Si hemos de creer lo que dice de sí mismo en El Vasauro del chileno Pedro de Oña, el Tiempo es tan antiguo como la creación:
( ) me dieron ser el mismo instante
que comenzó a girar su rueda el cielo
y a dar la vuelta el astro radiante
(Oña, (1635) 1941, p. 264, estrofa 14).
Su aspecto es el propio de su larga vejez: es un cojo anciano con dos crecidas alas, blanco pelo, dos caras, de pasado y venidero y un reloj de arena en la mano (Oña, (1635) 1941, pp. 263-264, estr.11, 14, 15), porque abarca las cosas que ya no son y las que serán; cojo y con alas, porque transcurre ya lenta, ya velozmente (Oña, (1635) 1941, pp. 264, estrofa 13).
La relación de nuestra vida con el tiempo se da básicamente de dos maneras: la de un tiempo físico o externo, que parece extenderse en el espacio y que coincide con nuestro ciclo vital, con los límites -nacimiento y muerte- de nuestra existencia; la de un tiempo psicológico o interno, aquel de nuestras vivencias, que atañe a la naturaleza del alma (Pinillos, 1970, pp. 52-54).
El tiempo externo
Empíricamente se percibe por el cambio de las cosas y no como una dimensión existente por sí misma (Vergara Quiroz, 1986, p. 235). Marcado por la salida y la puesta del sol, el curso continuo del tiempo todo lo muda y aun lo destruye. De ayer a hoy, el prado pasa de ameno a árido, el toro indómito se convierte en manso buey, el amante correspondido se vuelve aborrecido; al Dr. Buñuelos lo coge el carro del tiempo y se muere1. Cuando faltan hombres para apreciar el cambio de las cosas el tiempo presente no existe: a la época en que, pasada la feria, la ciudad de Cartagena se queda en grande soledad, se la llama tiempo muerto (Juan y Ulloa, (1748) 1978, pp. 110-112).
En el tiempo vivido en los núcleos urbanos hasta avanzado el XVIII predomina la imprecisión, ya que, por la escasez o carencia de relojes, la regulación horaria, comunicada generalmente por el tañido de las campanas de la iglesia o del Cabildo, dependía de la observación del curso solar (Valenzuela Márquez, 1992, p. 230) y no del reloj. De todos modos, la presencia del reloj mecánico en Indias ha de ser tenida en cuenta, así fuera mínima, no sin dedicar antes unas líneas a algunos instrumentos de medición -obviamente en el espacio- más o menos ingeniosos inventados con ese objeto. Dejando de lado múltiples recursos curiosos, nos limitaremos al reloj de sol y al de arena, uno y otro relacionados con el tiempo de distinta manera. Presentes en regiones habitadas por blancos y en todas las misiones jesuíticas del Paraguay -donde durante el XVIII iban siendo reemplazados por los mecánicos (Furlong, 1962, p. 457)-, los relojes de sol constaban de una placa en la que se hallaban convenientemente grabadas las horas diurnas y de una chapa, colocada en ángulo recto en el centro de la placa, que iba marcando las horas con la sombra que proyectaba. Dos recipientes transparentes de forma cónica comunicados entre sí por sus cúspides, con la competente cantidad de arena que tardaba en pasar de uno a otro los minutos deseados -por lo común, hasta 15- constituían los relojes de arena: su empleo se prolonga a lo largo de la Colonia para ir midiendo la duración de un sermón, una lectura académica, etc.
La preocupación por la regulación del tiempo -muy anterior a la existencia del reloj mecánico- lleva a los israelitas a dividir su curso, desde que nace el sol hasta que se pone, en cuatro partes: prima, que comenzaba al salir el sol; tercia, que correspondería a las 9 de nuestra mañana; sexta, al mediodía, y nona, tres horas después (De la Fuente y Bravo de Hoyos, 1761). División más tarde enriquecida con la pertinente al lapso nocturno, se concreta en las horas canónicas que señalan los momentos de la noche y del día que la Iglesia santifica con plegarias ad hoc: Maitines: medianoche; Laude: 3 de la mañana; Tercia: 9 de la mañana; Vísperas: 6 de la tarde; Completas: 9 de la noche (Pereyra Salas, 1968, pp. 5-6). El recurso a la denominación de estas horas al margen de su empleo original dice de su arraigo en los medios cultivados; prácticamente en todas las universidades indianas se habla de cátedras de vísperas para designar aquellas dictadas a las 6 de la tarde; en San Juan de Puerto Rico, ciertos documentos públicos de época temprana incluyen en la data la hora de emisión expresada canónicamente, como v.g. En la ciudad de San Juan de Puerto Rico (...) martes nona veinte y ocho días del mes de noviembre de año de mil quinientos veinte y cinco (Álvarez Nazario, 1982, p. 351).
El rezo cotidiano de las horas canónicas en el ámbito eclesiástico contribuye a que se piense en el tiempo y su paso inexorable ya que, con la suma de las horas, se forman naturalmente los días, los años y los siglos. Bien lo presentó el obispo de Puebla de los Ángeles Juan de Palafox y Mendoza en El pastor en Nochebuena cuando ubicó a sus lectores
( ) en una calle ancha, espaciosa y hermosa que llamaban la del Tiempo. Vimos a un venerable viejo de hermoso talle a caballo, a quien iban siguiendo muchos caballeros, adornados de galas y riqueza y caminaban con muy grande majestad. Luego se seguían unos hombres más mozos, que decían que eran hijos de los primeros, con igual, y mayor lucimiento que sus padres, muy alegres y bizarros. Y tras estos, en sus jacas unas niñas bien prendidas, y contentas.
Aquel viejo, -explica- a quien sigue todo el acompañamiento, se llama Siglo, que se compone de cien años. Aquellos hombres mayores, que están cerca de él, son ellos; y los otros hijos de estos, son los Días, de que se forman los Años. Aquellas meninas, vivas, breves y pequeñas, son las Horas, de que se forman los Días (de Palafox y Mendoza, 1762, cap. XX, pp. 559-561).
Para gobernarse, así en lo civil como en lo eclesiástico, tales elementos se ordenan en un calendario, uno y no el porque hay más de un modelo, según las épocas y civilizaciones. Al Occidente cristiano interesa el calendario juliano, fruto de una reforma de Julio César en el 708 de la fundación de Roma: la Iglesia lo acepta con el agregado de una subdivisión y una fiesta: la semana -sucesión de siete días, uno de ellos dedicado al culto- y la Pascua -celebración de la resurrección de Jesucristo-, novedades procedentes de la cultura hebrea e incorporadas previa adecuación. Superior a otros calendarios, el juliano rigió el ritmo de vida europeo durante quince siglos. Dificultades astronómicas y errores humanos -advertidos por más de un sabio en diversas ocasiones- fueron retrasándolo, de suerte que, avanzado el siglo XVI, le sobraban diez días respecto del año solar. Paralelamente, más de un Papa se había interesado en la cuestión hasta que, requiriendo el parecer de Príncipes y Universidades, Gregorio XIII nombró una comisión especial, con miembros de Italia, Francia, España, Alemania y Oriente, que, tras diez años de estudio, le presentó un proyecto que sirvió de base a su bula Inter gravissimas, por la que suprimió los diez días sobrantes -del 5 al 14 de octubre de 1582- y los años bisiestos terminados en dos ceros a excepción de los múltiplos de 400. El llamado calendario gregoriano es aceptado, entre otros, por los estados de Italia, España y Portugal -entonces unidos- y, por lo tanto, en las Indias. De modo que para 1587 ya regía en toda la Europa católica, mientras los países protestantes fueron plegándose a lo largo del XVIII2.
Cuando comienza el empleo del reloj mecánico, sin duda no se vislumbra la tiranía urbana del reloj, que se esboza tímidamente en el siglo XVII y se fortalece en las últimas décadas del XVIII, al amparo de la vis uniformadora de la Ilustración, que requería la presencia, al menos moderada, de relojes públicos y el uso de muestras privadas en número aceptable.
Los relojes -desde los de torre a los de faltriquera- venían de Europa, gozando de crédito los de Inglaterra, Francia y Suiza. De costo elevado, escaseaban los públicos y los de faltriquera solo estaban en manos de gentes de la elite. Con el correr de los años, resultan un tanto más accesibles. En la región del Río de la Plata y su zona de influencia es posible que contribuyeran a ello los hermanos jesuitas relojeros venidos del Viejo Mundo, que enseñaron a los indios a hacer relojes -incluso los de repetición, que daban hasta los cuarto de hora- que no cedían en nada a los de Augsburgo, famosos en el mundo entero (Sepp, 1971, pp. 202-215). En el último cuarto del XVIII, un reloj costaba en Buenos Aires entre 2 y 200 pesos según sus materiales y -condición fundamental- la calidad de su funcionamiento (Porro Girardi y Barbero,, 1994, p. 192)3. Dejando de lado los extremos, parece razonable que el precio de un buen reloj oscilara entre 50 y 70 pesos (Romero Cabrera y de Tagle, 1973, pp. 77, 78, 86, 88-90). Si bien con el tiempo su maquinaria se fue perfeccionando, todos los relojes, aun los de calidad, tendían a no llenar correctamente su cometido, bien porque atrasaran o adelantaran más de la cuenta, bien porque lisa y llanamente dejaban de marchar, víctimas, según el diagnóstico que suele hacerse, de que sus piezas se hallan gastadas por el continuo movimiento El problema era universal: afectaba por igual al reloj público de la iglesia matriz de una villa como Oruro o a los de una capital virreinal como Santa Fe de Bogotá, cuyos relojes, a pocos meses de su puesta a punto, habían vuelto a su antiguo desconcierto4. No faltaba, pues, trabajo a los relojeros. Con lo que ganaban podían por lo menos, mantener una casa sin lujos5.
Colocados estratégicamente en las torres de cabildos e iglesias, durante el XVI, va habiéndolos en las ciudades de México, Lima, Santa Fe de Bogotá, Santiago de Guatemala, Quito..., hasta constituir en el XVIII un objeto, si no abundante, sí difundido en ciertas circunstancias, como en el caso de las misiones jesuíticas antes mencionado. El hábito de mirarlos para saber la hora era corriente aun en personas del común: en México un lector del Diario critica la costumbre de poner las horas de la esfera en números romanos, que los hombres de pueblo no entienden y tampoco la generalidad de las mujeres6.
Complementariamente, sin duda con un ritmo más lento que el deseado por sus eventuales usuarios, las gentes de posibles tuvieron un reloj de su propiedad, ya de pared o de sobremesa para pautar las actividades hogareñas, ya, sobre todo, uno -o preferentemente dos- de faltriquera, llamados por lo común muestras, para llevar consigo siempre con el fin de saber la hora y ¿por qué no? para lucirlos: en la segunda mitad del XVIII se registran relojes guarnecidos de diamantes y otras piedras preciosas7. Hasta algunos curas recién nombrados se aviaban inmoderadamente, sin olvidarse de muestras de relojes de oro, dos cuando menos y a cual mejor, para que a todos lados cuelgue y se ostente riqueza y vanidad, moraliza el arzobispo San Alberto (1791, pp. 157-158). En coincidencia, un crítico mexicano afirma que no es hombre decente el que no trae dos muestras e igualmente dos cadenillas de preferencia con dijes8: para serlo, los días de fiesta salen en México los oficiales con dos relojes (de Viera, 1952, pp. 72-73) y en el atuendo cotidiano de un platero porteño se incluyen dos muestras de relojes que hacen el complemento de su bizarría9. Estando de moda exhibir dos relojes con sendas cadenas, era imposible que no integraran los apretados pantalones de los petimetres, por ser indispensables -se ironiza en Guatemala- para no equivocarse la hora del tocador con la del arreglo de las visitas10. Tan irreemplazables eran las muestras como signo de estatus que, careciendo de ellas, no faltaba alguno que exhibiera el cordón o cadena del reloj (...) sin tener tal reloj11. En el tercio final del XVIII, hasta muchas mujeres se han aficionado a las muestras (Probst, 1941, p. 436) y, al parecer, también por duplicado: con una cadena las usan colgadas de la cintura, según lo recuerda Concolorcorvo para el virreinato del Perú (Concolocorvo, 1942, p. 420) y varios retratos femeninos para la ciudad de México12. Primos hermanos de los relojes de faltriquera propiamente dichos eran aquellos que resultaban aptos para insertarse en diversos objetos. Así, anillos que ostentaban un relojito en lugar de una piedra preciosa; así, el bastón de mando de los últimos virreyes del Perú, que estaba forrado en carey y tenía un puño de oro con un pequeño reloj adentro (Ugarteche, 1969, pp. 3-4).
A la par de una mayor presencia de las muestras, en el XVIII aumenta el entusiasmo por ellas. Las breves obras teatrales de Cristóbal de Aguilar, andaluz de nacimiento e indiano cordobés por adopción, son un buen ejemplo por su fecha y su apego a la realidad. Los hombres y mujeres de una sociedad empobrecida que, en general, conserva un estilo de vida discreto, miran muchas veces el reloj -según se apunta en las acotaciones- y, enterados de la hora, dicen, según las circunstancias, que, por estar atrasados, han de darse prisa para acudir, ya a un concierto, ya a una tertulia de poesía o, en otro orden de cosas, procuran cortar conversaciones de poca o demasiada sustancia que consideran les hacen perder tiempo13.
Los periódicos documentan la popularidad de las muestras en las décadas finales del XVIII y a comienzos del XIX. Si bien se mencionan en la mayoría de los que circularon en varias ciudades de América, su presencia es constante tanto en la Gazeta de México (1784-1807) como en el Diario de México (1805-1810)14. Tan populares son que, además de los hombres, es capaz de ponerlos en hora un cuadrúpedo muy particular: en el año inicial del XIX pasa por la ciudad de México el famoso cerdo erudito de Londres, entre cuyas habilidades se cuenta la de que pone la hora, en manifestándole un reloj en el ojo15.
Entre los poseedores de relojes se contaban algunos interesados por la nomenclatura relacionada con ellos. José Miguel Aguilar, minero de profesión, condenado a muerte en 1805 como cabeza de una conjuración contra el gobierno español planeaba en Cuzco, al borde de la ejecución escribe unos versos en los cuales, al referirse a su reloj, que va marcando las horas de vida que le quedan, menciona con propiedad varias piezas de él, como cuerda, muelle, martillo, gatillo (versos transcriptos en Varallanos, 1959, p. 447, nota 10). En sentido traslaticio, acorde con la obra de Joaquín Antonio Villalobos cuya aprobación, fechada en 10 de marzo de 1729, redacta, el P. Nicolás Zamudio, para ponderar la laboriosidad del autor recurre a términos propios del reloj:
( ) nunca cesan, como en el Reloj, ni el volante de su celo; ni la mano con su pluma; ni la voz de su predicación; ni la continua rueda y grave peso de sus indispensables ministerios y ocupaciones; ni el tirante de la cuerda de su ajustada religiosa distribución; ni en ser despertador de sí mismo (Villalobos, 1729, s/foliar).
A los meses, semanas y días del calendario y a las horas del reloj se ajusta el quehacer de instituciones y comunidades. En obsequio de la brevedad, recordaremos dos casos, uno del Perú en el siglo XVI, el otro de México en el XVIII. Los miembros del Cabildo del Cuzco -ordena el virrey Toledo- han de reunirse dos días por semana, y estén juntos dos horas cada día por lo menos, y que para ello tengan ampolleta o reloj16. En la penúltima década del XVIII, el virrey de México informa que, desde el 1º de enero de 1786, en procura de economizar el tiempo, los jueves a las 11 en punto de la mañana saldrá a la sala del dosel y oirá a todos los sujetos, con la advertencia de que aquel que se anticipe perderá el tiempo esperando, y el que llegue más tarde deberá volver otro jueves. Aquellos que
( ) no tengan otro objeto que hacer la corte a S.E. serán recibidos con gusto los días de fiesta y de gala desde las 11 de la mañana. Los demás días de trabajo harán a S.S. una mala obra en lugar de obsequio, robándole un tiempo precioso para otros17.
No siempre se respetaban las normas que buscaban el aprovechamiento del tiempo propio y ajeno: hubo sujetos que, a título individual, las transgredían en perjuicio de los demás. En 1569 el rector de la Universidad de México mandó poner un reloj para que entrasen los catedráticos a sus horas y leyesen el tiempo completo, lo que indica que algunos llegaban con retraso y otros concluían su lectura antes de tiempo (Mendoza, 1951, p. 25). Con la excusa de que en Buenos Aires no había relojes, el gobernador Lariz (1646) llegaba siempre tarde a misa, no obstante que esta se anunciaba con repiques de campanas (Zabala y de Gandía, 1936, p. 266). Por algo se destaca en primer lugar como característica del P. José María Álvarez, catedrático de Instituciones de la Universidad de Guatemala desde 1804, que, dando las tres de la tarde, se presentaba en el aula y, con la muestra a la vista, daba su clase hasta después de una hora cabal18
En vista de cuanto venimos refiriendo, parecería que el modo mecánico de medir el tiempo se prefiere por entero al tradicional. No es del todo así, sin embargo. En el Diario en que José de Mugaburu y su hijo van anotando lo acontecido en la culta Lima durante medio siglo (1640-1694), prevalece, en efecto la indicación de las horas -de 1 a 12-, en general con la especificación de la mañana, de la tarde, de la noche; pero se registran algunas referencias a las Avemarías para señalar el momento en que acaba el día y se inicia la noche, mientras se reserva el tiempo del rezo de un credo para dar idea de la duración de los terremotos: duró más de 4 credos se asienta de uno de 1647 (de Mugaburu y de Mugaburu, 1935). De parecidos recursos se echa mano en los años coloniales restantes, si bien es probable que tal costumbre alternara con la de la consulta del reloj. De todos modos, la lengua se presta para formar diversas frases horarias. Vaya un caso de tantos: Pedro Pizarro, al relatar los preliminares del encuentro entre Atahualpa y los conquistadores españoles, cuenta que el Inca empezó a levantar su gente después de terminar de comer, que acabaría a la hora de misa mayor (Pizarro, (1571) 1944, p. 41).
Queda por marcar una restricción de importancia acerca de la difusión del reloj mecánico y sus consecuencias. Estimado al extremo en muchos sectores de los centros urbanos, prácticamente no llegó a las gentes de campo, que vivieron sin él, al margen de las regulaciones que conllevaba, siguiendo como desde siempre el ritmo de la naturaleza. El hombre rural, como no oye nunca la campana de un reloj -observa Azara a las puertas de la Revolución- no ve regla ni medida en casi ninguna cosa, y se acostumbra a un género de vida independiente (de Azara, 1941, p. 193).
El tiempo psicológico
En lo natural, corren a un paso la vida y el tiempo, mas en lo moral tienen desigual curso (De Torrejón, 1725, f. 8). Aceptada la afirmación, conviene contextualizarla.
Mientras el tiempo externo, que se extiende como la vida, entre el nacimiento y la muerte de cada uno, tiene una duración fija, el tiempo psicológico es un tiempo interno, de vivencias, que se percibe de distinta manera según las culturas y, dentro de ellas, con diversos ritmos según los individuos (Gurevitch, 1979, p. 271; Pinillos, 1970, p. 49).
El parecer estirarse o encogerse es característico del tiempo psicológico. Los momentos difíciles -porque se lo pasa mal y se aspira a superarlos- parecen prolongarse y no acabar nunca. En Chile, un enfermo de viruelas, al acercarse la noche, se lamenta: Cuán larga será la noche, ¡pobre de mi!, apenas comienza su curso. Una hora parece encerrar ocho y hasta más, y estas mismas parecen muy largas (Molina (c.1767) 1976, p. 77).
No importa que se espere algo favorable o adverso: cuando el cura Guridi y Alcocer debía acudir a la oposición a la dignidad magistral de Oaxaca, acusaba al tiempo de haber encogido sus alas, caminando perezosamente con muletas (Guridi y Alcocer, 1906, p. 77). El minero José Gabriel Aguilar, a la espera de su ejecución por responsable de un proyectado movimiento antiespañol en Cuzco, se desahoga -según hemos recordado-en unos versos:
¡Qué largas las horas son
en mi reloj desdichado!
Parece que se ha parado
al ver mi tribulación.
Si ves ya que la fortuna
en mis males se eterniza,
¿por qué no te das más prisa
para librarme a la una?
(Varallanos, 1959, p. 447, nota 10)
Los momentos gratos pasan, en cambio, en un santiamén, según comenta un asistente, al cabo de tres horas de una tertulia de poesía celebrada en la Córdoba finicolonial:
¡Que presto pasan las horas
cuando es honesto el recreo!19
Reflejando las situaciones, el propio Tiempo dice:
( ) doy partido al viento,
en ir veloz, tras quien me olvida flojo;
y, si esperado voy, camino cojo
(Oña, (1635) 1941, p. 264, estrofa 13).
Y, si de las situaciones se pasa a la índole de los individuos, un catedrático jesuita escribe que, Para los perezosos, va tras el tiempo, con paso claudicante, la vida. Para los diligentes, se adelanta la vida, aun a los vuelos del tiempo (Torrejón, 1725, f. 8).
Desde muy atrás hay quienes consideran al tiempo como una entidad respecto de la cual los hombres han de actuar con cautela: dadas sus variaciones, los juicios que este les merezca pueden resultar vanos. Sentenciosamente aconseja Cicerón: sabia resolución es dar lugar y obedecer al tiempo (Dávalos y Figueroa, 1602, f. 107). El obedecer al tiempo importa actuar o saber esperar de acuerdo con las circunstancias, según lo explica en 1581 Juan de Borja20 en la barroca prosa de sus Empresas morales, obra que, en su momento, cruzó el Atlántico:
No hay cosa en que más muestre el hombre ser discreto y prudente que en conocer el tiempo y saber usar de él como conviene, por no haber cosa, por muy buena que sea, que, si fuera hecha fuera de tiempo, no dañe antes que aproveche: y así el que estuviere apercibido y aparejado para sufrir o ejecutar, acometer o esperar, conforme a las ocasiones que se le ofrecieren y supiere aprovecharse del tiempo (usando de él con discreción) por maravilla errará cosa de las que emprendiere (de Borja, 1981, p. 72).
Por algo dice el Tiempo de sí:
Yo soy el gran maestro de la vida
y en mí el estanco está de la experiencia
(Oña, (1635) 1941, p. 264, estrofa 15).
En Hispanoamérica colonial -ámbito católico en que nos movemos-, los días, las horas y los momentos son como partículas del tiempo para que con ellas compremos una feliz eternidad (Miranda, 1916, pp. 72-73). La urgencia de hacerlo proviene no solo de que la muerte nos acecha a cada instante sino de que, a medida que vivimos vamos muriendo: como vivimos solo el presente, que es apenas un punto, todos los minutos que han transcurrido desde que nacimos son de muerte y solo la duración presente es de vida; lo muerto se cuenta por años, lo vivo por momentos ( ) tenemos más de muertos que de vivos (de la Cadena, 1767, sin foliar). Acosta Enríquez, escritor queretano de tendencia moralizadora, refuerza el enfoque del dominico con una interpelación al lector:
( ) ¿qué cosa es el reloj sino un perpetuo ministro del tiempo, un contrario tuyo que, cada vez que lo miras, te manifiesta como van pasando los instantes, un manifestador que te acusa los minutos que malogras, un guía que te va conduciendo a los términos de la vida, un contador que te va restando las horas de las del número de tu carrera, un misionero que de día en día te va acercando al de tu muerte? (Acosta Enríquez, 1945, p. 133)
Lo mismo grafica con el pincel una de las seis hojas del políptico de Tepotzotlán21, en cuya zona superior se observa como alegoría de la vida humana un complejo reloj manipulado por las Parcas, abajo del cual, en la parte central e inferior se lee un verso que comienza
Reloj es la vida humana
(hombre mortal) y te avisa
que tu volante va aprisa
y muere al dar la campana.
En suma, siendo la vida del cuerpo un reloj que gota a gota se destila ( ), llama que se apaga, flor que a pocas horas se marchita, la tierra no le es domicilio sino posada, vivir acá no es sino camino (de León Pinedo, 1666, p. 3). Camino que se ha de recorrer de modo tal que nos conduzca a la salvación.
Como guía autorizada, sale al paso otro reloj, el Reloj espiritual para llevar a Dios presente a toda hora compuesto por el arzobispo de Charcas José Antonio de San Alberto (1786, pp. 773-813). Advirtiendo al comienzo que no hay hora en que Dios no dé alguna cosa al alma, se pregunta ¿por qué ha de haber hora en que el alma no dé alguna cosa a su Dios?. A responderlo, dice ( ) se ordena el presente Relojito, a que en todas las horas del día, desde que te levantas a las 6 hasta que te acuestas a las 11, seas de Dios, tengas presente a Dios y ofrezcas alguna cosa a Dios, así se trate de seculares -padres y madres de familia- con las adecuaciones del caso y de personas eclesiásticas o religiosas (de San Alberto, 1786, pp. 778). Quien se proponga seguir con provecho las directivas del Relojito a lo largo de sus 18 horas de vigilia entregará a Dios tanto su entendimiento -para conocer a Dios y conocerse a sí mismo- su voluntad, su libertad, su alma, como a su familia por cuya dicha eterna pedirá. Detestará lo mundano y estará abierto a los trabajos. Los momentos en que en su pensamiento, palabras y obras se olvide de Dios descuida el negocio más importante de su vida. Desde la perspectiva que ahora nos interesa, ha perdido el tiempo.
Ya en los antiguos latinos se habían pronunciado contra la pérdida de tiempo: Tito Livio y Plinio el Viejo, citados en Perú por Dávalos y Figueroa, subrayan -cada uno por su parte-, que no hay pérdida menos recuperable (Dávalos y Figueroa, 1602, f. 107).
Con mayor énfasis y motivo, los cristianos se preocupan por ello, desde el Rey a los vasallos del común. En 1789, Carlos IV declara ( ) que, para que aun el tiempo no se usurpe/ al litigante, tanto día minora/ en que de tiempo inmemorial vacaban/ sus tribunales y oficinas todas: el remedio es, pues, la reducción de los feriados22. Gobernantes indianos, como el Dr. José de Antequera, gobernador del Paraguay, al borde de ser decapitado en Lima, dejó escrito en la pared del calabozo donde estuvo en capilla un soneto donde se lamentaba de no haber aprovechado el tiempo, que ahora lo castiga. Reconoce que como, sin prestar la debida atención,
( ) del tiempo quise confiarme,
teniendo el tiempo varios movimientos,
de mí, que no del tiempo, es bien quejarme
(Quevedo, 1970, p. 64).
Entre los miembros del clero, el jesuita Domingo Muriel, que estuvo en el Río de la Plata, tuvo una santa avaricia de tiempo: el padre Miranda, que lo recuerda, exhorta a no malograr la más mínima partícula de él (Miranda, 1916, p. 73). Manuel del Socorro Rodríguez, culto escritor autodidacto director de la Biblioteca Pública de Santa Fe de Bogotá, vitupera la ociosidad en un soneto A los que se olvidan que son racionales:
Si el tiempo pasas solo por recreo
y mero pasatiempo, Anfriso amado,
después exclamarás: ¡Tiempo pasado,
para siempre perdido ya te veo!
Ya no puedes volver, y mi deseo
en vano aspira a ver recuperado
lo que con tanto gusto he malgastado,
siendo la ociosidad mi único empleo.
En un epigrama supone haber paseado con un amigo y pasado la tarde en una huerta mirando cómo se repartía el agua y, de regreso, muy cansado, exclama ¡ay, tiempo perdido!, no sin escribir como moraleja:
Pues siento así ha de ser, Rufino amado,
déjame aquí en mis libros divertido,
y ponme allá en el tuyo por paseado
(Rodríguez, 1957, pp. 226-230).
Entre los particulares -en este caso, comerciantes- desde luego se valora el aprovechamiento del tiempo: uno está presto a cumplir lo que ha ofrecido, siendo lo más breve lo mejor, pues no ignora vmd. que lo más precioso es el tiempo, y este, una vez perdido, nunca se restaura23; otro, siempre corresponsal infalible, se excusa de no haber respondido en fecha porque estos días se han conjurado todos a robarme el tiempo24. En el plano de las gentes del común, de rentas moderadas, Cristóbal de Aguilar presenta en un sainete -que evidentemente se nutre de la realidad- la conversación entre una señora que contribuye a la economía familiar con su trabajo y otra que no lo hace por parecerle impropio de su estado y los nuevos usos sociales, opinión que la señora laboriosa rechaza tajantemente, pues considera a los ociosos ( ) unos días sin provecho/ que un día serán juzgados, ya que, como agrega don Elías, su prudente marido,
( ) no ha mudado
el cristianismo sus dogmas,
ni el Evangelio sagrado
dejará de estar en contra
de aquello que ha reprobado25.
En 1635, un severo verso de Pedro de Oña resumía, en su brevedad, el valor supremo del tiempo y el ineludible mandato de no dilapidarlo:
¡Oh, tiempo!, quien te gasta mal no es hombre.
(Oña, (1635) 1941, p. 365, estr. 16).