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Cuadernos de historia de España

versión impresa ISSN 0325-1195versión On-line ISSN 1850-2717

Cuad. hist. Esp. v.80  Buenos Aires ene./dic. 2006

 

La Mancha En Tiempos De Cervantes*

Porfirio Sanz Camañes

* El presente trabajo se inscribe en el marco del proyecto de investigación de la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, a cuya dirección me encuentro, titulado "Poder, Sociedad y Cultura en la España de Felipe III". PAI-05-069 (2005-2007).

   Al iniciar este breve itinerario por "La Mancha en tiempos de Cervantes", me gustaría hacer una matización y, también, justificar el introito referente a la celebración de los centenarios durante las últimas décadas en España. Con respecto a la matización, creo que puede resultar más aleccionador centrarse no sólo en la Mancha cervantina, sino ofrecer algunas impresiones de la España de Felipe III en la que se enmarca la historia de estas extensas llanuras de Castilla.
Comenzaré por el introito, del que es difícil escapar más aún cuando el IV centenario de la edición de la primera parte de El Quijote se sitúa en el terreno de mi especialidad: la España del siglo XVII. Durante las dos últimas décadas, los historiadores modernistas hemos asistido a una serie de celebraciones que no ha tenido parangón en la reciente historia de España -con terceros, cuartos y quintos centenarios- (Isabel I, Carlos V, Felipe II, Felipe III, Felipe V, Carlos III, etc..). Los señalo por orden cronológico, aunque en algunos casos se celebraron los nacimientos; en otros, las muertes de los citados monarcas e, incluso, los advenimientos dinásticos como sucedió con el de los Borbones.
   Numerosos literatos, artistas, hombres y mujeres de la ciencia y de la cultura, han tenido su momento, su recuerdo, en otras palabras, su celebración. Y esto, por fortuna, no ha sido monopolio particular de los modernistas. Medievalistas, historiadores del mundo antiguo, arqueólogos, historiadores del arte, están tan involucrados como nosotros en toda esta serie de eventos. Un descubrimiento, la firma de un tratado o una paz, la fecha de un celebrado invento están siendo objeto de un particular espacio de reflexión. Como parece lógico, no siempre se ha contado con el beneplácito de todos ni con el concurso de quienes, con dicha celebración, creían salían perjudicados. Por ello, los centenarios sobre el descubrimiento de América no han dejado de ser controvertidos, ateniéndonos a la visión de los vencidos, las celebraciones de treguas o paces han dejado malcontentos a quienes la historia dejó por derrotados, y, por si fuera poco, para algunos nacionalismos emergentes en España no ha resultado conveniente o no parecía políticamente correcto proceder a la conmemoración del de monarcas como Isabel I, Felipe II o Felipe V, en tanto, según la opinión generalizada en estos lugares, de figuras defensoras de la unidad, de una política absolutista, o de un modelo centralizador frente a la indefensa periferia. En otras, se ha pasado con puntillas por otras conmemoraciones, eludiéndose, por ejemplo, el del fallecimiento de Carlos II, llamado por Luis Ribot el "centenario olvidado".
   En esta ocasión, el cuarto centenario de la publicación de la primera parte de El Quijote por Cervantes en 1605 ha puesto en manos de todos nosotros, pero también de filólogos, literatos, pensadores e historiadores, la oportunidad de reflexionar y debatir sobre la importancia de esta obra universal para adentrarnos en la época en que fue publicada: la España de Felipe III. Hago referencia, a continuación, a una larga pero acertada cita sobre la celebración del IV centenario de la primera edición de El Quijote, de mi amigo y compañero el profesor Jerónimo López-Salazar, con quien comparto ya unos años de magisterio y amistad personal.

El Quijote resulta muy aparejado para centenarios. Primero, es universal, pero presenta también una dimensión regional, lo que genera un benéfico efecto multiplicador. Segundo, el autor no concretó la patria chica del protagonista, con lo cual pudo venir al mundo en todos los lugares de La Mancha, de Castilla-La Mancha y territorios adyacentes. El ingenio lúcido de Cervantes y su sentido del humor le llevó a escabullirse de geografías, actitud tan útil para alimentar el cervantismo como para trazar rutas que reventarían a Rocinante y al rucio. Tercero, tanto puede celebrarse el centenario de la publicación como los del nacimiento y muerte de su autor. Pero, además, la novela apareció en dos partes, con lo que dentro de una decena de años, si Dios nos da vida, estamos otra vez de centenario. En cuarto lugar, El Quijote resulta enormemente "participativo". Sirve para que las mejores cabezas se dediquen a desentrañar su profundo sentido filosófico; pero, como está plagado de asnos y bachilleres, de venteros y cabreros, de duelos y quebrantos, y de otros motivos seudopopulares, permite una sucesión de juegos florales, investiduras paródicas, títeres y arreglos musicales, cuya relación con la obra cervantina no todos estamos capacitados para comprender. Y, por si todo ello fuera poco, Cervantes se deshizo en elogios a Barcelona con lo que obtuvo el nihil obstat del nacionalismo catalán. Bien es verdad que la aventura del vizcaíno desluce el sentido autonómico del Quijote. Resulta de todo punto inadmisible que un manchego derribe a un vizcaíno, muy superior en sangre, formación y valentía. Quizá sea procedente crear un comité de expertos para solucionar este espinoso problema. (LÓPEZ-SALAZAR PÉREZ, J. 2005. pp. 17-18)

   Esta aguda reflexión y crítica realista del fenómeno aludido sirvió de introducción al I Congreso de Historia titulado La monarquía hispánica en tiempos del Quijote, celebrado en la Universidad de Castilla-La Mancha en noviembre de 2004 como preludio de toda una serie de acontecimientos en torno al Quijote. Aunque a mi compañero no le falta razón y está sobrado de argumentos, no puedo compartir por completo el sentido de sus palabras. Estemos o no de acuerdo con la forma de recuerdo que entraña toda celebración, y aun a costa de ser tildados de "oportunistas", no podemos encubrir el interés social y la trascendencia a todos los niveles que todos estos eventos conllevan. Solamente refrescando la memoria colectiva acercaremos los actos conmemorativos al gran público y contribuiremos a que se interese por nuestra historia. Hacer llegar la historia a todos los rincones no es siempre fácil y menos aún si no adquiere el merecido impulso desde las instituciones públicas y privadas. Modas aparte, no es menos cierto que algunas conmemoraciones centenarias españolas han dejado como herencia, incluso, la transformación de ciudades, la mejora de las infraestructuras, la restauración de edificios y la habilitación de espacios, antes en desuso, con nuevos fines sociales. Luego, al menos en parte, las palabras recogidas del fragmento anterior deben mantenerse en cuarentena.

La España de Felipe III o la España del Quijote

   Los años transcurridos entre 1598 y 1621, los correspondientes a la España de Felipe III, contemplaron un sucesivo desplazamiento del peso político y hegemónico del imperio español a otros países del norte de Europa. El paulatino repliegue español materializado en Vervins, Londres y Amberes supuso el freno a los planteamientos estratégicos de carácter político-militar de Felipe II basado en unos principios -la protección del catolicismo y la defensa del monopolio comercial con las Indias- que requerían cuantiosos recursos humanos y económicos. El enorme sacrificio contributivo exigido a sus reinos, en especial a Castilla, estuvo orientado a la defensa de una posición hegemónica internacional, extendida por Europa y verificada por las posesiones ultramarinas en América, África y Asia.
   Acomienzos del siglo XVII, el fracaso en la estrategia política desarrollada por España para el mantenimiento de Flandes, con una auténtica sangría económica y humana, permitió, en primer lugar, la supervivencia francesa, inglesa y holandesa, para originar, más tarde, un juego de apoyos y alianzas entre estos países que terminaron por forzar la firma de tratados individuales con España.
   La España heredada por Felipe III denota una serie de elementos que permiten hablar de una crisis finisecular, observados en un estancamiento de los parámetros demográficos, una paulatina crisis en los sectores económicos -con la caída de la producción agraria y el retroceso en la producción industrial- y una crisis hacendística, como fruto de la imparable carrera imperial mantenida a lo largo del quinientos y que había entregado las finanzas castellanas a los asentistas extranjeros.
   Esta serie de cambios, según algunos autores, debe someterse a un estudio más profundo que ofrece matizaciones: "La época en que vivió y escribió Cervantes -según A. Domínguez Ortiz- sin duda fue crítica, aunque los cambios se espaciaron lo suficiente como para no dar la sensación de estar ante una época revolucionaria. Aquellos hombres se daban cuenta, por ejemplo, de que la moneda perdía valor adquisitivo; el ritmo de la inflación era muy modesto; un uno o dos por ciento anual, que hoy haría las delicias de cualquier ministro de economía, pero que, por el efecto acumulativo, acababa por hacer insuficientes sueldos y dotaciones que veinte o treinta años antes se consideraban suficientes; de ahí las frecuentes peticiones de aumento de salarios, de reducciones del número de misas a que obligaba la fundación de una capellanía, de quejas de los que vivían de rentas fijas, etc." (DOMÍNGUEZ ORTIZ, A. 1998, pp. XCIII-XCV).
   Caben menos dudas de la explicitud de otros factores contables, como la difícil situación económica que quedó ejemplificada en la hipoteca de las cuentas del reino, al acceder al trono Felipe III, el 13 de septiembre de 1598. Casi la mitad de los 9.700.000 ducados de ingresos debían dedicarse al pago de los intereses de los juros, mientras desde las Cortes castellanas se escuchaban las protestas por la elevación de los precios y del coste de la vida, abriendo un peligroso proceso inflacionario. La Junta de Desempeño, creada en 1603, poco pudo hacer ante este imparable proceso y, a la altura de 1607, el déficit superaba los diez millones de ducados, lo que obligó a una nueva suspensión de pagos a los banqueros genoveses, seguida por el llamado Medio General de mayo de 1608, que alivió momentáneamente la presión financiera sobre la Hacienda (PERDICES DE BLAS y REEDER, 2004, pp. 121-160). Habría que esperar a las Cortes de 1617 para intentar buscar una salida a los problemas financieros de la monarquía. La consulta sobre la reformación del reino de 1619 permitiría atender a la toma de las primeras medidas para que Castilla recuperase la posición de preeminencia mantenida hasta entonces. Las propuestas arbitristas que vieron la luz durante aquellos años -a través de los Fernández de Navarrete, Eugenio de Narbona, Sancho de Moncada, Pedro de Valencia o Lope de Deza- demuestran la elevada capacidad de reflexión expuesta por algunos de los intelectuales más representativos.
   En el terreno diplomático, las dificultades financieras llevaron a Lerma a defender una política de apaciguamiento en los conflictos que España mantenía en el norte, especialmente con Inglaterra y las Provincias Unidas, mientras se lograba contener la amenaza de la piratería berberisca en el Mediterráneo.
   Las relaciones anglo-españolas entraron en un nuevo escenario tras la muerte de Isabel Tudor en 1603. El escocés Jacobo I Estuardo, sucesor en el trono inglés, firmaba la paz de Londres de 1604, gracias a la sagacidad de Juan de Tassis, posterior conde de Villamediana; de don Juan Fernández de Velasco, almirante de Castilla y duque de Frías; y del archiduque Alberto, que gobernaba los Países Bajos españoles. Incluso se planeó casar al heredero del trono inglés, el futuro Carlos I, con una de las infantas españolas, lo que fue muy festejado en la corte vallisoletana. El conde de Gondomar, embajador en Londres durante el reinado de Jacobo I, gozó de gran influencia en la corte inglesa y contribuyó a mejorar las relaciones hispano-inglesas, en especial, las relativas a las incursiones de los corsarios ingleses contra las flotas que transportaban la plata procedente de Perú y de Nueva España.
   Con respecto a Holanda, la abdicación de Felipe II de los Países Bajos en su hija Isabel Clara Eugenia, casada con Alberto de Austria, abría la posibilidad del establecimiento de una dinastía nacional, siempre y cuando el matrimonio tuviese descendencia; en caso contrario, los Países Bajos retornarían a la soberanía española. Las provincias católicas del sur -la futura Bélgica- aceptaron la decisión de Felipe II, mientras que las Provincias Unidas del Norte (Holanda), dirigidas por el protestante Mauricio de Nassau, cuya independencia había sido reconocida ya por Inglaterra y Francia en 1596, la rechazaron, prosiguiendo la guerra con España. La paz con Inglaterra permitió a los tercios de Spínola contraatacar a los rebeldes que habían contado hasta el momento con el apoyo inglés. La Tregua de Amberes, de 1609, por un período de doce años establecería un nuevo statu quo en la región. A pesar del acuerdo, la monarquía hispánica tendría que seguir controlando la penetración del culto protestante en Flandes, además de pagar los sueldos del ejército en la zona para evitar nuevos motines que implicasen su desestabilización e iniciar una política de atracción de la nobleza flamenca hacia los postulados de la Corona. La Tregua supuso, en otros términos, el reconocimiento español de facto de la independencia holandesa, así como la continuidad de la expansión comercial de sus ciudadanos en las Indias Occidentales y Orientales.
   Por otra parte, la política norteafricana del gobierno español para enfrentarse a la amenaza turca y reducir la piratería berberisca contó con dos valiosos aliados: Persia, nación con la que España estableció una alianza antiturca; y el reino del Cuco, asociación de confederaciones bajo un mando político en el interior de Argelia. Gracias al despliegue de medios del sultán en el frente de Hungría, que seguía recabando una mayor atención que el Mediterráneo, y al apoyo español desde el sur de Italia, se consiguió aminorar la actividad de los piratas berberiscos que acosaban la navegación entre las penínsulas ibérica e italiana. Las infructuosas campañas contra Argel fueron compensadas con la ocupación de Larache, en 1610, el ataque contra la Goleta, en 1612, y la conquista de La Mámora, en 1614.
   La España de Felipe III es prolija en crónicas y relaciones emitidas por los diplomáticos enviados en labor oficial. Una de las primeras relaciones que conocemos se debe al embajador veneciano Simeone Contarini, que permaneció en Valladolid, ciudad donde residía la Corte, entre 1601 y 1604 (CONTARINI, 2001: 70). A la conclusión de su embajada compareció ante el Senado veneciano presentando un detallado informe sobre el estado de la monarquía española a principios del siglo XVII. En el "Discurso" criticaba claramente al gobierno español y, en particular, a la persona y el gobierno del valido duque de Lerma. El diplomático veneciano constataba la crisis demográfica, económica y política que atravesaba España, y dedicaba algunas páginas a enjuiciar la deficiente administración financiera, la corrupción del funcionariado y el desgobierno del país. También dedica algunos comentarios a analizar la composición de la monarquía hispánica, un aspecto que venía deslumbrando a teóricos y politólogos desde tiempos de Maquiavelo, por haber sabido conjugar la unidad política y la diversidad territorial.
   En 1616 fallecían dos grandes escritores, Cervantes en Madrid y Shakespeare en su Stratford natal, en una Europa donde el dogmatismo y la intolerancia todavía eran contempladas en algunos lugares sin estridencias, incluso con cierta complacencia. La década pacificadora en la que estaba sumida España parecía haber tocado a su fin, y sus primeros indicios se atestiguaban con la intervención española en la Guerra de los Treinta Años, iniciada en 1618 con el valimiento de Uceda, y la necesidad de hacer frente a los intereses italianos (en Saboya, Venecia y la Valtelina), lo que demostró un cambio de tendencia en la política de no beligerancia mantenida hasta el momento.
   Unas palabras que encontrarían el eco adecuado años más tarde, precisamente cuando Felipe IV ascendía al trono español. Sir Francis Bacon observaba cómo el avance del poder absoluto y la defensa de los intereses dinásticos y hegemónicos en Europa empezaban a crear fisuras en el sistema imperial español. Cuando las negociaciones matrimoniales hispano-inglesas estaban en punto muerto y se atisbaba la guerra, el filósofo y estadista inglés apeló, en un discurso pronunciado en la Cámara de los Comunes, a razones de Estado, de índole dinástica y religiosa, para justificar el conflicto con España: "Ahora existe -señalaba Bacon- una gran confederación contra ella, por causa de todos esos conflictos y litigios; consolidada por el temor que todas las naciones tienen a su ambición, que la humanidad cree no tener fin y, sobre todo, por contrarrestar sus fuerzas" (SPEEDING ed. 1874, vol. VII: 460 y ss.).
   La España de Felipe III, ya lo hemos comentado, había heredado una coyuntura económica, internacional e interna que hacía presagiar el derrumbamiento del poder hispánico y de su preponderancia en la escena europea. No cabe duda de que desde los planteamientos más estrictos la estrategia política había fracasado. Los escasos años de paz -conseguidos por necesidad o simplemente como parte de una estrategia general- (ALLEN 2001: 317-330) ni siquiera habían permitido la recuperación del país y a comienzos de la década de los años 1620 se planteaba un nuevo escenario. Las cambiantes relaciones internacionales iban a requerir de experimentados equipos diplomáticos para trazar nuevas alianzas y de poderosas fuerzas militares para obtener en el campo de batalla aquello que no pudiera lograrse en la mesa de negociaciones.

La Mancha cervantina en las descripciones de los viajeros

   "La Mancha es árida como una roca, negra como una bóveda y triste como un cementerio. Sus páramos, sus yelmos y su silencio tienen las vertiginosas atracciones del abismo[...] Sin embargo, ella, que debiera estar condenada a eterna oscuridad, ha recibido de las fecundidades del genio que, a las veces, exceden a las de la naturaleza, bautizo de inmortales recuerdos. Nadie la divisa ni nadie la cruza sin sumergirse en honda meditación[...] Todos interrogan sus horizontes, como si aguardaran que el hidalgo que nació de su seno fuera a presentarse de súbito, saliendo tras de apartada colina o de solitario peñón" (SANHUEZA LIZARDI 1889). Estas palabras corresponden al abogado, político y escritor chileno Sanhueza Lizardi que recorrió España y atravesó las tierras de La Mancha a finales del siglo XIX. No es de extrañar que en su libro Viaje a España hiciera estos desafortunados comentarios porque, al igual que venía sucediendo desde hacía tres centurias cuando el propio Cervantes se imbuía en su Ingenioso hidalgo, existían muchos tópicos sobre la realidad castellana y manchega.
   En la mayor parte de las descripciones de los viajeros, La Mancha no aparece bien parada y prácticamente es denominada como "tierra de paso" entre Madrid y Andalucía. "Todo este terreno -señalará F. Bertaut en 1659- es el desierto que llaman Sierra Morena, que en este sitio no tiene más de esa anchura, pero se extiende mucho más ancho en otros sitios, porque ocupa mucho espacio[...] Son todo grandes montañas y se extiende hasta uno de los montes más altos de esa cordillera, donde hay una cruz en el comienzo de la sierra, es el país de La Mancha que es de Castilla la Nueva, y allí comienza Andalucía" (BERTAUT, F. 1999: 414).
    En efecto, a tenor de los relatos más comunes, los viajeros quedaron más impresionados por las imágenes y referencias de la Corte madrileña y su fastuosidad, con sus fiestas, procesiones festivas y mascaradas y de las ciudades del sur, entre ellas Córdoba, Granada, Sevilla y Cádiz, ricas en monumentos arquitectónicos, ornamentos y reliquias, que por las llanuras inmensas de La Mancha o de Castilla-La Mancha, según su denominación autonómica. En dicho recorrido el paso natural debía atravesar Ocaña, Madridejos, Puerto Lápice, Manzanares y Valdepeñas, mientras el resto de los trayectos entre Madrid y las provincias situadas hacia el suroeste y sureste español estaban conectadas a través de poblaciones como Talavera de la Reina -para llegar a Extremadura-, Tarancón, Minglanilla y Requena -para ir a Valencia- y Aranjuez, Ocaña y Albacete -para llegar a Almansa-.
   Las descripciones geográficas de los lugares que se van visitando sirven a los viajeros, a modo de introducción, para dirigirse a sus lectores. Sus primeras impresiones sobre el paisaje quedan claramente reflejadas desde las primeras líneas pudiendo hablar de aspectos relativos a la geografía física, es decir, al relieve, el clima, la red hidrográfica, etc. ENS, K., en su obra latina Deliciae apodemicae... (1609), se refiere a la ciudad de Cuenca con las siguientes palabras: "Concha, vulgo Cuenca, ciudad muy poderosa, construcción de los moros, la rodean en sitio escarpado ríos entre rocas tan altas que resulta inexpugnable por la naturaleza misma del lugar, de difícil acceso, calles empinadas, abruptas, sin acceso por casi ningún sitio para quien monte una caballería y apenas accesible". Similares descripciones ofrece el portugués Joao Baptista Lavanha al referirse a Guadalajara, "asentada en un otero humilde sobre el río Henares" (LAVANHA 1610-1611: 10), o el francés A. Jouvin al describir la ciudad de Toledo como "una gran roca separada de las altas montañas por el río Tajo, cuya altura forma un poco de meseta, donde están la plaza, la iglesia y el castillo" (JOUVIN 1672: 600).
   En otras ocasiones las descripciones se centran en los aspectos socioeconómicos, donde se señala el desarrollo agropecuario de la mayor parte de la región, el papel de la minería en algunas localidades (Almadén, Hellín, La Guardia, Tembleque), las manufacturas -sobre todo- textiles (en la Castilla del Tajo) o el intercambio comercial a través de las ferias y de los circuitos urbanos (Toledo, Talavera de la Reina, Guadalajara, Ciudad Real, Cuenca, Albacete y Sigüenza). La redistribución de una población mayoritariamente rural, los deficientes caminos y los escasos núcleos urbanos de entidad completan este panorama.
   De lo que caben menos dudas es del alto componente rural que aparece en todos los escritos de los viajeros al referirse a las tierras y a las gentes de La Mancha. En esta economía agraria de subsistencia, el mundo campesino, apegado a sus tradiciones y costumbres, ocupa muchas de las páginas descriptas por estos observadores foráneos y no precisamente las mejores.
   Según todos los relatos, el cultivo de secano es el que mejor arraigado está en Castilla- La Mancha. Cereales (trigo y cebada), olivos y vid aparecen como sello de la gastronomía de la región en la mayor parte de las descripciones. Los vinos de La Mancha, entre los que destacan los de Ciudad Real, empiezan a ser un referente para los viajeros: "En toda La Mancha -según el señor Des Essarts- hay muy buen vino. Los más renombrados son los de San Clemente, La Solana y Membrilla" (DES ESSARTS 1669: 525). Los viajeros hacen también distintas consideraciones sobre una serie de productos alimenticios entre los que destacan el pan, cuya blancura y ligereza es muy alabada; el queso de oveja (de Villacañas, Herencia, El Toboso y Villatobas), el carnero asado, así como las verduras arregladas con aceite y vinagre. Las migas, las sopas de ajo, algunos platos como los duelos y quebrantos ya aparecidos en El Quijote o la "olla podrida" que, además de carne, tocino y legumbres, contiene jamón, aves y embutidos, entre otros ingredientes. También hay numerosas referencias a los huevos, el chocolate, el jamón, el cordero, las terneras, los capones y ciertos pescados, como el salmón y el lucio.
   La variada etiología del mundo rural, descripto como cerrado y en parte desconfiado, se extiende desde los hidalgos rurales y los villanos ricos a los sectores más menesterosos del proletariado rural. Una legión de oficios rurales completa este particular microcosmos rural con artesanos, albañiles y carreteros, entre otros muchos. No son extrañas las descripciones de los temporeros y asalariados, de los cultivos más importantes, del utillaje empleado o de los sistemas de trabajo. De igual forma, el desarrollo de la ganadería mesteña y la larga trashumancia en busca de los pastos está en alguna de las ilustraciones del famoso Civitates Orbis Terrarum de G. Braun.
   El mal estado de los caminos de Castilla-La Mancha, en una situación por otra parte privilegiada entre Madrid y Andalucía, y las deficientes posadas y ventas, a veces sin camas, son también objeto de desafortunados comentarios. Una descripción anónima del año 1700 se refiere al camino entre Toledo y Granada con las siguientes palabras: "Es un camino tan lamentable como anónimo, y durante siete días de marcha no encontramos ningún sitio razonable donde alojarnos". Todavía a mediados del siglo XIX, en opinión del inglés George John Cayley (1853), la venta Quesada, próxima a Argamasilla de Alba, era descripta como un "cobertizo miserable" mientras desconfiaba de la gente de la casa denominándola de "mal paño".
   Frente a un mundo rural densamente poblado, aparecen distintas ciudades, algunas claramente contrastadas, como Toledo, antigua capital imperial, con más de 50.000 habitantes lejos de los 8.500 pobladores de Ciudad Real y de los poco más de 3.500 atribuidos a Albacete. Lógicamente, como se recoge en todo libro de viajes, aparece el elemento de la comparación con otras ciudades ya visitadas y las poblaciones castellanomanchegas no son precisamente objeto del halago del caminante. Francisco Bertaut, en su viaje a España acompañando al mariscal de Gramont, al llegar a Ciudad Real escribirá lo siguiente: "Es una ciudad situada en un llano grande, y cuyo recinto es bastante grande, que incluso estaba en otro tiempo muy poblada, pero al presente está casi desierta. Ya no le queda nada, sino que allí es donde mejor se aprestan las pieles de cordobán, con las que hacen en España los guantes. Es también de allí de donde van la mayor parte a Madrid" (BERTAUT 1999: 451).
   Un aspecto que también llama poderosamente la atención de los viajeros extranjeros se refiere a las costumbres y las diversiones de La Mancha. Se centran en aspectos relativos a su fisonomía y atuendo (rasgos faciales, color del pelo y de la tez, etc.); su vida social; su carácter, con sus consideraciones a favor y en contra; las alusiones a la gastronomía castellano-manchega, muy alabada en el resto de España; la educación y las prácticas religiosas (SHAW FAIRMAN 1981: 233 y ss.). En cuanto a las diversiones, destacan los comentarios referidos a las corridas de toros y el juego de cañas, como espectáculos desconocidos en sus países de origen. Los extranjeros admiran en sus obras el valor de los que toman parte en las corridas de toros a pesar de reunir al mismo tiempo la belleza del arte ecuestre y el colorido de la fiesta, sin embargo, a los ojos del forastero suele considerarse una diversión "cruel y sangrienta". Por último, dedican algunas páginas al teatro, refiriéndose al de Almagro, a los juegos de cartas, el carnaval, las mascaradas -con su combinación de música y baile- o a determinadas fiestas que concluían con fuegos artificiales.
   En conclusión, no vamos a cuestionar aquí el valor histórico de este tipo de crónicas o relatos (SANZ CAMAÑES 1994: 123-133), ni la trivialidad de algunas de las descripciones recogidas que llamaron la atención de un viajero procedente de otro entorno, de otra cultura y terminaron por perfilar la imagen de las tierras que hoy forman Castilla-La Mancha. Este tipo de relatos, al margen de una subjetividad que los convierte casi en un género autobiográfico, resultan de interés para conocer la situación de un mal camino, el precio de una posada, el posible escondite de bandidos o la incomodidad de un alojamiento, aspectos que podían resultar consejos de enorme utilidad para quienes decidieran emprender algún viaje por tierras de Castilla y La Mancha a lo largo del siglo XVII.

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