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Revista SAAP

versión On-line ISSN 1853-1970

Revista SAAP vol.7 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires nov. 2013

 

ARTÍCULOS

Liderazgo presidencial y ciclos de poder en la Argentina democrática*

 

Aníbal Pérez Liñán

Universidad de Pittsburgh
asp27@pitt.edu


Palabras clave: Presidencialismo; Liderazgo; Decisonismo; Delegación; Crisis presidenciales.

Key words: Presidentialism; Leadership; Decisionism; Delegation; Presidential crisis.


 

La figura presidencial continúa dominando hoy el escenario político de la misma forma que lo hacía a fines de 1983. El poder ejecutivo nacional inicia las principales políticas públicas, controla ampliamente la asignación de recursos presupuestarios, marca la agenda de los medios de comunicación y define el tempo de la política nacional. No existe otro rol institucional que tenga un poder equivalente o un peso similar en el imaginario social. Como resultado de esta posición central en el proceso político, los presidentes (presidentas) pueden reclamar crédito por los grandes logros nacionales, más allá de su mérito, pero no pueden eludir el descrédito por los grandes fracasos, más allá de su responsabilidad1.
Después de tres décadas de democracia, una pregunta parece ineludible: ¿por qué algunos presidentes son recordados como grandes líderes y otros apenas dejan una marca censurable en la historia? La respuesta puede parecernos evidente: algunas personas comandan administraciones memorables y otras merecen, en el mejor de los casos, ser olvidadas. Pero esta respuesta esconde un misterio, porque todos los presidentes del período posterior a 1983 nos ofrecen ejemplos de hazañas formidables. Raúl Alfonsín logró llevar a juicio a los principales líderes del último régimen militar, logrando al mismo tiempo estabilizar la transición democrática. Carlos Menem logró detener la hiperinflación y la insurrección militar, aparentes problemas insolubles a fines del siglo XX. Fernando De la Rúa prefirió dejar el poder de manera ignominiosa antes de romper su promesa electoral, ampliamente respaldada por la sociedad, de preservar el valor de la moneda argentina2. Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner recompusieron la economía de un país paralizado por una crisis fiscal y social sin precedentes históricos, recuperando el sentido de la política. Y Cristina Fernández inició las políticas sociales y de derechos civiles más avanzadas que haya conocido la Argentina hasta comienzos del siglo XXI. Es verdad, sin embargo, que todos los presidentes tienen también su cuota de fracasos formidables. Y la memoria social es extrañamente selectiva.
Hace ya algunos años, reflexionando sobre una cuestión similar en el contexto estadounidense, Stephen Skowronek concluyó que algunos presidentes son capaces de controlar su lugar en la historia porque controlan la interpretación de sus actos. Esta capacidad les permite proyectarse como líderes extraordinarios destinados a reconstruir el régimen democrático (Skowronek, 1997). Una interpretación en esta línea parece especialmente relevante en el contexto del presidencialismo argentino, cuyo estudio está marcado por los tópicos del decisionismo, la delegación y las crisis de gobernabilidad (Leiras, 2012; Llanos, 2010; Mustapi, 2005; O'Donnell, 1994; Ollier, 2008; Quiroga, 2005; Serrafero, 2005) .
Las páginas siguientes esbozan los contornos de este tema, destacando que todos los gobernantes argentinos intentan, a su manera, definirse como presidentes de reconstrucción. Pero el éxito es esquivo: la popularidad presidencial fluctúa considerablemente entre diferentes gobiernos, y Argentina se caracteriza por la presencia de ciclos rápidos y dramáticos de acumulación y disolución del poder presidencial. Este ensayo propone entonces dos hipótesis. En primer lugar, la disponibilidad de los gobernantes para denunciar el orden político precedente no depende solamente de su ideología o de su estatura moral, sino también de condiciones externas sobre las cuales la presidencia no tiene control. En segundo lugar, los ciclos políticos de poder presidencial se agotan de manera endógena, como consecuencia de las mismas estrategias que garantizan su éxito inicial. En conjunto, estas hipótesis inducen a revisar nuestros supuestos convencionales sobre el liderazgo presidencial.

El bizcochuelo de la historia

Skowronek (1997: 17) sostiene que "los líderes exitosos controlan la definición política de sus acciones, los términos en que son entendidos sus lugares en la historia". Para definir este curso de acción, los líderes deben situarse en el discurso público de manera distintiva, articulando una narrativa de oposición en referencia al pasado reciente, a los compromisos ideológicos y a las constelaciones de intereses. La presidencia es una institución naturalmente dotada para esta tarea porque, según este autor, el poder presidencial opera con mayor efectividad cuando se despliega para construir un orden nuevo. "El poder para recrear un orden se centra en la autoridad para repudiarlo" (Skowronek, 1997: 27).
Esta denuncia del orden precedente no resulta siempre una estrategia viable, claro, porque el grado de respaldo social a los compromisos preestablecidos (arreglos institucionales, modelos macroeconómicos y estructuras redistributivas) varía considerablemente en cada período histórico. Como resultado de esta fluctuación en las estrategias personales y en las circunstancias históricas, Skowronek identifica cuatro tipos de liderazgo recurrente. Los "grandes" presidentes denuncian el orden establecido en el momento en que este orden es vulnerable, inaugurando una "política de reconstrucción". Los políticos astutos extienden las promesas del orden precedente cuando éste todavía goza de amplio respaldo social, desarrollando una "política de articulación". Ciertos líderes visionarios anticipan las limitaciones de los acuerdos dominantes y buscan cuestionarlos cuando todavía se encuentran firmemente asentados, ensayando una frustrada "política de prevención". Y finalmente, otros presidentes intentan sostener el modelo vigente cuando éste ya se ha tornado demasiado frágil, por lo que resultan víctimas de la "política de disyunción". Este esquema permite al autor ofrecer una interpretación recursiva de la historia presidencial: los ciclos comienzan con líderes de reconstrucción, se desarrollan bajo la tensión entre gobiernos de articulación y de prevención y se cierran con episodios de disyunción que dan paso a un nuevo momento histórico3
.
Resulta tentador proyectar este esquema de manera mecánica sobre la historia argentina reciente: Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner son celebrados como presidentes de reconstrucción; Cristina Fernández puede ser leída como una prototípica lideresa de articulación, y Fernando De la Rúa parece haber sufrido, en retrospectiva, la tragedia propia de un presidente de disyunción. Es todavía temprano para evaluar la memoria histórica de la sociedad frente a cada gobierno, pero si la popularidad alcanzada por cada presidente es indicativa de su legado, los datos parecen respaldar estas interpretaciones.
El Gráfico 1 ofrece un sumario de los niveles de aprobación presidencial en encuestas de alcance nacional entre 1983 y 2013. Si bien casi todos los presidentes comienzan con altos niveles de aprobación -excepto Eduardo Duhalde y Cristina Fernández, que nunca tuvieron luna de miel- Alfonsín y Kirchner se presentan como los presidentes que han tenido mayor capacidad para proyectar su popularidad durante (y posiblemente también décadas después de) su mandato. No es casual que estos líderes hayan denunciado vehementemente el orden precedente justamente cuando este orden parecía irremediablemente desprestigiado4.


Gráfico 1
Porcentaje que aprueba la gestión de gobierno, diciembre 1983-marzo 2013
Nota: A partir de enero de 2005 IPSOS modificó ligeramente la estructura de la pregunta sobre aprobación de la gestión del gobierno nacional. Gervasoni (2010) empleó una corrección para ajustar por el efecto de este cambio sobre la distribución de respuestas. El gráfico muestra los resultados con y sin esta corrección.
Fuente: IPSOS-Mora y Araujo (la tendencia para el período diciembre 1983-septiembre 1984 está basada en una encuesta de Edgardo Catterberg en abril de 1984).

Sin embargo, el problema con el esquema de Skowronek -aplicado a la Argentina tanto como a los Estados Unidos- es que funciona como una matriz interpretativa ex post, como un molde de repostería que informa convenientemente el bizcochuelo de la historia5. Para los observadores contemporáneos, los hechos son más confusos y difíciles de desentrañar. Alfonsín parecía un presidente de prevención en 1988 y Menem parecía un presidente de reconstrucción en 1992, más de lo que lo parecen hoy en día (Gargarella, 2010; O'Donnell, 1991; Palermo y Novaro, 1996) . Para que este esquema analítico tenga utilidad comparativa, es preciso explorar sistemáticamente las dos variables centrales que definen la tipología.

Animales políticos

Consideremos primero la inclinación de los presidentes a denunciar los compromisos heredados del pasado reciente. Resulta llamativo que todos los presidentes necesitan, de alguna manera, jugar esta carta. Raúl Alfonsín condenó el camino de la violencia, denunciando no solamente el pacto sindical-militar sino también medio siglo de política argentina (Aboy Carlés, 2001). Carlos Menem se presentó como el único líder capaz de superar una herencia de crisis institucional, caos político y catástrofe inflacionaria (Fair, 2012). De la Rúa fue, vale la pena recordarlo, el candidato de una coalición que buscaba renovar radicalmente la política argentina, acabar con la corrupción e implantar una nueva agenda social (Ollier, 2001). Duhalde no tuvo mayor opción: su liderazgo se vio consumido por las tareas de enterrar una década de convertibilidad y sentar las bases de un modelo postneoliberal (Baldioli y Leiras, 2012). Néstor Kirchner fundó su épica en la recuperación del poder democrático frente a las corporaciones hegemónicas. Y Cristina Fernández, continuadora de la administración precedente y articuladora de su legado, potenció sin embargo este discurso como forma de consolidar la autonomía de su gobierno frente a las herencias del pasado (Novaro, 2011).
Lo sorprendente no es que todos los presidentes -animales políticos al fin-intenten definirse como líderes de reconstrucción, sino que adopten esta postura en diferentes grados y con diferentes objetivos. La denuncia del pasado es un instrumento poderoso porque libera a los presidentes de compromisos ideológicos y de acuerdos heredados, y les permite movilizar apoyo social en defensa de nuevas políticas y nuevas configuraciones de poder. Pero los incentivos para extender la confrontación varían en cada caso. Algunos presidentes se muestran agresivos pero prefieren evitar el conflicto, empleando esta denuncia como táctica de negociación con los poderes de turno, mientras que otros están dispuestos a llevar la política de confrontación más lejos, con el objetivo de debilitar a sus adversarios de manera irreversible.
¿Qué factores explican el uso presidencial de la confrontación? Es fácil explicar esta estrategia como producto de la ideología, el coraje moral, o la mera irresponsabilidad de los mandatarios; pero puestos en perspectiva histórica, los presidentes posteriores a 1983 parecen similares: relativamente moderados y comprometidos con la democracia (Mainwaring y Pérez Liñán, 2013). La explicación de la ruptura con el pasado se encuentra, posiblemente, en las oportunidades históricas más que en las diferencias personales.
Para abordar esta pregunta vale la pena incurrir en una corta digresión. En un trabajo clásico de biología evolutiva, John Maynard Smith y G. A. Parker analizaron la interacción entre dos animales que compiten por los recursos de su hábitat, indagando por qué algunos animales se muestran agresivos pero prefieren evitar el conflicto, mientras que otros actúan ferozmente y prefieren atacar al adversario (Maynard Smith y Parker, 1976). Los biólogos examinaron esta cuestión desde la teoría de juegos, dando lugar a la conocida distinción entre palomas y halcones. El análisis estableció que, cuando los recursos del hábitat en juego superan el costo de la lucha, la estrategia dominante es el conflicto. Técnicamente, el juego se transforma en un dilema del prisionero, en donde ambos animales tienen incentivos para escalar la confrontación. Cuando, por el contrario, el premio es menor que el costo de pelear, los animales tienen un problema de coordinación (equivalente al juego del gallina). Si ambos atacan, sufren un daño significativo, por lo que les conviene compartir los recursos. Pero la cooperación resulta inestable: si un animal se comporta como paloma, el otro está tentado a comportarse como halcón para quedarse con todo. Esto hace de la confrontación unilateral un resultado probable6.
La traducción de este modelo al universo de la política no requiere mayor sofisticación. Llamemos presidente a un animal, oposición al otro, control presupuestario (con su correlato en votos) a los recursos en juego, y estabilidad democrática o macroeconómica al costo de la pelea. Mientras que la literatura generalmente asume que la confrontación y el decisionismo son producto de grandes crisis que limitan la disponibilidad de recursos y por ende las posibilidades de cooperación entre los actores sociales, el modelo evolutivo sugiere que una mayor disponibilidad de recursos expande los incentivos para la confrontación. No debería resultar sorprendente que los presidentes -más allá de personalidades y perfiles ideológicos- enfaticen su ruptura con los acuerdos del pasado en períodos de crecimiento económico, cuando hay mucho que ganar (v.g., 2003-2013), y moderen la confrontación en períodos difíciles, cuando hay poco en juego (v.g., 1989-1993). El modelo sugiere también que los incentivos para denunciar el pasado son menores cuando los costos para la supervivencia de la democracia o la estabilidad macroeconómica resultan mayores. Esto permite entender, por ejemplo, la moderación progresiva de la estrategia de confrontación entre 1984 y 1989 frente a su expansión progresiva entre 2003 y 2011 (Jaunarena, 2011; Kitzberger, 2011; Mauro y Rossi, 2011; Murillo, 2010; Ortiz y Schorr, 2006) .

El agotamiento de los ciclos políticos

En el análisis de Skowronek, el agotamiento de cada ciclo histórico está dado por condiciones externas que no dependen de las políticas adoptadas en el pasado reciente, lo que produce "regímenes" presidenciales relativamente longevos (cuatro décadas en promedio para el caso estadounidense). Sin embargo, la experiencia argentina, en donde los ciclos parecen mucho más veloces y abruptos, hace necesario reevaluar el supuesto de que su duración está determinada por variables exógenas que evolucionan lentamente.
Es posible esbozar una nueva interpretación del problema proyectando la metáfora de la sección anterior en una dimensión intertemporal: cada animal tiene motivos para sobreexplotar los recursos de su hábitat con el fin de garantizar su supervivencia inmediata, transfiriendo un territorio con recursos agotados al morador siguiente. Despojada de connotación ecológica, la idea implica que la reproducción del poder personal crea incentivos para desarrollar políticas poco sostenibles, aunque éstas erosionen la capacidad del Estado en el largo plazo. Estos incentivos producen también una paradoja: cuanto más exitosa resulte esta estrategia para extender la supervivencia del gobernante en el poder, mayor será la probabilidad de que el presidente eventualmente sufra las consecuencias de sus propias políticas.
Esta dinámica parece explicar los abruptos ciclos de poder presidencial en Argentina7. En reiteradas oportunidades, ilustradas por el Gráfico 1, los ciudadanos han establecido una relación cíclica con el presidente, marcada inicialmente por un reclamo de decisiones contundentes, templada luego por una tolerancia cómplice con su estilo de gobierno, agrietada tardíamente por cuestionamientos morales y oscurecida finalmente por la demonización del presidente saliente. Un mismo estilo de gobierno ha sido resignificado como muestra de liderazgo, de pragmatismo, de arbitrariedad y de corrupción en diferentes momentos de este ciclo8.
En el origen de esta dinámica parece encontrarse una debilidad estructural del Estado argentino, dada porque el gasto público tiende a superar los ingresos corrientes en el mediano plazo (Cetrángolo y Gómez Sabaini, 2012)9. Considerando que, como en cualquier país, el gasto público es rígido, hay cuatro soluciones posibles: el aprovechamiento procíclico de los booms exportadores, los préstamos externos, la generación de inflación, o el uso de recursos extraordinarios como los ingresos por privatizaciones o la nacionalización de fondos jubilatorios. Esta debilidad estructural, que mantiene al Estado en una posición defensiva y limita su capacidad para regular los ciclos económicos, se ve agudizada por el problema intertemporal de acción colectiva. Los presidentes tienen incentivos individuales para buscar soluciones procíclicas, aprovechando al máximo los recursos disponibles cuando la economía está en auge y trasladando los desequilibrios fiscales a las administraciones futuras10.
Cuando las consecuencias de estas políticas ya no pueden ocultarse, la crisis económica produce un presidente de disyunción que se proyecta como débil e incapaz, marcando el final del ciclo. Solamente la llegada de un nuevo líder de reconstrucción permite adoptar soluciones extraordinarias, reorientando los mecanismos de financiamiento del Estado y redistribuyendo los costos del esquema económico. En el marco de la crisis, los actores sociales que antes estaban en capacidad de resistir estos cambios se ven debilitados, mientras que nuevos actores son integrados a la coalición presidencial (Bonvecchi, 2011; Palermo y Novaro, 1996).
La transformación abrupta de los parámetros monetarios y fiscales sólo puede ser justificada por un discurso presidencial de reconstrucción que descalifica a ciertos sectores como portadores de intereses ilegítimos y convoca al pueblo a defender un nuevo proyecto frente a los representantes del antiguo orden. El problema de esta solución heroica es que impone un nuevo intervalo de rigidez, en el que la corrección de los errores en la política pública se ve demorada por la defensa del modelo. De este modo, la posibilidad de una nueva crisis de disyunción permanece en el horizonte.
La conjunción de estos dos efectos cruzados -la crisis que justifica la concentración de poder en el corto plazo, y la política de reconstrucción que alimenta la crisis en el largo plazo- se han entrelazado de manera dinámica a lo largo de tres décadas de democracia para producir ciclos históricos de poder presidencial11. Cabe preguntarse entonces si la memoria histórica no reservará el recuerdo dispensado a los grandes líderes (lideresas) para quien consiga eventualmente romper la recurrencia de estos ciclos.

Notas

* El autor agradece la información y los comentarios ofrecidos por Ryan Carlin, Luis Costa, Raúl García Heras, Carlos Gervasoni, María Matilde Ollier y Rodolfo Rodil.

1 Por simplicidad de exposición me refiero en este texto a "el presidente" para aludir genéricamente a la persona a cargo del poder ejecutivo. Lamentablemente, el uso del artículo masculino tiene connotaciones de género que son difíciles de soslayar y solamente pueden evitarse con expresiones verbosas. Así, toda referencia genérica "al" presidente debe entenderse como una referencia a la posición institucional del presidente o la presidenta en sentido amplio.

2 Tras revisar este texto, algunos colegas destacaron que la defensa de la convertibilidad reflejó "una mezcla de incapacidad, tozudez y desconexión con la realidad" de la administración De la Rúa. Incisivamente, ésta descripción define con nitidez el perfil de un presidente de disyunción.

3 Skowronek identifica a Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Abraham Lincoln y Franklin D. Roosevelt como ejemplos paradigmáticos del liderazgo de reconstrucción; a James Monroe, James Polk, Theodore Roosevelt y Lyndon Johnson como presidentes de articulación; y a John Quincy Adams, Franklin Pierce, Herbert Hoover y Jimmy Carter como presidentes de disyunción. El libro no analiza ejemplos de la política de prevención, pero concluye que éste es el modelo dominante desde fines del siglo XX. Tampoco intenta ofrecer una clasificación exhaustiva de todos los presidentes estadounidenses, ni proyectar conclusiones comparativas sobre la presidencia más allá de los Estados Unidos. En este sentido, se trata de un sugerente ensayo histórico más que de un estudio sistemático del poder presidencial.

4 Como destacaron algunos colegas en respuesta a este texto, la relación objetiva de los dos líderes con el orden inmediatamente precedente era distinta (Alfonsín lo había combatido, mientras que Kirchner había formado parte del mismo); es revelador justamente que el discurso de reconstrucción no se deduce mecánicamente de la trayectoria política previa.

5 Coppedge (2012) ofrece un interesante análisis de este problema en referencia a los esquemas clásicos en la literatura sobre democratización, incluyendo los trabajos de Linz (1978), Linz y Stepan (1996) y O'Donnell y Schmitter (1986).

6 Para lograr un equilibrio con posibilidad de cooperación, los animales deben mostrarse dispuestos a la confrontación con una probabilidad equivalente al valor del premio sobre el costo de pelear (Maynard Smith y Parker, 1976: 162). Los modelos de biología evolutiva no asumen que los animales actúan de manera estratégica, sino que están programados para actuar de cierta forma. El equilibrio se alcanza por medio de la capacidad reproductiva de cada especie, lo que hace este enfoque sugerente desde el punto de vista de la competencia electoral.

7 Las páginas siguientes están basadas en Pérez Liñán (2012).

8 Tal como muestra el Gráfico 1, la opinión pública parece tratar las administraciones de Néstor y Cristina Kirchner como parte de un mismo ciclo. Resulta plausible también que las administraciones de Menem, De la Rúa y Duhalde hayan formado parte de un "ciclo largo" definido por la era de la convertibilidad.

9 Es probable además que ciertos determinantes institucionales trasciendan el caso argentino. Un estudio comparativo de la aprobación gubernamental muestra que la popularidad de los presidentes en general se deteriora más rápido que la de los primeros ministros en sistemas parlamentarios (Carlin, Martínez-Gallardo y Hartlyn, 2012).

10 La ciudadanía misma a menudo respalda esta estrategia procíclica: en un sistema democrático, los gobiernos deben responder a demandas urgentes de la sociedad como garantizar altas tasas de empleo y promover una agenda de transformación social, mientras que protegen objetivos de largo plazo como defender el valor de la moneda y proteger derechos adquiridos por trabajadores y jubilados.

11 No podemos descartar que el mismo mecanismo cruzado opere en los Estados Unidos, aunque la menor influencia relativa del presidente sobre la economía y el mayor conservadorismo social hacen de los intentos de reconstrucción -como reconoce Skowronek- una tarea infértil en el contexto actual, produciendo ciclos más largos y menos dramáticos.

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