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Medicina (Buenos Aires)

versión impresa ISSN 0025-7680versión On-line ISSN 1669-9106

Medicina (B. Aires) v.68 n.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires sep./oct. 2008

 

A 40 años del "Informe Harvard" sobre la muerte encefálica

Este año, precisamente el 8 de agosto, se cumplen cuarenta años del trabajo que un Comité Ad-Hoc de la Universidad de Harvard publicó en JAMA1 con una propuesta que sentó las bases de lo que desde entonces se reconoce como muerte encefálica.
Esta circunstancia debe ser recordada como la primera y más trascendente consecuencia derivada de la aplicación del avance tecnológico en la medicina asistencial que ya había incorporado aisladamente, pero con frecuencia creciente, dispositivos externos destinados al reemplazo de funciones vitales, como el uso del respirador mecánico y del riñón artificial. No obstante, se necesitó la aparición de un nivel de cuidado y de seguridad que monitoreara permanentemente todos los signos vitales y donde pudiera aplicarse continuamente un soporte tecnológico o farmacológico para cada función orgánica en el paciente agudo, para poder visualizar situaciones hasta entonces desconocidas en la asistencia  médica.
Así las cosas, y antes que este nivel de cuidado asistencial  se generalizara en todos los  medios hospitalarios y sin que  existiera aún la especialidad cuidado o terapia intensiva, la extraordinaria y valiente lucidez clínica de un grupo de médicos del Massachusetts General Hospital de Boston impulsó la creación de ese Comité que dirigido por Henry Beecher –hasta el momento coordinador de un grupo que estudiaba las cuestiones éticas referidas a la experimentación en seres humanos– e integrado por diez médicos con la asistencia de un abogado, un historiador y un teólogo, aconsejó  una nueva definición de muerte basada en la irreversibilidad del daño cerebral producido en ciertos pacientes en coma2.
El cuadro clínico y  pruebas diagnósticas que demostrarían la detención en las funciones del cerebro fueron establecidos en el mismo trabajo de sólo cuatro páginas: coma (ausencia completa de conciencia, motilidad y sensibilidad), apnea (ausencia de respiración espontánea), ausencia de reflejos que involucren nervios  craneanos y tronco cerebral (situados en el sistema nervioso central), y trazado electroencefalográfico plano o isoeléctrico. Cumplidas estas condiciones durante un tiempo estipulado, y previo descarte de la existencia de hipotermia (p.ej. por enfriamiento o congelamiento accidental) o intoxicación por drogas depresoras del sistema nervioso (barbitúricos en esa época), debía diagnosticarse la muerte, ahora "cerebral", y suspenderse todo método de soporte asistencial, en especial la respiración mecánica. No se omitió asimismo que la necesidad de la propuesta era (I) la carga que el coma irreversible significaba para el propio paciente y/o para otros (familia, hospitales, falta de camas para pacientes recuperables) y (II) la controversia existente sobre el momento en que era razonable efectuar la ablación de órganos para trasplantes, práctica que ya era frecuente hasta para órganos centrales como hígado, pulmón y corazón1.
Esta propuesta sobre muerte encefálica se aceptó primariamente por la clara evidencia clínica de irreversibilidad de los cuadros clínicos con las condiciones neurológicas descriptas y en los que, en ese tiempo, el paro cardíaco se produciría en pocas horas o días, aun con las medidas de soporte respiratorio y circulatorio. No obstante, se sugirió la conveniencia de instrumentar previamente una norma legal que, para protección de los médicos, declarara a la persona muerta antes de retirarla del respirador mecánico, y todavía hoy resulta sorprendente que la única cita bibliográfica del trabajo (hecho excepcional en un trabajo científico), se refiriera a una declaración del Papa Pío XII de 1957 sobre que la prolongación de la vida por métodos extraordinarios en pacientes críticos y la verificación del momento de la muerte eran asuntos de incumbencia estrictamente médica1, 2.
A partir de este momento y en los años subsiguientes los diversos estados de Estados Unidos primero, y progresivamente la mayoría de los países occidentales adaptaron su legislación para el reconocimiento de esta muerte encefálica, aunque todavía hoy no se generalizó en el mundo islámico y casi no se aplica por motivos religiosos, a pesar de contar con la respectiva ley, en algunos países como Japón.
Este hecho debe ser calificado como trascendental  en sí mismo por su significado y por la marcación de un rumbo que promovió consecuencias no resueltas en el debate instalado en las décadas posteriores sobre los límites en el tratamiento del paciente grave. El informe Harvard determinó la necesaria oportunidad de establecer la existencia de la muerte por circunstancias ajenas al paciente como lo fueron la carga asistencial, la repercusión sobre terceros y las necesidades de la naciente trasplantología. Asimismo, la muerte quedó establecida como un diagnóstico más, convirtiéndose en tecnológica y sólo posible para expertos, en oposición a la muerte natural que era la única existente durante toda la historia de la vida del hombre. También fue el inicio vincular entre la tecnología representada en este caso por el soporte respiratorio y la determinación de la muerte. La visualización clínica de la irreversibilidad del cuadro de coma presentado por  estos pacientes y su muerte próxima legitimaba el retiro del soporte vital para precipitarla o mejor permitirla, aunque para ello hubiera que acordar que la muerte ocurría antes de la suspensión de la respiración mecánica y no después. Esta circunstancia sugirió la  necesidad de disponer previamente de  una norma jurídica que estableciera legalmente el momento de la muerte y cambió el órgano que hasta entonces representaba la vida. A partir de este momento el corazón ya no podía ser considerado el órgano central de la vida, y la muerte como sinónimo de ausencia de latido cardíaco. La presencia de un coma irreversible impulsó a elegir el cerebro como el órgano cuyo daño debía definir el final de la vida. La muerte era posible con latidos cardíacos, pulso y tensión arterial, signos que todavía hoy conservan el nombre de vitales2.
Estas reflexiones señalan al informe Harvard como un hito, inesperado en su aparición, en la historia de los problemas morales que surgen a partir del comienzo de la era tecnológica de la medicina asistencial y cuyo escenario fundamental fue la sala de terapia intensiva. Y es un hito también, porque en esta decisión de proponer la existencia de la muerte encefálica ya están contenidos todos los componentes de los conflictos que aparecen desde entonces cuando se examina el vínculo de la muerte con el soporte vital2.
El comentario más importante que sugiere la revisión histórica de estos hechos, según ocurrieron, es que se necesitaron unas pocas semanas para elaborar el informe Harvard de 1968, como  resultado de la observación clínica de los hechos ocurridos en una sala de internación, y muchos años más (trece) para establecer un marco bioético conceptual que analizó la Comisión Presidencial de Bioética creada en Estados Unidos para dictaminar sobre la cuestión3. En su informe de 1981 esta comisión aceptó primariamente que la muerte encefálica  expresa, a través del daño neurológico irreversible de la corteza y del tronco cerebral, la pérdida de la función cerebral completa (whole brain criterion) en tanto significa la cesación de la función integradora del organismo como un todo, reconociéndose asimismo también como criterio de  muerte la pérdida de la función cardiopulmonar. No obstante, actualmente permanecen vigentes las objeciones efectuadas a este concepto muerte encefálica, más allá de los cuestionamientos de orden estrictamente biológico, como la persistencia de la regulación endocrinohormonal homeostática4, hechos como los que representan los  175 casos con diagnóstico cierto de muerte cerebral publicados por Shewmon5 que "vivieron semanas y meses" y aquellos otros, correspondientes a mujeres embarazadas  que mantenidas con soporte vital durante días y hasta meses permitieron el nacimiento de niños normales6. Estos hechos, posteriores a Harvard, invalidan la presunción habida desde el citado informe respecto de la inminente o próxima asistolia de estos casos y dificulta mantener  la creencia de la pérdida del funcionamiento del organismo como un todo por la carencia de los subsistemas integrados del mismo. Pareciera entonces que  sólo un número muy crítico de neuronas cesan su actividad y esta realidad, enfrentada con el criterio de pérdida completa de la función cerebral, no podría responder la pregunta crucial que se ha efectuado Youngner7: ¿qué cualidad tan esencial y significativa tiene este número crítico de elementos de una entidad que su pérdida constituye la muerte de toda la entidad?
Ambas situaciones de "sobrevidas circulatorias" muy prolongadas, en relación a lo descripto en el informe Harvard, se pueden comprender porque a tecnología de la terapia intensiva de hoy, casi cuarenta años después, explica verosímilmente el mantenimiento prolongado de estas funciones vitales aunque nadie debería corroborarlo con un trabajo especial. También se han modificado los tests de confimación de muerte que son distintos en muchos países, y variables hasta en los propios estados de Estados Unidos, así como los tiempos requeridos entre el primer hallazgo y los siguientes hasta su validación. Resulta bien claro que cuanto mayor tecnología instrumental existe mayor confirmación se tiene sobre la inexistencia de una clara división entre la vida y muerte, aun encefálica8.
Actualmente, a cuarenta años del informe Harvard debe reconocerse el acierto de quienes, como Morrison9, indicaron desde el comienzo que el tema en cuestión no era un evento sino un proceso continuo, gradual y complejo que excedía la biología y la medicina y que todo acuerdo sobre este punto necesitaba, además de una intensa  indagación filosófica, ética, legal y social, ser asumido y comprendido por la sociedad, quien en definitiva tendría que delinear y aceptar el nuevo concepto sobre la misma. Sin embargo esta propuesta no ha sido visualizada así desde su comienzo y la aparición de la muerte encefálica como un estricto diagnóstico neurológico ante cuadros claramente irreversibles, permitió introducir a la sociedad en la creencia de que estábamos en presencia de un nuevo adelanto médico representado en este caso por el descubrimiento, por el método científico, del verdadero sustrato de la muerte2. La irrecuperabilidad e irreversibilidad de este cuadro prestó absoluta credibilidad a la interrupción del soporte vital: en efecto, la muerte por paro cardíaco ocurriría en ese tiempo en pocos días indefectiblemente.
No obstante, la rápida aceptación de este criterio cerebral para definir la muerte y permitir entonces la interrupción de la asistencia respiratoria mecánica o el soporte circulatorio se debió justamente a que se proponía una solución para un problema concreto y grave. Transcurría un tiempo donde eran corrientes los trasplantes y nadie sabía bien en qué condiciones se efectuaba la ablación, con excepción de órganos como el riñón donde seguramente era posible la espera del paro cardíaco del donante. La circunstancia inicial de proponer como solución la denominación de muerte a la nueva situación y ciertos desarrollos conceptuales posteriores impidieron quizá el aconsejable comienzo para el conocimiento y la comprensión cierta sobre la verdadera naturaleza de los hechos2, 5, 7, 8. Se ha dicho con razón que si en lugar de declarar como muertos a aquellos pacientes con pérdida de la función cerebral completa, se hubiera planteado la necesidad de la interrupción del soporte vital o la ablación de órganos para permitir la llegada de la muerte,  no se hubiera  tergiversado inicialmente la verdad a  toda la sociedad7.
Porque ya es tiempo de decir claramente que la muerte encefálica fue la primer respuesta que, aunque con un eufemismo moral y también jurídico, se dio al imperativo tecnológico, que hoy domina a toda la sociedad, cuando se definió la muerte como un diagnóstico, en un determinado tipo de paciente, en un determinado tiempo, por una motivación genérica ajena al paciente mismo y con el cambio del órgano que fuera siempre el centro de la vida2. Ni la autonomía del paciente –de cada paciente–, ni la sacralidad religiosa o laica se tuvo en cuenta cuando por imperio de una ley, que cada país  eligió para sí, los que hasta ayer eran vivos a partir de ese momento pasaron a ser muertos2.
La aparición del soporte vital cambió para siempre el eje de un eventual mandato hipocrático para defender la vida a ultranza. La vinculación del soporte vital con la muerte resulta un reconocimiento esencial porque su aplicación puede prolongar la vida, a veces sin sentido, y porque su retiro permite morir, cerrando el ciclo de la vida que solo cesa con la llegada de la muerte que forma parte de ella8.
La existencia del soporte vital supone para toda la sociedad, y para el final de la vida, el costo moral de aceptar que la muerte cardiorrespiratoria  se vincula a su uso, a su retiro o simplemente a la abstención en su aplicación. Esta muerte intervenida actual se interpreta con absoluta razonabilidad si se examinan los acontecimientos desde el informe Harvard y la muerte encefálica8.  Frente a esta realidad, y aunque resulte una paradoja incomprensible, se va instalando en la sociedad implacable y progresivamente la cruel promesa de no morir. Y así aparecen los nuevos vulnerables emergentes de este progreso tecnocientífico que están representados por el aumento de trastornos cognitivos en la senectud, por la existencia de mayores comorbilidades en una misma persona, por el aumento de una fragilidad corporal extrema, por la  más compleja invalidez, por los frecuentes estados vegetativos y, en fin, por situaciones que conllevan un sufrimiento interminable.
Finalmente, la abstención y el retiro del soporte vital que es usual y corriente en terapia intensiva debe permitir la muerte en el paciente con un estado irreversible por razones que casi siempre son médicas y éticas simultáneamente y que cuando ocurren, casi cotidianamente en pacientes que no pueden ejercer su autonomía, deberán atender a sus preferencias en relación a la calidad de vida, si se conocen, y al conocimiento y consentimiento de la familia10. Cuando del soporte vital se trata, todas son acciones: la aplicación, la abstención y el retiro. Nunca en este campo se trata de abandonar o dejar morir a nadie porque además esta calificación  traduce la imprudente omnipotencia de que ahora la muerte podría ser evitada11, 12.
Aunque la medicina se resista en contarlo y naturalmente a la sociedad le cueste escucharlo, entenderlo y asumirlo, el soporte vital inauguró una época de muerte tecnológica que se suma a la natural, la accidental y la voluntaria. Y en tales casos, cuando no existan directivas anticipadas o una clara y conocida preferencia del paciente, lo frecuente y natural es que frente a una autonomía reducida o ausente, las decisiones, en cualquier sentido que fuere, deberán tomarla siempre terceros como lo son los médicos, la familia y naturalmente también los jueces2.
Debe confiarse en la generalización de la aplicación de una ética del cuidado, presente en la medicina paliativa para ayudar a morir, y rechazar en cambio a la creciente judicialización del acto médico que además de transformar demasiadas veces un acto humano en un expediente judicial siempre está sometida a las variables y disímiles interpretaciones de las normas del derecho positivo, cuando éstas existen13.
El imperativo tecnológico aplicado al acto médico nos introduce en una etapa en que estas cuestiones que atienden a la llegada de la muerte y a la libre elección en las formas del vivir y del morir debieran quedar, ahora más que nunca, en la intimidad personal y familiar y en la búsqueda de superar la peligrosa fragilidad que hoy existe entre la medicina y la sociedad2.

Carlos R. Gherardi

e-mail: carlosgherardi@speedy.com.ar

Bibliografía

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