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Archivos argentinos de pediatría

versión impresa ISSN 0325-0075versión On-line ISSN 1668-3501

Arch. argent. pediatr. vol.116 no.5 Buenos Aires oct. 2018

http://dx.doi.org/10.5546/aap.2018.365 

ARTÍCULO ESPECIAL

http://dx.doi.org/10.5546/aap.2018.365

Creer o no creer: ¿esa es la cuestión?

 

Dra. María S. Ciruzzia

a. Abogada y Especialista en Derecho Penal. Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA). Especialista en Bioética (FLACSO). Comité de Ética del Hospital de Pediatría SAMIC "Prof. Dr. Juan P. Garrahan". Comité de Ética del Instituto de Investigaciones Médicas "Dr. Alfredo Lanari".

Correspondencia: Dra. María S. Ciruzzi: msciruzzi@cpacf.org.ar

Financiamiento: Ninguno.

Conflicto de intereses: Ninguno que declarar.

Recibido: 17-4-2018
Aceptado: 17-4-2018

 


RESUMEN

Es un dato de la realidad que, en pediatría, los padres son los representantes legales de sus hij os, lo cual implica que las decisiones médicas en relación con el pequeño deben ser tomadas con la intervención de, al menos, uno de sus padres, quien -en ejercicio de la autonomía subrogada y de la representación legalmente conferida-brindará su consentimiento informado. El problema surge cuando los padres niegan su consentimiento informado o, directamente, asumen decisiones que repercuten de modo concreto en el bienestar e integridad del niño, lo que provoca un daño o -cuando menos- lo coloca en riesgo de sufrir un daño.
Nuestro desafío es procurar una conciliación de los intereses y derechos en juego siempre teniendo presente que la pauta constitucional de interpretación cuando de un niño se trata es su interés superior.

Palabras clave: Responsabilidad parental; Interés superior del niño; Atención médica; Medicina alternativa.


 

Cada uno somos un sistema de creencias. Y ese sistema es el filtro con el que construimos nuestra visión del mundo.
Xavier Guix

Un reciente caso publicado en el British Medical Journal1 nos despertó una serie de breves reflexiones acerca de la interacción entre ciencia y creencias, aplicadas al cuidado de la salud.

A menudo, en la relación asistencial, surgen conflictos que lucen irreconciliables: fe y ciencia, creencias, doxa y episteme parecen enfrentarse, contraponerse y hasta fagocitarse sin solución de continuidad. El paciente no es un ente vacío que acude a la consulta despojado de su ser. Es un sujeto que trae consigo su experiencia vital, ese conjunto de hechos, acciones, valores y pensamientos que atraviesan y conforman a la persona a lo largo de sus años. El paciente no solo es un padeciente de su enfermedad, sino que su enfoque se moldea conforme su propio prisma.

En principio, y por imperativo constitucional que deriva de su art. 19, las decisiones autónomas que toman las personas legalmente capaces y bioéticamente competentes, en pos de elegir su propio proyecto de vida, aún cuando los terceros puedan percibirlas como irracionales, disparatadas o infundadas, solo pertenecen al propio adulto. Es el "derecho a ser dejado a solas" del derecho anglosajón, en el que la intimidad y la privacidad que no interfieren arbitrariamente con derechos de terceros gozan de plena protección legal. Dentro de este grupo de decisiones, aquellas referidas al autocuidado toman especial relevancia. No existe un deber ético ni jurídico de ser saludable.

El Estado tiene obligación de garantizar el acceso a la atención sanitaria de calidad y oportuna, pero no tiene derecho a imponerla, mucho menos a asegurarnos que no enfermaremos.

La decisión médica es un proceso multilateral, compartido, discutido, dinámico, en el cual participan dos actores fundamentales: el equipo de salud y el paciente. Esta interacción entre quien detenta el conocimiento científico y quien es titular del derecho a la vida y a la salud no está exenta de tensiones ni de reproches, ya que supone un componente en cierta manera "altruista", el cual está constituido, por un lado, por el reconocimiento médico de que el paciente es quien tiene la última palabra en la toma de decisiones, es él quien acepta o no la propuesta médica y ello no implica ningún cuestionamiento a la capacidad del profesional. Por el otro lado, el paciente debe admitir que es el facultativo aquel que está mejor preparado para ayudarlo y guiarlo en decisión más acorde, idónea y correcta para él.

En este contexto, el consentimiento informado no es más que una concreción de la autonomía del paciente. El derecho a la autodeterminación, sobre la base de la comprensión de la información brindada por el médico, en cuanto al diagnóstico, pronóstico, tratamiento indicado y alternativas terapéuticas, es una de las caras de la moneda de la autonomía. Su contracara es el derecho al rechazo del tratamiento, contemplado por la Ley de Derechos de los Pacientes (art. 2, inc. e, Ley 26529) y el art. 59 del Código Civil y Comercial (CCyC). Es decir, toda vez que, para intervenir sobre el cuerpo de un tercero -incluso con una finalidad terapéutica- se requiere necesariamente su consentimiento, ello implica que el propio paciente puede negarse a prestarlo, aun cuando suponga la "autopuesta en peligro"; en otras palabras, aun cuando signifique poner en riesgo su salud y hasta su vida.

Es en el campo de la pediatría donde esta relación se complica todavía más. El paciente ya no es aquella persona plenamente capaz, desde el punto de vista jurídico, a quien se le reconoce sin ningún tipo de cortapisas su autonomía en la toma de decisiones. Estamos frente a un paciente vulnerable, muchas veces, inmaduro y la relación médico/paciente ya no es de a dos, sino que asume un rol preponderante la actuación de un tercero, a la sazón, sus padres y/o representante legal o adulto de confianza a su cuidado.

La responsabilidad parental es el conjunto de deberes y derechos que corresponden a los progenitores sobre la persona y bienes del hijo para su protección, desarrollo y formación integral mientras sea menor de edad y no se haya emancipado (art. 638 del CCyC).

Los padres ejercen la representación de sus niños para su cuidado y protección. Detentan aquello que la doctrina jurídica denomina "posición de garante", que es la situación en que se halla una persona, en virtud de la cual tiene el deber jurídico concreto de obrar para impedir que se produzca un resultado típico que es evitable. Existen determinadas personas que tienen la obligación de proteger un determinado bien jurídico. Los padres, por ejemplo, son garantes de la vida y la libertad de sus hijos. Esto quiere decir que el Estado les confía su crianza y cuidado y debe intervenir cuando ello no se cumple o se cumple ineficientemente.

Es en este ámbito donde el art. 19 de la Constitución Nacional (CN) se redimensiona y cobra un significado un poco más acotado. Cuando se trata de un niño que no puede expresarse, sea por su corta edad o por sus condiciones personales, y depende exclusivamente de la atención y cuidado de los mayores, el adulto asume un deber legal y ético de cuidado, lo cual implica, entre otras cuestiones, que, frente a toda situación, conducta, hecho que involucra a un niño prima su interés superior, en los términos del art. 3 de la Convención de los Derechos del Niño (CDN).

Por interés superior del niño se entiende la realización efectiva y concreta de los derechos expresa o implícitamente reconocidos a los niños.2

Consideramos, así, que el interés superior del niño es la plena satisfacción de sus derechos, reafirmación que no es para nada superflua, sino que es permanentemente necesaria debido a la tendencia generalizada a desconocer los derechos del niño como un límite y una orientación a las actuaciones de las autoridades y los adultos en general.3

El carácter de principio jurídico que ostenta el interés superior del niño impone que su idea, definición o desarrollo conceptual considere las diversas funciones normativas que por la doctrina se le reconocen, por ejemplo: generación de normas legales o reglamentarias, solución de conflictos de derechos, orientación de las políticas públicas y de la actuación familiar y/o privada, etc. Para realizar ese desarrollo conceptual, nada mejor que recurrir a los cuerpos normativos internacionales que, al propio tiempo que consagraron un extenso catálogo de derechos, reconocieron los "intereses de los niños" como el principio "superior" del cual se derivan y al que se someten, en orden a su interpretación y conciliación, entre sí y con otros derechos individuales.2

"El principio es de contenido indeterminado sujeto a la comprensión y extensión propios de cada sociedad y momento histórico, de modo tal que lo que hoy se estima que beneficia al niño o joven mañana se puede pensar que lo perjudica. Constituye un instrumento técnico que otorga poderes a los jueces, quienes deben apreciar tal interés en concreto, de acuerdo con las circunstancias del caso".4

Es que el interés superior del niño es el interés, en primer lugar, por los derechos de un niño aquí y ahora; no se trata ni de la protección física, ni económica, ni material; es, en primer lugar, la protección de la mayor cantidad de derechos posible en una circunstancia temporal determinada para un niño en particular. El interés superior del niño está vinculado con necesidades psicológicas, educativas, sociales, jurídicas, medioambientales y de recursos del niño y para el niño. Estas necesidades son derechos incorporados en los instrumentos internacionales de derechos humanos y en la CN (que los recepciona), además de en las legislaciones nacionales.2

Ello quiere decir que, más allá de las propias preferencias, opiniones y creencias, "los padres no pueden hacer mártires de sus hijos".5 Los padres están obligados a deponer sus propias creencias, valores y opiniones cuando colocan en riesgo a su hijo, sea provocándole un daño o privándolo de la atención médica adecuada, científicamente idónea y oportuna. Tanto se trate de preferencias en la alimentación (vegetarianos) como de la vacunación obligatoria (movimiento antivacunas) o de la medicina basada en la evidencia (medicinas alternativas), en toda situación que involucra a un niño, debe darse preeminencia a su mejor interés, protegiendo y garantizando de manera plena sus derechos.

No hay duda de que existe, en estos casos, una tensión casi permanente entre la responsabilidad parental, el derecho a la educación y formación de un hijo, el derecho a la conformación familiar sobre la base de los propios valores e intereses, la libertad de conciencia (mucho más amplia que la libertad de creencias) y el derecho a la integridad física y a la vida del niño. Concretada esta colisión, no resulta susceptible de solución alguna, solo de opciones. Es un verdadero dilema. Si nos decantamos por la protección de la libertad de conciencia de los padres, en cuanto a la asistencia médica "no tradicional" de un niño, ello puede limitar severamente el derecho a la integridad y a la salud del pequeño. Si, por el contrario, optamos por proteger al niño, deberemos limitar las decisiones de los padres en este punto. Y lo concreto es que el Estado tiene un muy especial interés, que es -además- un imperativo legal, de privilegiar los derechos del niño por sobre cualquier otro legítimo interés.

Finalmente: no queremos dejar pasar esta oportunidad para recalcar que no debería ser el derecho penal aquel llamado a intervenir en cuestiones de salud pública. Salvo casos específicos de maltrato o abuso parental, muy difícilmente los padres decidan un curso de acción pensando en dañar a sus hijos. Suelen malinterpretar aquello que resulta en su mejor interés, exponiendo involuntariamente al niño a un riesgo en su salud o daño a su integridad. Introducimos aquí el concepto de pena natural, que es aquella que constituye un grave daño en la salud psíquica o física del autor de un delito, producto inmediato o directo de su conducta ilícita, que permite prescindir de la pena estatal para evitar que esta se superponga a la padecida primigeniamente a raíz del hecho delictivo. De lo contrario, el sufrimiento que implicaría la aplicación de la pena regulada desde el Estado violentaría, en el caso concreto, el principio de proporcionalidad que debe mediar entre el hecho y la pena, y el de humanidad, íntimamente ligado al anterior, ya que el autor será reprimido penalmente en dos oportunidades y desigualmente.6

En nuestra opinión, una madre que pierde a su hijo por su conducta omisiva (no brindarle el cuidado adecuado) por privilegiar sus propias convicciones, que pueden no ser criticables en cuanto conductas autorreferentes, pero que conculcan derechos de terceros cuando son aplicadas a un niño, de quien, además, se encuentra en una especial posición de garante, ya tiene suficiente castigo como para pensar -además- en la imposición de una sanción penal. ?

Lovett, who cried repeatedly when her son's death was described, was impassive on hearing her three year sentence. "I can't begin to forgive myself", she said. "I hope others learn from my ignorance".1 "Lovett, quien lloró repetidamente cuando describían la muerte de su hijo, lució impávida cuando escuchaba su sentencia a 3 años de prisión. 'No puedo empezar a perdonarme', dijo. 'Espero que los demás aprendan de mi ignorancia'".1

REFERENCIAS

1. Dyer O. Canadian mother whose son died from strep throat sentenced to three years in prison. BMJ 2017; 359:j5521.         [ Links ]

2. Lora L. Discurso jurídico sobre El Interés superior del niño. En Salvin P. Avances de Investigación en Derecho y Ciencias Sociales: X Jornadas de Investigadores y Becarios. Mar del Plata: Ed. Suárez; 2006. p.479-88.         [ Links ]

3. Diez Ojeda A. El interés superior del niño necesidad de su regulación legal, nota al fallo de la SC de la Provincia de Buenos Aires. Buenos Aires: La Ley; 1999. p.238-53.         [ Links ]

4. Grossman C. Significado de la Convención de los Derechos del Niño en las Relaciones de Familia. Buenos Aires: La Ley; 1993.         [ Links ]

5. U.S. Supreme Court. Prince v. Massachusetts, 321 U.S. 158. Massachusetts, January 31, 1944. [Acceso: 27 de abril de 2018]. Disponible en: https://supreme.justia.com/cases/federal/us/321/158/case.html.

6. Bacigalupo E. Teorías actuales del Derecho Penal. Buenos Aires: Ad-Hoc; 1998.         [ Links ]

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