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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

Print version ISSN 0524-9767On-line version ISSN 1850-2563

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.27 Buenos Aires Jan./June 2005

 

Catolicismo y peronismo: debates, problemas, preguntas*

Miranda Lida**

* Agradezco los comentarios y observaciones de Luis Alberto Romero, Lila Caimari y Roberto Di Stefano.
** Becaria posdoctoral Universidad Torcuato Di Tella - CONICET.

Han sido dos las preocupaciones que han predominado en la historiografía religiosa que comprende las décadas que preceden al arribo del peronismo; ellas han marcado el rumbo de las diversas interpretaciones a las que dio lugar la relación entre Perón y la Iglesia católica. En primer lugar, se cuenta la compleja y por momentos conflictiva relación que la Iglesia sostuvo con el Estado, donde se ha destacado principalmente la preocupación por estudiar los debates en torno a las leyes laicas de la década de 1880.1 En este contexto pudo advertirse el desarrollo de una opinión católica sobre cuya debilidad todos parecían coincidir: la "batalla" de los años ochenta concluyó en una derrota que, para algunos, sólo podía anunciar la necesidad de estrechar filas a fin de preparar la "revancha";2 para otros, permitía en cambio entrever la tímida presencia de un discurso antiliberal que encontraría más tarde su plena maduración.3 De cualquier forma, la Iglesia se presentaba como una entidad bastante escuálida, más vinculada al pasado que al presente, poco consolidada institucionalmente e incluso podía considerársela en retroceso, bajo el impulso de la secularización; el Estado en cambio hablaba un lenguaje típicamente moderno y se hallaba en franco proceso de expansión. En segundo lugar, cobró relevancia para los historiadores el modo en el cual la Iglesia católica, aún con grandes contratiempos dada su ingénita debilidad institucional, hizo frente al desarrollo de la cuestión social, desde la formación de los Círculos de Obreros hasta la creación de la UPCA; esta preocupación abrió un abanico de problemas donde se destaca particularmente la relación entre la Iglesia y la sociedad, relación que se teje a través de las múltiples asociaciones de laicos que se involucraron en dar respuesta a la cuestión social.4 En este contexto, la relación con el Estado no mereció particular atención; tal es así que el conflicto que involucró la designación de De Andrea para el arzobispado de Buenos Aires en 1923 ha permanecido prácticamente sin ser estudiado.5 Pero a medida que nos adentremos en el período de entreguerras la cuestión social comenzará a perder relevancia en la historiografía religiosa, no sólo porque la Iglesia, en abierto contraste con la debilidad heredada, se sumergió en un proceso de consolidación institucional que sin duda tenía otras prioridades; sino también porque el Estado comenzó a ganar terreno ante la cuestión social, entre otras, y terminaría, en los años peronistas, por quitarle a la Iglesia lo que aún conservara de protagonismo. Para cuando arribemos a los años peronistas, pues, la historiografía religiosa tendrá que lidiar nuevamente con el Estado, presencia que Auza sin embargo había podido casi pasar por alto en sus estudios sobre el catolicismo social de las primeras décadas del siglo XX. Y tendrá que aceptar, quiera o no, la presencia de una Iglesia institucionalmente consolidada y robustecida. En este contexto se inscribe el amplio espectro de interpretaciones que se han desarrollado en torno a la relación entre el catolicismo y el peronismo, a cuya revisión y discusión dedicaremos las siguientes páginas.

No existe otro período de la historia de la Iglesia argentina que en los últimos años haya concitado tanta atención por parte de los historiadores como el conflicto desatado con el gobierno de Perón a partir de 1954, y es por ello que este tópico concentra la más amplia variedad de interpretaciones. Entre ellas, y en pocas palabras: hay quien ha investigado el tema porque veía en el peronismo la más clara expresión de una tradición regalista, de profundas raíces en la historia política argentina, que no podía sino conducir al más desembozado conflicto con la Iglesia dado que aspiraba a someter bajo su órbita a la propia jerarquía eclesiástica;6 por otro lado, se ha estudiado el modo en que la Iglesia contribuyó a forjar un mito de la "nación católica" que sirvió de argamasa ideológica capaz de sellar su aproximación al Ejército, mito en el cual paradójicamente la propia Iglesia quedaría atrapada a la hora del ascenso de Perón al poder;7 se ha interpretado por otra parte que el peronismo tendió a constituir una religión política que, a medida que se afianzara en el poder, lograría monopolizar el espacio simbólico al precio de desplazar de él a la religión católica;8 se ha advertido que tanto la Iglesia católica como el peronismo tendrían serias dificultades para convivir dado que aspiraban a controlar bajo su órbita la sociedad toda, de tal modo que el resultado de la relación entre ambos no podía ser sino la confrontación;9 se ha puesto el acento en subrayar el hiato que existiría entre la no siempre clara relación entre la Iglesia y el Estado de los primeros años peronistas y el virulento conflicto final, de tal modo que las consecuencias no podrían deducirse sin más de los antecedentes, por lo cual la explicación del conflicto resultará menos lineal de lo que más de una vez se ha afirmado.10 Veamos más detenidamente cómo construyen sus argumentos respectivos cada uno de los autores mencionados, qué aspectos del problema han contribuido a iluminar y cuáles quedarían aún en la sombra.

Tanto Roberto Bosca como Loris Zanatta, aunque desde perspectivas a todas luces antitéticas, tienen en común el hecho de escribir a la luz del Concilio Vaticano II. Bosca repudia los aires renovadores que el Concilio introdujo en la Iglesia y rechaza cualquier tipo de eclesiología que atente contra las prerrogativas de la sede romana dado que, según Bosca, la Iglesia católica es por definición universal y cualquier discusión de este principio introduce el riesgo del cisma. A la universalidad, además, debemos añadirle otro ingrediente en la concepción eclesiológica de Bosca: la ahistoricidad, dado que se trata de una Iglesia que se considera perfecta y se resiste a someterse al tiempo histórico, por lo demás profano. Por ello, el conflicto con el peronismo podrá, según Bosca, encontrar sus raíces en el propio Constantino: no es azaroso el "excursus histórico" con que el autor nos introduce en su libro. Semejante reafirmación de una concepción más próxima al primer Concilio Vaticano que al segundo hace que en el libro de Bosca el peronismo se confunda con cualquier eclesiología que haya disputado la autoridad de Roma en la Iglesia universal; no es casual que el autor insista en subrayar que el peronismo "prefiguraría" la teología de la liberación. En este sentido Bosca señala que Perón aspiraba a que la Iglesia católica recuperara sus más puras raíces evangélicas, al igual que lo han hecho tantos otros movimientos reformistas a lo largo de la historia de la Iglesia, pero este tipo de argumentos poco nos explica en definitiva acerca del peronismo, y menos todavía acerca de las particulares relaciones que éste sostuvo con la Iglesia. Claro está que desde su concepción no hay necesidad de explicar demasiado, en verdad, dado que la Iglesia sólo puede ser concebida como una entidad siempre igual a sí misma. Y ni siquiera el peronismo es sometido a una interpretación de naturaleza histórica: si el peronismo se convirtió en una religión política que construía sus propios rituales –argumento que el autor retoma a su modo de Plotkin– ello es explicado por Bosca por su naturaleza eminentemente cesarista, sin ninguna otra consideración acerca de la historia de la consolidación del régimen y su lucha por conquistar crecientes dosis de poder. La explicación, entonces, del conflicto desencadenado entre Perón y la Iglesia es tan universal y ahistórica como las premisas de las que parte el autor: en definitiva, ha sido producto de la sempiterna vocación de los poderes seculares por invadir la esfera de los asuntos eclesiásticos, al riesgo de provocar un cisma. Así, para Bosca la confrontación entre la Iglesia y el peronismo era inexorable, y si la Iglesia no tuvo una actitud hostil en los primeros años de Perón ello se debería a una siempre ahistórica –y escasamente explicativa– apelación a la caridad cristiana que le impediría adoptar tal actitud, aún en la adversidad.

A diferencia de Bosca, bien distinta es la interpretación de Loris Zanatta, que se halla lejos de renegar del Concilio Vaticano II. El autor nos presenta una Iglesia dispuesta a llevar adelante, a toda costa y prácticamente sin medir las consecuencias, un proceso de recristianización de una sociedad moderna que ha ingresado en un franco proceso de secularización que Zanatta da por descontado; cuenta para ello con el respaldo de la Santa Sede, dado que a lo largo del siglo XIX la Iglesia argentina habría entrado, más tarde o más temprano, en un vasto proceso de romanización: no casualmente es éste un objeto de discusión por lo demás frecuente en la historiografía posconciliar. El argumento de Zanatta y su interpretación acerca de la relación entre la Iglesia y el peronismo se deduce de estas premisas. Con una clara actitud revanchista, a fin de revertir las consecuencias del proceso de secularización que trajo consigo la modernidad, la Iglesia estuvo desde la década de 1930 dispuesta a todo, y buena prueba de ello es que haya adoptado una "vía militar hacia la cristiandad", según nos ha revelado Zanatta en sus trabajos. Pero en 1943, cuando todo parecía indicar que la meta había sido exitosamente alcanzada, esta vía habrá de revelarse crecientemente problemática dado que colocará en jaque la propia autonomía de la Iglesia, cada vez más incapaz de guardar distancia con respecto al orden político. Si este problema fue apenas advertido a la hora en que Perón asumía el gobierno, a medida que el peronismo se consolide en el poder la balanza habrá de desequilibrarse en detrimento de la Iglesia. Tal es así que la reforma constitucional de 1949 constituyó según Zanatta un punto de inflexión en esta historia dado que mantuvo intacto, contra las expectativas de la Santa Sede, el siempre polémico sistema de patronato. Así comenzó a manifestarse un fuerte deterioro en las relaciones con el papado que habría sido difícil de imaginar en 1934, y que según Zanatta contribuyó decididamente a erosionar las relaciones entre Perón y la Iglesia católica. La reforma de 1949 puso en marcha, pues, una bomba de tiempo. No puede negarse que la interpretación de Zanatta se desprende a todas luces de sus premisas: la importancia que el autor le atribuye a aquella reforma constitucional, a la que considera un hito que señala un antes y un después, es un producto del papel clave que la romanización juega en su argumento. No casualmente, son tres los principales actores que Zanatta tiene en cuenta en su análisis: la Santa Sede, la Iglesia argentina y el Estado.

Pero bien podemos preguntarnos si la harto reiterada tesis de la romanización no encubre más de lo que explica. Veamos algunos ejemplos: mucho se ha insistido en la importancia que el Congreso Eucarístico Internacional de 1934 tuvo para la historia de la Iglesia dado que entre otras cosas lo trajo a Pacelli a la Argentina fortaleciendo de este modo los vínculos con el Vaticano; pero se ha pasado por alto que fueron laicos los que se ocuparon de organizar aquel Congreso; fue especialmente una destacada dama católica –Adelia Harilaos de Olmos– la que más contribuyó a preparar la recepción del futuro Pío XII, en una proporción todavía mayor que la del propio presidente Justo, esfuerzo que le fue retribuido con creces por la Santa Sede dado que le concedió un título pontificio de nobleza, por entonces prestigioso. No era simplemente la relación entre el Estado argentino y la Santa Sede lo que estaba en juego en aquella ocasión; el prestigio que los laicos de familias distinguidas esperaban ganar para sí con tales obras no es menos significativo, pero no puede ser explicado mediante la tesis de la romanización. Una segunda consideración: siquiera la radicalización del discurso católico en la década del 30 –del cual es buena prueba la construcción del mito de la nación católica que Zanatta nos presentó de manera tan convincente– puede explicarse por la simple obra de la romanización, que habría contribuido a acentuar el sesgo revanchista de la Iglesia. ¿No ocurrió más bien que el discurso revanchista adquirió creciente significación para la sociedad porque ésta se hallaba inmersa en un profundo proceso de transformación? En 1919 fueron pocos los que se tomaron seriamente la advertencia formulada por De Andrea de que los bárbaros se hallaban a las puertas de Roma; hacia fines de la década del 30, en cambio, se desarrolló un vasto proceso de polarización de la sociedad que fue importante caldo de cultivo para que calara hondo una fórmula como "Dios o Lenin", desde hacía tiempo difundida. La sociedad fue polarizándose de tal modo que el discurso católico cobraría pleno sentido para ella, y así, en 1943 ya no se podía ser indiferente ante el catolicismo: o se estaba a favor o se estaba en contra. No es pues de extrañar que en el propio Perón se sintieran los ecos del discurso católico; no obstante, no debe interpretarse que Perón buscara congraciarse con la Santa Sede: quizás sólo buscara congraciarse con sus eventuales interlocutores. En fin, cabe preguntarse si la tesis de la romanización no se convierte en una explicación que corre el peligro de sobredimensionar el papel desempeñado por la Santa Sede, a riesgo de perder de vista las transformaciones sociales y el sentido que el discurso –sea político, sea católico– adquiere en un determinado contexto.

Por un camino diferente incursiona Mariano Plotkin a la hora de indagar algunos de estos problemas, si bien debemos comenzar por señalar que no ha sido su propósito elaborar una interpretación acerca de las relaciones entre la Iglesia católica y el peronismo. Lejos de ello, Plotkin se propuso estudiar los diversos rituales que dieron forma al "imaginario político peronista" –inspirado en buena medida en la obra de Mona Ozouf–, prestando particular atención a las transformaciones sufridas por la relación entre el Estado y la sociedad en los años de Perón. Síntoma de estas transformaciones fue la multiplicación de las tareas que se arrogó el Estado, ocupando todos los espacios de la vida social: en este sentido Plotkin señala que Perón tenía una concepción totalitaria de la política; y sobre la base de esta concepción, Perón terminaría por calificar de enemigos a todos aquellos de los que podía dudar acerca de su lealtad. En este contexto, la construcción de un imaginario político peronista – que en especial habrá de verificarse en la politización de la escuela, en los diversos rituales políticos y en las organizaciones de las mujeres y de la juventud– se tornaría crecientemente excluyente, al precio de restarle legitimidad a cualquier otro sistema simbólico que apelara a valores que ante todo no expresaran abiertamente la lealtad al régimen. En este último caso quedaría comprendido, claro está, el catolicismo. Según Plotkin, Perón había podido presentarse en 1946 como el "candidato católico"; no obstante más tarde la doctrina peronista reemplazaría a la católica provocando un cortocircuito entre ambas. De este modo, y dado que Plotkin considera al peronismo como una "religión política" que puso en marcha diversos mecanismos para sacralizar el poder, su estudio termina por ofrecer, aunque el autor no se lo haya propuesto explícitamente, una interpretación acerca de las relaciones crecientemente conflictivas entre el peronismo y la Iglesia católica; así el autor concluye que la construcción de una religión política peronista, convertida en un sucedáneo del catolicismo, no podía sino desembocar en una fuerte tensión entre la Iglesia católica y el peronismo. Es éste el punto en el cual el argumento de Plotkin resulta menos convincente: la peronización del discurso político y la formación y consolidación de un hermético imaginario político peronista, con sus consabidos rituales, ¿bastan para explicar por qué la Iglesia Católica pasó a quedar crecientemente identificada a partir de 1954 con el antiperonismo, que es el nudo de la cuestión? ¿Cuál es el camino que nos conduce de la causa a la consecuencia?

Según Bianchi, por su parte, este camino es largo y está atravesado por una multiplicidad de tensiones y disputas que se manifestarán en diversos planos y se irán acumulando unas sobre otras; en este sentido, Bianchi se halla lejos de suscribir la idea de Zanatta de que es posible identificar un único punto de inflexión en la historia de la relación entre Perón y la Iglesia católica. Origen de estas múltiples, y por momentos casi imperceptibles, tensiones era según Bianchi el hecho de que tanto la Iglesia, embarcada en su proyecto de recristianizar la sociedad, como el peronismo, compartían el mismo afán por controlar bajo su órbita la totalidad de la vida social: la enseñanza, la familia, la beneficencia, las diversas expresiones culturales, las costumbres, las propias prácticas religiosas... en cualquier rubro que consideremos los roces y las tensiones se multiplicarían por doquier. La Iglesia, que aspiraba a transformar de raíz la sociedad en un sentido cristiano, contaba según Bianchi con firmes bases sobre las cuales sustentar tamaña aspiración dado que había sido protagonista desde los años 30 de un fuerte proceso de reordenamiento institucional impulsado por el arzobispo Copello, que la convirtió en un actor social y político que ya no podrá ser pasado por alto. Una serie de transformaciones permitió que la Iglesia se convirtiera en un actor de importantes proporciones: la consolidación del cuerpo episcopal de la Iglesia argentina que, luego de la multiplicación de diócesis que se verificó en 1934, se vio súbitamente ampliado y fortalecido; el propósito de constituir un cuerpo eclesiástico sólido y sin fisuras, reduciendo el peso de los particularismos, en pos de fortalecer el "espíritu de cuerpo" de un actor que, según Bianchi, debe ser concebido –en los términos de François-Xavier Guerra– bajo una forma antigua, premoderna; el disciplinamiento de los laicos, y su sujeción a la autoridad, es otro problema que opera en este mismo sentido: así, tanto los "Cursos de Cultura Católica" como la revista Criterio se vieron coartados en su autonomía cuando la autoridad eclesiástica sometió aquellas iniciativas al control estrecho de la jerarquía; el retorno a una forma medieval de liturgia bajo la forma del canto gregoriano, que habría contribuido a resaltar la solidez y el carácter jerárquico de la Iglesia. En fin, según Bianchi, la Iglesia se convirtió en un actor social y político compacto, ordenado bajo una forma de gobierno que lindaría cada vez más con la monarquía, una vez que el poder quedó depositado en las férreas manos de Copello. Una vez así constituida, es comprensible que la Iglesia se hallara poco dispuesta a hacer concesiones de ningún tipo. Entre una Iglesia que gozaba de un renovado espíritu de cuerpo, y que era capaz de elaborar un proyecto destinado a cristianizar la sociedad con el cual pretendía transformarla de raíz, y un Estado cada vez más controlado bajo la férula de Perón, la relación no podía de ningún modo ser amable; el desenlace final no es difícil de imaginar.

Pero, ¿cuán antiguo puede ser un actor que no vacila en elaborar un proyecto para transformar de raíz una sociedad, sea en el sentido que sea? Los actores de tipo antiguo tienden más bien a respetar los usos consuetudinarios y las costumbres inmemoriales, en los que hallan la fuente de su legitimidad; son los actores modernos los que pretenden barrer con esos hábitos, a los que consideran vetustos, o incluso degradados por el propio uso. ¿Era de por sí antiguo el proyecto de recristianizar la sociedad, una sociedad moderna y secularizada que no podía sino hallarse en sus antípodas? No necesariamente. Para el caso no importaba cuánto hubiera avanzado la sociedad en su marcha hacia la secularización, pero era necesario hacer como si se tratara de un hecho consumado para que aquel proyecto tuviera sentido, y proceder entonces a barrer con el pasado; lo sorprendente del caso es que este gesto de negar el pasado es bien propio de todo revolucionario moderno... En fin, el proyecto de cristianizar la sociedad era el fruto de una actitud moderna, aunque esta última estuviera formulada en un lenguaje arcaico. ¿Era a su vez antigua la forma de gobierno sobre la que se vio calcada la Iglesia en los años de Copello? Un poder unipersonal casi "monárquico" puede tener como contracara, si se quiere paradójica, una sociedad democrática e igualitaria, en la cual se tornan difusas las distinciones que la atraviesan. En este contexto cabe preguntarse si la Iglesia, con Copello a la cabeza, no demostró acaso una fuerza democrática sin precedentes para integrar a las masas: no fueron los fieles adscriptos a cada parroquia y a cada congregación, sino las grandes masas católicas, homogéneas e indiferenciadas, las que le dieron su tono al Congreso Eucarístico de 1934. ¿Puede decirse que esto fuera antiguo? Asimismo, no hay paradójicamente nada más "moderno" e igualitario que el uso que se le quería dar al canto gregoriano en el siglo XX: en él todas las voces se confundían en la masa sin ninguna de ellas destacarse plenamente; de allí que haya sido considerado desde temprano como el género de liturgia más apropiado para una Iglesia donde ningún laico debía ocupar el centro de la escena: sólo la masa casi anónima de fieles que al unísono lleva adelante los cánticos. Si tenemos en cuenta que este tipo de prácticas, bien propias de una Iglesia de masas, se repetía en cada procesión y en cada peregrinación en el espacio público, ¿no era éste un excelente ámbito de aprendizaje para forjar una cultura política a todas luces moderna? Más que en cualquier otra parte, allí se aprendía a salir a la calle, a marchar y cantar al unísono. Cabe preguntarse si Perón, acaso, no tenía mucho que envidiarle a la Iglesia, o incluso que aprender de ella. ¿Qué tan extraño, o incluso antitético, era el peronismo con respecto al catolicismo? ¿No hablaban acaso un mismo lenguaje de masas? Y si la relación entre ambos presenta tantas aristas complejas, ¿cómo se explican entonces los virulentos conflictos de 1954-55?

A esclarecer este problema contribuyó Lila Caimari, cuyo trabajo se propone explicar cómo fue que la construcción de una identidad política antiperonista resultó inseparable del catolicismo en el último trecho del gobierno de Perón, convirtiéndose la Iglesia de este modo en el blanco hacia el cual Perón dirigiría sin ningún prurito todos sus dardos. Según la autora, las raíces de este proceso no se encuentran más que en la agudización del conflicto político desencadenado en los últimos años de Perón, y en este sentido Caimari descarta cualquier explicación que pretenda identificar las causas del conflicto entre el peronismo y la Iglesia católica en la propia naturaleza de los actores en pugna, o en rasgos profundos que definirían de una manera sustancial dos actores que habrían estado destinados de antemano a chocar. Podríamos entonces interpretar que la causa del conflicto no se halla ni en el cesarismo en el que estaría fundado el poder político (Bosca); ni en el carácter eminentemente revanchista de la Iglesia católica, incapaz de convivir con cualquier tipo de poder estatal que pretendiera un mínimo de autonomía (Zanatta); ni en una concepción totalitaria de la política que habría conducido al peronismo a pretender ejercer un férreo monopolio de lo simbólico, vaciando de sentido al catolicismo (Plotkin); ni en la competencia entre dos modelos por naturaleza antitéticos de sociedad, uno de ellos construido por la Iglesia y el otro por el propio peronismo (Bianchi)... En el trabajo de Caimari, cada uno de estos factores merece, sin duda, legítimamente ser tenido en cuenta en el análisis; no obstante, ninguno de ellos podría ser identificado como la causa que habría desencadenado el virulento conflicto de los años 1954-55.

En pocas palabras, entonces: el desenlace conflictivo no puede deducirse de cualquier atisbo de anticlericalismo que uno pudiera identificar, incluso, en los tramos iniciales del peronismo; sin duda los hubo, y ellos podrán ser interpretados en múltiples sentidos, pero ellos no bastan para explicar por qué una consigna católica como "Jesús es Dios", voceada en 1950 en ocasión del Congreso Eucarístico, pudo convertirse en una consigna antiperonista. Según Caimari, pues, si aquella consigna y otras subsiguientes adquirieron esa significación, ello fue el producto de las condiciones políticas del régimen que, desde esa fecha en adelante, sometería a la sociedad a un profundo proceso de polarización en el cual la identidad peronista se radicalizaría, sin estar dispuesta a tolerar ambigüedades: o se era peronista o se era antiperonista. La creciente polarización del lenguaje político, que sólo podía expresarse bajo la lógica amigo-enemigo, delimitó claramente los campos y en este contexto una procesión católica pudo transformarse en una manifestación antiperonista. No es difícil imaginar cuál fue la respuesta de Perón ante el enemigo desplegado en las calles, pero esta respuesta no debe leerse como el fruto maduro de eventuales atisbos anticlericales que ya habrían comenzado a asomar en los años previos; en este sentido Caimari señala con agudeza que la quema de las iglesias encuentra su antecedente más verosímil en la que sufriera el Jockey Club en 1953 dado que en el fondo ambos episodios no eran sino el despiadado ataque contra cualquier fantasma, real o imaginario, de la oposición que Perón tanto temía. No había nada en la poco transparente relación entre la Iglesia y el Estado peronista de 1946 que pudiera anunciar el desenlace final. De este modo, la explicación que ofrece Caimari se despoja de todo tipo de teleología.

Aun con sus diversos matices, las interpretaciones que hemos revisado han estudiado la historia de la Iglesia en el período peronista con el propósito de explicar las relaciones que ésta tenía con el Estado; la Iglesia de este período concitó tanta atención por parte de los historiadores como el propio Estado, y lo mismo ocurrió con el discurso católico, que cobró importancia por la relación que tenía con el discurso político. Que la jerarquía eclesiástica y el Estado se hayan convertido en los casi exclusivos protagonistas de la historia de la Iglesia que se ha escrito para el período peronista no es un dato menor: el Estado se manifestaba como una realidad tan fuerte e inobjetable, que la Iglesia por la cual cabía preguntarse parecía construida a su imagen y semejanza. De este modo, Perón, Copello y sus respectivos séquitos, pasaron a ser los protagonistas de aquellas interpretaciones; sin embargo salta a la vista que ni el arzobispo Espinosa ni el Estado lo eran en la historia de la Iglesia que reconstruyó Auza para las primeras décadas del siglo XX. Se pone énfasis así en la existencia de una discontinuidad radical en la historia de la Iglesia, y esta discontinuidad entre la Iglesia de las primeras décadas del siglo y la que se construyó en la década de 1930, suele ser presentada en la historiografía como una certeza tan evidente que en gran medida no mereció una discusión ulterior.11 ¿No será acaso necesaria esta discusión? La propia trayectoria de Copello parece sugerirlo: su pasaje desde la muy pujante diócesis de La Plata, en las primeras décadas del siglo XX, a la arquidiócesis porteña quizás no sea casual; la diócesis de La Plata, en la que se hallaban emplazadas las estancias de los grandes terratenientes, vivió en las primeras décadas del siglo un proceso de desarrollo institucional tanto o más impresionante que el que tuvo décadas más tarde la arquidiócesis de Buenos Aires.12 ¿Qué tan débil era la Iglesia que se hallaba a caballo del cambio de siglo? No se trata simplemente de medir –¿con qué vara?– los éxitos o fracasos en el proceso de consolidación de la Iglesia; tanto o más importante es considerar quién es el artífice de este proceso. Cuando arribemos a los años 30, el papel del Estado estaba ya ingresando en una profunda redefinición en relación con la sociedad, y ello habrá de redundar en el modo en que se configura la Iglesia: el Estado tenía herramientas con qué hacerlo, dado que podía intentar modificar mediante leyes las jurisdicciones eclesiásticas, así como también incrementar las partidas del presupuesto destinadas al culto. Para avanzar sobre la sociedad, el Estado necesitaba transformar una Iglesia que tenía lazos a veces más estrechos, a veces más débiles, pero siempre múltiples, con la sociedad.

En fin, a pesar de los importantes esfuerzos que se han hecho en los últimos años, la historia de la Iglesia en el período peronista todavía permanece abierta: no sólo al debate historiográfico –que exigirá por parte del historiador el compromiso de no transformarlo en un debate teológico o ideológico–, sino también a su reinterpretación.

Notas

1 Néstor Tomás Auza, Católicos y liberales en la generación del ochenta, Buenos Aires, 1981; Carlos Floria, "El clima ideológico de la querella escolar", en Gustavo Ferrari y Ezequiel Gallo, La Argentina del ochenta al Centenario, Buenos Aires, 1980, pp. 851-869.

2 Cayetano Bruno, La década laicista en la Argentina (1880-1890). Centenario de la ley 1420, Buenos Aires, 1984.

3 Loris Zanatta, "De la libertad de culto posible a la libertad de culto verdadera. El catolicismo en la formación del mito nacional argentino, 1880-1910", en Marcello Carmagnani (ed.), Constitucionalismo y orden liberal (1850-1920), Torino, 2000.

4 Néstor Tomás Auza, Aciertos y fracasos del catolicismo argentino, Buenos Aires, 1987; del mismo autor, Corrientes sociales del catolicismo argentino, Buenos Aires, 1984 y Los católicos sociales. Su experiencia política y social, Buenos Aires, 1984.

5 Sólo mereció la atención de una muy documentada tesis de licenciatura: José Luis Kaufmann, Beligerancia del gobierno nacional con motivo de la provisión del arzobispado de Buenos Aires (1923-1926), UCA, 1993.

6 Roberto Bosca, La Iglesia nacional peronista. Factor religioso y factor político, Buenos Aires, 1997.

7 Loris Zanatta, Perón y el mito de la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo 1943-1946, Buenos Aires, 1999; y del mismo autor, "La reforma faltante. Perón, la Iglesia y la Santa Sede en la reforma constitucional de 1949", Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, Nº20 (1999), pp. 111-130. También, Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la Iglesia argentina. Desde la conquista hasta fines del siglo XX, Buenos Aires, 2000, tercera parte.

8 Mariano Plotkin, Mañana es San Perón. Propaganda, rituales políticos y educación en el régimen peronista 1946-1955, Buenos Aires, 1993.

9 Susana Bianchi, Catolicismo y peronismo. Religión y política en la Argentina 1943-1955, Buenos Aires, 2001; de la misma autora: "La conformación de la Iglesia católica como actor políticosocial: el episcopado argentino 1930-1960", en S. Bianchi y M. E. Spinelli, Actores, proyectos e ideas en la Argentina contemporánea, Tandil, 1997, pp. 17-48; "La conformación de la Iglesia católica como actor político-social. Los laicos en la institución eclesiástica: las asociaciones de élites (1930-1960), Anuario IEHS, 17 (2002), pp. 143-161, y "La construcción de la Iglesia Católica argentina como actor político y social, 1930-1960", ponencia, coloquio Católicos en el siglo: cultura y política, Universidad Nacional de Quilmes, 27 y 28 de mayo de 2004.

10 Lila Caimari, Perón y la Iglesia católica. Religión, Estado y sociedad en la Argentina 1943-1955, Buenos Aires, 1994; y de la misma autora, "El peronismo y la Iglesia católica", en Nueva Historia Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2002, vol. 8, pp. 443-479.

11 El único trabajo que sugirió la necesidad de indagar las transformaciones en el largo plazo en la historia de la Iglesia desde fines del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX es el de Luis Alberto Romero, "Una nación católica 1880-1946", en Carlos Altamirano (ed.), La Argentina en el siglo XX, Buenos Aires, 1999, pp. 308-313.

12 Un cuadro de situación de las transformaciones sufridas por la diócesis de La Plata puede verse en la compilación de documentos extraídos del Boletín Eclesiástico de la diócesis de La Plata, que elaboró José Luis Kaufmann, Dos nombres para una historia (1898-1921), Arzobispado de La Plata, 2001.

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