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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versión impresa ISSN 0524-9767versión On-line ISSN 1850-2563

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  n.25 Buenos Aires ene./jul. 2002

 

Pilar González Bernaldo de Quirós, Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1862, Buenos Aires, FCE, 2000, 406 páginas.

Reseñar el libro Civilidad y política en los orígenes de la Nación Argentina de Pilar González Bernaldo, no es una tarea fácil. Y no lo es –entre muchas otras razones– por la cantidad y densidad de los problemas abordados en las cuatrocientas páginas que abarca el volumen, como por el hecho de haber sido ya muy comentado entre los miembros de la comunidad historiográfica al ingresar primero bajo el formato de tesis doctoral –defendida en la Sorbona en 1992– y luego como libro en versión francesa, editado por dicha universidad en 1999. Celebramos, entonces, la traducción española de esta obra que, sin lugar a dudas, ya constituye un referente obligado del mundo académico local como americano. A riesgo de que esta última afirmación pueda resultar una fórmula ya muchas veces repetida, no quiero dejar de usarla por varios motivos. En primer lugar, porque el trabajo de Pilar González introdujo en clave local una perspectiva de análisis prácticamente inexplorada en nuestro país. El enfoque sociocultural de lo político que la autora utiliza, abrevando especialmente en las pistas proporcionadas por Maurice Agulhon y por quien dirigiera su tesis doctoral, François X. Guerra (cuya reciente desaparición aún estamos lamentando), no sólo se erigió en una gran novedad metodológica a fines de los años 80 sino que demostró ser un campo sumamente fértil que ayudó a renovar el debate historiográfico local, muy especialmente en el ámbito de la historia política. En segundo lugar, porque la exhaustiva descripción que el volumen proporciona sobre la vida asociativa de Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX, y más especialmente en la década de 1850, abre numerosas pistas de análisis que involucran procesos que interesan tanto a los especialistas en historia política como también a aquellos comprometidos con la historia social, económica, cultural, de las ideas. Una de las grandes virtudes que elevan a la obra de Pilar González a la categoría de "lectura obligada" para historiadores y alumnos dedicados al aprendizaje del oficio de historiador es, justamente, su capacidad de articular las diferentes dimensiones del proceso histórico a partir de la selección y el recorte de un objeto muy cuidadosamente definido desde las primeras páginas del texto: tal es el estudio de las "prácticas relacionales de la población de la ciudad de Buenos Aires" entre 1829 y 1862. Objeto indisolublemente unido a la hipótesis central que recorre el libro y que dota a las prácticas de sociabilidad de un potencial explicativo respecto al problema más general de la constitución de la nación argentina. En este último plano es donde reside la tercera razón que hace del libro reseñado un referente ineludible. Su aporte al debate sobre los orígenes de la nación argentina lo coloca en un espacio privilegiado, donde el renovado interés por el tema no elude el carácter polémico que su reedición provoca, aún cuando dicha polémica esté despojada de las viejas perspectivas más "ideologizadas" que, desde el siglo XIX hasta no hace mucho tiempo, se ocuparon del problema.

En este caso, estamos frente a un impresionante estudio sobre las prácticas de sociabilidad desplegadas en Buenos Aires en el período indicado, cuya rigurosidad se expresa en muy diferentes planos: en la reconstrucción fáctica –donde se destaca tanto la cantidad como la calidad de la información proporcionada–, en el uso de las fuentes –archivos privados, fuentes policiales y prensa periódica (por citar sólo las más representativas)– y en las metodologías utilizadas. El despliegue de técnicas cualitativas y cuantitativas le permiten a Pilar González insertar el voluminoso material recogido –heterogéneo y fragmentario– en un esquema explicativo general y crear, además, un "contexto de demostración" para muchas de sus hipótesis que, aunque excesivo en algunos pasajes para el formato de un libro destinado a un público más amplio que el de una tesis doctoral, no deja dudas sobre una de las principales motivaciones que mueve a la autora en términos de su estrategia narrativa: que el lector, finalmente, se rinda frente a las evidencias, tal como confiesa en las conclusiones.

¿Frente a qué evidencias debe rendirse el lector, entonces, y hacia qué conclusiones? En principio, hacia la que ya se enuncia a modo de "tesis" en la introducción: "El movimiento asociativo moderno y, más globalmente, las formas de sociabilidad contractuales fueron un factor de transformación de la sociedad y de las representaciones que ésta se daba de sí misma. En este sentido, sirvieron para vehiculizar una nueva representación de la colectividad como 'sociedad nacional'". Sobre esta tesis se estructura el libro y dicha estructura descansa sobre una hipótesis de periodización que divide el volumen en dos partes. En la primera de ellas, titulada "Los pueblos sin nación", la autora se encarga de reconstruir las formas relacionales que se despliegan en Buenos Aires entre 1820 y 1852 (aunque recupera el proceso asociativo desde comienzos del siglo XIX), centrándose especialmente en los espacios de sociabilidad pública, como las pulperías y los cafés, en la nueva sociabilidad asociativa que emerge durante la época rivadaviana, en los rasgos peculiares que asume la sociabilidad étnica de la población negra (reflejando el papel de las Sociedades Africanas durante el rosismo), y en las características de la vida política en el período. La segunda parte, titulada "La nación al poder", se ocupa de describir y analizar el proceso que la autora denomina de "explosión asociativa" durante la década de 1850, incorporando las nuevas formas de sociabilidad emergentes luego de la caída del rosismo y articulando dichas formas con la redefinición de la esfera pública y de las prácticas representativas. Dado que sería imposible intentar describir aquí el contenido de cada una de estas partes y las derivaciones que ellas sugieren, voy a concentrarme en un aspecto de la obra de Pilar González que creo puede ser problematizado, a riesgo, claro, de dejar de lado dimensiones fundamentales. Me refiero a la cuestión vinculada con el ya mencionado "contexto de demostración" y las relaciones causales que la autora entabla a lo largo del libro y del cual emanan tres cuestiones, consideradas a continuación: la siempre difícil articulación entre historia social e historia política, la hipótesis de periodización y la relación entre prácticas de sociabilidad y prácticas políticas.

François X. Guerra, en el prefacio del libro, es quien preanuncia de manera contundente –mucho más, quizás, que la propia autora– lo que denomina el "núcleo de la demostración": que las nuevas asociaciones socioculturales y sus prácticas relacionales entrañan una nueva manera de pensar e imaginar la colectividad y que las mutaciones de la sociabilidad, el nacimiento de la política moderna y la construcción de la nación son tres temas "indisociablemente ligados en una relación causal que, aunque compleja, no es menos cierta". Efectivamente, la autora busca hacer confluir estos tres ejes a partir de la hipótesis central que recorre el libro, pero apoyándose para ello en una cadena de hipótesis de menor nivel de generalización, sobre las cuales se vuelca todo el aparato erudito. En estas hipótesis "secundarias", Pilar González demuestra una particular maestría en el oficio de historiador al poner de relieve la importancia que asumen esas prácticas relacionales en la construcción de un nuevo orden y al encuadrarlas dentro de un relato que da cuenta de un proceso histórico mucho más amplio de lo que su propio objeto permite sospechar. En este plano, el escenario se despliega a través de una estrategia narrativa que combina la detallada descripción con sagaces reflexiones interpretativas basadas en explicaciones donde la demostración emerge claramente a los ojos del lector. Claridad, sin embargo, que parece diluirse cuando la autora busca articular tales hipótesis con aquella más atractiva y ambiciosa que coloca en el centro del análisis el problema de la nación. La tensión que esta cadena causal expresa no se deriva en este comentario de la escala espacial seleccionada –sobre la que volveré a continuación– ni de poner en discusión el problema de los orígenes de la nación; la tensión aquí subrayada reside en la ausencia de una mediación adecuada entre un contexto en el que predomina la puesta en escena de la "empiria" –vinculada a la primera dimensión aludida por François Guerra sobre las mutaciones de la sociabilidad– y un marco de suma abstracción, representado por las dos siguientes dimensiones: el nacimiento de la política moderna y la construcción de la nación. Cuando la autora retoma las nociones de sociabilidad y civilidad, para concluir que el estudio del lazo asociativo nos informa sobre estas dos figuras identitarias de nuestro imaginario político, que "en el Río de la Plata están claramente asociadas a la nación", es quizás donde este salto entre los dos planos antes indicados quedan en una más transparente evidencia.

Cabe destacar, sin embargo, que algunos de los ejemplos trabajados parecen alcanzar mayor visibilidad que otros, resultando menos forzada la relación entre las prácticas relacionales y las representaciones de la nación. El caso de la masonería es uno de ellos. Pero que en este ejemplo la relación se haga más visible no debe soslayar el hecho de que la masonería representa, dentro del universo de asociaciones estudiadas, un caso excepcional. Y lo es por el mismo motivo que Pilar González señala, al admitir que, si la masonería se adelanta al Estado en la organización de una estructura nacional, lo es porque "para la Orden es imperativo ligar su suerte a la de la nación", dado que la consolidación de una red masónica –por las características ya conocidas que asume– "implica cierta identificación con un poder nacional". Aun cuando la autora relativiza este ejemplo (del que cabe aclarar se extrae una riquísima información desconocida hasta el momento), al afirmar que "es difícil generalizar la historia de la implantación de la masonería durante la secesión del Estado de Buenos Aires al conjunto del movimiento asociativo, y no se puede decir que todas las asociaciones hayan reclamado una jurisdicción nacional como marco de su desarrollo", admite inmediatamente que "aun cuando su desarrollo se limite a la ciudad de Buenos Aires, la identidad entre asociación y nación no desaparece".

Ahora bien, el reflexionar sobre esta relación causal no significa cuestionar o negar la pertinencia del planteo más general de la autora ni mucho menos rechazar lo que Guerra considera como uno de los principales méritos del libro al señalar que "por primera vez, en esta escala, la descripción viva y concreta de los ámbitos y las formas de sociabilidad va a la par con la ponderación global y el análisis conceptual"; se trata, en todo caso, de marcar las asimetrías que se detectan entre esa descripción concreta y el análisis conceptual, tributario éste del modelo explicativo que pone por eje la noción de tránsito de una sociedad tradicional (corporativa y jerárquica) a una sociedad moderna (individualista e igualitaria). Al final de este camino se encontraría la nación moderna, cuyo origen se halla, según se deduce del libro, en las nuevas manifestaciones de la sociabilidad. Si bien es cierto que Pilar González se encarga en varios pasajes –de la introducción y más especialmente de las conclusiones– de relativizar la contundencia de muchas de las afirmaciones que respecto a esta relación causal se despliegan en el texto –hasta el punto de iniciar la conclusión diciendo que "pese a su título, esta investigación no pretende dar una respuesta al interrogante de dónde fijar los orígenes de la nación argentina"–, queda en el lector la sensación de que tales prevenciones no siempre logran matizar lo que a lo largo de trescientas páginas se plantea dentro de un esquema aferrado a aquella conceptualización global preocupada por definir los espacios tradicionales y modernos de la sociedad rioplatense.

Dentro de este esquema, la autora explora la dimensión social del proceso político. A través del uso de la técnica prosopográfica no sólo extrae datos muy valiosos sobre la composición social de las asociaciones y de la elite política en todo el período estudiado, sino que además analiza la inserción que los miembros de dicha elite tuvieron en el movimiento asociacionista. Entre las conclusiones a las que arriba, cabe destacar la que descubre una larga continuidad en las bases sociológicas del poder político durante todo el período abordado –redefiniendo así viejas hipótesis–, y la que coloca el cambio en el nuevo vínculo entablado por los miembros de la elite política con la esfera pública y asociaciones de diverso tipo. Este aporte no es un dato menor para una historiografía que por mucho tiempo pensó de manera lineal las relaciones entre la esfera social y la esfera política –y cuyos primeros avances se lo debemos a Tulio Halperin cuando en Revolución y Guerra complejizara enormemente dicho vínculo– como tampoco lo es el cuantificar los datos disponibles, muchas veces reemplazados por generalizaciones sin sustento o intuiciones más o menos razonables. Dicha cuantificación se realiza sobre la base de una escala de observación ya justificada en la introducción del libro: Buenos Aires. Y aunque dicha escala pueda traer problemas a la hora de definir el objeto de análisis y la hipótesis más general –tal el hecho de encontrar prefigurada la idea de nación que la Argentina buscaría encarnar al constituirse como tal en las representaciones acuñadas por las elites urbanas de Buenos Aires–, nadie podría dudar de la pertinencia que ofrecen las razones aludidas por Pilar González para justificar este recorte, especialmente cuando nos recuerda el papel preponderante que aquella elite jugó en la constitución de una nación argentina y cuando hacia el final del libro destaca lo que de apuesta a futuro tuvo esa construcción: "La nación para ellas –las elites porteñas– es la sociedad que tratan de construir, y de la cual creen ser sus únicas artífices".

Ahora bien, esta dimensión social y espacial se hace más compleja cuando en el exhaustivo análisis realizado sobre ese espacio urbano –demostrando la autora una gran pericia en el manejo cartográfico– se vuelcan las conclusiones acerca de las representaciones de la nación que, respectivamente, tenían las elites urbanas y los sectores populares. Pilar González aclara, en este sentido, que su trabajo se centra en las primeras –recorte absolutamente legítimo– aunque puede avanzar ciertas hipótesis respecto al comportamiento de los segundos al inferir la "vitalidad de la comunidad parroquial", presente no sólo en sus prácticas asociativas sino también políticas. Vitalidad parroquial que supone, en el esquema explicativo utilizado, un rasgo de sociedad tradicional frente a la modernidad que trae consigo la representación de la nación encarnada por las elites urbanas. Esta triple asociación entre espacio parroquial, sectores populares y sociedad tradicional –con su cadena de equivalencias contrapuesta– nos conduce a la consideración del segundo aspecto a ser analizado: la hipótesis de periodización. Una periodización que, centrada en el objeto de análisis seleccionado, encuentra tres momentos de inflexión: el primero en la etapa rivadaviana, en 1839 el segundo, y con la caída del rosismo en 1852, el tercero. La persistencia de formas relacionales vinculadas al espacio parroquial durante los años 20 no habría impedido la emergencia de un movimiento asociativo fundado en la adhesión voluntaria de los participantes y en un tipo de sociabilidad predominantemente cultural, muy diferente de aquéllas. Esta tendencia, que auguraba un camino hacia formas relacionales modernas –siguiendo el esquema que el texto plantea– no encuentra en el rosismo, en sus primeros años, ningún cambio substancial. Es recién en 1839 cuando esta curva ascendente se detiene para encontrarse el individuo frente a la desaparición de las asociaciones –según afirma la autora– sin sociedad de pertenencia. Será recién después de 1852 cuando la "explosión asociativa" adopte un ritmo desconocido y se oriente, finalmente, hacia la construcción de la nación argentina.

La periodización adoptada tiene la gran virtud de caracterizar al rosismo –en sintonía con lo planteado por otros autores en los últimos años desde registros de análisis diferentes– como un fenómeno que no siempre fue igual a sí mismo y que de ninguna manera cristaliza en sus primeros años lo que luego se concretará en la década de 1840. Aun cuando se anticipan algunos rasgos que no pueden dejar de llamar la atención del historiador, lo que desde el punto de vista del movimiento asociativo se refleja, es una continuidad entre 1822 y 1838. Ahora bien, que esta continuidad se haya roto en 1839 y que de ella se infiera la imposibilidad durante el rosismo de proponer una "alternativa nacional viable a la del liberalismo porteño" es atribuida por Pilar González a los "obstáculos que encuentra (Juan Manuel de Rosas) para pensar la nación como sociedad de individuos". Dicho así, parece quedar devaluado el fuerte pragmatismo político que guió el accionar de Rosas durante su gobierno (bastante lejos, por cierto, de elaboraciones mentales demasiado abstractas) y hacerse caso omiso de lo que recién en las conclusiones se admite puede conducir a una excesiva simplificación del fenómeno rosista. En este punto, la autora advierte que "el régimen no está hecho de sociabilidades", y que sería francamente irrazonable desconocer el peso de otras variables fundamentales, como las tensiones económicas o las guerras enfrentadas por la Confederación en esos años. En realidad, podría ser perfectamente razonable omitir mencionar (lo que no significa dejar de considerar) tales variables, si la interpretación se ajustara al objeto seleccionado (en este caso, el movimiento asociativo) y no intentaran extraerse conclusiones demasiado ambiciosas. El problema reside, una vez más, cuando de ese plano concreto se anuncian hipótesis que buscan explicar el proceso de construcción de la nación, o lo que es su contracara, los fracasos ocurridos en el transcurso de un acontecer que plantea claramente un punto de partida y un punto de llegada.

Esta hipótesis de periodización tiene, a su vez, consecuencias en la forma bajo la cual Pilar González interpreta los vínculos entre prácticas de sociabilidad y prácticas políticas, último aspecto en el que pretendo detenerme. Porque si bien los cambios advertidos a nivel de las prácticas relacionales durante el período rivadaviano parecen augurar un tránsito hacia la modernidad política, estas nuevas prácticas, según la autora, no llegan a afectar aún el mundo de la política. Especialmente el mundo que gira en torno a la representación y las prácticas electorales, a las que caracteriza como fraudulentas, predominando en ellas más la "brutalidad" que la "civilidad". Pilar González sostiene que la política en la década de 1820 era todavía un campo de lucha (armada) y no de negociación, de acción más que de opinión. En esta perspectiva, el rosismo deja de ser un simple momento negativo entre la década de 1820 y la de 1850, para pasar a ser una etapa en la que esa lucha armada es reemplazada por el aparato coercitivo del régimen y por la puesta en marcha de mecanismos de consenso unanimista. Es recién en la década de 1850 cuando la autora observa la confluencia entre prácticas de sociabilidad y prácticas representativas, dejando en evidencia la perspectiva de su enfoque: las fuentes de la modernidad residen en las prácticas de sociabilidad, y si éstas no están suficientemente afianzadas, no queda espacio para pensar en el potencial transformador que puedan tener las prácticas representativas encarnadas por muy diversos actores desde el momento mismo de la revolución. En tal dirección, aunque muchas de las afirmaciones de Pilar González son absolutamente pertinentes, queda la duda acerca de si todo ese mundo político está subordinado a las prácticas relacionales por ella trabajadas. Cabe dudar sobre si la violencia electoral –que en realidad aparece, básicamente, en dos oportunidades: en las elecciones de 1828 y de 1833– es reemplazada por la "civilidad" después de 1852 (teniendo en cuenta, al respecto, los aportes realizados por Hilda Sabato); si la débil presencia de asociaciones entre 1820 y 1838 implicó la ausencia de negociación en las prácticas representativas; si la noción de fraude es apropiada para interpretar las prácticas electorales del período. Sin abundar en este punto, sólo quiero destacar dos cuestiones. La primera es que Pilar González no saca real provecho de algunos de sus mayores hallazgos: no advierte que esas nuevas formas relacionales que ella descubre (y nos ayudó a descubrir a muchos) para la década de 1820 tuvieron un fuerte impacto en las prácticas representativas, al convertirse muchas veces en espacios de negociación de listas de candidatos y de movilización de votantes (se trata, justamente, de los mismos espacios relacionales descriptos por la autora: las sociedades culturales, los cafés, las pulperías). La segunda cuestión refiere al esquema interpretativo utilizado para explicar la dinámica política en su aspecto representativo, apegado al viejo modelo centrado en la noción de fraude y manipulación, que limita las derivaciones que un análisis tan rico en datos y reflexiones puede aportar.

Todos estos temas, que descubren las tensiones inherentes a un texto en el que abundan las pistas para nuevas reflexiones, son objeto de problematización por parte de la propia autora. Tal como se afirmó al comienzo, Pilar González considera en las conclusiones cada una de estas tensiones, al relativizar –o atenuar– los alcances de sus hipótesis. Es el momento, justamente, en el que el estilo contundente del libro –signado por el entusiasmo que a todo historiador le provoca el descubrir un campo inexplorado, fuente de nuevas miradas sobre viejos problemas– cede el paso a una estrategia narrativa más atenta a los matices. Sin dudas, este cambio de estilo responde a lo que la autora advierte al comienzo, cuando nos recuerda que el texto se publica tal como fue elaborado en el momento de ser presentado como tesis doctoral. Publicación "testimonial", entonces, de una etapa fundamental en la vida de muchos historiadores –consagrada a la elaboración de dicha tesis, en la que generalmente se opta, como reconoce Pilar González, "por un tono perentorio con el objeto de afirmar, ante el jurado, su capacidad de llevar a buen fin una investigación histórica"–, pero también de una etapa en la producción historiográfica de la autora. Algunos de sus trabajos, publicados con anterioridad pero elaborados tiempo después del texto aquí presentado, expresan justamente una mirada menos atada al esquema explicativo que predomina en el libro. Mirada que revela la enorme capacidad de Pilar González para reconstituir los lazos que unen la vida social a la vida política y abrir nuevos caminos a la investigación sobre el siglo XIX en Argentina.

Marcela Ternavasio
Instituto Ravignani, U.N.R., CONICET

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