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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.24 Córdoba dic. 2010

 

ARTICULOS ORIGINALES

 

La fuerza de las palabras: revolución y democracia en el Río de la Plata, 1810-18201

Waldo Ansaldi*

*Investigador Principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos. Director del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, de la misma Facultad.

 


Resumen
A partir de la consideración de la revolución como un tema clásico de las ciencias sociales, en este trabajo se plantea la necesidad de volver sobre la cuestión en tiempos del bicentenario de las independencias latinoamericanas dado que la disolución del orden colonial en América Latina se llevó a cabo a través de procesos que, pese a sus particularidades históricas, deben ser definidos y explicados como revoluciones. Las relaciones entre democracia y revolución son abstractas y pueden ser planteadas desde diferentes perspectivas teóricas e incluso proyectos políticos a futuro. En este trabajo se historizan tales relaciones en un espacio y un período específico: El Río de la Plata entre 1810 y 1820, período que comienza con la revolución anticolonial, que condujo a la declaración de la independencia, y culmina con la derrota del proyecto radical de Artigas que fue, al mismo tiempo, la derrota de la revolución y de la democracia.

Palabras clave: Lenguaje político; Revolución; Democracia; Independencia; Grupos dominantes

Abstract
After consideration of the revolution as a classic of social science, this paper raises the need to revisit the issue at the time of the bicentenary of Latin American independence since the dissolution of colonial rule in Latin America was achieved through processes that, despite their historical, should be defined and explained as revolutions. The relationship between democracy and revolution are abstract and can be raised from different theoretical perspectives and even future
political projects. In this paper we historicize such relationships in a space and a specific period: the Rio de la Plata between 1810 and 1820, a period that begins with the anti-colonial revolution which led to the declaration of independence, culminating in the defeat of the radical project Artigas was, at the same time, the defeat of the revolution and democracy.

Keywords: Political language-revolution; Democracy; Independence; Dominant groups


 

Introducción
Las revoluciones latinoamericanas de independencia se produjeron en el contexto constitutivo de la Modernidad. Incorporaron, por ende, su lenguaje político. Nuevas palabras y otras, viejas, pero resignificadas, se encuentran en los discursos de los dirigentes insurgentes: revolución, democracia, ciudadanía, derechos del hombre, libertad, igualdad, patria, Constitución...

Aquí trataré sólo los dos primeros de esos lexemas en el área rioplatense. Aparecieron ligados a lo que algunos contemporáneos llamaron, descalificándola, el ala jacobina de la revolución. Algunas decisiones de la Junta de Gobierno instalada en Buenos Aires en mayo de 1810 -sobre todo las inspiradas por Mariano Moreno-, Juan José Castelli y Manuel Belgrano-, las propuestas luego por Bernardo de Monteagudo, el controvertido Plan de Operaciones y, en particular, el pensamiento y la acción de José Gervasio Artigas, en la Banda Oriental, fueron la expresión más radical del movimiento insurgente en el Río de Plata. Fue una fase breve: en 1820, la derrota de Artigas en el campo de batalla selló definitivamente la suerte del proyecto de estatuir un orden revolucionario y democrático, ya golpeado por las decisiones del conservador Congreso reunido en Tucumán.

Las relaciones entre democracia y revolución son abstractas y pueden ser planteadas desde diferentes perspectivas teóricas e, incluso, proyectos políticos a futuro. Pero ese ejercicio de abstracción necesita historizar tales relaciones, apelar a la historia para precisarlas. Es la historia la que nos permite analizarlas, a los efectos de esta presentación, en la década de 1810.

Continuando una tradición iniciada por Platón y Aristóteles, quienes ocupaban el vértice de la pirámide social en el entre siglos XVIII y XIX entendían la expresión democracia como sinónimo de gobierno de los pobres, los ignorantes y los incompetentes, esto es, como «la dominación de la clase equivocada», según señalara Crawford B. Macpherson (1982: 20). En su opinión, los poderosos percibían la democracia como un tipo de «sociedad sin clases o de una sola clase» y no como un mecanismo político pasible de adaptación a una sociedad dividida en clases, concepción que recién comenzó a elaborarse durante el siglo XIX. Recién entonces, la cuestión del sufragio y su extensión adquirió una nueva dimensión. Para los moderados y los conservadores, democracia y revolución, si no eran sinónimos, estaban muy próximas y ambas eran expresión de, o camino a, la anarquía o el desorden, como si lo contrario del orden no fuese, muy a menudo, la propuesto o el proyecto de otro orden, un orden alternativo.

La revolución es un tema clásico de las ciencias sociales. La constitución de la sociología histórica como campo híbrido ha renovado y potenciado su estudio y reflexión, particularmente en consonancia con el bicentenario de la revolución francesa. Esta renovación fue casi paralela a su devaluación en el plano de la política concreta. Hoy, en tiempos del bicentenario de las independencias de América Latina -la primera de las cuales, no debe olvidarse, fue la de Haití-, es menester volver sobre la cuestión. En efecto, la disolución del orden colonial en América Latina se llevó a cabo a través de procesos que, pese a sus particularidades históricas, deben ser definidos y explicados como revoluciones.

Según Hannah Arendt (1992: 21) «las revoluciones constituyen los únicos acontecimientos políticos que nos ponen directa e inevitablemente en contacto con el problema del origen». Y añade: «las revoluciones, cualquiera que sea el modo en que las definamos, no son simples cambios». Son, como precisó el sociólogo polaco Piotr Sztompka, la cumbre del cambio social.

Si bien la expresión revolución como significante de cambios sociales (pero considerados negativos) ya había aparecido en España poco antes, es desde la toma de la Bastilla que fue concebida como un cataclismo, un movimiento arrollador, indetenible e incontrolable, concepción que comenzó a instalarse desde la Revolución Francesa. De la idea de irresistibilidad se pasó, en el siglo XIX, a la de necesidad histórica de la revolución, cuya impronta fue muy fuerte en las diversas corrientes marxistas o afines.

A partir de Alexis de Tocqueville, Lorenz von Stein y Karl Marx, el lexema comenzó a ser elaborado de un modo que todavía hoy sustenta los más ricos análisis. En 1833, Tocqueville llamó la atención sobre la necesidad de distinguir la forma del contenido, destacando que la relevancia de éste puede ser mucho mayor que el modo en que se expresa. En 1844, en carta a Arnold Ruge, Marx formuló una breve distinción entre revolución política (la que derroca el poder antiguo) y social (la que termina con la vieja sociedad). A su turno, en 1850, también Stein propuso diferenciar la revolución política de la revolución social, asignándole una importancia determinante, tanto para el análisis de la ciencia de la sociedad como para las acciones prácticas.

La norteamericana Theda Skocpol define: «Las revoluciones sociales son transformaciones rápidas y fundamentales de la situación de una sociedad y de sus estructuras de clase; van acompañadas, y en parte son llevadas a cabo por las revueltas basadas en las clases, iniciadas desde abajo. (...) Las revoluciones políticas transforman las estructuras del Estado, y no necesariamente se realizan por medio de conflictos de clases. (...) Lo que es exclusivo de la revolución social es que los cambios básicos de la estructura social y de la estructura política ocurren unidos, de manera tal que se refuerzan unos a otros. Y estos cambios ocurren mediante intensos conflictos sociopolíticos, en los que las luchas de clase desempeñan un papel primordial» (1984: 21).

En definiciones como las de Skocpol y Charles Tilly, por ejemplo, es clave la existencia de un movimiento social de masas cuyo motor es el conflicto de clases. Se trata de movimientos desde abajo, violentos y rápidos que producen grandes cambios tanto en las estructuras políticas como, y al mismo tiempo, en las estructuras sociales. Es evidente entonces que las revoluciones generadas por la crisis del orden colonial no constituyeron revoluciones sociales en el sentido que Skocpol las entiende. En efecto, las estructuras derivadas de las matrices sociales se mantuvieron casi intactas durante largo tiempo. Los procesos violentos con revueltas desde abajo, verdaderas situaciones revolucionarias -como en el caso paradigmático de Haití (1791-1803) y en buena medida también en los de México (1810-1815) y la Banda Oriental del Río de la Plata (1811-1820)- no devinieron en resultados capaces de definir revoluciones sociales. En general, el potencial emancipador fue redireccionado por los sectores conservadores, que se limitaron a llevar adelante transformaciones fundamentales en la estructura del Estado -pasaje del Estado colonial al Estado independiente- sin que se produjeran, en simultáneo, cambios radicales en la estructura social. No hubo, pues, en América Latina, revoluciones burguesas en sentido estricto, entendiendo por tales aquéllas en las cuales la burguesía expropia a las antiguas clases propietarias, modifica las relaciones de producción y se hace del poder. Las revoluciones de independencia, donde las hubo, fueron entonces revoluciones políticas y, finalmente, al concluir el largo proceso de construcción estatal, revoluciones pasivas dependientes.

En síntesis: tres revoluciones sociales frustradas, algunas revoluciones políticas (Venezuela, Nueva Granada, Río de la Plata, Chile, Paraguay, México y Centroamérica) y otros procesos de independencia sin revolución política, resultado de ejércitos exteriores (por exportación de la revolución, dirían lo conservadores del siglo XX a propósito de los movimientos revolucionarios de los años 1960 y 1970), como en el caso de los países andinos.

Retengamos un aspecto decisivo: el grupo dirigente revolucionario fue, en casi todos los casos, un bloque constituido por grupos dominantes -burgueses comerciantes, terratenientes (en pocos casos, burgueses rurales), propietarios mineros, profesionales, clérigos, militares, jerarcas burócratas-, étnicamente blancos (europeos o americanos), con alguna presencia mestiza. Enfrente tenían un grupo de composición social semejante. Las clases populares, las sujetas a la mayor explotación y dominación -artesanos, jornaleros, campesinos, trabajadores varios, esclavos, incluso pequeños comerciantes-, étnicamente mestizos, mulatos, indígenas, afroamericanos (negros y pardos), no desempeñaron -salvo unos pocos casos excepcionales- el liderazgo del proceso, pero su participación en las guerras de independencia -por convicción, en ocasiones, o por subordinación a sus patrones, primordialmente- les llevó a involucrarse en la política, a ser sujetos (aunque pocas veces autónomos) de ella, e incluso agentes del cambio político. A despecho de los intereses y aspiraciones de los grupos sociales propietarios, la participación política y militar de las clases populares, necesaria para enfrentar a los ejércitos realistas o bien a los republicanos y/o a los de otros grupos o jefes independentistas, devino una nueva fuente de conflictividad, particularmente en aquellos casos -Saint-Domingue, México y la Banda Oriental- en los cuales tal participación puso en cuestión los mecanismos de explotación.

Una revolución anticolonial
Fue la lógica de la guerra, más que la lógica de la política, la que condujo a la declaración de la independencia en el Río de la Plata. No fue sólo la guerra en el territorio americano, sino también la desplegada en el europeo, en particular los avatares de la guerra franco-española y las alianzas de España y de Portugal con el Reino Unido, de destacada incidencia en América hispano-lusitana. En este sentido, la revolución rioplatense se inscribió en, fue parte de, la crisis internacional que estaba reordenando el mundo en un contexto de expansión del capitalismo. La guerra entre la España borbónica y la Francia napoleónica se desarrolló entre 1808 y 1814, entre la prisión y la liberación de Fernando VII. La primera abrió la resistencia popular, la sucesión de Juntas y el reformismo liberal que culminó en la Constitución de 1812. La segunda se tradujo inmediatamente en una restauración absolutista ferozmente represiva y en el caso de las colonias demostró la total incredulidad del rey respecto de la ficción de la «máscara» esgrimida por quienes decían gobernar en su nombre.

Una coyuntura política tan confusa y cambiante como la metropolitana no podía menos que sumir en la ambigüedad a quienes, por diversas y no siempre coincidentes razones, vacilaban en el camino a seguir. El sinuoso alineamiento y realineamiento de posiciones de grupos y de personas, ante las fluctuaciones de la coyuntura, es un buen ejemplo del accionar de una dirigencia, a menudo perpleja, que oscilaba entre la adhesión a principios que se proclamaban y no siempre se seguían y, sobre todo después de 1814-1815, la práctica del más craso oportunismo, que a veces orilló, o directamente incurrió en la, traición a la revolución.

La guerra fue un enfrentamiento más complejo que el de criollos contra españoles. De hecho, las guerras de independencia enfrentaron entre sí a los propios americanos. Pero además, la guerra contra los ejércitos del rey abrió la puerta a las guerras civiles, una compleja trama de enfrentamientos donde se mezclaban componentes económicos, sociales, políticos e ideológicos, que no conviene reducir rápidamente a una imagen de transparente lucha de clases, ni tampoco a una controversia, larga y sangrienta, generada por las ambiciones personales de unos pocos «grandes hombres» que parecían solos.

Tulio Halperin Donghi ha estudiado y mostrado muy bien la importancia de la guerra en el proceso revolucionario. No sólo porque la revolución es necesariamente un acto violento, sino, en particular, por la incidencia que tuvo en la compleja trama de vinculaciones políticas y sociales en el interior de las fuerzas criollas, entre los grupos de la élite dirigente y entre alguno de éstos con los sectores populares, los urbanos de Buenos Aires en primer lugar. En rigor, fue un proceso político iniciado antes de la revolución, en 1806-1807, con las invasiones inglesas. Hubo una notable militarización de la sociedad porteña, que la revolución extendió espacialmente. En el posterior tortuoso proceso de constitución del Estado nacional, dos hechos fueron destacables: la convocatoria a las armas involucró de un modo creciente a las clases subalternas, las que por esta vía ingresaron abruptamente en la vida política, y la fortísima dificultad para sujetar el poder militar a un único centro de decisión política, de poder central (o si se quiere, para decirlo en los clásicos términos weberianos, para asegurar el monopolio estatal de las fuerzas coercitivas o de la violencia considerada legítima).

En la primera década del siglo XIX, el poder colonial español en el Río de la Plata fue erosionado por dos agentes destructivos -las invasiones inglesas a Buenos Aires y Montevideo y la caída de la monarquía borbónica en España-, cuya acción convergente tuvo varios efectos multiplicadores. Los años 1806 a 1812 fueron un nudo histórico que abrió una larga crisis orgánica, de la cual la revolución fue un acelerador, ya que no su solución. La crisis comenzó con la deposición del virrey Rafael Sobremonte, de desafortunada gestión frente a los invasores, y la imposición, en su lugar, de Santiago de Liniers, el héroe de la Reconquista, por la acción de las milicias criollas y el Cabildo porteño. Liniers, afectado por su condición de francés, fue reemplazado por el marino español Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien no logró un efectivo control de] poder político en una colonia cada vez más díscola y con serios problemas en el área de los recursos fiscales. El gobierno de Cisneros fue breve: antes del año fue desplazado por la revolución.

En el nudo histórico 1806-1812 hubo cuatro momentos, sendas fluctuaciones de la coyuntura política rioplatense; a) entre junio de 1806, primera invasión inglesa, y agosto de 1808, llegada del marqués de Sassenay, emisario de Napoleón en procura del reconocimiento de José Bonaparte como rey de España, rechazo de la proposición y proclamación y jura de Femando VII como tal; b) desde agosto de 1808 hasta julio de 1809, arribo de Cisneros, nuevo virrey del Río de la Plata, designado por la Junta Central de Sevilla; e) entre julio de 1809 y mayo de 1810, gobierno y deposición de Cisneros e instalación de la Junta criolla; d) desde mayo de 1810 hasta octubre de 1812, caída del Primer Triunvirato e intento, impulsado por la Logia Lautaro y la Sociedad Patriótica, de profundizar la revolución convocando a una Asamblea Constituyente.

Este nudo histórico desató, entonces, la crisis orgánica rioplatense. A lo largo de él no sólo comenzó la disolución del sistema hegemónico colonial, sino que se produjo el avance de los grupos que constituirán la burguesía argentina. Fue decisivo que tales grupos, los comerciantes librecambistas y los ganaderos bonaerenses, alcanzaran un significativo nivel de conciencia, que sobrepasó el de la solidaridad corporativa, visible en las argumentaciones esgrimidas en el debate a propósito de la liberalización del comercio (1809), y mostró la existencia de la fase más estrictamente política, esto es, el neto pasaje de la estructura a la esfera de las superestructuras complejas, con el consiguiente enfrentamiento de las ideologías transformadas en «partidos», para decirlo en términos gramscianos.

El nudo histórico 1806-1812 desnudó el agotamiento de la dominación colonial y la desintegración del bloque ideológico correspondiente (lo viejo que moría). Enfrente estaba el empuje de los sujetos sociales engendrados por las modificaciones estructurales borbónicas y, en el plano político-social, por las invasiones inglesas (lo nuevo que nacía). Hubo crisis porque el poder colonial (lo viejo) se resistía a morir - como lo testimonió, con extremismo y patetismo, el obispo Benito Lue y Riego en el Cabildo Abierto del 22 de mayo, cuando sostuvo que el poder «sólo podría venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese un solo español en él»- y el poder burgués criollo (lo nuevo) estaba naciendo dificultosamente. En la crisis se fracturó la relación orgánica colonial redefinida por el reformismo borbónico: la burocracia colonial, los comerciantes monopolistas, el clero realista, las instituciones y las ideas del antiguo régimen se tornaron anacrónicos, incapacitados para expresar los nuevos intereses y, en consecuencia, para impulsar al conjunto de la sociedad hacia nuevas exigencias y actividades en todos los terrenos.

Los representantes del poder colonial en el Río de la Plata perdieron su autoridad, su hegemonía y sólo les quedó la alternativa de ejercer la represión sin eufemismos. Si en el virreinato platense ésta no fue más intensa y no alcanzó los niveles de otros ámbitos, fue porque en buena medida la Junta porteña, primero, y sus sucesores, luego, optaron desde el comienzo por una acción política con pocas contemplaciones con el enemigo.

En los tres primeros momentos del nudo histórico 1806-1812 la crisis tuvo por protagonistas a los sectores de la vieja clase dominante, representante del poder colonial, y a aquellos sectores de las clases subalternas locales que comenzaba a escindirse del sistema hegemónico colonial. Esta ruptura entre la burguesía criolla (hasta entonces una clase subalterna) y la ideología dominante fue un aspecto inicial esencial de la crisis orgánica, consolidada por el desarrollo de una conciencia política e ideológica acerca de su propia personalidad histórica, la que le llevó a definir, aun con las ambigüedades características de una clase en pleno proceso de formación, sus intereses particulares como generales. En este sentido, dentro del nudo histórico de 1806- 1812, el tercer momento (julio 1809 / mayo 1810) puso de relieve dos aspectos: (a) la confluencia de la crisis económica y de la crisis política; (b) la explícita pretensión de los grupos criollos vinculados a la producción y a la comercialización vacunas de generalizar al conjunto de la sociedad los que eran inicialmente sólo sus intereses particulares. El documento expresivo de la posición de «los labradores y hacendados de estas campañas de la banda oriental y occidental del Río de la Plata», fue la Representación del 30 de setiembre de 1809, que en su nombre fue elevada al virrey Cisneros por el abogado Mariano Moreno. Bien dice Lucía Sala de Touron: «El alegato de Moreno elevaba a la categoría de intereses generales del estado los de las clases productoras de los principales frutos de exportación del Plata. Al coincidir las necesidades insoslayables del estado español, carente de recursos, con los de los comerciantes ingleses y grupos a ellos vinculados y los hacendados criollos, la exigencia del comercio libre no pudo ser contrarrestada». Para la gran historiadora uruguaya, ese período de diez meses fue «el de decisión y estallido de todas las contradicciones que oponían a la sociedad criolla con España» (en «Introducción» a Sala de Touron, De la Torre y Rodríguez, 1978: 44).

En el cuarto momento (1810-1812), la naturaleza de las tareas políticas convocó a la ampliación de la participación activa de otros grupos subalternos, sobre todo de las regiones del Interior, convocatoria donde ellos tuvieron un lugar no exento de conflictos, como el que originó la decisión de la Junta de ofrecer a los indígenas del Alto Perú la abolición de los servicios personales y del tributo. En efecto, la Junta Provisoria convocó y movilizó política y militarmente a la sociedad porteña, en primer lugar, e inmediatamente a la de las restantes ciudades y provincias.

Este fue el momento en el que el aludido conjunto caótico de reivindicaciones expresó una revolución. En la Banda Oriental, a partir del alzamiento rural iniciado en febrero de 1811 bajo el liderazgo de José Artigas; en Salta durante el «sistema de Güemes» (1815-1821); en el Alto Perú con la movilización indígena (en parte heredera de revueltas por entonces todavía recientes, en parte por acción de la expedición militar enviada por la Junta porteña); en los Llanos riojanos con la militarización de peones y arrieros. En todo el espacio rioplatense los grupos más subalternos de las clases subalternas participaron en la guerra y a través de ella, como no lo habían hecho nunca antes, en la política. A propósito de ello, bueno es tener presente que una revolución no se define tanto por el ejercicio de la violencia, aunque ésta sea un aspecto o un elemento decisivo de aquélla, cuanto por, fundamentalmente, la irrupción abrupta y masiva de las clases subalternas (las masas, si se quiere emplear una expresión más ambigua) en el escenario político. Ciertamente, en el caso rioplatense estamos lejos de un furor revolucionario por parte de las mayorías populares: abundan los testimonios sobre la apatía, la indiferencia, la deserción, cuando no el alistamiento en las fuerzas contrarrevolucionarias. Estos sectores subalternos -artesanos, campesinos indígenas, trabajadores libres, esclavos- no alcanzaron ese nivel de desarrollo que permitiera la aparición del «espíritu de escisión» ni, en consecuencia, a plantear alguna alternativa hegemónica; tampoco llegaron a elaborar -corno los grupos finalmente dominantes en las regiones del Interior- una alianza con la burguesía de Buenos Aires y a través de ella participar en el nuevo sistema hegemónico que se definirá recién entre 1862 y 1880. Subalternos bajo la Colonia, estos grupos siguieron en la misma condición, a veces incluso agravada, bajo la república. Fue justamente en este plano, el estructural, donde la revolución argentina alcanzó sus límites: al no trastocar la estructura social, al no modificar radicalmente la vieja sociedad, la revolución no se hizo social. No hubo, pues, emancipación, sino sólo revolución política.

El 22 de mayo de 1810, en la capital del Virreinato, un Cabildo Abierto cuya convocatoria los patriotas porteños le arrancaron al Virrey Cisneros, decidió, por 156 contra 69 votos, destituir al mandatario y facultar al Cabildo para elegir su sucesor. La argumentación de los criollos se fundaba en la doctrina del pacto de sujeción, bien conocida en la tradición española, según la cual en caso de caducidad de la autoridad real la soberanía retrovertía a los pueblos. En una maniobra contraria a la decisión del 22, los cabildantes acordaron, el 24, reemplazarlo por una Junta constituida por dos españoles, dos criollos y el propio Cisneros como su presidente. Fue un intento de imponer la solución gaditana a la sucesión de las autoridades coloniales, frustrado por la decisión patriota de desplazar al Virrey y sus acólitos. Los dos miembros criollos (Cornelio Saavedra y Juan José Castelli) renunciaron a sus cargos y sus renuncias conllevaron la de los realistas. El 25, los vecinos criollos y los comandantes de las milicias urbanas, exigieron al Cabildo la formación de una Junta de Gobierno autónoma con exclusión de realistas, es decir, la solución criolla. Así, se formó un cuerpo colegiado de nueve miembros -un Presidente (el hacendado y militar Cornelio Saavedra, Jefe del Regimiento de Patricios), dos Secretarios (los abogados Mariano Moreno y Juan José Paso) y seis Vocales (los abogados Juan José Castelli y Manuel Belgrano, el militar Miguel de Azcuénaga, el sacerdote Manuel Alberti y dos comerciantes catalanes, Juan Larrea y Domingo Matheu)-, formalmente denominada Junta Provisional Gubernativa de las Provincias del Río de la Plata a nombre del Señor Don Fernando VII, pero más conocida como Primera Junta, aunque en rigor fue la segunda, si bien la primera, la del 24, no alcanzó a entrar en funciones. En su seno se expresaron rápidamente dos posiciones: la radical -Moreno, Castelli y Belgrano- y la moderada, a cuyo frente se encontraba el coronel Saavedra, quien consideraba a Moreno el «Malvado de Robespierre».

Como Montevideo, Asunción, Córdoba, Salta y Charcas decidieron reconocer la autoridad del Consejo de Regencia, la Junta porteña dispuso enviar dos expediciones militares, una al Alto Perú y otra a Paraguay, para vencer a los opositores y ganar adeptos. Las Expediciones Auxiliadoras al Alto Perú y a Paraguay encontraron resistencia a su paso. En Córdoba, una acción contrarrevolucionaria fue enérgicamente reprimida, fusilándose a sus cabecillas en Cabeza de Tigre. No eran funcionarios menores, pues se trataba de Santiago de Liniers -el héroe de la Reconquista, cuando la primera invasión inglesa, y ex Virrey (1806-1809)-, Juan Gutiérrez de la Concha (gobernador intendente de Córdoba del Tucumán) y el coronel Santiago Allende (Comandante de Armas de la Gobernación Intendencia), amén del doctor Victorino Rodríguez (asesor del gobernador) y el tesorero Joaquín Moreno. Al otro complotado, el obispo Rodrigo de Orellana, la pena de muerte le fue conmutada por la de prisión. Luego, en el Alto Perú, después del triunfo de Suipacha, se pasó por las armas al mariscal Vicente Nieto, al general José de Córdoba y Rojas y al Intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz.

La Junta convocó a un Congreso y su convocatoria y constitución fue motivo de una fuerte controversia. Así, Moreno entendía que él no debía tener «otro fin que reunir los votos de los pueblos para elegir un gobierno superior de estas provincias que subrogase el del virrey y demás autoridades que habían caducado.» Leído el texto en el contexto, las demás autoridades que habían caducado, eran tanto las que estaban debajo como las que estaban por encima del virrey, es decir, el Consejo de Regencia y, como la Junta no lo reconoció (ni tuvo la intención de reconocerlo), el propio rey.

Moreno fue desplazado en diciembre, cuando debió renunciar y fue enviado en misión diplomática al Reino Unido, falleciendo en alta mar, en marzo de 1811, presuntamente envenenado. También en diciembre se constituyó la denominada Junta Grande (por incorporación de representantes de las provincias), netamente conservadora, reemplazada en setiembre de 1811 por el Primer Triunvirato, que gobernó hasta octubre de 1812. La composición de la Junta acentuó el carácter conservador del gobierno.

En 1810-1812 la crisis orgánica devino, sin solucionarse, revolución anticolonial y con ella se planteó explícitamente la resolución del problema fundamental de toda revolución, el problema del poder, esto es, ¿quién manda?, ¿sobre quién manda?,¿cómo manda? y ¿para qué manda? Puede decirse también que la revolución enfrentó el problema de construir un nuevo Estado, suprimir el Estado colonial y construir un Estado nacional. La resolución de este problema conllevaba otro: la construcción de un orden político democrático. Pero fueron, justamente, estas cuestiones las que no encontraron definición precisa más o menos rápida y esta indefinición prolongó la crisis orgánica durante siete décadas.

La dialéctica de la revolución desplegó varias contradicciones en el plano de la política: entre la independencia y la sujeción colonial, entre el radicalismo y la moderación, entre la república y la monarquía -las tres resueltas de manera definitiva entre 1815 y 1820-, entre el centralismo y federalismo, resuelta, mal, en 1860-1862 con la reunificación de la república, o quizás en 1880 con la federalización de Buenos Aires.

Si bien la Revolución de Mayo fue política, no por ello dejó de incidir en el plano estructural. De hecho, no hizo más (ni nada menos) que crear las condiciones políticas para el cambio de la sociedad. Lo que estaba en el centro del debate era la definición de dichas condiciones pues de ellas dependía el modelo societal al que se aspiraba, el alcance y los límites de los cambios sociales.

La revolución, en tanto anticolonial, debía resolver primero el problema de la independencia. Llevó seis años formalizarla, tiempo en el que aquella devoró a algunos de sus hijos, particularmente los más radicales, Fernando VII recuperó su trono, los revolucionarios de las otras áreas del imperio fueron derrotados y, por si fuera poco, los grupos reaccionarios y monárquicos europeos se restauraron en el poder. Paradójicamente, fue en uno de los momentos más difíciles, en 1816, cuando se proclamó la independencia que no se pudo, no se supo o no se quiso consagrar en una coyuntura internacional más favorable, la de 1813.

El 8 de octubre de 1812 una rebelión cívico-militar, autoría de la Logia Lautaro y de la Sociedad Patriótica, dio lugar al Segundo Triunvirato, el cual convocó a Asamblea General Constituyente. Aquí se planteó por vez primera, en y desde el ámbito oficial, la caducidad del poder real y la cuestión de la independencia nacional.

La firmeza de los orientales -visible en las instrucciones de abril de 1813- y el apasionamiento independentista de Bernardo de Monteagudo en su polémica periodística con Pasos Silva, ilustran parcialmente el clima de ideas en que se desenvolvió ese ambiguo proceso que llevó a la ruptura definitiva con el poder colonial. La Asamblea que comenzó a sesionar el 31 de enero de 1813 (con la omisión del juramento de lealtad a Fernando VII) se planteó un programa máximo -la declaración de la independencia y la sanción de una Constitución, para la cual hubo cuatro proyectos, tres centralistas y uno federal- y realizó uno menos ambicioso, pero no por ello carente de significación: decidió su carácter soberano (es decir, en la propia Asamblea residía la representación y ejercicio de la soberanía de las Provincias Unidas, siendo los representantes de éstas, diputados de la nación y su trato el de ciudadanos), adoptó los símbolos del nuevo Estado (escudo con el republicano y rojo gorro frigio, moneda, himno y bandera) y eliminó los del viejo (el escudo del Rey, su efigie en las monedas, el pabellón español), declaró ‘Fiesta cívica» el 25 de mayo, resolvió la independencia de las órdenes religiosas respecto de las autoridades situadas fuera del territorio rioplatense, declaró caduca la actividad del Tribunal del Santo Oficio y prohibió «el detestable uso de los tormentos», los cuales fueron ordenados quemar en la Plaza de la Victoria, creó un Poder Ejecutivo unipersonal (el Director Supremo), asesorado por un Consejo de Estado, dictó un Reglamento para la Administración de Justicia. Asimismo, continuando la acción inicial de la Revolución, cuando suprimió el tributo indígena (1811) y prohibió la importación de esclavos (1812), la Asamblea avanzó también en el terreno del derecho privado al eliminar el servicio personal de los indígenas en todas sus formas (mita, yanaconazgo, encomienda), libertar a los futuros hijos de madres esclavas y a todos los esclavos que ingresaran al país (medida que los portugueses lograron revertir luego), abolir los títulos de nobleza y prohibir la exhibición de blasones y suprimir los mayorazgos, los vinculados y las temporalidades. Es decir: en la práctica, la Asamblea tomó decisiones rupturistas, independentistas, pero se negó a definirlas formalmente como tales. Sus decisiones no diferían, en cuanto a su contenido, de las adoptadas en Venezuela en diciembre de 1811, al aprobar la primera Constitución, casi seis meses después de declarar la independencia.

El desplazamiento de los morenistas y, dentro de la Logia Lautaro, de José de San Martín por Carlos María de Alvear y el rechazo de la diputación oriental -aduciendo una cuestión de forma, si bien no trivial, pero en el fondo por el radicalismo de sus posiciones- cambió la correlación de fuerzas en favor de los partidarios de no declarar la independencia. Este hecho se sumó a un conjunto de acciones y decisiones porteñas que extremó la tensión con el artiguismo, cuya culminación fue la connivencia entre directoriales y portugueses para la invasión de éstos a la Banda Oriental (1816) y finalmente la derrota del caudillo revolucionario (1820). Adicionalmente, la negativa a reconocer la validez de la representación oriental fue una de las expresiones iniciales de una cultura política que, en la larga duración, ha tenido (y tiene) como patrón expulsar a los disidentes y rehusar el debate de ideas. Si el hecho terminó deviniendo estructural u orgánico, en la coyuntura fue un error político, un acto de miopía política, dada la situación en la que rápidamente se encontrarán las Provincias Unidas tras la derrota de las tropas comandadas por Manuel Belgrano en el Alto Perú (batallas de Vilcapugio y Ayohuma, en octubre y noviembre de 1813), el reforzamiento realista de la guarnición de Montevideo y, en diciembre, la decisión de Napoleón Bonaparte de reponer a Fernando VII en el trono. En ese contexto, dividir las fuerzas antirrealistas no era la mejor decisión.

Varios factores confluyeron para el fracaso de la Asamblea del año XIII en cuanto a la consecución de sus objetivos máximos. Los moderados que dominaban la política porteña y -a través de ella- la rioplatense, descollaron ya en el ejercicio del «realismo», cuando no del oportunismo. Sensible a las vicisitudes de la guerra de la independencia en el frente altoperuano, donde hubo retrocesos militares y políticos de los patriotas, al fracaso de Napoleón en su intento de derrotar a los españoles (amén de perder posiciones en el resto de Europa), a los avances restauradores en Europa, a la presión inglesa para evitar la independencia, a los cambios de orientación político-ideológica, la cambiante dirección revolucionaria fue resignando sus mejores propuestas y limitando sus objetivos, hasta renunciar a su condición de revolucionaria mediante un acto formal como el realizado por el Congreso reunido en Tucumán, que el 1 de agosto de 1816 -apenas veintitrés días después de declarar la independencia- acordó un Manifiesto que, al concluir decreta (¡sic!) «fin de la revolución, principio del orden», como si un movimiento de tal envergadura pudiera reducirse a un mero ejercicio administrativo. He ahí una temprana paradoja de la historia argentina: un congreso reaccionario, conservador, monárquico, proclama la independencia a la cual no se ha atrevido una asamblea revolucionaria y republicana. Ese mismo Congreso abordó, más secreta que públicamente, la solución monárquica para el nuevo Estado, operativo que llevó a varios representantes argentinos a gestionar ante cortes europeas un príncipe para un reino en disponibilidad, proyecto no exento de acciones ridículas, bajezas, cinismo, hipocresía y hasta traición, al que puso fin la crisis de 1820, la que también arrastró en la caída a ese remedo de Estado nacional que se intentó construir en la primera década revolucionaria.

La década comprendida entre mayo de 1810 y febrero de 1820 (batalla de la cañada de Cepeda, firma del Tratado del Pilar) se caracterizó por la persistencia de la política tendente a construir un Estado nacional o, al menos, un cuerpo político unificado, más o menos dotado de atributos estatales y aceptado mayoritariamente, a menudo más por la coacción que por el consenso. En 1820, ese edificio estatal que se quería nacional, heredero de buena parte del antiguo espacio virreinal (Paraguay se escindió en 1811 y el Alto Perú se perdió de facto en 1815), se derrumbó y en la caída reestructuró todo el espacio político-administrativo conocido desde la revolución. En efecto, ésta mantuvo inicialmente las divisiones establecidas por la Corona por Real Ordenanza de 1782 (reformada en 1783 y 1796), esto es, las ocho Gobernaciones Intendencias de Buenos Aires, Córdoba, Salta, Paraguay, La Plata, La Paz, Potosí y Cochabamba, con sus respectivas Tenencias de Gobierno, y los gobiernos militares de las provincias de Mojos y Chiquitos, Montevideo y los pueblos de Misiones, cuyos funcionarios responsables -los gobernadores militares- dependían directamente del virrey.

El radicalismo artiguista: democracia y revolución

Si bien la experiencia de Saint-Domingue había sido mucho más radical, y sobre todo más violenta, que la de Artigas y los Pueblos Libres, hay que señalar que el Protector de los Orientales encabezó, entre 1811 y 1820, el ala más radical, popular, democrática, liberal, republicana y federal de la revolución rioplatense. Su proyecto político-social enfatizaba la democracia y la igualdad. Así, por caso, en el proyecto de Constitución de la Provincia Oriental del Uruguay (1813) el primer artículo señalaba que «todos los hombres nacen libres e iguales», y el quinto proclamaba que todo poder reside originariamente en el pueblo. Esta concepción fue explícitamente reiterada en las bases para la misión de Tomás García de Zúñiga ante el gobierno de Buenos Aires (1813): «La soberanía particular de los pueblos será precisamente declarada y ostentada como objeto único de nuestra revolución», doctrina que Artigas ratificó en la «Oración inaugural» pronunciada en la primera sesión (5 de abril de 1813) del Congreso reunido en Tres Cruces:

El resultado de la campaña pasada [la de 1811] me puso al frente de vosotros por el voto sagrado de vuestra voluntad general (...). Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa por vuestra presencia soberana.

Artigas planteaba sin eufemismos la necesidad de declarar la independencia - tesitura con la cual coincidía Bernardo de Monteagudo-, en contraste con la posición dominante, escudada en la llamada «máscara de Fernando VII».

El Protector de los Pueblos Libres impulsó una política de reconocimiento de libertades civiles que fue mucho más allá de lo propuesto y aceptado en la época, incluyendo la del autogobierno de los indígenas y la de religión. Artigas fue muy inteligente al convocar a los indígenas y vincularlos con la cuestión de la tierra e incluso con el acceso a ella mediante una política de colonización. El carácter revolucionario del artiguismo tuvo una expresión elevada en el Reglamento Provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados, de septiembre de 1815. Este notable instrumento legal -inscripto en lo que los historiadores uruguayos Nelson de la Torre, Julio C. Rodríguez y Lucía Sala de Touron llamaron «el modo jacobino con que Artigas financió la revolución popular»- fue en rigor «un durísimo instrumento político y revolucionario» destinado a castigar a los enemigos y a favorecer a los patriotas, pero también un «programa económico-social de la revolución» que tendía a cortar el nudo gordiano de la propiedad de la tierra, al afectar (aunque no en su totalidad) la propiedad latifundista de la tierra -por confiscación de la de los «malos europeos y peores americanos», es decir, los contrarrevolucionarios- y favorecer el asentamiento de los pobres del campo. «En el cuadro del libre acceso de todos los hombres a la tierra, el Reglamento buscaba desterrar los vagos, malhechores, que parasitasen sobre la producción y la propiedad de los pobres del campo contraídos al trabajo libre y digno» (De la Torre, Rodríguez y Sala de Touron, 1971: 49 y 56-57). Asimismo, un episodio igualmente singular alimentó los espíritus más políticamente recatados: el éxodo del Pueblo Oriental. Así, el proyecto de Artigas se erigió como contrario a los valores conservadores del lazo colonial, al centralismo excesivo y a la igualdad limitada de los moderados de Buenos Aires.

Restaurada la monarquía en la metrópoli, la revolución rioplatense tomó un nuevo rumbo. El Congreso de Tucumán de 1816 declaró la independencia y designó Director Supremo a Juan Martín de Pueyrredón, antes perseguido por el gobierno. Mientras tanto, prominentes revolucionarios, como Manuel Belgrano, se volcaban tácticamente a una fórmula monárquica (aunque de origen incaico), parecer compartido por el general José de San Martín. Al mismo tiempo, el poder central de Buenos Aires -ejercido por los conservadores directoriales, furibundos enemigos de Artigas, quien les había confiscado tierras por aplicación del Reglamento de 1815- decidió retirar sus fuerzas y dejar a la Banda Oriental a la deriva de la invasión portuguesa. Manuel José García, enviado diplomático del Directorio a Rio de Janeiro, pactó con la Corte lusitana la invasión de la Banda Oriental, mientras el gobierno porteño destinó fuerzas militares nacionales a Santa Fe y Entre Ríos, donde fueron derrotadas por los jefes provinciales Estanislao López y Francisco Ramírez, quienes, a su vez, se sumaron a los disidentes, cuando no traidores al Protector de los Pueblos Libres: Tomás García de Zúñiga, los hermanos Manuel e Ignacio Oribe, Rufino Bauzá, Carlos San Vicente, y junto a ellos «toda la burguesía comercial portuaria y los grandes hacendados desertados del bando patriota» (De la Torre, Rodríguez y Sala de Touron, 1971: 56-57).

Tras la derrota ante los portugueses en Tacuarembó (enero de 1820), también Fructuoso Rivera desertó del artiguismo, pasándose a las filas invasoras. Así, el bando patriota se dividió, en la provincia oriental, en dos alas, la «moderada, criollo-aristócrata (riverismo) confiada en el ejército y el ala demócrata-agraria (artiguismo) para la cual la revolución y la movilización de las masas resultaban inseparables». Más aún: la actitud de Rivero colocó al ejército en la escena política, desplazando al movimiento popular del centro de la misma. La provincia fue ocupada por los lusitanos en 1816 -con el entusiasmo favorable de buena parte del patriciado montevideano- y proclamada Provincia Cisplatina del Reino de Portugal, Brasil y Algarve en 1821. Continuó llamándose Provincia Cisplatina mientras perteneció al Imperio de Brasil (1824-1827). La invasión provocó, además, la contramarcha de la revolucionaria política agraria de Artigas.

Triunfo conservador: no democracia ni revolución

Entre la ocupación portuguesa de la Banda Oriental y su conversión en República independiente, el Río de la Plata atravesó una etapa muy conflictiva, caracterizada por el fracaso de constituir un Estado o, al menos, un gobierno común de todas las Provincias Unidas, y la guerra con Brasil por la Banda Oriental. Los directoriales bonaerenses centraron buena parte de su acción en la guerra contra el ala radical de la revolución, que desde la Banda Oriental se había extendido hacia el Litoral y Córdoba, al punto de, como acaba de señalarse, propiciar su ocupación por los lusitanos - viejos pretendientes de la provincia- y, por tanto, la amputación del propio territorio. Fue recién en 1820 cuando la acción combinada de portugueses, directoriales y desertores del artiguismo terminó con el proyecto revolucionario. Finalmente, el entrerriano Francisco Ramírez, uno de los varios subalternos renegados de las fuerzas del Protector de los Pueblos Libres, lo venció decisivamente entre junio y septiembre de ese año, obligando al perpetuo destierro de Artigas en el Paraguay del doctor Francia.

Simultáneamente, culminó el proceso de deterioro del Directorio. En Santa Fe, el ejército directorial, incapaz de imponerse en combate, practicó el arrasamiento, saqueo e incendio hasta pactar una tregua en abril de 1819. El Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, recurrió al Ejército del Norte: retiró tropas del frente antiespañol para destinarlas a la resolución de la guerra civil contra los Pueblos Libres. También convocó al Ejército de los Andes, pero San Martín resistió adherir a dicha estrategia. Pueyrredón renunció y José Rondeau, su sucesor, insistió en dar prioridad a la guerra civil por sobre la de independencia, a los intereses dominantes de Buenos Aires por sobre los de la nación inconstituida. La guerra se reanudó: las fuerzas litorales avanzaron sobre la ciudad-puerto y el Ejército Auxiliar del Alto Perú, convocado por el Director Rondeau, que había sido su jefe, se sublevó, facilitando la derrota de las tropas directoriales por las litorales el 1 de febrero de 1820.

La crisis de 1820, otro nudo histórico, arrasó simultáneamente con el monarquismo, el incipiente Estado central (ya que no nacional), el proyecto radical artiguista y la propia revolución. Con el desplome del poder central, las provincias reasumieron su soberanía, en un proceso de ruptura de las divisiones administrativas heredadas de la colonia y su reemplazo por otras. De hecho, tal ruptura significó la organización de varias repúblicas independientes, apenas unidas por la voluntad de no acentuar la potencialidad de la tensión fragmentadora. A todo ello se sumaron los efectos de las guerras de independencia y civiles en la economía, en los reajustes sociales y en la mentalidad de los diferentes grupos sociales.

Las Provincias Unidas del Río de la Plata se desintegraron formalmente para dar lugar a nuevas entidades políticas: 1) la provincia de Buenos Aires; 2) la República de Entre Ríos, que reunía a Entre Ríos, Corrientes y Misiones; 3) la República Federal del Tucumán, integrada por Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca; 4) los Pueblos Unidos del Cuyo, esto es, Mendoza, San Juan y San Luis, optaron por la forma federal; 5) la República Federal de la Provincia de Córdoba; 6) Santa Fe, que se había separado de Buenos Aires en 1818; 7) Salta, que todavía incluía a Jujuy; 8) La Rioja, desligada de Córdoba en marzo de 1820, se constituyó en provincia independiente «bajo la forma federal proclamada por los demás pueblos hermanos».

Esta fragmentación regional se encadenó con una más amplia, simultánea y sucesiva de casi todas las nuevas «repúblicas». Así, las tres gobernaciones intendencias de Buenos Aires, Córdoba y Salta se dividieron en trece provincias independientes: Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba, San Luis, Mendoza, San Juan, La Rioja, Catamarca, Santiago del Estero, Tucumán y Salta, sumándose Jujuy en 1834, al desprenderse de Salta.

La crisis de 1820, pues, no sólo disolvió el gobierno central creado por la Revolución de 1810: también multiplicó el número de provincias constitutivas de esa «nueva y gloriosa nación», cuyo ascenso «a la faz de la tierra» cantaba el poeta Vicente López y Planes apenas siete u ocho años antes.

Esa fragmentación política se apoyó en la persistencia de economías a su medida -provinciales, más que regionales-, en las cuales predominaba el capital comercial. Empero, según mostró en su momento Tulio Halperin Donghi y retomó luego José Carlos Chiaramonte, el proceso de la independencia desplazó a los viejos sectores mercantiles de las funciones dominantes en la política y en la economía, reemplazados por sectores rurales, notablemente representados por diferentes caudillos provinciales.

Como bien lo advirtieron Nelson De la Torre, Julio C. Rodríguez y Lucía Sala de Touron (1971: 26), en 1820 murió «el carácter revolucionario del federalismo» rioplatense y concluyó la fase revolucionaria, llamándose federalismo lo que sólo eran «los intereses coincidentes contrarrevolucionarios de las ‘soberanías' provinciales, que eran la muerte de la nación». En efecto, la crisis de 1820 cerró la primera etapa del proceso de construcción de un Estado nacional o, al menos, central. También puso de manifiesto los límites de los sectores de las clases dominantes regionales o provinciales -en primer lugar, la burguesía porteño-bonaerense, más desarrollada en su proceso de formación como clase- para alcanzar la dimensión nacional. La consagración de la primacía de la fragmentación sobre la unificación se expresó, así, en la inexistencia de una clase social dominante nacional y de un Estado que defendiera y/o representara sus intereses y, contrario sensu, en la proliferación de poderes provinciales más opuestos que coincidentes entre sí. Adicionalmente, este movimiento llevó a la sustitución del espacio colonial rioplatense por varios subconjuntos que no pudieron, en lo inmediato, constituir un Estado nacional, al tiempo que tampoco conllevó la generalización de relaciones socales de producción capitalistas.

La derrota del proyecto radical fue, al mismo tiempo, la derrota de la revolución y de la democracia. El costo social y político de esa derrota fue elevada y no ha terminado de pagarse.

Notas

1Esta ponencia expone lineamientos generales abordados en el desarrollo del proyecto de investigación S 057, Condiciones sociohistóricas de la democracia y la dictadura en América Latina, 1954-2010, subsidiado por la Programación Científica 2008-2010 de la Universidad de Buenos Aires. Retomo también lo expuesto inicialmente en Ansaldi (1989) y luego en Ansaldi y Giordano (en prensa).

Bibliografía

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