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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versión impresa ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.33 Buenos Aires ene./dic. 2011

 

ARTÍCULOS

La historia atlántica y las revoluciones hispanoamericanas: otras perspectivas de análisis

 

Federica Morelli

Università di Torino

 

Después de haber medido el grado de comparabilidad de las revoluciones hispanoamericanas con las otras revoluciones atlánticas -la Francesa y la Norteamericana-, el sugerente texto del profesor Chiaramonte concluye considerando a las primeras como casos particulares de las tendencias revolucionarias que sacudieron a muchas regiones del mundo atlántico durante la segunda mitad del siglo XVIII y primera del XIX. Rechaza además el concepto de "dimensión atlántica" por el matiz tipológico que éste evocaría.

Ahora bien, una de las principales características de la nueva historia atlántica es la consideración del Atlántico como "vigorosa construcción interdependiente"1 que invita a estudiar a los individuos y las sociedades en torno al océano en términos de conexiones y convergencias. Ya no se trata, como hacía la primera historia atlántica, de escribir la historia del Océano Atlántico, de analizar el tráfico comercial entre una metrópoli y sus colonias, de estudiar las influencias políticas y culturales entre Europa y sus colonias o de comparar las revoluciones Francesa y Norteamericana.2 Se trata más bien de integrar las migraciones, los intercambios económicos, las redes comerciales, las instituciones, las prácticas religiosas y culturales en un único contexto de análisis que permita examinar la colonización y las independencias de las Américas de una forma comparada, integrada y transnacional.

La dimensión atlántica de las revoluciones hispanoamericanas no debe ser por lo tanto considerada por el grado de proximidad o desviación de éstas con respecto a las revoluciones Norteamericana y Francesa. Si la consideramos bajo esta perspectiva, corremos el riesgo de volver al modelo elaborado durante los años cincuenta y sesenta por Palmer y Godechot que, de manera teleológica, interpretaban los movimientos revolucionarios a partir del resultado, o sea la construcción de regímenes democráticos.3 De ahí la decisión de dejar fuera a las revoluciones haitiana e hispanoamericanas por no conformarse al modelo clásico y exitoso de "revoluciones liberales".

Creemos que para salir de esta trampa hay que restituir la ruptura revolucionaria a su propio contexto, liberándola de cualquier ilusión retrospectiva. La dimensión atlántica de los movimientos revolucionarios no es determinada por los resultados -comparables o menos- de los diferentes procesos revolucionarios, sino por las conexiones, circulaciones, influencias recíprocas entre Europa, África y las dos Américas. En efecto, no se pueden comprender las independencias hispanoamericanas mirando sólo a los acontecimientos de la monarquía española, fuera de un contexto más amplio, caracterizado por un movimiento revolucionario de larga duración que va de la Revolución Norteamericana, a la Francesa, a las guerras internacionales provocadas por ella y a sus consecuencias caribeñas.

Por lo tanto, 1808 -y el caso rioplatense, con las invasiones inglesas de 1806, lo demuestra muy bien- no puede ser la única fecha para explicar las revoluciones hispánicas. Hay que considerar un contexto cronológico más largo que nos ayude a comprender toda la complejidad del fenómeno. Como ya han propuesto algunas obras importantes,4 el punto de partida fundamental de este largo proceso revolucionario es la Guerra de los Siete Años que provoca la crisis de los imperios coloniales de la edad moderna. A partir de 1763 se asiste a la puesta en marcha de unos procesos y dinámicas en los diferentes imperios atlánticos que son comparables entre ellos.

Sobre el término final de este largo proceso atlántico, hay más discusión. Lo que es cierto es que ese largo período no termina, como afirman algunos, con la independencia de las colonias ibéricas en los años veinte del siglo XIX. La herencia de los movimientos revolucionarios es mucho más larga, como demuestra el paso difícil y complicado de los imperios a las naciones, durante el cual algunos elementos heredados de los antiguos imperios coloniales se articulan con nuevas formas e instituciones políticas.

El período que va de la Guerra de los Siete Años a las guerras napoleónicas, fue un período de máxima tensión entre Gran Bretaña y Francia por el dominio del Atlántico y del Océano Índico, con repercusiones que alcanzaron de lleno a las otras todavía importantes potencias coloniales del mundo (España, Portugal y Holanda). No se trató tan sólo de lo que en la superficie podría considerarse como una pugna por el control de las grandes rutas de navegación y comercio marítimo, sino también de una transformación completa de los equilibrios entre la naturaleza de los intercambios, las economías implicadas y los sistemas coloniales, los cuales eran un factor esencial de su continuidad y profundización.5

Los desencadenantes de estos grandes cambios fueron las consecuencias de la Guerra de los Siete Años, punto de partida de la reorganización política, militar y económica de los sistemas coloniales de todos los países europeos y que, en el caso británico, condujo a la crisis norteamericana, por un lado, y a la colonización de Bengala, por el otro. Este conflicto internacional fue en esencia una lucha por la hegemonía entre Gran Bretaña y Francia, en el cual España se vio directamente involucrada en las fases finales, aliándose con Francia contra los ingleses. Los efectos de su participación fueron sin embargo considerables. La caída simultánea de La Habana y Manila fue un golpe devastador para el prestigio y la moral de los españoles. En ambas potencias imperiales, la guerra había dejado al descubierto importantes debilidades estructurales: tanto en Madrid como en Londres, las reformas estaban a la orden del día.

Paralelamente a los efectos de la guerra, en Europa y dentro de ella en España se había desarrollado un debate muy amplio sobre los imperios. Un debate que llegó a su ápice en las décadas de 1760 y 1770, cuando ya era evidente que la rebelión de los colonos americanos podría provocar como resultado la caída del Imperio Británico. Este debate sobre los imperios, sobre la manera de transformarlos y conservarlos, tendrá importantes consecuencias en los dos lados del Atlántico, porque, como propone Jeremy Adelman, el acento, cuando se habla de reformismo borbónico, debe ser puesto en el término de integración más que en el de centralización. Las reformas no lograron centralizar el poder, sino que intentaron integrar los territorios americanos en una nueva idea de imperio, en la cual la metrópoli se transformaba en nación y las provincias del antiguo orden imperial en colonias integradas en un sistema comercial atlántico.6 La nación española hubiera podido salvarse gracias a un imperio potencialmente más lucrativo y seguramente más fiel. Como ya había afirmado Campillo, sólo una sustancial autonomía política de los territorios americanos podía garantizar aquel crecimiento económico, útil tanto para la madre patria como para las colonias.

Una de las principales novedades del proyecto reformista fue la introducción de la economía política en los territorios del Imperio. La reflexión sobre la nueva ciencia lleva de un modo progresivo a una reflexión sobre el derecho natural, al cuestionamiento de la soberanía absoluta del rey y por ende al constitucionalismo. Dejar obrar con libertad a los intereses, admitir la existencia de las pasiones y concederles un papel benéfico en el progreso de las sociedades, promoviendo leyes sólo en la medida en que fueran necesarias para regular el juego libre de pasiones e intereses particulares, significaba no sólo limitar los poderes del soberano sino también garantizar una representación de los intereses de los ciudadanos. De ahí los proyectos de reforma constitucional de la monarquía que se proponen tanto en España como en América entre finales del siglo XVIII y principios del XIX.

Esto significa que los proyectos constitucionales que se dan a raíz de 1808 no aparecen de repente sólo como consecuencia de las abdicaciones, sino que tienen una elaboración más larga y compleja. Al momento de la crisis monárquica, las soluciones que se proponen de uno y otro lado del Atlántico no están vinculadas de manera exclusiva a la situación particular de vacatio regis y a las reacciones a los principales acontecimientos peninsulares (como la invasión francesa, la constitución de la Junta Central, la reunión de las Cortes o la publicación de la Constitución de Cádiz), sino también a una reflexión política y constitucional que había ido desarrollándose en la segunda mitad del siglo XVIII a partir del debate sobre la reforma de los imperios y de la introducción de la economía política como remedio a esta situación de crisis.

Esta perspectiva nos permite también superar la alternativa de la tradición (organicista) y de la modernidad (liberal) propuesta por Guerra y evocada en el texto de Chiaramonte. Se trataría en efecto de un constitucionalismo ilustrado y no completamente liberal, algo transitorio entre una concepción más tradicional de la legitimidad política y la revolución de la soberanía popular.

Si miramos la experiencia de los Estados Unidos bajo esta luz, la clásica oposición entre un continente americano septentrional individualista, protestante y moderno frente a uno meridional comunitario, católico y conservador, empieza a perder su fuerza explicativa. Por un lado, la comunidad y la religión siguen jugando un papel fundamental tanto en el Norte como en el Sur; por el otro, aún en el Norte la persistencia de la esclavitud redefinió el proyecto republicano en contra del espíritu igualitario.

Esta última cuestión muestra con mucha claridad hasta qué punto la definición de la nueva ciudadanía queda muy ambigua y contradictoria en las dos Américas. Si las guerras de independencia habían puesto en cuestión la institución de la esclavitud, ofreciendo a los esclavos la posibilidad de reivindicar o adquirir la libertad, en las décadas sucesivas, tanto en el Norte como en el Sur, se producen soluciones de liberación gradual de los esclavos que muestran con evidencia la reticencia respecto a la integración de éstos en el cuerpo político y social de la nación.

La misma organización federal o confederal del territorio nos parece, como sugiere el texto de Chiaramonte, un elemento que une las dos América. Las tentativas de recomposición del espacio tras la caída de los imperios producen toda una serie de conjuntos territoriales compuestos (federaciones, confederaciones, confederaciones de confederaciones) que marcan la transición hacia el Estado nacional y que sin embargo todavía no coinciden con éste. Frente a la fragmentación territorial, el federalismo se impone como un modelo político importante, porque permite la traducción de la pluralidad institucional y territorial de los imperios en el nuevo lenguaje de la soberanía popular.7

La independencia de España, considerada de forma tradicional por la historiografía una cesura fundamental, no implica así necesariamente una ruptura con la época precedente. Muchos elementos heredados del período colonial y de la crisis de la monarquía siguen determinando las experiencias de las nuevas repúblicas; algunas instituciones heredadas del antiguo régimen, como el tributo indígena y la esclavitud, siguen caracterizando las sociedades del continente americano. La segunda mitad del siglo XIX nos parece a este respecto el límite cronológico más apropiado para cerrar una época caracterizada por continuidades y mutaciones políticas y sociales de los ex espacios imperiales.

Salir de la dimensión nacional e imperial de las revoluciones hispanoamericanas nos permite entonces adoptar una perspectiva comparatista e insertar los procesos y dinámicas que caracterizan estos acontecimientos en un contexto más amplio evidenciando unas conexiones y similitudes a menudo escondidas por las fronteras y los límites de la investigación histórica.

Notas

1 David Hancock, "The British Atlantic World. Co-ordination, Complexity and the Emergence of an Atlantic Market Economy, 1615-1815", Itinerario, vol. 23, núm. 2, 1999, p. 107.         [ Links ]

2 Véase al respecto: Vitorino Magalhães-Godinho, "Création et dynamisme su monde atlantique, 1420-1680", Annales ESC, vol. 5, núm. 1, 1950;         [ Links ] del mismo autor, L'économie de l'empire pourtugais au XVe et XVIe siècles, Paris, SEVPEN, 1969;         [ Links ] Huguette Chaunu y Pierre Chaunu, Séville et l'Atlantique (1504-1650), Paris, A. Colin, 1956-1959;         [ Links ] Robert Palmer y Jacques Godechot, "Le problème de l'Atlantique du XVIIIe au XXe siècle", Relazioni del X Congresso Internazionale di Scienze Storiche, Florencia, Sansoni, 1955, t. V, pp. 175-239.         [ Links ]

3 Robert Palmer, The Age of Atlantic Revolutions. A Political History of Europe and America, 1760- 1800, Princeton, Princeton University Press, 1959-1964, 2 vol.         [ Links ]; Jacques Godechot, Les Révolutions (1770-1792), Paris, PUF, 1963.         [ Links ]

4 Jeremy Adelman, Sovreignty and Revolution in the Iberian Atlantic, Princeton, Princeton University Press, 2006;         [ Links ] John H. Elliot, Empires of the Atlantic World. Spain and Great Britain in America, 1492-1830, New Haven y Londres, Yale University Press, 2006.         [ Links ]

5 La mejor descripción de conjunto, aunque ceñida exclusivamente al desarrollo del segundo imperio británico, puede verse en C. A. Bayly, Imperial Meridian. The British Empire and the World, 1780-1830, Londres, Longman, 1989.         [ Links ]

6 Jeremy Adelman, Jeremy Adelman, Sovereignty and revolution, p. 54., p. 54.

7 Sobre este punto, véase Clément Thibaud, "De l'Empire aux Etats: le fédéralisme en Nouvelle Grenada", en F. Morelli, C. Thibaud y G. Verdo (ed.), Les Empires atlantiques des Lumières au libéralisme (1763-1865), Rennes, PUR, 2009.         [ Links ]

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