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Cuadernos de historia de España

Print version ISSN 0325-1195On-line version ISSN 1850-2717

Cuad. hist. Esp. vol.82  Buenos Aires Jan./Dec. 2008

 

Franco Silva, Alfonso, Entre los reinados de Enrique IV y Carlos V. Los Condestables del linaje Velasco (1461-1559), Jaén, Universidad, 2006, 218 páginas.

Alfonso Franco Silva, Catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Cádiz, es un conocido y reputado especialista en la historia nobiliaria de la Castilla del siglo XV. Son innumerables sus estudios publicados en revistas especializadas, algunos de ellos recogidos en volúmenes recopilatorios que han tenido un amplio eco y difusión. Éste que ahora reseñamos trata del linaje de los Velasco, condestables de Castilla. Sólidamente asentado en la Rioja -entre sus títulos identificadores figuraba el de condes de Haro-, la mayor parte de sus señoríos estaban situados en la zona burgalesa y vallisoletana, como pone de relieve el conocido mapa elaborado hace años por don Santiago Sobrequés. El estudio abarca la historia del linaje desde el primer condestable, don Pedro Fernández de Velasco, hasta su nieto y homónimo († 1559), pasando por sus hijos Bernardino e Íñigo. El primer condestable se mantuvo siempre fiel a Enrique IV, aunque, como los Mendoza, con quienes estaba emparentado por vía de matrimonio, acabó apoyando en la guerra de sucesión la candidatura de Isabel I. A su muerte en 1492 -fue uno más de los magnates castellanos que murieron el mismo año de la conquista de Granada, como don Pedro Enríquez, señor de Tarifa y Adelantado de Andalucía, don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, o don Enrique de Guzmán, duque de Medina Sidonia-, dejó solidísimamente asentado a su linaje y, en especial, legó a la posteridad dos símbolos de su prestigio y poder social y económico: la capilla funeraria del Condestable, en la catedral de Burgos, y la Casa del Cordón, su palacio burgalés.
El autor desarrolla con gran acopio de datos, deducidos en su mayor parte de las ricas crónicas castellanas de la época y de la documentación de la casa de Frías, arropadas en una escritura clara y de lectura agradable, las biografías de los cuatro condestables que cubren el período en que se enmarca el libro, de 1461 a 1559.
Don Pedro casó con Mencía de Mendoza, hija del famoso Marqués de Santillana. Su proximidad a Enrique IV durante la guerra civil de 1465-1468, si bien inicialmente se dejó influir por el gran muñidor de la revuelta nobiliaria, don Juan Pacheco, marqués de Villena, le permitió incrementar su ya importante patrimonio y rentas con la concesión por el monarca de los diezmos de la mar de los puertos cantábricos. En 1470, a la muerte de su padre, heredó el condado de Haro y el rico patrimonio familiar. Ese mismo año fue nombrado Virrey de Vizcaya y Guipúzcoa, y, en su ambición, trató de que el rey le otorgase el señorío de Vizcaya. Ello le valió un sonado enfrentamiento con don Pedro Manrique, adelantado de Castilla y conde de Treviño, del que salió derrotado cerca de Bermeo. Participaría muy activamente, al lado de los Reyes Católicos, tanto en la guerra de sucesión castellana (1475-1479) como en la guerra final de Granada. Tan importantes servicios fueron recompensados con la confirmación de la renta de los diezmos de la mar y otras rentas situadas en las villas marineras de San Vicente de la Barquera y Laredo.
Los dos siguientes condestables, don Bernardino y don Íñigo, hijos ambos de don Pedro, el primer condestable, gobernaron el patrimonio del linaje desde 1492 hasta 1528. Fueron, sin duda, años trascendentales para la Casa de los Velasco. Don Bernardino, III conde de Haro, incrementó las ya importantes posesiones del linaje (Briviesca, Medina de Pomar, Halo y Belorado, Cerezo y Frías) con la villa de Cigales, Pedraza de la Sierra, Torremormojón y varios lugares en el obispado de Plasencia, todos ellos procedentes de la dote y herencia de su mujer Blanca de Herrera. A la muerte de ésta en 1499, nombró como heredera universal a su hija Ana. Ante el riesgo de que el patrimonio y el apellido del linaje se disolviesen, don Bernardino consiguió que su hija, a quien casó con Alfonso Pimental, conde de Benavente, recibiese en dote parte del patrimonio y bienes de su madre, ya que don Bernardino logró retener para la casa de Velasco las villas de Cigales, Pedraza de la Sierra y Torremormojón.
Don Bernardino debió pasarse media vida pleiteando por mantener lo más incólume posible el patrimonio paterno. Esto lo llevó a pleitear con su madre, doña Mencía de Mendoza, y con su hermano Íñigo. Con la primera se llegó a un complejo acuerdo, satisfactorio, al parecer, para las partes. Más difícil fue llegar a una avenencia con su hermano Íñigo. Apenas muerto don Pedro, don Bernardino se apoderó de las aldeas de Gandul y Marchenilla, próximas a Sevilla y otras rentas en Castilla, que habían correspondido a don Íñigo como parte de su herencia. En 1493 se llegó a un acuerdo entre los hermanos que no impidió, sin embargo, que "las relaciones entre ambos" fuesen "frías hasta la muerte del condestable". Don Bernardino fue muy apreciado por los Reyes Católicos, que le otorgaron el título de duque de Frías y una serie de cargos, honoríficos los más, entre los que destaca el de condestable. Sus estrechas relaciones con Fernando el Católico procedían, en buena medida, del hecho de haber contraído matrimonio con doña Juana de Aragón, hija natural del monarca. Fallecería sin dejar descendencia masculina, por lo que los bienes adscritos al mayorazgo de la Casa de Haro pasaron a su hermano menor don Íñigo.
Don Íñigo de Velasco había casado con María de Tovar, que aportó al matrimonio las villas de Berlanga de Duero y Gelves, situadas éstas a poca distancia de Sevilla. Junto con dos aldeas cercanas también a la urbe hispalense (Gandul y Marchenilla). Por compra, a través de su mujer, se convirtió en señor de Osma, perteneciente hasta entonces al marqués de Villena. Todas estas villas y un conjunto importante de rentas, se integraron en el mayorazgo que crearon en 1509 en favor de su hijo don Pedro. Al convertirse don Íñigo en cabeza de la Casa de Velasco, el mayorazgo se deshizo y los bienes de la Casa de Tovar se desvincularon del mayorazgo de los Velasco.
Don Íñigo hubo de sostener pleitos con sus parientes sobre la posesión de determinados bienes. El más enconado fue el que mantuvo con su sobrina Ana de Velasco, condesa de Benavente, hija del primer matrimonio de don Bernardino, sobre la posesión de las villas de Cigales, Pedraza de la Sierra y Torremormojón. El otro fue con su otra sobrina, Juliana Ángela, por la sustanciosa renta de los diezmos de la mar. El acuerdo vino de la mano del matrimonio entre ésta y su primo don Pedro, hijo y heredero del mayorazgo de la Casa de Velasco. También pleiteó don Íñigo con su propio hijo don Pedro, conde de Haro. El tercer condestable mantuvo muy buenas relaciones con Fernando el Católico y con su nieto Carlos V, que a su regreso al Imperio, lo nombró Gobernador General de los Reinos. En su condición de tal hubo de hacer frente con éxito a la revuelta de los Comuneros. A su muerte, en septiembre de 1528 le sucedió en el mayorazgo de la casas de Velasco su hijo don Pedro, mientras que su segundo hijo, don Juan, heredaba el mayorazgo de la Casas de Tovar. Don Pedro, al casar con su prima Juliana Ángela, había hecho, como afirma el Prof. Franco Silva, "un magnífico negocio". Pero la esterilidad de su mujer planteó el siempre complicado problema de la prolongación del linaje. Fuera del matrimonio, don Pedro había tenido varios hijos naturales. Lo heredaría, finalmente, uno de ellos, don Pedro, a quien Carlos V había legitimado en 1542. Años antes, de otra relación extraconyugal, había tenido otro hijo, don Juan, a quien otorgó las villas y lugares del valle de Hoz de Areba. Esta donación fue revocada en 1542 en beneficio de su hijo don Pedro. Fallecería en 1559.
Estamos ante un libro de excelente factura, basado en una muy buena información documental, lleno de datos y referencias, bien escrito, que se lee con facilidad, a pesar de la densidad de su contenido. Solo faltaría haberle añadido algunos mapas y cuadros y, tal vez, un índice de nombres, algo absolutamente imprescindible en cualquier libro de historia, y más en libros como éste. En conclusión, estamos ante una valiosísima muestra de la capacidad de trabajo del Prof. Franco Silva, que una vez más nos ha ofrecido una excelente muestra de su competencia en temas de historia nobiliaria.

Manuel González Jiménez

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