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Temas medievales

versión impresa ISSN 0327-5094versión On-line ISSN 1850-2628

Temas Mediev. v.13 n.1 Buenos Aires ene./dic. 2005

 

RESEÑAS BIBLIOGRÁFICAS

McKitterick, Rosamond (ed.), La alta Edad Media. Europa 400-1000, Barcelona, Crítica, 2002 (333 pp.)

   La obra corresponde al tomo segundo de la Historia de Europa Oxford, editada por T. C. W. Blanning, cuyo objetivo central "es conciliar la profundidad del análisis con la amplitud del enfoque", a partir de la convocatoria de reconocidos especialistas y de un director, que establezca los criterios que den coherencia al texto final.
   En La alta Edad Media la coordinación se encuentra a cargo de Rosamond McKitterick, profesora de Historia Medieval en la Universidad de Cambridge y especialista en aspectos culturales y políticos del período abordado. A su cargo se encuentran, también, la introducción, el capítulo 1y las conclusiones. La acompañan Chris Wickham (Universidad de Birmingham), Mayke de Jong (Universidad de Utrech), Jean-Pierre Devroey (Universidad Libre de Bruselas), Jonathan Shepard (Universidad de Cambridge) e Ian Wood (Universidad de Leeds). El resultado, un libro polifónico, rico en matices e interpretaciones divergentes.
   En la "Introducción", la editora esboza las líneas centrales del texto, a partir de una breve presentación del contexto histórico, las fuentes y las culturas involucradas en este período de transformación del continente, verdadera etapa nodal en la construcción de Europa -ya subrayada en los sesenta por José Luis Romero y revisada críticamente en los últimos años por historiadores de la talla de Jacques Le Goff o Robert Fossier-.
   El mundo carolingio, ese proyecto de Europa "abortado" en términos de Le Goff, adquiere una centralidad casi excluyente a lo largo de las trescientas páginas de la obra, dado que los siglos VIII y IX son considerados claves en este proceso de transformación -¿Henri Pirenne revisitado?-.
    "La política", capítulo 1 a cargo de McKitterick, es un profundo análisis de la transformación de las estructuras políticas romanas y la conformación de la organización propia de los pueblos germanos, en particular carolingios y otónidas. En base a las últimas investigaciones, llevadas a cabo principalmente por historiadores británicos y alemanes, la autora repasa temas clásicos -el rey, la corte, las asambleas- pero subraya otros, que resultan novedosos -la figura de la reina, la búsqueda de consensos, la conformación de un aparato ideológico-.
   Se habla de transformaciones graduales del mundo romano rechazando, de esta manera, los postulados de las tesis rupturistas. Este enfoque se observa, en particular, en los abordajes del derecho y de las finanzas. En estas páginas es posible analizar cuánto avanzó el conocimiento histórico desde de los pioneros estudios de René Fédou o bien en qué punto se encuentra el debate referido a la moneda, el crédito y las finanzas tan caro a la historiografía franco-alemana.
   El capítulo 2, "La sociedad" se debe a la pluma de Wickham, quien confronta dos historias, "la de las aristocracias con posesión de tierras y la del campesinado". En lo referido a las aristocracias, resulta de interés su propuesta de considerar a los grupos de fusión romano-germánicos como "primeras elites occidentales medievales" y analizar las variantes regionales de riqueza, poder y cultura: la aristocracia franca era la más rica, en tanto los aristócratas visigodos sobresalían por su formación cultural.
   Estas aristocracias eran, ante todo, militares. Esta militarización de las elites es un tema que genera profundas discusiones, dado que los autores no acuerdan en señalar cuándo se produce esta conformación de los milites ni en establecer qué rasgos diferencian a estos grupos de otros grupos nobiliarios. Hacia el año mil -y ésta es una postura adoptada por el autor- el factor dominante es el militar. Es el momento de la instauración de la sociedad feudal (Marc Bloch), del señorío banal (Georges Duby), del encastillamiento (Pierre Toubert), el encelulamiento (Fossier) o de la mutación feudal (Guy Bois).
   Respecto del campesinado, pareciera existir una mayor homogeneidad en cuanto a su situación. Por lo general -y más allá de las diversas situaciones jurídicas y sociales-, el sometimiento es la tendencia predominante. Pero esta visión tradicional, relativa a los grandes latifundios, debe matizarse. Los grandes dominios conviven con los pequeños campesinos propietarios alodiales. Si bien en casi toda Europa los campesinos vivían en comunidades geográficamente definidas y bajo el control de un señor, los modelos de tenencias y propiedades fragmentadas posibilitaron el desarrollo del pueblo como unidad micropolítica.
   En ambos enfoques se preocupa por poner de relieve aspectos de la vida cotidiana (vestimenta, alimentación, creencias y rituales) y de las diferentes estructuras familiares. Hace hincapié en el lugar ocupado por la mujer, que hoy sabemos importante tanto para los grupos aristocráticos -las mujeres y la transmisión de las memorias familiares tal como lo han estudiado Eric Bournazel o Enrique Ruiz Domenec- como para los campesinos -ya sea en lo referido al clan como en las relaciones entre diferentes comunidades campesinas, de acuerdo a los planteamientos desarrollados por Jacques Heers o Werner Rösener-.
   Esta defensa de la tesis rupturista del año mil contrasta con la propuesta de Jean-Pierre Devroey en el capítulo 3, "La economía" que, en parte, defiende la tesis de una economía europea esencialmente rural antes del siglo XI. Pero a diferencia de tesis tradicionales, en las cuales esta ruralización implicaba una economía cerrada y de autosuficiencia, "la investigación actual subraya la dinámica de las relaciones entre la ciudad y el campo a partir de la alta Edad Media y el papel de los representantes religiosos y políticos en el desarrollo económico. La acumulación de capital fue posible mediante el desvío del excedente desde su procedencia a los centros de control, es decir, del campo a las ciudades y del productor campesino al consumidor noble o burgués".
   En este contexto, los aportes de la arqueología y de la fotografía aérea ofrecen datos precisos sobre el desarrollo tecnológico o la ocupación del suelo, arrojando, de este modo, una imagen menos sombría que la esbozada por Duby en la década de los sesenta. De allí que "el despertar del siglo VIII" anticipe, en gran parte, lo que ocurrirá en Europa a partir de fines del siglo X. Es la tesis sostenida recientemente por Toubert, para quien el primer crecimiento económico europeo se da en época carolingia.
   La presentación de las transformaciones rurales entre el año cuatrocientos y el mil se refiere tanto a los modelos de explotación -villa romana, villa merovingia, villa carolingia- como a las variaciones cualitativas del paisaje -relacionadas ya sea con los cambios climáticos como con la invasión del bosque, el avance y variedad de los cereales cultivados- y los niveles de distribución y las relaciones económicas y sociales -este conjunto de temas remite al capítulo precedente, dado que plantea las relaciones sociales establecidas en ámbitos rurales-.
   Afirma el autor que "el ‘progreso' registrado en el campo no es repentino o 'revolucionario', sino que es el aumento lento producido por una intensificación de las prácticas agrícolas" (p. 133). De esta manera, toma partido por la interpretación que habla de una lenta evolución, que acelera sus tiempos en torno al año mil, tal lo expresado por Dominique Barthèlemy, Charles Duhamel-Amado y Patrick Geary, entre otros.
   El otro gran tema es el de la ciudad medieval o, con mayor precisión, las ciudades medievales. En este caso, el autor nos presenta un somero análisis de cómo evoluciona la ciudad antigua y de cómo la civilización urbana pierde su importancia a partir del siglo VII. Esta interpretación, heredera del modelo pirenniano, se encuentra hoy severamente cuestionada, tal como lo demostró Heers en los noventa.
   Ambos capítulos dedican breves referencias a los mundos bizantino y árabe, que resultan insuficientes y cuya utilidad se encuentra en función de alguna comparación o referencia específica que los autores quieren realizar -ejemplos de la economía y el Estado bizantino o las ciudades en el mundo musulmán-.
   Mayke de Jong tiene a su cargo el capítulo 4, "La religión". Estas páginas constituyen, sin dudas, una excelente síntesis de las últimas investigaciones y debates referidos a los cristianismos anteriores al siglo XI, en palabras de Robert Markus o Peter Brown, retomadas por la autora al hablar de "las nuevas cristiandades". Estas cristiandades se conforman de acuerdo a tradiciones locales y "nacionales" pero también en función de tradiciones hagiográficas, de corpus textuales, de desarrollos institucionales -por ejemplo, diversas formas de monacato y de regula- así como en relación con los otros no cristianos -judíos, heréticos y paganos, aunque sería posible incluir musulmanes-.
   Todo ello impide hablar tanto de una Iglesia romana universal como de una Cristiandad altomedieval. Con el advenimiento de los carolingios, la idea de universalidad será nuevamente considerada, ya sea en ámbitos políticos como eclesiásticos -confrontar, al respecto, con las páginas de McKitterick referidas a la ideología carolingia o con las obras clásicas de Louis Halphen o Robert Folz-. Aquí sí la digresión referida a Bizancio tiene sentido, dado que remite a las relaciones Estado e Iglesia en dos ámbitos de la cristiandad entre los siglos VIII y X y a las formas de resolución de los diferentes conflictos planteados entre ellos.
   De Jong repasa el modo en que la historiografía cristiana (Eusebio de Cesárea) y la historiografía de los diferentes reinos germánicos (Gregorio de Tours, Isidoro de Sevilla, Beda el Venerable, Pablo Diácono) crearon la noción de una religión verdadera y de una conversión que, aunadas supusieron "la aparición de un nuevo pueblo cristiano (gens). La identidad política era principalmente definida por los límites religiosos". En este sentido, resultan trascendentes los aportes de la propia editora del texto así como los de Walter Goffart, Peter Godman o Walter Pohl, por citar sólo algunos.
   Pero donde la autora presenta sus líneas más atractivas es en el apartado referido a "Las esferas sagradas y las estrategias de distinción" que, desde el propio título, remiten tanto a Alain Boureau como a Pierre Bourdieu. En este item presta atención a los loci sanctorum, a la idea de peregrinación, al culto de las reliquias, a la expansión del género hagiográfico, a la importancia de los santos y de los mártires, todas temáticas hoy en boga, tal como lo manifiestan los recientes trabajos de Ariel Guiance, Ángeles García de la Borbolla, Pedro Castillo Maldonado, Javier Pérez-Embid Wamba, Virginia Burrus. En este contexto genérico, a la autora le interesa subrayar la importancia decisiva de las reglas monacales, a partir de la regula de san Benito.
   "La cultura", a cargo de Ian Wood, es el capítulo 5 de esta obra y resulta una atrayente propuesta de síntesis evolutiva y valorativa de la cultura occidental hasta el año mil. ¿De qué modo entender, de no ser asó, su postura referida a la importancia de la separación de España tras la conquista árabe, puesta al mismo nivel que el renacimiento carolingio o la renovación otoniana?
   Su análisis parte del siglo IV, momento en que comienzan las transformaciones en la cultura romana. Si bien la cultura literaria se mantiene, los objetos suntuarios sufren modificaciones -a modo de ejemplo, sigue la evolución en la confección y utilización de las hebillas, que de un uso civil adquieren un lugar destacado en la vestimenta militar-.
   Sobre esta tradición cultural imperial se superponen las tradiciones de los diferentes Estados germánicos. Cada uno de ellos tomó, adoptó y modificó aspectos diferentes de dicha tradición. Así los ostrogodos hicieron suya la arquitectura romana en tanto los francos imitaron los missoria imperiales. Los reyes merovingios y visigodos también adoptaron la cultura romana aunque modificándola. En el ámbito hispánico resultan ya clásicos los estudios de Manuel Díaz y Díaz referidos a las transformaciones en la educación de las elites y al renacimiento visigodo. La cuestión de la educación entre los siglos VI y VIII gira, en este capítulo, en torno a algunos nombres fundamentales -Casiodoro, Beda- y a los monasterios. En la Inglaterra anglosajona y la Italia lombarda los ecos de la cultura imperial eran más débiles. En la península itálica, a excepción de Roma -donde el papado "sacó partido, cada vez más, del pasado glorioso de la ciudad" (p. 184)-, el pasado clásico perdió fuerza.
   Resultan sorprendentes la ausencia de referencia al África vándala, región en la cual se mantiene y pervive el pasado romano en lo relativo a la administración y a las ciudades, incluso luego de la conquista árabe -tal como lo ha demostrado Elvira Gil Egea-, así como las breves referencias a la península ibérica, que no recogen las discusiones habidas en torno a los conceptos de romanización y reconquista, esenciales al momento de valorar la impronta e importancia del reino y proyecto astur.
   Sí, en cambio, su presentación del renacimiento carolingio y de la renovatio otoniana es clara y precisa. Ambos desarrollos culturales permitieron la conformación de un substrato cultural común a  gran parte de Occidente, que excedió los límites de las conquistas imperiales así como la sucesión de sus reyes y emperadores.
   Wood considera que el impacto de los pueblos germánicos puede seguirse tanto en la difusión de sus propias lenguas como en el fin de la división clásica romana entre la esfera civil y la militar.
   Jonathan Shepard tiene a su cargo el capítulo 6, "Europa y el ancho mundo". Aquí, el autor afirma que si bien el Mediterráneo dejó de ser el mare nostrum, convirtiéndose incluso en barrera para los viajes Este-Oeste, Europa, entendida como el Occidente cristiano, se expandió durante toda la alta Edad Media.
   Entre los siglos IV y VI lo que se perdió fue la proyección del Imperio más allá de Europa. "Los días de un Imperio intercontinental que abarcaba las regiones más selectas del mundo y que proyectaba la presencia de emperadores a través de caminos e instalaciones militares estaban, sin embargo, contados" (p. 213).
   La tradición imperial se mantuvo en Oriente y, en el siglo VII, Bizancio sostiene esta proyección, aunque resulta más ideológica que real. Esta misma presencia se encuentra, en diversos grados, en los visigodos y en los francos. Todo ello dio origen a páginas memorables de José Ortega y Gasset referidas a las diferencias modernas entre España y Francia.
   Pero el ancho del mundo no se refiere solamente a la geografía física sino que remite también a la geografía espiritual: visiones del cielo y del infierno, búsqueda de la ciudad ideal identificada con Jerusalén (a veces, Roma o Constantinopla), ubicación del Paraíso y del reino del Preste Juan son ejemplos de una geografía imaginaria, base de una historia de las mentalidades de larga duración.           mbas tradiciones geográficas se aúnan en el proyecto carolingio de crear una nueva Roma y quedan plasmadas en el complejo palaciego de la Aquisgrán de Carlomagno.
   Esta labor de difusión y sostenimiento de la Cristiandad se afirma con los Otones, quienes asumen con gran fuerza la labor misionera. Pero, con la muerte de Otón III, se diluyeron definitivamente tanto las pretensiones universalistas imperiales y las cristianas.
   La "Conclusión: hacia el siglo XI", a cargo de McKitterick, vuelve sobre la importancia del año mil como división de etapas, aunque aclara que esta visión "es ante todo moderna" (p. 253). Con esta afirmación y su explicación posterior, rechaza la idea de un cambio brusco y generalizado, que responde más a una construcción historiográfica que a una realidad histórica, utilizando los argumentos ya expuestos por Devroey, en contraposición a Wickham.
   Pero Occidente estaba cambiando: sus aristocracias se militarizaban, la economía iniciaba un momento de expansión sin precedentes y las tradiciones políticas romanas definitivamente se hundían. Europa asistía a un doble proceso de fragmentación y unidad. Fragmentación política definitiva pero unidad entrelazada por objetivos culturales y religiosos comunes, costumbres y valores. La editora concluye: "fue en la alta edad Media cuando se formó la Europa que hemos heredado" (p. 257).
   La obra incluye una "Bibliografía complementaria" de utilidad, subdividida según los temas de los capítulos y precedida por una selección de fuentes traducidas al inglés. Hubiera sido interesante que, en la traducción castellana, se mencionaran las ediciones de que dispone el lector de habla hispana, para darle a este manual una utilidad mayor.
   Una "Cronología" del 341 al 1002  y una serie de "Mapas", así como doce láminas e índices (alfabético y general) conforman la parte final de un texto atractivo, sugerente, que plantea cuestiones, induce líneas de investigación y expone de manera clara las principales cuestiones que enfrentan todos aquellos interesados por la alta Edad Media. Quedan algunas lagunas y omisiones que no se explican pero, como afirma Blanning, "todavía no ha nacido el historiador capaz de escribir con la misma autoridad sobre todas las regiones del continente y sobre todos sus variados aspectos" (p. 7).

Gerardo Rodríguez

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