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Mora (Buenos Aires)

versión On-line ISSN 1853-001X

Mora (B. Aires) v.14 n.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./jul. 2008

 

ENTREVISTAS

Algo de teoría. Conversaciones entre Françoise Collin e Irène Kaufer*

Presentación de María Marta Herrera**

* Agradezco la colaboración de Danielle Périgny.
** IIEGE (UBA) y Universidad Nacional de La Plata.

Los pasajes que siguen son parte de una larga conversación entre la filósofa feminista, Françoise Collin, y la periodista Irène Kaufer.1 Françoise Collin es de origen belga y vive en París desde 1981. Es profesora de Filosofía y Literatura en Bruselas, y también es Doctora en Filosofía. En 1973 funda con Jacqueline Aubenas Les Cahiers du Grif y dirige varios de sus números como, por ejemplo, los dedicados a Georg Simmel, Hannah Arendt y Sarah Kofman, entre otros. En Paris coorganiza el primer coloquio consagrado a Hannah Arendt en Francia. Ha escrito numerosos artículos en libros y revistas sobre feminismo, filosofía, literatura y arte contemporáneos. En español se ha publicado Praxis de la diferencia: liberación y libertad (Barcelona, Icaria editorial, 2006). Collin visitó en varias oportunidades nuestro país y Mora publicó "Praxis de la diferencia" en su primer número. Como la propia Collin dice en la "Introducción" de Parcours féministe se trata de un "recorrido a dos voces y con dos miradas que se confunden y se separan, a veces se oponen en un esfuerzo común por asir las líneas de fuerza de este espacio. Un sistema infinito de traducciones para elucidar el sentido de las palabras como de las ideas". Así, ambas, teórica y periodista, llevan adelante una práctica incontestablemente interesante que consiste en revisitar en común la evidencia de algunos leitmotivs fundadores que unieron a las mujeres desde el comienzo y de los cuales fue apareciendo a posteriori para cada uno de ellos una abundante polisemia: «mi cuerpo es mío» «a igual trabajo, igual salario», «lo privado es político», «un niño si quiero», frases que se convierten al interior del pensamiento y movimiento feminista en los objetos de una renovada práctica hermenéutica.

— Me gustaría partir de una frase que usted ha escrito y que puede ser provocativa: "No hay más que un sexo", hay sólo un sexo, es decir el sexo femenino.
— Se trataba, por mi parte, de una constatación crítica y no de una toma de posición personal. En efecto, en el lenguaje corriente, cotidiano, "el sexo" son las mujeres. Al interrogar el status de la diferencia de los sexos en la historia de la filosofía -en Le différend des sexes en primer lugar, en Les femmes de Platon a Derrida, a continuación- yo he podido subrayar que esta diferencia solo es pensada como la diferencia de las mujeres en relación a la norma del sujeto que filosofa, su desviación en cierta manera. Éste no se percibe en su particularidad sexuada y tampoco se interroga desde este punto de vista.
     Dentro de esta hipótesis, la liberación para las mujeres consiste en alinearse con el modelo de la masculinidad, identificada como la auténtica posición humana. La liberación de las mujeres sería entonces su "devenir hombre", en el doble sentido del devenir humano y del devenir masculino, del devenir humano como devenir masculino. Beauvoir considera, en efecto, que los hombres se han apropiado de la posición del universal a la cual las mujeres, a su vez, deben tender en lo sucesivo. Ahora bien, uno puede pensar, después de ella, que "la universalidad", encarnada y enunciada por los hombres, está siempre afectada de particularidad. Que la liberación de las mujeres pueda ser su "devenir hombre", según el modelo masculino establecido, es una forma y un riesgo de esta liberación. Sería su salida más fácil, la de la asimilación a un modelo preexistente. Pero ella da cuenta más de una apariencia que de la realidad. Las mujeres, unas mujeres, ocupan desde ahora funciones en otro tiempo masculinas y no es desdeñable, pero la determinación del mundo común y de sus apuestas no ha cambiado de la misma manera, ni tampoco su representación.

— Sin duda, es la razón por la cual usted interroga la formulación de "género", que disimula la dominación. Así como la noción "relaciones sociales de sexos".
— Estas nociones han sido elaboradas por una reacción crítica a la noción de "diferencia de los sexos" que disimulaba, o no hacía aparecer el carácter de "construido" social, de esta diferencia. Pero la noción de "género" -que apareció en los años ochenta/ noventa para traducir el gender americano- como además la noción francesa de "construcción social de sexos" o de "relaciones sociales de sexos", disimula la asimetría y, más aún, la jerarquía de los sexos que está en juego. Ellas tienen la ventaja de tratar sobre uno y el otro sexo, de problematizar uno en relación al otro, pero disimulando o, en todo caso, no haciendo aparecer la estructura de dominación que los une y que ha sido el motivo determinante del movimiento feminista en su práctica y en su reflexión. Estas formulaciones recubren la dimensión fundamental, no solamente de la apuesta política que nos anima, sino también de la hipótesis científica que ha renovado el acercamiento a la cuestión de los sexos.
     Yo me interrogo más precisamente sobre la fórmula francesa "construcción social de sexos", que no es de Simone de Beauvoir, en quien sin embargo se inspira, sino de sus herederas. Al oponerse a toda naturalidad, ella al menos significa que los dos sexos son "construidos" histórica y socialmente, así como su relación, lo que supone que ellos pueden ser pues "deconstruidos". Pero si esta fórmula es una herramienta de análisis interesante, que permite tomar distancia de la relación de los sexos tal como está constituida y de efectuar la crítica de la misma, conlleva un cierto peligro en el sentido que ella parece denunciar "la construcción" como tal, en vez de la deriva desigualitaria.
     Ahora bien, todas las relaciones humanas, porque son culturales, son y serán siempre "construidas", formalizadas, aun en la hipótesis de un "feminismo acabado": la cuestión está en saber cómo queremos construirlas, a qué cultura sexual aspiramos. Tal es nuestra apuesta teórica y política. Nuestra crítica no trata, pues, sobre la "construcción" en tanto tal -toda cultura es construcción-, sino sobre la forma secular jerárquica tomada por esta construcción. La denuncia de las "relaciones sociales de sexos" siempre deja en el aire, como en el pensamiento marxista, la hipótesis o el fantasma de un naturalismo consumado, de un estado de las relaciones de sexos que correspondería a su esencia. Este naturalismo consumado implicaría entonces su desaparición pura y simple, como en la relación de clases.
     Es cierto que se puede y es, sin duda, la opción de una corriente del feminismo, querer que la asimetría corporal de los sexos no sea para nada generadora de asimetrías socioculturales, que sea aún más precisamente considerada como inesencial, no pertinente. Como si uno sólo pudiera realizar la igualdad, negando o pegando las diferencias. Esta perspectiva va en el sentido de la tradición racionalista, que piensa la igualdad no como la igualdad de los diferentes, sino como la igualdad de los mismos. Es una posición filosófica y política bien conocida de la tradición occidental moderna, la del reconocimiento de los individuos como tales, en su abstracción, en el seno de una escena pública concebida como neutra. La afirmación, recientemente aparecida y aparentemente innovadora, "la indiferencia de los sexos" no discute, sino más bien reformula lo que es el objetivo en la corriente racionalista postbeauvoiriana: el borramiento de toda marca sexual. Y, ¿por qué no? Pero este borramiento corre el riesgo de ser un recubrimiento que continúa en los hechos penalizando a las mujeres. De la misma manera que la fórmula "todos los hombres son iguales" tapa, más que resuelve, la desigualdad de hecho. Este encubrimiento es el principio mismo de la democracia liberal. Uno puede temer que la tendencia a la no identificación de los individuos por su sexo, incluido el estado civil, no borre su identificación de hecho. Para esta afirmada "indiferencia de los sexos", la diferencia en el proceso de generación se vuelve un obstáculo: sin duda, esto es porque ella es denigrada por el pensamiento beauvoiriano cuya perspectiva molesta, y esquivada por sus herederas directas o tardías.
     Ahora bien, hasta el día de hoy, en todo caso, las funciones paterna y materna continúan siendo constitutivamente asimétricas. Y es necesario pensar la igualdad de los sexos sin disimularlo. Uno puede, incluso, pensar que el patriarcado ha sido un montaje histórico- político, defensivo contra la potencia exorbitante de traer al mundo de las mujeres. Detrás de estos procedimientos defensivos y seculares de la organización del parentesco, y apenas las mujeres habían conquistado una cierta autodeterminación en la materia, se dibuja hoy, por otra parte, un procedimiento de apropiación científica -y entonces, de control- de ella.
     En la perspectiva racionalista que he evocado, la cuestión de los sexos debería resolverse como la cuestión de clases tal como Marx la había concebido. De la misma manera que la superación de la dominación de una clase por otra residiría en la supresión de las clases, la superación de la dominación de un sexo por el otro residiría en la supresión de los sexos, en un naturalismo consumado coincidiendo con "el fin de la historia", el ser humano habiendo alcanzado, al fin, su esencia. El objetivo es, como lo fue entonces, la sociedad sin clases, la sociedad sin sexos. Es decir, que uno se puede al menos imaginar la supresión de la relación capital-trabajo, pero es muy difícil imaginar la supresión de la morfología sexual. O entonces, es necesario considerar esta morfología, esta encarnación, esta base material de la existencia como nula y no existente. Para ajustar el pensamiento de los sexos con el pensamiento de clases, es necesario realizar la economía de la materialidad corporal. "Hay un solo sexo" significa en este caso "No hay sexo" o incluso "No hay cuerpo". A fines del siglo XX, Gilles Deleuze ha intentado responder a este problema no negando el cuerpo, sino hablando de un "cuerpo sin órganos", un cuerpo polivalente, en alguna medida. Pero ¿podemos realizar la economía de los órganos por un truco de magia filosófico? Si hay un "transgénero" en cada uno de nosotros, éste no se sitúa de la misma manera a partir de una mujer o a partir de un hombre. Es difícil pensar la igualdad en la diferencia de los sexos; más fácil es pensarla en su indiferencia. Hoy las teorías llamadas queer, que sin embargo parecen muy alejadas del racionalismo beauvoiriano y tienen otras fuentes diferentes, van, me parece, en el mismo sentido: el de la indiferencia de los sexos al negar la importancia de la morfología corporal. Si seguimos esta corriente, no hay más que un sexo, el mismo, aparentemente móvil y polivalente para los llamados hombres y las llamadas mujeres. No es la desigualdad, entonces, lo que es discutida sino la diferencia misma, en beneficio de un movimiento infinito de diferenciaciones. El pensamiento queer, nacido de la corriente homosexual, no piensa pues la indiferencia a partir del modelo masculino como lo hace todavía el pensamiento posbeauvoiriano: pretende hacerlo vacilar, pero vuelve a él a través de otro procedimiento.

— Usted parece tener una posición crítica o al menos una distancia respecto a la posición de la indiferencia de los sexos. ¿Está usted más cercana a la idea de dos sexos "naturalmente" diferentes e irreductibles?
— Pienso que es necesario escapar a esta exhortación de una alternativa entre "uno" y "dos" sexos que fue presentada para su reflexión en los inicios del movimiento feminista, y ha suscitado conflictos que han esterilizado más que nutrido el pensamiento francés, por lo menos. Yo intento pensar por mi parte y de desplazarme en el pensamiento, y no de adherir a un campo ideológico. He inscripto esta práctica bajo el término de praxis (volveremos sobre ella). En todo caso, el pensamiento no es reducible a un dogma. Y aquellas que sostienen una posición dogmática de principios desarrollan -en el mejor de los casos, las más estimadas- una reflexión compleja donde la tesis combina cuestionamientos, de manera que ellas pueden tomar, a partir de una posición ideológica común, decisiones políticas diferentes. Por mi parte, concibo la reflexión sobre este tema como un movimiento que siempre cuestiona más que como la adopción de una tesis. Lo que no impide la toma de posición política o aun teórica en determinadas coyunturas. Hay una interacción constante entre el pensamiento y la acción.
     La posición que acentúa la asimetría de los sexos y que conduce a Antoinette Fouque a titular su libro Hay dos sexos, posición sobre la que Luce Irigaray ha sido la pensadora más fecunda desde los años setenta, presenta al menos el interés de recordar que el modelo de la masculinidad desarrollado a través de las culturas y los períodos de la historia no es el modelo de la humanidad, su única versión posible, y que el destino de las mujeres no consiste necesariamente en alinearse en ese modelo, operación en la que ellas serán perdedoras, puesto que la asimilación se realiza siempre bajo condición.
     En realidad, esta insistencia sobre el "dos" sexuado del cuerpo y del sentido que acompaña la experiencia de ello, ha sido para estas pensadoras una respuesta más, aun una réplica no a Beauvoir y sus discípulas, sino a la doxa psicoanalítica a la que ellas estaban enfrentadas, en particular en los seminarios de Lacan. Es importante, en efecto, comprender que las tomas de posición de unas y otras -y de cada una de nosotras- son a menudo tributarias de contextos que ellas han debido afrontar en sus esferas de acción y de reflexión, y frente a las cuales reaccionaron.
     En efecto, para el psicoanálisis, el significante común para los dos sexos es el falo, aun si el falo se dice que no es asimilable al pene del cual, sin embargo, toma el nombre. Lo que combaten estas teóricas es esta centralidad, esta reducción de la dualidad sexual al significante tomado de uno de ellos y que, a partir de este hecho, los jerarquiza. Ellas nos llevan generalmente a desafiar una unidad de la humanidad que estaría, implícitamente o explícitamente, calcada de la masculinidad y respecto a la cual las mujeres siempre estarían en falta. En efecto, se puede temer que la afirmación loable de la igualdad no sea una igualación de principio al modelo dominante en relación al cual las/los que son considerados/as minorías quedan articulado/as.
     Por otra parte, se puede pensar que es esta resistencia o esta insurrección de algunas psicoanalistas descubriéndose feministas o simplemente no reconociéndose en la doctrina, que va a empujar a Lacan a sostener, en su famoso seminario titulado "Todavía" que hay alguna cosa "más" que desborda el significante fálico y que depende de lo femenino. Él ve la certificación de esto en las místicas (inspirándose curiosamente, sin citarlo, en el capítulo sobre este tema de El Segundo Sexo). Sin reconsiderar este significante fálico común a los dos sexos, él le atribuye un "excedente" que califica de femenino y que enseguida afirma que él también, es apropiable por los dos sexos.
     Para las pensadoras llamadas "esencialistas" por sus adversarias, porque sostienen que hay una especificidad femenina como la hay masculina -"hay dos sexos"- la feminidad no está articulada con la representación unitaria del falo, sino con lo abierto del "ineludible volumen" propio de la morfología sexual femenina. Dicho de otra manera: el significante no es el mismo para los dos sexos. Con este impulso, y como reacción a las tesis dominantes del psicoanálisis, Luce Irigaray será incluso llevada hacia un tipo de idealización de la posición femenina y maternal que deja a menudo a una perpleja. Pero al menos, ella contribuye fuertemente y de manera útil a impugnar que el modelo masculino sea el modelo humano.
     Aun si uno no ratifica todos sus análisis, uno puede, al menos, pensar que la superación de la jerarquía de los sexos y de su dualización puede y debe retener en su movimiento experiencias y valores sostenidos por las mujeres a través de la historia y las culturas. Las historiadoras feministas o del género dan testimonio de ello cuando no se contentan con denunciar la esclavitud de las mujeres a través de las distintas épocas, sino que también muestran sus aportes específicos no reconocidos o insuficientemente reconocidos, no solamente porque ellos emanan de las mujeres, sino porque no son parte de la doxa dominante. El aporte secular de las mujeres no es solamente ignorado por un proceso conciente de discriminación, sino porque su materia y sus formas no son parte de los criterios de admisibilidad elaborados. Un poco como el creador que puede quedar totalmente desconocido en su tiempo porque no responde a los requisitos dominantes de su cultura: no solamente es rechazado, sino que en sentido propio no se lo ve. Pero Irigaray, recurre a ciertos análisis de Marx para indicar cómo las mujeres han sido constituidas en objeto de intercambio entre los hombres, rebajadas a mercadería, proceso por el cual se les niega su pluralidad; las mujeres, o más exactamente unas mujeres, son indistintamente reducidas a "la mujer" anónima e intercambiable.
     Desde este punto de vista, la relación que las mujeres mantienen unas con otras desde el desarrollo del movimiento feminista, los grupos teóricos y prácticos que ellas constituyen de manera formal o informal, no están basados en la sola "defensa" de una minoría, sino en la fecundidad -práctica y teórica- que estos grupos engendran: el entre-mujeres no es definible como un "menos", en espera de su asimilación al modelo masculino. Su reunión es también el vector de su devenir singular, su separación de la categoría de "la mujer" indistinta, en provecho de la pluralidad de las mujeres.

— En la tradición del pensamiento llamado "universalista", que considera que no solo la forma y las relaciones entre los sexos son construidos, sino que su realidad misma es construida, Christine Delphy va a llegar a decir que el sexo no es más que, de hecho, un marcador social arbitrario y que si no existiera la dominación, no quedaría nada. ¿Por qué el sexo sería más determinante que el color de los ojos?
— Aquellas mismas que defienden esta teoría de la indiferencia de los sexos aman y desean gentes que tienen ojos de colores diferentes, pero dotado/as de una misma morfología sexual, parecida a la suya o diferente de la suya, según el caso. Esto quiere decir que esta morfología es más determinante que el color de los ojos, aun si ella no debe ser el fundamento de una jerarquía social. La homosexualidad tiene, al menos, esto en común con la heterosexualidad, que ella se fundamenta sobre la identificación del sexo. Cuando vemos el sufrimiento que han soportado los/as homosexuales para hacer reconocer socialmente su forma de sexualidad -es decir la relación entre dos sexos de igual morfología-, difícilmente se puede sostener que esta morfología sea indiferente. Es bien evidente que queda preguntarse cuál traducción puede o debe tener en la organización de una sociedad.
     Quizás, como algunos/as profetizan, el peso de esta morfología desaparecerá en la indiferencia de las sexualidades, como de los sexos, en el curso de los siglos que vendrán. Pero la política no es una especulación sobre futurología: es una acción enfrentada a la contingencia del presente. No se puede responder a esta pregunta de manera ideológica.
     ¿Estamos conminadas a elegir entre el "uno" y el "dos" de los sexos? Aun si el devenir mujer no está fundado en lo natural, está inscripto secularmente no solo en una estructura social, sino en una historia a la vez objetiva y singular, en un relato de generaciones, en una relación específica con el padre, la madre, biológica o simbólica, relato que todavía no está cerca de extinguirse. Simone de Beauvoir, a pesar de todo lo liberada que ella se quiera, es bien una mujer -aún si se sustrae práctica y teóricamente a la interpelación de la maternidad-, mujer que se ubica en su época de otra manera que Sartre y en el imaginario de las feministas que la reivindican. Hasta el día de hoy, su sexo ha importado más que el color de sus ojos. ¿Por lo demás, lo que combaten las feministas es la diferencia o es la dominación?

— ¿Pero esta diferencia en qué es determinante?
— Yo no hablaría de determinante sino de estructurante o todavía de constitutiva de formas. Por otra parte, ¿habríamos visto desarrollar un movimiento de reivindicación feminista tan general y tan obstinado si no se hubiera tratado de luchar contra una desigualdad secular, si se hubiera tratado simplemente de borrar las formas sociales de inscripción de la sexuación? Los hombres no se preocupan por esta forma.
     Que la igualdad sólo se pueda conquistar con el borramiento de las formas diferenciadas, es decir, bajo el postulado de la identidad, es una elección política, de alguna manera una estrategia. Desde este punto de vista, me parece que el postulado de la identidad -propio de la tradición republicana francesa- conlleva tantos riesgos de discriminación como el postulado de las diferencias. En uno y otro caso, todo es posible y la vigilancia política es de rigor. En pocas palabras, yo no veo por qué, para resolver la desigualdad, sería necesario postular la identidad, "tirar al bebé con el agua del baño". De la misma manera que yo no veo por qué, para que haya igualdad entre gentes de diferentes culturas, sea necesario que todos tengan el mismo color de piel y la misma lengua. La igualdad reposa sobre la pluralidad y no sobre la identidad. La razón es siempre la razón del más fuerte.

— ¿Para usted, esto quiere decir que habría una sexualidad diferente de los hombres y de las mujeres que sería entonces "natural" y no socialmente construida?
— Primero, es necesario distinguir dos nociones: la de la identidad sexual y la de la orientación sexual de la sexualidad. Por lo que respecta a esta última, la distinción entre homosexualidad y heterosexualidad, la preferencia por la homosexualidad de algunos o algunas, a pesar de la estigmatización social de la que ha sido objeto, testimonia en todo caso, la resistencia del deseo a la "construcción social" que ha privilegiado secular y normativamente, la heterosexualidad, lo que algunas teóricas han definido como "el mandato de la heterosexualidad": la sexualidad, para unos y otros, hombres y mujeres, no es pues indiferente a su objeto. La homosexual -lo mismo que la heterosexual- elige una pareja cuya morfología no es indiferente: una mujer y no un hombre. Ella no está dando cuenta de la indiferencia de los sexos y de las sexualidades. Sin duda, mujeres y hombres pueden imitar al otro sexo, engalanarse con sus atributos, pero ellos eligen sin embargo para ese escenario una pareja mujer u hombre: es decir que ellos/ellas las identifican desde este punto de vista. La resistencia obstinada de los y las homosexuales a la norma social de la heterosexualidad es la prueba más notoria de la resistencia de la sexualidad a la indiferencia de los sexos.
     Por otra parte, el desarrollo de las homosexualidades femeninas y masculinas no tiene el mismo sentido y no ha tomado las mismas formas en el curso de la historia, y hoy no se desarrolla de la misma manera. ¿Se trata de cultura histórica o de naturaleza? Pienso que esta distinción es imposible de determinarla especulativamente, pero en todo caso es sorprendente. Uno puede pensar que ella es el resultado de los imperativos dominantes, hasta la marginalización. Uno puede también pensar que ella da cuenta si no de una naturaleza, al menos de una cultura -¿cómo distinguir?- de las mujeres entre ellas, diferente de la de los hombres entre ellos.

— Volviendo a nuestro propósito, las diferencialistas o las esencialistas definen lo femenino uniéndolo con lo maternal. Algunas cualidades estarían ligadas al hecho de que las mujeres son procreadoras; hacer niños daría otra visión de la realidad.
— Antes de ubicarme, quisiera responder a su pregunta: sí, las diferencialistas, como se las llama sumariamente (las italianas han fundado en Milán una escuela de la diferencia), unen su definición de la diferencia de los sexos con la diferencia de posiciones en la generación, que las mujeres tengan, efectivamente o no, niños. En efecto, hay una asimetría factual ineludible: la de traer al mundo, aquella que ve salir una nueva vida de un cuerpo que lo ha llevado y del cual se desprende. La alteridad propia de la generación es vivida de otra manera, incluso físicamente. Durante mucho tiempo, por otra parte, se desconocía el rol biológico exacto del padre en este proceso y es por esto, para contraponer su potencia, que se fundó el derecho paternal, es decir patriarcal, el derecho debía superar al hecho. El padre siempre fue incierto: es una constatación del derecho como del psicoanálisis. Sólo es el padre si la madre lo designa como tal: poder exorbitante. Hace recién algunos años que los análisis genéticos permiten identificar su realidad biológica. Este hecho ha provocado reacciones diversas en los filósofos en el curso de la historia: ya confiesan que el niño pertenece primero a la madre, ya lo niegan y refuerzan el derecho paternal para oponerse al hecho. Este debate hoy todavía está presente en la reivindicación de los padres en la custodia de sus hijos, que han sido por mucho tiempo confiados a sus madres en caso de separación. O todavía en la reciente tendencia de los padres a asistir al parto para vivirlo por procuración. En ciertas culturas, incluso, se había desarrollado un rito llamado de la "incubadora", donde el padre imitaba la maternidad mientras la mujer paría. Es curioso que en el curso de la historia, las mujeres no hayan podido aferrar esta potencia para transformarla en poder. La apropiación secular de las mujeres dentro de las leyes del matrimonio tiende, sin duda, a esta voluntad de apropiación de la descendencia.
     Pero las llamadas diferencialistas no insisten tanto sobre la dimensión de poder de la maternidad. Ellas subrayan, más bien, la relación incontestablemente original que hace que una mujer deba reconocer como otro lo que sale de sí, la partición de su propio cuerpo. Reconocer el otro en lo mismo. Ellas ven en esta experiencia una propensión de las mujeres hacia el cuidado del otro, que trasciende las relaciones de poder o incluso las relaciones de libertad a libertad tal como son concebidas en la perspectiva democrática igualitaria. La maternidad -y uno podría decir de una manera más general, la generación- no puede ser pensada en estos términos e incluso la objeta. Ésta es una de las consideraciones más interesantes. La relación con el otro no puede ser pensada bajo la categoría de la igualdad, puesto que necesita la solicitud y la responsabilidad. Hoy se ven muy bien los problemas que afectan la relación con la generación: la imposible tentativa de pensar a los niños en el registro de la sola igualdad.
     Hannah Arendt, que no es sospechosa de maternalismo, subraya esta dimensión original que debe ser integrada a la vida en común y ella desarrolla una reflexión sobre el nacimiento que ha sorprendido, aun ha escandalizado, a sus comentadores masculinos. Aunque es judía, ella evoca la importancia simbólica de la natividad en la tradición cristiana, que marca la potencia disruptiva del comienzo: "Un niño nos ha nacido".

— Usted ha criticado bastante duramente el universalismo, pero ¿cómo se sitúa usted en relación a esta posición?
— Tendría las mismas reservas que para una "metafísica de los sexos" que se apoya en el dualismo. Sin embargo, es necesario, al igual que en el universalismo, salvar ciertas cosas. Yo podría unir ciertos puntos de este pensamiento si él no ontologizara la dualidad de las posiciones sexuales o no corriera el riesgo de dar lugar a ello. Yo creo que hay al menos un "ser devenido" de las mujeres, el hecho de que la historia haya sido tal, el hecho que de madre a hija o de padre a hijo se transmiten las tradiciones y los modelos, no se puede negar esto. Y es este "ser devenido" que no es solo negativo, todo lo contrario. Puede servir de apoyo a una oposición al orden masculino. Ya sean naturales o históricos, hay valores sustentados por uno y otro sexo. Las mujeres, cuando están embarcadas en carreras de hombres, continúan comportándose de otra manera, las viven de otra manera. Esta noche, escuché en la radio el testimonio de mujeres con poder que hablaban precisamente de sus desgarramientos: un hombre no hablaría de ello, no lo vive de esta manera. Una mujer resiste a lo "uno".

— ¿Usted habla de sus desgarramientos como madres?
— Sin duda como madres, pero también como personas: del tiempo que ellas no habían dado a su vida personal. Aun si se piensa que se trata de una tradición cultural, no se ve por qué esta tradición debería ser borrada. Ella sostiene valores que los dominadores han perdido. Se lo puede pensar comparativamente con el ejemplo de los pueblos colonizados en relación con Occidente. El oprimido privado de poder está privado del ejercicio de la plenitud de sus derechos y de sus potencialidades, pero desarrolla recursos humanos que el opresor ha perdido. Él vive la irreductibilidad de muchos a la unificación dominadora.
     Quizás podemos aclarar esta perspectiva recurriendo a un filósofo que fue el maestro de Marx, Hegel, con su "dialéctica del amo y del esclavo". Él sostiene que el verdadero portador del universal y del futuro es el esclavo que no está atado a este presente y que tiene todo por ganar con la transformación del mundo. Por eso, es el portador del futuro, el portador de lo nuevo, mientras que el amo que descansa en su gloria y su poder no se preocupa más que por su conservación. Marx pensará el poder innovador de la clase obrera dentro de estas categorías.

— Si no se trata de recursos específicos de las mujeres sino de recursos de las mujeres en una posición de dominadas, ¿no corren el riesgo de desaparecer si esta dominación se atenúa?
— Ésta es la apuesta a definir políticamente. ¿Cómo salir de la posición de dominada sin alinearse en la posición del "uno", del dominador? Pero su pregunta, muy pertinente, nos conduce a precisar que la posición de las diferencialistas no está inspirada en la posición hegeliana: para ellas, lo propio de las mujeres no está ligado a la dominación -y entonces es solamente histórico-cultural-, sino a una forma constitutiva de encarnación. Pues la pregunta es "¿la diferencia es natural o cultural?", pero la respuesta que nosotros le damos políticamente es en cierta forma una indiferencia a esta distinción: estamos frente a un estado de hecho, aquel de las dos modalidades de encarnación de la humanidad; ¿cómo pensarlas y transformarlas sin rebajarlas prematuramente al modelo dominante?
      Luce Irigaray y otras pensadoras de la diferencia no reaccionan contra Hegel, ni tampoco contra Beauvoir que se sitúa dentro de esta herencia, sino en primer lugar contra Lacan y el psicoanálisis, aunque ellas confrontan su pensamiento con diversos filósofos. Ellas no postulan una "síntesis" reconciliadora de las diferencias, sino que reivindican más bien la afirmación de otra modalidad de ejercicio de la humanidad que aquella masculina -articulada con el referente del falo unitario- que estaría encarnada por lo femenino. Ellas no reivindican el acceso a los valores y a los bienes del dominador, sino que promueven la afirmación de alguna manera paralela de otro registro de afirmación de la humanidad que sería propiamente femenino. La acción que ellas encaran está del lado de una consolidación y de una revalorización de la posición femenina en el "entre-mujeres" plural antes que en la lucha por la asimilación unificadora del dominador. En vez de enfrentar al dominador en su terreno en un combate que corre siempre el riesgo de perder, las mujeres intentan trabajar en la afirmación de las mujeres, en la reconciliación con ellas mismas, singular y colectivamente, de fortificar su mundo. Para ellas, las mujeres no dependen del mismo significante que los hombres y tienen para desarrollar un mundo femenino que no es un "menos", sino un "otro" del masculino. Así, ulteriormente, surge para ellas la cuestión de la articulación de estos dos mundos, de elaborar lo que ellas llaman una ética de la diferencia sexual, una ética de la relación entre hombres y mujeres que respete a cada uno en su ser propio.
     Se ve así el interés y los riesgos de esta posición. Por un lado, ella da cuenta de lo que el movimiento feminista ha encarnado prioritariamente: la constitución de una relación simbólica entre las mujeres, secularmente impedida por su anclaje en lo masculino, y la fuerza singular y colectiva que da esta relación, pero que deja sin interrogar la asimetría en el orden del poder. Su apuesta trata más sobre la constitución de la potencia plural de las mujeres que sobre su acceso al poder de lo "uno". Por otro lado, esto es muy nietzscheano.
     Lo que digo aquí sobre esto es evidentemente esquemático y necesitaría largos desarrollos que no son nuestro objeto.

— Más allá de la posición crítica respecto a las dos escuelas que usted ha evocado, ¿dónde se sitúa usted en este debate?
— No adhiero a ninguna postura, no por eclecticismo sino porque para mí la reflexión, lo mismo que la acción transgreden los posturas, son irreductibles a las tesis. Las tesis dogmáticas me dejan indiferente. Pero el corpus de la reflexión, de sus confrontaciones con lo real, el desarrollo de sus argumentos, su trayectoria, su materia, me tienen alerta, filosófica y políticamente. Y la confrontación de estas dos escuelas es generadora con la condición que uno no sea acorralada por "o bien o bien". El pensamiento no es una guerra entre posturas ni la exhortación a elegir su
postura.
     Pero yo no puedo responderle más precisamente sin evocar, al lado o después de la corriente llamada universalista y la corriente llamada esencialista o diferencialista, una tercera corriente nacida de la filosofía contemporánea, a continuación de Heidegger y que se define como posmetafísica. Esta corriente ha tenido, principalmente a través de la enseñanza de Derrida en las universidades de los Estados Unidos, un importante impacto sobre el pensamiento americano, que por otro lado lo ha reciclado en las formas más inesperadas, traducida en términos de posmoderna. Un buen número de estudiantes despertadas al feminismo la han tomado y uno encuentra en Puntos de suspensión algunos diálogos que Derrida sostuvo con ellas.
     No voy a desarrollar aquí la génesis ni las formas de esta corriente. Daré solamente algunas indicaciones iluminadoras para nuestro debate. Posmetafísico significa que la verdad no es identificable con una tesis, una representación, sino que es el pensamiento en su movimiento y el movimiento del pensamiento. Por lo que concierne a nuestro problema, a la denuncia del "logocentrismo occidental" de la filosofía y, más generalmente de la cultura, desarrollado por Heidegger, Derrida une el falocentrismo: así, pues, él toma sus distancias en relación a la tradición que él califica de "falologocéntrica" (centrada sobre el logos y el falo, y de la cual somos tributarios). Es así denunciada la pretensión a identificar el centro y a identificarse en el centro. Desde este punto de vista, la diferencia de los sexos centrada sobre la representación de dos entidades distintas es sustituida no por lo "uno", sino por lo que él llama la différance, con una a, el movimiento de diferir, que ciertamente conoce dos polos pero que no se identifica con ellos.Él llama femenino este diferir o esta differance en movimiento, inidentificable y reivindica, con ese título, una posición femenina (que sin embargo no lo priva de sus ventajas fálicas). La différance no niega los polos, no suprime el "dos" en provecho del "uno", sino que desestabiliza la fijeza.
     Me encontré enfrentada a este pensamiento contemporáneo (sin llevarlo a la cuestión de los sexos) en el trabajo personal que hice sobre la obra de Blanchot, entonces muy poco reconocido, escritor y pensador al que Derrida debe ciertamente mucho. Con él es que he pensado la distinción entre el texto y el libro, del "uno" que no es nunca "uno". Quisiera pensar el actuar político como una escritura, un texto que se escribe en el desconocimiento del libro acabado, del todo imposible, paso a paso, en ocurrencias sucesivas, como palabra por palabra. Y en cada ocurrencia, lo más cercano a la verdad y lo más justo, pero sin representación a priori de esta "verdad". Esta posición corrige la definición marxista de lo político, tal como la conocí en mi juventud (y que sin duda era muy infiel a Marx), concepción según la cual hay una verdad representable del fin a alcanzar que se identificaría incluso con "el fin de la historia".
     No creo en la encarnación del ideal ni en el fin de la historia, sino en un actuar obstinado -actuar de la resistencia- sin el cual lo peor deviene certeza. Un actuar alerta a los peligros, comprendidos los peligros de la dogmática bienpensante antes que la fabricación progresiva de una sociedad cuyo modelo ya fuera proyectado. Esta es una concepción política que demanda una vigilancia todo el tiempo y donde cada palabra y cada compromiso cuentan. Una política que no se basa en un plan que bastaría ejecutar. En cada ocurrencia, en cada discurso, en cada teoría, se juega el mundo común y es necesario distinguir lo que sostiene de lo que fija, lo "dialéctico" de lo dogmático con la condición de escuchar lo dialéctico como una aventura y no como un desarrollo lineal progresivo que se ajusta a una representación.
     He encontrado apoyo en Arendt en esta recontextualización de lo político -después de todo ella es también heredera de Heidegger- y en particular en su distinción entre el actuar y el fabricar. Actuar, tomar una iniciativa, ser initium no requiere la representación de una meta a alcanzar, pero requiere a cada momento de la imaginación y la toma de decisión que es siempre un riesgo. A mí me gusta, pues, pensar en este mismo registro -el que acabo de evocar- escribir y actuar, convocando a Blanchot y a Arendt tan diferentes, pero que han marcado mi itinerario. Para mí, el actuar feminista es esta vigilancia que de una vez por todas ha hecho su duelo de la representación del "ideal", para acorralar los callejones sin salida y contribuir a abrir los caminos a través de un "diálogo plural" que interpela. Desplazar lo que es, incansablemente, pero sin un modelo constrictivo ni sucumbir a la exhortación de la elección entre el "uno" y "dos" de los sexos. Esto es lo que yo califiqué como "praxis de la diferencia de los sexos", es decir, un acto transformador: es en lo que ha consistido y consiste mi feminismo. La diferencia es una différance no determinada a priori como lo hace aparecer Derrida, sino la différance, para mí, no es un hecho: es un acto, un acto de desplazamiento fuera de los lugares, sin asignación del buen lugar. La verdad de los sexos es imposible de decidir y ella se vuelve a decidir en cada momento, en cada acto político o incluso privado.

— Deleuze, a quien usted ha evocado, ¿está cerca de estas posiciones?
— También Deleuze pertenece a este momento posmetafísico de la filosofía y, como Derrida, rehabilita la categoría de lo femenino como categoría propia a los dos sexos, en oposición al "uno" fálico. En El Anti- Edipo, entre otros, que escribe con Guattari, él precisa su posición política al identificar lo femenino con la minoría. Y hace de la posición de la minoría la única posición verdaderamente fecunda, subversiva. Cada uno, si quiere tener algún tipo de impacto político debe estar en el "devenir de la minoría". Se está aquí, entonces, muy lejos de la liberación de las mujeres como "devenir hombres", en la asimilación al dominador. Incluso solo hay política de la minoría. Lo político está en la posición de la desestabilización, de lo negativo, no de la asimilación. Para Deleuze, la voluntad de asimilación con el dominador está condenada al fracaso. La vía solo puede ser alternativa, no identificadora.
     Sin duda, la transformación de "lo femenino" en categoría general, en Derrida como en Deleuze (aun si estos pensadores no se identifican, pero esto no es nuestro objeto aquí) es un poco cuestionable, pues se desprende así de las mujeres y puede ser apropiada por cualquiera como instancia crítica. Es un poco como la proclama "todos nosotros somos judíos alemanes" que conlleva cierta cosa sorprendente, es decir escandalosa en la boca de los no judíos. Lo femenino, antes de ser una categoría liberadora, es la experiencia obligada de una mitad de la humanidad identificada como "las mujeres" y marginadas. Pero un pensamiento que recalifica la minoría, nos preserva al menos de hacer del feminismo un movimiento de alineación con el dominador, identificado así con la norma.

— Este es un debate que ya hemos encontrado: el feminismo como "devenir hombres" de las mujeres...
— Un movimiento de liberación siempre conlleva el acceso de los dominados a las esferas y a los poderes hasta ahí reservados a los dominadores. Se trata de repartir los bienes, las ventajas, los lugares, es decir, de identificarse con los dominadores. Hay una cierta trampa en este movimiento de identificación, pues lo que es repartido queda como marginal en relación al reajuste del poder en las manos de los mismos. Además, por el lado de los dominados se trata de rendir un curioso homenaje a los dominadores al tomarlos como modelos. Es por esto que en el inevitable reparto de los lugares, de los salarios y de los poderes, es importante no dejarse absorber por el solo movimiento de asimilación, siempre tramposo.

— Esta cuestión del eludir en vez de la oposición se plantea casi todo el tiempo en las estrategias feministas actuales.
— El enfrentamiento, en efecto, puede fortificar la posición del adversario. Es lo que pensaron todos los subversivos en la línea del Mayo del 68. Algunos y algunas relacionaron la única subversión posible con la "resistencia".

— Ciertamente, ¿esta posición no sostiene el actual movimiento de reivindicación de leyes represivas?
— Judith Butler, pensadora americana, próxima a los filósofos que hemos invocado y muy particularmente a Foucault, sostiene en efecto que la justicia procesal corre el riesgo de fortificarse al identificarla con lo que ella quiere combatir. Ella lo enuncia, en particular, en un debate con Barbara McKinnon, a propósito de un célebre proceso entablado por acoso sexual. El proceso, en todo caso, no puede sustituir a la acción. Es cierto que la movilización de las feministas y de las mujeres sobre "proyectos de ley", que genera tomas de posición en la forma de estar a favor o en contra, canaliza y domestica su pensamiento y su acción sobre objetos predeterminados por el poder, que movilizan todas sus energías -un poco como tirando un hueso al perro- mientras que otras estrategias de condicionamientos se desarrollan de alguna manera a espaldas de ellas. Volvemos a la pregunta ya hecha sobre las relaciones de lo político y de lo jurídico, que por sí solos merecerían un libro. Yo pensaría de buena gana que hoy tenemos numerosas leyes que prohíben la discriminación o las violencias, pero que estas leyes, curiosamente no han reducido para nada la realidad de estas violencias. Bajo la igualdad formal adquirida se recomponen modalidades solapadas de desigualdad.

Notas

1 Collin, Françoise Collin e Irène Kaufer. Parcours féministe, Éditions Labor, Bruxelles, 2005, pp 99 a 104.         [ Links ]

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