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Temas medievales

versão impressa ISSN 0327-5094versão On-line ISSN 1850-2628

Temas Mediev. v.15  Buenos Aires jan./dez. 2007

 

EJE TEMÁTICO: Realidad, política y contexto del cristianismo medieval

El cristianismo y los cristianos vistos por el Islam hacia el año mil

Gabriel Martínez Gros
(Université de Paris VIII)

Resumen: El artículo desarrolla de qué manera el pensamiento musulmán consideraba a los cristianos y el cristianismo en el apogeo del llamado Islam "clásico" de la Edad Media. Para ello, analiza las profecías musulmanas respecto de la religión cristiana -que insisten en la ausencia de ley, social y religiosa, en dicha religión- y la actitud adoptada  ante los cristianos en general -subrayando la admiración o desprecio que sentían hacia estos últimos, conforme los diferentes aspectos de la vida cotidiana-.

PALABRAS CLAVE: Islam; Cristianos; Opiniones; Pensamiento

Sommaire: L'article présente l'optique à partir de laquelle la pensée musulmane considérait les chrétiens et le christianisme  au moment de l'apogée de l'Islam du Moyen Age, nommé "classique".
C'est ainsi que l'auteur procède à l'analyse des prophéties musulmanes relatives à la religion chrétienne, prophéties qui insistent sur l'absence de loi, aussi bien sociale que religieuse, propre de cette croyance, et sur l'attitude adoptée vers les chrétiens en général, tout en soulignant l'admiration ou le mépris ressentis par les divers aspects de leur vie quotidienne.

Mots-Clé: Islam; Chrétiens; Opinions; Pensée

Summary: This article analyses the way in which during the Middle Ages Islamic thinkers considered Christians and Christianity at the height of the so called "classical" Islam.  For this purpose the author analyses Moslem prophesies referring to the Christian religion  which insist on an absence of both social and religious law among Christians, as well as the usual attitudes with regard  to Christians in general underlining either the admiration or disdain felt in connection with different situations in daily life.

KEY WORDS: Islam; Christians; Opinions; Thought

Cabe precisar de antemano que no se trata aquí de la visión propia de los andalusíes sino de la concepción generalmente compartida por los musulmanes respecto del cristianismo y de los cristianos en el apogeo del Islam llamado "clásico" en la Edad Media. Salvo algunas excepciones, que intentaré determinar al fin de este artículo, los árabes de España comparten, en este campo como en muchos otros, las mismas ideas que sus hermanos de Oriente a pesar de que tanto la historia como la geografía los haya puesto en contacto mucho más íntimo con el mundo cristiano. En ese tema del cristianismo, la opinión del Islam se precisó y se afianzó en las primeras generaciones de la nueva religión. Los andalusíes la encontraron en los libros ya casi sagrados de los sabios y de los maestros de Oriente, y no parece que su trato cotidiano con los cristianos de fuera -los de Europa-, o de dentro -los llamados mozárabes, cristianos sometidos que vivían entre ellos-, haya conseguido cambiar la enseñanza de la tradición. Dividiré el artículo en dos partes: el cristianismo, por un lado y los cristianos, por el otro. Aunque esa división parezca extraña, ella me permitirá mostrarme fiel a la ambigüedad del conocimiento del mundo cristiano que tienen los árabes de aquella época. Pues ese conocimiento procede de dos fuentes casi totalmente distintas una de la otra; o sea, la Revelación, el Alcorán, la Profecía de Mahoma, por un lado y, por el otro, la sabiduría profana heredada de los pueblos que precedieron a los musulmanes, especialmente, por supuesto, los griegos y los romanos.

Primera fuente: la profecía musulmana frente al cristianismo

Para los musulmanes, el Islam es el "sello" (desenlace) de las profecías. Por desenlace, hay que entender que el Islam es la última revelación, que no vendrá ninguna otra antes de la consumación de los tiempos y que los hombres -todos los hombres desde el primer día de la Creación- serán juzgados según la Ley musulmana. Pero hay que entender también que el Islam no pretende ser ni la primera, ni la única revelación auténtica y que reconoce la autenticidad de las profecías anteriores, es decir, la judía y la cristiana.
La razón se encuentra en la historia misma del Islam. Hoy conocemos mejor la influencia cristiana en el norte y en el sur de Arabia, o judía en La Meca y en Medina, en la época del profeta Mahoma1. Él mismo no se identificaba, al principio de su predicación, con otra religión que la de la primera alianza, pactada entre Dios y Abraham; y el mismo Alcorán habla de Moisés y de Jesús como de mensajeros verdaderos de la voluntad divina. De tal manera, las profecías judía y cristiana quedan inscritas en la palabra alcoránica. Creer en su autenticidad es una orden imperativa para todo musulmán. Bien lo dirá, en el siglo XI, el gran teólogo andalusí Ibn Hazm: reverenciamos a Abraham, a Moisés y a Jesús pero no a esos de los que habla la Biblia sino a los que menciona el Alcorán, como anunciadores de la última misión profética, la de Mahoma. Como Jesús, Mahoma ha sido enviado para cumplir y no para negar.
En resumen, el Islam concibe la Revelación como una cadena cuyo primer eslabón fue Adán y, el último, Mahoma. Los musulmanes son herederos, sino de la humanidad entera, por lo menos de estos pueblos cuyo recuerdo importa, los que Dios eligió para llevar, durante un tiempo, la carga de la verdad.
Así se explica la actitud ambigua de los musulmanes frente a los que llaman "la gente del Libro" -o sea, judíos y cristianos-. Actitud a la vez polémica y tolerante. Tolerante porque la existencia del judaísmo y del cristianismo recuerda las etapas de la Creación que culminan con el Islam. Son los primeros, y torpes, borradores de la Verdad. Ellos, y sólo ellos, se benefician del famoso "nada de coerción en materia de fe" del Alcorán. Nunca se beneficiaron de ese mando alcoránico ni los maniqueos -cruelmente perseguidos en los siglos IX y X-, ni tampoco, más tarde, cuando el Islam se impuso en la India, los budistas o los hinduistas.
Por el contrario, judíos y cristianos gozan en tierra musulmana del estatuto de "protegidos" (dhimmi). La palabra árabe suena algo mas peyorativa que su versión europea. Dhamma significa proteger una flaqueza (la de una mujer por ejemplo) pero también vituperar un vicio. Flaqueza o vicio que se manifiestan en el rechazo tozudo del Islam y que se castiga con un tributo propio de los dhimmi-s, la yizya, prueba material de su inferioridad y de su humillación.
En efecto, la tolerancia no es olvido del deber imprescindible en la comunidad musulmana, es decir, la lucha contra los infieles todavía no sometidos. Esa lucha toma forma concreta en el yihâd. Palabra compleja, que significa "esfuerzo", "empeño"2. Mas tarde, la tradición shiíta y el misticismo sufí dirigirán ese esfuerzo contra los vicios internos de la comunidad o del individuo. Pero, en aquellos siglos de que hablamos, el yihâd, en su sentido habitual, es la guerra santa contra los territorios infieles, designados por eso como "dâr al-harb" -tierra de la guerra- y opuestos al "dâr al-islâm" -tierra del Islam-. En la primera, impera el derecho de la guerra, el derecho de matar o de reducir a la esclavitud a los moradores, lo que queda prohibido en tierra del Islam. El yihâd es una obligación colectiva de la comunidad cuyo cumplimiento recae sobre su jefe. Los califas omeyas de España, a lo largo de los tres siglos de su dominación, mantendrán vivos, con esmero escrupuloso, el espíritu y la realidad del yihâd, a través de incursiones anuales, mas o menos eficaces, contra los cristianos del norte.
Para el Islam, el éxito de sus armas siempre quedó, hasta el tiempo de los turcos otomanos, como una de las pruebas decisivas de las mercedes milagrosas que Dios suele derramar sobre sus Elegidos. Pero a mediados del siglo octavo, el avance musulmán se frenó y se inmovilizaron por mucho tiempo las fronteras del Imperio musulmán. Poco a poco, la guerra cedió el paso a la polémica en la lucha contra las religiones rivales, cristianismo y judaísmo. De las dos, la cristiana parecía, a los tratadistas musulmanes, más fácil de refutar. Tal vez sea el efecto de una misma sensibilidad semítica:

de todos modos, enfrentados a los dogmas del cristianismo, los teólogos del Islam suelen compartir la indignación y el desprecio del Sanedrín juzgando a Cristo. Que Dios Eterno tenga un hijo, que Dios Eterno haya sido concebido en las entrañas de una mujer, y peor aún, que haya sido sacrificado con la muerte infame de los esclavos fugitivos y de los salteadores de caminos, que la perfecta divinidad comparta Su persona con la humanidad perfecta -según se precisó en el concilio de Calcedonia-, todo eso es, para los musulmanes, absurdo ,y peor, escandaloso, sacrílego, para los creyentes en una divinidad de absoluta trascendencia, radicalmente ajena a la naturaleza humana. No hay peor injuria que la palabra de mushrikûn, que los textos del Islam medieval suelen arrojar al rostro de los cristianos: "los que dan a Dios un socio" -su pretendido hijo3-. Pues es claro que si los musulmanes reverencian a Jesús, lo hacen considerándolo como profeta y no como hijo de Dios, ni Encarnación de la divinidad. Por eso, según una tradición de hondas raíces y de probable origen nestoriano, se niegan a admitir que el Mesías -como dicen- haya muerto en la cruz. Tal muerte sería señal de su fracaso. En efecto, es propio de un profeta forzar, a través del milagro, la fe de sus oyentes. Un hombre que muere ajusticiado por quienes quería convertir es un profeta falso. Y como el Alcorán afirma la autenticidad de la misión profética de Jesús, es preciso evitarle el suplicio de la cruz.

Pero, ¿cómo explicar que la auténtica profecía de Jesús haya sido tan radicalmente pervertida por los cristianos? A tal pregunta, se ofrecen generalmente dos respuestas: la primera, que se tacharía de algo casual, si se pudiera concebir alguna casualidad en los designios de Dios -se trata de la larga persecución que sufrió el cristianismo antes de triunfar en el imperio romano-. Pasaron tres siglos -o casi- entre la muerte de Cristo y el concilio de Nicea (325) -tres siglos de clandestinidad que permitieron todos los cambios, todas las perversiones de las Escrituras Sagradas-. Fue en aquel tiempo cuando se perdió el mensaje verdadero de Cristo merced a las falsedades de su clero primitivo.
El segundo argumento tiene más alcance. Los cristianos no se atreven a negar que los Evangelios fueron escritos por cuatro testigos -ninguno de los cuales era profeta- según lo que vieron y entendieron de la vida y de la pasión de Cristo. Al revés, el Alcorán es palabra divina, dictada a los hombres por el portavoz que Dios eligió, Su Enviado Mahoma. Aquí yacen las raíces corruptas del cristianismo. Esa religión de Dios hecho hombre tiene Libro Sagrado también hecho por mano humana y paga la flaqueza de su humanidad con el precio de las incertidumbres de sus testimonios -hay cuatro evangelios- y de sus divisiones -una proliferación de sectas cristianas (católicos, jacobitas, nestorianos, arrianos, etc.) de la cual el Islam queda exento en aquella época4-.
Pero hay otra señal inequívoca de la impotencia humana cuyas huellas se perciben en toda la historia y en toda la doctrina cristianas: el cristianismo carece de una Ley, en el doble sentido religioso y social. ¿Deben los cristianos acatar el shabat (el descanso del sábado) o no? Así lo hacían los primeros cristianos, de origen judío. Pero ni los evangelios, ni tampoco la enseñanza de san Pablo zanjan el problema. Para los musulmanes, en efecto, son los ritos legales los que delimitan las fronteras visibles de una religión y le dan existencia propia frente a las demás. Que el cristianismo quede desprovisto de tales fronteras es prueba de que no procede de fuentes divinas sino humanas. Lo que lleva al mismo Ibn Hazm, ya mencionado, a preguntarse, con mala fe de polemista, si el cristianismo existe. Dado que una religión se identifica con su Ley, o bien el cristianismo carece de Ley claramente establecida por Dios y no existe, o bien se confunde su Ley con la de Moisés, que Jesús pretendió cumplir, y la religión cristiana no se puede apartar del judaísmo.

Segunda fuente: los cristianos frente a la sabiduría profana

El cristianismo no se limita a una doctrina sino que se identifica, en el año mil, con ciertos pueblos y ciertos territorios donde impera. Como lo saben todos, el conocimiento de pueblos y de tierras incumbe a la geografía. Y la geografía árabe del año mil es una de las joyas de la cultura del Islam clásico, de cuyas informaciones todavía sacarán provecho un Vasco de Gama o un Cristóbal Colón cinco siglos más tarde.
Sin embargo, los principios de esta ciencia no los establecieron los árabes sino que los heredaron de los griegos. Herencia que plantea el problema más amplio del papel que desempeña un saber profano y ajeno en una cultura definida por una religión -el Islam-, problema que no podemos desistir de comentar en unas pocas líneas.
Claro es, como ya lo hemos visto, que el Alcorán y la tradición profética zanjan el pleito en todas las cuestiones que les afectan de cerca o de lejos. Pero, por lo demás, en las amplias áreas de las cosas indiferentes a la verdad de la Revelación, el Islam medieval manifestó una tolerancia que extrañó mucho a los orientalistas europeos del siglo XIX, acostumbrados a las rigurosas verdades canónicas que las Iglesias cristianas impusieron, durante siglos, en casi todos los dominios del saber.
Se trata obviamente del problema de aquella supuesta "indiferencia de la religión" en el Islam respecto de buena parte del saber humano, que se explicó por la ausencia de una Iglesia musulmana, por supuesto. Pero la historia ha mostrado de sobra la capacidad del Islam para reprimir la herejía aunque careció de instituciones adecuadas a ese propósito. En realidad, hay otra explicación, que ya mencionamos. La única certeza del Islam consiste en que tiene las llaves y el código del Juicio Final o, para decirlo en una metáfora cristiana, que es la omega de la Creación. La omega y no el alpha, es decir el secreto del principio de la Creación. El Islam no tiene relato sagrado acerca del Génesis. Sobre los comienzos absolutos, el Alcorán se queda mudo. Una u otra palabra del Profeta dan a entender que, antes de este mundo, pasaron mundos enteros cuyo recuerdo se ha perdido para siempre y cuyo conocimiento queda fuera del alcance de los hombres5.
Por supuesto, cuando un musulmán reflexiona sobre los comienzos, generalmente se vuelca al relato bíblico. Pero la Biblia no se eleva al mismo grado de autoridad que el Alcorán, de cuyas afirmaciones resulta prohibido dudar. Esa sagrada ignorancia encajó de manera curiosa en la situación central del Islam en el ámbito del Viejo Mundo, abierto por el oeste al Mediterráneo clásico y, por el este, a las tradiciones de Persia, de India y hasta de China. El primer hombre, según los persas, le llevaba unos millares de años a nuestro Adán. La secta de los sabeos de Mesopotamia atribuía al mundo la edad del llamado "gran año" platónico, o sea 36 000 años. Los astrónomos indios alargaban esa duración 120 o 120.000 veces, es decir, más de cuatro millones de años -cuando la Biblia no contaba mas de cuatro o cinco mil años desde la Creación-.
Todas esas opiniones se podían discutir, o mejor, yuxtaponer, dado que la enseñanza del Islam no permitía elegir entre ellas. Así, lo que pareció tanto tiempo un escándalo en la Cristiandad -porque tropezaba de frente con la pretensión bíblica de desplegar su autoridad sobre el conjunto de la Creación-, creció libremente en el Islam a la sombra de los silencios del Alcorán. Al lado de los dogmas de la Revelación, quedaba mucho espacio para un saber que se podría llamar, no sin peligro de anacronismo, "natural"; y para ciencias que los musulmanes de aquel tiempo denominaban "intelectuales" -porque ahí la verdad se buscaba mediante el uso de la razón- o "antiguas" -porque las habían heredado de la Antigüedad y, especialmente, de los griegos: matemáticas, astronomía, alquimia, medicina y también geografía, que clasifica a los hombres según los caracteres de los territorios en que moran, sin que les afecten siquiera las revoluciones provocadas por los cambios de religión-.
Además, ese orden natural y estable traducía la consolidación de las fronteras del Islam después del siglo VIII. La configuración general del mundo colocaba a los cristianos en la cuarta parte noroeste de la tierra poblada. Cabe recordar que el gran astrónomo griego Tolomeo había dividido la "ecumene" (tierra poblada), desde el Ecuador hasta el Polo Norte -se suponía vacío el hemisferio austral- en siete "climas", o sea, en siete zonas extendidas de este a oeste dando la vuelta al globo. En cada uno de los climas, las temperaturas determinaban los rasgos relevantes del carácter de los hombres y de las civilizaciones. La zona central -el cuarto clima- gozaba de una indudable ventaja, por ser la de mejor equilibrio entre el calor y la sequedad que tenían el primero o el segundo clima, en las cercanías del Ecuador, y el frío y las nieves del sexto o del séptimo, en el extremo norte.
Los árabes adoptaron esa clasificación, adaptándola a sus necesidades propias, es decir atribuyéndose el cuarto clima desde al-Andalus (la España musulmana) hasta el Irán oriental, pasando por el centro iraquí del mundo musulmán del año mil. Ocupan los cristianos el oeste de los climas V y VI. El quinto cubre la ribera norte del Mediterráneo, desde Turquía - entonces bizantina y, por lo tanto, cristiana- hasta el sur de Francia y el norte de España, pasando por Grecia, la península balcánica e Italia. El sexto clima corresponde al norte de Europa: Inglaterra, norte de Francia y Flandes, Alemania y Europa central. División que resume la imagen contrastada de los países cristianos en la percepción del Islam del año mil. En el sur, en el quinto clima que se asemeja a la perfección del cuarto, se encuentra una tierra más rica, hay más población, más ciudades, hombres más bellos, ciencias más desarrolladas. Por el contrario, el sexto clima no permite sino cosechas miserables, poblaciones esparcidas, ciudades escasas. Es un mundo sombrío y medio bárbaro donde los hombres tienen piel rojiza, miembros gruesos, cabellos y ojos descoloridos, instintos violentos y entendimiento reducido.
Lógicamente, el Islam del año mil no coloca el centro del mundo cristiano en la Europa del oeste -como se suele hacer en los siglos posteriores- sino en el imperio bizantino, la parte entonces más culta de la Cristiandad. De ahí procede la palabra más empleada para decir "cristianos" o sea rûmî, el romano6. Pues son los bizantinos, herederos legítimos del imperio romano, los que se llaman así y a quienes los musulmanes consideran como cristianos por antonomasia. Y esos cristianos cuentan entre los pocos infieles que llaman la atención o merecen la admiración de los creyentes, por tres razones:

- La primera es la ciudad de Constantinopla, la única en el mundo que los geógrafos árabes suelen equiparar a la misma Bagdad por su extensión, su riqueza, la belleza de sus palacios y de sus iglesias -especialmente la famosa Santa Sofía-.
- La segunda es la antigüedad del imperio, el más viejo todavía vigente en el mundo cuya historia se puede rastrear hasta la fundación de Roma, casi dos mil años antes, cuando el imperio islámico no rebasaba, en el año mil, cuatrocientos años de edad. Junto con Persia -a la que conquistaron-, Bizancio ofrece a los musulmanes el modelo cumplido de la monarquía bien ordenada, con su chancillería refinada, su administración compleja y su absolutismo real7. Una monarquía tan fuerte que se ha sometido a la Iglesia; en el imperio bizantino, la religión sirve al Estado, lo que no deja de atraer el vituperio del viajero musulmán, acostumbrado como estaba a poderes menos exigentes y menos pesados. Con todo, el emperador de Bizancio, mucho más que el Papa de Roma es considerado como cabeza del mundo cristiano en los textos árabes de aquella época.
- La tercera razón es el idioma de los bizantinos -el griego- que comparten con los sabios de Atenas y Alejandría -el idioma de Galeno, Tolomeo, Euclides, Platón, Aristóteles o Arquímedes-. Es decir, la lengua de toda la sabiduría humana o casi.

En cuanto a la Europa occidental, se confunde con el dominio de los francos. Se extiende desde las posesiones bizantinas del sur de Italia hasta las costas inglesas del mar del Norte, y desde los lindes de los reinos de los eslavos y de los húngaros hasta Cataluña. De hecho, los condados catalanes reconquistados por Carlomagno a finales del siglo VIII reconocieron, hasta el año mil, la soberanía de los reyes francos. Los otros cristianos de España, los del reino astur-leonés, reciben en los textos andalusíes el nombre de "gallegos" (yˆilliqiyûn). En eso, no se equivoca mucho la geografía árabe. A principios del siglo XI, la Europa occidental se ha dividido en numerosos reinos. Pero casi todos, con la excepción de los sajones de Inglaterra, proceden de la estirpe de los carolingios.
Como sus antepasados germánicos, oriundos del sexto clima, los francos se caracterizan a la vez por su rudeza y por su valor, frecuentemente mezcladas en los pueblos bárbaros. Entre las mercancías de más precio que compran los árabes -y, especialmente, los andalusíes- a los francos están los esclavos blancos que desempeñan un papel relevante en el ejército y en la administración del palacio y del Estado del califato cordobés en el siglo X. Se estiman en más de diez mil esos "eslavos", como los llaman en España porque procedían en su mayoría de los territorios del este de Europa -que el cristianismo no había alcanzado todavía y donde los guerreros francos tenían pleno derecho canónico de reducir a los moradores a la esclavitud-.
Aparte de los hombres, los países francos facilitaban también otro precioso material de guerra: las armas. Desde el siglo X por lo menos, las espadas, lanzas, corazas forjadas por los herreros francos se ganaron fama de solidez de la que no gozaban las producciones de los talleres andalusíes u orientales. En resumen, los árabes consideran a los francos como maestros de la guerra, tales como los turcos en Oriente -a quienes los textos árabes equiparan a veces con los primeros-. Y no se diferencian mucho los leoneses del norte de España. Cuando, después de hablar de los francos, el geógrafo andalusí Bakri (finales del siglo XI) pasa a sus primos leoneses, le basta con pintar con colores más vivos el mismo retrato que acaba de dibujar de los pueblos del norte. Los gallegos -como dice- son simplemente más sucios, más groseros... y de más valor en los combates que los francos.
Salvo las virtudes guerreras, los pueblos de la Europa de hoy no despiertan mucho interés entre los musulmanes de los siglos X y XI, incluso entre los muy pocos que vivieron a su lado. Uno de esos testigos sería el príncipe sirio del siglo XII Usâma ibn Munqidh, que nos ha dejado amplias memorias de las cuales se pueden sacar muchas reflexiones sobre los francos8, pues Usâma los conoció muy bien. Su pequeño principado, en el norte de Siria, pasó varias veces bajo el protectorado de los cruzados de Trípoli a lo largo del siglo XII. Él mismo tuvo mucho trato con ellos, comió a su mesa y pactó alianzas con ellos. Aunque le cuesta reconocerlo al final de su vida, vencidos ya los cruzados por Saladino, le gustaban bastante aquellos francos, especialmente su afición por la caza y los combates, su franqueza, su justicia... Sin embargo, aun dejando de lado su fe pervertida, deja traslucir el peso de sus vicios. Antes que nada, la suciedad de sus cuerpos - salvo algunos de ellos que se acostumbraron al baño moro-. Son parte de esa suciedad sus comidas asquerosas: carne de cerdo, animales que no degüellan -como suelen hacerlo los musulmanes para desangrarlos-. Luego vienen las libertades de las mujeres francas, paseando por la calle sin velo, sus ademanes provocadores con los hombres ajenos, que llegan a recibir en su propio cuarto. Aunque nos pueda extrañar, esas libertades, en cualquier sitio que se encuentren -en Europa como en India o en África negra- se vinculan estrechamente, en el pensamiento de los autores musulmanes, con lo primitivo, como la desnudez de los cuerpos, y merecen su vituperio9.
Por fin, Usâma desprecia la ignorancia de los francos. No tienen poesía -cosa rara si se sabe que la cumbre de la poesía épica franca se ubica en este mismo siglo XII- ni saben escribir ni leer, ni se enteraron de la existencia de las ciencias. Usâma presenció él mismo los desastres de la medicina franca: ésta se reduce al uso del cuchillo y del hacha que llevan las mas de las veces al enfermo a una muerte segura, rápida y atroz. En resumen, civilización musulmana y barbarie franca. Pero una barbarie amenazadora a diferencia de casi todas las demás, domadas por los ejércitos del Islam -como la de los africanos- o ganadas por el milagro de la conversión -como la de los turcos-. Al revés, los francos recobraron de los bizantinos las ruinas de Roma en el siglo IX y erigieron en el siglo X su propio imperio -lo que se llamará más tarde el Sacro Imperio Germánico- . Se afianza el poder de su Papa y su fe pervertida se extiende, cada siglo, más hacia el norte, a pueblos más extraños y de menos luces. Ya a finales del siglo XI, los más importantes autores árabes vislumbran en las derrotas de Oriente, frente a los cruzados, y en España, las primeras señales del retroceso del Islam en el Mediterráneo10. ¿Del Islam? Hay que distinguir. No se preguntan -no se pueden preguntar- si la historia estaba cambiando de rumbo en detrimento de la fe musulmana verdadera. Dios no lo hubiera permitido. Pero cabría imaginar que infligiera pruebas más duras a sus fieles en su largo camino hasta el triunfo del Juicio Final. Los pueblos bárbaros recuerdan a las civilizaciones orgullosas lo poco que son frente a los decretos divinos. No desempeñaron los francos otro papel en la historia del Islam más que éste: no acabaron con él sino que contribuyeron a terminar, por la violencia de sus asaltos, con esa cultura segura de sí misma y de su superioridad, que consideraba a los demás con esa mezcla de tolerancia y de desprecio que se suele encontrar entre los que se saben en el centro del universo y de la historia. Frente a eso se levantará, en los siglos XII y XIII, un Islam de combate, más temeroso, que no quiere renunciar a la certeza de su superioridad pero que carece de fuerzas para comprobarla; un Islam en el que la curiosidad se hundió en el odio y que hizo de la lucha contra los francos, por lo menos en el Mediterráneo, uno de los pilares de sus creencias. En el otro bando, como se sabe, no se abandonó la idea de la cruzada antes de principios del siglo XVIII, cuando la evidencia de superioridad europea sustituyó tal idea por la de la colonización. No estamos ya tan lejos de nuestros días.

Notas

1 Entre las muchas publicaciones, del último cuarto de siglo, es preciso destacar, en inglés, el libro de Patricia CRONE y Michael COOK, Hagarism y, en francés, uno de los últimos libros de Alfred-Louis DE PRÉMARE, recientemente fallecido, Les fondations de l'Islam, París, Seuil, 2002.         [ Links ]

2 Sobre el yihâd medieval, el mejor resumen es el de Alfred MORABIA, Le concept de g^ihadà l'époque médiévale, París, 1992.         [ Links ]

3 Sobre la refutación del cristianismo, una de las obras clásicas -y de las más polémicas- que se puede encontrar en traducción española es la del cordobés IBN HAZM, el famoso autor del Collar de la Paloma, en su mayor obra teológica, el Fisal, traducida por Miguel ASIN PALACIOS con el título de Abenhazam de Córdoba y su historia crítica de las ideas religiosas, Madrid, Maestre, 1927-1932.         [ Links ]

4 Es, por ejemplo, el argumento decisivo de Ibn Hazm en su polémica anticristiana. Véase Fisal, en ASÍN PALACIOS, op. cit.

5 Entre muchos destaca el hadîth (palabra del Profeta) famoso: en el curso del tiempo de la creación, el Islam es como la pequeña mancha blanca en la piel del toro negro.

6 La más empleada con la palabra mushrikîn ("los que dan a Dios un socio"), ya mencionada.

7 Por no decir su "despotismo oriental".

8 Se puede leer una traducción francesa de su Kitâb al-i'tibar realizada por André MIQUEL con el título Les enseignements de la vie. Un prince syrien au temps des Croisades, París, Imprimerie Nationale, 1983.         [ Links ]

9 Se pueden leer, en este sentido, los juicios igualmente severos sobre el reino subsahariano del Malí, supuestamente musulmán, en la obra del viajero y geógrafo marroquí Ibn Battûta, quien escribe dos siglos después, a mediados del siglo XIV.

10 Por ejemplo, el cadí Sâ'id de Toledo (1029-1070), en su Kitâb tabaqât al-umam ("Libro de las generaciones de las naciones"), redactado en 1068.

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