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CELEHIS (Mar del Plata)

versão On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.45 Mar del Plata jun. 2023

 

CONFERENCIA DE CLAUSURA

Sobre literatura y violencia: a propósito de La sombra de Orión

On Literature and Violence: About La sombra de Orión

Pablo Montoya1 

1 Universidad de Antioquía

RESUMEN

La presente conferencia lleva a cabo una travesía por los interrogantes que implicaron el proceso de escritura de la novela La sombra de Orión. Partiendo de la pregunta de cómo es posible escribir la violencia ejercida sobre un individuo o acaso presente en la historia misma, se realiza un recorrido por los dispositivos que se entraman en la ficción para dar una respuesta. Los mitos clásicos se proponen como una de las primeras posibilidades, seguidos de la construcción de cartografías que materialicen la ausencia de la desaparición forzada, fantasma que todavía ronda la historia colombiana. Se exponen las bases de una escritura que habita el intersticio entre la ficción y lo real, intrínsecamente vinculada con su contexto y preocupada por las formas en las que ello puede construirse literariamente.

PALABRAS CLAVE: mito; cartografías; desaparición forzada; violencia; literatura colombiana

ABSTRACT

The present conference carries out a journey through the interrogations that were implied in the writing process of the novel The Shadow of Orion. Starting from the question of how it is possible to write the violence exerted on an individual or even present in the story itself, a journey is made through the devices that are embedded in fiction to give an answer. Classic myths are proposed as one of the first possibilities, followed by the construction of cartographies that materialize the absence of forced disappearance, a ghost that still haunts Colombian history. The bases of a writing that inhabits the interstice between fiction and reality, intrinsically linked to its context and concerned about the ways in which it can be constructed literaryly, are exposed.

KEYWORDS: myth; cartographies; forced disappearance; violence; Colombian literature

1

Algunos de mis libros han surgido de una pregunta: ¿cómo narrar, desde el lado de la literatura, episodios violentos que han marcado el devenir histórico de un individuo o de una comunidad? Ese “cómo” se vincula con el manejo que el escritor hace de las tramas, las intrigas, las espacialidades, las temporalidades y el uso del lenguaje. Se trata, desde tiempos antiguos, de narrar (a veces como un canto celebratorio, a veces como una oración fúnebre, en otras ocasiones como lamentaciones infortunadas) masacres, pillajes, sevicias, guerras. Porque la violencia, en la literatura, está enlazada a las maneras en que alguien o algo estropea al otro por diversos motivos. ¿Cómo negar que uno de los grandes temas, quizás el más recurrente, de la historia de las civilizaciones es la violencia? Y la literatura, ciertamente, la ha confrontado con ingenio y su propósito no ha sido detenerla -hasta allí no llega su ingenuidad- pero sí conjurarla. Sabiendo, entre otras cosas, que sólo le resta la posibilidad de hacer variaciones en torno a su permanente presencia.

Cuando escribí La sombra de Orión la pregunta por la forma de narrar la violencia me asedió a todo momento. Quizás porque estaba ante una realidad, la de Medellín en las últimas décadas, que ha sido muy tratada por la literatura. El fenómeno de las diversas violencias, y en especial la del narcotráfico y sus territorios limítrofes, se ha tornado en un asunto algo manido. Como si el mafioso, el sicario, la mula, el traqueto hubieran entrado con tanto escándalo en las letras que han dejado la impresión de que, para escribir sobre la violencia contemporánea, hay que apoyarse obligatoriamente en ellos. Nos hemos dado cuenta, además, de que esa especie de fenomenología del crimen se volvió una marca colombiana. Pero también supimos que una literatura así, aprovechada por los formatos comerciales y espectaculares del cine y la televisión, apareció de entrada con las características propias del estereotipo. Por lo tanto, algunos autores y lectores han creído pertinente tomar distancia frente a estos temas. Pero ¿cómo hacerlo cuando la Medellín real ha estado, en efecto, repleta de esta clase de personajes?

Uno de los modos que he utilizado, para no caer en estas representaciones faranduleras de la violencia, ha sido acudir al mito. Apoyarme en las historias arquetípicas que han hecho avanzar a las colectividades humanas en la ilusión del tiempo y que les ha ayudado a comprender lo qué son y cómo se han comportado ante el dolor y el sufrimiento de los demás. He creído, en gran medida, que la literatura no es más que una invención y reinvención de los mitos. Y para tratar de comprender la violencia de mi época, he concluido que leer a los antiguos clarifica ante lo que usualmente es confusión. No me costó mucho, en esta perspectiva, saber que el escritor más necesario para mi inmersión en los temas que trata La sombra de Orión era Sófocles. Esto lo entendí gracias a los románticos alemanes -empezando por Hölderlin y terminando con Goethe-, que creían que “para afrontar los desafíos del mundo moderno el hombre debe guardarse las espaldas y volverse a los griegos”.

En La sombra de Orión hay dos núcleos principales. Por un lado, la operación militar, llamada con el nombre de este guerrero mítico, que se realizó en octubre de 2002 para expulsar a las milicias guerrilleras de la Comuna 13 de Medellín. Y, por el otro, la consecuencia aciaga de este operativo: La escombrera, esa fosa común ubicada en una de las montañas occidentales de la ciudad. Pues bien, en Edipo Rey encontré la frase que sirve de epígrafe a la novela. El corifeo, en boca de un viejo sacerdote, la dice al principio de la tragedia de Sófocles: “Un dios armado de fuego ha embestido la ciudad”. La Tebas de Edipo, recuérdese, está en crisis. Sobre ella ha caído la peste y la guerra. Hay un intento desesperado, por parte de la autoridad, de organizar una situación que, desde la raíz misma de la condición humana y también por efecto de los oráculos, se ve estremecida por la anomalía. En la Medellín de La sombra de Orión hay, igualmente, caos y se presenta un flagelo. Uno que tal vez no conoció el escritor griego en su forma más moderna, pero que nosotros, latinoamericanos de hoy, hemos apurado hasta la hiel: la desaparición forzada.

Sófocles no ignoró, a mi juicio, el drama que subyace en el desaparecido de nuestros días. En su Antígona aborda una coyuntura crucial: la necesidad que tiene el hombre de enterrar a sus seres queridos. La hija de Edipo, luego de la muerte de su padre en Colona, regresa a Tebas. Se entera de que sus hermanos se han matado entre sí. Uno de ellos, Eteocles, ha sido enterrado con honores. El otro, Polinice, ha sido dejado a la intemperie para que su cuerpo sea pasto de las aves de carroña. Antígona, indignada y valiente, pasa por encima la orden de Creonte, la máxima autoridad, y entierra a Polinice. El asunto de enterrar un cuerpo, como parte fundamental de curar una herida comunitaria provocada por la guerra, no es una invención de Sófocles. En realidad, todo inicia literariamente con Homero.La Ilíada, piedra angular de lo que se ha escrito en Occidente, gira en torno a la urgencia que tiene una sociedad vapuleada por la guerra de enterrar a sus muertos. Valdría la pena preguntarse ¿qué hubiera pasado con la historia que se nos cuenta, con las guisas en que se ha leído la Ilíada, si a Príamo se le hubiera negado el funeral para su hijo Héctor? No habría posibilidad alguna de que esa guerra interminable, como es la de Troya, culminara con un rasgo de esperanza. Rasgo que podría entenderse como la victoria del amor familiar sobre el odio que encarna el estamento estatal. Rasgo que consiste en efectuar una honra fúnebre para que el grupo humano sienta que su herida es sanada.

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Colombia se ha llenado de Antígonas. Mujeres que rastrean por una geografía ultrajada a sus familiares desaparecidos para enterrarlos. El sentido de esta búsqueda, a pesar del horror y la impotencia que debe enfrentar, es una de las formas de la esperanza porque se afianza en la necesidad de realizar ritos que hombres y mujeres practican desde tiempos paleolíticos. Se entierra a los próximos para cerrar con ellos el ciclo de la vida e iniciar el de la muerte. Estableciéndose de este modo un puente que comunica el aquí terrestre con el más allá cósmico. No hacerlo significaría dejar al muerto en una zona tenebrosa donde no hay nombre ni reconocimiento alguno. Con todo, Antígona personifica, además de esta obligación ritual, un acto de resistencia civil. Por este motivo, resulta conmovedor que esta mujer -D’annunzio la llama “la del alma de luz, la de los ojos violados”- haya atravesado siglos de violencia portando el fuego de la rebeldía individual ante los poderes aplastantes de la autoridad.

Es, pues, de la mano de Antígona que La sombra de Orión se hunde en los núcleos de la desaparición forzada. En la tragedia de Sófocles, como en la Ilíada, se consolida, no obstante, el ritual de la muerte. Antígona y Príamo se convierten en personajes emblemáticos de la simpatía y no del rencor. Los cuerpos de Polinice y Héctor, el hermano vilipendiado por el poder de Creonte y el hijo masacrado por Aquiles, se homenajean simbólicamente. Estos trazos de la tragedia de Sófocles y el poema de Homero, se continúan incluso en La vorágine, de José Eustasio Rivera. Novela que posee, en su meollo más conmovedor, la búsqueda de un desaparecido. Y semejante a Antígona y a Príamo, Clemente Silva encuentra los huesos de su hijo y los entierra. Pero en La sombra de Orión no se presenta esta alternativa. No se trata, por supuesto, de una aberración de autor, o del deseo desalmado de extremar las desgracias de una ciudad y un país. Es solo la constatación de que nuestros desaparecidos, en su mayoría, no son encontrados. Machuca, uno de los juglares que aparece en la novela, dice con respecto a los cuerpos de desaparecidos que hay en La escombrera: “Antígona se volvería loca en La Comuna…Tendría que remover demasiada tierra… Así utilizara picos, palas, retroexcavadoras y volquetas no encontraría nada aquí”.

La escombrera, en realidad, es una fosa común en donde pueden estar todos los desaparecidos del país, o en la que no puede haber ninguno. Es, por lo tanto, un no lugar. Una suerte de relieve espectral. Funciona, asimismo, como una metáfora siniestra de lo que se ha convertido Medellín, según muchos: una ciudad ejemplar. Es decir, una ciudad que estuvo envuelta en llamas y logró pacificarse. Un conglomerado urbano que resurgió de las cenizas, como un ave Fénix, dejando tras de sí un vestigio turbio. Ese vestigio es, a mi juicio, la desaparición forzada. Pero ¿qué es, en definitiva, La escombrera? Pedro Cadavid, personaje principal de La sombra de Orión, se formula esta pregunta en la medida en que va estableciendo su catálogo de desaparecidos. Recorre aquel botadero de escombros de construcción que es, a la vez, una serie de areneras. Y concluye que La escombrera es un sitio de degradación industrial y un paraje de donde se saca arena para construir edificios. La grave coyuntura es que allí hay una fosa común y, según algunos testimonios, podría ser la más grande de Colombia y América Latina.

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La exageración, lo fantástico, lo desmesurado son atributos difíciles de hallar en la literatura sobre la violencia que se ha escrito en Antioquia. La sujeción a la realidad de esta región es lo que sobresale desde los tiempos que van de Tomás Carrasquilla hasta Fernando Vallejo. Y sigue continuándose en las nuevas generaciones donde se destaca la narrativa de Gilmer Mesa. ¿Por qué esta atadura y esta férula? ¿Por qué en estas coordenadas no ha habido tanto lugar para los devaneos de la imaginación y las ondulaciones del delirio ficcional? Quizá porque somos una sociedad bastante conservadora, campesina y excesivamente cristiana. Y porque Medellín, a pesar de sus rascacielos, sus numerosos centros comerciales, su metro y la modernización agresiva ocasionada por el narcotráfico, es una urbe hecha de migrantes rurales cuya mentalidad, tan apegada a lo real, sigue modelando sus obras literarias.

Con La sombra de Orión intenté zafarme de estas ligaduras. Lo hice instalando en su trama una serie de cartografías del horror. Lo que motivó esta decisión fue la geografía misma de Medellín y su apuesta urbanística. La primera vez que recorrí la Comuna 13 me cimbró la perplejidad. Fue una impresión de extravío y de opresión, de vértigo y de ansia de libertad. Sentía que todo el entramado de sus callejas y escalinatas, la manera en que estaban edificadas las casas y los ranchos, y la visión que desde sus diferentes barrios se podía hacer del valle de Aburrá, era de índole fantástica. Cuando sopesaba las maneras en que debía narrar esta topografía, me llegaban imágenes de Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Muchas veces supuse que esos relieves hacinados, que iba atravesando, estaban suspendidos no sobre las laderas de una montaña andina, sino sobre un abismo de una comarca innombrable. E imaginaba que, en alguna de esas casas hechas de ladrillo y tejados de zinc, había un hombre deforme que registraba la violencia en un mapa que hacía con grafito.

Las cartografías urbanas, recuérdese, surgen en la antigüedad. Leer a Heródoto es, entre otras cosas, comprender cómo un viajero deviene historiador y, por momentos, se vuelve un poeta que nombra el pálpito de una humanidad determinada. Las cartografías visuales poseen también un origen remoto y los mapas son, como la literatura, abstracciones de una realidad jamás recuperada íntegramente. Para mejor decirlo, son representaciones simbólicas de un transcurrir ilusorio. De alguna manera, la historia de los barrios populares de Medellín ha sido estimulada por una violencia que cree avanzar pero que, en verdad, se comporta como el perro iracundo que se muerde la cola. En este desarrollo no sólo han estado los grupos armados de distinta procedencia, sino que también aparecen habitantes capaces de confrontar y resistir las formas de la vejación y el delito. Entre tales resistencias, los artistas -y esto lo considero no sólo para el caso de Medellín, sino para la historia de todas las violencias- me han llamado la atención. El cartógrafo, que yo situé en la Comuna de La sombra de Orión, para representar la muerte, surge por primera vez en un libro mío llamado Habitantes. En este conjunto de cuentos, conformado por diferentes demiurgos que, desde sus oficios, tratan de nombrar a una ciudad abigarrada e interminable, hay un hombre maltrecho que elabora un mapa de la muerte. Lo que hice en la novela fue entonces otorgarle un contexto social a este personaje y tal vez ampliarle su envergadura imaginativa.

Pero lo que resulta en cierta medida fantástico es que Ovario de Jesús, antiguo miliciano que hacía mapas rústicos para guiar a sus compañeros de guerra por los laberintos de esos barrios montañosos, termina dibujando un mapa tan grande como la Comuna. Lo hace porque es el único modo en que puede enfrentar, desde la invalidez y la precariedad, la violencia que se ha cernido sobre su vida. Asistido por una serie de muchachos que cantan rap, bailan hip hop y fuman marihuana, el cartógrafo de La sombra de Orión pinta las calles y los callejones, las casas y las tiendas, los barrancos y las quebradas, la luna y las estrellas -entre ellas, las que conforman a Orión-. Y en la medida en que va construyendo este mapa desmesurado, toma grafitos para poner cruces en donde han sido asesinadas las personas.

La demasía de ciertas actividades humanas -esto nos los muestra Borges con claridad- es admirable, pero también posee contornos de inutilidad. ¿Para qué sirve un mapa tan grande como el espacio fisurado por el crimen que representa? Su función, en tanto que mapa, es ineficaz. Porque un mapa, repito, es una pequeña abstracción de un mundo inmenso. Igualmente, es inservible el abigarrado sistema de numeración propuesto por Funes, el personaje de Borges. Pero en el lector estas faenas tremendas provocan algo semejante al asombro. En dicho sentido, el mapa que se despliega en La sombra de Orión, sucesión de pedazos desperdigados por diferentes ranchos de los barrios de la Comuna, ayuda a imaginar la dimensión de un espanto que nos hemos negado a reconocer. De ese que, para intentar ser transmitido a los otros, se trajea no solo de gigantescas aberraciones, como lo es el mapa mismo, sino de empresas humanas marcadas por la impotencia. Porque, justamente, ese mapa nunca será terminado y no podrá ser visto jamás por nadie.

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Sospecho, sin embargo, que esto no es del todo cierto. Porque el mapa, como las otras dos cartografías presentes en La sombra de Orión, son intentos de organizar el caos de la violencia generado por la guerra. La violencia social no es congénita al hombre, como suelen pensar algunos de sus apologistas. Es, al contrario, una construcción artificial en tanto que ocasionada por la política. La guerra no está en nosotros, al decir de Hannah Arendt, “como un secreto deseo de la especie humana, ni de un irreprimible instinto de agresión”. Si se ha acudido a la guerra como manifestación social de la violencia, es porque no hemos sido capaces de inventarnos “un sustituto de ese árbitro” temible. Ahora bien, como escritor que se ha ocupado de estos tópicos, no comparto la idea de que la violencia es el gran motor, el gran modelador, el gran impulso vital de la humanidad. He intentado, apoyándome en Tolstoi, en Thoreau y en Ghandi, distanciarme de esta tradición que encomia a la guerra y que parte de Heráclito, pasa por Hegel y culmina acaso con los dirigentes comunistas y neoliberales de hoy. Por lo tanto, no adhiero a esa conclusión, de raigambre militar, de que sin ella es imposible imaginar cualquier sociedad humana.

Hay una consideración de Proudhon que me parece plausible. Él la planteó en el contexto de una filosofía progresista, positivista y guerrera: los hombres “hemos nacido perfectibles, pero nunca seremos perfectos”. Esta tendencia hacia la perfectibilidad, que podría entenderse como una inclinación hacia el bien común, es lo que me hace reaccionar, en tanto que escritor, ante las devastaciones de la violencia. Es claro que ella es destructiva, así se muestre como una “elaboración civilizada” de la humanidad. Ella, me parece, niega cualquier posibilidad de orden. Aleja a los seres humanos de la concordia y el diálogo. Y si a través de su modus operandi se logran acuerdos de paz, estos deben confrontar traumas hondos y heridas a veces imposibles de restañar.

Por ello mismo, son discutibles las interpretaciones de que una operación militar como Orión fue un mal necesario para la Comuna 13 y para Medellín. Tuvo que ser brutal, tal es la valoración de sus defensores, para que fuera ejemplar. Las justificaciones de la violencia, cuando provienen del Estado o de ciertos sectores de la sociedad civil, no son más que defensas de la barbarie. Y suelen metamorfosearse en políticas legales del terror. El uso de la violencia militar que agredió a la población de los barrios populares de la Comuna 13, se nos explicó, era necesaria para extirpar un mal que roía la ciudad: las milicias guerrilleras de ideología comunista. Pero no se nos dijo que esa operación militar estatal triunfó porque se había apoyado en grupos delincuenciales de esencia narco paramilitar. De tal forma que un cáncer social fue reemplazado por otro igual de pernicioso. Pero también se nos dilucidó, como si el relato de esas agresiones tuviera perfiles de fábula, que era mejor para nosotros, en tanto que colectividad, padecer de ese segundo cáncer. Puesto que, gracias a él, Medellín había entrado a un período de paz. Una justificación así es de índole perversa. Ya Tácito lo proclamaba con meridiana clarividencia al referirse a las campañas militares romanas: extienden la devastación y a eso le llaman paz.

Uno de los modos de resistir, o al menos de entender desde la escritura, la barbarie y ese concomitante desorden que se impone como aparente fuerza civilizadora, es elaborando catálogos. Catálogos que terminan siendo lecturas de la abominación. Ellos nacieron, me atrevo a suponer, con la violencia de la conquista americana. Mientras los conquistadores españoles extendían el pavor y la desolación entre las poblaciones indígenas y comenzaban a arrasar la naturaleza para levantar su nuevo orden social, Bartolomé de las Casas escribió la Brevísima destrucción de las Indias. Este libelo, incesantemente denunciador de la brutalidad militar, funciona también como un catálogo de exterminios. Goya hace algo semejante, pero en el campo de la pintura, con su serie LosDesastres de la guerra. Luego los fotógrafos de los conflictos bélicos, desde la de Secesión en Estados Unidos hasta las de liberación nacional en los países asiáticos y africanos, intervienen de manera parecida. Ante la presencia de violencias destructivas, el artista indignado, o todo aquel que siente que carga el oprobio sobre sus hombros, ofrece una serie de escenas escritas o pintadas o fotografiadas. Muchas de esas representaciones, es verdad, padecen de una cierta monotonía y repetición porque la violencia y su sobresalto las poseen de forma espantosa. Pero, al mismo tiempo, tienen la capacidad de hundir nuestra conciencia en los centros mismos del sufrimiento y el dolor de los demás. Lo paradójico es que a veces nos sacuden y nos conmueven. Pero otras veces nos dejan fríos. Y otras más nos hacen cómplices silenciosos de tales tragedias.

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La sombra de Orión muestra una segunda cartografía. Esta es de tipo sonora y toca no sé si una zona fantástica, pero sí un dominio irracional. ¿Por qué acudir a la música para intentar nombrar lo innombrable de la desaparición forzada? Acaso porque impregnar de música un relato tan real, como el que narra una buena parte de la novela, era una de las guisas que me permitían alejarme de esa literatura que, al tratar la violencia de nuestros días, se torna inevitablemente testimonial. Sé que esta novela, más que las otras que he escrito, es una oscilación continua entre un ámbito real y otro de índole ficcional. Su narrador se ve, entonces, halado de un lado y de otro. De uno de ellos surge un personaje que registra en cintas los rastros sonoros de los desaparecidos de La escombrera. Él tampoco es nuevo en mi escritura. También procede de los demiurgos de Habitantes. Aparece, igualmente, en uno de mis cuentos de El Beso de la noche. Se trata de un hombre que ama y sufre y descifra a Medellín a través de sus sonidos. No es del todo una invención mía. Porque de cartógrafos sonoros están llenas las urbes modernas, propensas ellas mismas a convertirse en espacios museísticos y caleidoscópicos del fenómeno musical.

Uno de estos cartógrafos me atrajo poderosamente cuando lo conocí. Es un compositor francés del siglo XX, pionero de la música electroacústica, precursor del arte tecno y del minimalismo. Pierre Henri, así se llama, elaboró una sonoteca donde reunió todos los sonidos que grabó en su vida y todos aquellos que creó en su laboratorio fabuloso. Las sonotecas son, sin duda, cartografías de lo real y lo irreal y originan en quien las oye impresiones únicas porque a través de ellas percibimos de otro modo los lugares que habitamos. Pero hasta donde sé, Henri no grabó huellas sonoras de desaparecidos, tal como lo hace el personaje de La sombra de Orión. Pero, así como París posee este tipo de cartógrafos, Medellín goza del suyo. Su nombre es Miguel Isaza y desde hace años recorre con sus aparatos sorprendentes los lugares de esta polis ruidosa. Haber dialogado con él y, en especial, haber escuchado parte de su descomunal sonoteca en su cabaña de Santa Elena, me otorgó la claridad y la fuerza suficientes para dejar que mi músico hiciera algo frente a los desaparecidos.

Ahora bien, ¿por qué poner en el centro de una novela sobre la Medellín de nuestros días un musicógrafo delirante? ¿Algo así como una Antígona que, en vez de poner flores en los túmulos funerarios, introduce en ellos cables y micrófonos de alta tecnología? Porque desde estas dimensiones pueden establecerse faenas que procuran organizar lo que, de hecho, es temiblemente desestabilizador. Y es aquí donde bordeamos uno de los límites más complicados, por no decir más devastadores, de la desaparición forzada.

Ante la posibilidad de no encontrar esos cuerpos, ante lo infructuoso de enterrar muertos que no sabemos dónde están, ante el desdén de una sociedad anestesiada, como es la colombiana, que ha permitido que el país se haya llenado de espectros, La sombra de Orión propone un hallazgo. Este no tiene pretensión alguna de producir catarsis. Es solo una labor subjetiva que busca establecer archivos para una sonoteca desmesurada. Sonoteca que, como el mapa alucinante del cartógrafo, nadie podrá escuchar. Mateo Piedrahita graba los sonidos de los desaparecidos de La escombrera y termina modelando una serie de sonidos de ultratumba carentes de lenguaje. Algo que tiene que ver con lo astillado, con lo incomprensible, con lo que no tiene nombre. Así, frente a autoridades que niegan a sus comunidades brutalizadas la posibilidad de aliviarse con rituales fúnebres, un músico excéntrico encuentra algo. Y con su hallazgo, pedazos de sonidos ajenos a la sintaxis y a la semántica, logra levantar un nuevo y aterrador catálogo de lo inútil.

6

García Márquez escribió, en 1959, un artículo sobre la novela de la violencia en Colombia. Esas dos o tres cosas que dijo en torno al tema señalaron un derrotero para él y para los escritores de su generación. Algunos piensan que, en nuestros días como en los del Nobel, no vale la pena detenerse en los muertos, sino en los vivos. Que escribir una novela sobre la violencia colombiana es tocar las puertas de los territorios de la política, poco propicios para que la buena literatura se explaye. Como toda consideración literaria, la de García Márquez es polémica. Hizo que su obra, en todo caso, no se llenara de masacrados y que los episodios de violencia se trabajaran a partir de la poética del Iceberg, proclamada por Hemingway. Yo mismo, lo confieso, he escrito algunos cuentos bajo esos parámetros. Pero cuando me enfrenté al renovado panorama de la violencia colombiana, decidí que en La sombra de Orión daría espacio a los muertos. Pero también sabía, y esto lo había aprendido de García Márquez, que tenía a mi disposición un lenguaje y una utilería literarios para ocuparme de ellos.

Tengo en todo caso la impresión de que, si damos una hojeada a la literatura colombiana que se sigue ocupando de la violencia, podría llegarse a la aseveración de que ya no existe el panorama que García Márquez mostraba en su artículo. Es comprensible, por lo demás, que él dijera esas “cosas”, porque la novela de la violencia partidista había sido escrita, en su mayor parte y según este autor, por personas ajenas al oficio literario. Ahora no sólo hay una mayor profesionalización de ese oficio, sino que las estéticas de la escritura se han transformado. García Márquez escribió relatos sobre la violencia donde, en efecto, los muertos brillan por su ausencia. Tal vez la única excepción sea ese tren que, en Cien años de soledad, lleva trabajadores asesinados por el ejército colombiano como si se tratara de plátanos podridos. Pero ¿por qué creer que hacer lo contrario es desbaratar una supuesta calidad literaria? Pedro Cadavid en La sombra de Orión, y en tanto que escritor, se formula interrogantes parecidos. Y la novela que él va escribiendo propone una serie de respuestas.

Aunque lo que me parece importante resaltar en esta novela, que estoy tratando de desentrañar con la anuencia de ustedes, no es que esté apoyada en catálogos de la violencia, sino entender que ellos, a la postre, actúan como cartografías de la inutilidad. Hay un rasgo de incapacidad ineludible que rodea la labor de Pedro Cadavid cuando traza las 26 semblanzas de los desaparecidos. Sé que la parte llamada “La escombrera” puede ser la más dramática, la más trágica, la más desgarradora de La sombra de Orión. Que estas páginas significan un descenso a los infiernos. Esos infiernos que, por un respeto a una cierta poética de la escritura, García Márquez decidió no asumir. Pedro Cadavid reconoce que lo suyo es tomar una vía diferente a la que propone el escritor que lee, relee y enseña en sus cursos universitarios. Roberto Bolaño también pasa por alto la consigna garciamarquiana y hace algo similar en 2666 frente a los feminicidios que ocurren en esas otras geografías del mal situadas en México. Levanta un catálogo hiperrealista y fríamente descriptivo, apoyado en la medicina forense, para tratar de acercarse a esas mujeres víctimas del bestial machismo latinoamericano. Pero Cadavid, a diferencia de lo que sucede en Bolaño, es consciente de que lo suyo, es decir su propia escritura, no repara, no redime, no salva porque jamás encontrará a los desaparecidos que su palabra indaga. He aquí entonces la paradoja en que se afinca La sombra de Orión: nombra al que no está, al que habita los limbos de un territorio infame, pero no es capaz de rescatarlos.

Si Cadavid, como personaje, y yo como autor, creyéramos lo contrario -que la literatura y el arte exoneran del oprobio en un país como Colombia- no se presentaría la enfermedad última. Cuando estaba ideando el libro, sabía que Cadavid, al final de sus pesquisas de la violencia, desembocaría en la enfermedad. Esta consiste en que Pedro se transforma en una fosa común. Se llena de muertos como lo está La escombrera de la novela. La sombra de Orión, en realidad, se pregunta cómo narrar la violencia. Pero, al responderse con un acto que es la escritura misma del libro, termina enfermándose por ella. Cadavid reconoce su anomalía con estupor y es cuando aparece el desarrollo de la cura en la que se precipita al lector a una espiral desvariada de esencia sicodélica.

Una cura de esta índole ancestral está unida a la convicción de Alma Agudelo, el personaje femenino de la novela, de que Cadavid, para hallar su alivio, debe pasar por la intermediación de la tierra, generadora ella misma de los grandes conflictos de la violencia colombiana. Alma, en este rumbo, es el personaje luminoso de la novela. Es por ella, personificación de la madre tierra y de la feminización de que urge nuestro país regido desde hace más de dos siglos por un poder masculino atroz, que Cadavid accede a la sanación. Alma, de algún modo, encarna a las mujeres buenas, dignas y resistentes que aparecen en varios pasajes de La sombra de Orión. Se trata, sin duda, de hacerle entender al lector, a través de la purga con yagé experimentada por Cadavid, que es perentorio que todos los desparecidos de Colombia sean exhumados y luego inhumados para que encontremos, por fin, una especie de cura colectiva. Pero también se trata de una terapia de carácter personal y obedece a una propuesta propiamente literaria. No pretende, por lo tanto, erigirse en un remedio nacional. Sobre todo, porque pienso que las formas más rotundas de sanar la violencia de una nación, no es escribiendo catálogos del horror, o pintando y grabando cartografías dolorosas, o tomando brebajes curativos, o elaborando personajes espléndidos, sino demoliendo, y de manera conjunta, los pilares agresivos en que ella se ha fundamentado.

Pero cómo hacerlo y cuáles pilares habría que empezar a demoler, sería un tema para otra charla.

* Pablo Montoya es doctor en Estudios Hispánicos de la Universidad de la Sorbona-Paris 3, escritor y profesor Titular de Literatura de la Universidad de Antioquia. Ha sido distinguido, con medallas y diplomas, por varias universidades e instituciones colombianas (entre ellas la Alcaldía de Medellín, la Alcaldía de Barrancabermeja, la gobernación de Boyacá, la Universidad Santo Tomás de Aquino y la Universidad de Antioquia). Es Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua desde 2016. Ha sido profesor invitado en la Universidad de La Plata y Universidad del Mar del Plata (Argentina), Universidad Veracruzana de Xalapa (México), Universidad Nueva Sorbona Paris 3 y Universidad Jules Verne de Amiens (Francia), Universidad de Bérgamo (Italia), Universidad Nacional de Bogotá, Universidad Eafit y Universidad Metropolitana de Pereira (Colombia). Ha realizado traducciones a autores como Camus, Voltaire, Baudelaire, Gustave Flaubert, entre otros. Es autor de los libros de cuentos Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999, 2003), Razia (2001), Réquiem por un fantasma (2006), El beso de la noche (2010) y Adiós a los próceres (2010), Invención de un nombre (primeros cuentos) (2022) y La muerte anda suelta (2023). También ha publicado los ensayos Música de pájaros (2005), Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (2009), Un Robinson cercano (2013) y La música en la obra de Alejo Carpentier (2013), Español, lengua mía y otros discursos (2017), Una patria universal (2022); y ha escrito libros de poesía Viajeros (1999), Cuaderno de París (2006), Trazos (2007), Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009) y Programa de mano (2014), Terceto (2016), Hombre en ruinas (2018), Mi mano busca en el vacío (2019). A su vez, se ha destacado en la novela con sus títulos La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012), Tríptico de la infamia (2014), La escuela de música (2018) y La sombra de Orión (2021). Debido a ello, fue ganador del premio Internacional de novela Rómulo Gallegos (2015) y de narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas (2017) con Tríptico de la infamia. Recibió el Premio Iberoamericano de letras José Donoso (2016) por el conjunto de su obra.

Fecha de recepción: 01-04-2023

Fecha de aceptación: 15-05-2023

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