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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.48 Buenos Aires set. 2019

http://dx.doi.org/10.36446/be.2019.48.87 

Artículos

Bergson y el concepto de imagen en los estudios sobre cine de Deleuze

Bergson and the Concept of Image in Deleuze’s Studies on Cinema

Pablo Enrique Abraham Zunino1 

1Universidad Federal do Recôncavo da Bahia (UFRB) Núcleo de Pesquisa y Extensión Filosófica (NUPEF)

Resumen

El objetivo de este artículo es destacar la especificidad de la recepción deleuziana del pensamiento de Henri Bergson a propósito del concepto de imagen a partir de su desarrollo en los libros sobre cine de Gilles Deleuze: La imagen movimiento: estudios sobre cine 1 (1983) y La imagen tiempo: estudios sobre cine 2 (1985). Este análisis tiene una relevancia singular sobre los diversos planos de la experiencia: estéticos, ontológicos, políticos y pedagógicos. Se trata de mostrar de qué manera la teoría de las imágenes, propuesta por Bergson en Materia y memoria (1896), es reinterpretada por Deleuze asumiendo nuevas posiciones filosóficas, cuyo alcance excede el de la propuesta original, manteniendo, con todo, la absoluta coherencia argumentativa.

Palabras clave: Estética francesa contemporánea; Filosofía del cine; Teoría de las imágenes; Movimiento; Tiempo

Abstract

The aim of this article is to highlight the specificity of the Deleuzian reception of Henri Bergson's thought about the concept of image from its development in Gilles Deleuze's books on cinema: Cinema 1: The Movement Image (1983) and Cinema 2: The Time-Image (1985). This analysis has a singular relevance on the various levels of experience: aesthetic, ontological, political and pedagogical. The idea is to show how the theory of images, proposed by Bergson in Matter and Memory (1896), is reinterpreted by Deleuze assuming new philosophical positions, the scope of which exceeds that of the original proposal, while maintaining absolute argumentative coherence.

Keywords: Contemporary French Aesthetics; Philosophy of Film; Theory of Images - Movement; Time

Aunque los libros sobre cine tengan como finalidad primera ofrecer un catálogo de imágenes cinematográficas concebidas como signos (opsignos, sonsignos, lectosignos, noosignos, cronosignos, etc.), en este trabajo intentaremos exponer sus conexiones con desarrollos de etapas anteriores y posteriores del pensamiento de Deleuze, lo que a su vez permite elucidar términos filosóficos como devenir, fabulación y creación de posible, todos resultantes de un bergsonismo renovado. Al oponer la intuición diferencial bergsoniana al análisis del “todo hecho” (Alliez 2002b: 102), Deleuze deja latir el “corazón respirante” de Diferencia y repetición (véase Deleuze [1968] 2017). Justamente, en el capítulo sobre “la imagen del pensamiento”, podemos verificar y medir hasta qué punto la consideración del tiempo en un problema filosófico puede alterar el planteo general que prevalecía en la tradición filosófica; esa es precisamente la idea generadora del bergsonismo, que lleva Deleuze a construir su ontología del devenir a partir de tres síntesis del tiempo (hábito, memoria y eterno retorno). Así, la adecuada comprensión de la filosofía deleuziana en lo que se refiere al concepto de imagen puede beneficiarse significativamente del conocimiento previo del corpus de la obra de Bergson, que Deleuze no solo conocía bien, sino que además fue objeto de uno de sus libros del período dedicado por él a la historia de la filosofía. Este trabajo se inscribe además en un proyecto colectivo concerniente al estudio de ese corpus (las fuentes del pensamiento deleuziano), con el objetivo de revelar conexiones con otros conceptos y teorías bergsonianas vinculadas con la estética, la ontología y la política que, sin embargo, no podrían haber nacido sin el aporte filosófico de Deleuze que aquí queremos subrayar.

Desde nuestra investigación doctoral, hemos destacado la centralidad de la acción en el pensamiento de Henri Bergson, articulando tres modalidades de acción -acción libre, acción práctica y acción vital- en una estructura argumentativa que intenta responder a tres problemas filosóficos respectivamente: el de la libertad, el de la temporalidad y el del vitalismo (véase Zunino 2012a).Como corolario de esa tesis, esta nueva propuesta examina aspectos estéticos presentes en el bergsonismo, que se podrían vincular con la dimensión política de la acción. En efecto, al circunscribir las relaciones entre estética y política, esta ampliación de foco impacta necesariamente con la filosofía de Gilles Deleuze, tomando como denominador común el estudio sobre el cine. Así, la lectura deleuziana de Materia y memoria (véase Bergson 1896) inaugura una vía para la comprensión de su teoría de las imágenes, sus concepciones de movimiento y de tiempo, fuente de inspiración de los dos volúmenes dedicados al cine: La imagen movimiento y La imagen tiempo.1Al estudiar esas obras, percibimos que no se trata apenas de filosofar sobre el cine, sino de apropiarse conceptualmente de lo que el arte en cuanto pensamiento crea en el plano de la sensibilidad, lo que nos sitúa plenamente en el campo de la estética definida como aisthesis: “La obra de arte es un bloque de sensaciones, es decir, un compuesto de perceptos y afectos” (Deleuze y Guattari [1991] 1993: 164-165). En ese sentido, la filosofía de Deleuze puede ser entendida como creación de conceptos. Conceptos que tienen origen en la propia historia de la filosofía y que justifican la interpretación que él hace de Bergson, pero también conceptos provenientes de diversas prácticas artísticas, donde se generan otro tipo de ideas. El cine, justamente, trabaja con imágenes: al principio, imágenes fijas en escala de grises; después, imágenes coloridas y movientes. Pero cuando el cine incorpora el sonido y transforma la imagen sonora en una narrativa audiovisual, la estética muestra todo su alcance político, tal como nos sugiere el balance histórico y crítico de la estética del cine (véase Chateau 2012).

El estado de la cuestión relativo a la recepción deleuziana de Bergson tiene algunos despliegues que conviene examinar de modo preliminar. Eric Alliez, de hecho, fue uno de los primeros en revindicar esta necesidaddel bergsonismo de Deleuze. Además del libro homónimo dedicado a Bergson (véase Deleuze 1966) -el cual sirviera de ejemplo privilegiado para ilustrar el famoso método deleuziano de hacer historia de la filosofía: tomar un autor por la espalda para hacerle un “hijo monstruoso” (Deleuze 1990: 14-15)-, existe un bergsonismo cinematográfico formado por el “triángulo vitalista”,que juega a favor de una filosofía de la vida y del devenir, junto con Nietzsche y Spinoza. Al afirmar que “no hay cosas, solo acciones” (Bergson 1959: 705), aclama con ellos los impulsos y construcciones que podríamos traducir en los términos de una estética de la imagen: no hay impresiones, solo expresiones. Tal seria la “multiplicidad cualitativa” que él llama de duración y que provoca una “revolución bergsoniana” cada vez que se plantea un problema com “una serie de dualidades en la que un polo es siempre dinámico e intensivo, mientras que el otro es inevitablemente estático por el hecho de que no es, de entrada, más que la envoltura exterior y el efecto abstracto de la representación del primero” (Alliez 2002b: 102).

El dinamismo de este proceso refleja una metáfora de la ontología bergsoniana, a saber, la del bicho que cambia de piel y se aleja, dejando atrás su antiguo cascarón. Por lo que el concepto de imagen, antes de ser encuadrado en la cinematografía, tiene una función ontológica que no debemos menospreciar. Pensar en duración, como nos enseña la intuición “diferencial” bergsoniana, permite a Deleuze abandonar la forma analítica y estática de pensar la totalidad como un todo ya hecho, sometiendo la imagen tradicional del pensamiento a los efectos de haber considerado el tiempo en el planteo del problema, allí donde detectamos la ontología del devenir como idea generadora del bergsonismo. Esta ontología consiste en una “heterogénesis” temporal, que traza un "mismo movimiento constituyente y diferenciante, en el ser y en el pensamiento”, lo que pone en crisis la noción de verdad en el marco de una “ontología de lo virtual” (Alliez 2002b: 105). Se trata de caracterizar un “vitalismo integral”, donde la teoría del conocimiento es inseparable de la teoría de la vida, porque “la introducción del movimiento en el concepto se hace exactamente en la misma época que la introducción del movimiento en la imagen” (Deleuze, 1990: 166-167). Con la teoría de las imágenes, Bergson alcanza el “plano de inmanencia” como experiencia pura, desplazando la oposición entre vida y materia hacia “toda una continuidad de duraciones” (Alliez 2002b: 109) que expresan una ontología de lo viviente más que una fenomenología de lo vivido. Por fin, el niño monstruoso hecho en las espaldas de Bergson solo nace como resultado de ulteriores desarrollos de la filosofía deleuziana, cuando se aprende que “la duración es lo virtual”,nociones bergsonianas que nocontienen negación y por tanto revelan que “la vida es el proceso de la diferencia” (Alliez2002b: 110). Por eso Deleuze también es vitalista, como él mismo lo afirma: “Todo lo que he escrito era vitalista, al menos así lo espero” (Deleuze, 1990: 196).

Sin ir más lejos, el sentido de la visión ya nos sugiere una estética de la imagen delante del espectáculo que es abrir los ojos. Era la percepción visual el modelo perceptivo que llevó a Bergson a afirmar que hay algo en nuestro cuerpo que nos lanza para afuera de “los contornos precisos que lo limitan”. Son los ojos que realizan esta maravilla inexplicable: “por nuestra facultad de percibir, y más particularmente de ver, irradiamos mucho más allá de nuestro cuerpo: llegamos hasta las estrellas” (Bergson 1959: 837). De este modo, nuestro problema se relaciona desde el inicio con el modelo de la visión y con su correlato, las imágenes, una vez que también se aplica al mundo interior, a esa especie de visión interior que puede ser interpretada como imaginación, creación o quizás intuición (aunque sin darle todavía a esta palabra el sentido metodológico atribuido posteriormente por Bergson). La visión es inseparable de todo lo que se ve y aún de lo que no se ve, pero podría verse. Por eso, el cine, cual hijo pródigo de la fotografía, tiene mucho a decirnos sobre la vida, porque al imitar o al reconstruir de modo artificial la naturaleza de la facultad de ver (el ojo humano) nos hace problematizar, junto con Bergson, el proceso natural de su constitución y buscar aún sus alcances estéticos, ontológicos, políticos y pedagógicos -todo lo que, en definitiva, aparece en las imágenes, cuando Deleuze las hace pasar por su laboratorio filosófico. El tema de la percepción visual, tomado como punto de partida de nuestra problemática, implica por tanto cierta conciencia de imagen, algo que anuncia al espíritu y puede reavivar la tendencia a reducir el bergsonismo a un “espiritualismo”. Esto se puede notar en los diccionarios de filosofía, que no definen el “bergsonismo” como una “escuela” (Muñoz 2012: 108-109), pero sí reconocen su influencia marcante en “gran parte de las direcciones espiritualistas no intelectualistas” (Ferrater Mora 1982), o lo exaltan por haber provocado “una especie de liberación intelectual” capaz de romper con la “concepción científica del universo” predominante a fines del sigloxix, influenciada por Spencer, Darwin y Taine (Bréhier 1944: 858-859).

Sin duda, hay un punto de vista espiritualista, que es el de la memoria pura; pero también hay uno materialista, el de la percepción pura, en la teoría de las imágenes del primer capítulo de Materia y memoria, texto que Deleuze exigía que sus alumnos leyeran en sus clases y después comentaría ampliamente en sus dos libros sobre cine: “Hace falta que lo lean, sino... no vengan” (Deleuze 2009a: 19). Bergson había concebido un “campo de imágenes” sin sujeto, sin conciencia y sin espíritu, solo movimientos e imágenes que denotan un “espectáculo sin espectador” funcionando como “campo de presencia” (Prado Jr. 1989: 146-157). Esta novedad era tan “insólita” a los ojos de Deleuze, que dejaba atrás todo ese tipo de dualismos (realismo - idealismo; materialismo - espiritualismo), mientras avanzaba en dirección a una tesis extraordinaria, tanto para la filosofía como para el cine. Esa tesis es precisamente la que no deja de hormiguear bajo el problema de la relación entre el cine y la vida: “la materia es un conjunto de imágenes” (Bergson 1959: 161). En el contexto del siglo XIX, los descubrimientos científicos parecían confirmar esa tesis. Físicos como J. Thomson (1856-1940) y M. Faraday (1791-1867) describen la realidad última de la materia a través de "torbellinos" y "líneas de fuerza", que Bergson interpreta como "figuras cómodas" para esquematizar cálculos. La imagen científica de la materia no se opone a la imagen psicológica, porque ambas refuerzan la hipótesis de que la materia se constituye internamente por "modificaciones, perturbaciones, cambios de tensión o de energía, y nada más" (Bergson 1959: 336-337). Son esas imágenes del movimiento las que hacen del bergsonismo un vitalismo, es decir, una filosofía en la cual la vida se comprende como un impulso o élan vital: “Si la visión mecanicista compara el mundo con una máquina, Bergson, comparándolo con una obra de arte, expresa su visión vitalista, es decir artística” (Cherniavsky 2008: 111). El concepto innovador de La evolución creadora (véase Bergson [1907] 2007) articula en su fórmula sintética dos dinámicas inversas y complementarias de la existencia: es un “movimiento de dos movimientos”, una evolución que responde a la dinámica de actualización de la vida en formas concretas (Canavera 2015: 140).

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En este marco teórico,la relación entre cine y filosofía se instaura cuando Deleuze esclarece las tesis de Bergson sobre el movimiento.2Aunque Bergson había criticado el cine en La evolución creadora -señalando que el movimiento de cámara y del cinematógrafo daban una ilusión de movimiento, pero no un movimiento-; Deleuze ultrapasa ese límite, como si quisiera ir más allá, no contra sino junto con el filósofo estudiado. Eso caracteriza la “torsión” interpretativa que tiene en cuenta el desarrollo posterior del cine, sobre todo, la separación de la cámara y del proyector, la movilidad de la filmación y las posibilidades abiertas por el montaje. La diferencia entre mutación (cambio de la totalidad) y translación (movimiento de las partes) puede aplicarse al cine, pues la imagen de cada plano o fotograma se mueve comúnmente en cuanto parte de un todo en duración, creado por el montaje y por la concepción de la película como una imagen-movimiento. Como hipótesis de trabajo, proponemos que bajo la estética del cine se ocultan ciertas presuposiciones ontológicas que tienen a su vez consecuencias políticas relativas a la creación artística, lo que se traduce en la ruptura del cine moderno con las formas clásicas de la imagen-acción. Si bien que la distinción deleuziana entre el cine clásico y el moderno no tenga un consenso absoluto entre los comentadores (véase Rancière [2001] 2005), podemos considerar que “el problema de la acción es el eje alrededor del cual pivotean los dos libros sobre el cine” (Lapoujade 2016: 264). Allí es donde detectamos la crisis de acción que se relaciona con la acción política y que Deleuze ilustra haciendo suyas las palabras de Serge Daney en este pasaje:

Lo que puso en cuestión a todo el cine de la imagen-movimiento fueron 'las grandes puestas en escena políticas, las propagandas de Estado transformadas en cuadros vivos, las primeras manutenciones humanas de masa. (Deleuze [1985] 1986: 220 y Daney 1983: 172)

En esto resuena también algo de la utopía benjaminiana para los futuros conceptos del cine, aquellos que para Deleuze debería aportar el cine de la imagen-tiempo y que Benjamin, solapando bajo el “gesto de someter al extrañamiento a la fotografía y al cine”, aclamaba como “una forma de defensa y de advertencia contra los dictadores de su época” (Vera Barros 2015: 19):

Los conceptos que se siguen, introducidos por primera vez en la teoría del arte, se distinguen de los más corrientes por ser completamente inutilizables para los fines propios del fascismo, siendo por el contrario utilizables para la formulación de exigencias revolucionarias en lo que es la política del arte.(Benjamin [1936/1974] 2008: 51)

Así se compone el núcleo de este trabajo, cuyo objetivo es delinear esa teoría de la imagen que se articula con la dimensión política de la acción. Tradicionalmente, asociamos la palabra “estética” (aisthesis) a la sensibilidad, por eso las teorías empiristas clásicas parten de la sensación (impresiones sensibles) para explicar el fenómeno de la percepción, postulando “ideas” como copias en la mente. No obstante, Bergson concibe la percepción a partir de una teoría de la acción de la cual deriva su teoría de la sensación. Habíamos dicho que Bergson parte de un campo neutro de imágenes del cual se desprende la percepción consciente como una substracción. La totalidad de las imágenes, sus acciones y reacciones configuran un “campo de acción” donde surge la percepción como un recorte o reflejo de las acciones posibles dentro de ese campo. Es por tanto la teoría de la acción que da lugar a la teoría de la sensación, una vez que “las sensaciones no son imágenes percibidas fuera de nuestro cuerpo, sino afecciones localizadas en nuestro propio cuerpo” (Bergson 1959: 201).

Estos elementos conceptuales configuran los pilares de la estética de la imagen, que Deleuze ecuaciona en las dos fórmulas del cine clásico: la gran forma y la pequeña forma. Cuando se empieza por la descripción global de una situación a la cual responde la acción decisiva del personaje, provocando un cambio en la totalidad que da lugar a una nueva situación, estamos frente a la “gran forma” (SAS’), donde prevalece el esquema sensoriomotor. En las películas del género western, por ejemplo, el duelo es una acción transformadora de la situación inicial que da lugar a la nueva situación. No obstante, en la “pequeña forma” (ASA’) el privilegio lo tiene la actuación, por eso se invierte la relación tradicional. Ahora se parte directamente de una acción performativa de la cual depende la situación, y que exigirá enseguida una nueva acción, donde sobresale el aspecto cómico de las acciones, como en las películas de Charles Chaplin.

Recordemos que existen tres operaciones principales en la técnica cinematográfica: encuadre, plano y montaje. En el cine, a diferencia de la fotografía, lo que no está presente en la imagen puede no estar “ausente”, puesto que en la imagen-movimiento el encuadre remite al “fuera de campo” (Deleuze [1983] 1984: 27-86). El plano, a su vez, es el corte móvil de la duración, lo que pone en movimiento las partes del encuadre, provocando un cambio en el todo como si la propia cámara fuera una conciencia, a veces humana, otras veces inhumana, o incluso sobrehumana. Esta versatilidad y el carácter incisivo de esta técnica pone de manifiesto la comparación del cineasta con un “cirujano” quién, gracias a la cámara, puede “penetrar” en el corazón de la realidad (Benjamin [1936/1974] 2008: 73). Es lo que se puede observar en el film Los pájaros(1963), donde Hitchcock muestra tres planos diferentes que alteran la percepción del todo: una naturaleza “humanizada” a través de un plano del agua, con un pájaro volando lejos y un personaje sobre un barco; una naturaleza “pajarizada”, cuando los pájaros atacan; y una naturaleza “inhumana”, cuando la relación entre pájaros y humanos deviene indecisa. El plano es esta “conciencia cinematográfica” cuyo movimiento hace que “las cosas entre las cuales se establece no cesen de reunirse en un todo, y el todo, de dividirse entre las cosas” (Asiaín 2011: 106). Pero este Todo en duración implica un cambio cualitativo que depende del montaje, es decir, de la elección de planos, cortes y raccords (enlaces) que aseguran la continuidad de la imagen‐movimiento. El espectador ve la sucesión de los planos (el movimiento), pero no la idea del todo (el tiempo). Por eso Deleuze define el montaje como una composición que dispone las imágenes‐movimiento en función de una “imagen indirecta del tiempo” (Deleuze [1983] 1984: 52).

El montaje “orgánico‐activo” de Griffith sería un reflejo de la concepción aristotélica del tiempo como medida del movimiento, y del movimiento como desarrollo orgánico a partir de contrarios; mientras que el montaje “orgánico‐dialéctico” de Eisenstein, se aproximaría más de la concepción hegeliana-marxista, donde la oposición de contrarios se sintetiza en una unidad con finalidad (Marrati 2004: 51-62). A esto habría que sumarle el montaje “impresionista” de la escuela francesa (Gance), interesado en la “cantidad de movimiento” (Deleuze [1983] 1984: 66), y el montaje del “expresionismo” alemán (Lang, Murnau), donde prevalece la luz y el contraste claroscuro (Deleuze [1983] 1984: 77-79). En cada una de estas escuelas, la percepción se relaciona con un estado de la imagen: la escuela francesa encuentra en el agua una percepción fluyente, más que humana, que no se mide por los objetos sólidos, sino por la imagen líquida de una “materia-flujo en estado molecular” (Deleuze [1983] 1984: 121). Pero es el montaje de Vertovel que logra, según Deleuze, la objetividad completa al poner la percepción en la materia: “El cine-ojo, el ojo no-humano de Vertov [...] es el ojo de la materia, el ojo en la materia” (Deleuze [1983] 1984: 122). Porque en estado sólido, las moléculas no se desplazan libremente, sino que están vinculadas a la percepción “molar” humana; en estado líquido, las moléculas se deslizan entre sí a través de un flujo; solo en estado gaseoso tienen libre recorrido. Vertov llega “hasta ahí [...], hasta el grano de la materia o la percepción gaseosa, más allá del flujo” (Deleuze [1983] 1984: 126).

El cineasta puede ser visto, entonces, como un “agente transformador” que mezcla “espacio (encuadre), movimiento (plano) y tiempo (montaje) para hacer nacer un mundo” (Asiáin 2011: 106-107); cual “demiurgo platónico”, pero en lugar de moldear la materia de acuerdo con Ideas transcendentes, crea “bloques de movimiento‐duración que actualizan las Ideas sobre un plano inmanente” (Montebello 2008: 28). Sin ir más lejos, el trabajo del director de cine es comparable al de un escultor que, en vez de esculpir su obra sobre un bloque de mármol, lo hace a partir de un "bloque de tiempo, constituido de una enorme y sólida cantidad de hechos vivos, [del cual] corta y rechaza todo lo que no necesita, dejando apenas lo que deberá ser un elemento del futuro filme” (Tarkovsky 1998: 72). Si el cine es una manera de hacer un universo, como dice Deleuze, la imagen tiene su sentido ontológico resguardado. El universo de imágenes bergsoniano se puede hacer finalmente pensable gracias al cine, en un plano de inmanencia que aúna la dimensión física y la dimensión espiritual de lo real. Esta infinita interacción de imágenes nos permite “visualizar” la propia materia en su dinamismo diferencial, tal como la concibe Deleuze al relacionarla con la sensibilidad (estética) y con cierta capacidad de percepción. El cine eleva la potencia de la imagen al hacer “sensibles y pensables” las fuerzas que activan sus imágenes, las cuales permanecerían invisibles para nosotros. Esto permite reformular el problema de la subjetividad en términos de una estética de la imagen que lleva en cuenta el “punto de vista genético”, es decir, lo que Deleuze le reprochaba a Kant (Asiáin 2011: 108). La subjetividad no es dada a priori, como una conciencia ya hecha (sujeto trascendental) a la espera del encuentro con las imágenes. Ella surge como una deducción desde la multiplicidad de las imágenes‐movimiento. Bergson traza un camino inverso al de la fenomenología, que parte de una conciencia “intencional” (conciencia de algo) en dirección al mundo percibido, dejando el foco siempre en la conciencia. Una vez más, Deleuze acentúa la oposición radical entre Bergson y la fenomenología, al mismo tiempo en que apunta el “antibergsonismo” de Sartre como única razón para este no reconocer “la innovación aportada por la concepción bergsoniana de la imagen” (Deleuze, 1984: 94 n. 17): “Hay una especie de inversión de la comparación clásica: la conciencia, en lugar de ser una luz que va del sujeto a la cosa, es una luminosidad que va de la cosa al sujeto” (Sartre 1973: 40).

Con Bergson deberíamos decir: la conciencia es algo, un proceso de empobrecimiento de lo real, una disminución en la totalidad de las imágenes que corresponde a mi percepción consciente, pero no se destaca de la realidad inmanente sino como la parte del todo donde aún permanece: “la fotografía, si ella existe, ya está tomada, sacada en el interior mismo de las cosas” (Bergson 1959: 188). La conciencia sería la “pantalla negra” sobre la cual la imagen es revelada cuando la luz encuentra una opacidad que la refleja. Esta función es la que desempeñan en el universo bergsoniano las “imágenes o materias vivas” (Deleuze [1983] 1984: 95).

El cine de Hitchcock, al cual nos referimos en los párrafos anteriores, ocupa justamente un lugar intermediario en la historia deleuziana del cine, puesto que es el paradigma de la imagen-mental, es decir, el momento que antecede la crisis de la imagen que culminará con el abandono del esquema sensorio-motor por el neorrealismo italiano y la nouvelle vague. Al romper el vínculo entre percepción y acción, el nuevo cine libera situaciones ópticas y sonoras puras: las andanzas, el deambular, los lapsos, la falta de un personaje principal, la crítica social, la denuncia de los clichés y del complot del poder dominante son los trazos típicos de este cine que tiene en las obras de Godard, Fellini y Visconti sus principales exponentes.

Deleuze vuelve a Bergson para rastrear en sus estudios sobre el funcionamiento de la memoria, la actualización de los recuerdos, la coexistencia del pasado con el presente y la diferenciación entre lo virtual y lo actual, las condiciones de un nuevo concepto: la imagen-cristal. Este concepto está íntimamente ligado al tiempo, pero no al tiempo no cronológico sino al tiempo en su fundación. Lo que vemos en el cristal es “la fundación del tiempo” bajo la forma de una “bola de cristal” o un “cristal de tiempo”, noción que Deleuze atribuye a Guattari.3Si nuestra hipótesis es correcta, la relación entre imagen y temporalidad excede el plano de la estética al aproximar el cine de la vida, es decir, con la creación de ontología:

El cine, al igual que el teatro, proporciona una ilusión parcial. Hasta cierto punto da la impresión de vida real. Este ingrediente es tanto más poderoso puesto que, a diferencia del teatro, el cine puede retratar efectivamente la vida real -esto es, no simulada- en un medio real. (Arnheim 1986: 30, el resaltado es nuestro)

Es toda la realidad, la vida entera, que se transforma en espectáculo a través de las percepciones ópticas y sonoras puras. La teatralidad presente en el cine, la posibilidad de experimentar y seleccionar papeles hasta encontrar el que va más allá del teatro para entrar en la vida, nos lleva a formular junto con Renoir la siguiente pregunta: ¿Y si la vida, la realidad, fuesen como el teatro y el cine? Hay algo que se forma en el interior de la imagen-cristal que puede salir por una brecha y florecer libremente:

Para Renoir el teatro está primero, pero porque de él debe salir la vida. El teatro solo vale como búsqueda de un arte de vivir [...]: ‘¿Dónde acaba el teatro, dónde empieza la vida?’. Se nace en un cristal, pero el cristal no retiene más que la muerte, y la vida debe salir de él, después de haberse ensayado. (Deleuze [1985] 1986: 120-121 n. 28; Bazin 1958: 260-262.)

De esta manera, la teatralidad presente en el cine se abre “a la vida, se derrama por la vida” (Deleuze [1985] 1986: 120-121). Ensayamos nuestros diferentes papeles mientras permanecemos en el cristal, pero uno de ellos nos hará descubrir tal vez nuestra verdadera subjetividad. Todo esto depende en última instancia de la concepción específica del tiempo que la filosofía pueda expresar, sea a través del cine o pensada como substrato de la vida real. El tiempo no está cerrado en un circuito, sino que tiene un “punto de fuga”, por donde debe salir una nueva distinción, la nueva realidad que antes no existía. Por eso, el ensayo de los diferentes papeles en el pasado es indispensable: “para que otra tendencia, la de los presentes que pasan y se substituyen, salga del palco y se lance en dirección al futuro, cree ese futuro como vida chorreando” (Deleuze [1985] 1986: 121). Es precisamente a esta creación de realidad que designamos como ontología de la imagen y por lanzar nuestra vida al futuro la asimilamos a una metafísica del tiempo. En efecto, lo real será creado cuando escape del eterno rebote de lo actual y lo virtual, del presente y del pasado. En vez de estar siempre huyendo, dejando todo para atrás (como en las películas de andanzas de Fellini), descubrimos otra temporalidad que apunta al futuro: “La identidad de la libertad con un futuro, colectivo o individual, […] un impulso rumbo al futuro, una apertura de futuro” (Deleuze [1985] 1986: 122).

Sin embargo, no se puede pensar la acción política en términos de porvenir, pues para devenir capaz de la acción hay que renunciar, paradójicamente, a la idea de porvenir. La “paradoja de la acción” (Lapoujade 2016: 270-277), como veremos, revela que solo lo imposible hace actuar. El cine político moderno, a diferencia del cine clásico, ya no cree en la posibilidad de una evolución o revolución, por tanto, debe nacer de imposibilidades, de lo intolerable, como decía Kafka (Deleuze [1985] 1986: 290). Ya no se piensa en términos de porvenir, sino de devenir. Nos interesa ahora mostrar que el concepto de “devenir” es lo que da un sentido “político” al nacimiento de un pueblo que todavía no existe. Como la protagonista de Europa 51, de Rossellini, que ve lo intolerable de una situación cotidiana, aquello que los demás han dejado de ver debido a sus automatismos egoístas. La función política de la imagen es mostrar lo invisible, porque “toda minoría es invisible” y el cine puede darle voz. Si seguimos esta hipótesis hasta el final veremos que el “devenir minoritario es un asunto político”, como lo planteaban Deleuze y Guattari en Mil mesetas([1980] 2002: 292).Al avanzar en esta dirección, haremos confluir la estética con la ontología y con la política, pues el concepto bergsoniano de “fabulación”, en manos deleuzianas, nos sugiere la siguiente pregunta: ¿En qué sentido la percepción y la fabulación producen nuevas realidades? Bergson ya lo había señalado en su última obra, Les deuxsources de la morale et de la religión (1932). Allí, la función fabuladora de la inteligencia había sido definida como una “máquina de fabricar dioses” (Bergson [1932] 1959: 1245), puesto que los seres humanos tienen una tendencia a “personificar” las fuerzas de la naturaleza. La facultad de “fabulación” los lleva a crear “representaciones fantasmáticas” de esas fuerzas bajo la forma de “espíritus y dioses”, a tal punto que esas fabulaciones pueden devenir tan “vívidas y acosadoras” imitando la percepción real (Bergson 1959: 1066-1067). Aunque la fabulación haya surgido de una necesidad vital, que era la de protegernos contra ciertos “peligros de la inteligencia”, es evidente que tiene aquí un aspecto negativo, ligado a la superstición, cuya función era asegurar la obediencia en una “sociedad cerrada” (Zunino 2012b: 9-18). No obstante, Deleuze va a reconsiderar de “modo positivo” el concepto de “fabulación” al vincularlo con el proyecto de “inventar un pueblo por venir”. Los artistas “activistas” quieren crear arte para el pueblo, pero: ¿qué pueblo? si el pueblo es lo que falta. No hay pueblos preexistentes, entonces la ausencia de este “colectivo auténtico” los lleva a inventar un “colectivo futuro”, proyectando en lo real la imagen de su propia vida, fruto de la intensidad con la que cada artista proyecta en el mundo el deseo “de producir una imagen de sí mismo y propagarla más allá de su muerte” (Bogue 2017: 81).

La fabulación, como pretendemos mostrar, crea una realidad colectiva y hace de la imagen un asunto político. Se trata de inventar, de crear un pueblo como minoría en el acto de fabular: “un pueblo que todavía no existe pero que algunas palabras o visiones hacen nacer” (Lapoujade 2016: 284). La acción política se produce entonces cuando lo imposible deviene intolerable. Eso quiere decir que no se actúa por “voluntad política”, sino porque no se puede hacer de otro modo. Pensar la relación del tiempo con la vida nos coloca en una perspectiva ético-política:

La experimentación vital tiene lugar cuando una tentativa cualquiera que emprendemos se apodera de nosotros e instaura cada vez más conexiones, nos abre a otras conexiones: esta experimentación puede implicar una especie de autodestrucción inmanente a los movimientos aberrantes. (Lapoujade 2016: 22)

Los movimientos aberrantes amenazan la vida tanto como liberan sus potencias. Así, el vitalismo de Deleuze alude también a la muerte, a lo que la vida hace morir en nosotros para liberar sus potencias, como si lo más intensamente vital fuera insoportable. Tendremos que entender cómo es que estas muertes nos “desorganicizan”, si la “vida inorgánica” es indiferente a los cuerpos que atraviesa, arrastrando sujetos hacia la experimentación de lo invivible: “La muerte da al movimiento su carácter aberrante […]; el instinto de muerte como movimiento forzado de Diferencia y repetición hace morir todo lo que no es necesario a las potencias de vida” (Lapoujade 2016: 24-25). De este modo, la percepción de la vida es coextensiva a las muertes por las cuales ella nos hace pasar, y hace que nos desapeguemos de lo personal para alcanzar lo impersonal de la vida, aquello que nos permite ver y crear a través suyo. Si los movimientos aberrantes son inseparables de esta “fuerza crítica destructora”, podría decirse que la acción política es “luchar en favor de lo que expresan esos movimientos aberrantes”, esos gritos que no nos cabe juzgar sino más bien hacer existir.

En el contexto de esa lucha, podemos pensar la educación como una forma de canalizar el grito de lo intolerable. Por eso, nos parece que existe una práctica pedagógica digna de los movimientos aberrantes. Una pedagogía que atraviesa los diferentes trayectos de la formación humana, presente en la enseñanza de filosofía a través de los textos (filosofía, literatura, historia de la ciencia) y de las imágenes cinematográficas o del arte en general. En ese sentido, los libros de Bergson y Deleuze aquí discutidos no tienen la pretensión de informar al lector un determinado conjunto de conocimientos, sino que, imbuidos de esa concepción pedagógica, buscan servir como “signos capaces de provocar una experiencia de pensamiento singular” (Vinci 2018: 65). Estos filósofos no deben ser tomados como maestros ni sus obras como sistemas explicativos del mundo; mucho menos como manuales de ética o metáforas de la realidad; serían más bien dispositivos provocadores. Para que funcionen, habría que creer en lo que dicen como en una “lectura literal”, ya que la literalidad es como una “pedagogía interna a la filosofía” (Zourabichvili 2005: 1311). La literalidad es como la base de una aceptación plena de lo que está escrito en el papel y que permite al lector rastrear el proceso de pensamiento del autor, vislumbrando cómo se construyen los problemas en acto.

3

Tal es el caso de la estética deleuziana sugerida en los trabajos sobre cine: la estética de la imagen, que deberemos descifrar siguiendo las huellas dejadas por otros. Con ese propósito, recurrimos a la “paradoja de la estética”, enunciada por Jacques en los siguientes términos: si el abandono de las “normas de la representación” hace que la obra de arte pierda su superioridad y su potencia, la estética puede aproximarla de “un pensamiento de lo sensible”, donde el privilegio lo tiene el “afecto del receptor o del espectador” (Rancière 2002: 209). La estética supone un “cambio de perspectiva”, donde importan menos las reglas de producción de una obra que la idea de un “sensible particular”. Hay una potencia de lo sensible que es del pensamiento, pero que también lo excede, cuando deviene otro, cuando el producto se iguala al no-producto, y la conciencia al inconsciente. La estética pone de manifiesto esa “potencia de espíritu contradictorio” que Kant había atribuido al genio, cuya potencia no puede dar cuenta de lo que hace porque al igual que lo sensible, “sabe sin saber”. Para Rancière, la estética es un “modo de pensamiento” que se conecta con lo “sensible heterogéneo” de la obra, algo que se separa del mundo sensible ordinario y que anuncia esta otra potencia que Deleuze llama de “espiritual”. Se trata de una “zona de lo sensible” en la que actúa una potencia heterogénea capaz de cambiar el régimen, llevando lo sensible (pathos) más allá de lo sensible (logos). Podemos decir entonces que existe una “estética deleuziana”, y que esta se define precisamente como “la potencia del espíritu”, aquello que permite al pensamiento apreciar obras de arte (imágenes) con esta potencia que es la “llama que ilumina o consume todo” (Rancière 2002: 209). Esto nos permite dar el siguiente paso, cual sea, pensar una estética de la imagen cinematográfica.

Ciertamente, no faltan comentarios que vean en los trabajos de Deleuze sobre el cine una “posición estética” que no se preocupa del “contenido artístico” de las imágenes, una vez que en ella el término “arte” no es lo principal, sino que “ha devenido obsoleto” (Llevadot 2017: 195). Lo “artístico” de un film no es lo que está en juego, pues tanto la obra de Eisenstein como la de Godard son consideradas obras de arte; la diferencia es que la del primero se encuadra en el cine de la imagen-movimiento, donde el montaje y el esquema sensorio-motor aseguran que la imagen se mantenga fiel a nuestro “modo común de percibir”; al paso que el lenguaje cinematográfico de la imagen-tiempo busca un cine de vidente, donde los personajes ya no pueden reaccionar ni cambiar las situaciones óptico sonoras puras que se les presentan como “visiones”. Si con el montaje se priorizaba la narrativa de la acción, ahora se muestran imágenes que “hacen visible lo invisible” en el intersticio entre un plano y otro, lo que de algún modo altera nuestra percepción: “creí estar viendo condenados”, exclamaba la heroína de Europa 51 con “la mirada perdida”, mientras veía a los obreros que salían de una fábrica (Deleuze [1985] 1986: 70). La estética de Deleuze está justamente en el análisis y en la clasificación de imágenes que él lleva a cabo en sus libros sobre cine, porque allí más que el arte lo que importa es la experiencia: “lo que el cine es capaz de hacer con nuestras condiciones de posibilidad de la experiencia” (Llevadot 2017: 196). Ese es el sentido de la estética de la imagen que buscamos destacar en este texto y que de alguna forma se sobrepone a la Estética trascendental kantiana. Al retomar la teoría bergsoniana de las imágenes en el plano estético del cine, Deleuze se aleja de la pretensión metafísica de una teoría del conocimiento (realista o idealista) en la cual se pueda fundar nuestra experiencia de los fenómenos. Pero nos ofrece un campo inmanente de imágenes donde se conjuga la sensibilidad, el pensamiento y la creación en lo que podríamos llamar de experiencia estética de la imagen. Deleuze abandona la “postura conservadora” de una estética que insiste en preguntarse qué es el arte desde la perspectiva hegeliana del “fin del arte” (para nosotros equivalente al fin del cine), y pide que evaluemos sinceramente si lo que nos propone una película “modifica o no nuestras condiciones de experiencia posible” (Llevadot 2017: 196), porque lo que vale es esa experimentación y no lo que sea llamado “arte” por la crítica, la filosofía o el mercado. Así responde Deleuze al planteamiento benjamineano de la “politización del arte”: existe una “estética más allá del arte”que no pasa por lo que sea considerado arte, pregunta que transforma inmediatamente la obra en “mercancía” reafirmando su “despolitización estructural” (Llevadot 2017: 196). La estética deleuziana nos provoca con otras preguntas, más “existenciales y políticas”, que llevan en cuenta lo que vale la pena experimentar, lo que nos libera de nuestra “subjetividad normativa” y lo que puede modificar nuestras condiciones habituales de percepción y afectividad. De este modo, pensamos la estética de la imagen como una “superación del dualismo kantiano” capaz de hacerle frente al “arte fetichizado” que predomina en la contemporaneidad.

En repetidas ocasiones Deleuze retorna a Benjamin y a su concepción política del “arte”. Notablemente, en su “Carta a Serge Daney: optimismo, pesimismo y viaje” (Deleuze 1990: 97-112), lo hace para comentar el libro La rampa (Daney 1983). Porque allí se trata del cine, al que había que intentar “resucitar después de la guerra” y para eso tendría que dotar a la imagen de una función política, transformando la concepción tradicional de la estética. Si antes la función estética del cine era definida por la pregunta: ¿Qué hay para ver atrás de la imagen?, ahora hay una segunda función que se pregunta por lo que hay para ver en la imagen. Esto supone un cambio estructural en las relaciones de la imagen cinematográfica: cambia la relación de la imagen con los cuerpos, los actores, las palabras, los sonidos y la música. Esta nueva función de la imagen es, para Deleuze, una “pedagogía de la percepción” que tiende a “espiritualizar” a la naturaleza. El cine de vidente concede al ojo del espíritu el “poder de leer” la imagen” y al oído el “poder de alucinar” pequeños ruidos (Deleuze 1990: 100). Así se mantiene, según Deleuze, el vínculo del cine con el pensamiento en la función poética y estética de la crítica de Serge Daney, que va del “optimismo metafísico” de la época inicial del arte de masas al “pesimismo radical” impuesto por la guerra y desemboca finalmente en la tercera función de la imagen, que no se pregunta más por lo que hay atrás ni por lo que hay para ver en la propia imagen, sino “cómo insertarse en ella, cómo deslizarse para adentro de ella, ya que cada imagen desliza ahora sobre otras imágenes, [y] 'el fondo de la imagen [es también] una imagen'” (Deleuze 1990: 101).

Es el momento en el que la televisión empieza a competir con el cine, más preocupada con una función social que estética. Ahora el poder no emana de una autoridad fascista como la que fusiló el cine primordial, sino de la vigilancia de la sociedad de control que amenaza constantemente al cine moderno. La confrontación del cine con la televisión es lo que lleva Serge Daney del optimismo al pesimismo crítico, una vez que la estética de la imagen y la pedagogía de la percepción se convierten en mera admiración por la técnica: “nada más acontece a los humanos, es con la imagen que todo acontece” (Deleuze 1990: 102). De este modo, la situación del arte en la “sociedad de control” se modula bajo tres líneas sobrepuestas: los conceptos de imagen-movimiento y de imagen-tiempo; los tres periodos del cine descritos por Daney; y las finalidades del arte, que son embellecer la naturaleza, espiritualizarla y rivalizar con ella (Parente 2002: 212).

Este análisis responde a nuestro objetivo principal, que era confrontar la estética de la imagen con la ontología de la imagen, ancorada en una teoría del tiempo que constituye, como veremos, una metafísica. Esta metafísica se encuentra desarrollada en lo que nos parece ser el núcleo ontológico de Diferencia y repetición, justamente cuando Deleuze introduce la “forma del tiempo” en el pensamiento como forma de lo determinable, es decir, la forma “vacía” del tiempo puro (Deleuze [1968] 2017: 141-143). La metafísica deleuziana del tiempo nos hará pasar por tres “síntesis” sucesivas que corresponden a diferentes perspectivas temporales -es decir, a la acción contractiva o expansiva del tiempo- según nos situemos en el puro presente, en la totalidad del pasado o en la apertura al futuro. Esto supone una ampliación progresiva del concepto de tiempo, porque al instalarnos en una u otra de estas dimensiones, la anterior quedará superada, como si hubiera sido absorbida por la siguiente. La primera síntesis del tiempo es la del “hábito”, inspirada en Hume, que considera al tiempo como un “presente vivo”; la segunda síntesis es la de la “memoria”, inspirada en Bergson, donde el tiempo se piensa como un “pasado puro”; pero es en la tercera síntesis, la del “eterno retorno” nietzscheano, que el tiempo constituye un “provenir”; aquí la obra es independiente de su presente, que pasa a ser entendido como un “agente [autor o actor] destinado a borrarse”, a la vez que el producto incondicionado transforma al pasado en su condición. Hay toda una inversión de perspectiva a lo largo de estas tres síntesis, formuladas magistralmente en Diferencia y repetición (Deleuze [1968] 2017: 145-151), cuyo resultado es una noción de “tiempo puro” anunciada en la célebre pregunta que Deleuze retoma en los libros sobre cine:

¿Qué quiere decir Hamlet cuando dice: ‘El tiempo sale de sus goznes’?Quizá quiere decir que cuando los presentes variables se rebelan contra el Todo del tiempo, el tiempo sale fuera de sus goznes, es decir que la inmensidad del pasado y del futuro ya no toma la forma de un bucle, ya no hace un círculo (Deleuze 2009a: 473).

Esto significa que el tiempo ha salido de sus ejes, ha vuelto a sí mismo como un tiempo puro y liberado delmovimiento que lo mantenía centrado alrededor de sueje, orientado por la sucesión de sus “presentes encajados” (Pelbart 2002: 28). Esta noción de tiempo puro se expresa de muchas maneras en la estética de la imagen, por cuanto el cine nos muestra diversas “conductas del tiempo” a través de sus imágenes. Además, la crítica deleuziana de la “imagen dogmática del pensamiento” tiene respaldo en esta crítica de la “imagen hegemónica del tiempo”, porque un “pensamiento sin imagen” es condición necesaria para que se produzcan nuevas imágenes del pensamiento, mientras un “tiempo sin imagen” puede liberar otras “imágenes del tiempo”. La crítica de Deleuze a la “imagen del pensamiento” revindica un pensamiento sin imagen justamente para que el pensamiento, no teniendo un “modelo preestablecido” de lo que sea “pensar”, quede abierto a nuevas acepciones (Pelbart 2002: 32). En vez de limitarse a una definición dogmática como la que expresa la voluntad de verdad bajo la fórmula pensar es buscar la verdad; el pensamiento podrá transitar por otros “planos de inmanencia” como el de la creación, incitando nuevas enunciaciones tales como pensar es crear (Deleuze y Guattari 1991: 73). El tiempo como círculo es el “tiempo de la representación”, al que Deleuze opone el “tiempo como Rizoma” ya en Mil mesetas: no hay más “identidad reencontrada”, sino “multiplicidad abierta” (Pelbart 2002: 31). Con este desplazamiento conceptual, Deleuze se aleja de la duración bergsoniana -que según él hace hincapié en el pasado- para dar lugar a la figura nietzscheana del eterno retorno, siempre descentrada por su atracción hacia el futuro:

El rizoma temporal no tiene un sentido (el sentido de la flecha del tiempo, el buen sentido...), [sino que se expresa como] un Círculo de lo Otro. Un círculo del que el centro es el Otro, ese otro que jamás puede volverse centro precisamente por ser otro: círculo descentrado. Es la figura que mejor conviene para dar cuenta de la original lectura que Deleuze hace de Nietzsche: en la repetición vuelve el Eterno Retorno de la Diferencia. A este Otro podemos darle el nombre de Futuro (Pelbart 2002: 31).

Hemos visto que en La imagen-tiempo hay una valorización de los movimientos aberrantes, pues permiten al cine descentrar la percepción con la desproporción de escalas, provocando aceleraciones o cambios de dirección que sacan al movimiento de su eje. No es menor el hecho de que Deleuze haya tomado como ejemplo de aberración en el cine político a un director brasilero, el cineasta de las minorías, que ya no incita más a la revolución, porque sabe que no hay pueblo para sublevarse. Entonces, pone en trance todas las aberraciones vividas por la gente del sertão, región desfavorecida económica y geográficamente en el noreste de Brasil. De igual importancia, consideramos el análisis sobre la estética de Glauber Rocha, que nos guiará en la comprensión de la “imagen-trance”, núcleo de la parte política de este trabajo (Romero 2016: 97-118).Este encuentro es absolutamente necesario para nosotros, ciudadanos latinoamericanos que vivimos la teoría del tercer mundo en la práctica, y podemos aprovechar el impulso para pensar nuestra propia realidad y nuestro presente. Lo haremos colectivamente, siempre que tengamos la oportunidad. Por eso insistimos en una de nuestras primeras hipótesis; la de que el cine, al aproximarse a la vida, excede la dimensión impuesta por la estética, o por cierta concepción de estética que valoriza la experiencia receptiva, la fruición, más que el “shock”, como le decía W. Benjamin, y sus efectos colaterales en la vida real. Después de todo, es la geopolítica el escenario donde Glauber Rocha puede mostrar que “el oprimido solo se torna visible por la violencia [derivada] de la barrera económico-social, cultural y psicológica que separa el universo del hambre del mundo desarrollado” (Romero 2016: 100-101).

Esta confrontación geopolítica, cuya marca es la desigualdad social, se presenta con una “inevitable agresividad” bajo la forma de una “estética de la violencia” que afecta conflictos étnicos, de clase y transnacionales. Afianzamos aquí la “vocación revolucionaria del arte”, que entra en trance para darle voz a las “pulsiones inconscientes [del] sueño del oprimido”, como una antena capaz de interpretar sus anhelos. No solo el Cinema novo de Glauber Rocha, sino el Tercer cine de Fernando Solanas, deben algo de su “militancia” a la aparentemente apolítica “estética del sueño” borgeana, creador de “liberadoras irrealidades” (Romero 2016: 101-102). El análisis fílmico y conceptual de la obra de Rocha nos permite volver a Deleuze con algunas herramientas importantes para la aclaración de su frase, tomada de Paul Klee, según la cual “el pueblo es lo que falta”. Porque es precisamente en la propuesta revolucionaria del cine del Tercer Mundo, donde se siente esta ausencia que introduce en el pensamiento el problema de “la no presencia del pueblo”:

Se trata de un cine que tiene que hacer la crítica del mito (de la historia, de la representación, de la revolución inserta en una lógica binaria), y así poner en trance, poner en crisis el orden de lo establecido. Con esto también se libera un vínculo nuevo con el mundo. Una vez que ha caído el vínculo mítico, se necesita la creación de algo nuevo. Creación de enunciados colectivos para construir el pueblo que falta (Romero 2016: 114).

A esto se refería Deleuze con la invención de un pueblo por el arte “necesariamente político”, donde la creación contribuye con el devenir inventado en los suburbios, ghettos, favelas, comunidades urbanas y rurales, bajo nuevas condiciones de lucha que la sensibilidad del artista canaliza en su obra (Deleuze [1985] 1986: 288). Esta necesidad política de la creación artística -a la cual vuelve Deleuze en su conferencia sobre “El acto de creación” (Deleuze 2007: 281-289)- corresponde al Tercer Mundo, que Rocha consideraba justamente la “Tierra y el Espíritu de esa función fabuladora [que nos da la] posibilidad de crear algo nuevo, […] para pensar una nueva tierra” (Romero 2016: 114). Pero este “potencial revolucionario” surge en un medio que se resiste al cambio y de cierta forma al cine. Hay que involucrarse con la tierra, con el pueblo que sufre la “opresión de los gobiernos y los mitos”. Será el “amor como devenir colectivo” lo que posibilita, según Rocha, la “superación de la muerte”. Deleuze encuentra aquí un ejemplo del cine político moderno, donde confirma que la posibilidad de revolución desaparece junto con la ausencia del pueblo. Evidenciar la no presencia del pueblo implica la toma de conciencia de que había varios pueblos, tal como lo muestra Rocha al agitar “las multiplicidades nómades, errantes en el sertão, sin pueblo” (Romero 2016: 115). En Deleuze, lo anárquico rompe con la lógica binaria al oponer una “tendencia nómade a la tendencia sedentaria de la línea segmentada, y desbarata los bloques y las identidades binarias, llevando la vida a un flujo ilimitado de invención continua” (Romero 2016: 115-116; Goddard 2010: 93-102).

En ese sentido, la fabulación bergsoniana es trasmutada por Deleuze en arma potencial al servicio de los artistas. No olvidemos que Bergson pedía ojos de artista para que podamos ver en la realidad más de lo que nos muestra nuestra percepción habitual. Más que imágenes o percepciones, la fabulación crea potentes “visiones”, no menos artísticas que inofensivas, capaces de inspirar un pueblo que todavía no existe. Definitivamente, el pasaje de la estética de la imagen a la ontología, y de esta a la política de la imagen, implica confrontar las “visiones y audiciones de los grandes escritores”, que llegan a tener “delirios de lenguaje” como los esquizofrénicos, que sufren alucinaciones visuales y escuchan voces (Bogue 2017: 71). Pero lo imaginario y lo real son “dos caras que se intercambian incesantemente” en una especie de “espejo móvil”, suscitado por el concepto de imagen-cristal. De esta manera, cineastas como Ophüls, Renoir, Fellini y Visconti crean imágenes-espejo, en las que el reflejo y lo reflejado no se distinguen definitivamente, porque lo actual y lo virtual coexisten en permanente oscilación: “lo imaginario es una imagen virtual que se pega al objeto real, e inversamente, para constituir un cristal de inconsciente” (Bogue 2017: 77). A esta coalescencia de imágenes virtuales y actuales se denomina “visión”. Los artistas, dadas sus condiciones excepcionales de percepción, pueden extraer “perceptos estéticos”, impersonales y a-subjetivos, de donde abstraen “auténticas visiones” (Deleuze 1996: 162). Ellos son capaces de “transmutar” la percepción en una visión -la obra de arte- que pone de manifiesto el deseo artístico de proyectarla en la realidad como “una imagen de sí mismo y de los demás suficientemente intensa para que viva su propia vida” (Deleuze 1996: 164; Bogue 2017: 79.).

Son sus invenciones las que mejor definen esta dimensión política de la imagen que nos revelará la inspiración bergsoniana del pensamiento político de Deleuze. En efecto, para Bergson, lo imposible no precede a lo posible, ni el no-ser precede al ser en duración, porque es justamente la acción imprevisible del tiempo la que actualiza retrospectivamente las posibilidades al crear, al mismo tiempo, los obstáculos (imposibles) y su superación (posible). El hilo conductor seguido hasta ahora exige una reflexión sobre el estatuto de la “creación de posible” como un aporte adicional para la comprensión de la creación de nuevas “posibilidades de vida” (Zourabichvili 2002: 137-150). Deleuze habría encontrado en Bergson el camino para invertir la relación habitual entre lo posible y lo real. En efecto, el problema de lo posible no debe ser planteado en función de las alternativas, reales o imaginarias, que marcan una época o una sociedad, sino tomado como vector del presente, que clama por la “emergencia dinámica de lo nuevo”. Bergson expuso esta diferencia, entre lo posible que se realiza y lo posible que se crea, al descubrir en el arte un acto creador. Tal vez inspirado en esto, Deleuze haya engendrado algunas de sus ideas políticas. Es lo que nos sugieren las palabras del intérprete:

Realizar un proyecto no aporta nada de nuevo al mundo, puesto que no hay diferencia conceptual entre lo posible como proyecto y su realización (el salto en la existencia). Transformar lo real a imagen de lo que fue primeramente concebido es reducir a la nada la propia transformación. La apertura de posibles sería como una meta que no nos deja perder la esperanza en el porvenir. Más que construir el futuro, se trata de vivir de la esperanza, y de entender su lógica de realización. (Zourabichvili 2002: 139)

No es lo mismo la esperanza (de promesa) que la esperanza (de esperar), afirmada en esta filosofía de la inmanencia según la cual “no se puede saber de entrada” (Zourabichvili 2002: 140, n. 1). Esto hace confluir la política con la estética, como lo habíamos anunciado en la introducción de este trabajo, pero ahora como un retorno a la estética. La percepción es lo que vincula la estética con la ética al remontar la sensibilidad en la creación de nuevas posibilidades de vida. Por eso, Deleuze piensa la política como una cuestión de percepción, y Zourabichvili aprovecha la chispa para volver a Mayo del ’68, el acontecimiento histórico que encarna la idea deleuziana de “videncia”:

Mayo del 68 fue un fenómeno de videncia, como si una sociedad viera de un solo golpe lo que contenía de intolerable y viera también la posibilidad de otra cosa. Es un fenómeno colectivo bajo la forma ‘Lo posible, sino me ahogo’. (Zourabichvili 2002: 141; Deleuze [1983] 1984: 75-76)

Lo que caracteriza al “vidente” o al “visionario” no es el hecho de que este vea más lejos, pues su visión, al contrario, no presagia ningún porvenir. Se trata de una “mutación afectiva” que revela lo intolerable a través de “perceptos”, cuyas condiciones de percepción promueven la apertura del nuevo campo de posibles, una vez que en ellas irrumpe lo expresable de la situación. Ocurre una mutación subjetiva cuando el percepto hace que la percepción ordinaria se relacione con el afuera, generando un encuentro. La videncia del que encuentra las condiciones de existencia (para sí mismo y para los otros) es un “acontecimiento” en el que la acción política se disocia de la toma de conciencia y aparece como síntoma de una “nueva sensibilidad” inherente a la estética. Así, la mutación perceptiva y afectiva del '68 habría creado “nuevas relaciones con el cuerpo, el tiempo, la sexualidad, el medio, la cultura, el trabajo” (Zourabichvili 2002: 141). Nuestra propia subjetividad se constituye como una síntesis de estas relaciones, de sus cambios y de su exterioridad originaria, que nos hace encontrar de repente lo que ya estaba “bajo nuestros ojos”. La referencia es otra vez Europa 51, de Rossellini: la mujer que deja su mirada de ama de casa cuando pasa a ver lo insoportable (Deleuze [1985] 1986: 12-13).

Como lo pedía Bergson, y como lo hacen ciertos artistas privilegiados, los ojos del vidente perciben más de lo que ven en la realidad, porque captan el “campo de posibles” de la situación actual, allí donde fulgura una nueva posibilidad de vida. Ellos ven lo posible, pero no elaboran ningún plan, dada la diferencia de naturaleza entre las potencialidades y su actualización. Esta vez, Deleuze se inspira en Bergson para disolver el dualismo del libre-arbitrio y del determinismo en provecho de lo nuevo: “Lo virtual efectivo (real) toma el relevo de lo posible (imaginario) por realizar” (Zourabichvili 2002: 141). Es hora de preguntarse, entonces, ¿cómo se relaciona todo esto con el tema de la imagen? Si Deleuze llama “acontecimiento” a la videncia de estas potencialidades no actualizadas, lo que,a su vez, engendra la mutación del “devenir revolucionario”, es notorio que la visión fugaz que tiene el vidente-revolucionario -la potencia evanescente de la imagen- solo pueda manifestarse en una “imagen intensiva”, donde la intensidad desaparece justamente al devenir imagen. Por eso, la experiencia de lo posible consiste en “agotar lo posible” hasta que veamos la potencia en su caída. La percepción de lo posible se le escapa de las manos a la estética de la imagen, y busca amparo en el estatuto ontológico que se completa en esta imagen. Porque no se puede ver la imagen de la revolución, que es un acontecimiento de potencialidades. La revolución es la que ve, y ella se ve a sí misma mientras se actualiza. Por eso, esta imagen es necesariamente fugaz y se disipa continuamente, fragmentándose conforme lo posible: más que la imagen de lo posible; es ya la imagen de lo real.

4

¿Cómo pensar la política después de este preámbulo sobre el concepto deleuziano de acontecimiento, su relación con lo posible y con el devenir-revolucionario? ¿Qué más podemos aprender con el concepto de imagen, ahora que dejamos de creer en lo posible como instancia de realización? Cuando las alternativas, presentes o futuras, no son más que clichés, la política debe renovarse en una colectividad que ha encontrado sus propias condiciones de existencia frente a lo intolerable. Los clichés no son más que una forma de ocultar lo intolerable de la imagen, algo que de cierto modo aparece también en las aventuras de Bouvard y Pécuchet en el libro homónimo de Flaubert citado por Deleuze a propósito de la necedad (Deleuze [1968] 2017: 407, n.3). A lo que se podrían sumar las referencias al Idiota en los libros sobre cine; son diferentes maneras de lidiar con lo intolerable de una situación.

Recordemos que el cine político, a través de imágenes de nuestro cotidiano, revelaba situaciones de “miseria y opresión” insoportables, que sin embargo podíamos tolerar gracias a los esquemas sensoriomotores, esas “metáforas” afectivas que Deleuze llamaba de “clichés”, justamente porque resumen la “imagen sensoriomotora de la cosa” (Deleuze [1985] 1986: 34-35). Al romper con el esquema sensorio-motor, el cine moderno ponía en evidencia esos clichés, para después liquidarlos. Porque las “convenciones arbitrarias” que hacen del mundo un lugar más tolerable son las mismas que denotan el “intolerable compromiso” con los poderes que sustentan la miseria. Obedecemos, entonces, cuando los esquemas sensorio-motores responden bien al sufrimiento, y así integramos la represión. Hasta los “clichés de la lucha”, la compasión y el fanatismo, nos hacen sentir vergüenza por su capacidad de adaptarse al odio. Por otro lado, cuando empezamos a ver los esquemas sensorio-motorescomo clichés nos invade el cansancio, la “mala voluntad” característica del nihilismo moderno que culmina con la “pérdida de la fe”. Ya no creemos en lo posible, por eso no tenemos ganas de realizarlo:

Todo lo que vemos, decimos, vivimos, imaginamos o sentimos, ya está reconocido, lleva de entrada la marca del reconocimiento, la forma de lo ya visto, de lo ya entendido. Una distancia irónica nos separa de nosotros mismos, y no creemos ya en lo que nos sucede, porque nada parece poder suceder. (Zourabichvili 2002: 147)

Tendremos que destruir la “imagen de lo posible”, que se adueña de lo real y lo mantiene en estado permanente de posibilidad, sin que nunca se llegue a lo efectivo. Para eso Deleuze endosa la crítica de Bergson y censura el cliché por tener “la forma de lo posible”. Bergson resiste a la idea de que lo real esté hecho, como si pudiera preexistir “en sí mismo”, y rebate la “pseudo-actualidad de lo posible” por darnos la ilusión de que todo lo real sea “dado en imagen” (Deleuze 1966: 100-101). De este modo, lo posible quedaría precedido de su propia imagen en tanto posible, siendo esta semejanza entre la imagen y lo posible la que suscita la confusión. Se desvanece entonces la tentativa de ontologizar la imagen cinematográfica, tal como lo sugieren algunas lecturas que mencionamos inicialmente (Bazin 1958; Asiáin 2011). La excesiva carga de realidad que a veces se le quiere conferir al cine puede tener el efecto contrario, dejándonos frente a imágenes tan reales que no admiten la franja de virtualidad necesaria para que se produzca la transformación, es decir, la actualización de lo posible. Verificamos ahora que hay un déficit ontológico en la propia realidad, característico de la vida y del devenir, que no puede ser fijado ni colmado por ninguna imagen. Al disecar la vida en imágenes de lo posible (clichés), sea con la cámara o con proyectos políticos, se la vacía de su potencial virtual, y esto hace que lo posible pierda su preñez y lo real su fecundidad. De este modo, la crítica bergsoniana de lo posible refuerza la crítica deleuziana de la imagen dogmática del pensamiento, porque fundarse en una imagen preconcebida es privar el pensamiento de su necesidad y condenarlo a moverse en una insuperable posibilidad. La imagen del pensamiento equivale a la posibilidad del pensamiento, pero no al acto efectivo de pensar, por cuanto solo la experiencia real nos pone en relación con lo que todavía no pensamos, según el adagio heideggeriano (Deleuze [1985] 1986: 210, n.2) que nos acompaña desde Diferencia y repetición (Deleuze [1968] 2017: 407). Análogamente, esta lectura nos aconseja a pensar la política. Porque si el pueblo todavía no existe, aquí también hay una relación de exterioridad que es necesario afirmar; la del “encuentro entre el pensamiento y lo que piensa, entre el pueblo y él mismo” (Zourabichvili 2002: 148). La acción política se define justamente por la “efectividad y necesidad” que le faltan a la realización. De este modo, la tarea requerida por una investigación sobre las múltiples dimensiones del concepto de imagen en el pensamiento de Gilles Deleuze tropieza con una concepción política específica que se vincula con la estética del cine y con la ontología del devenir.

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1 Véase Deleuze [1983] 1984 y [1985] 1986.

2Para una introducción general, véase Montebello 2008 y Machado 2009: 247-252.

3Véase Deleuze 2018: 500 yGuattari 1979.

Recibido: 05 de Septiembre de 2019; Aprobado: 07 de Octubre de 2019

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