativo intrínseco a toda complementariedad de expectativas, durante el proceso de orientación hacia los objetos sociales, se ajusta a un esquema según el cual “si yo hago esto, él probablemente hará (o sentirá) tal y tal cosa; si, por otra parte, hago aquello, él sentirá (y actuará) de forma diferente” (Parsons & Shils, 1968: 186).

La inclusión al esquema de una complementariedad de expectativas inherente a la interacción lo complejiza, ya que involucra cierto grado de conformidad entre la acción del ego respecto de las expectativas del alter, y viceversa. No obstante, afirmar que el orden social se asienta sobre la base de una reciprocidad de respuestas es otra manera de plantear el mismo problema. En tal sentido, una vez más reaparece el interrogante acerca de las condiciones de posibilidad del orden social concerniente a la doble contingencia propia de toda interacción. En busca de respuesta, Parsons sostiene que hay orden social porque existe cierta integración entre la motivación del actor y los criterios normativos culturales, una premisa de la que se desprende la idea de que la complementariedad de expectativas depende de su orientación hacia criterios de valor comunes tanto para alter como para ego. Tal es así, que, al indagar sobre la naturaleza del proceso, argumenta que “la condición básica para que pueda estabilizarse un sistema de interacción es que los intereses de los actores tiendan a la conformidad con un sistema compartido de criterios de orientación de valor” (Parsons, 1976a: 45); en otras palabras, hay interacción cuando las disposiciones-necesidad de los sistemas de personalidad están normativamente orientadas. Ahora bien, eso sucede cuando el sistema pone a funcionar un mecanismo apto para enlazar ambos extremos. Lo que debe resolverse es el logro de dicha conformidad, lo que equivale a la revisión de la pregunta acerca del nexo entre los sistemas de personalidad y el sistema cultural. Pues bien, la conformidad descansa en el cumplimiento de dos requisitos: el ego debe internalizar un criterio de valor de modo tal que pase a formar parte de su significación personal; en otros términos, su complejo de necesidades-disposiciones tiene que regirse por una norma. Para precisarlo, debe recordarse que la cultura forma parte de los objetos de la situación externos al actor, y que por medio del proceso de internalización de valores se constituye en elemento de las personalidades. Cuando en la interacción un símbolo cultural define los parámetros de conducta adecuada para alter y para ego, toma el nombre de expectativa de rol. A su vez, desde el punto de referencia del propio ego, también existen expectativas sobre la reacción del alter que condicionan su acción. Las reacciones del alter con respecto a la actualización del criterio de valor que realiza el ego se estructuran en sanciones, siempre contingentes, que pueden ser positivas -si promueven gratificación- o negativas -si promueven deprivación. Sobre la base de este doble aspecto inherente a toda conformidad con la norma, se deduce que si, y solo si, para todo actor un criterio de valor forma parte de sus propias necesidades-disposiciones y, además, constituye una condición para optimizar las reacciones de los otros actores, entonces ese criterio de valor se ha institucionalizado. Luego, es posible hablar de institucionalización cuando los actores internalizan un patrón cultural que informa sobre la manera en que deben actuar (expectativa de rol), al tiempo que indica cuáles serán las reacciones de los otros ante ello (sanciones). Mientras al comienzo del proceso de institucionalización el problema es la doble contingencia, al final se encuentra la solución: el actor sabe cómo actuar y puede prever la respuesta, con lo que limita la contingencia.

Siguiendo el curso de la idea, una institución es “un complejo de integraciones de rol institucionalizadas que tiene significación estructural en el sistema social en cuestión” (Parsons, 1976a: 46). Conformada por una pluralidad de pautas de estatus-rol, la institución es una unidad de orden más alto que el rol. Del desarrollo de esas dimensiones, procede la noción central de integración:

“Solo en virtud de la internalización de valores institucionalizados tiene lugar una auténtica integración motivacional de la conducta en el sistema social; solo así los «más profundos» estratos de la motivación quedan pertrechados para el cumplimiento de las expectativas de rol. Solo cuando esto ha tenido lugar en un alto grado es posible decir que un sistema se encuentra altamente integrado, y que los intereses de la colectividad y los intereses privados de sus miembros constituyentes se aproximan a la coincidencia”. (Parsons, 1976a: 49)

Resumiendo, la integración de las pautas de valor con las disposiciones de necesidad de las personalidades se lleva a cabo por medio de la institucionalización, el mecanismo principal e indispensable de la dinámica de los sistemas sociales. Con el propósito de subrayar su importancia, Parsons propone el teorema de la integración institucional, cuyos axiomas establecen que, si el sistema social funciona normalmente, la interacción tiende a generar la estabilidad de las orientaciones de roles complementarios; por ende, la doble contingencia se reduce y las acciones de los sistemas de personalidad estimulan el mantenimiento del equilibrio del sistema (Parsons, 1976a).

3. Integración: función del sistema social. Los Working Papers in the Theory of Action (Parsons, Bales & Shils, 1953) inauguran la tercera y última fase de la TGA, organizada en torno al nuevo sistema teórico, el esquema AGIL -denominado de esa manera por las iniciales en inglés de las cuatro funciones: Adaptation, Goal Attainment, Integration y Latency-, “fundamento abstracto, formal y universal para el análisis y la explicación en la sociología” (Fox, Lidz & Bershady, 2005: 66). Con una lista cerrada y a priori de funciones que debe satisfacer un sistema, el AGIL propone un grado de generalidad suficiente para cubrir con sus explicaciones cualquier hecho iluminado por el marco de referencia de la acción, desde la más mínima interacción hasta las variaciones de la sociedad a lo largo de su evolución (Parsons, 1974a y 1974b).

Desde esa perspectiva, la acción social es un sistema complejo, diferenciado en cuatro subsistemas que tienen que cumplir su función para que el sistema general mantenga sus límites con el ambiente: el sistema cultural se vincula con el mantenimiento de las pautas (L) y asegura la estabilidad del anclaje estructural de los sistemas de acción; el sistema social desempeña la función de integración (I), es el asiento de la interacción, es decir el espacio donde la conducta simbólica se organiza en torno a procesos de orientación mutua entre las unidades de acción; el sistema de la personalidad se orienta al logro de metas (G) y remite a la dimensión genéticamente humana del actor, con el añadido de un sistema conductual aprendido en un contexto cultural; el organismo conductual se especializa en la función adaptativa (A), pues opera como enlace entre el mundo físico y los sistemas de acción (Parsons, 1974b y 1976b; Parsons & Platt, 1973). Finalmente, con la incorporación de insumos provenientes de la cibernética, Parsons establece una doble jerarquía relacional entre los subsistemas: una jerarquía de factores de condicionamiento que asciende desde los subsistemas que poseen mayor energía hacia los que poseen menos (A-G-I-L); y una jerarquía de factores de control de carácter descendente, ordenada desde los subsistemas poseedores de mayor información hacia los que poseen menos (L-I-G-A) (Parsons, 1961).

Las modificaciones destacadas repercuten directamente en la problemática de la integración. Para detallarlas, primero cabe destacar que, en el nuevo modelo, en tanto conjunto de circunstancias determinantes del estado del sistema frente a sus ambientes, la función se convierte en el principio esencial para el mantenimiento de los límites, subordinando metodológicamente a las nociones de estructura -conjunto de unidades con propiedades teóricamente estables- y proceso -relaciones de intercambio entre unidades intra e intersistémicas. Por tanto, el análisis funcional trata de desentrañar si ante procesos de intercambio que alteran su estructura, el sistema logra mantener el equilibrio y proseguir con su función. Sobre esta base, el nuevo punto de mira esclarece la relevancia de la integración al ubicarla en su lugar definitivo dentro de la TGA: la integración encierra todo lo ocurrido en el sistema social; sus estructuras, procesos y elementos deben garantizar la integración del sistema general de acción o, de lo contrario, no podrá continuar diferenciándose del ambiente y dará paso a procesos de cambio que podrían producir su desaparición (Giordano, 2015).

Otro giro a destacar es el progresivo alejamiento del marco de referencia actor-situación de la identificación entre actor y sistema de personalidad, idea explicitada en el MTS, aunque no plenamente desarrollada. En el AGIL, alter y ego no aluden sólo a las personalidades, sino que refieren sobre todo a subsistemas. Las consecuencias de la decisión se aprecian cuando aplica el esquema al subsistema integrativo. Al efectuar tal ejercicio, concibe el sistema social como un sistema complejo compuesto por la economía -que cumple la función adaptativa a través de la producción de bienes y servicios útiles-, el subsistema político -que garantiza el cumplimiento de los aspectos obligatorios del orden normativo y se liga al logro de metas colectivas-, el subsistema integrativo o comunidad societaria -que define, para todos sus miembros, las obligaciones de lealtad, las categorías de estatus y los diversos roles diferenciados que la constituyen- y el subsistema fiduciario -que satisface la función de mantenimiento de patrones culturales, pues los vincula con todas las unidades del sistema social (Parsons, 1974a, 1974b y 1976b; Parsons & Platt, 1973). Así, por ejemplo, para que el sistema social subsista, la economía y la política deben integrarse en torno a la institucionalización de un patrón de valor. Aquí, expectativa de rol y sanción no se refieren a personalidades, sino a subsistemas; e integración no implica alineación de orientaciones motivacionales con orientaciones de valor, sino que cada subsistema consiga el logro de sus metas -que a nivel social son siempre colectivas- durante procesos de intercambio con los demás, adaptándose al ambiente y dentro de los márgenes de los patrones culturales latentes.

Para precisar el modo mediante el cual el subsistema social lleva adelante la integración, cabe enfocarse en la teoría de los medios de intercambio, una de las mayores innovaciones de su obra tardía (Lidz, 2001)3. Los medios de intercambio son productos de la evolución de los sistemas complejos, de su progresivo desarrollo y diferenciación; constituyen lenguajes especializados que, según su código, expresan y comunican un tipo específico de mensaje y se diferencian del resto de las comunicaciones lingüísticas, pues su función en la interacción social es más específica, ya que comunican un tipo especial de mensaje normativo. Específicamente, su distinción se vincula con las distintas formas mediante las cuales, dentro del sistema social, una unidad influye sobre otra con el objetivo de obtener los resultados deseados: la inducción -sanción positiva sobre la situación- circula en el subsistema económico y su medio de intercambio es el dinero; la coerción -sanción negativa sobre la situación- es propia de la política y su medio es el poder; la persuasión -sanción positiva sobre la intención- corresponde a la comunidad societaria y su medio es la influencia; por último, la activación de compromisos -sanción negativa sobre la intención- pertenece al subsistema cultural y su medio son los compromisos de valor (Parsons, 1963a, 1963b, 1976b y 2002).

El aspecto a destacar es que los medios de intercambio representan una reacción a la progresiva complejización del sistema social, según la cual la diferenciación de sus unidades requiere un mayor esfuerzo integrativo: “la necesidad de unos instrumentos generalizados de intercambio está en función del grado de diferenciación de las estructuras sociales; en este sentido, son todos, en parte, mecanismos de integración” (Parsons, 1976b: 720). Cabe entonces preguntarse cómo contribuyen a fomentar la integración. La primera respuesta se organiza en torno a la idea de que los medios son desarrollos evolutivos de los subsistemas del sistema social, cuyo carácter simbólico, generalizado y legítimo favorece su institucionalización. En el marco de referencia actor-situación, un símbolo se institucionaliza cuando rige la complementariedad de expectativas de los actores participantes en una situación y cuando especifica los contornos del desarrollo normal de la interacción. Así, los medios de intercambio son símbolos culturales institucionalizados que reducen significativamente esos márgenes, pues son alternativas que no sólo disminuyen la contingencia de la reacción del alter (sea sistema de personalidad o social), sino que estimulan cursos deseados de acción: a través del uso del dinero, ego induce a alter, activa compromisos colectivos por medio del poder, persuade gracias a la influencia e impulsa compromisos morales mediante los compromisos de valor.

Si se reúnen los conceptos tratados en esta sección desde el ángulo de mira del esquema AGIL, puede verse que el orden social depende del cumplimiento de la función de cada subsistema y de la conservación de su estructura a lo largo del tiempo. La TMI especifica en qué consisten los procesos y cuáles son las herramientas de las que dispone el sistema para mantener su estructura y satisfacer su función. En principio, en el sistema económico los procesos interactivos mediados por el dinero reducen la contingencia y aumentan la probabilidad de que el subsistema social se adapte a su ambiente y a los subsistemas aledaños; a través del poder, el subsistema político estimula el logro de metas colectivas; la comunidad societaria integra gracias a la influencia; y la circulación de compromisos de valor promueve la latencia en el subsistema cultural. Luego, los intercambios circulan más allá de sus anclajes iniciales, razón por la cual debe examinarse la interrelación entre los subsistemas del sistema social para saber cómo coadyuvan a la continuidad de su función, centrada en la integración del sistema general de acción que, cabe recordar, es sólo uno de los requisitos necesarios para el mantenimiento de sus límites con el ambiente.

El punto de partida fue que la TGA, en tanto sistema teórico calificado para acelerar la maduración de la sociología, unifica el proyecto intelectual de Parsons. Para reforzar la idea cabe destacar que, si bien su configuración atraviesa diversas fases, todas ellas apuntan a delimitar con precisión el mismo objeto de estudio -la acción social- y a encuadrar el problema principal de la disciplina -cómo es posible el orden social. El relevamiento realizado permite agregar una pieza más: la TGA es un sistema teórico orientado a la acción social que siempre responde la pregunta acerca de las condiciones de posibilidad del orden en base a la idea de integración, mientras la sociología es la ciencia que se ocupa de su estudio.

La integración en disputa

Es conocido el contexto de crítica a la TGA, compuesto por múltiples y heterogéneas voces que culminaron desplazándola del lugar central que conservó durante tres décadas (Gouldner, 1979). La reacción comienza tibiamente, a fines de la década de 1950, con la crítica de algunos de sus conceptos; en los 60, se extiende a la totalidad de la teoría; y en los 70, se consuma el fin de la hegemonía parsoniana en la sociología (Alexander, 1990; Habermas, 1987; Sidicaro, 1992). A continuación, se agrupa a distintas figuras de la sociología contemporánea en dos tipos diferentes de cuestionamientos a la noción parsoniana de integración.

1. Orden ≠ integración. Aunque no se lo suele destacar, Alain Touraine también contribuye a la crítica a la TGA. Desde mediados de los 60 (Touraine, 1969), se enfrenta al funcionalismo parsoniano, último eslabón de la sociología clásica, cuerpo teórico agrupado en torno a un principio central: la reciprocidad de las perspectivas entre el sistema y el actor (Touraine, 1987). Este modelo, útil para caracterizar a las sociedades industriales, deviene obsoleto en el momento en que llegan a su fin. Luego de varias caracterizaciones para especificar lo propio de la nueva era -sociedades posindustriales, tecnocráticas y programadas-, indica que estamos frente a una situación poshistórica y pos-social. En ella, actor y sistema se separan, dando lugar a la emergencia del sujeto, quien “se descubre al desprenderse del yo social, de sus estatus y sus funciones, al derribar la autoridad y sus normas de organización e institucionalización” (Touraine, 2016: 403). Ser sujeto implica la capacidad de un individuo de transformarse en actor, de acrecentar su libertad y su creación; por tanto, su conducta ya no se desprende del funcionamiento del sistema, pues “nada tiene que ver con la integración social, el cumplimiento de los deberes, el esfuerzo por ser útil a la sociedad” (Touraine, 2016: 25). Por ende, entiende que la sociología debe consolidar un lenguaje centrado en la autonomía y la responsabilidad de un sujeto que reivindica y defiende derechos de alcance universal.

En la misma línea, François Dubet se aleja de la sociología clásica en general y del modelo parsoniano en particular, porque se fundan en “la identificación del actor y del sistema alrededor de un principio central, el de la integración social, que define a la vez a uno y a otro como las dos caras, subjetiva y objetiva, del mismo conjunto” (Dubet, 2010: 227). Ese diagnóstico, útil para describir a las sociedades industriales, democráticas y posrevolucionarias, se encuentra agotado, pues propone visiones unificadas de un mundo que carece de centro. El cuestionamiento apunta, principalmente, al concepto de institución, en tanto garante de la integración de valores centrales. Fruto de sus investigaciones sobre la escuela, argumenta que sus tres funciones -educación, selección y socialización-, lejos de formar un bloque homogéneo, se vinculan de manera altamente inestable. Si la escuela no es una institución en el sentido clásico, y si el sujeto nunca está plenamente socializado, la acción no puede reducirse a una versión subjetiva del sistema. Sobre esos cimientos erige su sociología de la experiencia, orientada a analizar las formas en que se deslinda la subjetividad de los individuos y la objetividad del sistema en las sociedades contemporáneas. Dada la heterogeneidad de los principios culturales que organizan las conductas, propone dirigir la atención hacia un sujeto que

“construye una experiencia que le pertenece partiendo de lógicas de la acción que no le pertenecen y que le vienen dadas desde las distintas dimensiones del sistema, que se separan a medida que la imagen clásica de la unidad funcional de la sociedad se pierde”. (Dubet, 2010: 125)

Por último, Danilo Martuccelli sostiene que los recientes hallazgos empíricos ponen en jaque las fuerzas ligadas al mantenimiento del orden -un sistema duradero de coerciones-, problemática fundacional de la teoría sociológica. En contraposición, propone un cambio de enfoque de signo ontológico, capaz de captar el carácter inaprensible de la acción. En lugar de preguntarse por qué hay orden y no caos, debe explorarse la propiedad ontológica fundamental de lo social: “cualquiera que sea el sistema de condicionamientos, prácticos y simbólicos, al cual esté sometido un actor (individual o colectivo), éste siempre puede actuar, y sobre todo, actuar de otra manera” (Martuccelli, 2009: 6). Contra ese fondo, formula una sociología de la individuación dedicada a aprehender los procesos mediante los cuales los individuos son estructuralmente fabricados por la sociedad durante períodos históricos determinados (Martuccelli & de Singly, 2012). A tal fin, acuña la categoría de intermundo (Martuccelli, 2009) -que vincula la materialidad resistente de la vida social con su elasticidad inherente-, más adecuada para aprehender los procesos de individuación típicos de Latinoamérica, cuyo protagonista es el hiper-actor, quien fabrica su historia contra o fuera de las instituciones tradicionales.

Aunados en el diagnóstico sobre la caducidad del marco categorial de la sociología, estos autores anuncian la obsolescencia de la noción parsoniana de integración. Directamente, o mediante el cuestionamiento a categorías con las que se asocia -estatus, rol, institución, socialización-, le objetan su utilidad para explicar los fundamentos del ordenamiento social contemporáneo. El argumento reposa en el desmantelamiento de la fórmula clásica según la cual el actor es el sistema (actor = sistema). Ante la inexistencia de un solo patrón, la sociedad no integra -Touraine- y la escuela no socializa -Dubet-, pues no hay una cultura única y homogénea, sino texturas disímiles -Martuccelli. Desde esa perspectiva, el actor no enlaza con el sistema (la fórmula es: actor ≠ sistema). Ahora bien, si el actor es el sistema porque integra sus valores, y ello garantiza el orden, sin forzar demasiado el argumento se puede homologar la fórmula actor = sistema a una nueva: orden = integración. Esta sintetizaría al pensamiento parsoniano, y lo que proponen estos autores es separar sus términos: desligan el problema de la solución y postulan la extinción del orden por integración en las sociedades actuales (la fórmula es: orden ≠ integración), por lo que corresponde correr el eje hacia el sujeto -Touraine-, la experiencia -Dubet- o la individuación -Martuccelli4.

Luego de exponer el derrotero de la integración a lo largo de las etapas de la TGA, se puede asumir que la fórmula que resume su planteo, orden = integración, es válida, si se atiende a ciertos reparos. En principio, el propio Parsons separa explícitamente el problema (orden) de la solución (integración) e indica que es el sistema social el que origina una complementariedad de expectativas entre alteregos o subsistemas. Sin embargo, la distinción es puramente analítica ya que empíricamente problema y solución se conectan intrínsecamente. Para ilustrar la imposibilidad de pensar el uno sin el otro, vale partir de un hipotético estado de naturaleza para averiguar si primero hay orden y luego integración, o viceversa, ejercicio que solo conduce a callejones teóricos sin salida.

Dicho esto, se considera que la hipótesis según la cual integración implica interiorización de un único patrón cultural que da forma a la fórmula orden ≠ integración, constituye una simplificación del planteo parsoniano. Para ejemplificarlo, cabe volver al teorema de la integración institucional -si hay integración, la interacción se estabiliza. Después de presentarlo, Parsons afirma que no explica nada por sí mismo, sino que es solo un prolegómeno que orienta el análisis hacia una dirección. Ello porque, por un lado, el sistema cultural contiene una pluralidad de pautas, no solo una; por otro, la significación motivacional de una conducta nunca es igual para todas las personalidades. En consecuencia, la interrelación entre motivación, estatus-rol y valores no responde a un único modelo, sino a diversas formas de vinculación de las que solo puede dar cuenta el análisis empírico (Parsons, 1976a). Otro caso puede apreciarse cuando indaga las formas de implementación de los valores dentro del sistema social. Allí señala que los sistemas complejos de acción nunca se gobiernan por un solo patrón indiferenciado. Al contrario, sus componentes se diferencian según pautas de especificación y responsabilidad de implementación, así como por subvalores que se adecuan a las exigencias funcionales del subsistema social. Si bien los compromisos de valor ocupan la posición más alta en la jerarquía de control, en su implementación intervienen diversos elementos con los cuales mantiene relaciones de interdependencia e interpenetración. Ello remite no solo a los intercambios con los demás medios, sino a la evidencia de que en una unidad pueden convivir diferentes compromisos; por caso, en las sociedades modernas, diferenciadas y pluralistas, toda unidad social es miembro de varias colectividades, y por ello está atravesada por diversos valores (Parsons, 2002).

Ligado a ello, cuando se afirma que las instituciones que estimulan la integración ya no funcionan, el proceso de institucionalización queda restringido al vincularlo a entidades tradicionales -clase, Estado, escuela, familia, etc. En ese sentido, es útil volver a la TMI. Como se dijo, por medio de su institucionalización, los medios de intercambio fomentan la integración de unidades cada vez más diferenciadas del sistema social. En tanto lenguajes especializados, comunican un tipo especial de mensaje normativo que disminuye la reacción siempre contingente del alter y estimula un curso deseado de acción. Su función consiste en definir la situación y limitar los márgenes de desarrollo de una interacción: en el sistema económico, es extremadamente probable que la complementariedad de expectativas se rija por el uso del dinero, en el político por el poder, en la comunidad societal por la influencia y en el subsistema cultural por los compromisos de valor. Este tratamiento da cuenta de una mayor amplitud del significado de institucionalización utilizado por Parsons, pues no solo refiere a instituciones situadas espacio-temporalmente, sino que se extiende a procesos evolutivos de larga duración tales como la diferenciación de los medios de intercambio.

En suma, al entender que el sistema cultural se compone de un único patrón y acotar su mirada al funcionamiento de instituciones particulares, estos autores simplifican el planteo parsoniano y no reparan en el nivel de abstracción al que permite acceder su noción de integración. Para graficarlo, cabe volver a la fórmula orden = integración y recordar que pese a desligarlos analíticamente, Parsons entiende que la integración de pautas es un rasgo intrínseco de toda interacción, sin el cual el encuentro entre dos objetos sociales nunca reduciría la doble contingencia y aumentaría la improbabilidad de que emerja el orden. La integración, entonces, es un principio amplio y general, configurado para visibilizar los condicionamientos que hacen posible que sucedan las interacciones más mínimas, los intercambios sistémicos (entre política y economía, por ejemplo) o procesos evolutivos de larga duración.

2. Integración sistémica e integración social. A diferencia de los autores ya tratados, los que forman parte de esta sección no constituyen un conjunto homogéneo. No obstante, sus conceptualizaciones sobre la integración tienen un punto de partida común: la distinción de David Lockwood entre integración sistémica e integración social.

Entre los múltiples embates a la TGA, Lockwood (1964) examina los que enfocan en su supuesta incapacidad para explicar el cambio social, puntualmente los provenientes de la teoría del conflicto5. En su opinión, esta corriente solo repara en un tipo de funcionalismo, que, aunque se ha vuelto prominente, no es el único. Se trata del funcionalismo normativo, que postula que los valores comunes son el elemento fundamental para explicar la integración social y que el estudio de la estabilidad precede al análisis del cambio. Para exponer su argumento, plantea una distinción “convencional y artificial” entre integración social, que “enfoca la atención sobre las relaciones ordenadas o conflictivas entre los actores”, e integración sistémica, que “apunta a las relaciones ordenadas o conflictivas entre las partes, de un sistema social” (Lockwood, 1964: 2). En base a ella, realiza una doble crítica: por un lado, sostiene que el funcionalismo normativo falla cuando desestima la propensión al cambio derivada de la incompatibilidad funcional entre un orden institucional y su base material; por otro, entiende que, al discutir solo con esta postura, la teoría del conflicto no logra resolver por qué ciertos conflictos desembocan en el cambio mientras que otros no. Según su evaluación, ambos reducen la observación a los problemas de la integración social, ignorando los valiosos aportes al estudio de la integración sistémica realizados por un funcionalismo más general (la referencia principal es Robert Merton), que no tiene compromisos teóricos con algún tipo de estabilidad sistémica. Finalmente, sostiene que, aunque están enlazados, los dos aspectos de la integración son analítica y fácticamente diferenciables, por lo que su distinción constituye una herramienta clave para abordar tanto los problemas del orden, como aquellos ligados al conflicto y al cambio social.

La propuesta de Lockwood hizo mella en tres importantes referentes de la sociología contemporánea. Anthony Giddens, con su teoría de la estructuración, desafía el dualismo predominante en el pensamiento social que enfrenta acción y estructura, tratándolas como si fueran independientes y cerradas en sí mismas. Para ponerlas a dialogar redefine una serie de conceptos, entre los que cabe destacar a la integración, una reciprocidad de prácticas de autonomía y dependencia entre actores o colectividades (Giddens, 1995); luego, asegura seguir a Lockwood, aunque laxamente, cuando diferencia integración social de integración sistémica. En su versión, la primera remite a la “reciprocidad de prácticas entre actores en circunstancias de copresencia, entendida como continuidades de encuentros y disyunciones de encuentros” (Giddens, 1995: 397); esto es, a las interacciones cara a cara. La segunda también consiste en una reciprocidad entre actores o colectividades, pero a diferencia de la anterior, entre “quienes están físicamente ausentes en tiempo-espacio” (Giddens, 1995: 64). En cuanto a su conexión, se rastrea examinando “los modos de regionalización que canalizan las sendas especio-temporales que los miembros de una comunidad o sociedad siguen es sus actividades cotidianas, y que son canalizados por estas” (Giddens, 1995: 174).

La teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas expone un modelo de sociedad dual compuesta por acción y sistema. La primera remite al mundo de la vida, una totalidad de sentido presupuesta y compartida, donde hablante y oyente se encuentran y materializan la acción comunicativa; por ello, constituye el espacio de la integración social, cuya base es el entendimiento intersubjetivo que se logra mediante “mecanismos de coordinación de la acción que armonizan entre sí las orientaciones de acción de los participantes” (Habermas, 1987: 167). El segundo, en cambio, comprende un conjunto de funciones autorreguladas que preservan sus límites -las políticas y económicas- y se lo considera el lugar donde se lleva a cabo la integración sistémica, gracias a “mecanismos que a través de un entrelazamiento funcional de las consecuencias agregadas de la acción estabilizan plexos de acción no-pretendidos” (Habermas, 1987: 167). En base a ello, plantea que lo característico de la sociedad moderna es que el dinero y el poder impulsan acciones teleológicas que monetarizan y burocratizan el mundo de la vida, de modo tal que su colonización por parte del sistema económico y del sistema legal-burocrático constituye la nota distintiva de nuestro tiempo.

La teoría de sistemas sociales de Niklas Luhmann define la integración como “reducción de los grados de libertad de los sistemas parciales -reducción que se sigue de los límites externos del sistema sociedad y del entorno interno que con ellos separa dicho sistema” (Luhmann, 2006: 478). Contra ese fondo, retoma la distinción de Lockwood, pero la reconfigura para introducirla en su teoría: el lugar de la integración de los sistemas es ocupado por el de formas de diferenciación, las que controlan las referencias mutuas y las interdependencias entre los sistemas parciales; el de la integración social es reemplazado por la distinción inclusión/exclusión que toma a la sociedad como sistema de referencia. Así, la inclusión se sitúa en un esquema que también contempla su opuesto -la exclusión-; también se libera a la diferenciación de demandas explicativas que no puede ofrecer, ya que empíricamente ninguna sociedad puede describirse con la mera observación del primado de su forma de diferenciación. Acerca de la modalidad de vinculamiento, las formas de diferenciación constituyen reglas de repetición de las diferencias inclusión/exclusión en la sociedad.

En comparación con los planteos del punto anterior, estas observaciones son de distinto tenor. Aunque con propuestas diferentes, Lockwood, Giddens, Habermas y Luhmann reconceptualizan la noción parsoniana de integración a la luz de la distinción integración sistémica/integración social.

Con la lente de Lockwood, puede verse que Parsons utiliza la integración en todos los niveles de su esquema, tanto en el del sistema general de la acción como en el del sistema social, lo que aumenta la confusión sobre su aplicabilidad. La agudeza de esa observación se evidencia en su incorporación por parte de tres de los principales referentes de la sociología contemporánea. Las propuestas de Habermas y Giddens originaron una serie de críticas. Al primero se lo cuestiona por trazar una línea divisoria entre integración sistémica e integración social, que decide a priori cuáles son los problemas lógicos y cuáles son los empíricos; al segundo, porque cuando conecta integración sistémica con análisis institucional, e integración social con análisis de conductas estratégicas, termina reproduciendo la dicotomía entre estructura y agencia que pretende superar (Mouzelis, 1997; Perkmann, 1998)6. En el caso de Luhmann, único en situación de reclamarse heredero de Parsons (Fuchs, 2001), por haber sido contemporáneo del contexto de crítica a la TGA pudo reparar en las objeciones y evitar replicarlas en sus propia investigación. En su teoría, entonces, la integración no tiene ningún valor positivo, no es mejor que la desintegración; no refiere a ninguna unidad; no implica obediencia de los sistemas parciales al sistema central; no involucra relaciones de las partes con el todo; y no significa diferencia entre cooperación y conflicto. De manera similar, también llega a afirmar que la exclusión se encuentra más fuertemente integrada que la inclusión (Luhmann, 2006).

En suma, en el punto anterior se advirtió sobre el riesgo de perder el nivel de abstracción alcanzado por la noción parsoniana de integración si se opta por desecharla. Atendiendo a los planteos de esta sección, puede verse que su principal fortaleza es también su debilidad: lo que obtiene en generalidad y amplitud, lo pierde en precisión. Por tanto, parecen acertados los intentos por puntualizar las diferencias entre la integración a nivel del sistema general y a nivel del sistema social o por distinguir entre integración sistémica/integración social, delimitando los fenómenos involucrados en cada caso. Consecuentemente, si se continua y profundiza esa línea de investigación es posible retener la potencialidad del término, al tiempo que se gana en especificidad.

Conclusiones

El juicio acerca de la obsolescencia de la teoría sociológica pone en cuestión la pertinencia de un lenguaje que llevó más de un siglo de construcción. El trabajo realizado dibuja un panorama en el que se vislumbran dos opciones: se abandona la noción de integración, pues ya no capta lo propio de nuestro tiempo, o se la reconfigura corrigiendo sus aporías.

La inclinación por la segunda opción ya fue explicitada; ahora corresponde resumir los fundamentos. En el primer modelo de la TGA, la integración refuerza la decisión de elevar la norma al rango de componente del acto-unidad. Así, la respuesta a la pregunta por el orden descansa en la integración de los individuos en torno a un sistema de valores comunes. Ulteriormente, el MTS apunta a explicar la faceta interactiva de la acción, donde la integración propia del sistema social, mediante la interiorización e institucionalización de valores, entrelaza los sistemas de personalidad y la cultura, salida al problema de la doble contingencia. Finalmente, con el AGIL, la indagación por la función de cada subsistema para el mantenimiento de los límites del sistema general con su ambiente la sitúa en su lugar definitivo dentro de la TGA: la integración es la función específica del subsistema social, sin la cual no hay acción social.

Ahora bien, se empleó el esquema problema/solución, y se lo emparejó con la fórmula orden = integración, por su utilidad didáctica para evidenciar rupturas y continuidades a lo largo de las etapas de la TGA. No obstante, al utilizar el esquema se corre el riesgo de simplificar el argumento del autor. Para evitarlo, primero se reitera que la separación de los términos solo puede realizarse analíticamente. Luego, al profundizar en el razonamiento se vislumbra que, más que una solución, la integración orienta y sugiere por dónde comenzar a examinar los fundamentos del orden. Una investigación puntual que se guíe por este principio y pretenda averiguar de qué manera se integra en una situación particular examinará los patrones que reducen la doble contingencia en una interacción, o la complementariedad de expectativas que impera en una interrelación intersistémica, por ejemplo. Se trata, entonces, del cimiento desde el cual comienza a edificarse la investigación; los resultados solo pueden ser productos de la propia investigación.

No distinguir entre estos niveles de análisis constituye el defecto de los planteamientos de los autores relevados en el segmento “Orden ≠ integración”. Al reducir el planteo parsoniano a la existencia de un solo patrón que define el tipo de conducta, no perciben el nivel de abstracción en el que se ubica. Dando por sentado que la elección de su punto de partida es inobjetable (el actor en lugar del sistema), cabe cuestionar si para dar cuenta de las transformaciones sociales que pretenden explicar es necesario desechar la noción de integración. A tal fin, sirve revisar al conjunto de autores trabajados en el segmento “Integración sistémica e integración social”. Aunque de distinta manera, todos detallan los rasgos característicos de la época desde teorías que renuevan la noción, distinguiendo cuándo se trata de integración sistémica y cuándo de integración social.

Cierto apresuramiento crítico por parte de algunas perspectivas no anula en lo más mínimo las respectivas propuestas acerca de la especificidad de nuestro tiempo, aunque vale diferenciar los cambios que sacuden a todo orden de las categorías construidas por la sociología para aprehender su objeto. En ese sentido, el presente trabajo intentó advertir sobre los riesgos de abandonar la noción de integración formulada por Parsons, pues, en conexión con el problema del orden, permite dar cuenta de principios inherentes a cualquier forma de organización social.

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1El resto son: el esfuerzo del actor/agente; su fin; la situación conformada por condiciones no controlables por el actor y medios susceptibles de control; una referencia temporal inherente al proceso; y la norma de racionalidad, intrínseca a la relación medio-fin.

2La orientación motivacional es el componente constitutivo de los sistemas de personalidad, pues engloba las necesidades-disposiciones con la situación (Parsons & Shils, 1968).

3La relevancia de la TMI ha sido destaca por Chernilo y Mascareño, quienes sostienen que la relevancia de la TMI es tal que funda un programa progresivo de investigación en ciencias sociales. Además de su eficacia para aprehender las relaciones recíprocas entre las unidades diferenciales de la sociedad, facilita la identificación de formas de cooperación entre los participantes de una interacción (Chernilo, 1999). A su vez, dada su potencialidad para dar cuenta del carácter emergente del orden social, la teoría constituye un componente central de la sociología contemporánea (Mascareño, 2009).

4La conjunción de estos autores no implica su consideración como un todo homogéneo. Aun cuando los ubica dentro de la sociología del sujeto, Wieviorka (2011) contrapone la mirada de Touraine, donde el sujeto funciona en sentido ascendente de lo social, a la de Martuccelli, en la que el sujeto se construye (o deconstruye) a lo largo de su experiencia.

5Por teoría del conflicto, Lockwood refiere a Dahrendorf y Rex, cuyas tesis básicas son suficientemente similares como para ser tratadas en conjunto bajo esa denominación.

6En base a esas críticas, Mouzelis (1997) retoma la propuesta original de Lockwood. Cree que, si se la libera de las connotaciones esencialistas de la integración sistémica, la distinción tiene el potencial heurístico de observar al mismo fenómeno desde dos perspectivas: actores e interacciones en tiempo y espacio, por el lado de la integración social; y complejos institucionales de órdenes virtuales, por el lado de la integración sistémica. Perkmann (1998), en cambio, sostiene que, más que ofrecer dos perspectivas independientes, la distinción ilustra un complejo entretejido social compuesto por actores capaces de percibir la diferencia entre integración sistémica e integración social, y utilizar ese conocimiento para perturbar el orden. Sumándose al debate, Domingues (2000) recomienda desechar la distinción de Lockwood porque se basa en una hipótesis ontológicamente insostenible —que los actores y las partes de un sistema social no solo son analíticamente distinguibles, sino que además se suceden en el tiempo—, pero retener su principal aporte: interpreta a los sistemas sociales como subjetividades colectivas, y a ambos como sistemas de acción. Archer (1996) también establece posición cuando dice que la fortaleza de la distinción es ofrecer una perspectiva no conflacionaria, capaz de captar las propiedades emergentes de la agencia y la estructura, dos componentes irreducibles de la realidad social.

Received: June 04, 2019; Revised: October 08, 2019; Accepted: December 06, 2019

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