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Archivos argentinos de pediatría

Print version ISSN 0325-0075On-line version ISSN 1668-3501

Arch. argent. pediatr. vol.102 no.2 Buenos Aires Mar./Apr. 2004

 

COMENTARIOS

Los niños en la República Imputable

Dr. Ernesto Domenech*

* Juez del Tribunal en lo Criminal 3 del Dto. Judicial La Plata.
Instituto de Derechos del Niño y Cátedra Derecho Penal 1, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNLP.

No es posible discutir la edad de la imputabilidad fuera de todo contexto y toda expectativa. Hacerlo es pecar por simplificación y abstracción, dos males cotidianos en el universo mediático a través del cual nos informamos y debatimos.
Un mundo de noticias y sucesos que se venden y encuestas que promocionan la participación ciudadana siempre por sí o por no según sea el teléfono al que se llame, que inevitablemente se ponen al aire en tiempo real, del mismo modo en que se establecen "rankings" y "ratings" para noticias y programas, políticos y sabios. Opinar es aquí asentir o negar; en el mejor de los casos dejar un mensaje que se saca al aire o se recicla. Pero no interrogar más o fundamentar.
Un buen preámbulo es determinar de qué hablamos cuando usamos la palabra imputabilidad, hoy tan de moda. La imputabilidad es la posibilidad de aplicar castigos penales a una persona que condicionan su edad e idoneidad psíquica.
A una persona inimputable no se le pueden aplicar penas, pero sí otras medidas que suelen llamarse de seguridad o educación, según sea el caso y que en muchos casos involucran encierros más prolongados que las penas.
A una persona imputable, es posible aplicarle penas si se dan otras condiciones. En nuestro régimen actual, ningún delito se puede imputar a un niño menor de 16 años. Y sólo ciertos delitos (los más graves y significativos) se pueden imputar a los jóvenes de 16 a 18 años. Las penas aplicables, pueden ser atenuadas o no y necesariamente requieren una evaluación anterior y medidas de educación. A partir de los 18 años, el joven se trata penalmente igual que un adulto. Hablar de la edad de la imputabilidad a secas no es, en consecuencia, debatir adecuadamente.
Es necesario pensar, además, qué tipos de delitos se habrán de imputar y cuáles serían las consecuencias que se asociarían a ellos. ¿Serán cárceles? ¿Serán encierros que se comportan como "academias de reincidencias"? ¿Serán reformatorios que se llenan con órdenes judiciales y se vacían con fugas? Sin estas precisiones la cuestión no puede tratarse bien ni reflexionarse con seriedad.
Existen, sin embargo, otros aspectos que no pueden omitirse. Algunos son triviales, otros graves. Es trivial, por ejemplo, que las leyes son palabras, y que sólo el Dios Bíblico puede, exclusivamente con palabras, resolver problemas o crear el mundo. Los humanos debemos, además, hacer cosas, analizar cómo trabajamos con las leyes, repasar nuestras prácticas y redefinirnos día a día. De modo, entonces, que esperar soluciones sólo porque se sancionen leyes es crear falsas expectativas, desprestigiar el valor y los límites de las leyes, y desresponsabilizar a quienes las crean y quienes las usan. Sería como confiar en la aptitud curativa de los bisturís.Es grave, en cambio, la severa anomia que padece el país y su impunidad endémica, que atraviesa todos los delitos y todos los segmentos sociales (algunos más que otros). Sus niveles de ineficiencia institucional y la corrupción que existe en muchos mecanismos de control social que se evidencian, además, en el descrédito estadísticamente verificable de la ciudadanía: se denuncia menos del cuarenta por ciento de los delitos y muy pocos de ellos logran llegar a sentencias condenatorias. Bajo estas condiciones, ¿cuáles serían los resultados que se pueden esperar de las innovaciones legislativas? ¿cuál es -entonces- la dimensión de las expectativas y de la esperanza?Mucho más grave aún es la perversión entre las reglas y la realidad de los jóvenes que se fueron alejando, desde hace ya muchos años, en una proporción geométrica, del mismo modo que ocurrió con las víctimas. Cuanto más crecían los Derechos de los Niños y su interés superior, más crecían también la pobreza y sus indicadores agraviantes: las necesidades básicas insatisfechas, la desocupación, la mortalidad infantil, los suicidios adolescentes, los jóvenes victimizados, los niños excluidos de la escuela.
Hemos otorgado legalmente derechos a nuestros niños y se les han sesgado empíricamente uno a uno. ¿Hemos reclamado por ello? ¿Nos ha dolido? ¿Cuál es el nombre adecuado para esta incongruencia? Si las leyes se han comportado de modo tan poco eficiente para procurar que el deber ser sea, ¿por qué lo habrían de hacer ahora? Necesitamos reconocer la complejidad del problema y del cambio indispensable. El involucramiento de muchos actores en él y por cierto, no sólo de expertos. Esta complejidad es poco visible y transmisible por televisión. Su solución es recoleta: acuerda poco con fechas inaugurales y piedras fundamentales de textos u objetos, del mismo modo que los problemas de la salud no se solucionan cortando la cinta de un nuevo hospital despoblado de recursos o sancionando constitucionalmente el derecho a la salud. Y tal vez el día que se logre una sociedad más justa quizás ni siquiera sea noticia. Porque vende más la muerte que la vida.
Por último, vuelvo a una cuestión trivial y casi obvia. Hoy nuestra República Recuperada tiene la edad de jóvenes imputables. Hablamos entonces de los niños y adolescentes nacidos en tiempos republicanos. Hablamos de nuestros hijos. Y no debemos olvidarlo: hablamos también de nosotros y no sólo de otros jóvenes violentos. ¿Podemos alegar nuestra torpeza?

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