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Archivos argentinos de pediatría

versión impresa ISSN 0325-0075versión On-line ISSN 1668-3501

Arch. argent. pediatr. vol.121 no.1 Buenos Aires mar. 2023  Epub 01-Mar-2023

http://dx.doi.org/10.5546/aap.2022-02635 

Artículo especial

Decisiones en reanimación y cuidados de fin de vida en neonatos. Aspectos bioéticos (parte I)

Gonzalo Mariani1 

Marcela Arimany1 

1 Hospital Italiano de Buenos Aires, Instituto Universitario del Hospital Italiano, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina; b Sanatorio de la Trinidad Palermo y Dirección de Salud Perinatal y Niñez, Ministerio de Salud de la Nación, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Correspondencia para Gonzalo Mariani: gonzalo.mariani@hospitalitaliano.org.ar

RESUMEN

La manera de enfrentar la muerte de un recién nacido requiere formación y reflexiones sobre el proceso de toma de decisiones de fin de vida, la comunicación con la familia y los cuidados que se proveerán. El objetivo de este artículo es profundizar aspectos salientes de bioética neonatal aplicadas a situaciones de fin de vida en recién nacidos. En la primera parte, se exponen nociones de futilidad terapéutica, criterios de adecuación de cuidados, derechos de pacientes y de su familia, y conceptos acerca del valor de la vida. En la segunda parte, se analizan las situaciones que ameritan la consideración de adecuación de cuidados y se profundizan aspectos de la comunicación y el complejo proceso de toma de decisiones de fin de vida en recién nacidos.

Palabras clave: recién nacido; bioética; toma de decisiones; cuidado terminal

INTRODUCCIÓN

La elaboración de la 3.ra edición del Manual de Reanimación Neonatal de la Sociedad Argentina de Pediatría basada en la evidencia reunida por la Comisión de Enlace Internacional en Reanimación (ILCOR) llevó a los integrantes del Área de Trabajo en Reanimación Neonatal del Comité de Estudios Fetoneonatales (CEFEN) a profundizar reflexiones bioéticas.1 En el capítulo correspondiente del manual, se ampliaron conceptos con relación a la versión anterior, en forma breve, dadas las características de esa publicación.

El objetivo de este artículo especial es profundizar aspectos salientes de bioética neonatal aplicados a situaciones de reanimación y del proceso de toma de decisiones en escenarios de fin de vida en recién nacidos.

FUTILIDAD TERAPÉUTICA

La muerte de un recién nacido parece en sí misma una contradicción, un error de la naturaleza. Sin embargo, la muerte neonatal es una realidad y un problema que atañe a diferentes disciplinas como la salud pública y la bioética. Esto último, dado que la manera de morir de los pacientes resulta fundamental. En este sentido, el “cómo” tiene, al menos, dos aristas: la primera es la relacionada con el proceso de toma de decisiones en torno al final de vida de un neonato; la segunda, aquella enfocada en los cuidados que se le brindan al paciente en esos momentos finales. En este artículo se abordará el primer aspecto.

Hay estudios que evaluaron la manera en que mueren los pacientes en la unidad de cuidados intensivos neonatales (UCIN) y muestran que, en países industrializados, ha ido aumentando la proporción de neonatos en quienes el fallecimiento sucede luego de una decisión de limitar terapias de sostén vital.2 En este artículo se ha optado por el término “adecuación de cuidados” en lugar del clásico “limitación”, ya que hay consenso acerca de que define mejor el sentido de una estrategia que consiste en redireccionar los objetivos terapéuticos, de sanar o mejorar la salud, a evitar sufrimiento, dolor y proveer confort.3 Se hace hincapié en que los cuidados no se limitan, sino que se ajustan a cada paciente en función de esos objetivos. Un estudio reciente realizado en Argentina muestra que solo un 28 % de los neonatos que fallecen en la UCIN lo hacen luego de un proceso de adecuación de cuidados.4 La pregunta que se impone es ¿cuándo adecuar cuidados? Como parte importante de encontrar una respuesta a esa pregunta, se debe indagar en el concepto de futilidad terapéutica.

La definición de futilidad en el contexto de la salud ha sido controvertida. Una encuesta reciente entre 146 profesionales de la salud neonatal que indagó qué se entendía por el término futilidad terapéutica mostró variación en las definiciones; las más referidas fueron las siguientes:5

tratamientos que no conducen a una vida con sentido (entendida en términos de compromiso de calidad de vida);

tratamientos que no previenen la muerte;

tratamientos que no modifican la evolución del paciente;

tratamientos que conducen a dolor y sufrimiento.

El Consejo de Asuntos Éticos y Judiciales de la Academia Americana de Medicina (EE. UU.) expresa que “una definición completamente objetiva y concreta de futilidad es inalcanzable”.6 Por ello, se han propuesto términos alternativos: terapias potencialmente inadecuadas, médicamente desaconsejadas, clínicamente no apropiadas, y otras. Una estrategia que ayuda a encontrar una terminología adecuada es plantearse si nos estamos refiriendo a un diagnóstico médico o a una valoración moral. En este sentido, Wilkinson y Savulescu expresan que “el concepto de futilidad refleja la necesidad percibida por los médicos de limitar la autonomía del paciente o su familia y una manera de justificar la decisión de no proveer terapias de sostén vital”.7 Estos autores, considerando que el término hace referencia a una terapia de una eficacia tan baja que los profesionales creen que no debe ser provista, proponen hablar de terapias “médicamente inapropiadas” en lugar de fútiles. Se apoyan en dos razones: en primer lugar, alegan que de esta manera se deja claro que esto involucra juicios de valor realizados por los médicos; en segundo, porque se subraya la importancia acerca de considerar para qué es adecuado un tratamiento. Se podría decir que la palabra “futilidad” orienta hacia la mirada de los profesionales, se enfoca en la comprensión que tienen los médicos de la situación, mientras que hablar de “tratamiento médicamente inapropiado” no pone un punto final a la problemática, sino que da lugar a considerar las opiniones de los pacientes y sus familias, aun si están en desacuerdo con las de los médicos.

Esta concepción se aleja del paternalismo médico y contribuye a un proceso de decisión compartida.

Se está hablando de situaciones en las cuales el paciente no recibe ningún beneficio de la terapia que está recibiendo (su condición se ha convertido en irreversible y no hay razón para creer que el tratamiento será efectivo). Continuar proveyendo un tratamiento así se ha denominado obstinación terapéutica (o encarnizamiento terapéutico). En su tesis de doctorado, María Martha Cúneo llama a la reflexión sobre este tema, diciendo: “Si reconocemos en el recién nacido a una persona humana, con un valor intrínseco en sí misma, ese valor tiene que ser respetado tanto de los abusos del abandono terapéutico como del uso exagerado y desproporcionado de los medios, brindándole frente a los dos extremos una garantía de protección”.8

CRITERIOS PARA ADECUAR CUIDADOS

Nos encontramos entonces ante una situación en que se plantea como éticamente correcto retirar ciertas medidas terapéuticas. Al intentar definir cuáles son las situaciones en que se puede plantear la adecuación, surgen dos grupos de condiciones: 1) aquellas en que la “cantidad” de vida está limitada, y que incluyen situaciones de muerte cerebral, muerte inminente o muerte inevitable; y 2) aquellas en que la “calidad” de vida se ve gravemente comprometida.9 Dentro de este último grupo se incluyen condiciones de compromiso neurológico grave e irreversible, y otras en las cuales la carga (entendida como peso o agobio, manifestada como dolor o sufrimiento) ya sea de la enfermedad o del tratamiento es tan alta que no justifica continuar, ya que no hay beneficios de la prolongación de la vida.

Hay fundamentalmente dos criterios que se han planteado para considerar la adecuación de cuidados. El primero (y más difundido) se basa en que continuar el tratamiento está en contra del “mejor interés” del paciente y lo puede dañar (ya sea por llevar a una prolongación de la muerte o por existir un compromiso grave e irreversible de la calidad de vida actual y futura). El segundo es el relacionado al concepto de justicia distributiva y se refiere principalmente a la consideración de si continuar con el tratamiento podría ser perjudicial para otros pacientes.

Para definir el “mejor interés” (traducido literalmente del inglés best interest) se propone realizar un balance entre cargas y beneficios.10 En esta metáfora de la balanza, en un lado están los elementos positivos (posibilidades de vivir, bienestar/calidad de vida) y del otro, los negativos (dolor/sufrimiento, ya sea por la enfermedad o por el tratamiento). Tanto si lo positivo es remoto o si lo negativo es prevalente, el paciente podría beneficiarse menos de continuar la terapia (esta no estaría en su mejor interés).

De cualquier manera, el concepto de mejor interés lleva a pensar que hay una única mejor respuesta, cuando sabemos que los casos complejos requieren consideraciones de múltiples opciones, múltiples intereses y múltiples valores. Por otra parte, esa no es la manera en que se toman decisiones cotidianamente; no siempre nuestras decisiones están orientadas al mejor interés de nuestros hijos (por ejemplo, la alimentación que les proveemos, el lugar donde vivimos, la escuela a la que los enviamos, etc.). Hace muchos años, Donald Winnicott estableció la idea de ser padres “suficientemente buenos”, subrayando la imposibilidad de ser perfectos y liberándonos de la culpa de no poder serlo para nuestros hijos.11 Ser suficientemente bueno no significa ser mediocre, sino hacer lo mejor posible dadas las circunstancias, tomando en cuenta el mundo real y aceptando que los beneficios siempre vienen con problemas.12 El paradigma consiste en mejorar mientras se hace, aprender del fracaso, hacer frente a la complejidad y adaptarse a la debilidad humana. Esta idea conceptual puede ayudarnos también al momento de tener que tomar decisiones de fin de vida de nuestros hijos.

Algo que hace más complejo este abordaje es que, en ese balance, se suele pesar el interés biomédico y no el bienestar general (factores emocionales, sociales, espirituales), tan importante en el desarrollo y la vida de los seres humanos. Aún más, se pierden de vista los intereses de los familiares involucrados (madre, padre, hermanos), quienes también pueden sufrir con la situación. En el proceso de toma de decisiones, es importante considerar esos intereses. Si bien el interés del paciente debe ser priorizado, es necesario evaluar las consecuencias de las decisiones sobre su familia, especialmente cuando se habla de recién nacidos con muchos años por delante. Así como se dice que no hay enfermedades sino enfermos, se puede decir que no hay recién nacidos enfermos aislados, sino en el seno de una familia. Las decisiones trascendentales de las que se está hablando tienen profundos efectos en los padres y en otros miembros de la familia. Si la decisión conduce a la supervivencia de un niño, muy frecuentemente esto resultará en una carga sustancial de cuidado para muchos miembros de la familia. Si, por otro lado, la decisión lleva a la muerte del niño, los padres son quienes llevarán la mayor carga emocional de ello. Por otro lado, resulta bastante artificial separar los intereses de los padres de aquellos de sus hijos. Existe superposición e interdependencia de intereses y los profesionales de la salud neonatal deben entender la diferencia entre lo que se piensa que los padres deben hacer y lo que se les debe permitir hacer.13

Finalmente, en la toma de decisiones también es razonable considerar el medio social en que vive la familia. La presencia de desigualdades e injusticia social, en principio, podría influir en las decisiones sobre continuar o discontinuar determinada terapia. Si se permite que las desigualdades sociales influyan en las decisiones sobre las terapias para ofrecer, de alguna manera se pasa a participar en esa injusticia. Considerarlas habilitaría una ética diferente en función de la disponibilidad de recursos. Los profesionales, por otra parte, sienten que no tienen responsabilidad sobre aquellas ni las pueden modificar, por lo que es frecuente que no las tomen en cuenta. Sin embargo, constituyen una realidad y no considerarlas puede llevar a las familias a situaciones previsiblemente desastrosas. La realidad no puede ser desconocida. Se debe identificar lo mejor posible el impacto que tendrán las decisiones sobre los intereses de los familiares cercanos, su proyección en el tiempo y todas las acciones que se pueden implementar para modificar esa realidad.

Una aproximación alternativa al criterio del mejor interés es la del “principio de daño” (harm principie, en inglés), que remite al ancestral primum non nocere, clásicamente atribuido a Hipócrates. Aplicado a decisiones de fin de vida, este abordaje propone no instituir terapias si es probable que el niño sufra daños significativos por la decisión. Apoyarse en el principio del daño permite decisiones “suficientemente buenas” y no requiere una sola mejor respuesta para promover al máximo el bienestar del niño.14 Este abordaje implica centrarnos en la ausencia o minimización de daño al establecer una determinada terapia. También se puede utilizar a la inversa, es decir, si el tratamiento no produce un daño significativo al niño, se podría aceptar su provisión. Si bien, al igual que con el concepto del mejor interés, determinar daño significativo depende de los valores en juego, preguntarse “¿es esto dañino?” es menos riguroso que “¿es esto lo mejor?”.

El otro criterio que se propone en la toma de decisiones de final de vida se relaciona con considerar la posibilidad de dañar a otros como consecuencia de brindar (o continuar brindando) determinado tratamiento a un paciente. Se trata de un daño indirecto, sustentado en el principio de justicia distributiva. Las decisiones basadas en este criterio tienen que ver con la escasez de recursos. Se trata de realizar una jerarquización de pacientes en función del pronóstico.15 Es muy difícil determinar cuándo la vida de un ser humano es peor que la muerte para ese individuo. El análisis basado en justicia distributiva propone el planteo de decidir cuándo una vida es mejor que otra y cuándo vale la pena salvar una determinada vida en función de la disponibilidad de recursos. Este enfoque es poco abordado en medicina perinatal y Savulescu invita a tenerlo presente ya que se trata de “un elefante en la habitación”, algo que nadie quiere ver, sobre lo que se prefiere no hablar, pero que se encuentra presente y en algún momento se debe enfrentar (la trágica realidad de la pandemia actual por SARS-CoV-2 ha reavivado esta discusión, si bien no en el ámbito de la medicina y bioética neonatal).

DERECHOS DE PACIENTES Y DE SUS PADRES

Resulta importante mencionar algunas consideraciones que deben ser tenidas en cuenta en el proceso de toma de decisiones. En primer lugar, los recién nacidos tienen derecho al tratamiento médico y este derecho es independiente de los deseos de los padres o de los valores de los médicos. También tienen derecho a no sufrir tratos desproporcionados, inhumanos o degradantes, y a que se les eviten sufrimientos. Estos dos grupos de derechos se deben entender como complementarios e interrelacionados.

Por otro lado, las madres y los padres tienen el derecho a recibir la información que necesitan para ayudar en el proceso de toma de decisiones en nombre de su hijo. Además, tienen el derecho de decidir las conductas por tomar, ya que son los mejores posicionados para velar por el mayor beneficio para sus hijos (a menos que incurran en negligencia, abuso o abandono). Esto no quiere decir que tengan la obligación de decidir, ya que, al mismo tiempo, los profesionales de la salud tienen la responsabilidad médica de sugerir o recomendar acciones en función del conocimiento y la experiencia. La carga de estas decisiones trascendentales no debe caer sobre los padres. Los profesionales del equipo de salud deben saber que tomar medidas de adecuación del esfuerzo terapéutico está muy lejos del concepto “no hay más nada para hacer”. En oposición a esta idea, es responsabilidad del equipo de enfermería y médico organizar un plan de cuidados y de asistencia con acciones específicas basadas en las necesidades del paciente y de su familia, y con esta misma convicción transmitírselo a los padres. El dolor que refieren sentir los padres ante la frase “no hay más nada para hacer” es enorme y, en realidad, el cuidado a través de la mirada de la adecuación del esfuerzo terapéutico es una postura que implica mucho por hacer y, en primer lugar, tomar acciones que logren disminuir tanto el sufrimiento físico del paciente como el emocional del paciente y de su familia.

EL VALOR DE LA VIDA

Se parte de la idea de que la vida, en su dimensión meramente biológica, no es un valor absoluto. El teólogo Francisco Elizari Basterra dice: “Respetar la vida física en sí misma, prescindiendo en absoluto de lo que le da sentido, su condición del soporte de lo humano, equivaldría a caer en un vitalismo idólatra”.16 Vitalismo implica entonces la posición de adjudicar un valor absoluto a la vida física. Bajo esta mirada, deberíamos tratar siempre; nuestra obligación cesaría solo con la muerte. Esta es una posición extrema, estimada como poco frecuente hoy en día en nuestro medio. Las posturas equilibradas proponen que la vida física no es un bien que deba ser preservado a toda costa, sino que es relativo y está subordinado al bien de toda la persona.17 Por lo tanto, se puede decir que no es obligatorio ni necesariamente bueno todo tratamiento para cualquier paciente. Las visiones extremistas no ayudan. Así como el vitalismo nos condicionaría a caer en obstinación terapéutica, el otro extremo, que podríamos llamar pesimismo,18nos llevaría a terminar con la vida cuando esta aparece frustrante, agobiante, inútil, o cuando existe riesgo de secuelas. Es decir, si no se considera la calidad de vida, se cae en riesgo de exceso de terapia; pero, si solo se trata cuando se prevé una alta calidad de vida, se cae en discriminación del discapacitado.

Existe una posición intermedia, sostenida entre otros por Richard Mc Cormick, que considera que la vida es a la vez un bien básico y precioso, pero un bien para ser preservado precisamente a condición de otros valores, en la medida que esos valores permanezcan alcanzables. Afirma que son esos otros valores y posibilidades los que fundan el deber de preservar la vida física y los que dictan los límites de ese deber. Por lo tanto, la vida es un bien relativo y el deber de preservarlo es limitado.19 Esos valores a los que se refiere Mc Cormick se enraízan en la relación humana. Se puede decir que la vida es un valor por preservar en la medida en que contenga algo de potencial para las relaciones humanas.8 Cuando desde un juicio humano, “el potencial de relaciones es simplemente inexistente o en la mera lucha por sobrevivir no puede sino estar completamente sumergido y atrofiado, esta vida ha agotado su potencial”.20 Es decir, esa existencia no nos exige que sea mantenida con vida.

En la segunda parte de este artículo se revisarán las condiciones clínicas para considerar la adecuación de cuidados y la complejidad en la comunicación y el proceso de toma de decisiones en la denominada “zona gris”.

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