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Praxis educativa

versão impressa ISSN 0328-9702versão On-line ISSN 2313-934X

Prax. educ. vol.26 no.3 Santa Rosa set. 2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.19137/praxiseducativa-2022-260317 

Artículos

Investigación e imaginación: incitaciones creativas para la producción de tesis en ciencias sociales y humanidades[i]

Research and imagination: creative prompts for the production of theses in social sciences and humanities

Pesquisa e imaginação: estímulos criativos para a produção de teses em ciências sociais e humanas

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas; Universidad de Buenos Aires; Universidad de José C. Paz

Resumen

Una tesis puede ser un acto de imaginación. Pero, en muchos casos, la imaginación termina replegada debajo de las estructuras y las formas a las que suponemos que debe someterse la producción académica. En este texto comparto algunas incitaciones creativas para despertar la imaginación en el proceso de producción de tesis. Para eso, recupero reflexiones en torno de los procedimientos de creación estética. La propuesta apunta a crear investigaciones más preocupadas por la curiosidad –personal, política, epistémica y/o social– que por las demandas disciplinarias. El artículo se estructura en torno a cuatro supuestos: a) en el trabajo de campo emergen apariciones o imágenes generadoras, b) la escritura nos permite reflexionar sobre dichas imágenes, c) si se encaran colaborativamente, estas reflexiones enriquecen el proceso de conceptualización, y d) las malas combinaciones –relaciones inesperadas entre el material de campo– nos permiten seguir profundizando el problema.

Palabras clave metodología; creación artística; trabajo de campo; etnografía; conceptualización

Abstract

A thesis can be an act of imagination. But, in many cases, the imagination ends up retracted under the structures and forms to which we suppose academic production should submit. In this text I share some creative incitements to awaken the imagination in the thesis production process. For that, I recover reflections around the procedures of aesthetic creation. The proposal aims to create research more concerned with curiosity –personal, political, epistemic and/or social– than with disciplinary demands. The article is structured around four assumptions: a) apparitions or generative images emerge in the fieldwork, b) writing allows us to reflect on these images, c) if they are approached collaboratively, these reflections enrich the conceptualization process, and d ) the bad combinations –unexpected relationships between the field material– allow us to go deeper into the problem.

Keywords methodology; artistic creation; field work; ethnography; conceptualization

Resumo

Uma tese pode ser um ato de imaginação. Mas, em muitos casos, a imaginação acaba retraída sob as estruturas e formas a que supomos que a produção acadêmica deva se submeter. Neste texto compartilho alguns estímulos criativos para despertar a imaginação no processo de produção da tese. Para isso, recupero reflexões em torno dos procedimentos de criação estética. A proposta visa criar pesquisas mais preocupadas com a curiosidade –pessoal, política, epistêmica e/ou social– do que com demandas disciplinares. O artigo está estruturado em torno de quatro pressupostos: a) aparições ou imagens geradoras emergem no trabalho de campo, b) a escrita permite refletir sobre essas imagens, c) se abordadas de forma colaborativa, essas reflexões enriquecem o processo de conceituação, e d) as más combinações – relações inesperadas entre o material de campo – permitem aprofundar o problema.

Palavras-chave metodologia; criação artística; trabalho de campo; etnografia; conceitualização

A Verónica Giordano y a Mariela Rodríguez, mis maestras

“Los latinoamericanos estudian lo que imaginan que no está estudiado, pero no estudian lo que podría realmente interesarles”

Ricardo Piglia

Introducción

Una tesis puede ser —y de hecho suele ser— un acto de imaginación. Pero, en muchos casos, la imaginación termina replegada debajo de las estructuras y las formas a las que suponemos que debe someterse la producción académica. En este texto, comparto algunas incitaciones creativas que me resultaron útiles para despertar la imaginación en el proceso de producción de mis tesis de maestría y de doctorado. Para eso, recupero reflexiones en torno de los procedimientos de creación estética, porque creo que parte de lo que suele extraviarse en los avatares de la construcción de los procesos de investigación puede aparecer en primer plano si interpelamos las rigideces del método científico desde las fronteras con la literatura y otras formas del arte. La propuesta apunta a crear investigaciones más preocupadas por la curiosidad —personal, política, epistémica o social— que por las demandas disciplinarias.

Las ideas que comparto a continuación fueron discutidas con colegas y con estudiantes de posgrado en el Taller de Tesis de la maestría en Estudios Sociales Latinoamericanos de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y en seminarios finales de maestría y de doctorado de otras universidades nacionales. Las devoluciones de los y las estudiantes me impulsaron a escribir este texto con la esperanza de que pueda resultar de apoyo para aquellos y aquellas que pretenden embarcarse en los turbios océanos de la producción de tesis en ciencias sociales y humanidades.

Estas propuestas giran alrededor de tres puntos de partida a los que volveré en el curso del texto desde diferentes aristas y que recuperaré en las conclusiones. En primer lugar, como han sostenido, entre otros, Pierre Bourdieu, Jean-Claude Chamboredon y Jean-Claude Passeron (2004), el trabajo de tesis es el ejercicio de un oficio, una artesanía paciente, y, como todo oficio, se debe a su práctica. Por eso, cada proceso de tesis es único y, por el mismo motivo, para aprender a investigar no hay mejor método que el trabajo paciente junto a un maestro, tal como se forman los mejores artesanos. De este primer postulado, por el momento, quisiera destacar que mi cometido en este texto consiste en defender el oficio de la investigación más allá de los procedimientos codificados y con todo el peso de la libertad sobre los hombros.

Mi segundo punto de partida es el siguiente: el investigador o la investigadora debe aceptar el caos para reconocer las apariciones que brotan en el trabajo de campo. Esto puede sonar extraño: ¿el proceso de producción de las tesis de investigación no requiere acaso asegurar el rumbo, afirmar que el camino elegido es el mejor?, ¿no es para eso que armamos un plan de tesis en donde definimos una metodología y un cronograma de trabajo? Ocurre que, sin caos, sin sorpresas, la investigación suele conducirnos a afirmar los presupuestos de los que partimos y a reproducir las formas con las cuales construimos el mundo. Para reconocer aquello que emerge en el campo, es necesario perder momentáneamente el control del proceso del trabajo.

El desafío de investigar consiste en partir desde donde siempre hemos partido para llegar a lugares en los aún nunca hemos estado. Ese es mi tercer punto de partida: las pulsiones personales impulsan la investigación y le dan sentido. Las investigaciones que me resultan más atractivas son aquellas en las que los investigadores y las investigadoras están implicados de algún modo. Una de las primeras preguntas que me gusta formularle a los y las tesistas que están comenzando a dar sus primeros pasos es: ¿qué tiene que ver con vos este tema? Muchas veces, las respuestas nos permiten descubrir relaciones que suelen permanecer ocultas. En efecto, la mayor parte de los y las estudiantes comienza a imaginar sus proyectos de investigación a partir de alguna intuición o de algún interrogante que irá construyendo, engordando y densificando teóricamente. Pero, muchas veces, al avanzar con el trabajo, ese punto de partida queda relegado. Los temas que investigamos toman forma entre las disputas del campo intelectual y las pulsiones personales, por eso es posible comenzar nuestras investigaciones a partir de nuestro propio universo.

Investigar para satisfacer las curiosidades personales puede ser un buen antídoto contra el aburrimiento que se apodera de buena parte de los y las tesistas, pero hay que admitir que este procedimiento no asegura novedad alguna para las ciencias. Dos preguntas resultan importantes en este momento: ¿para quién investigar? y ¿para qué investigar? Articular los deseos personales con estas preguntas puede ser un buen comienzo. Si logramos hacer consciente la trama personal y social en la cual se ha configurado el deseo de estudiar determinado tema, será más difícil perderse entre los cantos de sirena de quienes llevan años investigando los mismos tópicos.

Las ideas que comparto en las páginas que siguen son hijas del combate, nacieron en el barro de la producción de la tesis y no tuvieron un orden medianamente coherente sino hasta ahora. Tal como escribió el escritor argentino Ricardo Piglia (2017) en sus diarios: “la unidad es siempre retrospectiva, en el presente todo es intensidad y confusión” (p. 11). Tenemos, aquí, la mentada contradicción entre la lógica en acto —las contradicciones que atraviesan el ejercicio de la investigación— y la lógica reconstruida —el relato coherente y estructurado elaborado a posterioridad para dar cuenta de ese proceso (Kaplan, 1964)—. [ii] Por eso, la invitación a este viaje no está animada por ninguna intención propedéutica. Se trata, apenas, de imaginar formas posibles para transformar la angustia, el caos y el conflicto en incentivos para la producción teórica.

El trabajo de campo: en busca del sentido

La materia de nuestro propio trabajo se construye en el campo. En los manuales de metodología más cercanos al positivismo, el trabajo de campo aparece como el momento de la recolección (con algo más de suerte, podemos encontrar aquí la palabra “elaboración”) de los datos, un momento clave para la demostración empírica del argumento que queremos plantear. El campo es el espacio de la prueba de hipótesis. A contramano de esta postura metodológica, en esta primera sección, voy a plantear que el trabajo de campo ofrece la oportunidad de torcer el rumbo de nuestra investigación para habilitar la emergencia de apariciones inesperadas.

El dramaturgo argentino Ricardo Monti (1979) sostuvo que el acto creativo comienza con una imagen generadora, una aparición que está cargada de materia ficcionalizable. En la interacción entre esa imagen y el universo del artista, acontece la imaginación. Es posible poner a dialogar esta idea con el concepto de temas generadores acuñado por el pedagogo brasileño Paulo Freire (1970). Freire sostuvo que la educación liberadora debía comenzar con la investigación comunitaria de los temas a tratar en la alfabetización. Estos eran temas generadores porque permitían ir más allá de sí mismos y revelar la trama de relaciones sociales en la cual adquirían sentido.

Mauricio Kartun (2010), discípulo de Monti, desarrolló el concepto de imagen generadora con mayor profundidad. Kartun sostiene que la imagen generadora es “una aparición” (p. 80), “un detonador creativo que da el puntapié inicial” (p. 79). Esta imagen es apenas un “esquema de líneas, un dibujo garabato, una hipótesis de sentido” (Kartun citado en Dubatti, 2010, p. 95). De acuerdo con el dramaturgo, el acto creativo acontece en la interacción entre imagen y universo: “la imagen que se proyecta se recorta ahora contra un modelo que hasta entonces no la contenía y en ese cruce dialéctico estalla la imaginación” (Kartun citado en Dubatti, 2010, p. 96). [iii] Lo que comenta Kartun respecto del universo del artista es aplicable al trabajo artesanal que el investigador lleva a cabo con el material de campo. Transcribo aquí unas líneas escritas por Jorge Dubatti, crítico e historiador teatral argentino, asistente a algunos de los cursos metodológicos dictados por Kartun:

Se trata de mundos cargados por alguna razón de una hipótesis ficcional, plataformas (etimológicamente, “formas planas”) que llaman al relieve. El creador profundiza en ese universo, a través de libros, imágenes, fotografías, etc. Se trata de desarrollar el carácter de ese universo como sistema proveedor de signos. (Dubatti, 2010, p. 95)

Nuestro trabajo de campo puede despertar imágenes generadoras que doten de relieve al universo de nuestra investigación. En la investigación social, el campo se conforma como un sistema proveedor de signos y, por eso, es importante recentrar el campo como espacio de producción de sentido. Las fuentes con las que trabajamos, las conversaciones con nuestros interlocutores y las sorpresas que surgen durante el trabajo de campo pueden proyectar una iluminación sobre el universo temático que estamos abordando.

Las imágenes que surgen del trabajo de campo ocultan enigmas que tenemos que descifrar. Por eso, el análisis de las fuentes requiere de la épica y la audacia del descubridor. Sostengo esta postura aun cuando el descubrimiento sea tal únicamente para el investigador (¿acaso no empieza así nuestra historia latinoamericana, con un descubridor que no descubrió más que su propia ignorancia?). Monti (1979) dice que hay algo misterioso en las imágenes, algo que es preciso desentrañar: “no son más que la vestidura de algo a punto de abrirse” (p. 44). Y abunda: “El proceso artístico es un proceso de descubrimiento” (p. 46). Sin la épica del descubridor, del adelantado, del navegante, no habrá nunca enigma a descifrar.

El olfato, la intuición y la corazonada pueden ser verdaderas herramientas analíticas. El trabajo de los y las tesistas se acerca al del detective que sigue una pista, o que va tras las huellas. [iv] Rafael Spregelburd (2015), director y escritor teatral, afirma: “creo en el accidente como mecanismo de creación” (p. 59), y entiende el proceso de creación estética como un acto de revelación. Spregelburd dice “para reconocer el accidente, mis procesos de búsqueda necesitan tiempo. Hay que poder convivir con el objeto” (p. 59). En la misma línea, Piglia (2017) sostiene que es necesario “saber esperar” (p. 78). También en ciencias sociales y humanidades, por más que partamos de ciertos supuestos, es importante no correr detrás de explicaciones prefabricadas que podrían obturar la originalidad de nuestro trabajo. Hay que aprender a esperar y hay que acostumbrarse a la angustia de la espera. Para una persona ansiosa como yo, esta fue una gran lección, no me resultó nada fácil sostenerme en ese tiempo aparentemente detenido, ni tampoco me resultó agradable convivir con los objetos difusos, acaso innombrables, que aparecían en el campo.

Para sostenerme en estos momentos de desconcierto y extravío, no tuve más remedio que sentarme a escribir. No me puse a escribir la tesis, aún no estaba preparado para hacerlo; me dispuse a pensar escribiendo. Escribí reflexiones, ideas vagas, preguntas, ideé estructuras y ordenamientos para proceder inmediatamente a derrocarlos, dejé constancia de mis frustraciones y diseñé hipótesis prometedoras que pronto revelaron su inutilidad. La escritura me ayudó a identificar mis imágenes generadoras, a descubrir conexiones, conceptos y órdenes posibles para los documentos y las reflexiones del trabajo de campo. La escritura fue mi mejor herramienta para trabajar creativamente con mis crisis y mis propias contradicciones. A continuación, me detengo en los avatares de este proceso.

La escritura: una forma de pensamiento

En su versión positivista, la investigación tiene por fin corroborar o refutar un postulado teórico y la escritura colabora a los fines de transmitir este proceso que le resulta ajeno. A contramano de esta postura, en mi trabajo —como en el de muchos otros—, la escritura se ha revelado como parte del proceso de problematización porque al escribir surgen nuevas ideas y ciertos elementos participan de relaciones hasta entonces inexploradas. La escritura colabora a los fines de reconocer las pulsiones personales que animan nuestra investigación. Al mismo tiempo, nos permite crear ideas y ordenar pensamientos. De esta forma, es posible continuar trabajando sobre las imágenes generadoras que elaboramos en el trabajo de campo.

Pensadores de diferentes disciplinas reconocen el papel creativo de la escritura. Desde la historia, John G. A. Pocock (2016) afirma: “Sólo puedo pensar mientras escribo” (p. 184) y Robert R. Palmer (2016) abunda: “Según mi experiencia, los conceptos generales más útiles y específicos –si puedo llamarles así– surgen en el propio acto de escribir” (p. 196). En los años finales de sus diarios, Ricardo Piglia (2017) abrevó en una conclusión similar: “¿qué aprendí en estos largos años? Que no existen los argumentos hasta que uno no empieza a escribir, no hay nada antes” (p. 99).

Nadie comienza una tesis con la certeza de estar a punto de realizar un gran descubrimiento, por eso, el verdadero desafío consiste en alcanzar algo que aún no se conoce. Mauricio Kartun (2019) propone pensar la escritura como una “improvisación imaginaria”, un fluir acrítico que acontece sobre la certeza de que conocemos mucho del universo que queremos trabajar, aunque no sepamos todos los detalles. Escribir de este modo despreocupado requiere crear tiempo abolido y disponerse al juego. Creo que el punto central aquí es el siguiente: la imaginación ocurre en el proceso mismo, es imposible adelantarse. Nuevamente Piglia (2017): “tampoco veo claro que novela voy a escribir, me dejo llevar por la intuición y tomo decisiones, haciendo avanzar el relato, al que voy comprendiendo mientras lo escribo” (p. 89).

En buena medida, las ideas que comparto aquí han tomado forma al momento de ser escritas. Muchas de estas reflexiones fueron elaboradas a través de dos artefactos que me permitieron defender el espacio de libre juego que requiere la escritura cuando se torna un ejercicio de pensamiento. Estos dos artefactos son una bitácora —una suerte de diario de tesis— y una ficción epistolar —un correo apócrifo a mis directoras de tesis—. Los llamo artefactos porque son elementos que se deben a los avatares de la práctica, que operan desprovistos de un sistema organizador y que conjugan cierta materialidad artística.

La bitácora es un documento de Word. Cada fecha es un título. Debajo de ese título, escribo libremente. Tomo nota de lo que sea, desde conversaciones con colegas hasta resúmenes de artículos académicos. Transcribo mensajes de WhatsApp, pego imágenes, dejo constancia de ideas o de dificultades. No escribo la tesis y eso me proporciona una enorme libertad. Pero sé que, en una instancia de trabajo posterior, mucho de lo que estoy escribiendo será el fundamento de la tesis, su trama oculta. Aquí, registro decisiones importantes, a las que he llegado con mucho trabajo y que no quiero olvidar.

La bitácora es una formidable planta de acopio. De acuerdo con Kartun (2010), un acopio consiste en crear la materialidad caótica de un universo sin el fastidio de tener que organizarlo: “Leer un libro buscando algo que no sé –y que sin embargo cada tanto aparece- y señalarlo con resaltador” (p. 80). Durante las instancias iniciales del trabajo de tesis, y también en el trabajo de campo, es habitual sentirse desbordado, abrumado, extraviado. La información se multiplica sin que logremos establecer patrones de clasificación. ¿Qué hacer en este momento de profunda angustia? Acopiar, reunir materiales diversos, sin preocuparnos por el sentido ni por el orden lógico.

Comencé a escribir la bitácora de tesis mientras leía Los diarios de Emilio Renzi, álter ego del escritor argentino Ricardo Piglia. En los tres volúmenes que componen esta obra, Piglia narra el día a día de su actividad como autor, profesor y crítico literario. Ese texto relata la construcción de un oficio, sus rituales, sus penurias, sus imprescindibles ejercicios, sus inevitables negociaciones. Escribir un diario, en ese sentido, es un modo de construir la sustancia de un trabajo. Es, también, una forma de construir la legitimidad de dicho trabajo, no a partir de un régimen de productividad, sino simplemente en razón de su práctica artesanal. El escritor, dice Piglia, es aquel que escribe; del mismo modo, el investigador es aquel que investiga. La bitácora me ayudó a reconocer que estaba investigando, que estaba trabajando, porque es el espacio en el que se constata una voluntad, se registran ciertas decisiones y se propone un conjunto de tareas.

Las entradas ordenadas por fecha me permitieron establecer la continuidad que requiere el proceso de pensamiento. Si durante varios días me resultaba imposible sentarme a trabajar en la investigación, al regresar, no comenzaba de cero, sino que empezaba leyendo la última entrada de la bitácora. Pero, además, el diario es el espacio para compendiar las ideas irrealizables y las neurosis recurrentes que suelen apoderarse de los y las tesistas. Como Ricardo Piglia, que escribió sus diarios “para poder escribir alguna vez alguna otra cosa”, en mi bitácora, quedó escrito el reverso de la tesis.

La atmósfera cronológica y autorreferencial de la bitácora me acompañó en una nueva forma de trabajo, una suerte de ficción epistolar: simulando un correo a mis directoras, compaginé un texto con ideas y dificultades en relación con la interpretación del material de campo. No son más que unas cuantas notas desordenadas, pero tienen una virtud: no están gobernadas por la lógica de la academia, sino, más bien, por las intensidades de la experiencia. Empecé a escribir este correo con la intención de enviarlo a sus destinatarias, pero, al correr de los días, se había vuelto tan extenso que tuve que aceptar que no era sino una excusa para comenzar a escribir. El correo me sirvió para imaginar un interlocutor. Es difícil escribir cuando no sabemos a quién nos dirigimos. La construcción de mis lectoras imaginarias colaboró, también, para elaborar el tono de mi escritura.

En mi trabajo, ocasionalmente se presenta un tono de escritura que deviene de, pero que también organiza, cierta intensidad exploratoria. Cuando acontece ese tono, mi actividad intelectual consiste en caminar su reverso, tantear sus fuentes y ponerme en barbecho cuando esa voz se apaga. Ese tono nació con la bitácora, es uno de sus hijos prodigiosos. Podría decir que ese tono da cuenta de la presencia de aquello que Luigi Pareyson (2014) denominó como “forma formante”, un impulso que agencia la obra antes de que ella se torne “forma formada”, porque, como decía Theodor Adorno: “El resultado del proceso y el proceso mismo detenido es la obra de arte” (2004, p. 301). De igual modo ocurre con la investigación social.

Comprendí entonces que ciertas tareas que a primera vista parecen superfluas, ociosas o decorativas (como un diario de tesis o un correo apócrifo) pueden volverse imprescindibles a la hora de ejercitar una reflexividad que es, en buena medida, la marca de calidad del oficio de investigador. Del mismo modo que en el campo artístico, nosotros y nosotras también necesitamos aprender a deshabitarnos (Spregelburd, 2015) atravesando instancias de extrañamiento (Monti, 1979). El trabajo con los artefactos me permitió emprender el proceso de escritura de forma creativa. No acudí a la escritura para urdir la costura final del trabajo o para montar la escenificación de una idea preexistente. La escritura me sirvió para plasmar una idea vaga que se fue definiendo y reformulando al momento de ser escrita.

Luego descubrí que, mucho tiempo atrás, el sociólogo Charles Wright Mills (1959) había propuesto una metodología afín a la que yo había ensayado. Mills propuso construir un archivo en donde consignemos las actividades profesionales y las experiencias personales. Un espacio para reunir ideas, notas personales, resúmenes y proyectos futuros. Mills escribe:

Al servir como freno de trabajo reiterativo, vuestro archivo os permite también conservar vuestras energías. Asimismo, os estimula a captar “ideas marginales”: ideas diversas que pueden ser sub-productos de la vida diaria, fragmentos de conversaciones oídas casualmente en la calle, o hasta sueños. Una vez anotadas, esas cosas pueden llevar a un pensamiento más sistemático así como prestar valor intelectual a la experiencia más directa. (1959, p. 207)

En este caso, no se trata de un único documento, sino de varios —o incluso de varias carpetas en nuestra computadora— en donde ordenamos el material de campo y nuestras propias reflexiones. La imaginación, sostuvo Wright Mills, acontece en el proceso de reordenar los insumos de nuestro archivo. Algo similar sostiene Kartun (2010) cuando piensa en el acto de acopiar. Un acopio es un inventario y una “con-fusión”, es un momento profundamente imaginativo, tal como consta en las notas acerca de las clases de Kartun publicadas por Dubatti (2010):

Cada elemento de un acopio es un nodo bisociativo en potencia, una propuesta de apareamiento fantástico, un elemento capaz de hacer estallar la conceptualidad del relato y sus significados (porque al proponer nuevas relaciones con elementos antes no relacionados crea metáforas y propone nuevos rumbos). (p. 99)

Si nos dejamos guiar por la intuición, este momento puede convertirse en una instancia creativa en donde las relaciones temáticas y las preguntas de investigación se multipliquen. Pero, para que esto ocurra, nuevamente, es necesario aprender a esperar.

Los conceptos: trazar nuestro mapa

El trabajo de campo no solamente puede ser el lugar en el que surjan nuestras imágenes generadoras, también puede ser un espacio de construcción de nuevos conceptos. En sociología, esta postura generalmente se asocia a la Teoría Fundamentada que construyeron Barney Glaser y Anselm Strauss (1967). La Teoría Fundamentada partió del interaccionismo simbólico de George Herbert Mead y del pragmatismo de Charles S. Pierce y propuso una “teorización anclada en los datos” (Páramo Morales, 2015, p. X), que parte del campo y avanza linealmente en estadios mayores de abstracción.[v]

En mi tesis de maestría, experimenté con algunos de estos procedimientos mediante el soporte informático Atlas.ti. Este tipo de programas permiten codificar fragmentos de diversos documentos y luego visualizarlos de forma conjunta, de modo de trabajar con grandes volúmenes de información. Utilicé el Atlas.ti para imaginar algunas categorías a partir de los documentos con los que estaba trabajando —conversaciones, entrevistas y materiales de archivo—. Este programa me permitió asegurarme de que mis afirmaciones tuvieran sustento empírico, porque me ofrecía salidas temáticas combinando todas las fuentes. No obstante, en determinado momento, el tipo de abordaje transversal y fragmentado que habilita este programa se volvió un obstáculo para lecturas más profundas y contextuales de los materiales de campo. Para saldar estas limitaciones, comencé a elaborar un abordaje más etnográfico.

Como destaca la antropóloga argentina Rosana Guber (2010), en su dimensión metodológica, la etnografía propone un método flexible que parte de la ignorancia del investigador porque su objetivo consiste en aprender la realidad en términos —podríamos agregar también en imágenes— que no son los propios. Quisiera recuperar dos vertientes de la etnografía que, con importantes diferencias, defienden la centralidad del trabajo de campo a la hora de emprender los procesos de conceptualización: el giro ontológico en antropología y la etnografía colaborativa. Creo que estos abordajes, menos populares en ciencias sociales que la Teoría Fundamentada, pueden resultar útiles para imaginar otras formas de construir conceptos a partir de nuestro trabajo de campo. Estos dos enfoques buscan alterar la relación clásica entre el material empírico y los conceptos analíticos: en lugar de enmarcar teóricamente los datos, se trata, ahora, de lograr que el trabajo de campo dicte los términos de su propio análisis (Holbraad, 2010).

El giro ontológico en antropología propone ser fiel al campo para elaborar conceptos capaces de dar cuenta de los mundos divergentes en los que vivimos. Amiria Henare, Martin Holbraad y Sari Wastell (2007) defienden una metodología radicalmente esencialista cuyo propósito consiste en tomar las “cosas” encontradas en el campo tal como se presentan, antes que asumir inmediatamente que ellas significan o representan otra cosa. Estos autores asumen que las cosas son los significados. En las cosas —y en las actividades que giran a su alrededor—, afirman, es posible percibir otros mundos, los mundos que los sujetos externos no logramos comprender. Por eso, se vuelve necesario pasar de un abordaje epistemológico (aplicar conceptos conocidos de antemano a una realidad extraña) a un abordaje ontológico (apoyarse en la extrañeza de las situaciones etnográficas para crear nuevos conceptos).

La etnografía colaborativa, por su parte, propone construir conceptos durante el trabajo de campo junto con nuestros interlocutores e interlocutoras. El desafío de la colaboración no radica en traducir las categorías “nativas” a las académicas, sino en recuperar las categorías nativas como base para la construcción intercultural de nuevos conceptos. Esos conceptos pueden oficiar como herramientas de análisis para explicar los procesos sociales que estamos investigando. La etnografía colaborativa requiere que el investigador o la investigadora pierda el control del proceso de trabajo para que pueda abrir el juego a la agencia de sus interlocutores. Para darle lugar a lo espontáneo y a lo inesperado, se proponen metodologías flexibles o, incluso, la definición de los procedimientos se relega al momento del encuentro colectivo. Como solía decir el Colectivo Situaciones de Argentina (2002), el desafío consiste en ubicar la situación como punto de partida para evitar pensar desde esquemas conceptuales previos. Ser fiel al campo significa, desde la etnografía colaborativa, ser fiel a nuestros interlocutores, guardar coherencia y respeto por los acuerdos y las reflexiones compartidas. [vi]

Pero ser fiel al campo es también un modo de partir de nosotros mismos y de nosotras mismas; en lugar de dejarnos llevar por los recorridos ajenos, aferrarnos al sendero errante que insinúan los objetos y los sujetos con quienes trabajamos. Para eso, es importante descentrar el relevamiento bibliográfico. La revisión del saber acumulado es un procedimiento necesario, pero, al ubicarse en el principio del recorrido, tal como suele recomendarse en los manuales de metodología, este procedimiento obtura más de lo que habilita. Kartun afirma algo similar en relación con la creación teatral: “un detallado mapa previo condiciona al territorio y éste al paisaje…” (Kartun citado por Dubatti, 2010, p. 99).

El riesgo de todo “estado del arte” consiste en borrarse a uno mismo —casi un golpe de Estado—, olvidarse, entonces, que la tesis es una experiencia subjetiva, un proceso de aprendizaje en primera persona. [vii] Los y las tesistas soñamos con leer exhaustivamente, fantaseamos con dar cuenta de todo lo que se ha escrito antes. Suponemos que el mapa de las lecturas nos permitirá situar el espacio para nuestro aporte, pero suele ocurrir exactamente lo contrario: el espacio de nuestra investigación se empequeñece de modo proporcional a las lecturas que vamos acumulando. No resulta extraño que alguien ya haya trabajado profundamente aquello que nosotros y nosotras recién estamos vislumbrando. Partir desde el trabajo de campo es, creo, la única forma de salir de ese laberinto. El trabajo de campo nos permite abrirnos a lo que dicen, hacen, quieren y demandan los sujetos y los objetos con los que trabajamos.

El trabajo de campo es el espacio de la autenticidad. Alguna vez, para salvarme del naufragio, mi codirectora, Mariela Eva Rodríguez, me dijo: “no importa que otros ya hayan investigado lo que vos estás investigando, tu trabajo de campo es único”. Y creo que tuvo mucha razón. La autenticidad de nuestra investigación proviene de un mundo imaginado que se refleja en las imágenes con las cuales trabajamos. La originalidad no está en una idea anterior al proceso de investigación, sino en el universo del que surgen las imágenes; un universo que comienza a conformarse a partir de las preguntas y de las imágenes interiores de los investigadores y las investigadoras y que gana relieve en el trabajo de campo.

Los enfoques etnográficos que comenté arriba permiten revertir el lugar que el “caso” ocupa en nuestras investigaciones: antes que un espacio en disponibilidad para la prueba de hipótesis, el caso puede resultar un territorio fértil para la emergencia de nuevos conceptos. Si planteamos que es posible construir teoría a partir de un caso, es necesario cuestionar la idea de “marco teórico”. Bajo el enfoque del marco teórico, la teoría es un presagio, una anticipación de lo que va a acontecer, es un arma secreta de la que disponemos al sumergirnos en el campo, territorio ajeno por naturaleza. Pero, si queremos incentivar la imaginación, es necesario suspender las certezas teóricas para perder el control y abrirnos a lo inesperado.

La concepción del “marco teórico” conduce a la exposición enciclopédica de las categorías y de los conceptos, de modo que se invierte la finalidad primaria de la investigación: en lugar de utilizar las categorías para analizar y elaborar los casos, los casos aparecen como ilustración de las categorías. El marco se torna, entonces, una camisa de fuerza. Muchas veces, cuando ocurre esto, uno tiene la impresión de que el tan mentado marco teórico no es más que un pase de factura del tesista a los lectores, a quienes les cobra el enorme trabajo de lectura que implicó la construcción de su problema de investigación.[viii]

En lugar de anticiparse en calidad de marco, es posible posicionar las teorías desde el caso, acudir a los conceptos porque “el caso lo requiere”, construir el caso como puerta de entrada a la teoría. No pretendo fomentar el uso acrítico o descontextualizado de las categorías. Aunque partamos desde el caso, siempre será posible trabajar genealógicamente con los debates y las categorías rastreando similitudes y diferencias y siguiendo el desarrollo de estos conceptos en sus contextos de emergencia y en sus traducciones locales. [ix] Pero, muchas veces, las tesis que comienzan con un capítulo de marco teórico y otro metodológico no ofrecen nada sustantivo hasta el capítulo tercero en el que comienza el análisis. [x] Por eso, cuanto antes aparezca el caso, mejor, porque ahí está la tesis (en tanto afirmación conjetural).

Como todos y todas partimos de ciertas teorías, en parte porque así lo requieren los formularios en los que volcamos el plan de tesis, se hace necesario sostener una vigilancia permanente para no disociar las categorías con las que partimos de aquellas que pudieran surgir en el trabajo de campo. Es cierto que, por momentos, se requiere un tiempo indeterminado que debe invertirse en la asimilación de reflexiones y teorías, para luego poder dialogar, e incluso teorizar, desde el campo. Durante este tiempo, existe la certeza de estar trabajando en tensión, a distancia. Entonces, se impone una vigilancia precisa para no cortar ese hilo, para no traicionar su dirección primaria y para determinar a tiempo cuándo hay que recoger el sedal.

Cuando nos alejamos del campo, debemos procurar que ese viaje nos ofrezca un camino de retorno. En la selva de la biblioteca, la supervivencia se juega en el recuerdo persistente del sendero que guía el trabajo propio. Ir y venir por los jardines ajenos, pero siempre volver al patio humilde en el que nacieron las inquietudes iniciales. Jan Vansina (1968), historiador y antropólogo belga, plantea esto mismo: “La ciencia social (...) debe hacer abstracciones a fin de encontrar sus regularidades. Pero cada abstracción debe devolverse a la realidad” (p. 259).

Al escribir mi tesis de maestría, copié y pegué todas las conclusiones de los capítulos en un mismo archivo. Al leer las afirmaciones que volcaba en las conclusiones parciales con cierta distancia —afirmaciones que se nutrían de las teorías y de los debates, pero que ya no los reproducían porque estaban atravesados por el trabajo de campo—, poco a poco, fui construyendo mis propias categorías o, al menos, mis propias interpretaciones. Así, se abrió un momento de desprendimiento en relación con los conceptos con los que había partido. En esta instancia, sentí la necesidad de escribir en papel, de armar esquemas conceptuales para entender cómo podían vincularse los nuevos conceptos. El carácter inconcluso de esta tarea fue una de mis motivaciones para continuar con el mismo tema en el doctorado.

El caos es el momento cero de un concepto nuevo. Cuando tenemos las cosas entre manos, pero no sabemos cómo nombrarlas, acontece una oportunidad. Monti (1979) dice que el artista “va creando los senderos” a través de los cuales deberá recorrer el territorio descubierto “desde distintos puntos de partida (que él mismo establece), hasta tener una idea general del espacio que abarca y trazar su mapa” (p. 45). Toda investigación procura trazar un mapa, un mapa de su objeto y de las relaciones que lo componen. El investigador es, tal como escribió Monti respecto del artista, “un explorador asombrado en un territorio desconocido” (p. 45).

El territorio descubierto necesita, para ser tal, nuevos nombres, nuevas categorías. En un principio, no tenemos más remedio que acudir a los conceptos conocidos, “una floración nueva que deberá nombrar con palabras desesperadamente añejas”, como dice Monti (1979, p. 45). En este punto, vale la sugerencia de Henare et al. (2007): si no conocemos el territorio, no intentemos imponerle nuestras viejas palabras, aceptemos el vacío. Que las cosas hablen por sí mismas es un principio metodológico importante para evitar los recorridos conocidos y construir nuestros propios senderos. Abrir las discusiones conceptuales a nuestros interlocutores, tal como propone la etnografía colaborativa, también.

Una buena investigación nos convida a sumergirnos en un enigma que se revelará reiteradamente esquivo. Los grandes textos nos muestran que nunca encontramos lo que creíamos encontrar, lo que buscamos no está en el sitio esperado y, por eso, toda gran investigación es un viaje a traición, un motín en medio del océano que termina cambiando el rumbo para desembarcar en un territorio desconocido. Siempre hay un retorno, pero es un retorno a un lugar nuevo. Porque, en el regreso que se traza en las conclusiones, las grandes investigaciones nos demuestran que éramos nosotros y nosotras, lectores y lectoras, quienes estábamos equivocados. Habíamos confundido las palabras.

Parafraseando a Paul Valéry (1987), podemos afirmar que una investigación social “debería enseñarnos siempre que no habíamos visto lo que estamos viendo” (p. 27) y, para eso, es necesario poner en suspenso las categorías habituales con las que aprehendemos el mundo. A la vuelta del periplo, las palabras configuran una geografía nueva. Los buenos conceptos pueden operar como metáforas o como metonimias que, como destaca Elena Oliveras (2005), “con su salto paradigmático, produce un cambio de reino, llevándonos más allá de lo conocido” (p. 140).

La conceptualización instaura un desacople entre los elementos que la anteceden. Incluso un buen estado de la cuestión se elabora bajo cierta poética que implica dotar de nuevos nombres aquello que creíamos conocer, pero que ahora desconocemos. La conceptualización requiere un desconocimiento, un distanciamiento, una ruptura que nos permita, como dice Spregelburd (2015), “poder ver lo mismo y otra cosa al mismo tiempo” (p. 63). Una tesis busca afirmar un nuevo orden (por más pequeño que este sea) y, por eso, en términos conceptuales, una investigación involucra un desgarramiento entre los significantes, sus referentes y sus significados.

Monti (1979) describe con precisión ese momento final, el de los nombres, el momento en el que lo nuevo emerge en toda su grandeza: “Y al final de este vertiginoso tránsito: la metáfora, que mitiga, calma y adormece la angustia. La metáfora permite que la red vuelva a cerrarse. Acaso, si el artista es genial, el mundo se ha ampliado” (p. 46). [xi] Bien podemos decir que, si el investigador es genial, el mundo también se amplía. ¿O es el mismo mundo el del capitalismo de comienzos del siglo XIX que el del capitalismo de fines de ese siglo bajo la mirada marxista? Este mundo, en el que nos hemos vuelto analfabetos en cada pronombre, ¿obedece a la misma gramática que ordenaba la realidad antes del feminismo?

Las malas combinaciones: seguir con el problema

En buena medida, investigar significa construir un problema reconfigurando creativamente las relaciones entre los elementos que lo componen. Seguir con el problema, como propone la historiadora Donna Haraway (2019), implica conectar lo que no puede o no debe ser conectado. Abrir el análisis del material de campo a otros sujetos que puedan estar vinculados de algún modo con el problema que estamos investigando —comunidades, expertos, docentes, grupos de trabajadores, víctimas, activistas, etc.— también puede ayudarnos a imaginar nuevas relaciones conceptuales.

De la misma forma, las incitaciones artísticas con nuestros documentos pueden volverse un buen mecanismo para refrescar la imaginación, para conectar lo inconexo, producir imágenes generadoras y extrañarnos de lo dado y de nosotras mismas. El artista suizo Thomas Hirschhorn (2000) trabaja con materiales de archivo siguiendo “el método del apego”. Hirschhorn establece conexiones impensadas a partir de las emociones que los objetos le despiertan: “conectar lo que no se puede conectar, eso es exactamente mi método como artista” (p. 32), sostiene.

En lugar de analizar un documento —como una fotografía, por ejemplo—, la artista visual británica Tacita Dean se dispone a detectar coincidencias marginales y a seguir el rumbo que ellas sugieren. “Mi historia es sobre la coincidencia y sobre lo que está invitado y lo que no”, dice Dean (2001, p. 12). Muchas veces nos movemos así en el archivo, en una suerte de “investigación sin reglas y sin ningún destino obvio”, como postula Dean (p. 12). En estos casos, las malas combinaciones pueden ser el espacio para la interpretación asociativa.

El artista plástico Eduardo Molinari compuso un archivo propio a partir de diversos documentos. Este “Archivo Caminante”, tal como lo ha bautizado desde el 2001, se nutre de tres tipos de fuentes. Por un lado, las fotografías en blanco y negro, fruto de las investigaciones que, desde 1999, desarrolla en el Archivo General de la Nación. Por otro lado, las fotografías propias que el artista recopila en sus caminatas hacia los archivos públicos. Y, finalmente, documentos de descarte —diarios, revistas, libros usados, panfletos, afiches, etc.— recolectados en la calle o donados por personas que conocen su trabajo (Rosauro, 2012). En un sentido similar al que sugería Wright Mills (1959), al momento de emprender un proyecto nuevo, Molinari articula temáticamente los materiales de su archivo y sale en busca de los documentos que considera necesarios para completar la obra. El Archivo Caminante es un archivo en disponibilidad, un acopio de materiales que aguarda una descarga eléctrica que le permita reorganizarse molecularmente y formar encadenamientos.

El impulso de archivo (Foster, 2016) que se manifiesta en buena parte de la producción artística contemporánea puede dar lugar a reordenamientos de diversa fisonomía. Estas conexiones rizomáticas pueden colaborar a los fines de visibilizar la red de relaciones que subyace en los documentos. Reordenar nuestro archivo —cualesquiera sean los documentos con los que estemos trabajando— es un modo de imaginar conexiones nuevas, una forma de relacionar lo que parecía imposible de ser relacionado. Cuando el análisis parece no ofrecer nuevas posibilidades, podemos recuperar la libertad de juego con la que varios artistas contemporáneos intervienen y reconfiguran sus propios documentos.

Palabras ¿finales?

El refrán popular sigue teniendo razón: la mejor tesis es la que se entrega. Por eso, resulta fundamental responder aquellas preguntas iniciales: para qué y para quién investigamos. Una tesis puede tener múltiples razones de ser: hay quien necesita el título para redoblar su militancia, hay quien busca mejorar sus posibilidades de empleabilidad o, simplemente, se interesa en conseguir reconocimiento social. Todo eso es válido.

La mayor parte de los y las tesistas de América Latina disponemos de un tiempo reducido para el trabajo de investigación. Aquel consejo que Pierre Bourdieu ofrece a Loïc Wacquant en “La sociología es un deporte de combate” (Carles, 2001), algo así como “de ahora en adelante usted únicamente puede jugar al tenis y escribir”, aplica en raros casos en nuestras latitudes. Pero la tesis no es más que un momento en la vida, cuando nos enamoramos de nuestro trabajo, solemos imaginar nuevas posibilidades para profundizarlo bajo otros formatos.

Frente a los procedimientos metodológicos preestablecidos, en este texto, pretendí hacer valer el carácter artesanal de nuestro oficio. De ese modo, en lugar de adoptar un marco teórico y una metodología específica, se presenta el desafío de crear conceptos, mediaciones y procedimientos personales. El deseo y la aventura priman por sobre la búsqueda de exhaustividad. Abandonando la seguridad que nos brinda el régimen de adopciones —de conceptos, de teorías y de metodologías— al que estamos acostumbrados y acostumbradas, caminamos a ciegas, nos guía la intuición, el olfato. Los caminos personales, las artesanías, involucran apuestas de dudosa eficacia.

Lo anterior supone repensar el lugar del trabajo de campo, que deja de ser un espacio para la contrastación de hipótesis y se torna un escenario abierto a la conceptualización. La centralidad del trabajo de campo, que es el principio que sostiene todo lo que he comentado aquí, permite instaurar una lógica de aparición que ocurre cuando un sujeto se vuelve permeable al extrañamiento que le suscitan los hechos y los sujetos (González, 2010).

La imaginación se hace necesaria toda vez que nos alejamos de aquello que Wright Mills (1959) pensó en calidad de ciencia burocrática, de las repeticiones de fórmulas y rituales académicos. Así como, de acuerdo con Theodor Adorno (2004), la improductividad del arte ofrece un territorio fértil para la resistencia al mundo de la mercancía que la circunda, la defensa de la inutilidad de la ciencia social —que supo defender el propio Bourdieu (2002)— puede ser una bandera importante a la hora de imaginar otros mundos posibles. Para que eso ocurra, es necesario trastocar las urgencias propias de la política convencional y de las instituciones académicas. Se trata de alentar el pensamiento, tal como propone la filósofa e historiadora belga Isabelle Stengers (2005), para percibir las conexiones impensadas de las que participan los sujetos y los objetos de nuestras investigaciones.

En este camino, la escritura puede ser más que un soporte, la escritura puede ser un acto de imaginación, de creación y de apertura de nuevos caminos para la investigación. Los artefactos de escritura a los que me referí arriba permiten pensar escribiendo sin sentir el peso de estar produciendo la tesis. Esos fragmentos reflexivos, pero inconexos, que construimos fuera de la lógica de la tesis, en algún momento, merced a una fuerza centrífuga y desconocida, comienzan a reunirse. Es entonces cuando logramos vislumbrar “la tesis”, por más pequeña que ella sea. Pero este proceso de descubrimiento siempre es incompleto. Por eso, el punto final de nuestro trabajo anuncia cierta geografía, que es, apenas, un momento y un encuentro, un cruce de trayectorias diversas delineado por ciertos objetos y ciertos sujetos que nos acompañan.

ST, lápiz de color sobre hoja. Romina Solange Finks

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Notas

[i]Agradezco profundamente a Miguel Leone por su generosidad y sus valiosas sugerencias a las versiones iniciales de este ensayo. Este trabajo se nutre de muchas conversaciones, entre ellas, quisiera destacar las que mantuvimos con Eduardo Molinari, por una parte, y con Natacha Koss, por la otra, alrededor de los procedimientos de creación estética.

[ii]Lo mismo puede afirmarse en relación con las trayectorias profesionales. La historiadora inglesa Vivian H. Galbraith (2016) sostiene: “con excesiva frecuencia, esa carrera que uno rememora y luego dispone como una gráfica, no es más que un capítulo de accidentes, debidos en gran parte a causas económicas” (p. 43). En un sentido similar, el historiador italiano Carlo M. Cipolla (2016) atribuye toda su carrera a “un misterioso personaje al que, por falta de un mejor conocimiento y una terminología más precisa, llamamos Fortuna o Casualidad” (p. 88). La carrera es, en este sentido, un relato a posteriori, una ficción que nos narramos a nosotras mismas.

[iii]Esa interacción entre imagen y universo trasciende al sujeto individual toda vez que su universo (aun el familiar) ocurre en una cultura y en un tiempo determinados. Por eso, es posible encontrar similitudes en otros pensadores. Karl Jung (1996) tematizó este asunto bajo la categoría de arquetipo, lenguaje del inconsciente que aparece bajo la forma de “imágenes simbólicas” que devienen de una memoria primaria vinculada con el inconsciente colectivo y que emergen en el momento del sueño y en las obras de arte de tipo “visionario”.

[iv]Lo mismo sugiere la etimología de la palabra “investigación”. De acuerdo con Alejandro Haber (2011), el vocablo investigación deriva de in vestigium y el sustantivo vestigium alude a la planta del pié: “el vestigio dice que la planta del pie es una misma e indisoluble cosa con la huella que esta deja en el suelo; positivo y negativo son inmediatos…” (p. 10). Y agrega: “las huellas que aquí están y que voy siguiendo una tras otra, me colocan a mí mismo en la inmediatez con ellas y con su inmediato caminante, aquel en otro espacio-tiempo” (p. 10). En tanto investigar es “seguir las huellas”, se trata de seguir a aquel que no está aquí, que no comparte nuestro espacio-tiempo y que nos agencia en su no-estar aquí. No obstante, como escribe Luigi Pareyson (1987): “el descubrimiento surge sólo a través de los ensayos” (p. 111). El artista no aguarda de forma pasiva el acontecer de la inspiración, sino que experimenta, ensaya, explora y estudia diversas posibilidades.

[v]Siguiendo estos postulados, Homero Saltalamacchia (2012) ideó un procedimiento minucioso para desplegar la conceptualización en las tesis en ciencias sociales.

[vi]Los enfoques interpretativista y construccionista oponen la propuesta de Glaser y Strauss a la de Henare, Holbraad y Wastel. El giro ontológico cuestiona la premisa que postula a la realidad como una construcción social y su correlato representacionista, que es la base del relativismo cultural que este enfoque viene a cuestionar. Por otra parte, el llamado a teorizar “con los pies en la tierra” que propone la Teoría Fundamentada se distingue de los enfoques colaborativos porque no considera la posibilidad de teorizar con los sujetos investigados, sino a partir de ellos.

[vii]En esta misma línea, Homero Saltalamacchia (1997) enfatiza la necesidad de construir un modelo conceptual a partir de la revisión de las ideas propias y no de la revisión bibliográfica. El objetivo de este procedimiento no es otro más que despertar la imaginación: “el secreto de una lectura productiva fundamentalmente radica en la agudeza con que se formalizó el modelo de nuestros conocimientos previos”, afirma (p. 28).

[viii]La obsesión por las fuentes primarias mantuvo a los historiadores más cerca del caso bajo estudio que de los marcos teóricos. No obstante, el historiador y antropólogo belga Jean Vansina (1968) alerta: “un peligro más reciente es la manera en que algunos historiadores usan sus datos, tan sólo como ilustraciones para probar un modelo. Durante muchos años, ésta ha sido la práctica de los sociólogos, y aún más de los antropólogos” (p. 258). Para enfrentar este peligro, el historiador estadounidense Lewis Perry Curtis (2016) nos convoca una vez más a confiar en nuestras intuiciones: “Las antenas con que los buenos historiadores captan la más leve señal del pasado valen más, a la larga, que casi todos los modelos constituidos por los expertos en ciencias sociales” (p. 294).

[ix]No estoy sugiriendo aquí nada que no se haya dicho antes. Se trata de recurrir a la teoría desde la lógica de la “caja de herramientas” sugerida por el filósofo francés Michel Foucault. En una entrevista publicada originalmente en la revista Les Revoltes Logiques en 1977, Foucault (2000) plantea que la teoría no debiera pretender el orden ni la sistematicidad global, sino que, por el contrario, ella debiera ser capaz de analizar los mecanismos del poder y las luchas alrededor de ellos; mecanismos y luchas que son inherentes a toda producción teórica. La metáfora de la caja de herramientas sugiere partir de una situación histórica concreta y apelar a la teoría como instrumento. Dialogando con Foucault, Gilles Deleuze (1992) enfatiza que las relaciones entre práctica y teoría son más fragmentarias de lo que suele suponerse. Sostiene Deleuze: “[l]a práctica es un conjunto de conexiones de un punto teórico con otro, y la teoría un empalme de una práctica con otra. Ninguna teoría puede desarrollarse sin encontrar una especie de muro, y se precisa la práctica para agujerearlo” (p. 84).

[x]Evidentemente, las investigaciones que proponen discusiones teóricas o metodológicas requieren estos capítulos porque ahí está la tesis.

[xi]En un sentido similar, Jacques Lacan (1984) opina: “Hay poesía cada vez que un escrito nos introduce en un mundo diferente al nuestro” (p. 114).

Recibido: 17 de Mayo de 2022; : 21 de Junio de 2022; Aprobado: 16 de Julio de 2022

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