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vol.28 número2Aristóteles y Heidegger en torno a la función apofántica del lógosRONALD FORERO ÁLVAREZ, GEMMA BERNADÓ FERRER, JUAN FELIPE GONZÁLEZ CALDERÓN Y LAURA ALMANDÓS MORA (Eds. académicos). La Paz: Perspectivas antiguas sobre un tema actual, Universidad de La Sabana, Universidad Nacional de Colombia, Universidad de los Andes, Chía, 2020, 328 pp. ISBN: 978-958-12-0551-6 índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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Synthesis (La Plata)

versão impressa ISSN 0328-1205versão On-line ISSN 1851-779X

Synthesis (La Plata) vol.28 no.2 La Plata jun. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.24215/1851779xe109 

Reseñas

IRENE VALLEJO. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, Grupal, Ciudad Autónoma de Buenos Aires; Siruela, Madrid, 2020, 452 pp. ISBN 9788417860790.

Marcela Coria1  coriamarcela@hotmail.com

1Universidad Nacional de Rosario

Vallejo, Irene. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. 2020. Grupal / Siruela, Ciudad Autónoma de Buenos Aires / Madrid: 452p. ISBN: 9788417860790.

Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), Doctora en Filología Clásica por las Universidades de Zaragoza y Florencia, ganadora de varios premios (entre ellos, del Premio Nacional de Ensayo de España 2020) por esta deliciosa obra, nos propone aquí un viaje fascinante, desde aquellos lejanos tiempos de las tablillas mesopotámicas hasta los actuales e-books. Es un viaje de descubrimiento, iniciático, en el que de su mano sensible nos sumergimos en la milenaria historia del libro para descubrir la persistencia de las palabras y las ideas de la Humanidad a través de la invención de la escritura y los libros, forma privilegiada de conjurar “la soberanía absoluta de la destrucción” (p. 401). No se trata, sin embargo, de una historia tradicional del libro, en la que esperaríamos encontrar un relato cronológico de los diferentes soportes del libro y las formas variadas de su almacenamiento y su circulación, sino de una invitación a un verdadero viaje en el que nos adentramos en la lucha por la preservación de los libros a través de todo tipo de procedimientos e incluso artilugios, en las oscuras fuerzas (humanas o naturales, como el paso del tiempo) que han provocado y provocan su aniquilación, en los sucesos históricos y en las disputas políticas y religiosas que han contribuido a ella (guerras, incendios, desidia), en las prodigiosas habilidades de los narradores orales, en los sentimientos íntimos de los escritores, en los deseos eróticos prohibidos reflejados en fragmentarias voces femeninas, en escenas autobiográficas en las que el amor por los libros ocupa un lugar central, en los ecos antiguos presentes en las obras modernas, en la tenacidad de los libreros y en el esfuerzo colectivo de copistas, amanuenses, escribas, iluminadores, traductores, impresores y muchos más héroes anónimos para desafiar de manera sostenida (más de treinta siglos) la inevitable caducidad de un objeto tan poderoso –y, por eso, tan temido por el poder de turno en diferentes épocas– pero a la vez tan frágil.

No resulta una tarea sencilla reseñar, en el sentido que damos tradicionalmente a este término en los ámbitos académicos, un libro como este. Y no porque esta obra no sea erudita: de hecho, proliferan en ella citas de autores antiguos y modernos, con las respectivas referencias para el lector interesado en recurrir a las fuentes y perpetuar así este diálogo con los antiguos. Sin embargo, la notable erudición de la joven autora está ritmada por la respiración del ensayo, y eso es lo que lo hace un libro sumamente encantador para todo tipo de público. Podríamos decir, casi fríamente, que el libro está dividido en dos partes, precedidas de un prólogo y seguidas de un epílogo: “Grecia imagina el futuro”, con 87 capítulos divididos en 25 secciones, y “Los caminos de Roma”, con 48 capítulos divididos en 19 secciones; y que contiene un apartado con agradecimientos, otro con notas eruditas que remiten a las fuentes citadas (en el prólogo, en cada capítulo y en el epílogo), otro con bibliografía, y otro, finalmente, con un utilísimo índice onomástico. Pero estos datos meramente empíricos son del todo insuficientes para dar una imagen adecuada de la enorme riqueza de El infinito en un junco, que es, ante todo, una obra literaria, poética, y por lo tanto elude someterse a un análisis lineal. Creo que, de hecho, cualquier reseña es insuficiente para dar cuenta de su belleza. Sirva esta frase de humilde disculpa de quien suscribe por estas líneas necesariamente pálidas ante un ensayo exquisito.

“Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia” (p. 15). Con esta frase, la primera del prólogo, nos introducimos en una especie de road movie cuyos protagonistas son aquellos intrépidos viajeros de la Antigüedad y los acompañamos por los escarpados terrenos de la geografía griega, ante la desconfianza de los aldeanos y los innumerables peligros y penurias del viaje. No sabemos hasta la página siguiente qué buscan estos jinetes misteriosos: libros, buscan libros para la Gran Biblioteca de Alejandría, por encargo del rey Ptolomeo I de Egipto, el más exitoso de los sucesores de Alejandro y quien pretendió hacer realidad el sueño cosmopolita y mestizo del macedonio en esa Biblioteca cuya finalidad era nada menos que acumular todo el saber y todos los libros del mundo conocido, como la biblioteca infinita imaginada por Borges, para que no cayeran en el olvido: “Lo habitual es el olvido, la desaparición del legado de palabras, el chovinismo y las murallas lingüísticas. Gracias a Alejandría nos hemos vuelto extremadamente raros: traductores, cosmopolitas, memoriosos. La Gran Biblioteca me fascina […] porque inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos” (p. 250).

Alejandría, desde su fundación por Alejandro hasta la derrota de las tropas de Cleopatra ante las de Roma, hecho que marca el final de la época helenística, es, en efecto, el escenario donde transcurre la primera parte del viaje. Más precisamente, el Museo y la Biblioteca, integrados al espacio fortificado del palacio: sus características físicas, su enorme colección de rollos escritos en diferentes lenguas, sus bibliotecarios y los ingeniosos métodos de catalogación que inauguraron, los eruditos que descollaban en variadas disciplinas y que no solamente desarrollaron allí sus teorías sino que también “se embarcaron [….] en una tarea casi detectivesca, comparando todas las versiones que, de cada obra, tenían al alcance, para reconstruir la forma original de sus textos” (p. 88), las rencillas internas que los dividían, sus invaluables traductores. Pero el viaje tiene otras escalas: la Biblioteca Bodleiana de Oxford, la Biblioteca Riccardiana de Florencia, la incendiada Biblioteca Nacional de Sarajevo, la biblioteca familiar de libros infantiles. En un vaivén constante que nos transporta desde la Antigüedad hasta nuestros días y viceversa, nunca perdemos de vista, sin embargo, el horizonte de Alejandría, “la ciudad de los placeres y los libros” (p. 25).

En la segunda parte nos desplazamos hacia otro escenario, el que ocupó, durante siglos, el centro del mundo occidental: Roma. Allí nos encontramos con el mito fundacional de la ciudad de las siete colinas (Rómulo y Remo, el rapto de las Sabinas) y con la admiración de los romanos por la literatura y la cultura griega en general: “Por primera vez, una gran superpotencia antigua asumía el legado de un pueblo extranjero –y derrotado– como un ingrediente esencial de su propia identidad. Sin rasgarse las vestiduras, los romanos reconocieron la superioridad griega y se atrevieron a explorar sus hallazgos, interiorizarlos, protegerlos y prolongar su onda expansiva” (p. 260). Nos acompañan en esta parte del viaje escritores irreverentes y muchas veces exiliados, escritores aduladores del poder de turno, misoneístas y conservadores extremos, escritores innovadores, escritores celosos de su fama, escritores pobres y lectores ricos, escritores llegados a Roma desde los más diversos enclaves del imperio, esclavos, pedagogos y libertos griegos, grafitis pompeyanos y la Villa de los Papiros conservados por la lava del Vesubio, volúmenes que circulaban libremente, libreros, bibliotecas públicas, escuelas y diferentes métodos pedagógicos (algunos muy crueles, por cierto).

Vallejo pasa revista también por los diferentes soportes materiales del libro: la tablilla de arcilla, la de madera cubierta con una capa de cera, el políptico, el papiro, el pergamino, el códice, el papel con el que se imprimieron los libros del período de los incunables, hasta el plástico y la luz que hacen posibles los libros electrónicos. Cada uno de estos soportes, naturalmente, no sustituyó al otro de un día para el otro, sino que convivieron durante siglos, como hasta hoy el libro impreso y el e-book. En este viaje con tantos y tan heterogéneos compañeros que es El infinito en un junco, están también la poesía oral y la prosa escrita, la lectura en voz alta y la lectura silenciosa, la genial y revolucionaria invención del alfabeto por parte de los griegos, las gentes educadas y los analfabetos, los encomios y las diatribas, los libros cargados de erotismo, los libros venenosos como el imaginado por Umberto Eco, la fragilidad de los libros, los añicos de los libros reducidos a cenizas (“mariposas negras”) como los que arden en el clásico de Bradbury, los libros que uno cree únicos (“de niña, creía que los libros habían sido escritos para mí, que el único ejemplar del mundo estaba en mi casa”, p. 110), las traducciones (“la civilización europea se ha construido por medio de traducciones”, p. 247), los libros que milagrosamente se salvaron de la aniquilación, los libros encontrados en sarcófagos, los libros paganos y los libros religiosos, los libros censurados, prohibidos, escondidos y protegidos con la propia vida… Todos los libros están allí: porque en ese junco inaugural está cifrado el infinito.

El ritmo de la narración es una armónica alternancia de pasajes como el que abre la obra, en los que predomina el movimiento enérgico y casi frenético de aventureros a la caza de libros por tierra y por mar y el de las incansables manos de bibliotecarios, copistas y traductores, y otros en los que disfrutamos del reposo y el sosiego de voces que susurran: la voz materna que cuenta historias en la infancia, las de libreros que relatan su estoica resistencia para proteger los libros, las de aquellas pocas mujeres que tejieron historias y cuyas palabras se salvaron del naufragio al que sucumbió una parte dolorosamente incalculable de la literatura antigua.

El infinito en un junco es, en todo sentido, un libro apasionante. La historia y la cultura humanas –ese infinito– están en él, porque se escribieron y se transmitieron en libros, que comenzaron a producirse en gran cantidad a partir de un simple pero extraordinario junco. “Debemos a los libros la supervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana” (p. 394), sostiene la autora, porque, a pesar de innumerables vicisitudes, y a pesar también de las proclamas apocalípticas que vaticinan la desaparición del libro, el libro ha triunfado sobre las fuerzas de la destrucción y el olvido. La cartografía que dibuja este libro, como la de una ciudad desconocida, nos permite la posibilidad de encontrarnos sorpresivamente, en cada esquina, con una reflexión que no puede pasarse por alto, con un guiño inteligente y lúcido hacia el presente, con un recuerdo infantil, con un patio escolar, con una voz murmurada, con libros y autores que han superado con éxito, y a veces de manera casi increíble, un desafío cuya magnitud y cuyos efectos tal vez no alcanzamos a dimensionar del todo: “la prueba del tiempo” (p. 20).

Cada página de este ensayo es un verdadero disfrute y se saborea con todos los sentidos, porque Vallejo logra un equilibrio magistral entre la más estricta rigurosidad filológica y la tarea de divulgación para un público amplio, con un lenguaje ameno y deleitable y una adjetivación cautivante y precisa. Nos transmite así su íntima pasión por los libros, los antiguos y los modernos, una pasión que sin embargo no impide un agudo, certero y a veces descarnado análisis de las zonas oscuras del ser humano en relación con ellos.

El infinito en un junco, recomendado por intelectuales de la talla de Mario Vargas Llosa, Alberto Manguel y Carlos García Gual, no es ni remotamente solo un éxito de ventas o una obra que ha ganado varios premios: es un dilatado encuentro amoroso con lo que los libros han hecho con nosotros, con la cotidianidad de nuestra efímera existencia poblada de libros, con nuestra cultura, con lo que ella tiene de civilización y de barbarie, con nuestros anhelos y nuestros miedos, con nuestro afán de preservación y nuestra violencia destructiva, con nuestras grandezas y nuestras mezquindades, con nuestros prejuicios y nuestras ideas; en definitiva: con todo aquello que nos define como seres humanos. En una palabra, es un libro que hay que leer, que los bibliófilos y específicamente los amantes de libros que hablan de libros tenemos que leer. Verdaderamente imprescindible.

Recibido: 16 de Marzo de 2021; Aprobado: 05 de Abril de 2021; : 02 de Agosto de 2021

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