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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versão On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.31 Córdoba jun. 2014

 

ARTICULOS ORIGINALES

De la vox populi, vox deus, a la vox populi, vox mercatus.
La cuestión de la democracia y la democracia en cuestión1

Waldo Ansaldi 2

Resumen
El trabajo tiene como punto de partida el estado de situación actual de América Latina, donde la mayoría de los países que la integran vive desde hace unas décadas un ciclo históricamente excepcional de continuidad político-institucional fundada en regímenes políticos democráticos. Este ciclo se inició en 1979 en Perú y Ecuador, y continuó en 1982 en Bolivia, en 1983 en Argentina, en 1984 en El Salvador, en 1985 en Uruguay y Brasil, en 1986 en Guatemala, en 1989 en Chile y Paraguay. México, Costa Rica, Venezuela, Nicaragua, Colombia y, obviamente, Cuba constituyen, por diferentes razones, casos con otras características, al tiempo que Uruguay y Chile, que antes de 1973 supieron ser sociedades sin rupturas de la señalada continuidad, recuperaron su tradición democrática o inventaron una nueva. Tanto políticos como científicos sociales definieron una agenda de análisis, reflexiones y acciones centrada en dos conceptos centrales: transición de dictaduras a democracia y democracia. El autor historiza el debate sobre la democracia en América Latina, desde la Conferencia Regional sobre Condiciones Sociales de la Democracia, organizada por el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y se propone aportar a una discusión que estima necesaria, centrada en la pregunta: ¿Qué democracia queremos?

Palabras clave: democracia-mercado-dictadura- debates

Abstract
This paper is a starting point the status of current situation of Latin America, where the majority of the countries that integrate it lives from a few decades ago a cycle historically has exceptional institutional continuity established in democratic political regimes. This cycle began in 1979 in Peru and Ecuador, and continued in 1982 in Bolivia, in 1983 in Argentina, in 1984 in El Salvador in 1985 in Uruguay and Brazil, in 1986 in Guatemala in 1989 in Chile and Paraguay. Mexico, Costa Rica, Venezuela, Nicaragua, Colombia and, obviously, Cuba constitute, for different reasons, cases with other features, while Uruguay and Chile before 1973 learned societies without designated continuity breaks, recovered its democratic tradition or invented a new. Both politicians how social scientists defined an agenda of analysis, reflections and actions focused on two central concepts: transition from dictatorships to democracy and democracy. The author historicized the debate on democracy in Latin America, since the Regional Conference on social conditions of democracy, organized by the Latin American Council of social sciences (CLACSO) and intends to contribute to a discussion which considers necessary, focused on the question: do we want democracy?

Key words: democracy-market – dictatorship debates

 

A Yamandú Acosta, por conversaciones en Montevideo que estimularon estas reflexiones.

La primera tarea de un profesor es la de enseñar a sus alumnos a aceptar los hechos incómodos. Quiero decir, aquellos hechos que resultan incómodos para la corriente de opinión que esos alumnos comparten. Y para todas las corrientes de opinión, incluida la mía propia, existen hechos incómodos.
Max Weber

Dejar el error sin refutación equivale a estimular la inmoralidad intelectual.
Karl Marx

[Soy un heterodoxo, es decir], alguien que tiene una necesidad de pensar las cosas y no estar de acuerdo siempre con lo que piensa la mayoría o con lo que piensa el poder o lo que piensa lo establecido.
Leonardo Padura

Según ya es bien sabido, la mayoría de los países de América Latina vive desde hace unas décadas un ciclo históricamente excepcional de continuidad político-institucional fundada en regímenes políticos democráticos. Este ciclo se inició en 1979 en Perú y Ecuador, y continuó en 1982 en Bolivia, en 1983 en Argentina, en 1984 en El Salvador, en 1985 en Uruguay y
Brasil, en 1986 en Guatemala, en 1989 en Chile y Paraguay. El Salvador y Guatemala, países que vivieron dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas desde 1962 y 1966, respectivamente, presentan la particularidad de haber iniciado el proceso de democratización política en un contexto de guerra civil, proceso agudamente analizado por Edelberto Torres-Rivas.

México, Costa Rica, Venezuela, Nicaragua, Colombia y, obviamente, Cuba constituyen, por diferentes razones, casos con otras características, al tiempo que Uruguay y Chile, que antes de 1973 supieron ser sociedades sin rupturas de la señalada continuidad, recuperaron su tradición democrática o inventaron una nueva, según una disquisición que retomaré más adelante.

Tanto políticos cuanto científicos sociales (incluyendo a quienes fueron o son ambas cosas) definieron una agenda de análisis, reflexiones y acciones centrada en dos conceptos centrales: transición de dictaduras a democracia y, justamente, democracia.

Si se excluyen los pioneros, y en su momento con poca incidencia efectiva, trabajos de Pablo González Casanova (1965) y Norbert Lechner (1970), el debate sobre la democracia en América Latina recién comenzó a ser sistemático desde 1978, puntualmente con la Conferencia Regional sobre Condiciones Sociales de la Democracia, organizada por el Consejo Latinoamericano
de Ciencias Sociales (CLACSO), a impulso de su por entonces Secretario Ejecutivo, Francisco Delich, y realizada -significativamente- en San José de Costa Rica, del 16 al 20 de octubre de dicho año.3

A mediados de los años 1990, el debate sobre la democracia había adquirido, en las ciencias sociales latinoamericanas, una notable centralidad, como bien se aprecia en el profuso registro bibliográfico realizado por Edgardo Lander (1996), en cual, curiosamente, faltan las referencias a las publicaciones derivadas de la Conferencia de San José.

¿Y si llamamos a las cosas por su nombre?

Deriva 1: sobre el carácter de las dictaduras

Desde hace un tiempo, reciente, es frecuente leer y/o escuchar en Argentina, sobre todo en medios de comunicación estatales, la expresión «dictadura cívico-militar» para hacer referencia a la segunda dictadura institucional de las Fuerzas Armadas que sufrió el país (1976-1983).4 No me resulta claro si se trata de una operación para morigerar la responsabilidad de los militares, o bien de otra para resaltar la participación de empresarios en aquella. En cualquiera de los dos casos, se trata de una falacia: si se trata de decir que hubo civiles (empresarios, políticos, profesionales, etc.) que participaron del ejercicio de la dictadura o cumplieron funciones en y para ella, todas las dictaduras deberían ser llamadas así en todo el mundo, pues ninguna Fuerza Armada dispone de tantos cuadros como para ocupar todos los puestos de gobierno y/o gestión estatal (desde lo local hasta lo nacional y las representaciones diplomáticas en el exterior). En rigor, en Argentina, la única dictadura que puede, con justicia, calificarse como cívico-militar fue la de la autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958), pues en ella participaron, en funciones de gobierno (Junta Consultiva Nacional), representantes orgánicos de partidos políticos (Unión Cívica Radical, Socialista, Demócrata Progresista. Demócrata Cristiano, Demócrata Nacional, Unión Federal. Remedando un Poder Legislativo, la Junta estaba presidida por el vicepresidente de la dictadura, en este caso, el almirante Isaac Rojas.

Si, en cambio, con la expresión de marras se quiere dar cuenta del importante papel desempeñado por empresarios que, en posiciones claves del ejercicio del poder político, actuaron en beneficio de sus empresas, cuando no propios, entonces es mejor llamar a las cosas por su nombre: los empresarios son burgueses. En el caso argentino, José Martínez de Hoz, Walter Klein, Nicanor Costa Méndez, Roberto Alemann Jorge Zorreguieta, entre otros, fueron partícipes activos de la dictadura, pero no lo fueron por civiles, sino por burgueses o representantes de éstos. Situaciones similares se constatan en todos los países en los cuales se instauraron dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas. En rigor, éstas -(desarrolladas entre 1962 y 1990, en El Salvador, Brasil, Argentina, Guatemala, Uruguay, Chile, Bolivia- fueron militares por su forma y burguesas por su contenido. Las que resultaron del violento asalto al poder en los años 1970 (Uruguay, Chile, la segunda argentina y, en menor medida, Bolivia) tuvieron por objetivo específico adecuar el patrón de acumulación del capital bajo la forma de la valorización financiera, conforme los principios del llamado Consenso de Washington. o neoliberalismo o neoconservadurismo.

No se trata sólo de precisión del lenguaje, de los conceptos y de las categorías analíticas. Importa porque de cómo caractericemos a dichas dictaduras dependerán concepciones y acciones políticas concretas.

Deriva 2: Estado, Mercado e historia

Lo que suele llamarse Consenso de Washington, política o modelo neoliberal o neoconservador tenía y tiene entre sus objetivos la erradicación de la política (en el mejor de los casos reducida a espacio tecnocrático) y su reemplazo por la primacía del Mercado, al cual se considera expresión de la libertad individual. En efecto, desde Friedrich Hayek en adelante, los partidarios de esta concepción consideran a la política como un obstáculo a la libertad individual, a la que reputan previa a la política. Las consecuencias prácticas de esta teoría afectan cuantitativa y cualitativamente al ejercicio de la ciudadanía y de la democracia, incluso en su configuración liberal o burguesa. Como supo mostrar Norbert Lechner, el neoconservadurismo debilita la legitimidad de la democracia y, en el límite, genera desencanto respecto de sus potencialidades.

Las dictaduras niegan la política y, cuando se expresan como Estados Terroristas de Seguridad Nacional, llegan al extremo de las desapariciones y los asesinatos en masa de todas y todos quienes son considerados no adeptos. El neoliberalismo restringe la política y los espacios donde ella se ejercita, reemplazándolos por el Mercado y su supuesta regulación por la «mano invisible ». La vox Deus ya no es el populus, sino el Mercatus, en el cual la ciudadanía y el sistema de partidos están «reconfigurados a su imagen y semejanza » (Acosta, 2009: 107-108). La inicial conjunción entre dictadura y neoliberalismo es la más nefasta por el alto número de vidas cobradas, pero la posterior entre democracia y neoliberalismo no es necesariamente una superación en materia de reconocimiento de la centralidad de la política. De hecho, lo acontecido no es más que una proceso de transición en el cual las dictaduras (el punto de partida) y las democracias (el punto de llegada) quedan reducidas a meros regímenes de gobierno. La transición resulta, así, «pasaje desde un régimen de gobierno a otro» -del dictatorial al democrático-, de donde tanto una -la dictadura- cuanto la otra -la democracia- quedan reducidas «a esa condición de ‘régimen de gobierno’, esto es, a su dimensión política, reducida a su vez esta dimensión en el marco de las sobredeterminaciones del politicismo institucionalista o institucionalismo politicista» (Acosta, 2009: 111). El resultado de esta operación intelectual (y política) es, como añade Yamandú Acosta, desanclar «la institucionalidad democrática de sus fundamentos estructurales». Pero también, agrego, desanclar a las dictaduras de éstos.

De eso se trata: de los fundamentos estructurales. Hace casi una treintena de años, cuando comenzaban a expandirse los estudios sobre la democracia, Jorge Graciarena llamaba la atención sobre la necesidad de atender e integrar tres dimensiones abarcativas del «fenómeno democrático»: la social, la política y la histórica. Sus «conexiones recíprocas son las que le dan su densidad y sentido concreto» y su conjunción la «que permite observar el grado en que la democracia constituye una formación histórica que ha penetrado en la sociedad (clases sociales) y en Estado (régimen político» (Graciarena, 1985: 192). La sabia advertencia del recientemente fallecido sociólogo argentino tuvo pocos oídos receptivos, siendo sepultada por visiones institucionalistas desprovistas de historicidad.

Si, entonces, vamos más allá del institucionalismo y prestamos atención a los fundamentos estructurales, no tardamos en advertir que la expresión «transición a la democracia» resulta ser «una idea legitimadora y orientadora de la consolidación de la transición a un capitalismo profundizado». Este capitalismo consolidado tuvo dos feos y sucesivos rostros, jánicos, si se
quiere: uno, utópico en los años 1980; el otro, nihilista, en la década siguiente. Utópico «en relación a las promesas de la mano invisible», nihilista, «en tanto ya no promete mundos mejores sino que se anuncia como el único posible frente al cual no hay alternativas». Es, pues, en la bisagra entre los siglo XX y XXI, una «reedición del capitalismo salvaje del siglo XIX» (Acosta, 2009: 112). En su forma actual, el capitalismo es, por sobre todas las cosas, generador y profundizador de brutales e insoportables grados de desigualdad social.

Las políticas del Consenso de Washington corresponden a un nuevo patrón de acumulación del capital. Todo cambio en el misma genera nuevas normas de organización y lucha. La democracia, como forma de dominación, no escapa a ellos. Uno de los espacios donde el cambio se advierte es el de los partidos políticos, los agentes clásicos de mediación entre la sociedad civil y el Estado. La metamorfosis de los partidos -un fenómeno generalizado, tanto en las sociedades capitalistas centrales cuanto en las dependientes, justamente por lo señalado y no por azar o casualidad- los ha convertido en organizaciones crecientemente cerradas, endogámicas, alejadas de sus bases, donde las decisiones, desde las direcciones partidarias y las candidaturas hasta las alianzas y los remedos de programas, son tomadas por la cúpula, cuando
no por la autoridad máxima. con prescindencia de los afiliados, es decir, las bases. Para los actuales demócratas de palabra, la política sigue siendo con- cebida, si bien metamorfoseada, de las misma manera en que la concebían y practicaban los oligarcas del entre siglos XIX y XX: como una cuestión de minorías elegidas endogámicamente, antes convalidadas por pocos electores, hoy por mayorías de votantes que han perdido -si es que tuvieron alguna vez- la plena condición de ciudadanos o la ciudadanía plena, como se prefiera. Hay que recordar que la historia de los derechos de ciudadanía es historia de constitución de sujetos. De sujetos que, como dice Luís Tapia, han luchado y luchan por modificar la sociedad «ampliando los márgenes de igualdad para sí mismos y para otros, ya que toda igualación para sí implica la de otros» (2011: 120). Y como añade el colega boliviano, característica del neoliberalismo es, justamente, «la reducción de las condiciones de ejercicio de la ciudadanía, es decir, «un recorte de la idea de igualdad» (Tapia, 2011: 128).

La cuestión de las circunstancias es clave. La derrota de los mal llamados socialismos (puesto que de socialismo, en el sentido marxiano, tuvieron poco o nada) y su contrapartida, el triunfo del capitalismo y la democracia burguesa puso a ésta como el desiderátum o el nec plus ultra de la humanidad.

Las democracias realmente existentes son –en Argentina, Bolivia, Brasil. Chile, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Paraguay, Uruguay- más que nuevas, en los términos formulados por Francisco Weffort (1993), democracias posdictatoriales, conforme la mejor proposición de Yamandú Acosta (2009). Con excepción de Nicaragua (tras la caída de la familia Somoza) y
Paraguay (a partir del derrocamiento de Alfredo Stroessner), los otros siete países latinoamericanos construyeron o reconstruyeron democracias a partir de la caída de dictaduras institucionales de las Fuerzas Armadas. Siendo todas dictaduras, las diferencias entre las segundas y las primeras, radican en el hecho, bien decisivo, de que éstas, de tipo tradicional, eran ejercidas por militares, pero no por las Fuerzas Armadas como institución. El dictador tradicional -ese tan bien retratado por la literatura, como en los casos de Doña Bárbara, El Señor Presidente, El otoño del patriarca, En el tiempo de las mariposas, La fiesta del Chivo, entre otras- ejercía una dictadura personalista, autocrática, mientras los dictadores de las décadas de 1960, 1970 y 1980 ejercían la dictadura en representación institucional de las Fuerzas Armadas, las detentadoras del poder real.

Cabe acotar que Bolivia, a partir del triunfo de los movimientos sociales y el acceso al gobierno del MAS y Evo Morales, se ha generado la posibilidad de una democracia radicalizada, si bien se observan avances menos significativos de los inicialmente esperados y esperables.

La hipótesis de Acosta sobre la caracterización de las democracias surgidas a la caída de las dictaduras me parece una excelente guía para dar cuenta de los complejos y múltiples procesos de transición. «[L]a condición por la cual las ‘nuevas democracias’ son ‘nuevas’ no depende del status de consolidadas o no consolidadas» de las democracias existentes con antelación a las
últimas dictaduras (como argumenta Francisco Weffort (1993), consideradas éstas como un paréntesis. La condición de «nuevas democracias» «depende sustantivamente de la ‘novedad’ de este paréntesis en los términos de dictadura (...) de nuevo tipo» (Acosta, 2009: 107).

Es que, en la trilla del pensamiento de Acosta, también debemos considerar a las dictaduras de las décadas de 1960, 1970 y 1980 como «nuevas». Lo fueron porque, además de la señalada diferencia cualitativa con las tradicionales, resultaron ser, como señala Acosta, «una fuerte expresión de modernidad en razón de su pretensión fundacional o refundacional de un nuevo
orden». La propuesta del colega y amigo uruguayo es coherente en la argumentación: las «nuevas democracias» son tales en relación a dictaduras también «nuevas». Ese nuevo orden -expresión de cambios en las estructuras, pero no de las mismas- puede ser caracterizado como una modernización conservadora o una revolución pasiva, una más de las varias vividas por América Latina.

Añadiré una cuestión más. Las nuevas dictaduras y las nuevas democracias guardan estrecha relación con la derrota de los movimientos revolucionarios y populares de los años 1960 y 1970. Los vencedores pudieron, así, imponer un «capitalismo profundizado» que, en su expresión más brutal, no es más que, para volver a decirlo con las palabras de Acosta, una «reedición del capitalismo salvaje del siglo XIX».

Ahora bien: ¿cómo se sale de una derrota? No hay secretos al respecto: renunciando a los principios por los cuales se luchó, o reflexionando sobre las causas que condujeron a la derrota para, manteniendo los principios, reformular la estrategia y los medios de lucha para alcanzarlos. Es como bellamente expresó el poeta Tiago de Mello, en palabras que ya hice mías en otra ocasión: Meus caminhos de hoje são os mesmos de ontem / o que é novo en mim é o jeito de caminhar.

La construcción institucional de las democracias posdictatoriales es un dato relevante e incuestionable de los procesos iniciados en los años 1980, particularmente por la inusual estabilidad. Pero no puede ser motivo de regocijo en cuanto a la calidad y profundidad de las mismas

Esas democracias, ya lo he señalado, lo son del patrón de acumulación del capital regido por la valorización financiera y se han instituido bajo la hegemonía de la concepción llamada neoliberal. En consecuencia, postulando la primacía del mercado. Mirado el proceso en perspectiva histórica, se advierte una declarada pretensión de conjugar democracia política con crecimiento económico. Empero, no todos concebían a éste como un medio para distribuir la riqueza de manera más o menos equitativa o menos desigual. Más allá de la retórica y de las consignas y eslóganes, el nuevo patrón de acumulación del capital es generador de fuerte concentración de riqueza en el vértice de la pirámide y de brutal desigualdad en la base, e incluso en el medio de ella. De hecho, de lo que se trata es, como lo ha señalado Norbert Lechner (1992: 78), de la determinación del orden social. De un orden sociopolítico inserto, añado, en un proceso de mundialización decididamente autoritario.

En tal situación, los neoliberales demonizaron al Estado y fetichizaron al mercado. La historia, cuando fue tenida en cuenta, se leyó en clave fetichizadora. De habérsela leído en clave correcta, se habría advertido, como tempranamente señaló Enzo Faletto (1989) y retomó Lechner (1992), que la relación Estado-capitalismo no ha tenido en América Latina la misma forma que en los países desarrollados o centrales. En nuestra región, la particularidad del Estado guarda estrecha relación con el modo de establecimiento del capitalismo como formación económico-social en cada país. Nuestros capitalismos se implantaron con fuerte imbricación con el capitalismo internacional dominante, al tiempo que los Estados se formaron y desarrollaron en «una flagrante contradicción, caracterizada por la coexistencia de un Estado moderno (...) con un modo de relación social (...) oligárquico, (...) tradicional » (Faletto, 1989: 162).

Esa contradicción fue resultado de la necesidad de las clases dominantes de vincularse con el «moderno» capitalismo internacional, por un lado, mientras por el otro debían «asegurar un dominio interno cuya base de relaciones sociales no era capitalista en sentido estricto». De allí la alianza entre grupos o sectores sociales con intereses distintos, coherentes con el mayor o
menor carácter capitalista de sus bases de poder. Así, mientras las formas de relación entre dichos grupos caracterizaban internamente al Estado, «el relacionamiento externo y las formas de lograrlo se convirtieron en una dimensión casi esencial en la constitución del Estado en América Latina». Ese relacionamiento se dio en términos de dependencia y se tradujo en retraso (Faletto, 1989: 163). El corolario ha sido -sigue siendo- que la imposición de la lógica del mercado conlleva la tendencia al debilitamiento del Estado (pág. 165), debilitamiento que la propaganda neoliberal ha presentado como con- trapartida del supuesto fortalecimiento de la Nación. Los argentinos recordarán aquella famosa falacia de «Achicar el Estado es agrandar la Nación».

Más allá de la fetichización de los procesos históricos, lo cierto es que en América Latina el Estado ha sido, en buena medida, instaurador del capitalismo, como bien ha señalado Faletto. Es decir, el Estado se fue constituyendo antes que el capitalismo, aunque en algunos casos, acoto, fue proceso pari passu , en paralelo e imbricado, como en Argentina y Uruguay. En general,
hemos tenido la singularidad de sociedades capitalistas con Estados más o menos planificadores mediante instrumentos monetarios, cambiarios, fiscales y arancelarios. Más aún: incluso cuando el capital extranjero ha participado en los mercados nacionales lo ha hecho beneficiándose o aprovechando medidas proteccionistas dispuestas originariamente para desarrollar el capitalismo nacional (Faletto, 1989: 166).

Entre las consecuencias para la construcción del orden social se encuentra, históricamente, la asunción de la tarea de instaurar el capitalismo por parte del Estado.5 Es por eso que su intervención «no corresponde tanto a una función de ‘correctivo’ del mercado como a un esfuerzo deliberado de promover el desarrollo económico y social» (Lechner: 1992: 79). Pero en
este punto, en el último cuarto del siglo XX no fue igual una dominación político-social dictatorial que una democrática: en las «nuevas» dictaduras, el Estado no intervino (o lo hizo mínimamente) para corregir las distorsiones generadas por el mercado. En las democracias posdictatoriales puede hacerlo, pero no necesariamente, como lo prueba, por ejemplo, la experiencia argentina, uno de los casos de presidencialismo autoritario. Aunque no siempre
se lo diga, en definitiva se trata de la cuestión del orden. Y en las democracias neoliberales, el orden se reduce a lo político (democracia) desconectado del proceso económico (Lechner, 1992). Más grave aún: lo político se limita a una mera administración gubernamental que maneja el Estado mediante tecnócratas y pulveriza la política, al tiempo que licúa al ciudadano,
reduciéndolo a mero votante (donde el sufragio es obligatorio) o fomentando el abstencionismo (donde no lo es). Adicionalmente, más allá de las críticas al Estado, los neoliberales apelan a, y hacen uso intensivo de, el Estado para reprimir toda forma de disidencia, de protesta y para debilitar la fuerza de la clase obrera y sus sindicatos mediante dispositivos legales (como el de la llamada flexibilización laboral) que expresan violencia simbólica y refuerzan, imbricadamente, la violencia física. Por cierto, esto no es una novedad histórica: en sociedades capitalistas, el Estado -incluso realizando reformas y/o correcciones- legitima y refuerza las relaciones sociales existentes, instituye l marco institucional dentro del cual actúa el capitalismo. Y es este hecho innegable, como bien ha acotado Faletto (1989: 173), el que opaca la polémica Estado versus mercado.

Es bueno recordar que, contra los apologistas del mercado, éste no es regulado por ninguna supuesta «mano invisible». Su lógica y su acción reproduce la forma del poder social existente. De allí que si es el mercado quien asigna los recursos, el resultado es el flujo de éstos hacia la clase dominante. Es que, como relación social, el mercado «reproduce constantemente la diferenciación social», de manera tal que sin una intervención ajena al mercado -que no puede ser otra que la del Estado- deliberadamente orientada, a través de mecanismos directos o indirectos, la distribución / redistribución de los ingresos, «la situación de los sectores menos favorecidos no puede expresarse positivamente en el mercado» (Faletto, 1989: 170).

Hay que indagar aún más en la historia de América Latina para comprender y explicar mejor la estrecha relación, dialéctica, entre procesos de construcción del Estado y procesos de constitución de las clases sociales y del capitalismo. Unos y otros interactúan, a su vez, con los de constitución o no constitución de democracias. Debemos seguir indagando y profundizando el análisis de larga duración de las condiciones sociales que posibilitaron o, mejor, imposibilitaron las mismas.6 Las clases propietarias latinoamericanas -las burguesías entre ellas- han actuado siempre con cinismo e hipocresía en materia de democracia y de hecho, más allá de la retórica, históricamente han preferido a la dictadura. Y cuando dicen preferir a la democracia, es por conveniencia, cualquiera ella sea. Pero cuando sus privilegios se han visto o se ven amenazados, incluso sin serlo estructuralmente o en demasía, en vez de dejar fluir el libre juego democrático no han vacilado ni vacilan en apelar al clásico instrumento del golpe de Estado. Por más que éste esté hoy metamorfoseado, tome nuevas formas, sigue siendo un medio preferido: con éxito en Honduras y Paraguay (y para no pocos, en Argentina, en 1989); con fracasos,
hasta ahora, en Bolivia, Ecuador y Venezuela, las burguesías y las derechas - que en América Latina no son necesariamente asimilables y que, por añadidura no son, ni unas ni otras, homogéneas- muestran su verdadero carácter político. Ahora, ya no para instaurar dictaduras como en el pasado, sino para reducir aún más la democracia a una formalidad descartable.

Estoy de acuerdo con Francisco Weffort y su duda respecto de «saber si un pensamiento que sólo sabe concebir a la democracia como una imposición de las circunstancias puede ser llamado un pensamiento democrático» (Weffort, 1984: 24). Me parece que no hay duda: no lo es.

Por otra parte, debe evitarse la caída en el economicismo, en el mecanicismo. Es cierto que, en sociedades de clase, la democracia es una forma de dominación político-social ejercida por la clase que detenta el poder. Esta afirmación debe entenderse en su historicidad. Está fuera de duda que han habido momentos en la historia de las sociedades capitalistas (desarrolladas, atrasadas o dependientes) en los cuales la democracia no fue otra cosa que, literal y efectivamente, que pura dominación burguesa. Pero también lo está el hecho de que, particularmente por las luchas populares, que democracias de clase dominante han tenido que ceder alguna cuota parte de poder, de beneficios y/o de privilegios. Sin duda que lo han hecho (y lo siguen haciendo) para perpetuar su dominación. Los Estados de Bienestar Social, en Europa, y los de Compromiso Social, en América Latina, bien lo prueban. Mas ello no implica automática, mecánicamente, la oclusión de las luchas por nuevas y más profundas conquistas populares, por nuevos y más justos derechos. Igualmente, tampoco es automático, mecánico que así ocurra: las potencialidad de la cooptación, del transformismo (en el sentido gramsciano)
siempre están disponibles para las burguesías.

El patrón de acumulación basado en la valorización financiera se impuso en América Latina, primero por la vía dictatorial, siendo Chile el caso paradigmático, pero luego -en consonancia con el viraje estratégico de la política exterior norteamericana- mediante democracias procedimentales, mínimas, formales y vaciadas de contenido como nunca antes. Esas imposiciones han estado y están cargadas de violencia, física y simbólica. Obviamente, una y otra han sido mucho más brutales en dictaduras que en democracias, pero en éstas distan de estar ausentes.7 Vale recordar que, en palabras de Norberto Bobbio (en Quale socialismo?, un texto de 1972), también en una democracia el poder autocrático está más difundido que el democrático.

Las «nuevas» democracias comparten, en mayor o menor medida -y a pesar de las políticas de algunos gobiernos por morigerar los efectos-, la profundización de la desigualdad social. Ello implica el reforzamiento de una realidad consustancial a la sociedad burguesa o capitalista: disfrazar la desigualdad social real con el manto de la igualdad política formal. Es que,


quiérase o no, lo cierto es que la primera convierte en imposible a la segunda, «incluso como supuesto» (Tapia, 2011: 117). En el marco de sociedades capitalistas, la «mayor verosimilitud de la idea» de igualdad se ha alcanzado en aquellos países «que han emprendido y sostenido largos procesos de redistribución progresiva de la riqueza social» (Tapa, 2001: 127). De allí el énfasis, la insistencia de los liberales y de conservadores, nuevos o añejos, en la promoción de políticas antiigualitarias o, como añade el mismo autor una página después, «de reducción del grado de universalización histórica producida por las luchas y reformas democráticas». La igualdad es, entonces, el quid de la cuestión. Y la posición respecto de ella es, como sostiene Norberto Bobbio, lo que distingue el ser de izquierda (en favor de la igualdad) o de derecha (en contra de ella).

El lugar de la democracia

¿Cuáles son el lugar y el tiempo de la democracia? se pregunta Luis Tapia. Y responde: el lugar y el tiempo de la democracia se desplazan permanentemente y suelen ser discontinuos. Recuerda que ella no nació en la antigüedad ni renació en el mundo moderno como un mero procedimiento electoral, sino como un proceso social y político de cuestionamiento de la propiedad oligárquica de la riqueza y como efectiva aunque parcial redistribución de la misma» (Tapia, 2011: 63).

Si la democracia es, históricamente, idea y lucha por la ampliación de la participación ciudadana en la deliberación y la decisión políticas en procura de disminuir la desigualdad económica y social, la democracia no es ni puede quedar reducida a un mero mecanismos para elegir gobernantes, ni modo de resolución de conflictos conforme procedimientos, «sino, más bien,
el planteamiento de un conflicto específico en torno a algún tipo de desigualdad existente» (Tapia, 2011: 63).

De lo que se trata, dice Tapia, es de no reducir el lugar de la democracia a los partidos y a los sistemas de partidos, sino, por el contrario, de multiplicar y ampliar «los lugares y tiempos de cuestionamiento de las desigualdades ».

En las sociedades capitalistas democráticas, la democracia es, básicamente, competencia y negociación. Hay que ir más allá y pensarla y concretarla «como construcción y aprendizaje colectivos». Hay que cuestionar la idea de la democracia liberal y su modo reduccionista de la política como fuera del Estado y devenida mercado (Tapia, 2011: 27-28).

En nuestras democracias realmente existentes, «nuevas» -reducidas a mero mecanismo de competencia y elección de gobernantes entre candidatos crecientemente despojados ideas y programas- se está produciendo desde hace un tiempo una mutación de los partidos, organizados y reorganizados de manera tal que en los cargos de dirección y de representación se asiste a un notorio y mayoritario protagonismo de empresarios, capitalistas o burgueses. Este fenómeno, que estamos constatando en nuestras investigaciones, también ha sido percibido por Luís Tapia (2011: 29).

Basta dar una ojeada al panorama político latinoamericano para apreciarlo, aunque sea someramente, en los casos individualmente más notorios de Sebastián Piñera (Chile), Mauricio Macri, Francisco de Narváez, Roberto Daniel Urquía (Argentina), Vicente Fox (México), Henrique Capriles Radonski (Venezuela), Horacio Cartes (Paraguay), Gonzalo Sánchez de Lozada (Bolivia), Samuel Lewis Navarro, Juan Carlos Varela Rodríguez (Panamá), Porfirio Lobo Sosa, Roberto Micheletti Bain (Honduras), para ilustrar una tendencia que se replica y multiplica en cargos legislativos y ejecutivos de distinto tenor.

Esta tendencia, peligrosa para la democracia igualitaria, destaca la presencia de empresarios-políticos que se asocian a lo que suele llamarse la «nueva derecha». Ahora bien: es realmente «nueva». ¿No es, más bien, un retorno a los orígenes de la democracia burguesa? Es coherente con el «nuevo» liberalismo, que, como sabemos, tampoco lo es realmente, salvo en que es mucho más brutal que su antiguo predecesor.

Digo que es peligrosa porque, teniendo la práctica de la política -en su reducción a mera competencia por cargos- crecientes costos monetarios, es obvio que para hacerla hay que disponer de recursos económicos, de riquezas. El corolario es obvio: el incremento de la desigualdad social real. La ficción de la igualdad jurídica o política no alcanza a encubrir otro dato: los capitalistas devenidos políticos, cuando llegan a cargos de gobierno, tienden a emplear los bienes públicos para beneficios privados (propios, de familiares y/o de amigos).

Ya es hora de vox populi, vox populi

La voz de pueblo ha sido la voz de Dios, para algunos; la del Mercado, para otros. ¿No es hora que sea la voz del pueblo? Es decir, que el pueblo hable por si mismo y no por otros y, sobre todo, que otros no hablen por él.

La concisa definición de Abraham Lincoln considera a la democracia como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Me parece una hermosa fórmula. Pero conviene prestar mucha atención. El primer problema radica en la definición de pueblo, expresión tan polisémica (en particular en idioma castellano) que suele generar más confusión que claridad. Desde la Antigüedad clásica, sea como , en Atenas, y populus, en Roma, el término ha tenido y tiene una connotación política innegable. La constricción de espacio disponible impide detenerme aquí en esta cuestión clave, pero no puedo dejar de señalarla, pues de su conceptualización depende cuan inclusiva o excluyente fue, es o puede ser una democracia 8

Quienquiera sean los que conforman el pueblo, este colectivo es el titular de la soberanía y la fuente del poder. La democracia es su gobierno. Su gobierno es la democracia. En tal caso, las decisiones de gobierno son para beneficiar al pueblo.

El núcleo duro de la definición es la expresión por el pueblo. En términos estrictos ella debe entenderse como democracia directa. Es lo contrario de la proposición «el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes» (art. 22 de la Constitución Nacional argentina; itálicas mías). Cuando se propone la radicalización de las democracias realmente existentes,
la distinción entre gobierno del pueblo y gobierno por medio de no puede ser soslayada ni reducida a una querella abstracta.

La mayoría de las democracias latinoamericanas realmente existentes son débiles, delegativas o de baja intensidad porque, precisamente, no son gobierno por el pueblo. Por añadidura, los representantes, los que gobiernan por él y en su nombre, están generalmente disociados de sus bases. O, en rigor, son representantes de una parte, no del todo. Ahí, la definición de pueblo
se torna crucial. Digo que se torna crucial por lo señalado poco antes respecto de la política crecientemente practicada por empresarios, por capitalistas.

Las derechas, aun cuando aparezcan como progresistas (o incluso lo sean), siempre son conservadoras. Y lo son porque, precisamente, lo que procuran es conservar el poder, las ganancias, los beneficios, los monopolios, los privilegios, la sociedad que dominan. Es decir, resistentes y opuestas al cambio.

Las «nuevas» democracias, la mayoría de nuestras democracias realmente existentes, son democracias con hegemonia burguesa. Ponerlas en cuestión implica, en consecuencia, desmistificarlas, señalar sus límites y proponer formas superiores, que impliquen una mayor participación popular (es decir, de las clases no propietarias) en la toma de decisiones. Ahora bien: ¿cuánto de ello es posible en sociedades capitalistas? ¿Hasta dónde pueden extenderse los límites de la participación en la toma de decisiones sin poner en cuestión la forma de dominación burguesa?

Radicalizar la democracia, luchar por ella, es luchar contra la desigualdad, contra los privilegios y los privilegiados. Implica el objetivo de transformar las prácticas existentes, empezando por los propios partidos políticos. No se trata sólo de participar en política: se trata -lo he dicho ya en otras ocasiones- de participar en la toma de decisiones. Dirigentes y candidatos partidarios deberían ser elegidos por el voto de sus afiliados, las programas - las viejas plataformas electorales- discutidos en y por las bases de cada organización. El «dedazo», por certero que sea es, quiérase o no, profundamente autoritario, antidemocrático. Es también blanquear el origen de los fondos y recursos económicos partidarios.

Radicalizar la democracia es disponer constitucionalmente y, sobre todo, practicar mecanismos de democracia directa, tales como iniciativa popular, revocatoria de mandatos, contraloría popular de los funcionarios y gobernantes, práctica de presupuestos participativos, referéndum, limitación de las reelecciones en todos los cargos de representación (ejecutivos y legislativos),
terminar con las «familias judiciales», entre otras muchas formas posibles, existentes o por crear.

Radicalizar la democracia es, asimismo. auditar las deudas externas para deslindar la legítima de la ilegítima y para enjuiciar a los responsables de ésta. Es introducir cláusulas constitucionales que casen los derechos políticos de todos quienes sean partícipes de gobiernos ilegítimos, sean o no dictaduras, y de otras que obliguen a revisar las disposiciones jurídicas y legales tomadas
por eventuales dictaduras.

Tanto en el campo intelectual como en el politico, hay que arrebatarle la bandera de la democracia a todos cuantos solo la quieren bajo su forma minimalista, instrumental. Hay que arrebatarla para que guie la marcha hacia su plena realizacion, de manera tal que cuando alance los límites de tolerancia burguesa y la violencia aparezca una vez mas, para la burguesia, como
la clave de resolucion del conflicto, la respuesta de los pueblos conlleve e implique el menor y menos gravoso uso de la contraviolencia posible. Advertencia para mal intencionados: no estoy postulando la apelacion a la violencia politica bajo ninguna de las formas posibles. Digo que si la radicalización de la democracia llegara al punto de cuestionar seriamente la hegemonia de
la burguesia, esta clase no vacilará en el empleo de la violencia, cualquiera sea la forma que elija. No estoy imaginando situaciones abstractas: las experimentadas en lo que va del siglo en Bolivia, Ecuador. Honduras. Paraguay. Venezuela, y en 1973, no se lo olvide, en Chile, son muestras elocuentes. Si, llegado tal caso, los pueblos no quieran sumar una derrota más, deberán estar preparados para enfrentarla. No estarlo, será repetir la derrota del pueblo chileno en 1973. Para que ello no ocurra, las fuerzas genuinamente democráticas deberán ganar la lucha por la hegemonía, es decir, haber organizado a la democracia en, desde y por la base, en la sociedad. Así, la democracia podría (y debería) dejar de ser mero instrumento en la lucha por el gobierno y, en el mejor de los casos, por el poder, y devendría un fin.

Hay que bregar por cambiar el curso de procesos que hasta ahora le han dado, en su mayoría, razón a Hegel, para quien los pueblos y los gobiernos no han aprendido nada de la historia. En todo caso, las clases dominantes han tendido a aprender más rápido que las dominadas o subalternas. Por eso, la cuestión de la violencia no puede estar ausente de ninguna reflexión sobre el cambio social. Llegado al punto límite, las burguesías latinoamericanas están en ventaja: cuentan con el brazo armado de militares e incluso, como en Colombia, paramilitares. En contrapartida, obreros, campesinos, clases medias radicalizadas, carecen de organizaciones con capacidad de antagonizar con las estatales. Cierto es que contar con ellas no es necesariamente carta de triunfo, como bien lo demuestra la historia más o menos reciente. También por esto la cuestión de crear, constituir y ganar la hegemonía en el seno de las democracias realmente existentes es una cuestión estratégica.

Es que, quiérase o no, en el eventual caso de una radicalización de la democracia que ponga en peligro (real o imaginado) el orden, el poder y los privilegios de la clase dominante (y de las auxiliares de ellas), lo que será punto fundamental de la agenda tendrá el clásico nombre de revolución. Que podrá ser sólo política (cambia la estructura del poder político y la forma del Estado), o bien social (cambia la estructura de la sociedad y, por consiguiente, la del Estado). Entonces, democracia y revolución deberían mostrarse distantes del estereotipo que las presenta como antagónicas y excluyentes, como también de aquel otro que reduce la revolución a la violencia. Por el contrario,

«la violencia es un aspecto de la revolución, no su esencia. Lo que la define [a la revolución] es la emergencia abrupta y maciza del pueblo en el escenario político. Si la democracia acontece cuando, el pueblo participa en mecanismos cuya legitimidad reconoce, la revolución acontece cuando el pueblo crea, en las calles, por sus propios medios, su propio poder»
(Weffort (1984: 116, itálicas mías).

Según la proposición del sociólogo brasileño, a mayor participación popular en la revolución, menor violencia subsiguiente. Es decir, «cuanto más democracia existe antes, tanto más democracia habrá durante y después ´» de la revolución. Ese debería ser el camino resultante del aprendizaje de las revoluciones históricamente producidas, sobre todo las autodefinidas como socialistas, pero también, en América Latina, las burguesas (la Mexicana y la Boliviana). En tal caso, tendremos revoluciones democráticas y democracias revolucionarias, cuyo contenido de clase dependerá de la correlación de fuerzas.

Frente al neoliberalismo y sus herederos travestidos hay que defender la convicción y la práctica de la sociedad civil como el espacio de la política. Ésta no debe ser monopolio de partidos, políticos más o menos profesionalizados, tecnócratas, gobiernos, Estados. La política debe volver a la polis, pero no estrictamente a la ðüëéò originaria, con sus desigualdades y exclusiones, sino a la que hay que construir, esa en la cual, como acaba de decir Pablo Iglesias Turrión -de Podemos, el nuevo movimiento contestatario español- la política sea hecha por la gente, porque si ella no la hace, la hacen otros. Y estos otros te roban los derechos, la democracia y la cartera. Es decir, la política debe ser del demos, no del oikos, uno y otro en su forma contemporánea. Debe hacerse en las calles, no en salones cerrados. Así, como reclama el mismo catedrático de ciencia política devenido político rupturista, los ciudadanos que eligen sus gobernantes se tornarán en lo que realmente deben ser - soberanos- «y tarde o temprano pedirán cuentas de lo que se ha hecho en su nombre». Y no sólo deberán pedir cuentas: al recibirlas deberán dictar sentencia, incluso, de ser necesario, para hacer «tronar el escarmiento» (aunque
la expresión originaria estaba pensado para otra cuestión).

Hablar en nombre de pueblo es una irresponsabilidad muy grande, en la cual no he de caer, Quiero, sí, aportar a un debate que estimo necesario, imprescindible y urgente -.¿qué democracia queremos?-, para que la voz del pueblo no sea la de Dios, ni la del Mercado, ni de líderes, ni de vanguardias o partidos algunos, sino la del propio pueblo. Es posible que a (muchos, pocos, todos) las lectoras y lectores de este artículo las proposiciones que postulo les
parezcan utópicas. Tal vez. Pero, en mi caso, tampoco quiero renunciar a la utopía, pero sí recuperarla. Entre otras cosas porque la utopía, como canta Joan Manuel Serrat, «no se conforma con lo posible».

Notas

1 Trabajo recibido el 20/06/2014. Aprobado el 21/07/2014.
2 Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires. Director de la Maestría en Estudios Sociales Latinoamericanos, en la misma Facultad. Contacto: waldoansaldi@gmail.com
3 Los documentos principales fueron publicados en Crítica & Utopía. Latinoamericana de Ciencias Sociales, nros. 1 (septiembre de 1979) y 2 (abril de 1980). En números posteriores, la revista incluyó numerosos artículos sobre el tema. Conviene retener un dato adicional: la Conferencia de San José concluyó con una declaración de apoyo a la lucha del Frente Sandinista de Liberación Nacional, que en la fronteriza Nicaragua llevaba adelante la lucha contra la
larga dinastía de la familia Somoza, a la que desalojó del poder en julio de 1979, nueve meses después.
4 Cuando estaba concluyendo la redacción de este artículo recibí una convocatoria, enviada por la revista Cantareira, del Departamento de História da Universidade Federal Fluminense (Brasil), para enviar artículos que, de ser seleccionados, integrarán el dossier «Os legados das ditaduras civis-militares: aproximações entre Brasil e outros países da América Latina», que será parte de un próximo número de la revista. Mala señal es cuando el error conceptual se generaliza incluso entre científicos sociales.
5 Adicionalmente, recuérdese la proposición de Marcelo Cavarozzi sobre la matriz estadocéntrica.
6 Una aproximación colectiva puede verse en Ansaldi (2007).
7 Sobre la violencia política en América Latina durante la segunda mitad del siglo XX, véase
8 Puede verse una apretada síntesis de la historización del concepto en Colliva (1994). Me ocupo de él en un libro en escritura sobre la dominación oligárquica.

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