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Medicina (Buenos Aires)

Print version ISSN 0025-7680On-line version ISSN 1669-9106

Medicina (B. Aires) vol.63 no.3 Buenos Aires May/June 2003

 

Health and Disease in Human History.

Robert I. Rotberg (ed).

Cambridge MA: The MIT Press 2000, 345 pp

   El título del libro puede inducir a error. No es un tratado que narra, ni en detalle ni de manera sucinta, la historia universal de la salud y la enfermedad en la humanidad. El libro reproduce 13 artículos sobre algunos aspectos de la historia de la medicina de los siglos XVI al XX publicados por el Journal of Interdisciplinary History de 1975 a 1996. De los 16 autores, en ninguno constan antecedentes de medicina, salud pública o epidemiología: 10 son profesores de historia, 4 profesores o investigadores en Departamentos de Geografía o Demografía, 1 es profesor de antropología y 1 es profesor de estudios japoneses. Sin embargo, sus manuscritos fueron revisados por expertos en medicina o epidemiología; he detectado sólo una afirmación que podría indicar desconocimiento de patología médica. 
   La labor del editor, Robert Rotberg, consistió en seleccionar los artículos y escribir la introducción, subtitulada «La Lucha por la Supervivencia», en la cual sintetiza, con escasos comentarios, el contenido de cada uno. Sus estilos y estructuras son muy dispares. Tratándose de la reproducción de artículos ya publicados, el editor no tuvo la libertad de uniformar el lenguaje y armonizar los formatos, y tratándose de temas muy dispares, no existe un criterio lógico en la secuencia en la cual los artículos fueron ordenados. 
   Los cuatro primeros artículos se refieren a estadísticas de mortalidad en Gran Bretaña. Andrew Appleton analiza las estadísticas de mortalidad por peste, tifus, viruela, fiebre (influenza?) y consunción (tuberculosis) de Londres de 1550 a 1770 y correlaciona la curva de cada una de ellas con las estadísticas de las variaciones del precio del pan. El precio alto del pan es tomado como indicador del mal estado nutritivo de la población, y viceversa. Como no se comprueba una correlación entre las variables comparadas, el autor concluye que la desnutrición no influyó sobre la ocurrencia de epidemias por esas enfermedades. Como existen muchos factores de error en la identificación de la causa de muerte en ese período, hubiera sido más ilustrativa la comparación con la curva por todas las causas de muerte. El registro del hecho de la muerte es mucho más confiable que el registro de la causa de muerte. 
   Anne Hardy analiza la mortalidad en Londres desde 1750 a 1909. Contrariamente al artículo anterior, esta autora concluye que no es posible hacer análisis de correlación entre causas de muerte y factores de riesgo, porque los diagnósticos son completamente aleatorios y hubo variaciones importantes en los diagnósticos con el progreso de la clínica durante ese período. La única asociación que encuentra aceptable es la correlación de la disminución de muertes por tuberculosis con el aumento real de los salarios. 
   Robert Woods y Andrew Hinde construyen tablas de expectativa de vida en base a estadísticas de nacimientos y mortalidad de Inglaterra y Gales de 1838 a 1910. Sus cálculos muestran que la expectativa de vida al nacer aumentó de 40 años en 1851 a 47 años en 1901. Este progreso de 7 años se debió a la reducción de la mortalidad en niños mayores de un año y jóvenes adultos. Luego la expectativa de vida al nacer asciende a 52 años en 1911 debido a una gran disminución de la mortalidad en menores de un año y adultos mayores. En su análisis, los autores no pueden explicar estos progresos por la mejor nutrición o la mejor atención médica, sino sobre todo por las mejoras en el suministro de agua potable y eliminación de excretas, especialmente en las grandes  ciudades. Esta conclusión me recuerda un dicho que solía repetirse en nuestras antiguas cátedras de Higiene y Medicina Preventiva, que la salud pública del siglo XIX le debía más a los ingenieros que a los médicos (y a expertos en agricultura y ganadería, podría agregarse). 
   En el cuarto estudio, James Riley, utilizando la talla como indicador del estado nutricional y de salud de la población, compara una muestra de varones adultos de la Gran Bretaña de 1866 con otra de 1980. Sus principales hallazgos fueron que los varones ingleses de 1980 son más altos que los de 1866, que entre los de 1980 los jóvenes son más altos que los adultos y los de zonas rurales más altos que los de ciudades. En su análisis, Riley no puede confirmar las conclusiones de otros autores que correlacionan una mayor altura con mayor longevidad,  y que las dietas que promueven mejor crecimiento reducen la mortalidad. Para Riley, la combinación de altura con peso que permite medir la masa corporal es el mejor indicador de calidad de vida, estado nutricional y riesgo de mortalidad. 
   La metodología de los cuatro artículos mencionados se basa en gran medida en asociaciones estadísticas. Existe un alerta en epidemiología que advierte que sólo una minoría de las asociaciones estadísticas son causales. El método más seguro para verificar si una asociación estadística es causal es el de la experimentación directa. Sin embargo no es posible recrear experimentalmente las condiciones de salud y enfermedad de la población en los siglos pasados. Algunas comprobaciones de los estudios mencionados, sobre todo la falta de asociación entre estado nutritivo y mortalidad no son congruentes con los conocimientos epidemiológicos y experiencia clínica actuales. Aunque los autores han realizado un minucioso esfuerzo en la recopilación de datos de mortalidad, existen deficiencias importantes en los registros de muerte de los siglos pasados que no se pueden obviar mediante ajustes estadísticos. Además, no se puede estar seguro del valor de las variables con las cuales se han establecido asociación o falta de asociación estadística. Los estudios epidemiológicos históricos que, por definición, son retrospectivos, tienen muchas desventajas y generalmente sólo pueden proporcionar hipótesis que raramente se pueden verificar. 
   Entre los artículos siguientes hay otros ejemplos de asociaciones de variables que no tienen la fuerza su-ficiente para considerarlas causales. El artículo de Massimo Livi-Bacci asocia la baja fertilidad relativa del valle del Po en Italia en el siglo XIX a la pelagra (debido a una dieta rica en maíz), y a la inversa, el aumento relativo de la fertilidad en la primera década del siglo XX lo relaciona con la desaparición de la pelagra. Susan B. Hanley relaciona el crecimiento de la población urbana de Japón en los siglos XVI al XIX con los avances en el suministro domiciliario de agua corriente y los métodos de transporte de las excretas humanas a las zonas rurales para su utilización como fertilizantes. La autora concluye que por estas razones las poblaciones urbanas de Japón fueron en esos siglos más higiénicas y más saludables que las de Europa Occidental. Kenneth y Virginia Kiple relacionan la menor estatura de los esclavos africanos del Caribe, en comparación con la de los esclavos de los EEUU, a la dieta deficiente en vitamina A (úlceras corneales, ceguera nocturna) y vitamina B1o tiamina (beri-beri). 
   Los artículos que me cautivaron y, más aún, me emocionaron, son aquellos en que el componente histórico es mucho más preponderante que el análisis epide-miológico; la metodología de estos artículos es esencialmente de ciencia histórica con muy simple información estadística. Robert McCaa revisa cuidadosamente los documentos españoles y aztecas del siglo XVI y argumenta en forma convincente y con talento de escritor que la epidemia de viruela entre la población abori-        gen de todas las edades, fue el aliado fundamental con que contó Hernán Cortés para conquistar el imperio  azteca. 
   David Northrup determina la mortalidad que los esclavos africanos sufrían durante el traslado marítimo desde su continente a las Américas (especialmente a Brasil y EE.UU.). El Escuadrón de Africa Occidental de la Armada Británica llevó un registro, de 1821 a 1838, de los esclavos de los barcos procedentes de Nigeria y Camerún que interceptaba y obligaba a llevar y desembarcar su cargamento humano en la colonia inglesa de Sierra Leona, donde eran liberados. Los registros documentan el censo de esclavos en el momento de intercepción y en el momento del desembarco. El tiempo promedio entre los dos censos fue de alrededor de 4 semanas. Las condiciones de transporte eran tan inhumanas que la pérdida de vidas en ese corto período alcanzaba un dramático 18% en promedio. Muchos más morían al poco tiempo después de desembarcar. 
   Los restantes artículos son de menor interés histórico y epidemiológico. Dauri Alden y Joseph Miller asocian las epidemias de viruela entre los aborígenes de Brasil a la llegada de grupos de esclavos en períodos de sequía y hambre en Africa. Daniel B. Smith describe y analiza la mortalidad en zonas rurales de Maryland y Virginia durante la época colonial inglesa. Myron Gutman y Kenneth Fless estudian la mortalidad infantil en Texas en las primeras décadas del siglo XX. Finalmente, Irene Hecht, a partir de un caso de porfiria en Oregón, identifica un pequeño grupo cerrado de población de origen holandés con características genéticas diferentes de las de la población general. 
   Mi mayor crítica del libro es la gran disparidad de los temas seleccionados y la amplia variación en la confia-bilidad de las conclusiones. Ciertamente es un libro útil para especialistas en investigaciones epidemiológicas, profesores universitarios de historia y expertos académicos en salud pública. El libro está bien impreso, con tablas, gráficos y mapas de buena calidad. Las numerosas referencias están todas al pie de página, muchas de ellas con notas aclaratorias que ilustran la erudición de los autores. A quien está habituado a la lectura de revistas médicas le llama la atención que son más numerosas las citas de libros que las de artículos de publicaciones periódicas.

AP

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