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Medicina (Buenos Aires)

versión impresa ISSN 0025-7680

Medicina (B. Aires) vol.71 no.1 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ene./feb. 2011

 

EDITORIAL

La ruptura generacional. A propósito del centenario de Alfredo Lanari

 

Al cumplirse el 25º aniversario de la muerte de Alfredo Lanari (1910-1985), Guillermo Semeniuk escribió "De maestros y discípulos", unas páginas en las que además de reconocerlo como su maestro, lo recuerda así: "Basaba la enseñanza en el ejemplo y aceptaba ser refutado y hasta abandonado por sus discípulos, a quienes estimulaba a emprender vuelo como las aves, en el momento justo"1. Esa evocación lo lleva a interrogarse sí aún existen maestros y discípulos. Señala: "Mi primera respuesta fue negativa. La fundamentación, que reconocí como transitoria, fue que no hay maestros pues ya no hay discípulos."
Al destacar esta importancia del discípulo, apunta al centro de la crisis formativa actual: recuperar los maestros perdidos, es hoy tarea de discípulos, de todos aquellos que sientan la necesidad de tenerlos y que conserven la humildad que supone estar en disposición de aprender. A su vez, las generaciones mayores deberían comprender lo que muy bien describió Lanari: "Aprendí a darme cuenta de que ya no es uno quien cuenta, aunque sea el jefe o el profesor, sino aquellos a quienes biológicamente la vida les deparará un futuro que para nosotros es ya un pasado. Que la satisfacción mayor a que podemos aspirar es la de facilitar el camino a quienes nos siguen y que necesariamente deben superarnos, pues de no hacerlo es a nosotros, sus maestros, a quienes recriminará la posteridad, y todo esto hay que aceptarlo sin amargarse, más bien con una sonrisa comprensiva, un poco atónitos al comprobar cómo se nos ha ido la vida"2.
Esta evocación de un gran maestro como Lanari, en el centenario de su nacimiento, nos permite reflexionar sobre algunas cuestiones como la señalada que resultan esenciales para comprender la relación que se establece entre las generaciones, simbolizada en el vínculo que se forja entre los padres y los maestros con los recién llegados al mundo, es decir, con los niños y los jóvenes, los potenciales "discípulos".
Ese pacto que mantenía unidos a los mayores con los jóvenes se ha ido debilitando de manera insensible y, al volverse cada día más confusa la distinción entre ambos puesto que nuestra sociedad persigue una evasiva eterna juventud que nos iguale, se ha desencadenado el "desastre genealógico". Así denominada por el sociólogo francés Christian Laval, esta situación ha hecho que el mundo enfrente una catástrofe no menos grave que la ecológica.
Al afianzarse en nuestras sociedades la preeminencia del individualismo, la competencia y el rendimiento económico, los seres humanos nos hemos convertido gradualmente en un capital, valorado en un pie de igualdad con las máquinas. De allí la denominación de "recursos humanos" que se aplica a lo que antes era conocido como "personas". Mezquino portador de ese bien propio, empresario de sí mismo, cada uno vive para sí y, sobre todo, cree ser su propia obra. Al concebir nuestras vidas como independientes de las demás generaciones, parecería que ya no debemos nada a quienes nos han precedido y que nada nos obliga con quienes nos seguirán. Este ocaso de las solidaridades concretas entre los grupos de diferente edad, se manifiesta en el desprestigio de los símbolos del intercambio que siempre definió a la relación entre las generaciones. Como la educación constituye el paradigma de esos símbolos, la causa de su crisis debe buscarse en dicho "desastre genealógico".
Tanto la familia como la escuela se construyen sobre la solidaridad entre las generaciones que se materializa en la transmisión de saberes y, sobre todo, de valores. Cuando, como ahora, la mercantilización generalizada de la vida intenta dejar a los jóvenes a merced del comercio y la publicidad, esa transmisión adquiere un valor simbólico y político secundario. Al degradar ese proceso, la sociedad actual demuestra que sólo quiere a sus maestros y a sus sabios para pretender justificar la producción del "capital humano", destinado a rendir en el mercado de trabajo. Además, la educación pública, que a su vez es paradigma de un proyecto social común, en lugar de ser valorada, al desaparecer ese proyecto es empujada hacia el país de abajo, el de los pobres y los viejos, donde se acumula lo que se considera un lastre, un freno al avance del nuevo dios de la competitividad.
La concepción de la transmisión, central para la idea de educación, está estrechamente vinculada al pasado. Pero hoy, el pasado está desprestigiado. La excluyente actualidad en la que vivimos nos incita a ignorar nuestra herencia cultural y censura nuestras conversaciones con las presencias ausentes de quienes nos antecedieron. Es por eso que vivimos en una sociedad de desheredados. Aunque hablamos del saber y proclamamos vivir en la sociedad del conocimiento, al que proponemos como un valor fundamental, dejamos a nuestros niños y jóvenes en una ignorancia absoluta de las claves del mundo, desprovistos de las herramientas esenciales para develarlas.
Estamos obligados a ayudar a las nuevas generaciones a descubrir el lugar secreto donde se encuentra la llave del tesoro que ha logrado acumular el ser humano a lo largo de su historia. Es en la ingenuidad de recién llegados al mundo con la que hoy parecen encarar su vida muchos jóvenes, donde reside el verdadero peligro de nuestra civilización. Enfrentan el futuro sin herramientas para pensarse, carentes de la llave de ese tesoro. Enarbolando una desafiante ignorancia, no advierten que son hábilmente manipulados por un entorno que no está preocupado porque lleguen alguna vez a imaginarse, a construirse a si mismos sino que concibe su educación como el prólogo de una vida opaca regida por un materialismo desalmado.
Lógicamente, la transmisión de la herencia no supone la limitación de vivir dentro de lo establecido por quienes nos precedieron. Por el contrario, expandimos nuestras vidas cada vez que recurrimos a la vasta fuente de sabiduría reunida a lo largo de la historia y analizamos la actualidad en perspectiva. Es que a través de las formas de la cultura, el hombre transmite a las generaciones siguientes no sólo información sino también pensamientos y sentimientos, es decir, una parte importante de su mundo subjetivo e individual.
Además, en el empobrecido debate actual nadie parece hablar por el futuro. Resulta evidente que nos hemos propuesto lograr que nuestros niños floten plácidos en las aguas hospitalarias de este presente permanente, confiados en que sus destinos quedarán en manos de personas calificadas que les ahorrarán todo esfuerzo y los aliviarán de toda responsabilidad. Muchos jóvenes de hoy ni siquiera pueden imaginar que existan utopías que no consistan en conseguir que cada persona tenga acceso a Internet para poder comprar cada vez más cómodamente desde su hogar o para exhibir públicamente sus individualidades, convencidos de que todos están interesados en ellas.
Nuestra insistencia en que habiten una cultura que celebra el ser sólo contemporánea, hace que los jóvenes vivan en la tiranía del presente que los actuales mercaderes de sueños electrónicos ofrecen como lo único real y significativo. No advierten que todo lo que hoy es, no siempre ha sido y tampoco será para siempre, que ellos son fundamentalmente libres para entrar en el juego. Pero esa libertad no se puede ejercer en un vacío de conocimientos. Ocultamos el saber a los jóvenes en nombre de privilegiar su capacidad de razonar, su habilidad para cuestionar. Pero, ¿qué síntesis puede elaborar, qué puede comprender quien nada sabe?.
Hasta no hace mucho existía la convicción profunda de que, en esos saberes compartidos, residía también el intento de cohesión de la sociedad. Se confiaba en que el saber no sólo disminuye las diferencias, sino que convierte a cada uno en heredero de un patrimonio y de una civilización que identifica. Somos lo que somos porque antes otros, con nuestro mismo potencial y capacidad de imaginar y de hacer, construyeron lo que constituye el legado que tenemos derecho a recibir mediante la educación.
Solo comprendiendo lo que somos al apropiarnos de la cultura, no solo de la actual, aunque también de ella, podremos trabajar hoy con la clara percepción de la trascendencia que tiene el estar construyendo un futuro común.
Los escritores ayudan a reflexionar sobre estos problemas. Afirma el español Antonio Gala: "Si un muchacho o una joven no saben nada de Goya, una tecla apretada se los mostrará; pero, ¿y si no sienten la menor necesidad de oprimir esa tecla? Sin la educación, todo lo demás sobra. Porque lo otro es aire: mal orientado y triste".
Detrás de las ideas atractivas que tan fácilmente nos colonizan - la modernidad, el cambio, la globalización, las nuevas competencias - estamos dejando de transmitir lo esencial, lo central, lo que resultó, resulta y resultará fundamental: esas herramientas intelectuales que permiten interpretar una realidad compleja. Insistimos en las competencias, en el hacer, pero poco nos ocupamos hoy del saber, reflejando nuestra concepción utilitaria de la vida y de la educación, a la que imaginamos sólo como capacitación laboral. Olvidamos que educar es, sobre todo, formar personas que perciban los límites de sus capacidades, que son los que muestra la educación. Como decía Hesíodo en el siglo VIII aC: "Educar a una persona es ayudarla a ser lo que es capaz de ser."
Ese es el problema central de nuestra cultura: el rehuir la responsabilidad de transmitir a las jóvenes generaciones el rico patrimonio de ideas y de obras que el hombre ha concebido durante su turbulenta historia. El habitar el instante y vivir en un presente sin raíces, constituye uno de los rasgos centrales de nuestro tiempo.
Si dejamos a las nuevas generaciones desprovistas de ese anclaje sólido en su herencia, que cada día transmitimos con menos entusiasmo y dedicación, es muy difícil que puedan hacer mucho más que dejarse ocupar, sin advertirlo, por una identidad construida por otros. Porque edificar una identidad es una compleja tarea social y personal, amasada en la dimensión de un tiempo que hoy parece extraño a nuestras vidas. En este ruidoso mundo de lo veloz, el silencioso tiempo de la reflexión resulta una presencia molesta, se interpreta como una negación de la modernidad.
En ese rechazo por compartir con los jóvenes nuestra cultura, en la decisión de dejarlos a merced de las fuerzas del mercado que, día tras día, construyen su interior banal y empobrecido, se esconde la grave decisión de privarlos de su genealogía no genética, la que construyen sus maestros. Para adquirirla, como es lógico, hay que estar dispuesto a ser discípulo, asumir la actitud de alumno. No ayuda a lograrlo el hecho de que, en la sociedad actual, los adultos estamos desarrollando una mentalidad de emigrantes minusválidos. Nos consideramos extraños en un mundo que sólo parecemos entender por medio de los jóvenes, nuestros intérpretes. Este fenómeno ha sido descripto por numerosos autores, entre ellos por la antropóloga Margaret Mead en "Cultura y compromiso. Estudio sobre la ruptura generacional", publicado hace más de treinta años3. La primacía que ha adquirido la tecnología en nuestra cultura no ha hecho más que acentuar esa dependencia de los mayores, devenidos extranjeros en nuestro propio mundo. Emigrantes autóctonos, estamos igualados ante los adolescentes, que se han convertido en nuestros maestros en ciertas técnicas del vivir. En esta inversión de las relaciones de competencia se encuentra la explicación de mucho de lo que hoy sucede a nuestro alrededor.
La escritora italiana Susanna Tamaro señala que la cultura ha sido sustituida por la información, la denuncia, el consumo, la polémica. "Nada sedimenta, todo fluye", dice. El hecho de que el pensamiento quede fracturado de un modo tan profundo, lleva a que el saber sólo sea superficial, desprovisto de raíces y, por lo tanto, "incapaz de absorber los nutrientes que, en el ámbito de la cultura, supone poder elaborar conexiones profundas, conocer el pasado y estar abiertos y atentos al presente sin prejuicios, es decir, vivir la curiosidad y el deseo del descubrimiento como fuerzas esenciales del ser humano"4.
Curiosidad y deseo de saber, esos son los elementos que nos definen como humanos y que hoy corren un serio peligro. La nueva tribalidad, que parece caracterizar al mundo actual, más allá de la regresión que representa, reemplaza la duda, constitutiva de lo humano, por certezas absolutas. Esto
lleva al enfrentamiento con otras tribus, de signo opuesto y bloquea así toda posibilidad de diálogo verdadero, anunciando épocas difíciles. El hallazgo de Tamaro es advertir que, aunque la comparación parezca arcaica y lejana, la decadencia de los valores ligados al "cultivo" del mundo natural que nos rodea constituye el espejo de una sociedad como la nuestra. En ella, "por sus leyes económicas, se ha resquebrajado la relación primaria del hombre con su naturaleza y con lo que lo rodea y se ha dejado, desde hace tiempo, de cultivar el sentido de la vida, alimentando así en su interior el germen de su autodestrucción".
Asistimos a una mutación que no es irrelevante ya que sólo si olvidamos lo que somos y, sobre todo, lo que podemos llegar a ser - dimensión que debería darnos la educación - resultará posible que se nos construya otra identidad. Alguien ha señalado, con acierto, que hoy la identidad nos la construyen sobre el olvido de lo que somos. Precisamente, la educación tiene como finalidad recordarnos permanentemente eso que somos al develar los lazos que nos unen al pasado, haciendo así evidente aquello que podemos ser y hacer en nuestro futuro ya que otros han podido serlo y hacerlo.
Hoy, más que nunca, es preciso insistir en la importancia de que padres y maestros vuelvan a enseñar, para lo que deben concebirse como diferentes a los jóvenes a quienes, además, deben prepararse para ser alumnos. La rebelión generacional, que siempre ha existido, antes daba como supuesto el conocimiento previo por parte de las nuevas generaciones de los valores que eran controvertidos y atacados. En la actualidad, en cambio, nos encontramos frente a una situación caracterizada por una suerte de ignorancia militante, un rechazo activo a conocer otros valores diferentes a los dominantes. Más aún, enfrentamos un esfuerzo sostenido de imposición de los nuevos valores por parte de quienes ni siquiera están abiertos a oír hablar de los otros, es decir, sin llegar a plantearse la posibilidad de que existan valores distintos a los que uno profesa y que, al menos, merezcan ser conocidos.
Es urgente volver a anudar con los jóvenes ese hilo invisible que permite tejer la trama de significados mediante los que se estructura una comunidad. Es esta una exigencia de civilización, más bien, de recivilización social. Ese hilo es, precisamente, el que siempre han logrado manejar, con sabia habilidad, aquellos que consideramos grandes maestros como Alfredo Lanari, a quien por su trascendente significado como ejemplo, recordamos en este aniversario.

Guillermo Jaim Etcheverry

1. Semeniuk GB. De maestros y discípulos. Homenaje a Alfredo Lanari (1910-1985) Medicina (Buenos Aires) 2010; 70: 297-298        [ Links ]

2. Martin RS, Barcat JA, Molinas FC (compiladores) Alfredo Lanari. Vocación y convicción. Reflexiones sobre la investigación, el futuro de la Medicina y otros escritos. Buenos Aires: Fundación Alfredo Lanari, 1995, 140 pp.         [ Links ]

3. Mead M. Cultura y compromiso. Estudio sobre la ruptura generacional. Barcelona: Gedisa, 1997, 134 pp.         [ Links ]

4. Tamaro S. La modernità contro la natura. Corriere Della Sera, enero 28, 2010        [ Links ]

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