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Medicina (Buenos Aires)

versión impresa ISSN 0025-7680versión On-line ISSN 1669-9106

Medicina (B. Aires) v.65 n.5 Buenos Aires sep./oct. 2005

 

Sir William Osler en McGill

RODOLFO Q. PASQUALINI (1909-2004)

Fragmentos de una conferencia pronunciada el 26 de septiembre de 1945 en el Instituto Cultural Argentino-Canadiense.

La historia de McGill se remonta a más de un siglo, cuando James McGill, un escocés comerciante en pieles, que en la Universidad de Glasgow no había logrado obtener un título, legó en 1813 su fortuna para erigir una universidad que llevara su nombre. Compleja y ardua fue la historia de los primeros años, pero en medio siglo de evolución llegó a conquistar un bastante buen nombre.
En 1870 no era todavía una universidad comparable a las mejores de Europa. Calcada sobre el molde de los primeros tiempos de Edimburgo, tenía, sin embargo, la ventaja de que los partidos estudiantiles y las clásicas luchas organizadas para la elección de rector, sólo se hacían sentir esporádicamente. Viejos métodos, aun para la época, prevalecían en la enseñanza. El profesor de anatomía, por ejemplo, se limitaba a sus conferencias, siempre fuera de la sala de disección, aunque cadáveres no faltaban pues eran provistos por ciertos estudiantes como pago de la matrícula. Los obtenían, naturalmente, de algunos cementerios, y no por los métodos que habían hecho famoso a William Hare, en el tiempo, todavía reciente, del anatomista Robert Knox. En materia médica, se recetaban las innumerables drogas de la época con sus infinitas combinaciones. Patología, histología y fisiología estaban agrupadas en lo que se llamaba Institutos de Medicina y se enseñaban conjuntamente. El uso del microscopio era raro y la enseñanza de la experimentación fisiológica era todavía una novedad no adoptada.
Una intensa actividad profesional privada absorbía la mayor parte del tiempo de los profesores de medicina, cirugía y obstetricia. No había todavía especialidades diferenciadas. No había llegado aún la antisepsia, y los cirujanos operaban con un traje de calle y cuello duro.
Para la época y para América, McGill era, sin embargo, una escuela médica adelantada y sólo la superaba, posiblemente, la de Filadelfia. Fue en esta época del año 1870 cuando "un potente fermento" comenzó a obrar en la evolución de la Facultad de Medicina de McGill. Ese potente fermento se llamó Sir William Osler.
Comparado con Toronto, Montreal ofrecía más ventajas para el trabajo en el hospital, base del aprendizaje de la medicina. En el Hospital General de Toronto existían conflictos perturbadores acerca de los métodos de enseñanza y muchos estudiantes habían emigrado. El Montreal General, vinculado con McGilll, ofrecía, en cambio, un singular grado de libertad para trabajar en las salas. Este hospital, si para su tiempo no se podía considerar enteramente malo, estaba muy lejos de ser lo que es hoy. Era un edificio con 150 camas, mal iluminado y peor ventilado, lleno de ratas y microbios. Tenía, sin embargo, dos apreciables ventajas para el estudiante: muchas enfermedades agudas y un grupo de buenos médicos. Neumonía, septicemia, tuberculosis y disentería abundaban. No había separación de servicios y una sola persona asistía simultáneamente a "enfermos, médicos y quirúrgicos, confundidos en una sola sala. Los medicamentos de los médicos que eran realmente cirujanos –según Osler recordaba mucho después– eran mejores que la cirugía de los que eran solamente médicos, lo cual es lo mejor que se puede decir de una situación muy mala". Siguiendo viejos métodos escoceses, los estudiantes tenían que hacer de todo, y tanto de día como en las guardias nocturnas eran a la vez escribientes y enfermeros.
Así como Jonson y Bovell, en Weston y en Toronto, habían dejado profundas huellas en el espíritu de Osler, Palmer Howard fue el profesor de McGill que cerró el triunvirato de los maestros iniciales, a quienes, a lo largo de toda su vida no dejaría de recordar con agradecimiento. La influencia de Howard fue permanente y, años más tarde, lo destacó como al profesor ideal que, a pesar de una intensa actividad profesional se mantiene siempre en una ardorosa búsqueda de la verdad en sus fuentes originarias, sin apartarse de una meta claramente propuesta y con devoción inquebrantable: la enseñanza de la medicina.
La vida estudiantil en el McGill de aquella época, tenía el denominador común que tiene en todas las épocas y lugares. En una pensión de la calle St. Urbain, vivían los seis estudiantes, y entre ellos Osler, que eran apodados los niños barbudos. Los domingos iba regularmente a la capilla de San Juan Evangelista y luego almorzaba en casa de Howard, donde, de sobremesa se hablaba de las modernas ideas de Villemin sobre la transmisibilidad de la tuberculosis y otros temas que recién llegaban de la vieja Europa. Sus aficiones por los entozoarios, lo llevaban frecuentemente a consultar al "Principal" Dawson y no era de los más remisos para tomar parte en las fiestas de estudiantes, especialmente en las del 6 de octubre, día del fundador de la Universidad, que todavía se celebra.
Desde su época de estudiante, Osler llevó una vida metódica y sistematizada. A las 10 de la noche se acostaba, y entre el ruido que producían al caer sus zapatos hasta que apagaba la luz, mediaba una hora que dedicaba a la lectura. Este hábito, tan regular que hubiera podido servir para conocer la hora exacta, lo conservó muchos años, y fue la base para la adquisición de un conocimiento de la literatura universal, que, a primera vista, parece imposible que haya podido obtener en el curso de una vida de tantas actividades médicas como llevó siempre. Durante esa hora nunca leyó cuestiones médicas y esta costumbre la tradujo en uno de los innumerables consejos que debía legar a los jóvenes. La Convocación de 1872 se realizó en el nuevo campus de McGill, donde la facultad de Medicina se había trasladado ese mismo año desde su antiguo edificio de la calle Coté. En esa ceremonia, William Osler, "el más provisor de sus discípulos", que debía ser el más famoso de sus hijos, recibió su título de doctor en medicina.
Antes de esa oportunidad, sin embargo, ya había descubierto lo que debía ser, quizás, clave de una buena parte de su éxito. Estando en el hospital, preocupado por el futuro inmediato de los exámenes inminentes, y por el futuro alejado de sus actividades para después de graduado, cayó bajo su vista la conocida frase de Carlyle: "Nuestra principal tarea, no es ver lo que está confusamente a la distancia, sino hacer lo que se halla al alcance de la mano". Desde entonces, hizo el trabajo que tenía por delante, cada día, "tan fiel, honesta y enérgicamente como estaba en sus fuerzas".
Por aquellos tiempos, en Montreal, lo mismo que en otros puertos, la viruela estaba a la orden del día. A pesar de que hacía más de 70 años que Edward Jenner había hecho conocer la vacuna, todavía se suscitaban tumultos contra la vacunación. Una de las consecuencias fue que en el Montreal General había más de 100 enfermos en las salas de variolosos. La situación no era nada favorable, pues ya entonces, como ahora, se conocían las inconveniencias de tener a estos enfermos en un hospital general, y se suscitaban repetidas disputas entre la comisión directora del hospital, el municipio de la ciudad y los diarios. Ajeno a las disputas, con ese espíritu de empresa individual que tanto significa para progresar en el campo de la medicina, el joven doctor Osler amplió sus actividades de patólogo con las de encargado de las solitarias y aisladas salas de viruela. Lo guiaron en parte, quizá, las observaciones recogidas en Londres al lado del famoso Tilbury Fox, pero, más probablemente, su vocación clínica y el impulso de todo médico bien dotado que lo lleva a buscar bajo su cuidado directo, un grupo de enfermos a quienes impartir sus indicaciones y sus iniciativas.
Con una labor extraordinaria, puso de relieve sus condiciones de médico de hospital, realizando más de 100 autopsias por año, estudiando pieza por pieza con todo detalle, ordenando colecciones para el museo de patología de McGill, impartiendo clases en forma constante. Con todo ello pudo adquirir la sólida base de conocimientos de patología que a falta de un desarrollo suficiente de la fisiología, era la base exclusiva para la formación de un médico científico en aquellos días.
No obstante que mediante sus esfuerzos, en 1878 el laboratorio de fisiología había mejorado su dotación, la vocación de Osler no era la biología experimental. Fue en ese mismo año que entró a formar parte del cuerpo de internistas del Montreal General. Para el puesto existían candidatos que reunían una buena antigüedad como antecedente. Osler, en cambio, tenía varios factores en contra: en primer lugar, falta de una vasta experiencia clínica, luego no reunía la requerida práctica en los consultorios externos, y lo más malo de todo era que ya por entonces había adoptado sus principios, que le acompañarían a lo largo de toda su actuación clínica, de utilizar un mínimo de medicamentos. Esto era serio en la época en que los medicamentos y sus variantes eran infinitos, pero no es tan curioso, porque muchos, a pesar del tiempo transcurrido, gozan todavía de injusta fama entre médicos y enfermos. Sin embargo, esa actitud era la natural para quien juzgaba la eficacia de las drogas a través de su acción fisiológica o farmacológica. A pesar de todo, por sus dotes personales y con un sincero apoyo estudiantil, fue elegido para el puesto. Puede decirse que, desde este momento comenzó su carrera propiamente dicha de clínico. Cuando se hizo cargo de su sala, los médicos más antiguos, en base al "nihilismo terapéutico" del nuevo colega esperaron desastrosas consecuencias, pero Osler comenzó por "despejar completamente su sala. Todos los rastros de enfermedad y tratamiento innecesarios fueron removidos: fue transformada de un depósito de enfermos, en un lugar de reposo luminoso y alegre. Luego comenzó con sus pacientes. Daba muy pocos medicamentos. Para asombro de todos, las camas ocupadas por crónicos, en lugar de ser vaciadas por la muerte, lo eran por la curación; bajo su influencia estimulante y alentadora los viejos enfermos desaparecieron casi todos y los nuevos salían después de un breve tiempo. La revolución fue maravillosa. Fue una de las más enérgicas lecciones de terapéutica que jamás hubieran sido demostradas".
Sus clases de medicina interna, dictadas en su sentido clásico excluyendo tan solo la cirugía, la obstetricia y la ginecología, eran libradas durante el verano, en tanto que la fisiología era dictada en los meses de invierno. Los discípulos formados en estos años fueron muchos y brillantes, y naturalmente, más en clínica que en fisiología. Las salas eran para él verdaderos "laboratorios clínicos". La formación de discípulos se vio facilitada por su carácter generoso y su humanismo cordial. Les hablaba en un mismo plano y hasta convivía con dos estudiantes en un segundo piso de la calle St. Catherine. La convivencia y el compañerismo no eran, sin embargo, obstáculo para sus solicitudes de trabajo, a veces ímprobos como se demostró en algunas oportunidades. Trabajo siempre cumplido por sus colaboradores porque supo infundirles su propio entusiasmo. Cierta vez, habiendo sabido de un caballo que había muerto de una extraña afección nerviosa, envió a uno de sus jóvenes convecinos a realizar la autopsia y traerle el cerebro y la médula intacta del animal. Después de un día íntegro de pesada labor y traída la pieza anatómica, el ejecutor de la autopsia no encontró lugar mejor para guardarla que la bañadera de la casa. Cuando uno de los otros pensionistas fue a tomar su baño, estalló en cólera al ver el extraño material que ocupaba la bañadera, pero el ambiente se calmó cuando Osler salvó a la pieza y al estudiante comprometiéndose a ser él quien tomase el primer baño. Este episodio puede servir para ejemplificar anecdóticamente uno de los rasgos sobresalientes de su carácter, consistente en la inclinación a evitar toda clase de disputas estériles, no solo en la vida cotidiana, sino también en las asociaciones profesionales como en la convivencia social y ciudadana.
Su actividad en la vida médica de Montreal era múltiple, en la organización de congresos y concursos puso en movimiento colaboraciones y corresponsales y a todos conocía. Agitó un ambiente quizá algo desdeñoso, como es el formado por médicos con intensa actividad práctica y hasta alguna vez se levantó su airada protesta por el poco entusiasmo que ponían en la actividad científica. Muchos trabajos importantes fueron cumplidos en esa época sobre la endocarditis, las plaquetas sanguíneas, las anemias y la antracosis. La práctica privada, que constituía la principal fuente de ingreso de los otros profesores en general, para él permanecía en un plano secundario. En todo un año solo tuvo tres enfermos en su consultorio y le resultó bien cierto que en los primeros 10 años de actividad el médico debe trabajar sólo para pan; los 10 siguientes, para pan y manteca, y sólo en los últimos 20 puede aspirar a bizcochos y dulce. No era un recluso de laboratorio o biblioteca, conquistó amigos múltiples en todas las esferas y se alegró con la amistad de niños y se deleitó con la de los viejos.
En estos años había dado a McGill la labor de sus primeros años, pues "la labor eficaz –como dijo más tarde– impulsadora, vitalizadora de la tierra es ejecutada entre las edades de 25 y 40 años, esos 15 años dorados de la abundancia, el período anabólico o constructor en que no solo queda siempre un saldo en el banco intelectual sino en que todavía tenemos crédito de sobra". McGill saldó su deuda brindándole un escenario cordial y reconociendo sus inmensos méritos.
. . .
Volvió a McGill en 1905, para despedirse de los estudiantes antes de su partida a Oxford en una oración que fue, del principio al fin, una exteriorización inconsciente de sus pensamientos íntimos y de las cosas en que había creído desde sus antiguos días en Weston, cuando por primera vez se inflamó en el deseo del conocimiento, y que terminó con estas palabras dirigidas a los estudiantes: "A cada uno de vosotros el ejercicio de la medicina les resultará lo que lo hagáis: a uno, una preocupación, un cuidado, una molestia perpetua; a otro un goce diario y una vida llena de cuanta felicidad y utilidad puede corresponder al hombre en la tierra. Es con el espíritu estudiantil que podéis cumplir la misión más alta de nuestra profesión –en su humildad conciente de su flaqueza, mientras busca fortaleza; en su confianza, conociendo al poderío pero reconociendo la limitación del arte; en su orgullo en la gloriosa herencia de la cual han procedido los mejores dones del hombre y en su esperanza, cierta y segura de que el porvenir nos guarda bienaventuranzas todavía más ricas que las del pasado".
. . .
Y volvería todavía una vez, la definitiva, a su Alma Mater y a su tierra natal. Su espíritu generoso y noble, sabía que no podía existir "un individuo –dijo– de alma tan mísera que no se enorgullezca de saber lo que ha hecho y sufrido la gente de su sangre para convertir a su país en lo que es". Al cabo de 70 años de su vida, había reunido una inapreciable colección de libros de historia de las ciencias y de la medicina, a los que amó entrañablemente y entre los cuales se refugió definitivamente, en Oxford, cuando su hijo único cayó en los campos de batalla de la primera guerra mundial. Así como en un impulso ancestral había atravesado el Atlántico hacia el Este, hacia la brumosa Inglaterra, todos estos libros, con sus cenizas, lo cruzaron por su expresa voluntad, en sentido contrario, hacia la luminosa ciudad de Maisonneuve. En el último piso de la Facultad de Medicina de McGill está hoy la Biblioteca Osleriana, abierta, con generosidad inigualada a todo quien quiera asomarse a la epopeya de la ciencia médica a través de las edades. Entre sus paneles de roble, flota un espíritu inmortal que habla a los jóvenes estudiantes de medicina de McGill de la grandeza del pasado con un optimismo que no puede morir. En un bajorrelieve, el sereno perfil de Sir William Osler cubre el sueño eterno de las cenizas de quien, en la invocación de la ecuanimidad, había dicho: "Los grandes bienes de una universidad están constituidos por sus grandes hombres. No son el ´orgullo, pompa y circunstancia´ de una institución los que la honran, ni su riqueza, ni el número de sus facultades, ni los estudiantes que atestan sus aulas, sino los hombres que han hallado la espinosa senda que a través del esfuerzo, y hasta a través del odio, conduce a la serena morada de la Fama, ascendiendo como astros hasta su cima designada".

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