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Cuadernos de historia de España

versión impresa ISSN 0325-1195versión On-line ISSN 1850-2717

Cuad. hist. Esp. v.79 n.1 Buenos Aires ene./dic. 2005

 

MARTIN, CÉLINE, La géographie du pouvoir dans l'Espagne visigothique, Paris, Septentrion Presses Universitaires, 2003, 407 páginas.

Eleonora Dell'Elicine

   Un libro que contiene en su interior varios libros: éste es el juicio que merece la obra seria, compleja y rigurosa que ha montado Céline Martin en torno al tema de la organización del espacio en el reino visigodo de Toledo.
   
Un contacto ligero con su título nos podría conducir a pensar que esta obra viene a sumar un conocimiento más acerca de la sociedad visigoda, coyuntura histórica bastante poco estudiada, por cierto. El hecho de remitir a una geografía podría reforzar incluso esta primera impresión: la autora viene a pasar en limpio, a describir de modo más prolijo, un ordenamiento sobre el espacio impuesto por la Corona visigoda una vez consumada la conquista. Pero ya una lectura del índice modifica esta rápida opinión.
   
Para orientarnos mejor, comencemos por analizar la primera sección en que se divide el libro. Esta parte recibe un nombre sugerente -La dominación del espacio-:la intención fundacional del texto, decididamente, no es describir un espacio moldeado de forma acabada por el poder (lo que en todo caso resultaría un espacio dominado), sino la actividad de un poder sobre el espacio.
   
El primer capítulo de esta parte se denomina "La organización del territorio". La autora presenta de manera sistemática todas las figuras espaciales que a diferentes escalas ordenaban el territorio peninsular desde fines del siglo VI: ciudades, castra, castella, provinciae, regiones, regnum. Muchos de esos cuadros organizadores contaban en el momento de la invasión con una larga tradición en la península y habían sido generados por otras fuerzas políticas más antiguas. El análisis comienza mostrando cómo el poder visigodo, para dejar de ser una amenaza y perdurar en el tiempo, se abrió un lugar en esas figuras y confrontó en el espacio con otros poderes. Este enfoque invierte, desde su inicio, los modos tradicionales como se venía trabajando el tema del poder central en el reino visigodo. Hasta ahora la matriz que daba origen a la mayor parte de los estudios sobre esta sociedad era pensar el poder de la Corona como una fuerza que desde arriba se vertía con mayor o menor éxito sobre el resto de la sociedad; los debates acerca de la romanidad o germanidad del reino, las discusiones acerca de en qué punto situar la verdadera decadencia de la sociedad atestiguan esta concepción acerca del poder. Lo que plantea la autora, por el contrario, es una idea de poder que se articula desde abajo hacia arriba, es decir, desde el control del territorio hacia otras instancias de fuerza. Esta modificación de los términos del problema ya nos indica que la obra de Martin no se agrega, obediente, al elenco de los demás estudios sino que propone otra manera de mirar los mismos temas.
   
El segundo capítulo -"Los hombres del poder"- agrega variables nuevas al problema de la relación entre espacio y poder. Si en el capítulo anterior se examinaban las configuraciones territoriales que organizaban el espacio a diferentes escalas, en éste el análisis se focaliza en los sujetos que asentaron sus poderes particulares sobre un territorio dado -el eremita, el aristócrata, el obispo-. Resultan numerosos, una vez más, los trabajos historiográficos escritos alrededor de estos temas; aun así el análisis de Martin insiste en el eje geográfico para abordarlos de manera renovada.
   
En la línea de lo que afirma la historiografía especializada, la autora registra importantes diferencias entre los modos de legitimación de unos sujetos y otros. Leídos en clave geográfica, todos estos poderes anclaron en un espacio, constituyéndose -como la historiografía afirma- en poderes locales e incluso diagramando algunos de ellos figuras territoriales nuevas. Martin observa que los obispos y aristócratas implantaron su poder fundamentalmente a partir de cuadros territoriales estabilizados -sean ellos de fundación antigua o reciente-; en cambio los eremitas, por los modos que se dieron para legitimar su autoridad carismática, funcionaron justamente perforando las estructuras territoriales existentes. El análisis de las lógicas de los sujetos sobre el espacio, entonces, viene a complejizar la imagen de la relación entre Estado y espacio que en el primer capítulo se había alcanzado; dado que el Estado no sólo se vio obligado a disputar con otros poderes el control de los cuadros territoriales estables, sino que además debió terciar en el territorio con fuerzas que se oponían a una fijación más o menos perdurable de fronteras divisorias. Lejos -en suma- de reflejar con su orden la voluntad soberana de un poder central, el espacio se constituyó en la materia donde se jugó sin garantías la supervivencia misma de este poder.
   
Con esto termina la primera parte y se abre la segunda sección del libro, denominada Una centralidad que se afirma. La idea general que la recorre es demostrar que hacia mitad del siglo VII, la Corona visigoda promovió e integró un conjunto de iniciativas políticas de diferente orden con el fin de centralizar el poder.
   
Esta sección está dividida en dos capítulos. El primero de ellos -"Los agentes territoriales y su evolución: hacia la centralización"- estudia cómo la monarquía, a través fundamentalmente de la delegación de competencias, cooptó a la Iglesia y a las aristocracias locales y las convirtió en gestoras de los poderes públicos. Frente al conflicto y la naturaleza heterogénea de las fuerzas, la Corona se afirmó en una estrategia territorial y alineó tras de sí a todos aquellos poderes interesados en conservar divisiones estables sobre el territorio. La Corona no sólo hizo política en el territorio -hasta aquí no se habría diferenciado del resto de los poderes-, sino que utilizó el territorio para debilitar algunas fuerzas y sumar en cambio el apoyo de otras. Una vez más, y como venimos registrando en la obra de Martin, el espacio no reflejó la voluntad de un poder soberano que se construyó en otro lado; fue el instrumento que se dio el propio poder para trazar una distancia cualitativa respecto del resto de las fuerzas, es decir, concentrar el poder para sí. Analizar la geografía es estudiar los modos en que este poder colocó los resortes de su crecimiento.
   
La lectura geográfica de estos fenómenos muestra cómo la delegación del poder constituyó la manera específica a través de la cual esa Corona concentró poder. Esto invierte nuevamente las formas como la historiografía había hasta entonces interpretado este acto. Tradicionalmente, la literatura especializada vio en la delegación el síntoma de una decadencia ineludible: Martin postula explícitamente, en cambio, que la delegación fue el mecanismo a través del cual la Corona acumuló fuerza. A mediados del siglo VII, lejos de estar debilitado, el Estado articuló iniciativas políticas globales que apuntaron a ordenar en torno suyo al resto de los poderes.
   
Esta parte se cierra con el capítulo cuarto, "Toledo, una pequeña Roma". Observemos que recién a esta altura del desarrollo de la obra se introduce el análisis de lo que constituye el acto más tangible de soberanía territorial llevado a cabo por la Corona visigoda: la promoción de la pequeña ciudad de Toledo al status de urbs regia. La autora muestra cómo la Corona complementa su política de acumulación de poder con una estrategia de ordenamiento centralizado del espacio. Comparada con las monarquías vecinas, esta medida constituye una marca de particularidad dado que el rey y la corte residen formalmente en esta urbe de manera estable, retomándose así la vieja tradición de capitalidad del imperio romano. Con este examen, se advierte que la relación que el Estado visigodo entabló con el espacio se desplegó en tres niveles progresivamente convergentes: una política en el espacio, una a través del espacio y la tercera vertiéndose sobre él. El enfoque geográfico, por último, permite abordar las viejas cuestiones debatidas en torno de la germanidad o romanidad de esta realeza recalcando la importancia de las estrategias a modo romano.
   
La tercera parte -Un reino-santuario- pone fin a la obra. Mientras que en las secciones anteriores el análisis había abordado el espacio en tanto dimensión privilegiada por el poder para crecer y perpetuarse, llegado este punto la autora explora las representaciones simbólicas montadas alrededor de esta noción. La idea que la recorre es demostrar que en torno del territorio no sólo se tendieron los fundamentos prácticos del poder visigodo sino también los esquemas ideológicos nodales que confirieron identidad propia al nuevo reino.
   
Si el lector, ya familiarizado con la perspectiva de análisis, creyó que había movilizado a esta altura todos los supuestos que acarreaba, de nuevo se encuentra aquí con un título que lo enfrenta a su sentido común: Martin, efectivamente, denomina al quinto capítulo "Las fronteras fundantes". Según la autora, lejos de ceñirse a un rol diplomático, las fronteras en el reino visigodo habilitaron la ficción de un espacio homogéneo, protegido y cerrado, especialmente otorgado para abrigar a una comunidad de elegidos. La existencia de la frontera organizó simultáneamente una percepción unitaria del espacio, del conjunto humano que residía dentro de él y del lazo íntimo que los unía a ambos: en suma, un espacio privilegiado para un pueblo sagrado.
   
El capítulo final recibe el nombre de "Una construcción mística". En él, Martin se dedica al estudio de las cadenas metonímicas en su momento habilitadas por esta concepción mistificada del espacio. Visto como fruto de la nueva alianza entre Dios y ese pueblo, a partir de esta idea de espacio se hilvanó un régimen de temporalidad de contenido singular.
   
Por un lado, la idea de un espacio sacralizado otorgó consistencia y legitimidad a la coyuntura dominada por la Corona; el orden de la situación presente, en efecto, obedecía a los designios reservados por Dios a ese grupo. Por otro lado, posibilitó una lectura providencialista del pasado -la historia de un pueblo que busca su destino-; y finalmente liberó las claves de interpretación del porvenir -las recaídas presentes iban a ser inexorablemente pagadas por la comunidad en el futuro-. En el centro de los tres tiempos se ubica el espacio sacralizado. La perspectiva geográfica escogida por la autora propone entonces un abordaje integrado de las relaciones materiales, de las estrategias políticas y de los esquemas ideológicos fundantes del reino visigodo, cuestiones trabajadas hasta ahora de manera relativamente aislada.
   
El libro termina resaltando el papel central que desplegó la monarquía visigoda en la conformación de la experiencia histórica que lleva su nombre, así como la vitalidad de la que dio señales hasta los momentos próximos a la invasión musulmana. Este último enunciado podría remitirnos a los planteos historiográficos desarrollados durante fines de la década de los 80 y 90 por la escuela fiscalista, algunos de cuyos exponentes -particularmente Durliat y Salrach- han trabajado sobre las mismas fuentes. Estos autores, sin embargo, postulan una continuidad sin quebrantos entre las estructuras romanas y las visigodas. El trabajo de Martin, en cambio, enfatiza una y otra vez las resignificaciones e innovaciones que la Corona visigoda fue realizando a lo largo del período sobre la base del legado que hereda.
   
Para fundamentar su trabajo, la autora utiliza una amplia gama de fuentes escritas de carácter jurídico, hagiográfico, cronístico, conciliar, epigráfico, numismático, etc. provenientes del reino visigodo y también del espacio bizantino y merovingio. Su argumentación se nutre de análisis filológicos y retóricos, así como comparativos en general. A este abordaje le suma un manejo actualizado y preciso de la literatura arqueológica. En cada caso, el producto resultante es invariablemente una demostración sólida y bien estructurada, que toma distancia crítica de los tópicos historiográficos comúnmente aceptados.
   
Existe, quizás, un punto que merecería retomarse a futuro. Resulta certero pensar -como escribe Martin en la línea de Kantorowicz- que el enunciado que postula una rivalidad entre Iglesia y Estado visigodos es anacrónico y conduce a imágenes erróneas acerca de los modos de presentación y circulación del poder en esa situación: en 589, Iglesia niceísta y Corona se enlazaron en un pacto que mantuvieron efectivamente hasta la caída del reino. Sin embargo, hay dos elementos a los que habría que darles una consideración mayor para pensar el problema de la configuración y la dinámica de esta experiencia histórica. El primero es que la institución eclesiástica vino desarrollando, desde antes de la alianza, una política sistemática de arraigo en el espacio a través de la fundación de ecclesiae rurales, pequeños espacios de culto que congregaban a intervalos más o menos regulares a la población local con fines litúrgicos. Esta práctica permitió a la Iglesia desarrollar un programa integral sobre los códigos y los signos, vector tan importante como el espacio a la hora de enlazar entre sí a poblaciones provenientes de tradiciones y etnias diversas. Sumado a esto, debemos considerar también que la institución eclesiástica generó y controló centros especializados para la formación de cuadros propios, dimensión que aparentemente la Corona delegó en la Corte, en la familia aristocrática y en la propia Iglesia. Esto da pie a pensar que -a diferencia del Estado- la Iglesia diversificó sus estrategias en dos ámbitos: por un lado, continuó con su política de acumulación de poder en el espacio; pero por otro se afirmó monopolizando el control sobre el terreno de los signos. Esto vuelve a la geografía planteada por Martin uno de los pilares fundamentales para entender la lógica y la dinámica de los poderes visigodos. Este estudio monumental debería complementarse con el análisis histórico que explore su semántica.
   
Este libro -que en sus páginas introductorias agradece los aportes y sugerencias de dos historiadores jóvenes de la Universidad de Buenos Aires, Pablo Ubierna y Ariel Guiance- resulta a todas luces de lectura imprescindible para el especialista, y altamente recomendable para los medievalistas en general.

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