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Revista iberoamericana de ciencia tecnología y sociedad

versión On-line ISSN 1850-0013

Rev. iberoam. cienc. tecnol. soc. v.4 n.10 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene. 2008

 

Conocimiento científico, ciudadanía y democracia

Ana Cuevas
(acuevas@usal.es)
Universidad de Salamanca, España

 Desde hace algunas décadas, el optimismo sobre los beneficios de la ciencia y la tecnología se ha visto gradualmente desplazado por la desconfianza y el recelo hacia sus posibles riesgos. Paralelamente, ha cobrado fuerza el reclamo por lograr relaciones más fluidas y comprensivas entre los científicos, los ciudadanos y las instancias de toma de decisiones en esta materia. Este artículo aborda la cuestión retomando el debate filosófico de la primera mitad del siglo veinte entre Dewey y Lippmann sobre la democracia en Estados Unidos y el papel que deberían jugar ciudadanos corrientes, líderes, expertos y medios de comunicación. Retomar estas cuestiones puede servir para apoyar la necesidad de activar el modelo participativo, ya no sólo por razones de conveniencia política, sino por motivos epistémicos y éticos. Si se facilitan nuevos canales de comunicación entre todos los miembros de la sociedad y se toman en cuenta sus consideraciones, habrá una mayor iniciativa ciudadana para colaborar en estos procesos; se podrá hablar entonces de una auténtica apropiación social del conocimiento científico.

Palabras clave
: Participación ciudadana; Democracia; Apropiación social del conocimiento.

Since a few decades ago, the optimism about the benefits of science and technology has been gradually displaced by distrust and suspicion of their possible risks. In parallel, a claim has grown for achieving more fluid and understanding relationships between scientists, citizens and decision-making instances on this matter. This paper addresses the issue, reintroducing the philosophical debate between Dewey and Lippmann on the democracy in the United States and the role that common citizens, leaders, experts and the media should play in it. Picking up these issues may be useful to support the necessity for activating the participative model, not only for reasons of political convenience, but for epistemic and ethical reasons. If new channels are facilitated for a better communication between all the members of a society, and their arguments are taken into account, there will be a better citizen initiative for collaborating in these processes. Thus, we will be able to speak of an authentic social appropriation of scientific knowledge.

Key words
: Citizen participation; Democracy; Social appropriation of knowledge

Construir la democracia significa asegurar que
aquellos que son afectados por las decisiones de
sus gobernantes tengan una justa participación
 en la elaboración de las mismas. (J. Dewey)

La apropiación social de la ciencia: sobre la necesidad de la participación ciudadana en las controversias científico-tecnológicas

No hace falta ser un profundo conocedor de la historia de la ciencia para caer en la cuenta de que el conocimiento producido por ésta ha cobrado una importancia sin parangón en los últimos sesenta años de historia. Podría argumentarse sin mucha dificultad que su relevancia comenzó más atrás, desde la llamada Revolución Científica del siglo diecisiete.1 Se han producido desde antiguo acontecimientos quizá poco llamativos pertenecientes a la historia del pensamiento científico y tecnológico que cambiaron el rumbo de los acontecimientos humanos. La publicación en 1546 del libro De contagione et contagiosis morbis et eorum curatione por Girolamo Fracastoro, en el que describe todas las enfermedades que en ese momento podían clasificarse como contagiosas, así como la forma de contagio a través de los seminaria contagiorum; la utilización del carbón de coque y la subsiguiente necesidad de perfeccionar los hornos en los que se quema este combustible, o la patente del primer tinte artificial, la púrpura de anilina, concedida a su inventor William Henry Perkin en 1856, por citar sólo tres, son acontecimientos derivados de una u otra manera del conocimiento científico-tecnológico que han tenido repercusiones importantísimas para las sociedades, su estructura o su economía.

Sin embargo, suele considerarse que el surgimiento de la "gran ciencia" después de la Segunda Guerra Mundial marca un antes y un después con respecto a las relaciones que existen entre la ciencia y la sociedad. El proyecto Manhattan tuvo diversas repercusiones. Por un lado, desde el estamento político hubo quien se dio cuenta de la importancia del conocimiento científico: teorías que aparentemente no tenían conexión alguna con el desarrollo de armamento habían dado lugar a una de las bombas más mortíferas que el ser humano hubiera inventado. Por otro, los científicos se percataron de la necesidad de trabajar en grupos de investigación interdisciplinarios, de buscar financiación a gran escala (con la esperanza de obtener resultados de tamaño similar), y de reclamar un lugar en la sociedad que hasta entonces no se les había otorgado. Y estas no fueron las únicas repercusiones. Aunque no inmediatamente, se comenzó a percibir cierto malestar con la orientación que se estaba dando a los esfuerzos científicos. La asociación entre la ciencia y el poder, que ya tenía cierta historia,2 se iba materializando de manera cada vez más evidente. En un primer momento se esperaron grandes beneficios desde la ciencia: el bienestar de la humanidad estaría garantizado en unos pocos años gracias a los avances y desarrollos de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, la convulsión de la década de 1960 afectó también a este prejuicio: la energía nuclear que se había prometido desde "Átomos para la paz" no llegaba de manera tan inmediata a todos los puntos del globo, era peligrosa y generaba un gran número de residuos con un potencial contaminante no sólo para el presente sino también para el futuro remoto. En la década siguiente la crisis vino de la mano de otra fuente energética: el petróleo. Los desastres ecológicos derivados de un mal uso de la tecnología comenzaron a hacer mella en las conciencias y la balanza se fue inclinando paulatinamente del lado de la desconfianza.

Desde el plano intelectual, comenzaron a surgir diversas voces discrepantes con el modelo de la ciencia vigente hasta entonces. Recordemos, además, que simultáneamente en la filosofía de la ciencia se comenzaban a criticar las posturas esencialistas y positivistas. Con más o menos acierto se pasó de una concepción de la ciencia como un conocimiento ajeno a las circunstancias de quien lo generaba, a una visión de la ciencia como un producto más de la cultura humana, un resultado que, dependiendo del filósofo, podía ser provisional, sensible al medio económico, político o incluso de género, hasta llegar a posturas más radicales que lo equiparaban con cualquier otra forma de conocimiento, sin que la ciencia tuviera características que la distinguiesen de, pongamos por caso, la magia o el chamanismo. La sociología de la ciencia, otrora complemento de la epistemología positivista, se une a la crítica y se arroga el privilegio de ser quien ha de encargarse del estudio del conocimiento científico. Se llega a apuntar que la verdad y la falsedad son cuestiones internas a un contexto3 y que el éxito o fracaso de una teoría sólo depende de la mayor o menor habilidad de sus partidarios para demostrar su superioridad.4

Si bien el modelo de la concepción heredada no era muy acertado, como suele suceder con los extremos, tampoco las nuevas maneras de comprender la ciencia le hacían justicia. Sin embargo, estas posturas llegaron en un momento en el que el clima con respecto a la ciencia y la tecnología estaba, cuando menos, revuelto. El relativismo de la sociología de la ciencia tampoco ayudaba a mejorar las cosas.5 La ciencia se convirtió, en el mejor de los casos, en una sierva de la tecnología y ésta, a su vez, se vendía al mejor postor, sin tener en cuenta los posibles perjuicios que pudiera causar.

En este clima de desconfianza, los ciudadanos de democracias consolidadas y con sistemas científico-tecnológico desarrollados comenzaron a mostrarse menos esperanzados y más recelosos de las supuestas bonanzas de la ciencia y la tecnología. Se hacía cada vez más urgente una reflexión profunda de las relaciones que se producen entre la ciencia, la tecnología y la sociedad. Después de varias décadas de estudios sociales sobre ciencia y tecnología hay un tema que es prácticamente ubicuo: cómo hacer que las relaciones que se producen entre los diversos agentes involucrados sean más fluidas, más comprensivas y más receptivas. Por supuesto, hay que sensibilizar a los científicos y tecnólogos para que sean conscientes de su responsabilidad no sólo profesional, sino también moral. Pero otro de los caballos de batalla ha sido la cuestión de si es preciso que los ciudadanos posean un mejor conocimiento de la ciencia y la tecnología, y en caso afirmativo, cuál es el objeto de que tengan dicho conocimiento. El llamado "modelo del déficit cognitivo" ha estado vigente y dominando el discurso político y educativo en las últimas décadas:

Según el modelo de déficit, los científicos son expertos en conocimientos, el público (en diferentes grados) está compuesto por legos ignorantes, y la tarea fundamental es, por lo tanto, disponer de una mayor y mejor comunicación de los conocimientos de la comunidad de expertos hacia el público en general. Otras formas más simplificadas del modelo de déficit se centran en los productos de la investigación científica -hechos, teorías-, mientras que las formas más sutiles se concentran, en cambio, en los procesos de la investigación científica. En ambos casos, no obstante, la clave es la difusión de los conocimientos. Lo que a menudo también está implícito es la creencia de que la desarticulación entre la ciencia y el público, como lo evidencian, por ejemplo, las discrepancias entre los evaluadores de riesgo profesionales y públicos, o la pura y simple oposición social a una ciencia en particular o a tecnologías basadas en la ciencia, son en gran parte el resultado de una insuficiente o inadecuada difusión de los conocimientos. (Durant, 1999: 315)

El modelo ha sufrido innumerables críticas. Por citar sólo unas pocas, en primer lugar cabe decir que descansa sobre una concepción extremadamente ingenua de lo que es el conocimiento científico, como si éste fuera algo acabado e incontrovertido, cuando lo cierto es que tiene más bien un carácter provisional, parcial y en ocasiones incluso discutible. En segundo lugar, el modelo del déficit cognitivo tiende a caracterizar al público en términos negativos, como legos carentes de conocimiento experto. Sin embargo, los ciudadanos, cuando se ven en la tesitura de debatir de cuestiones científicas pueden mostrar un conocimiento experto relevante, aquel que como usuarios o pacientes de los desarrollos científico-tecnológicos pueden aportar.

En su lugar se han propuesto alternativas que buscan discutir de manera más detallada las formas en que los ciudadanos (no científicos) perciben y comprenden la ciencia, así como las distintas vías institucionales que pueden ayudar a modificar esa percepción, etc. La base común es la creencia de que en una sociedad auténticamente democrática, las decisiones relativas a las cuestiones científico-tecnológicas deberían también ser materia de opinión y discusión activa por parte de sus ciudadanos: es el conocido como "modelo participativo", en el que se aboga por que la sociedad tenga un papel activo en la resolución de controversias de carácter científico-tecnológico. La participación ciudadana ha de producirse tanto en la determinación de objetivos de investigación, como en el grado de financiación pública que estos han de recibir. Mecanismos tales como comisiones de consenso, audiencias públicas, paneles de ciudadanos, science shops, referendos, etc. son los que buscan el diálogo entre expertos y ciudadanos.

Mientras que el modelo de déficit privilegia a los científicos y hace hincapié en la comunicación en un solo sentido, de los expertos al público lego, el modelo democrático busca establecer una relación de igualdad entre científicos y público y enfatiza el diálogo entre expertos y legos como precondición de una resolución satisfactoria de los desacuerdos. El modelo de déficit privilegia a los científicos sobre cualquier otro tipo de expertos; el modelo democrático reconoce la existencia de múltiples tipos de conocimiento (en ocasiones en conflicto) y trata de consensuarlos a través del debate público abierto y constructivo. Mientras que el modelo de déficit ve al conocimiento formal como la clave de la relación entre la ciencia y el público, el modelo democrático halla un extenso rango de factores, incluyendo el conocimiento, los valores y las relaciones de poder y confianza, como componentes cruciales de esta relación. (Durant, 1999: 315)

Sin embargo, no hay un acuerdo unánime en que estas medidas se puedan llevar a cabo. Las razones esgrimidas son variadas. Hay quien considera que son inviables en las democracias contemporáneas, con sus peculiares idiosincrasias, además de contraproducentes: han de ser las elites compuestas de expertos y líderes políticos las que tomen las decisiones. De otra forma, se provocaría un colapso a la hora de decidir lo más conveniente, suponiendo implícitamente que los ciudadanos son egoístas e interesados sólo en la medida en que las cuestiones tengan alguna repercusión inmediata sobre ellos. Otra fuente de desacuerdo con el modelo participativo se deriva de una visión derrotista: los ciudadanos de las democracias actuales no asumirán un papel activo en estos asuntos porque cunde entre ellos un cierto grado de desencanto y desilusión política, sintiéndose en el mejor de los casos como meros espectadores de los acontecimientos.

Desde este artículo se pretende profundizar en estas cuestiones. Para ello se va a emplear un debate filosófico que tuvo lugar en la primera mitad del siglo veinte y en la que tuvo un destacado papel el filósofo pragmatista John Dewey y el también filósofo Walter Lippmann. El debate se planteó en torno al desarrollo de la democracia americana y del papel que deberían jugar los ciudadanos corrientes, los líderes y expertos, así como los medios de comunicación. La situación actual parece dar la razón a Lippmann y su pesimista idea acerca de las elites. Revitalizar estas cuestiones puede servir de marco conceptual para reivindicar la necesidad de activar el modelo participativo ya no sólo por razones de conveniencia política, sino por motivos epistémicos y éticos.

¿Elitismo o democracia participativa?

Nuestros sistemas democráticos presentan claros problemas y deficiencias, sin que reconocerlos signifique que no los percibamos como los mejores modelos de gobierno vigentes. Por ejemplo, la falta de una auténtica capacidad de decisión efectiva más allá de la votación en elecciones generales cada cierto período de años desmotiva a los ciudadanos, cundiendo la sensación de que nuestro papel se limita a elegir entre varias posibilidades que no conocemos más que aparentemente.

Robert A. Dahl considera que no es siquiera correcto emplear el término democracia (que reservaría para la democracia directa que se practicaba en la Grecia clásica) para estos sistemas políticos. En su lugar, él emplea el término poliarquía: "Un régimen político que se distingue, en el plano más general, por dos amplias características: la ciudadanía es extendida a una proporción comparativamente alta de adultos, y entre los derechos de la ciudadanía se incluye el de oponerse a los altos funcionarios del gobierno y hacerlos abandonar sus cargos mediante el voto" (Dahl, 2000, 1989: 266). Según este politólogo, la poliarquía es inferior a la democracia, aunque suministra una serie de derechos y libertades que ninguna alternativa presente en el mundo real puede ofrecer. Los sistemas "democráticos" modernos se basan en la sustitución de la democracia directa por un sistema en el que la mayor parte de las leyes han de ser sancionadas, no ya por los ciudadanos, sino por los representantes que éstos hayan elegido:

A medida que la cantidad de ciudadanos aumenta más allá de cierto límite -impreciso-, la proporción de ellos que pueden congregarse (o suponiendo que puedan hacerlo, la proporción de los que tienen oportunidad de participar de alguna otra manera además del voto) es forzosamente cada vez menor. (…) Quienes emprendieron la labor de modificar esas instituciones sabían muy bien que, para aplicar la lógica de la igualdad política a la gran escala del Estado nacional, la democracia "directa" de las asambleas ciudadanas debía ser reemplazada por (o al menos complementada con) un gobierno representativo. (Dahl, 2000, 1989: 261)

El papel de los representantes, surgidos en el siglo dieciocho, propició la extensión de la democracia más allá de los Estados pequeños y garantizó una serie de derechos para los ciudadanos, así como un mayor grado de libertad y de autonomía de los individuos. Sin embargo, las instituciones políticas características de las democracias representativas han alejado el gobierno de aquellos para los que se gobierna. Entre los críticos a este sistema hay quien considera que el auténtico nombre que se merece es el de "oligarquía". Sin llegar a entrar a considerar estas posturas, lo cierto es que las instituciones están formadas por un conjunto de expertos que se caracterizan por su conocimiento especializado. Ahora bien:

Las decisiones sobre asuntos públicos (ya se trate de armas nucleares o de la pobreza, de la seguridad social o la salud) (…) requieren, implícita o explícitamente, formular juicios de carácter tanto moral como instrumental. Tales decisiones no están ni pueden estar referidas estrictamente a los fines, aunque tampoco pueden estar referidas estrictamente a los medios. No es intelectualmente defendible la postura según la cual las elites de la política pública (reales o presuntas) poseen un saber moral superior o mejores conocimientos específicos de lo que constituye el bien común. De hecho, tenemos motivos para suponer que la especialización, que es la base de la influencia de dichas elites, puede por sí misma perjudicar su capacidad para la formulación de juicios morales. (Dahl, 2000, 1989: 405)

 El elitismo moderno según Lippmann

La reivindicación de que las democracias modernas deben o no estar gobernadas por expertos tiene una larga historia, que incluye un debate filosófico también relevante para el propósito de este artículo.6 A comienzos del siglo veinte en Norteamérica se produjo una intensa discusión filosófica entre los defensores y los detractores del elitismo. Tradicionalmente se suele identificar como figuras principales del debate al filósofo americano John Dewey, por un lado y, por otro, al también filósofo y periodista Walter Lippmann. Sin embargo, una interpretación más adecuada de los protagonistas de esta discusión, según Shane J. Ralston (2004), situaría fuera a Dewey para poner en su lugar a los "Americanos Progresistas" ("American Progressives"), que sostenían la creencia de que la democracia requiere de una constante vigilancia que evite la concentración de poder de las elites y de una actitud de deferencia hacia las decisiones de las mayorías. Para poder traducir la opinión pública en políticas gubernamentales, los "Americanos Progresistas" favorecían métodos tales como los sondeos, las votaciones y los representantes electos, a su parecer menos sospechosos de elitismo.

En el otro extremo se situó Walter Lippmann, que se erigió en adalid del gobierno de las elites. Según este pensador y periodista, la doctrina de la "democracia original", que presupone una ciudadanía competente a la hora de juzgar qué es lo mejor para ella, ya no es defendible. El tamaño de los estados modernos, la ausencia de relaciones cara a cara entre los ciudadanos, la complejidad y la tecnificación de las tareas administrativas y la intrincada red de relaciones causales en las que el individuo se encuentra en las sociedades modernas, socava las reivindicaciones de competencias prácticas o epistémicas hechas en la democracia original. En Public Opinion (Lippmann, 1945)señala que los ciudadanos de las democracias actuales carecen del tiempo, del interés y del conocimiento para tomar decisiones políticas informadas. Siguiendo a Platón considera que la propia comprensión que un individuo tiene del mundo social está moldeada necesariamente por estereotipos. Los prejuicios parroquianos constituyen la manera en que los ciudadanos comunes comprenden la realidad social y política. Estos prejuicios inhabilitan a los ciudadanos para entender la complejidad de esta realidad y los convierte en jueces poco fiables de lo que es el bien público. Ningún consenso público puede reivindicar una superioridad cognitiva, y en el caso de existir ese consenso, es más bien el producto de símbolos políticamente manufacturados. Estos símbolos concentran las creencias compartidas y las lealtades debido a que son retóricamente efectivos, un hecho reconocido por las técnicas modernas de "creación de consenso". De hecho, aquellos que reivindican una vuelta a la democracia original reconocen este problema, pero niegan sus consecuencias, asumiendo de manera optimista que los nuevos medios de comunicación bastan para proporcionar información adecuada a los ciudadanos. Sin embargo, según Lippmann, los medios son manifiestamente inadecuados para llevar adelante la tarea de informar a la opinión pública: esto se debe, por un lado, a la necesidad que tienen de financiarse con publicidad y por otro, a las presiones y convenciones sociales y políticas a las que se ven sometidos. Lippmann considera que una organización política eficiente no debe cargar a cada ciudadano con la obligación de forjarse una opinión experta acerca de todos los asuntos, sino alejar de ellos esa carga y hacer que la tome, en su lugar, el gobernante responsable (asumiendo que la libertad de adquirir conocimientos es una carga). El sistema sigue siendo suficientemente democrático gracias a la organización de referendos periódicos que establecerán qué grupo de expertos deberá tomar las decisiones.

Para conseguir un buen gobierno, propone Lippmann, es preciso al menos la existencia de dos clases de elites: los expertos y los líderes. Los primeros recabarían información y coordinarían investigaciones acerca de los asuntos que se determinen importantes; los segundos ejecutarían decisiones políticas públicas basándose para ello en los conocimientos de los expertos. Para preservar el apoyo popular hacia las políticas gubernamentales y sus líderes, las elites también han de fabricar consentimiento (manufacture consent) o producir propaganda que manipule los estereotipos dominantes en las mentes de los ciudadanos.

La respuesta democrática de Dewey

John Dewey, como se ha comentado antes, no sería el blanco de las críticas de Lippmann, como tampoco las tesis de éste serían el único objeto de estudio de Dewey. En todo caso se puede interpretar mejor su papel como un mediador en el debate. Por un lado, está de acuerdo con Lippmann en varios puntos: en su crítica a la disparidad que existe entre la teoría democrática y su práctica; reconoce con él las complejidades de la sociedad contemporánea; asimismo, le da la razón en cuanto al papel de la propaganda para manipular la opinión pública, apelando a la inercia, los prejuicios y la parcialidad emocional de las masas. Y, lo que es más importante, Dewey acepta la conclusión de que el público en democracia es todavía muy imperfecto y desorganizado. Con los Progresistas hizo hincapié en la importancia de los representantes electos y la experimentación social. Dewey entendía el "público" como "todos aquellos afectados por las consecuencias indirectas de las negociaciones efectuadas en nombre de sus intereses." (Dewey, 1927: 32). También proponía una definición del Estado como "la organización de lo público efectuada a través de lo oficial", debiendo asumir los representantes la función de cuidadores y no de meros legisladores.

Sin embargo, las diferencias entre la concepción de Lippmann y la de Dewey son muchas. En gran parte, podría decirse que el origen de estas discrepancias se sitúa en sus divergentes teorías epistémicas. Lippmann defiende expresamente en Public Opinión (1945) una idea platónica del conocimiento. Trasladando el contenido del mito a su planteamiento, los ciudadanos sólo tendrían acceso a un mundo de apariencias ilusorias y, nunca a los objetos reales (Ideas). Es decir, los ciudadanos se hallan en la situación de los prisioneros de la caverna, en un mundo de ilusiones y prejuicios. El mundo real sólo es asequible a los expertos, que gracias a su capacidad y esfuerzo intelectual, captan las Ideas; y recordemos que en el esquema de Platón, la Idea suprema de la jerarquía era la idea del Bien, tanto Platón como Lippmann concluyen que tal conocimiento les otorga el derecho (y responsabilidad) en exclusiva de ejercer el gobierno, y lo veta a los ciudadanos comunes.

Dewey no está de acuerdo con la idea de que las masas estén deseosas de legar el poder del gobierno a los expertos, pero quizá se encuentre más frontalmente en desacuerdo con Lippmann en la consideración epistemológica idealista heredada del platonismo. Según la concepción pragmatista del conocimiento defendida por Dewey, los ciudadanos son indagadores dinámicos y solucionadores de problemas, de manera que guardan más similitudes con los científicos o los artistas que con meros espectadores (Dewey, 1939: 55-65). Como bien explica Ralston (2004), si se hace caso omiso de las raíces de los problemas que aquejan a las sociedades democráticas, tales como la pobreza o la ignorancia, y sólo se atiende a sus síntomas, entonces la solución elitista parece la mejor opción: los expertos como tomadores de decisiones son siempre más eficientes que los ciudadanos. Sin embargo, la realidad de un público autogobernado sigue siendo alcanzable, al menos potencialmente, si se cumplen dos requisitos: el primero es que el objeto de la indagación sean las condiciones iniciales que originan los problemas de la democracia (y no sus síntomas); y el segundo que las elites comiencen a tratar a los ciudadanos como si estos tuvieran la capacidad de desarrollar hábitos inteligentes para la indagación. Una comunidad de indagadores educados, líderes, expertos y ciudadanos corrientes trabajando juntos, puede transformar su entorno hasta alcanzar algo próximo al ideal democrático. La capacidad de unos pocos sabios para percibir el interés del público estará siempre distorsionada por la posición que ocupan, pero -y lo que es más importante-, la auto-determinación es un bien en sí mismo, un aspecto de la libertad positiva que debemos ejercitar. Incluso en el caso improbable de que pudiéramos encontrar una elite de confianza, la humanidad no puede perder un bien tan preciado como es la capacidad de decidir sobre los asuntos que le incumben.

La concepción de un gobierno elitista que propone Lippmann, que guarda un gran parecido de familia con la teoría platónica, adolece de un defecto del que el propio Platón ya fue consciente. Los gobernantes de la teoría platónica, surgidos de entre los mejores guardianes, para evitar convertirse en "lobos de las ovejas que se les han encomendado" deberán llevar una vida un tanto particular: no podrán tener propiedades privadas, comerán a costa de los ciudadanos artesanos, morarán en campamentos, no tendrán derecho al matrimonio ni a conocer a sus posibles hijos. Además recibirán una ardua educación intelectual (además de gimnástica) en la que aprenderán a reconocer las Ideas del autogobierno, del valor, en el caso de los guardianes, ampliada a los gobernantes con una extensa formación científica (matemática preferentemente) y dialéctica que les llevará a la contemplación de la Idea de Bien. Las primeras condiciones referidas al modo de vida material son exigidas por Platón para evitar cualquier semilla que pudiera provocar intereses particulares; las condiciones referidas a la educación permitirían tener a los mejores entre los mejores, aquellos que hayan contemplado la Idea de Bien. Todas estas condiciones se imponen debido a que Platón reconoce desde La República la dificultad de encontrar una elite que gobierne y no pierda de vista que el interés último de su preocupación es la sociedad en su conjunto y no el interés particular de su clase. Es más, en sus diálogos de vejez, en concreto en las Leyes (IX, 713 d),Platón, a la vista de las debilidades e imperfecciones humanas, acaba reconociendo la necesidad de que existan leyes escritas que pongan freno a los impulsos egoístas. Es curioso como también Lippmann en The Phantom Public (1926)adopta una postura un tanto pesimista con respecto a la validez del modelo elitista, reconociendo que los expertos también eran, en muchos casos, ajenos a los problemas particulares, y por ello incapaces de tomar decisiones eficientes. De esta manera, el gobierno encomendado a una elite no tiene garantía de ser un gobierno justo, debido precisamente a las debilidades egoístas de los seres humanos. No tenemos ninguna seguridad de que las elites busquen el mayor bien para todos, con lo que perderíamos, como señalaba Dewey, nuestro bien más preciado: la libertad, al delegar nuestro destino en manos de unos pocos de los que no tenemos garantía de que se ocuparán adecuadamente de los asuntos públicos.7

Dewey no sólo muestra discrepancias con Lippmann, también lo hace con el grupo de los "Americanos Progresistas", sobre todo por no tener en cuenta el valor de los métodos no mayoritarios, tales como el debate o la discusión (Dewey, 1927: 207-208). Ignoran los efectos educativos y de construcción de sentimiento de comunidad que tienen las "actividades de deliberación" que anteceden a los procesos de decisión mayoritarios. Si se potenciase la indagación libre, la discusión y el debate, sugiere Dewey, se potenciaría notablemente la deliberación, tanto cuantitativa como cualitativamente. La práctica deliberativa acerca de las cuestiones públicas educa a los ciudadanos corrientes; a mayor ejercicio de la deliberación mayor será su capacidad para realizar juicios claros y para llevar a cabo indagaciones inteligentes; al mismo tiempo, permite que se expresen de forma más cultivada las razones de las preferencias de voto; y, lo que es más importante, esta práctica da poderes a los ciudadanos para tomar parte en los debates políticos y responder como participantes informados. (Dewey, 1927: 77 y 217-218)

Por tanto, para Dewey la participación requiere de comunicación pública y debate. En este punto, es interesante señalar la importancia que atribuye a la adopción de una "moral científica" como "parte del equipamiento corriente del 'individuo corriente' para el funcionamiento saludable de la democracia" (Festenstein, 1997: 88). La moral científica supone un entrenamiento en la participación en una forma de vida educada, transformando los deseos e intereses:
"la libertad de comunicación es un modo de desarrollar una mente libre así como una manifestación de semejante mente." (Dewey, 1925-1953, 1981-1992: 227) Al mismo tiempo, fomenta una actitud crítica con respecto a los propios deseos, algo intrínseco al uso de la inteligencia en el juicio práctico. Es decir, mi juicio privado sobre determinado asunto (llamémosle N), de que N debería adoptarse, no es en sí mismo razón suficiente o fundamento para la aceptación de N en el debate público. Afirmaciones tales como "N es parte de los intereses de mi grupo", o "Siempre se ha hecho N", o "Yo sostengo que N" no son adecuadas si pretendemos que sean tomadas como argumentos válidos para la aceptación de dicho asunto. Precisamente, durante el proceso de formular y ofrecer argumentos que defiendan N es posible que cambiemos de opinión, al menos en parte, debido a que escuchamos argumentos y opiniones de otros que contribuyen a abrir nuestras perspectivas. La participación en la comunidad transforma las perspectivas estrechas o exclusivas de los ciudadanos, tornando sus intereses particulares en intereses sociales, que pueden beneficiar a la comunidad en su conjunto.

Las virtudes epistémicas de tolerancia y mentalidad abierta se deslizan hacia la comprensión imaginativa de las penalidades de otros y la reticencia a utilizar la fuerza para imponer el punto de vista propio. El compromiso de participar, de ofrecer argumentos y escuchar la opinión de otros, tiene el corolario psicológico de conducir a los participantes a pensar en términos de posibles críticas y opiniones alternativas, y de concebir sus propios intereses de una forma que tenga en cuenta los intereses y opiniones de los demás participantes. ( Festenstein, 1997:
88)

La propuesta de Dewey hunde sus raíces no sólo en su concepción epistemológica, sino también en su concepción ética y en concreto en su idea acerca de la libertad. Mi libertad, según Dewey, implica una auto-dirección inteligente, una acción moral y una dimensión pública o colectiva. En su explicación de lo que ha de ser la democracia, la participación sirve para realizar las dos primeras dimensiones en la tercera. La deliberación inteligente es una condición necesaria para la realización de la libertad en su sentido más completo. Por ello, la democracia es la precondición para la deliberación inteligente que trate acerca de los problemas sociales y políticos. Es el mejor método para alcanzar juicios prácticos que tengan en cuenta los intereses de cada ciudadano y, a través de los procesos de comunicación, permitirá a los individuos descubrir intereses comunes: "Una solución sólo se puede encontrar en el 'perfeccionamiento de los medios y las formas de comunicar las intenciones, de modo que el genuino interés común en las consecuencias de las actividades interdependientes pueda imbuir deseo y esfuerzo y, por lo tanto, dirigir la acción'" (Festenstein, 1997: 90).

Dewey emplea una metáfora ilustrativa acerca de la necesidad de que los ciudadanos participen activamente en la creación política. "Nadie mejor que aquel que usa los zapatos para saber dónde le hacen daño, sin embargo, es el zapatero experto el que sabe cómo arreglarlos" (Dewey, 1927: 364). Con ello Dewey no deja de reconocer, por un lado, que los expertos son los que están mejor cualificados para solucionar los problemas relativos a su especialidad. No obstante, desoír la opinión de los ciudadanos sería un error, ya que ellos, en cierta manera también son expertos: en tanto ciudadanos de una sociedad, una cultura y un momento determinados, se hallan en la mejor situación para indicar cuáles son los problemas que consideran más acuciantes. Los administradores expertos, a menos que comprueben con cierta constancia los juicios populares, no tendrán éxito a la hora de descubrir y solucionar las necesidades y problemas sociales. Un grupo de expertos se encuentra indefectiblemente alejado de los intereses comunes a todos los ciudadanos para pasar a defender sus intereses y conocimientos privados (Dewey, 1927: 364, Ethics 2nd ed: 347). Incluso una elite de administradores responsables como la descrita por Lippmann puede cometer errores. No cabe admitir la idea de un gobierno eficiente basado en la asunción de que no cometerán errores de apreciación y que su visión de lo que es el interés general nunca se enturbiará: "Lo mejor no permanece, y no puede permanecer, como lo mejor, el sabio deja de ser sabio… En la medida en que se convierten en clase especializada, están aislados en el conocimiento de las necesidades a las que se supone que deben servir" (Dewey, 1927: 364).

La posibilidad y la necesidad de implementar el modelo de Dewey

El modelo de Dewey sobre la participación pública de los ciudadanos en la toma de decisiones políticas se está implementando de facto, sobre todo, en cuestiones relativas a controversias científico tecnológicas, si bien es cierto que no todas las sociedades están preparadas por igual para ponerlo en práctica. Al mismo tiempo, los canales que tradicionalmente se han empleado para mostrar el desacuerdo o el malestar ante determinado tipo de desarrollos científico-tecnológicos, tales como los grupos de consumidores o de ecologistas, por poner dos ejemplos, suelen estar desacreditados por considerarse que, o bien no disponen de información suficiente, que está manipulada o que obedecen a intereses espurios. Como comentaba Hennen,

 Aparte de asegurar una amplia representación de la pluralidad de valores e intereses, la participación es considerada como una necesidad en la evaluación tecnológica por cuestiones analíticas. Lo particular, en especial el conocimiento de aquellos afectados por las (nuevas) tecnologías, ha de tenerse en cuenta a fin de que las (potenciales) oportunidades, posibilidades y riesgos derivados de las tecnologías puedan ser identificados y las soluciones socio-tecnológicas adecuadas puedan ser exploradas. (Hennen, 1999: 305)

El modelo elitista no ha requerido de demasiadas justificaciones cuando las decisiones que era preciso tomar tenían que ver con cuestiones de índole científica. El conocimiento científico ha alcanzado un grado de especialización tal que supuestamente inhabilita al resto de los ciudadanos a la hora de participar en controversias que tengan relación con él. Sin embargo, los ciudadanos afectados por los desarrollos científico-tecnológicos han comenzado a darse cuenta, por un lado, de que los científicos tienen intereses creados en sus propios proyectos de investigación y, por otro, de que muchos científicos pueden ignorar o no estar interesados en las consecuencias de sus acciones científico-tecnológicas. Los científicos pueden ser perfectos legos en cuestiones políticas, así como en la realización de juicios sociales. Por ello, se hace preciso de manera cada vez más perentoria una regulación y un control democrático de la ciencia (Fischer, 1999: 296-297).

El desarrollo científico-tecnológico tiene repercusiones cotidianas que afectan a los ciudadanos, empujándoles a éstos, en muchas ocasiones, a iniciar debates. Por poner un ejemplo: el desarrollo de cierto tipo de telefonía móvil implica la existencia e implantación en núcleos poblacionales de antenas. Desde hace unos años existe una controversia sobre los efectos que las antenas puedan tener sobre la salud humana (no vamos a entrar en el asunto del impacto visual). A pesar de la información que los científicos puedan ofrecer sobre la ausencia de riesgos, muchos ciudadanos desconfían de estas opiniones, suponiéndolas cautivas de algún interés empresarial. Recientemente en un pueblo de la provincia de Granada, llamado Los Villares, los vecinos han sido sometidos a un referendo, facilitado por el hecho de que el número de los habitantes del pueblo supera en poco la centena, para decidir si se instalaba o no una antena de telefonía móvil en su municipio, con un resultado contrario a la instalación por un voto de diferencia (37 a 38). Esta decisión, podría decirse, tiene perfecta legitimidad democrática. Ahora bien, ¿cumple con los estándares que Dewey señalaba? La toma de una decisión sin una deliberación previa basada en la indagación activa, nos diría Dewey, tiene escaso valor, tanto desde el punto de vista epistémico, ya que los ciudadanos han tomado la decisión sin ampliar sus conocimientos acerca del problema, como desde el punto de vista ético, ya que no se puede considerar que hayan hecho un ejercicio auténtico de su libertad, al no tomar la decisión basándose en una deliberación ausente de coacciones (aquellas impuestas por la ignorancia de los hechos). Como comenta Fourniau:

Los procedimientos tradicionales de consulta ya no son lo suficientemente legítimos ni son aceptados por los ciudadanos hoy en día. La gente está ahora decidida a dar su opinión, antes de que una decisión sea tomada, sobre la base de los méritos de un proyecto y en función del modo en que las diversas opciones están formuladas, de manera de estar en condiciones de influir en esa decisión. (Fourniau, 2001: 441).

Ahora bien, este tipo de actuaciones ¿invalidan categóricamente el modelo de la democracia participativa? Diríamos que no, ya que no se han cumplido sus mecanismos. Éstos se pueden implementar de formas mucho más elaboradas, que van más allá del referendo.

  Existen diferentes modos mediante los cuales los ciudadanos pueden asumir un papel mucho más activo del que se les suele suponer capaces, siendo sus contribuciones más relevantes de las que se pueden extraer de un referendo mal diseñado. Una de las posibilidades más interesantes son las comisiones de consenso. Los primeros en llevarlas a cabo fueron los daneses en la década del ochenta a través de una agencia parlamentaria encargada de asesorar en cuestiones tecnológicas (The Danish Broad of Technology). Su éxito ha dado lugar a otras experiencias similares en Europa, Japón y Estados Unidos.

Las comisiones de consenso pretenden estimular el debate social de amplio calado y de cierto nivel acerca de cuestiones tecnológicas. Los ciudadanos corrientes adquieren un papel relevante en estas discusiones, para lo que han de comprometerse a realizar una serie de lecturas y discusiones con expertos, que culminan con un foro abierto al público, lo que asegura que antes de tomar ninguna decisión o de ofrecer ningún juicio, están suficientemente informados. Tanto las sesiones del foro como el análisis posterior se plasman en un documento formal que se presenta públicamente, convirtiéndose en un foco de atención nacional en Dinamarca. Generalmente, este proceso se desarrolla poco antes de que el parlamento haya de tomar alguna decisión relativa a temas científico-tecnológicos. Su principal punto débil es que no es un documento vinculante y las decisiones que posteriormente se tomen no tienen por qué estar basadas en él. Sin embargo, no caen en saco roto y los políticos las tienen en cuenta, sobre todo por la repercusión mediática que suelen recibir.

En el procedimiento se pretende la participación de un grupo de personas que, en primer lugar, muestren las razones por las que están interesados en el asunto en cuestión, escogiendo de entre ellas una muestra representativa de la sociedad. Al mismo tiempo, se forma un comité que vigila el buen funcionamiento del proceso. Generalmente se incluyen como miembros de este comité a expertos variados: un científico académico, un investigador industrial, un miembro de sindicatos, un representante de los grupos de interés, así como un director de proyecto. El grupo de ciudadanos se reúne varias veces. Durante dichas reuniones preparatorias, se discuten diferentes documentos dispuestos por expertos a petición del comité organizador en los que se expone el estado de la cuestión desde el punto de vista político, científico, económico, etc. Se preparan las preguntas que se realizarán en el foro abierto a los expertos, que habrán sido seleccionados por el comité organizador y entre los que habrá científicos, tecnólogos, expertos en ética, ciencias sociales, así como destacados representantes de los grupos de interés vinculados con el desarrollo científico-tecnológico, tales como la industria, los sindicatos o también organizaciones medioambientales. En el foro público, que suele durar varios días, tendrán ocasión de estar presentes, además de los ciudadanos participantes de las comisiones de consenso y los expertos escogidos, los medios de comunicación, miembros del parlamento, así como otros ciudadanos interesados en el tema. Los expertos tienen ocasión de defender sus puntos de vista y de responder a las cuestiones que los ciudadanos del grupo quieran realizarles. Después el grupo de ciudadanos se reúne durante un par de días para elaborar un documento en el que se plasman los puntos en los que han alcanzado consenso y en los que aún mantienen cierta discrepancia. El documento se presenta en una rueda de prensa nacional. (Sclove, 2000: 34-37). Uno de los efectos más llamativos de este tipo de actividades, como comenta Sclove (2000: 38-39) es la mejora en cuanto al nivel de conocimientos que los ciudadanos daneses tienen acerca de cuestiones científico-tecnológicas. Por ejemplo, la Comisión Europea en un estudio realizado en 1991 descubrió que los ciudadanos daneses eran los mejor informados acerca de cuestiones relativas a la biotecnología (un tema tratado en varias comisiones) en comparación con sus vecinos europeos.

Para que estos procedimientos funcionen es imprescindible que los expertos adopten una actitud activa. No se puede permitir que los ciudadanos sólo obtengan información a través de los contra-expertos (aquellos que bajo la apariencia de poseer conocimientos suelen situarse fuera del ámbito académico). Posiblemente la tarea más complicada y ardua sea la de convertir información acerca de asuntos complejos científicos en un lenguaje accesible para los ciudadanos medios. Para ello los científicos y los expertos habrán de pasar muchos aspectos por alto, habiendo de poner especial interés en aquellos temas que sean de mayor utilidad para los ciudadanos y el contexto en el que habitan. Los ciudadanos no participarán en los debates aportando soluciones técnicas, aunque es posible que contribuyan con información empírica relevante acerca del contexto local en el que operan los desarrollos científico-técnicos. Es decir, no sólo los ciudadanos adquirirán conocimientos de contrastada credibilidad, sino que los propios expertos pueden aprender ciertas peculiaridades del entorno de las que no tenían noticia antes de establecerse esta vía de comunicación. Y, por supuesto, también pueden adquirir cierta sensibilidad ante problemas de índole moral que no habían tenido en cuenta.

Los expertos que participan en estas actividades reconocen que su contribución es un ejercicio para promover el desarrollo democrático. Más que proporcionar respuestas técnicas concebidas para resolver o cerrar las discusiones políticas, su tarea es ayudar a los ciudadanos en su esfuerzo por comprender estas situaciones novedosas, de manera que sean capaces de tomar decisiones de una forma cuando menos informada. Los expertos son "facilitadores" para que los ciudadanos aprendan y mejoren. Pero los ciudadanos, como se ha señalado, no son los únicos que obtienen un beneficio de esta relación. Es un juego en el que todos ganan, al menos en conocimiento. Incluso el sector industrial danés, que en un principio se mostró contrario a la idea de establecer un Consejo de Tecnología, ha ido cambiando de idea. La razón es la siguiente: siguiendo los métodos políticos tradicionales con respecto a la tecnología, la primera oportunidad que tiene el público de reaccionar ante cualquier innovación puede ocurrir en el lapso de varios años, incluso décadas después de que las decisiones cruciales hayan sido tomadas. En ese momento, las únicas posibilidades son: o bien continuar con la misma tecnología sin efectuar ningún cambio (por la propia inercia tecnológica), o bien desmontar el sistema en su totalidad. En ambos casos siempre se pierde: si se escoge la primera opción, el sistema tecnológico puede arriesgarse a dar una imagen de ser ajeno a las preocupaciones sociales; si escoge la segunda, se arriesgan puestos de trabajo, dinero, tiempo y talento. En cambio, si se permite que los ciudadanos tomen parte desde el principio en la orientación de los desarrollos científico-tecnológicos, mostrando sus preferencias y preocupaciones, se promueven investigaciones socialmente responsables y modificaciones en el diseño más sensibles a las preocupaciones de los ciudadanos.

Conclusiones

Los más escépticos pueden plantear la objeción de que iniciativas como las de las Comisiones de Consenso son inviables en otros países democráticos, debido a las idiosincrasias culturales de cada uno de ellos. ¿Estarían, por ejemplo, los ciudadanos españoles dispuestos a participar en este tipo de experiencias? Comenta Sclove en el artículo citado que cuando se decidieron a organizar una comisión de consenso en Estados Unidos tenían serias dudas de si se obtendrían tan buenos resultado como los obtenidos en Dinamarca (donde, según sus propias palabras "todos son blancos, altos, rubios, educados, adinerados y con conciencia cívica"). Sin embargo, los resultados fueron mucho más que alentadores.

No se puede, en ningún caso obligar a todos los ciudadanos a participar en este tipo de actividades. Los habrá que prefieran mantenerse al margen y que las soluciones sean aportadas por otros. Sin embargo, si se facilitan nuevos canales de comunicación entre todos los miembros de la sociedad y se toman en cuenta las consideraciones de todos, seguramente habrá una mayor iniciativa ciudadana para colaborar en estos procesos. El desencanto democrático que padecen las sociedades modernas puede derivarse del hecho de que nuestras democracias reproducen el esquema presentado por Lippmann. Las elites formadas por expertos y líderes políticos gobiernan y toman las decisiones, los ciudadanos sólo pueden escoger cada cierto tiempo los líderes políticos que supuestamente les representan. "¿Para qué continuar con la pantomima?", se pueden preguntar muchos. Si nuestra voz no se escucha, para qué elevarla. Sin embargo, los representantes políticos son cada vez más conscientes de la pérdida de legitimidad de sus decisiones, al ser el número de ciudadanos que les respalda cada vez menor. Si el porcentaje de participación en las elecciones desciende hasta un nivel crítico (por definir), ¿viviremos en un Estado realmente democrático? Para que la democracia funcione, aun reconociendo la necesidad de estar liderados por una elite (o varias), es imprescindible que se habiliten mecanismos de participación a través de los cuales los ciudadanos aporten sus puntos de vista y en los que, simultáneamente, mejoren sus conocimientos sobre el estado de las cuestiones científico-tecnológicas. A través de la participación y la deliberación, como bien exponía Dewey, se conseguirán sociedades con ciudadanos responsables y mejores, tanto desde el punto de vista de los conocimientos que poseerán como desde el punto de vista de su desarrollo ético. Así tendrá sentido y objeto que nos planteemos una auténtica apropiación social del conocimiento científico.

Notas

1. Sin quitar notabilidad a hitos tan importantes para el pensamiento como fueron las propuestas de Copernico, Kepler, Galileo y del mismísimo Newton, lo cierto es que los temas de los que trataban estos pensadores tuvieron una repercusión más bien escasa en la vida de sus contemporáneos.

2. Ver, por ejemplo, la reedición del libro de Sánchez Ron (2007).

3. Algo que también comienzan a defender algunos filósofos, aunque de manera un tanto más matizada, como por ejemplo Putnam (1981).

4. Una tesis en gran medida producto de una interpretación radical de Kuhn (1962).

5. Entre sus defensores más radicales, Bloor apuntó que los intereses son las causas que dan lugar a nuestros sistemas de conocimiento, intereses que pueden ser instrumentales, profesionales, comunitarios o ideológicos.

6. Posiblemente el pensador más destacado que ha defendido esta forma de gobierno ha sido M. Weber, aunque por las temática concreta de este artículo se ha escogido la defensa que hace W. Lippmann.

7. Sin entrar en el asunto de qué formación habrán de recibir nuestros líderes actuales, algo que para Platón podría ser evidente, pero no así para nosotros.

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