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Medicina (Buenos Aires)

versión impresa ISSN 0025-7680versión On-line ISSN 1669-9106

Medicina (B. Aires) v.64 n.5 Buenos Aires sep./oct. 2004

 

Medicina, Investigación y Educación

     El progreso de la investigación científica relacionada con la medicina y, por lo tanto, el de la práctica de nuestra profesión, está íntimamente vinculado con el estado de la educación en todos sus niveles. Así, por ejemplo, enfrentamos un grave problema en la formación científica básica de nuestros jóvenes, que se refleja luego en su formación profesional, lo que no debería sorprendernos porque no estimulamos la enseñanza de la ciencia en la escuela. Si bien en nuestros discursos hablamos de la sociedad del saber y del conocimiento, no siempre estamos dispuestos a realizar los sacrificios necesarios como para incorporarnos a esa sociedad, sacrificios que son de naturaleza individual y social.
     Ese relativo desinterés por la formación científica se refleja en el descenso en la matrícula universitaria en las disciplinas de ese campo, lo que preocupa en todo el mundo, inclusive en los países desarrollados. Por eso, en todos ellos se generan foros destinados a encontrar el modo de reforzar la formación científica de los jóvenes. Ni siquiera los Estados Unidos de América escapan a esta crisis que resuelven importando científicos de todo el mundo.
     Es conocido el hecho de que en las evaluaciones  de la calidad educativa realizadas en la Argentina desde hace algunos años, centradas en la lengua y la matemática, se han obtenido resultados decepcionantes. Nuestros jóvenes, por ejemplo, al concluir el ciclo medio, ponen de manifiesto graves dificultades para comprender lo que leen, así como también serios problemas para realizar simples procesos de abstracción vinculados con el aprendizaje de la matemática. Un hecho que no es tan conocido es que entre nosotros también se han realizado evaluaciones destinadas a determinar el conocimiento científico de esos jóvenes. Los resultados de esos estudios han sido tan pobres que, en su momento, las autoridades optaron por no darlos a conocer.
     A estas observaciones no escapa la educación médica porque también en nuestras instituciones prestamos escasa atención a la formación científica básica. En relación con los conocimientos científicos de la década de 1960, nuestra formación científica como estudiantes de medicina era mucho más avanzada que la que hoy reciben nuestros estudiantes, en relación con los conocimientos científicos actuales. Ese hecho tiene graves consecuencias y,  por esa razón debemos encarar un gran esfuerzo para superar esa deficiencia que hoy detectamos claramente.
     ¿A qué se debe ese deterioro? Las causas son múltiples y complejas. Una cuestión esencial, que aparece en todos los niveles del sistema educativo, es la de la relevancia. Crecientemente se presenta a la educación como ligada a la utilidad del conocimiento. Muchos padres e hijos se preguntan, ante cualquier tipo de conocimiento:"¿Esto, para qué sirve?" Parece una pregunta inocente, aunque esconde una concepción del mundo y de la vida. Lo que en realidad se está preguntando es si eso que se enseña será útil para hacer dinero de forma inmediata, si será fácilmente comercializable. Es esa posición ideológica la que está llevando a la pérdida del fundamento más profundo de la educación, que es el de la formación de personas lo más completas que resulte posible.
     Privilegiando la supuesta"utilidad" de la educación, abandonamos la concepción que sostiene que cualquier actividad vital supone en cada uno de nosotros el desarrollo de habilidades y de cualidades para la relación interpersonal que sólo pueden aparecer si nos proponemos formar esas personas completas y complejas. Por eso, esta subordinación de la educación a lo útil, esta búsqueda de la relevancia inmediata, supone internarse en un camino que esconde serios peligros para el intento de formar personas complejas. Cualquier análisis, incluso en el campo médico, demuestra la trascendencia que tiene el conocimiento, aun el que parece menos relacionado con la cuestión concreta que se analiza. Eso resulta esencial para lograr una mejor interpretación de la enfermedad y del modo de enfrentarla. Quien desconoce los mecanismos íntimos de la enfermedad podrá ser un buen práctico pero no necesariamente un médico capaz de comprender las sutilezas del terreno resbaladizo e incierto en el que se mueve y la naturaleza compleja y poderosa de las herramientas diagnósticas y terapéuticas que maneja. Por eso, nuestros estudiantes tienen derecho a acceder a esa complejidad, a conocer esas herramientas, a apropiarse de esos conocimientos, porque en ellos se cifra el avance y progreso, tanto personal como de la disciplina que cultivan.
     Este relativo desprecio por el conocimiento científico básico con el que encaramos la formación de nuestros profesionales constituirá una  hipoteca para ellos cuando deban desempeñarse en el futuro. Para actuar, lo que necesitan nuestros estudiantes es más y no menos ciencia. Estamos transitando el camino contrario, que resultará peligroso, pues los lanzamos al mundo de lo real carentes de las herramientas básicas que les permitan comprender el mundo profesional cada día más complejo y cambiante.
     Es por estas consideraciones que se debería analizar con más cuidado esta presión social por justificar la relevancia, antes de aceptarla tan fácilmente como lo hacemos en la actualidad. Otro de los determinantes de la actual situación educativa, es una tendencia que define a la sociedad actual y que es la de rehuir todo esfuerzo. Uno de los objetivos de la educación contemporánea parecería ser el de evitar a nuestros estudiantes -a nuestros hijos- el esfuerzo que implica el apropiarse de los conocimientos, de las herramientas intelectuales. Nos escudamos en frases hechas, que han sido sancionadas por la pedagogía actual -el aprendizaje de conceptos, el aprender a aprender- que tranquilizan nuestra conciencia. No advertimos, sin embargo, que siempre la educación persiguió esos objetivos pero se nos escapa que no hay conceptos aislados, sino que éstos se explican recurriendo a hechos concretos. Pretendemos, en fin, que la gente opere con conceptos en un vacío de conocimientos, otro de los senderos erróneos que recorremos.
     En cada circunstancia en que un médico se enfrenta con los dilemas que le plantea el paciente pone en juego el conjunto de los conocimientos que posee y la construcción de ese capital de saber requiere un esfuerzo permanente. Cada vez que se formula un juicio se recurre a todo lo que esta persona sabe, a toda la experiencia que ha acumulado. Si no se sabe, se ignora el repertorio de posibilidades disponibles para resolver el problema concreto del enfermo. Y el saber está basado en ese capital de conocimientos. Aunque estos conocimientos estén en las bases de datos (y antes en los libros), deben también estarlo en el interior de las personas enfrentadas a emitir un juicio, a adoptar una conducta.
     Estamos ante la crisis de una función que desde siempre cumplió el docente y que es la de transmitir. En todo el sistema educativo esa función está cuestionada. Los resultados de ese retiro de las generaciones anteriores de su función de transmitir capital cultural a quienes nos siguen, surgen en todos los diagnósticos del sistema educativo. Hoy experimentamos temor, vacilación, hasta vergüenza, en dar testimonio frente a las nuevas generaciones del conocimiento acumulado en la historia cultural del hombre. Cada vez cumplimos menos la misión de dar ese testimonio y ese fracaso es el que explica muchas situaciones que observamos en la educación contemporánea.
     La concepción actual que privilegia la construcción del conocimiento por parte de cada uno también debería ser analizada. Si bien se trata de un movimiento pedagógico que representa un avance, no necesariamente debe descalificar todo lo anterior. Atravesamos un período en el que, aparentemente, se piensa que todo lo que sucedió antes resultó pernicioso. Esto no es así. Nuestras experiencias educativas, tal vez no siempre felices, lograron formar personas dotadas de capacidad crítica y de las herramientas que les permitieron superar no pocas dificultades. Esta suerte de culpa que sentimos frente al pasado está haciendo pagar un precio muy alto a las nuevas generaciones.
     Uno de los signos distintivos de la sociedad actual es la fascinación por la velocidad, el prestigio de lo nuevo, la obsesión por el cambio permanente. A esta tendencia no escapa la educación y esa es la razón por la que las estructuras educativas, se ven sometidas a constantes mutaciones. Docentes y estudiantes somos los cobayos de esta actitud reformadora que nos provoca un estado de excitación permanente. Si se escuchan los discursos de los reformadores de la educación, es preciso concluir que todo lo que se hizo antes tuvo resultados desastrosos. Gracias a la pedagogía tradicional parecerían haberse formado personas estúpidas, memorizadoras de informaciones inútiles, simples repetidores obsesionados por las evaluaciones, desmotivados por continuar aprendiendo durante el resto de sus vidas, dotados de un pensamiento infantil, incapacitados para trabajar junto a otros. En suma, seres pobres y despreciables, desprovistos de juicio crítico y carentes de personalidad. Como el resultado de esos métodos perversos somos nosotros mismos, es preciso advertir que es a nosotros a quienes describimos cuando criticamos lo que hoy denominamos, con inocultable desprecio, los"métodos tradicionales de aprendizaje". Los caracterizamos recurriendo al peor de los calificativos que se puede asignar a algo en la sociedad actual y que es el considerarlo "tradicional".
     Deberíamos ser más críticos ante esa actitud. Tiempo atrás visité en Israel un departamento del Instituto Weizmann dedicado a desarrollar la enseñanza de la matemática. Entrevisté allí a una profesora que diseñaba modernos sistemas de computación para la enseñanza. Le pregunté acerca del rendimiento de los chicos de Israel en matemática. Como el país se compara con el resto del mundo, la profesora me pudo responder afirmando que se encontraban en el promedio internacional. Eso, prosiguió, preocupa sobremanera a los políticos en un país basado en la ciencia y en la técnica, razón por la que hace a la seguridad nacional el que sus nuevas generaciones demuestren un excelente rendimiento en matemática. (Incidentalmente, no parecería que la dirigencia argentina se encuentre muy preocupada  por el rendimiento de nuestros jóvenes en matemática. A lo sumo admitirán que esos niños y jóvenes no han nacido para la matemática). Pregunté luego cuál era el país que lideraba el rendimiento en matemática. Conocía la respuesta que recibí, pero no lo que siguió. Tras afirmar que ese país era Singapur, me dijo que era consultora de su gobierno y que conocía la situación ya que realizaba varias visitas anuales. Interesado, le pregunté cómo se conseguía un logro tan importante. La profesora vaciló antes de responder que era decepcionante."¿Por qué?". Presionada por mi interés dijo:"Enseñan como antes".
     Es posible que debamos volver a la modesta tarea de enseñar. Esto no es propósito sencillo en nuestra cultura que se horroriza ante el esfuerzo, que concibe a los estudiantes como indefensas víctimas explotadas por un sistema despiadado, que ha decidido que el conocimiento  concreto ya no importa porque los datos están en las redes de información. En nuestra época ese conocimiento estaba en los libros y nadie osaba proponer que, por esa razón, no se debía aprenderlo.
     Acompañando a esta visión, ha aparecido una pedagogía acorde con esas aspiraciones. Es la que nos promete estudiantes activos, motivados por aprender durante toda la vida, dotados de pensamiento adulto, capacitados para tratar con los demás, muy diferentes, en fin, de eso despreciable que somos nosotros. Esta pedagogía justificada en la relevancia, centrada en lo útil (¡como si resultara posible anticipar qué conocimiento y cuándo será útil!), promotora de estudiantes entretenidos y activos, distante de quienes se aburren ante la propuesta de estudiar algo con alguna seriedad. Cultora de la discusión, aunque la sustancia del debate no refleje más que la ignorancia de los aspectos más elementales de lo discutido.
     En esta burda caricatura que antecede, reconocerán ustedes muchos elementos que subyacen en no pocos intentos de la renovación de la enseñanza. Lo que es más grave, es que en muchos casos ni siquiera se contempla la necesidad de los recursos materiales y de las personas que permitan encarar estos cambios con un mínimo de seriedad. Pretendemos desconocer una realidad que nos señala, implacable, que no contamos ni con los alumnos ni con los docentes capacitados para desarrollar programas cuyos beneficios quedan aún por demostrar. Como todos conservamos el recuerdo del esfuerzo que nos demandó el educarnos y además, como dije antes, vivimos en esta sociedad que mira con espanto toda apelación a ese esfuerzo, pensamos que lo podremos lograr de una manera más sencilla, más veloz, relevante y divertida. No pocas veces, olvidamos que los estudiantes tienen derecho a comprender la complejidad, a enfrentarse con la dificultad, a ejercitarse en la abstracción. Por eso resultaría muy saludable que sometiéramos a la crítica las teorías que sustentan los experimentos que planeamos llevar a cabo con nuestros indefensos alumnos.
     Como maestros, nos estamos negando a cumplir con nuestra función que es la de enseñar, función que, como ya dijimos, hoy parece haberse convertido en vergonzante. En una reciente encuesta realizada en la Argentina entre docentes del ciclo primario y medio, el 73% se consideró facilitador del aprendizaje mientras que sólo el 13% se concebía como transmisor de cultura y de conocimiento. El 71% consideraba su función más importante la de desarrollar la creatividad y el espíritu crítico, mientras que sólo el 28% estimaba que de ellos se espera que transmitan conocimientos actualizados e importantes. El 13% de los maestros encuestados consideraba que la transmisión de conocimientos actualizados era su función menos relevante. Vale decir, se supone que los alumnos, sin motivación ni guía alguna, irán por sí solos al encuentro de ese conocimiento. De ser esto correcto, estaríamos ante el milagro de la creatividad pura, en un vacío de saber. ¿Serán tan creativos los adolescentes que en número creciente egresan de nuestras escuelas sin poder pronunciar frases dotadas de sentido, sin comprender lo que leen, sin la capacidad de realizar simples abstracciones, resultados del hecho de que a nadie le interesó enseñarles algo?
     Propongo combatir este error actual y asumir nuestra responsabilidad de enseñar. Esta propuesta horroriza a la sociedad contemporánea porque implica una asimetría en la relación docente-alumno que hoy resulta políticamente incorrecto siquiera sugerir. ¡Hasta se ha llegado a debatir si quienes dirigen los grupos de discusión deben o no conocer los contenidos del curso! No es extraño, pues, que ante estas posiciones, estén surgiendo en el mundo movimientos que se propongan volver a enseñar. Cada vez hay más personas convencidas de que"aprender a aprender", como se preconiza hoy, se aprende aprendiendo algo.
     Así como no es posible utilizar el conocimiento si no se hace el esfuerzo de adquirirlo, resulta muy difícil tener una actitud crítica con relación a saberes que no se poseen. Quisiera proponer la tesis de que nos resistimos a admitir que el enseñar es, ante todo, ejemplo. Ejemplo del maestro atraído por el conocimiento, esforzado ejemplo a imitar con esfuerzo. Estoy convencido de que el principal determinante de cualquier buena institución escolar, también de una universidad, sigue siendo como lo fue siempre, el contar con buenos profesores. Eso trasciende el curriculum, la organización, el método, las computadoras, los proyectores, porque el aprender y el enseñar siguen siendo el misterioso resultado de una relación entre personas. Así como la vinculación entre el médico y su paciente es de naturaleza personal, también lo es el vínculo que se establece entre quien enseña y quien aprende.
     Por eso es tan importante seguir cultivando el desarrollo de los buenos profesores, intentando que sean capaces de realizar el esfuerzo necesario para dar ese ejemplo y de estimular a los jóvenes a imitar, con esfuerzo, ese ejemplo.
     Quisiera señalar el peligro que encierran muchas de estas estrategias de modernización de la enseñanza de conducirnos al descenso de la calidad educativa, superficializando lo que enseñamos y acentuando su banalidad. Aún más grave, la razón por la que tanto insisto en la relevancia de la figura del maestro, es que la moderna tecnocracia educativa está desprestigiando esa figura sin advertir que es el docente quien representa el valor social del conocimiento. Es ese docente quien, al frente de un aula, simboliza la importancia que una sociedad otorga al conocimiento. Esa tarea está desvalorizada en la sociedad actual. Al desjerarquizar a los que enseñan, mostramos a las nuevas generaciones que lo que ellos hacen no nos interesa.
     Ante una práctica de la medicina guiada por consideraciones económicas hoy, más que nunca, importa educar además de entrenar. El futuro médico debe conservar el núcleo de convicciones que ha distinguido a nuestra profesión, hoy tan amenazada. Convicciones que nos han llegado intactas desde Hipócrates, como se advierte en el juramento que prestamos al iniciar nuestra actividad y al que, cada tanto, deberíamos regresar. Es uno de los más profundos y bellos documentos que ha producido la ética humana. Los principios que enuncia siguen inmutables porque hoy los médicos hacemos lo mismo que entonces, aunque utilicemos técnicas muy distintas. No debemos perder de vista esa esencia de nuestra misión, humana por excelencia, trasmitida por humanos que saben y que saben hacer, una misión intraducible a los criterios de eficiencia de las empresas.
     Es por eso que resulta tan trascendente la amplitud de la formación que cada uno de nosotros logre trabajando sobre su propia persona porque en nuestros actos, como médicos y como personas, se manifiesta todo aquello que sabemos, lo que hemos aprendido, en otras palabras, todo lo que somos. Sobre todo, reflejamos las conductas que hemos visto. La sociedad debe preservar a sus maestros, que constituyen esos ejemplos de conducta. Igual importancia tiene el aprender, el hacerlo vorazmente, el aprenderlo todo, sin la mezquina consideración de la utilidad. Es nuestra tarea como maestros: la de dar el ejemplo de esa pasión por el conocer. La responsabilidad de los alumnos es la de estar dispuestos a dejarse entusiasmar por esa pasión, la de demostrar la voluntad de realizar el esfuerzo necesario para concretarla.
     La investigación científica es uno de los emprendimientos en los que se pone de manifiesto con mayor claridad, la capacidad insólita que tiene el ser humano de explorar nuevos territorios, de crear nuevas realidades, de fijarse metas y de superar todas las dificultades que le plantea el mundo natural y el mundo de los otros. Al reflexionar sobre la investigación científica, es preciso volver a las fuentes, a los grandes maestros de la Argentina. Recordemos al profesor Bernardo Houssay, que entre tantas cosas nos dejó como lección la importancia del esfuerzo, el valor de conocer, la jerarquización del trabajo cotidiano.
     En esa tarea encontraremos nuestra razón de ser como personas y como sociedad. Si algo distingue a la Argentina es precisamente su capacidad, que parece inextinguible, de renacer permanentemente y que está vinculada esencialmente a la calidad de su gente, a la habilidad que ella tiene de crear cultura. Pero para eso debemos invertir esfuerzo, dinero y, sobre todo, interés en que nuestros jóvenes cada vez se eduquen más y mejor.
     No enfrentamos una tarea sencilla pero creo que, como a fines del siglo XIX, deberemos iniciar una nueva epopeya por la educación de nuestra gente. Si no logramos vencer la brecha cultural que se está creando entre nosotros, si no logramos volver a instalar la idea de que resulta imprescindible proporcionar una educación básica de calidad para todos, la Argentina enfrentará graves dificultades en el futuro. Aunque nos sintamos globalizados, no podremos vivir en una sociedad en la que se excluye gran parte de nuestra población. Por más que recurramos a guardias, perros y alarmas, no podremos vivir si no hacemos un esfuerzo para que todos los habitantes del país compartan, al menos, la capacidad de hablar, de comprender, de entenderse unos con otros. No es casual que muchos estudiosos de la violencia en el ámbito escolar intenten superarla mediante el cultivo de la palabra, regresando a la lectura, al diálogo, porque estamos viviendo en una sociedad en la que hasta carecemos de palabras para hablarnos entre nosotros. Estamos perdiendo algunos de los atributos humanos más importantes, aquellos que nos distinguen del resto de los animales.
     La esperanza reside en la convicción del esfuerzo que debemos realizar para seguir brindando a nuestros jóvenes aquello que nosotros tuvimos la singular suerte de recibir.
     La medicina es, finalmente, preocuparse por el otro que sufre, con herramientas cada día más sofisticadas, más científicas, más complejas pero que, en el fondo sirven a ese sentimiento básico, primario, de compasión por el otro que sufre. Es esta otra de las características esenciales que nos hacen humanos.

Guillermo Jaim Etcheverry

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