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Medicina (Buenos Aires)

versión impresa ISSN 0025-7680versión On-line ISSN 1669-9106

Medicina (B. Aires) vol.80 no.5 Ciudad Autónoma de Buenos Aires ago. 2020

 

CARTA AL COMITÉ DE REDACCIÓN

WhatsApp y medicina en emergencia

Felipe Fucito1  * 

1 Universidad Nacional de La Plata

He leído el interesante editorial del Dr. Guillermo Semeniuk titulado Medicina en la era del WhatsApp1. Coincido con su desarrollo y sus conclusiones: una mirada humana no puede ser reemplazada por la consulta televisada, llámese como se llame, aunque más no sea por el consuelo que puede dar una mirada cálida o un apretón de manos. Me permito, desde fuera de la profesión médica, como profesional y como paciente, algunos comentarios.

Reflexiono sobre varios temas conexos: uno es la presencia física del médico y otro el auxilio de la tecnología. En ésta hay por lo menos otros dos: la aparatología que mejora el diagnóstico, incluso a distancia, y la forma de transmitir o intercambiar la información entre personas.

En el ámbito del derecho el primer tema se plantea todavía entre justicia oral y escrita. La presencia del juez no puede ser reemplazada por una burocracia ni por la tecnología pericial que complementa su información. En un sistema social en el que el juez sea figura respetada, verlo personalmente no es lo mismo que comparecer ante un empleado. Una audiencia con él no es igual a la lectura de una resolución en un expediente.

El segundo tema jurídico es el de los “jueces informáticos” que hace décadas preconizaban algunos juristas, porque garantizarían la exactitud de respuesta ante casos similares. A estos se les podía contestar que sin equidad y ética no hay derecho ni legalidad que se pueda aplicar correctamente. Todavía no hay programas informáticos de “equidad garantizada”, como no los hay de “ética por algoritmos”, y espero que no existan nunca. Los anticipo como negación de sí mismos. Por mi parte, no quisiera que me juzgara un juez electrónico.

En el campo de la medicina creo que ocurre lo mismo. La distancia física impide la auscultación, y aunque haya máquinas que permitan el telediagnóstico, al suministrarle al médico (casi) todos los parámetros que necesita para concluir con alguna o mucha certeza, no incluye ver al paciente y su expresión, sus respuestas a las preguntas del médico, y las verdades o falsedades que a su pesar pueden trasuntar, todo lo que exige una sensibilidad que da la experiencia. Nos hemos quejado muchas veces de los jueces que miran los expedientes y no a las personas. Es más grave que los médicos miren solo la pantalla y no a los pacientes.

El riesgo es confiar demasiado en los medios técnicos y la tendencia a darles la última palabra. Si llegaran a existir programas tan confiables que nadie se atreviera a discutirlos, es posible que los que nos sucedan en la vida estén en problemas, entregados de tal manera a sus creaciones. Pero el “infalible médico tecnológico” está en un futuro que algún film de ficción científica nos ha anticipado (imitando la soluciones de “2001 Odisea en el Espacio” de Stanley Kubrik, y de “Juegos de Guerra” de John Bandam) y en el que es en definitiva el ser humano el que toma la decisión ética y médicamente acertada, y no la máquina que ha decidido no aplicar el procedimiento de emergencia para salvar a un paciente, por considerarlo desahuciado de acuerdo con sus programas predeterminados. ¿Podrán esas máquinas crear conocimiento autónomamente? ¿Se las dejará también crear una ética? Será otro mundo, y no estamos preparados para pensarlo. Para mí, la renuncia a la valoración humana forma parte de una distopía.

Esto no significa ni significó que la presencialidad médica sea garantía de certeza. La historia de la medicina muestra que no es cierto, como el editorialista mismo ha señalado en otro artículo, Medicina basada en la E2. El médico antiguo no ve ni entiende lo que tiene frente a él, precisamente porque observa a través de seudoconceptos abstrusos que lo conducen mil veces a error. No queda otro remedio que no renunciar a pensar, a reflexionar y cuestionar.

En cuanto a la comunicación mediatizada por la tecnología visual y oral, desde lo racional solo pueden ser consideradas auxiliares o sucedáneos de la interacción humana presencial, útiles cuando hay distancias invencibles o para consultas que no pueden realizarse de otro modo. Nunca la consideraría de excelencia, ya que no puede reemplazar toda la información que recaba un ser humano frente a otro, aun a expensas del error de evaluación.

Esto dicho, por supuesto, con la visión ideológica propia de personas de generaciones mayores, a las que estas técnicas les han llegado en una época avanzada de su vida, y han realizado sus profesiones cara a cara. Los nativos digitales pueden creer lo contrario, y vivirlo. El tema será, como siempre, la evidencia y el resultado, que es lo que importa. En un incierto futuro en el que se considere obsoleta la profesión médica presencial, porque se crea que la tecnología diagnóstica y curativa y la telecomunicación la reemplazan, nos quedará el problema que el editorialista también señala: todos mirando pantallas y nadie mirando al otro.

En ese futuro distópico quizás veríamos a la infalible máquina de diagnóstico y consulta (que tendrá un nombre impresionante) aun en el supuesto de que no falle o no interprete mal, no sabrá cómo decir las cosas sin asustar, sin aterrorizar, sin ofender o dando esperanzas al paciente. Podríamos vislumbrar un accesorio acústico, dictando su diagnóstico con voz monocorde a la que podemos llamar víctima, le produzca la muerte por la emoción que el emisor no tiene conciencia de producir, simplemente porque no tiene conciencia ni emoción; solo es capaz de mensajes denotativos. Es que, mientras la pantalla muestra gráficos y cifras, le ha comunicado que de acuerdo a los parámetros suministrados, morirá a muy corto plazo.

Profecía de autocumplimiento y fin de la consulta.

Bibliografía

1. Semeniuk GB. Medicina en la era del WhatsApp. Medicina (B Aires) 2019; 79: 407-8. [ Links ]

2. Semeniuk G. Medicina basada en la E. Revista Argentina de Medicina Respiratoria 2006; Año 6: 61-2. [ Links ]

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