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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.50 Buenos Aires mar. 2020  Epub 01-Mar-2020

 

Artículos

Cognición, afectividad, temporalidad: la experiencia estética en Jean-Marie Schaeffer

Cognition, affectivity, temporality: The aesthetic experience in Jean-Marie Schaeffer

Daniel Omar Scheck1 

1Instituto Patagónico de Estudios de Humanidades y Ciencias Sociales-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas-Universidad Nacional del Comahue

Resumen

El presente trabajo realiza un análisis crítico de la concepción de la experiencia estética de Jean-Marie Schaeffer. El filósofo considera que lo estético es una propiedad relacional y que supone una interacción entre elementos cognitivos y afectivos. Además, afirma que lo afectivo implica tanto un cálculo hedónico como una implicación emocional. El objetivo principal es mostrar tres niveles diferentes en los que la afectividad define, prefigura y condiciona la atención orientada estéticamente. Subsidiariamente, se señalan las diversas teorías a las que recurre Schaeffer para fundar la propia y se sostiene que las vivencias acumuladas, sobre todo las negativas, constriñen el abanico de potenciales encuentros estéticos.

Palabras clave: Conducta estética;Atención autoteleológica; Hedonismo; Implicación emocional; Dimensiones temporales

Abstract

This paper presents a critical analysis of Jean-Marie Schaeffer’s conception of the aesthetic experience. The philosopher considers that aesthetics is a relational property and that it involves an interaction between cognitive and affective elements. Furthermore, he affirms that the affective implies both a hedonic calculation and an emotional implication. The main objective is to show three different levels in which affectivity defines, prefigures and conditions aesthetically oriented attention. Secondary, the various theories that Schaeffer uses to ground his own are pointed out, and it is argued that the accumulated experiences, especially the negative ones, constrain the range of potential aesthetic encounters.

Keywords: Aestheticconduct;Autotelelogicalattention; Hedonism; Emotionalimplication; Temporal dimensions

Con la explícita intención de reinstaurar algunos de los pilares en los que se fundaba el pragmatismo de John Dewey, aunque también podría leerse como una concesión a Kant -o incluso al propio Aristóteles-, Jean-Marie Schaeffer concibe a la experiencia estética como una modalidad básica de experiencia en la que convergen elementos cognitivos y afectivos. Así entendida, la experiencia estética es un tipo de experiencia de la vida común, una experiencia cotidiana, que está estructurada cognitiva y afectivamente. Es un “comportamiento humano intencional” sostenido en el nivel atencional; es un tipo de relación que se asienta en una discriminación cognitiva (i.e. presupone un discernimiento), cuya condición específica, que la diferencia de otras actividades atencionales, es que está “cargada afectivamente”. La carga afectiva, según la definición más reciente de Schaeffer, implica tanto una dimensión hedónica como una dimensión emocional.

Las emociones y el placer cargan y determinan la relación estética en tres niveles diferentes. En un primer nivel, la afectividad resulta definitoria, ya que sostiene y retroalimenta la actividad atencional en tanto se desarrolla la experiencia estética. En un segundo nivel, que antecede al anterior, se despliegan ciertas “constelaciones afectivas” asentadas con el tiempo y fruto de la interacción social y la impregnación cultural, que pre-condicionan nuestra respuesta emotiva ante un estímulo particular. Por último, puede distinguirse un nivel en el que la reacción afectiva actual se traduce en juicios estéticos que valoran y comunican nuestro índice de satisfacción. Eso predetermina nuestros futuros encuentros, tanto como los de quienes nos rodean, aunque indirectamente. La distinción entre estos niveles no es una preocupación central en el análisis de Schaeffer, aunque claramente concentra su atención en el primero; es decir, en el cálculo hedónico y la implicación emotiva que se despliegan en tanto estamos inmersos en una experiencia estética. En el presente trabajo me propongo mostrar que los otros dos niveles realmente condicionan y prefiguran la afectividad que sostiene la experiencia en tanto ocurre, pues restringen el abanico de objetos o fenómenos pasibles de satisfacción estética. Además, aunque los tres niveles en los que se despliega la afectividad actúan de forma conjunta y de modo coordinado en cada vivencia particular, intentaré dar cuenta de la diferencia entre ellos a partir de dos elementos que permiten distinguirlos con claridad. A saber: por un lado, trataré de mostrar que la lectura de Schaeffer remite a diferentes autores en cada caso; por otro, ya en las conclusiones, sostendré que claramente rigen distintas dimensiones del tiempo en cada nivel y que el pasado eclipsa al presente y, a la vez, nos deja ciegos a buena parte del futuro.

Atención autoteleológica

Schaeffer emprende una doble tarea en sus indagaciones sobre estética: por un lado, insiste en denunciar y desmontar el rol fundacional y fundacionista que tienen aquellas teorías filosóficas que exacerban el valor del arte y reducen lo estético a las reflexiones sobre lo artístico; por otro, ofrece una teoría más amplia y comprensiva, que recupera la centralidad de las experiencias subjetivas y pone el acento en la respuesta afectiva frente a un objeto, cotidiano o artístico, que es valorado por la satisfacción y las emociones que produce.

En relación con la primera tarea, Schaeffer entiende que la estética actual debe decirle “adiós” a la “religión del arte”; debe desprenderse de aquella teoría filosófica que sentó las bases para la sacralización y el mesianismo en el arte. Esa doctrina, que podría identificarse con los ideales estéticos de Hegel y el romanticismo, redujo lo estético a lo artístico, instaurando un dualismo insuperable entre las experiencias vinculadas a las obras de arte, únicas y extáticas, y las meras experiencias cotidianas, ordinarias e intrascendentes. Desde ese momento, el contacto con el arte, como producto excepcional del espíritu humano, se transformó en una relación casi mística, desterrando de lo estético cualquier encuentro con los objetos cotidianos o los fenómenos naturales.

Para los defensores de esa doctrina, las experiencias estéticas se restringen a lo artístico y revelan realidades trascendentes, verdades ocultas desde otras perspectivas, e inalcanzables desde otras actividades consideradas alienadas e inauténticas. Así, el dualismo de la “religión del arte” tiñe todo nuestro contacto con el mundo y nos duplica a nosotros mismos. Todo tiene una doble faz, una superficial y aparente, y otra profunda y verdadera. La primera está a la vista, y para acceder a ella basta con nuestro aparato perceptivo y cognitivo. Pero para captar lo auténtico es necesario que actualicemos nuestra devoción por el arte y los objetos estéticos, y que nos entreguemos a las experiencias extáticas y reveladoras que nos ofrece lo artístico en su sacralidad.1

Con respecto a la segunda tarea emprendida, y para contrarrestar el peso de la “religión del arte”, Schaeffer define lo estético como una conducta humana transcultural, es decir, como una constante antropológica que atraviesa todas las culturas. Esta concepción, más amplia y mundana, asume que nuestra actitud estética tiene un fundamento biológico y que va atada a una base genética, que es condición necesaria pero no suficiente. Es una versión naturalista y evolucionista que tendría la ventaja de disolver el dualismo, haciendo desaparecer la oposición entre lo cultural y lo biológico, para dar lugar a una relación de complementariedad.

Desde esta perspectiva, nuestra riqueza cultural se interpreta como un rasgo saliente de la historia evolutiva de la especie, como uno de los caracteres definitorios de lo humano. La conducta estética, en consecuencia, no se explica solo por transmisión histórica, sino que se entiende como un “hecho etiológico” que no va atado a la reproducción cultural, pues tiene su asiento en una disposición mental más general que los aprendizajes culturales. Como ya mencioné, existe una suerte de preprogramación genética que determina ciertas reacciones estéticas, pero eso no implica aceptar la tesis de la uniformidad transcultural de objetos y conductas, porque las cosas y los fenómenos que despiertan esa reacción son diferentes en cada cultura, y los rasgos que son revestidos estéticamente varían de un lugar a otro.

Lo que se mantiene de una cultura a otra, lo que no está atado a sus especificidades, es lo que define a lo estético. En todos los casos, el comportamiento estético se define como una relación atencional que presupone una discriminación cognitiva; cuya condición específica, que la distingue de otras actividades atencionales, es que está cargada afectivamente. Es una experiencia banal y cotidiana, una modalidad básica de contacto con el mundo, “que explota el repertorio común de nuestros recursos atencionales, emotivos y hedónicos, aunque dándoles una inflexión no solamente particular, sino también singular” (Schaeffer 2018: 11).

Para ampliar la definición, puede decirse que es una actividad representacional mental, dirigida hacia un objeto que constituye su referente, que se distingue por un índice de satisfacción (o insatisfacción) y una implicación emotiva que regula la propia actividad de discernimiento. La satisfacción y las emociones tienen que ser originadas por la actividad de discernimiento y, a la vez, regular el proceso atencional. Es decir, es una suerte de bucle, de “proceso homeodinámico” de retroalimentación, entre el discernimiento y la afectividad desplegada. Para entender la idea del bucle puede pensarse en lo que nos ocurre mientras leemos una novela, al menos una que nos cautive. Cuando nos enfrascamos en el universo que nos propone el libro, en términos de Schaeffer, entramos en un proceso de atención autoteleológica que se sostiene en el tiempo en tanto se retroalimenta y autoregula según un índice variable de satisfacción y emotividad que la lectura misma genera.

Más allá del ejemplo, la experiencia estética es un proceso autotélico que no distingue si el objeto es artístico o natural. De hecho, no importa tanto el objeto, ni existen los objetos propiamente estéticos, lo que importa es nuestra actitud frente a ellos. Sin embargo, y más allá del carácter subjetivo de lo estético, Schaeffer nunca concede que todas las experiencias sean equivalentes, ni que todos los hechos estéticos tengan la misma complejidad, ni que todos los juicios estéticos tengan el mismo interés. Por el contrario, un comportamiento estético puede ser más o menos rico; un hecho estético, como una obra de arte, por ejemplo, puede ser más o menos complejo, y un juicio estético puede traducir con mayor o menor éxito esa riqueza y esa complejidad.

En suma, la experiencia estética puede verse enriquecida o empobrecida por el tipo de reflexión que alguien dedique al objeto; puede ser más o menos intenso el despliegue afectivo que provoca en acuerdo con la historia personal y la impregnación cultural; y puede depender su éxito del nivel de complejidad que el objeto detente y de la voluntad, y los saberes laterales, que pongamos a disposición para responder a esa complejidad.

Los roles de la afectividad

Todo lo anterior no es más que una apretada síntesis de los fundamentos de la teoría de Schaeffer. En lo que sigue pretendo dar cuenta del rol de la afectividad en ese marco y en los tres niveles enunciados al inicio de este trabajo. Comenzaré por el nivel definitorio, al que el propio Schaeffer le ha prestado mayor atención -sobre todo últimamente- recurriendo a desarrollos recientes de la biología evolutiva y la psicología cognitiva.

En términos de Schaeffer, el objeto estético se construye, no es un mero dato sensible, desprovisto de toda estructuración cognitiva, pero tampoco una plena elaboración intelectual, sin base en algún qualia perceptivo. En rigor, convendría hablar de “hechos estéticos”, así como nos acostumbramos a hablar de “hechos históricos” en Michel de Certau o en Hayden White, pero no me detendré en este punto ahora. Lo que importa subrayar es que no existen objetos estéticos por fuera de las experiencias estéticas, esto determina que lo estético se transforme en una propiedad relacional. No se trata de algo propio de los objetos ni de una imposición total del sujeto.

Resulta claro, desde aquí y en adelante, que en este nivel la referencia obligada es a la estética del sentimiento de Kant. Intentaré dar cuenta de algunos puntos de contacto ineludibles, aunque Schaeffer en ningún momento pretende ocultar la filiación kantiana de buena parte de su propuesta. La pregunta pertinente es qué es lo que transforma un encuentro cualquiera con un objeto cualquiera en una experiencia que ya no es cualquiera, o estándar, sino estética. Como expuse ut supra, lo que distingue al encuentro estético es el tipo de actividad atencional y el índice de satisfacción y la implicación emocional que deben regularlo y sostenerlo como tal.

Nuevamente, cabe preguntarse qué características particulares tiene la “atención orientada estéticamente”, para utilizar el término acuñado por Schaeffer en sus escritos más recientes. Pues bien, a diferencia de los procesos cognitivos estándar, que son más económicos y están orientados pragmáticamente a la consecución de un fin objetivo, la relación estética se inscribe en los procesos atencionales de señalización costosa, u honesta. En este tipo de procesos se despragmatiza la relación con el mundo, en el sentido de no estar guiados por la búsqueda de alguna utilidad.

La teoría de la señalización costosa se formula en el marco de la biología evolutiva, y se utiliza, sumariamente, para dar cuenta de situaciones de conocimiento incompleto. Esto es, situaciones de interacción comunicativa entre individuos en las que se hace muy difícil evaluar una cualidad o un atributo de forma directa, aunque es realmente importante que la evaluación de ese atributo o cualidad sea la adecuada. El ejemplo es el de la cola del pavo real, que es un atributo realmente incapacitante y desventajoso a la hora de ocultarse o escapar de un potencial depredador. No obstante, la hembra del pavo real evalúa y elige al macho por ese atributo. Así, la elección que debe asegurar la descendencia se hace en función de una señal costosa, pero que a la vez es honesta. Si, a pesar de la incapacidad y molestia que implica una gran cola, el macho ha sobrevivido y llegado a la temporada de apareamiento, es una señal palmaria de que tiene un buen estado físico y de que es un buen candidato para asegurar la progenie. Es decir, del lado del macho, la señal es honesta porque puede emitirla, más allá de lo costosa que resulte, y eso confirma que tiene las capacidades que anuncia. Del lado de la hembra, la honestidad depende de su disposición a evaluar las señales del macho en un proceso costoso en comparación con la atención estándar (por ejemplo, debe enfocarse en el despliegue que hace el macho, para tratar de interpretar mejor la señal que emite, eso disminuye el nivel de alerta ante el posible ataque de un depredador).

Más allá de algunas aclaraciones y ajustes, el modelo de la señalización costosa, llevado al plano de la atención orientada estéticamente, le permite a Schaeffer mostrar las diferencias con otros tipos de procesos atencionales; en particular, con los procesos pragmáticos estándar y con los procesos “duros” de tipo científico. El procesamiento de la información pragmático estándar se caracteriza por ser “ascendente, esquemático y automático”, eso nos ayuda a producir creencias y evaluaciones más eficientes y de la manera menos costosa. Los estímulos procesados de este modo tienden a ser sistematizados y simplificados, ya que tratamos de encontrar un atajo ante la eventual complejidad, buscando un patrón o plantilla que simplifique el proceso. Lo importante es lograr la rápida integración de cada nuevo estímulo al stock de estímulos familiares.

La experiencia estética, si bien presupone procesos atencionales estándar, de organización perceptual, sobre todo, se caracteriza por un procesamiento de la información que es descendente. Es decir, se sacrifica la economía perceptual y cognitiva en procura de una recuperación de la información más costosa, concreta y reflexiva. En esto se parece a la atención prestada por un científico, un entomólogo o un biólogo, dice Schaeffer, aunque también podría pensarse en un curador o un comisario de arte. Sin embargo, a diferencia de la atención estética, en el caso de los procesos atencionales “duros” de la ciencia, se procura procesar y simplificar la información recabada de una forma económica, se pretende identificar o catalogar algo, buscarle su lugar, sus características discrecionales, para situarlas en la especie o categoría correctos en un catálogo o muestra. Aquí yace una diferencia sustantiva entre un modo y otro, ya que en el modo científico la atención está guiada por la búsqueda del resultado final, por un objetivo o fin externo o transitivo; mientras que la atención orientada estéticamente intenta reforzar el propio proceso atencional. No miramos tanto al objeto o al resultado, dice Schaeffer, porque “el objetivo de mirar estéticamente algo es el proceso de mirarse a uno mismo” (2015: 156). Esto puede ayudar a entender el “bucle” al que hice referencia previamente.

Otra forma de hacerlo más comprensible es remitirnos nuevamente a Kant, al juego libre y desinteresado de las facultades y a cómo, en el juicio estético, no hablamos del objeto sino de cómo somos afectados por él. En ese marco, la acomodación formal (no material) -la idoneidad de la forma o conformidad a fin-, del objeto con las facultades del sujeto es lo que motiva la sensación placentera. Por eso, el placer que experimentamos ante un objeto al que juzgamos bello no dice nada sobre el propio objeto, sino sobre nuestro estado de ánimo (véase Kant, KU, Ak. V A xli/B xliiiss).2En lo que sigue, la idea de que el procesamiento mismo -y no el objeto- es lo que se valora y provoca satisfacción en la experiencia estética, puede verse como una versión actualizada de la conformidad a fin kantiana.

La pregunta crucial es, entonces: ¿qué podría motivar un proceso tan costoso? Un proceso que no escapa a la complejidad de la información y que, al mismo tiempo, favorece esa complejidad al ponerla en relaciones múltiples para explorarla horizontalmente en toda su riqueza. Para entender el problema, basta pensar en el esfuerzo que implica leer algo como Crimen y castigo, ver una película de Bergman, analizar una pintura de Motherwell o recorrer la Patagonia en bicicleta para disfrutar de sus paisajes. La tesis de Schaeffer es que nos sumergimos en ese tipo de experiencias estéticas, tan costosas desde el punto de vista cognitivo, por el índice de satisfacción que producen y porque se retroalimentan de las emociones y el placer que suscitan. Así, mientras la atención estándar y la científica están reguladas principalmente por el resultado final, y por ello son “hetero-teleológicas”; la atención orientada estéticamente es “auto-teleológica”, porque el cálculo hedónico funciona en línea, al mismo tiempo, retroalimentando la atención continua. En suma, “el costoso procesamiento de la señal es impulsado por una recompensa interna” (2015: 159). Éste sería el nivel central de lo afectivo, claramente teñido con trazos kantianos.

Ahora bien, podría pensarse, a partir de los propios ejemplos dados, que el valor hedónico se relaciona con algo en los objetos procesados, que hay algún rasgo o característica en esas obras o en esos paisajes que se valora satisfactoriamente. Pero no es así, ya que en contextos estéticos el placer o displacer está atado a la propia actividad atencional. En otras palabras, lo que se valora hedónicamente no es ni el objeto representado como tal ni el resultado cognitivo final del procesamiento del objeto, sino el acto del procesamiento en sí mismo. En términos de Kant, lo que se está valorando es el juego mismo; y lo que está provocando un estado de ánimo placentero es el acuerdo o concordancia entre las facultades y la representación. Al poner el acento en el plano del procesamiento mismo, Schaeffer trata de ofrecer un modelo genérico de experiencia estética que resulte válido para todas las modalidades de atención orientada estéticamente. En esa línea, redefine a la experiencia estética como “un ciclo de retroalimentación bidireccional establecido entre la atención prestada al objeto (obras de arte o lo que sea) y un cálculo hedónico en línea que evalúa la valencia positiva o negativa del proceso de atención a medida que se desarrolla en el tiempo” (2015: 160).

No obstante, y dado que no es algo en el objeto ni en el resultado lo que se valora, puede repreguntarse qué es lo que se valora del procesamiento en sí. La respuesta tiene que ver con la fluidez del proceso atencional: “cuanto más se experimente el procesamiento como fluido, más positiva será la experiencia estética” (Schaeffer2015: 160). En este marco, Schaeffer rescata el modelo de la “fluencia procesual”, de Reber, Schwarz, Winkielman (2004) y, más recientemente, Bullot y Reber (2013), para dar cuenta del mecanismo que antes se explicaba en términos del libre juego de facultades en Kant. La fluencia, sumariamente, se asocia a una clase de acontecimientos mentales que no son determinados directamente por el contenido de la actividad atencional y judicatoria, sino por las características de los procesos cognitivos que tratan ese contenido. Esto supone que representaciones con un mismo contenido pueden generar variaciones en el grado de activación, en la velocidad del tratamiento o en el esfuerzo que demandan, es decir, en la carga de trabajo que implican. Y esas diferencias en la fluidez procesual están ligadas a diferencias en la valencia hedónica, que determina una preferencia por objetos cuyo tratamiento sea más fluido (véase Schaeffer 2018: 158). Esas preferencias, a su vez, inclinan nuestros juicios cognitivos y normativos.

En general, aunque existen excepciones, la fluencia está signada por una valencia hedónica positiva, esto sucede porque la mente humana tiene preferencia por la economía cognitiva. Además, la fluencia suele ser indicio de familiaridad, porque los estímulos familiares son tratados con mayor rapidez. La fluencia también es señal de prototipicidad y simetría, dos propiedades muy valoradas por cualquier organismo vivo. Por último, también indica progresión cognitiva; esto es, progreso rápido hacia un reconocimiento y una interpretación lograda del objeto tratado (véase Schaeffer 2018: 160). Todos esos elementos, presentes en la teoría de la fluencia procesual, son compatibles y valiosos para la propuesta de Schaeffer; aunque también es consciente de los problemas que acarrea extrapolar ese modelo a las experiencias estéticas, sobre todo a las vinculadas con el arte. Una objeción, muy oportuna para el caso de las obras de arte, es que algunas de ellas fueron diseñadas, deliberadamente, para obstaculizar y ralentizar la fluidez del procesamiento; de hecho, podría pensarse que vanguardias enteras basaron sus obras en ese mecanismo. Esto bien puede implicar un desafío para el receptor, y cautivarlo más frente a la obra, pero también puede generar aburrimiento, cansancio y abandono de la relación estética frente a algo que no puede valorarse como positivo desde el punto de vista hedónico.

Una posible respuesta a la disfluencia, y a la amenaza del aburrimiento, viene de la mano de la curiosidad. Dado que no todas las obras son bellas y, por ende, procesadas de modo fluido, como parece sugerir la teoría de la fluencia en su formulación original, marcadamente clasicista, bien puede exigírseles que sean interesantes, que despierten la curiosidad. Nuevamente conviene decir que la curiosidad no depende directamente del objeto, sino que su valencia positiva está vinculada con algunos estímulos que aún no han sido procesados. Es decir, “la curiosidad valora el acto de procesar la información en cuanto tal” (Schaeffer 2015: 162). La recompensa de la curiosidad es independiente de cualquier resultado pragmático o cognitivo específico, porque radica en el inicio y la continuación del procesamiento.

Además del tema de la disfluencia, otra cuestión a saldar es si las obras de arte pueden interpretarse como señales costosas para la experiencia estética. El problema puede comenzar a zanjarse si recordamos la honestidad intrínseca que caracteriza a las señales costosas: no son cosas que pueden simularse. Ese rasgo se ajusta bastante bien a la creación artística, porque un poema, una película o una performance, por ejemplo, difícilmente puedan ser experimentadas estéticamente en una paráfrasis, un resumen o una reseña. En todo caso, si la paráfrasis o la reseña son buenas, desencadenarán una vivencia estética por sí mismas, y sólo de un modo indirecto por la obra referida. Es decir, las obras no pueden separarse de una singularidad contingente, “porque la obra de arte no es el vehículo de la señal sino su encarnación: la relación es de auto-ejemplificación” (Schaeffer 2015: 163). Es decir, son señales realmente costosas y únicas, por cierto, tanto que no admiten su reemplazo por un resumen o una paráfrasis. Dicho de otra manera, “ninguna descripción de un paisaje puede reemplazar la experiencia real en su singularidad tal como la experimenta un individuo en particular” (2015: 164).

Lo anterior constituye una de las conclusiones del análisis de Schaeffer, aunque él mismo reconoce que sólo se aplica a la dimensión individual y al encuentro personal con una obra o fenómeno particular. Existen al menos otras dos cuestiones que admiten mayor indagación, a saber: la primera tiene que ver con el complejo entramado de factores sociales y culturales que condicionan nuestra atención y la asignación de valores hedónicos y emotivos, positivos o negativos, en las experiencias estéticas; mientras que la segunda se relaciona con los mecanismos, aún menos estudiados, vinculados con la transmisión de nuestras experiencias, satisfactorias o insatisfactorias, las cuales se traducen en juicios valorativos que afectan los futuros encuentros estéticos -tanto los propios como los de quienes nos circundan. Ambas cuestiones dan cuenta del rol estructural y determinante que tiene la dimensión afectiva sobre el componente atencional de las experiencias estéticas.

Sobre lo primero, cabe preguntarse: ¿por qué algunas cosas, obras o fenómenos, nos resultan atractivas y nos provocan sensaciones positivas y placenteras?, ¿por qué otras nos disgustan, nos repelen o, incluso, nos repugnan y nos ofenden con su sola presencia? La respuesta a estos interrogantes nos lleva a pensar en la existencia de un nivel en el que la afectividad prefigura el momento en el que se desarrolla un encuentro estético puntual y específico. Es decir, cabe pensar que existe una fuerte carga afectiva del pasado por sobre la afectividad que se despliega en el presente. Schaeffer considera que nuestra sensibilidad, lejos de estar desinteresada por lo que percibimos, y más lejos aún de ser una especie de tabula rasa, está condicionada por “constelaciones afectivas”.

De hecho, para el caso de las emociones, nunca son completamente adventicias, sino que “la emoción, cuando nos invade, siempre es la presentificación del pasado,condensado en una experiencia singular que irradia mucho más allá de sí misma sin por ello apartarse de su singularidad” (Schaeffer 2018: 89). En otras palabras, nuestra atención estética está saturada por asociaciones culturalmente construidas. Esto explica por qué, de este lado del mundo, sentimos atracción por ciertos rostros o facciones, o asociamos ciertas flores con la belleza y el ornamento, y en otras latitudes se valoran otras. Como ejemplo, puede pensarse en lo que ocurre con las flores del cerezo en Oriente, que son apreciadas de un modo más bien estético, mientras que para los fruticultores del Alto Valle del Río Negro tienen principalmente un valor utilitario, como indicador de una buena o magra cosecha.

A esta especie de pre-carga afectiva de la respuesta afectiva se suma la carga de saberes laterales y convencionales, que se requieren para apreciar los distintos niveles o capas de sentido que tiene un objeto. Sobre todo si se trata de una obra de arte, nunca alcanza con una simple inspección perceptiva, porque la identidad de la obra se despliega en diferentes niveles o estratos. Schaeffer recupera esta forma de concebir el arte propuesta por Danto; así como también la tesis acerca de que las obras de arte se distinguen de las “meras cosas” porque encarnan “temas” o significados (véase Danto 2004, 2005, 2006, 2015). En términos de Danto, una cosa cualquiera es una obra de arte si se refiere o trata acerca de algo. Pero una obra de arte, además, exige una interpretación, una atribución de significado que explique sus propiedades manifiestas.

Dicho de otro modo, se requiere una distinción de pensamiento, ya que la diferencia no se encuentra a la vista. En la teoría de Danto, una obra de arte puede ser un objeto cualquiera, pero no cualquier objeto, porque a la cosa debe sumársele una idea. Debe incorporar un pensamiento, un sentido, un significado, “una reflexión que nos dice cómo mirar el objeto” (Danto 1999: 6). Una obra de arte, en consecuencia, es un objeto con un significado encarnado que el espectador debe interpretar, descifrar, desencarnar. En este sentido, los significados que los artistas incorporan a sus producciones se conectan con nuestras propias experiencias vitales. De acuerdo con Danto, la inmersión mimética y la labor de la imaginación que se requiere para experimentar ciertas cosas induce otros temas en nosotros, más allá de los que quiere comunicar el autor, y más allá de los datos que aparecen a simple vista.Aunque la teoría de Danto está pensada para las artes plásticas, Schaeffer sostiene que puede extenderse a las demás artes, donde queda claro que los aspectos puramente perceptivos tienen las mismas limitaciones. Es decir, las experiencias estéticas que provienen del arte no están atadas o lo meramente perceptible en el objeto material, sino que se completan, por así decir, con nuestras constelaciones afectivas, saberes laterales, convenciones aprendidas y vivencias acumuladas.

La otra cuestión, que coadyuva a mostrar la notable injerencia que tiene la afectividad en el marco de la atención orientada estéticamente, se relaciona con los mecanismos mediante los que transmitimos nuestras experiencias satisfactorias o insatisfactorias. Estas, a su vez, se traducen en juicios valorativos que precondicionan nuestros futuros encuentros tanto como los de quienes nos rodean. Este tercer nivel, en el que los otros dos confluyen, puede leerse en términos humeanos, ya que el juicio estético no es un antecedente del placer o disgusto experimentado, como en Kant, sino una consecuencia de la experiencia. En palabras de Schaeffer, “la (in)satisfacción no es un acto de juicio, sino un efecto de la actividad cognitiva. No juzgo que estoy satisfecho o insatisfecho, me limito a darme cuenta de ello” (2005: 51).

Por lo anterior, si existe algún error en la apreciación estética, seguramente será un error de juicio, como en Hume, y no del estado afectivo. Basta recordar que las emociones y las pasiones son existencias originarias, no copian ni representan ninguna otra cosa, y sólo pueden entrar en colisión con la verdad -ser falsas, inadecuadas o injustificadas-cuando van acompañadas de un juicio o una opinión. El error, en todos los casos, queda del lado del juicio, es un error de entendimiento, nunca del sentimiento (véase Hume, Treatise, Libro Segundo, Parte iii III, secc. 3). En términos de Schaeffer, el juicio es algo que sobreviene a la satisfacción o insatisfacción experimentada, su origen es un estado afectivo homeodinámico causado por una actividad cognitiva que actúa, a su vez, sobre esa misma actividad.

A eso hay que agregar que el juicio estético no se infiere de la (in)satisfacción, sino que la traduce: es un equivalente proposicional del afecto. En ese sentido, el juicio estético siempre es valorativo y subjetivo, porque trasmite nuestra propia experiencia frente a algo que cumplió o defraudó, por así decir, nuestras creencias, deseos y expectativas. En consecuencia, nuestros juicios estéticos contribuyen a conformar nuestros propios marcos experienciales, nuestras expectativas futuras y nuestras referencias al pasado individual, pero también contribuyen con las constelaciones afectivas culturalmente construidas. Así, nuestras valoraciones, aprobaciones y rechazos, se suman y acumulan en el acervo cultural que también condiciona las experiencias de los demás.

La temporalidad de la experiencia estética

Atendiendo a todo lo anterior, y tratando de rescatar los aspectos más relevantes de la propuesta de Schaeffer, podría decirse que sus consideraciones críticas implican una opción interesante para quienes quieran pensar lo estético más allá del arte, pues le quita trascendencia al rol que tiene el objeto artístico y la historia del arte en las experiencias estéticas. También morigera el peso de las construcciones teóricas y la intelectualización de la recepción. Asimismo, desacraliza el contacto con el arte y diluye el dualismo que caracterizó a la mayoría de las reflexiones sobre lo artístico en los últimos dos siglos. Por otro lado, su teoría implica reubicar al sujeto en el centro de la reflexión estética, restituyendo la dimensión hedonista de las experiencias y ampliando el espectro de objetos y situaciones que se ofrecen, sin pudor, esnobismo o hipocresía, a la actitud estética.

En cuanto a la dimensión afectiva, no caben dudas de que ella resulta medular para Schaeffer; pero no solo en sentido literal, porque es uno de los rasgos definitorios de lo estético, sino también porque los afectos prefiguran la experiencia, condicionan nuestra respuesta emotiva y predeterminan nuestros futuros encuentros, tanto como el de los otros, aunque indirectamente. Asimismo, esta interacción entre tres niveles diferentes en los que se despliega la afectividad implica también un interjuego entre las dimensiones temporales. Así, en el preciso momento en que se desarrolla la experiencia se acentúa el presente, como una instancia casi ritual y separada del tiempo estándar o biológico.

Queremos permanecer y perpetuar esas sensaciones y ese estado de ánimo, como afirmaba Kant. En términos de Schaeffer, podría decirse que queremos dilatar la situación homeodinámica, prolongar los bucles reactivos y ralentizar la retroalimentación entre el procesamiento cognitivo y el cálculo hedónico. La experiencia estética, en estos términos, abre una suerte de paréntesis en lo cotidiano: ¿es esta una nueva forma de sacralización, aunque de la experiencia, en vez de objetos o teorías?

Para no dar respuestas apresuradas, cabe recordar que ese nivel está signado y condicionado por una carga afectiva que nos presiona desde el pasado, que nos inclina hacia algunos objetos o situaciones y nos aparta de otros, y que nos conmina a prestarles mayor o menos atención -y a valorarlos positiva o negativamente. Es decir, aunque la experiencia particular y personal se despliega y se consuma en el presente, parte de su densidad proviene de un pasado que no es individual, no completamente al menos, sino más bien el resultado de un proceso de construcción sociocultural compartido.

Por último, ese pasado condensado en constelaciones, saberes, convenciones y vivencias prefigura también el nivel de los juicios y la comunicación de la experiencia; es decir, nuestros futuros encuentros y de quienes nos rodean. En consecuencia, podría decirse que el pasado condiciona tanto más el futuro que el propio presente, ya que muy probablemente permanezcamos ciegos, o insensibles, a un abanico de estímulos que nuestra carga emocional asentada con el tiempo nos impide ver, sentir y, por tanto, experimentar estéticamente.

Una pregunta pertinente, para finalizar y al mismo tiempo abrir nuevas líneas de análisis, es por qué el pasado tiene tal peso en el marco de las relaciones estéticas. La respuesta nos lleva a pensar que existe otro factor determinante: nos obliga a reflexionar sobre el peso que nuestras más profundas creencias y convicciones morales tienen sobre la carga afectiva condensada. De hecho, me atrevo a sugerir que buena parte de las cosas que quedan por fuera de nuestro radar estético, sobre todo aquellas que nos provocan repulsión o desprecio, son rechazadas en razón de una sobrecarga moral negativa que no puede obliterarse. Tanto si se trata de objetos, fenómenos, situaciones o lugares cotidianos, como de creaciones o intervenciones artísticas, lo rechazado suele mantener alguna relación con las vivencias negativas acumuladas; o bien, directamente, es un fragmento del pasado individual o colectivo que no podemos tolerar ni incorporar a nuestras vidas.

Si realmente nos preocupa reconciliarnos con ese pasado, y nos interesa reinsertarlo en el abanico de potenciales objetos de atención estética, el único antídoto eficaz es una suerte de remediación o reparación moral, de reconciliación con nuestras convicciones o creencias. Si eso resulta imposible, o no deseado, también será imposible establecer un proceso atencional homeodinámico sostenido por un índice interno de satisfacción. Aunque es un tema que requiere un desarrollo mucho más vasto y profundo, puede concluirse que la carga afectiva del pasado, cristalizada en forma de desprecio y desaprobación moral, es una barrera infranqueable para la relación estética.

Referencias

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1 En algún sentido, la “teoría especulativa del Arte”, tal como Schaeffer la denominaba en sus primeros escritos sobre el tema, surge como respuesta a la tesis kantiana de la imposibilidad de acceder a lo absoluto. Para esquivar la prohibición de acceder por vía discursiva a lo absoluto -a la esencia última de las cosas, al desvelamiento del noúmeno-, la vía alternativa sería el arte, pues brindaría una opción para acceder a la revelación ontológica en una suerte de compensación anti-kantiana (véase Schaeffer 1999, 2005, 2012).

2En particular, todo el apartado vii de la segunda versión de la Introducción a la Crítica de la facultad de juzgar, titulado “De la representación estética de la conformidad a fin de la naturaleza”, puede echar luz sobre lo que, en términos de Schaeffer, sería el bucle o proceso homeodinámico de atención autoteleológica.

Recibido: 15 de Enero de 2020; Aprobado: 15 de Marzo de 2020

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