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Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación. Ensayos

versão On-line ISSN 1853-3523

Cuad. Cent. Estud. Diseñ. Comun., Ensayos  no.79 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ago. 2020

http://dx.doi.org/10.18682/cdc.vi79.3685 

Artículos

Visualidades en tránsito: el cine de David Lynch

Eduardo A Russo* 

* Investigador, teórico y crítico de cine y artes audiovisuales. Dirige el Doctorado en Artes de la Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Es profesor de la Universidad de Palermo desde 1992.

Resumen

El así denominado “giro visual” y los estudios sobre cine han mantenido una fructífera relación a lo largo de las últimas dos décadas, no sólo respecto de sus influencias cruzadas, sino también reconfigurando el campo de lo que hoy entendemos como cine en relación con la cultura visual. Una obra artística fronteriza como la de David Lynch, que articula su producción a través de la plástica, la fotografía, el cine y los nuevos medios, en este artíclo es examinada a partir de la confluencia interdisciplinaria entre Visual Studies y Film Studies. El abordaje intenta no sólo dilucidar distintos aspectos de la producción de este artista, sino contribuir al replanteo de ciertas cuestiones fundamentales que hacen al lugar y construcción de lo visual en el cine, y a los estados y procesos que hacen a la imagen artística contemporánea, expandida por medios y técnicas en transformación.

Palabras clave: Cine; Giro Visual; Estudios Visuales; Pintura; Fotografía.

Abstract

The called “visual turn” and the film studies have maintained a fruitful relation-ship over the last two decades, not only with regard to their cross influences, but also in the reconfiguration of the field of what today we understand as the film in relation to the visual culture. A border art work like David Lynch, which articulates its production through the plastic, photography, film and new media, is examined in this article from the interdisciplinary convergence between visual Studies and film Studies. The approach at-tempts to not only elucidate various aspects of the production of this artist, it contributes also to the reconsideration of certain fundamental issues of the visual in the film, the processes that make the artistic image contemporary, expanded by media and transformation techniques.

Keywords: Film; Visual turn; Visual Studies; Photography; Painting.

Resumo

Os chamados “turnos visuais” e estudos de cinema mantiveram um relacionamento frutífero ao longo das últimas duas décadas, não apenas no que diz respeito às suas influências cross-media, mas também reconfigurando o campo do que entendemos hoje como cinema em relação com a cultura visual. Um trabalho artístico de fronteira como o de David Lynch, que articula sua produção através de artes plásticas, fotografia, cinema e novas mídias, em este artigo é examinado a partir da confluência interdisciplinar entre estudos visuais e estudos de cinema. A abordagem tenta não apenas elucidar diferentes aspectos da produção de este artista, mas para contribuir para o repensar de certas questões fundamentais que fazem o lugar e construção do visual no cinema, e os estados e processos que fazem a imagem arte contemporânea, ampliada por meios e técnicas em transformação.

Palavras chave: Cinema; Visual Giro; Estudos Visuais; Pintura; Fotografia.

“Los films de David Lynch son más bien pinturas cinematográficas antes que construcciones narrativas, lienzos vibrantes con los trazos de estados de ánimo y atmósferas de un action painter, con gruesas salpicaduras de emergente dolor, deseo, amor y temor”. (Olson, 2008, p. 188)

Giro visual y Film Studies: reconfiguración de campos

Durante los años noventa, la relevancia de la articulación entre el ascendente campo producto del giro visual agrupado bajo la conveniente pluralidad de los así denominados estudios visuales, y la entonces ya consolidada área de los Film Studies quedaba ya en evidencia. En el célebre cuestionario sobre cultura visual elaborado en 1996 por la revista October en su número 77, formulado a varios referentes en este terreno, no solamente se advertía la presencia de notorias firmas provenientes de los estudios cinematográficos, sino que el cine y lo audiovisual asomaba una y otra vez en las respuestas. Entre los consultados, estudiosos con una obra ya reconocida para entonces en los Film Studies como Tom Gunning, Tom Conley o D. N. Rodowick, se interrogaban sobre el territorio que entonces se intentaba cartografiar, entrecruzando perspectivas con historiadores de la visión como Jonathan Crary o historiadores del arte como Svetlana Alpers, Thomas Crow o Keith Moxey (AA.VV., 2003, pp. 83-126). Cabe resaltar, de todas maneras, que la producción de esos investigadores inscriptos en los Film Studies, como la de muchos otros, para ese momento ya se mostraba especialmente abierta a intersectar cuestiones que hacían a la tradición de los estudios sobre cine con ciertas indagaciones que expandían, redefinían e hibridaban su objeto de estudio mediante una perspectiva comparatista o que percibía las multiplicidades e interrelaciones de esta constelación. Para ellos, no se trataba ya de pensar el cine en términos de la presunta especificidad de un medio o lenguaje, sino que embarcados en el estudio del cine de los primeros tiempos (Gunning), del cine en su relación con lo electrónico y digital (Rodowick) o en las relaciones entre cine, escritura y visualidad (Conley), inscribían el mundo de lo cinematográfico en coordenadas más amplias, y permitían delinear un entramado mucho más complejo que aquel tradicional-mente enfocado por perspectivas autonomistas.

Para la misma época en que el cuestionario de October trazaba un cuadro de situación de los estudios visuales y ciertas perspectivas que abrían el horizonte de una activa interdisciplinariedad esbozada entre los Film Studies y los Visual Studies, en la teoría e historia cinematográfica ya podía identificarse claramente una aproximación comparativa que vinculaba, en tanto órdenes con una identidad definida, al cine con la pintura. Acaso la más destacada exponente de esta tendencia fue en ese entonces Angela Dalle Vacche, que con sus estudios sobre la influencia de la pintura en el cine, y una aproximación fundada en términos de representación, formuló algunos análisis de indudable precisión, aunque fundados en el cotejo entre dos sistemas paralelos que, en todo caso, mantenían vinculaciones productivas. En Cinema and Painting: How Art is Used in Film (Dalle Vacche, 1996), la perspectiva de la historiadora del arte se imponía como predominante en su mirada al cine, mientras que en la compilación The Visual Turn: Classical Film Theory and Art History (Dalle Vacche, 2002), los distintos artículos que componían el libro presentaban un conjunto donde la multidisciplinariedad (teóricos del cine e historiadores del arte) parecía primar sobre una matriz verdaderamente interdisciplinaria. A pesar de su título principal, The Visual Turn, a tono con el ascenso académico del giro visual, el texto daba cuenta más bien de la segunda parte de su título: Classical Film Theory and Art History. Relacionaba así algunos escritos claves de la teoría del cine en su período formativo junto a algunos exponentes contemporáneos, por una parte, y ciertos ensayos fundamentales de la historia del arte en el siglo XX.

Más allá de las cuestiones que hacen a la intersección, la retroalimentación y la productividad mutua de campos académicos, una de las contribuciones del llamado giro visual, si así decidimos mentar la denominación consagrada, generalmente adjudicada en su presentación e incorporación al ámbito intelectual por W. J. T. Mitchell, ha sido la de trascender modalidades de estudio centradas en la noción de texto, como proponía el formidable impulso del giro lingüístico que había predominado en las tres décadas anteriores. Se trataba, entonces, no tanto de buscar afanosamente el texto en las imágenes, o de entender las imágenes en tanto texto, sino de reparar las implicaciones de su materialidad, su visualidad; indagar sus efectos de sentido, pero también el impacto de su presencia, sus determinaciones tecnoculturales y su efecto sobre los sujetos y la cultura. El impulso del pictorial turn detectado por Mitchell también acusaba recibo no solamente de una reconfiguración del campo de lo visual y un cuestionamiento a toda una serie de presupuestos básicos de la Historia del Arte, sino de cierto retorno a marcos teóricos que desbordaban los presupuestos de cientificidad y metodología general que eran una de las fortalezas habituales esgrimidas por el giro lingüístico. De ese modo, la hegemonía de la semiótica del cine y las metodologías derivadas, por ejemplo, de la práctica sistemática de un análisis fílmico cuyas reglas parecían dispuestas a asentarse sólidamente en el terreno de la investigación académica, comenzaron a verse afectados, en el campo de las teorías y la crítica del cine y del audiovisual, por otra inflexión, la del llamado giro filosófico. Sin inscribirse dentro del terreno del giro visual, autores como Gilles Deleuze, Alain Badiou o Jacques Rancière, entre otros, presentaron ejes de trabajo conceptual en relación al cine que permitieron no solamente trascender el foco en las representaciones visuales entendidas como textos codificados en los terrenos del cine o la pintura, y sus mutuas determinaciones, sino que interrogaron en sus fundamentos mismos a la imagen y la visión. Las viejas preguntas sobre qué es una imagen, o qué significa ver como un hecho culturalmente construido, volvieron a plantearse. Ante todo, el sentido del giro visual fundó su poder en traer al primer plano la pregunta por el enigma de la visión, y la oscura trama que existe en ese conjunto de experiencias sensibles e inteligibles que designamos con el nombre general de imagen: “Lo que se juega en el pictorial turn es fundamentalmente una ‘recualificación -positiva o negativa- de las imágenes, una reafirmación de su consistencia propia’ (Rancière, 2016, p. 78). Pero había otro elemento crucial en el giro visual, que involucraba de manera central a lo cinematográfico, tanto como a la fotografía, de tradición más extensa: su condición de ser ámbitos de la visualidad posibilitados por las imágenes técnicas, esas imágenes que no podían existir sin la existencia de aparatos cuya misma operación signaba su producción, imponiéndose definitivamente a la tradicional destreza manual o el trabajo artesanal con herramientas simples. Así pudo remarcarlo Jacques Rancière:

De manera que el pictorial turn no es tanto un giro visual (imagier) del pensamiento contemporáneo como un retorno dialéctico de la máquina que transforma las imágenes y la vida en lenguaje codificado. La máquina que quiere producir vida artificialmente produce, de hecho, una nueva especie de imágenes que define una potencia nueva de la vida, de una vida que no se deja separar de sus imágenes y de sus monstruos, de sus enfermedades y de sus mitologías (Rancière, 2016, p. 82).

Preguntarse por la imagen, quedó expuesto claramente, implicaba extender a la imagen la pregunta por la técnica. En ese mismo sentido procedía, durante los mismos años, el ascenso de la Bildwissenschaft, la “ciencia de la imagen” postulada por Gottfried Boehm, altamente influyente en los estudios visuales, la historia contemporánea del arte y la filosofía de la imagen, aunque de menor impacto en los Film Studies fuera del ámbito de su lengua. Aunque no nos extenderemos en esta contribución que contemporáneamente al giro visual de Mitchell propuso su Ikonische Wende, su giro icónico, solamente nos cabe señalar que el diálogo entre ambas corrientes involucra, de modo protagónico, la interrogación por las imágenes técnicas.

La admisión de algunos problemas abordados por los estudios visuales en el campo de la teoría, la historiografía y la crítica cinematográfica académica llevó en las últimas dos décadas a plantear nuevas cuestiones sobre la imagen, lo visual y la visión como actividad complejamente determinada en términos materiales y culturales. En un proceso en el que intervinieron el giro visual, el giro filosófico y los aportes de la nueva historiografía de lo audiovisual, entre otras áreas en consolidación, el resultado fue para los aún llamados Film Studies la ampliación de algunas problemáticas que hacen a la técnica, al medio y al cuerpo (de las imágenes, del espectador). Para examinar algunas perspectivas de su alcance en torno a un caso particularmente sugestivo, proponemos enfocar la producción de un artista particular que consiste en un formidable test case para un marco teórico consolidado. En lugar de la aplicación de saberes preliminares, David Lynch, el artista en cuestión, obliga a replantear y cuestionar los presuntos saberes, y conduce a formular nuevos modos de acercamiento, acordes a la extrañeza de su objeto.

El test de Lynch

Desde sus mismos inicios de su trayectoria, ha sido remarcable la forma en que la producción artística de David Lynch se ha empeñado en atravesar fronteras entre prácticas y disciplinas artísticas, desconcertando a los especialistas. Iniciado en artes plásticas en la Escuela de Arte de Filadelfia, sus producciones en forma de dibujos, pintura y escultura, o circulando entre fronteras desafiadas entre distintos medios expresivos, pronto dieron paso a la experimentación en medios audiovisuales, conjugando además la fotografía, los medios electrónicos y los new media. Hasta el presente, la enorme masa de su producción también ha incorporado elementos que se extienden a la música popular y el arte sonoro. Por otra parte, ha desbordado también el terreno del mundo artístico, ingresando en la publicidad y el diseño, además de participar en el más sofisticado sector de la pop culture con experiencias como la serie televisiva Twin Peaks (1990-91). No resulta exagerado considerar a David Lynch, y por extensión a lo lyncheano, ese extraño mundo relacionado con su obra, como presencias inmediatamente reconocibles en la cultura visual contemporánea. Acercarse a la obra de Lynch sumando a la teoría y crítica cinematográfica los recursos aportados por el giro visual no implica de ningún modo abandonar la productividad que ha demostrado, a lo largo de su prolongada trayectoria, el análisis textual respecto de sus producciones. Más bien esta propuesta, como bien indicaba Jacques Rancière en su apreciación sobre el pictorial turn, consiste en redirigir la atención hacia el espesor y la consistencia de unas imágenes que se resisten a ser atrapadas por completo en las redes de la textualidad, que son reacias a decantarse sólo en operaciones productoras de sentido, y que insisten en una eficacia tan oscura como contundente, en las mismas fronteras de la visualidad contemporánea.

No es nuestro objetivo en este artículo el de elaborar una exhaustiva exégesis lyncheana, sino delinear algunos apuntes relacionados con el giro visual, centrados en las imágenes de sus obras. A veces apuntaremos a imágenes aisladas, otras veces, aludiremos a conglomerados o conjuntos acotados de imágenes. Por cierto, se tratatá de imágenes de procedencia cinematográfica, televisiva, fotográfica, plástica y digital, en cuanto a su condición técnica. La atención extendida a lo largo de este territorio que exige transiciones y tránsitos permanentes procuran una aproximación intermedial a su producción, en la convicción de que se trata de un enfoque mucho más esclarecedor que su consideración en tanto pintor o escultor, fotógrafo o cineasta, entre otras definiciones.

En el marco de los horizontes abiertos por el pictorial turn, será de utilidad para acercarnos a la producción de David Lynch el tomar en cuenta las conocidas contratesis que W. J. T. Mitchell elaboró como respuesta a ciertos mitos circulantes sobre lo visual, explicitadas en su artículo “Mostrando el ver. Una crítica de la cultura visual”. Reparemos ante todo en la segunda afirmación:

2. La cultura visual conlleva una meditación sobre la ceguera, lo invisible, lo oculto, lo imposible de ver y lo desapercibido. De igual modo, reflexiona sobre la sordera y el lenguaje gestual, a la vez que reclama la atención hacia lo táctil, lo sonoro, lo háptico y el fenómeno de la sinestesia (Mitchell, 2003, p. 26).

En otras palabras, lo que aquí se resalta es que en el giro visual está ausente la pretensión de un “todo es visual”, de un horizonte de visualidad total. Por lo contrario, interrogar a lo visual es plantearse su territorio pero también someter a escrutinio sus limitaciones y explorar un más allá de lo visible. No solamente esto implica, dentro del territorio de lo visual, expandir las cuestiones en juego más allá de la representación, por ejemplo, para enfrentar el problema de lo irrepresentable. Sino que la empresa consiste en indagar las zonas oscuras que envuelven a la cultura visual. Por otra parte, esta contratesis indica que como no existen los medios visuales como algo puramente dado, lo visual involucra desde su misma construcción las percepciones y el procesamiento de lo elaborado por otros sentidos. Por si esto no bastase, también hace a las maneras en que esos sentidos se contaminan y desafían sus presuntas especificidades a partir de experiencias como la sinestesia. Como señala Gregg Olson en la definición que oficia como exordio de nuestro artículo, no sería inapropiado referir a buena parte de las producciones de David Lynch para la pantalla como pinturas cinematográficas. La apreciación coincide, por otra parte, con la aproximación seguida por Allister MacTaggart en su estudio integral sobre la obra lyncheana como film paintings, que a su juicio pone a prueba la misma consistencia de la teoría cinematográfica que se ve expuesta a sus límites ante la rareza y la heterrogeneidad de este objeto. Armado con conceptos de teoría del cine tanto como con los aportes de referentes de los estudios visuales como Mieke Bal o T. J. Clark, MacTaggart inicia su recorrido por un universo cuya construcción en capas diferentes lo asimila tanto a la citada pintura cinematográfica como a un palimpsesto (MacTaggart, 2010).

Frente a tanta incursión académica o cinéfila en la producción de Lynch a partir de versiones más o menos actualizadas de un auteurisme, o a su consideración en tanto cineasta, pintor, escultor, fotógrafo y unos cuantos etcétera, la aproximación de aportes como los de MacTaggart u Olson lleva a reparar en la hibridación constitutiva de cada una de sus piezas. Esto nos lleva a recordar otra de las contratesis de W.J.T. Mitchell, que aludía a esa conformación impura de cualquier medio expresivo que los estudios visuales deberían tener en cuenta, en un sentido antitético a cualquier búsqueda de un destilado visual más o menos esencial:

4. No existen los medios visuales, en el sentido en que todos los medios son mixtos, con varias ratios de tipos sígnicos y sensoriales. (Mitchell, 2003, p. 26)

El palimpsesto al que MacTaggart hace referencia no solamente posee sus capas de trazos distintos bajo una misma superficie, sino que ellos están compuestos con materiales y procedencias diversas. Así como desde las primeras pinturas de Lynch se convocaban valores táctiles y pronto experimentó con piezas mixtas, entre la pintura, la escultura y la imagen proyectada, como el mismo artista describe, revisando su obra temprana, en el documental de compilación de sus trabajos The Short Films of David Lynch (2002), en sus películas y producciones televisivas asoma su trabajo plástico y hasta de diseñador, como ocurre con el mobiliario de la mansión de Fred Madison de Lost Highway (1997).

Por último, la quinta contratesis propuesta por Mitchell resulta de especial interés para nuestra intelección de la producción de Lynch. En ella el teórico desarrolla incipientemente una idea que más tarde sería el punto de partida para su conceptualización de las imágenes como organizaciones a las que el sujeto adjudica una actividad particular, animada incluso por un presunto deseo:

5. La imagen incorpórea y el artefacto corporeizado constituyen elementos constantes en la dialéctica de la cultura visual. Las imágenes actúan dialécticamente con respecto a sus diferentes concreciones representativas (pintura, fotografía, cine), mientras que la obra de arte lo hace en la manera en que, en la biología, se relaciona una especie con los especímenes (Mitchell, 2003, p. 26).

La relación que Mitchell postula en este breve texto como dialéctica, y cotejando su acción con la de especímenes y especies, llevándolas hacia un sorprendente ámbito biológico, luego sería desarrollada en torno a las tesis centrales de su sugestivo volumen What Do Pictures Want? (Mitchell, 2006).

No sólo hay en la producción lyncheana una consustancial dimensión intermedial desde sus mismos inicios, y sus obras comportan una compleja mezcla en sus propios cimientos, que atraviesa desde la estructura hasta las texturas, sino que también las imágenes de Lynch parecen especialmente inclinadas a operar como agentes y no meros objetos pasivos. Ellas se dedican a hacer algo, y ese algo se lo producen a los espectadores de un modo particularmente perturbador. Aunque no queden nada claros sus procesos productores de sentido ni el resultado final de su lectura, funcionan como Sigmund Freud resaltaba en cuanto al trabajo del sueño: operan transformando. Es en ese sentido en que Mitchell plantea su ya muy debatida pregunta, circulante desde el momento de la publicación de su libro hasta la actualidad, en numerosos debates académicos. No se trata bajo ningún concepto de personalizar a las imágenes en un sentido animista, sino de reconocer hasta qué punto estamos vinculados y dependemos de ellas, llegamos a atribuirles una dinámica propia y permitirles una oscura eficacia de la que no somos partícipes activos sino más bien los afectados. Muy a menudo el sujeto frente a las imágenes reacciona dramáticamente, aunque no sepa qué es lo que lo ha golpeado, y eso es lo que ocurre en algunas de las experiencias más perturbadoras que suscitan las imágenes de David Lynch. Acaso en la aproximación a su producción la mejor estrategia sea la de concentrarse en objetos parciales, recortando esos espacios o momentos al modo en que proponía otro estudioso de la cultura visual, Victor Burgin.

De acuerdo al procedimiento planteado por Burgin en The Remembered Film, es posible indagar el impacto en el sujeto de una obra cinematográfica a partir del poder evidenciado en algunas escenas aisladas, de esas que perseveran en la memoria desgajadas de una causalidad narrativa plena, casi como hechos plenos y portadores de un efecto de retorno que no cede en la memoria del espectador. Más aún, la insistencia con la que perduran parece estar relacionada con el poder de retorno propio de lo reprimido. El ensayista propone denominar a esos bloques compactos y persistentes compuestos por imagen y sonido como imágenes-secuencia (sequence-image). A diferencia de una convencional secuencia de imágenes en el cine, organizada linealmente como unidad narrativa, esta formación imaginaria no dispone sucesividades, sino que persevera como un arreglo donde las simultaneidades predominan sobre las sucesiones, donde las relaciones oscuras entre sus componentes evocan analogías y correspondencias más allá de las relaciones de causa y efecto (Burgin, 2002, pp. 14-22).

Además de ser particularmente reveladoras a través de sus bloques de imágenes-secuencia, es necesario considerar a las piezas lyncheanas como un entramado heteróclito. En cierto sentido, más allá de los medios expresivos seleccionados para cada caso, su estructura es deliberadamente compuesta por medios mixtos. Bien puede encontrarse un precedente ilustre para su caso, que compartió también el ánimo visionario y cierto aire de artista único en su categoría: el de William Blake con sus obras inclasificables, instaladas entre la poesía, la pintura y las artes gráficas. Como destaca con perspicacia Jacques Rancière, las obras de William Blake eran extrañas criaturas anfibias, “trenzados ejemplares de palabras y de formas visibles” (Rancière, 2016, p. 79). Las de Lynch manifiestan similar condición, lo que les asegura un tránsito particularmente fluido a través de medios, soportes y plataformas. Si de lo que se trata en David Lynch es de pinturas cinematográficas, y que, como hemos visto con W. T. J. Mitchell, no todo en lo visual es visible, sea por sinestesias o por encontrar en la ceguera un límite a interrogar, acudamos a dos conocidas afirmaciones lyncheanas, que evocan su tránsito de la pintura al cine y el diálogo entre los dos ámbitos. La primera declaración pertenece al influyente volumen que Michel Chion le dedicase hace un par de décadas: “Lo que me faltaba cuando miraba los cuadros era el sonido; esperaba que saliera un sonido, quizá el del viento. También quería que desaparecieran los bordes, quería entrar en el interior. Era espacial…” (Chion, 2001, p. 34).

Dos movimientos en el interior de su fase inicial como artista plástico incitan a la mixtura de medios, hacia una ampliación a partir de lo visible que se postula intermedial, aunque en la memoria de los espectadores suela ser evocada como poderosamente visual, en el mismo sentido en que un sujeto dice que “ve una película” aunque la misma situación sensoperceptiva es más compleja. Por un lado, la imagen convoca al sonido ausente. Entre otros logros, una buena parte del libro de Chion está orientada a la indagación de Lynch como decisivo artista sonoro. No nos extenderemos en este punto, también trabajado abundantemente en otras aproximaciones investigativas a su obra; tan sólo consignaremos que el sonido y la música forman parte central y crucial de sus piezas audiovisuales. Por otro lado, el espacio pictórico solicita el desvanecimiento del marco para absorber al espectador. En numerosas oportunidades, Lynch ha enfatizado que el tránsito de la pintura hacia la cinematografía obedeció principalmente a deseo de habitar sus obras plásticas, de poder entrar en ellas. Pero reparemos en otro comentario autobiográfico formulado a Chris Rodley, al evocar un momento epifánico de sus tiempos de estudiante en la Escuela de Arte de Filadelfia:

Al mirar lo que había hecho, oí un ruido. Como un soplo de viento. Y llegó todo de golpe. Imaginé un mundo en el que la pintura estaría en movimiento perpetuo. Estaba muy excitado y empecé a hacer películas de animación que eran ni más ni menos que cuadros en movimiento (Rodley, 2005, p. 37).

Todo un programa radicaba en ese gesto. Por otra parte, la pintura en movimiento que estaba buscando Lynch poseería una cualidad cuyo orden no pertenece a la mecánica de lo móvil en cuerpos sólidos, sino a un tipo de fluido particular, con una materialidad y hasta una dimensión mitopoiética propia. De acuerdo a una perspectiva más tradicional de las interrelaciones entre cine y pintura pueden establecerse importantes desarrollos, por ejemplo, explorando la conexión evidente entre Lynch y la plástica de un Francis Bacon (que el propio cineasta ha reconocido en numerosas entrevistas). Así lo hace de manera productiva Susan Felleman, indagando las determinaciones baconianas en las imágenes de Lynch (Dalle Vacche, 2012, pp. 310-318). Pero creemos que el espectro de estas influencias, de acuerdo a otra lección aprendida por la expansión del foco de atención propuesto por el giro visual desde la circunscripción de las imágenes artísticas hacia las provenientes de otros ámbitos, debe ampliarse hacia otros referentes que exceden el campo artístico y que pertenecen a un imaginario tecnocientífico, aunque refractado de modo deformante.

La imagen como fluido eléctrico

En un agudo ensayo sobre David Lynch, encarado desde la confluencia de la antropología visual y los estudios visuales, Marina G. de Angelis ha propuesto recientemente reparar en lo que, siguiendo a Linda Dalrymple Henderson con su propuesta de un vibratory modernism que atravesó una sección de la vanguardia histórica, denomina como un vibratory cinema (G. de Angelis, 2017). Este cine vibratorio es particularmente eléctrico, pero no en el sentido de la ciencia actual, donde la electricidad es una fuerza omnipresente en lo cotidiano y desprovista de un misterioso imaginario, sino que se remonta a los orígenes románticos de una electricidad que parecía contestar al orden natural en tanto energía invisible, polimorfa, maravillosa y eventualmente letal. Una electricidad llena de vida y de muerte.

Además de las correlaciones que examina G. de Angelis entre David Lynch y los vanguardistas de la vibración lumínica y el frenesí eléctrico como Man Ray, Laszlo Moholy-Nagy o Marcel Duchamp, resulta productivo trasladarse un poco más hacia atrás, para recalar en los promedios del siglo XIX. Si examinamos ese contexto cultural, nos percataremos bien pronto que en cierto sentido Lynch en un artista que extrae sus recursos de la llamada “síntesis de Maxwell”. No es momento aquí para extendernos en un breve repaso de un momento clave de la historia de la ciencia moderna, sólo recordaremos que James Clerk Maxwell fue el científico que pudo integrar, en una teoría unificada, a la electricidad, el magnetismo y la luz. No hace falta resaltar cómo en las pantallas que muestran imágenes lyncheanas, los fogonazos seguidos de súbita oscuridad, los chisporroteos eléctricos, las misteriosas conexiones entre sujetos, objetos y espacios poseen una matriz eléctrica cuya intensidad roza lo alucinatorio. Ya en la misma producción plástica o fotográfica del artista, las imágenes son plasmadas en materias expuestas, en estado de crisis, degradación o disolución. Y en sus obras audiovisuales esto se convierte en fenómeno ondulatorio, cuya inestabilidad es constitutiva.

Es a través de la modulación de unas imágenes que se convierten en fenómenos donde toda forma es una conquista provisoria, que Lynch, estableciendo sus tránsitos y pasajes, se dedica en sus ficciones a pensar el medio como un sistema inestable: estas modulaciones implican, en el tránsito de las imágenes de un estado a otro, de un artefacto -real o imaginario- a otro, pensar el cine, pensar la televisión, el video y la imagen digital. En ese sentido es particularmente significativo el lugar que en la imagen lyncheana ocupa lo electrónico. Es un lugar equívoco, en cierto modo retro, que relaciona elementos de la cultura popular del siglo XX en un entorno digital del siglo XXI. La iconografía técnica que predomina en sus producciones de las últimas dos décadas, a partir de Lost Highway, y que llega a lo paroxístico en Twin Peaks: The Return, presenta una mexcla de contemporaneidad con elementos de contornos cuasi decimonónicos, o que a lo sumo remiten a un entorno técnico de la Segunda Guerra Mundial o la posguerra. La inspiración visual en torno a aparatos pioneros de la cultura eléctrica de consumo masivo (radiorreceptores, televisores, electrodomésticos, etcétera) se liga con la apología de la electricidad al modo romántico, pre-científico. Por otro lado, cabe destacar que en Lynch el contacto con lo digital ha ingresado, en lo que su producción audiovisual respecta, más por el costado del registro, por las tecnologías de las cámaras, estallando en Inland Empire (2006), que por la imagen de síntesis, generada por computadoras.

Un estado fluido de las imágenes provoca que en Lynch la electricidad se aloje en los planos: como estática o estableciendo corrientes eléctricas, los planos son dispuestos en tanto superficies que se superponen, se intersectan, se queman o provocan un choque al menor contacto, tanto a sus personajes como a los espectadores. La óptica propia de Lynch no es aquella de las lentes de la modernidad (una óptica pasiva, dispuesta a partir de la trayectoria de la luz a través de cristales de microscopios o telescopios), de ahí su desdén por las perspectivas y la integración orgánica de las composiciones en pantalla. Por lo contrario, la suya es la óptica activa del análisis electrónico de la imagen, de la composición inestable y la descomposición ante la súbita falla, o la desaparición siempre al acecho cuando se interrumpe el circuito. Desde la serie original Twin Peaks en adelante, vale la pena recordar, una experiencia vista originalmente a través de las viejas pantallas electrónicas de tubos catódicos, la inestabilidad de la imagen y sus estados en colisión dentro del mismo plano ocupan un lugar creciente en las escenas lyncheanas. Más que con planos o imágenes estables, David Lynch trabaja con campos (en sentido maxwelliano). Toda apelación a corrientes o fluidos en su cine lleva a consolidar campos en tensión, haciendo que el fluido eléctrico se despliegue en el plano y también entre los planos. Así es que conforma campos de energía visible y audible. Cada plano rompe su consistencia imaginaria, sus coordenadas espaciales, especialmente las delimitaciones entre dos dimensiones y tres dimensiones. Las reales dos dimensiones del lienzo o el display de la pantalla, y la ventana imaginariamente tridimensional que parece abrirse a un espacio con profundidad para, a cada momento, revelar su condición ilusoria y golpear con su platitud.

En el choque entre luz y oscuridad en las piezas de Lynch, pertenezcan o jueguen en el medio que sea, o lo desafíen, se abre un combate audiovisual ubicado más acá de la imagen. No sólo pone en juego la siempre inminente pérdida de la forma por medio de la desfiguración (anamórfica o pluriforme) sino por la misma escasez de luminosidad, partiendo hacia el fuera de campo por medio de la invasión de la oscuridad. Si en algún momento parece tomar elementos de la iconografía y el imaginario de la ciencia ficción (como lo hace también con el noir o la soap opera) sólo serán tomados para desnaturalizarlos, arrancarlos del marco genérico. Son, ante todo, imágenes. Pero el problema central consiste en saber, o no mejor aún, no poder saber, de qué cosa son imágenes. No pertenecientes a la codificación visual de un género, sino despegadas de esos géneros para ingresar en una zona equívoca, reconocida con el conveniente apelativo de lyncheana.

Un cine que pasa por los intersticios de la cultura visual

No se trata solamente aquí de un desborde de los límites de la pantalla, como los que movieron al joven Lynch hacia la experimentación con la imagen proyectada y en movimiento sobre sus esculturas y pinturas, sino que lo que está en juego es el propio movimiento del medio en el cual ha dispuesto la producción audiovisual por la que es principalmente reconocido: el cine. Cabe resaltar que se trata de un cine cuyos contornos desafían las categorías habituales.

Los tránsitos afines a la producción lyncheana para la pantalla implican un cuestionamiento rotundo a las definiciones de lo cinematográfico en términos de su recepción convencional en espacios asignados, a saber, la clásica sala cinematográfica y el confinamiento a su consumo en los espacios domésticos por medio de las pantallas electrónicas. El intervalo que fue desde la serie original Twin Peaks, emitida durante los años 1990-91 Y la reciente Twin Peaks. The Return (2017) equivale a la distancia que media entre el intento por instalar un universo con aspiraciones cinematográficas dentro de las limitaciones del flujo y el negocio televisivo de fines de siglo pasado, y la búsqueda de supervivencia de un cine de autor en el escenario postmedia abierto por las plataformas digitales, en un entorno crecientemente post-televisivo. Las pantallas hogareñas, con sus aspiraciones cinematográficas cada vez más refinadas en términos de prestaciones audiovisuales, y la convivencia con todo tipo de dispositivos móviles, impuesto como experiencia proliferativa más allá de la rara eventualidad de un visionado colectivo, el último Lynch circuló ajeno a las salas a la manera tradicional. Por otra parte, es necesario remarca un punto ante quienes insisten en considerar a Twin Peaks, The Return como un fenómeno inserto en el auge devorador de las series televisivas, que en términos de discurso y de tratamiento audiovisual amenaza engullir a la puesta en escena cinematográfica a partir de una primacía del guión y una indefinida prolongación narrativa que, por lo general, va empalideciendo a través de sucesivas temporadas. El caso de Twin Peaks: The Return presenta la totalidad de sus casi 18 horas de cine dirigidas por el mismo Lynch, cuando en la serie de los años noventa, sólo seis capítulos estaban bajo su autoría. Y puesto a percibir lo que se presenta dado a ver y oír, desafía la mayoría de las codificaciones actuales de cómo opera una serie televisiva ante su espectador, subvirtiendo sus acuerdos básicos. Si de algo se trata este extraño experimento que es el de Twin Peaks: The Return, es de ser un objeto cinematográfico desplazado, filtrado en múltiples pantallas y de potencia insólita, enmascarado como serie televisiva. Algo así como la serie para acabar con todas las series.

En referencia a los tránsitos del cine contemporáneo entre los espacios comerciales tradicionales y el museo, la producción de David Lynch también parece proliferar en una zona intermedia, que no encaja exactamente en la expansión del cine hacia los espacios museales que en las últimas décadas viven numerosos cineastas actuales. Más bien parece procurar zonas intersticiales como la abierta exitosamente con Twin Peaks, el regreso, o anteriormente osciló entre las pantallas electrónicas en estado de proyecto, y culminó con estrenos en sala en cuanto al resultado final, como ocurrió con Mullholland Drive o Inland Empire, concebidas inicialmente como miniseries y finalmente plasmadas como largometrajes. Algo resiste en las obras lyncheanas incluso a la catalogación y exhibición curada de las cinematecas. Señalaba Rancière: “La relación entre cine y museo hoy es también una relación de etiquetado cultural de las películas” (...). La filmoteca me parece menos importante para el futuro del cine como arte que el espacio que el cine comercial reserva al cine de autor. Lo que hace visible al cine como arte no es tanto la filmoteca como Wong Kar-Wai o David Lynch “colgados” de salas destinadas a un público amplio. Sin duda, la filmoteca alberga obras maestras del cine, como el museo las de pintura. Pero ésta lo hace como espacio tradicional de conservación y presentación frente al espacio de los museos, que hoy es un espacio dedicado a las formas de hibridación y transformación de las artes (Rancière, 2005). No hay en su estrategia un refugio museal, aunque no lo desdeñe para nada, sino la búsqueda de nuevos espacios alterados para su producción.

En esta política de diseminación intersticial de sus imágenes, el cine de Lynch se expande en escenarios que se redefinen ante su propio contacto. El cuerpo de las imágenes adopta formas fluidas y e irrumpe no sólo en crecientemente diversas pantallas, sino que se especializa en circular entre ellas, atravesarlas, para habitar en sus espectadores. Es más que una curiosidad el caso del reciente documental My Beautiful Broken Brain (Lotje Sodderland y Sophie Robinson, 2014), que narra lo vivido por una de sus directoras a partir de un grave derrame cerebral cuyas secuelas determinaron ciertas alteraciones de su habla, visión y audición. La joven Lotje vivió el estado alterado de su percepción mediante constantes comparaciones con el imaginario lyncheano, efecto que el mismo documental se ocupa -con suerte diversa- de reproducir, para involucrar al espectador en la perspectiva de su protagonista. El caso es que ella, en cierto momento de su difícil convalecencia, conoció al mismo Lynch, que finalmente no solo apareció en el documental, sino que contribuyó a su producción. La visualidad lyncheana, considerada desde este ángulo entre la estética y la clínica, presenta aristas que llevan indefectiblemente a una de las relaciones fundamentales que las imágenes convocan: las que mantienen con nuestros propios cuerpos, y nuestra autopercepción en el mundo.

Señalaba Jacques Rancière en su comentario a ¿Qué quieren las imágenes?: “Dar a las imágenes su consistencia propia es justamente darles la consistencia de cuasicuerpos, que son más que ilusiones y menos que organismos vivos” (Rancière, 2016, p. 87). Este estado intermedio, que remite a un movimiento entre lo inmaterial y la presentificación de cuerpos cuya actividad es inconstestable, nos hace retrotraer en nuestra conclusión a algunas de las consideraciones formuladas al inicio de este artículo. El ¿Qué quieren las imágenes? formulado por Mitchell consiste también en un giro rotundo respecto de la vieja pregunta que cada día cuesta más responder: ¿qué es una imagen? En ese interrogante, lejos de acechar una delirante propuesta de personificación y atribución de deseos que habría que detenerse un momento a pensar por qué produjo tanta discusión, cuando otros autores, sin mayores recaudos, han insistido en el campo de la filosofía o la historia del arte en hacer referencia a una vida de las imágenes -hay otro movimiento en juego. El ¿qué quieren? interpela hasta la sana provocación, más incisiva si reparamos en cómo sigue el título en la edición original: vida y amores de las imágenes. En nuestro caso, correspondiendo a la estrategia de Mitchell, deberíamos precisar la pregunta con un marcador específico ¿qué quieren las imágenes de David Lynch? Destacaba el referente del pictorial turn:

Las imágenes quieren igualdad de derechos con el lenguaje, no ser reducidas a lenguaje, al ‘signo’ o al discurso. No quieren ser niveladas hacia la ‘historia de las imágenes’, ni a la ‘historia del arte’, sino ser vistas como individuos complejos ocupando múltiples identidades y sujetos (Mitchell, 2006, p. 48).

Podríamos agregar como corolario, en el caso de la producción lyncheana y apelando a las herramientas provistas por el giro visual, que estas imágenes en principio quieren moverse libremente, atravesar medios y disciplinas artísticas, transitar y transformar espacios, para finalmente tocar y afectar a sus espectadores más allá (y más acá) de acabados efectos de lectura. De manera que en ese contacto también, a su perturbadora manera, tomen lugar múltiples identidades y sujetos.

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Received: April 01, 2019; Accepted: October 01, 2019; pub: May 01, 2020

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