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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versión impresa ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.33 Buenos Aires ene./dic. 2011

 

ARTÍCULOS

Política y cultura política ante la crisis del orden colonial. La revolución en sus bordes

 

Gabriela Tío Vallejo

Universidad Nacional de Tucumán

 

El caso tucumano es el de los "bordes" del imperio, y también en cierto sentido de la revolución, aunque no de la guerra. Creo que estas tres variables definen de algún modo la particular situación de estos vecinos en el contexto rioplatense. Desde este lugar me propongo reflexionar acerca de algunas preocupaciones planteadas por Ternavasio: el abanico de cuestiones que plantea acerca de "¿qué fue la política en el temprano siglo XIX?", y la mirada inquisitiva sobre la particularidad rioplatense en el momento gaditano.

Mi exposición, dada su brevedad, rondará apenas la discusión para el caso tucumano de tres cuestiones: la cuestión de la nueva república o de qué hay de nuevo en la política y lo político desde las reformas borbónicas; la cuestión de la república extraordinaria o del carácter extraordinario de las instituciones a partir de la revolución y la guerra; y finalmente, una tercera reflexión acerca de la divergencia gaditana y la cuestión de la justicia y el poder de los ejecutivos provinciales.

Para abordar la primera, hay que considerar qué era la política antes de la crisis del Imperio. Sin duda hay que hacer un esfuerzo para que en los dos muros que franquean el período, el de la coyuntura 1806 / 1808 / 1810 y el de los años cincuenta, comiencen a abrirse más ventanas.

En una ciudad subordinada y periférica del Imperio Español del siglo XVIII, la política se desenvolvía en las tensiones y los acuerdos entre familias de notables que lideraban los cabildos y ejercían autoridad sobre un territorio. Estos representantes de las familias principales usufructuaban los cargos capitulares y otros beneficios resultantes de su jerarquía como "españoles" de ambos lados del mar por sobre el común de la población. Compartían el gobierno de la ciudad con algunos funcionarios que podían o no estar relacionados con la elite local, pero que en general eran finalmente asimilados por lazos de matrimonio o de negocios, o por ambos a la vez.

Los mayores conflictos solían producirse en el momento de cubrir los cargos concejiles y en ocasiones por intereses contrapuestos relacionados con el comercio o el usufructo de algún privilegio. También las tensiones con otras autoridades del espacio colonial, como gobernadores y virreyes, movilizaban el interés de los vecinos principales. Es en este sentido que las reformas borbónicas, que desde el punto de vista de los objetivos de la Corona pueden considerarse más bien fallidas, tuvieron importantes consecuencias en la vida política de la ciudad.

Las reformas provocaron una efervescencia política en el ámbito del cabildo que se manifestó en un aumento del número de sesiones y acuerdos, de representaciones del cuerpo ante el intendente y el virrey, lo que fortaleció la identidad territorial de la ciudad y su jurisdicción frente a otros espacios de poder, y redundó en una mejor organización de los recursos del cabildo y de la administración de justicia. Las reformas llevaron también a una mayor vinculación de San Miguel con la flamante capital del virreinato, como una estrategia para balancear el poder de la más cercana capital de la intendencia.

Claro está, esta mayor vitalidad de la política vecinal se desempeñaba dentro de los marcos y las pautas del antiguo régimen colonial: una sociedad estamental basada en el principio jerárquico y el privilegio, principio ordenador que era legitimado por el dominio colonial y con una soberanía que se reconocía porción subordinada del Imperio.

Si en Buenos Aires las invasiones británicas de 1806 y 1807 son el origen de un cambio sustantivo en las relaciones con las autoridades, en la participación de los vecinos de la ciudad y, en fin, en el estado de ánimo de la ciudad respecto de la monarquía y su situación en el imperio, no puede decirse lo mismo de San Miguel. Si bien el evento encendió algunos destellos patrióticos, como la formación de algún regimiento de voluntarios y la declamada solidaridad con la ciudad hermana, no parecen distinguirse signos de una nueva dimensión más estrictamente política, como señaló hace años Tulio Halperin Donghi para el caso de Buenos Aires.

La revolución llega de la mano de la tutela de Buenos Aires, y las expresiones de lealtad y subordinación del cabildo de San Miguel, pese a alguna voz disonante, son particularmente expresivas. La primera novedad, como consecuencia de la crisis de la monarquía, es entonces la tutela sustitutiva de Buenos Aires como centro.

En el interior de las ciudades-repúblicas, ese mundo político y social basado en el principio jerárquico se sacude. El privilegio de ser español o funcionario de la Corona recibe el cimbronazo de la crisis de la monarquía y pronto de la destitución de las autoridades españolas en la capital del virreinato.

Lo nuevo es, sin lugar a dudas, la aceptación del principio de soberanía popular y la consiguiente práctica de elecciones de representantes. En la pequeña ciudad las primeras elecciones siguen la costumbre colonial. La incorporación de las nuevas prácticas representativas tendrá, en la ciudad mediterránea, un ritmo pausado en el que lo viejo y lo nuevo irán encontrando múltiples fórmulas de combinación. Esta constante negociación con el pasado tiene su explicación.

Darío Roldán, al comparar el proceso rioplatense con el de la Revolución Francesa, subraya la continuidad que significa echar mano del concepto de retroversión de la soberanía dentro del universo cultural de la monarquía, y el hecho de que el objetivo a cumplir es construir un poder legítimo en lugar de la monarquía pero no necesariamente el de volver a formular el pacto social.1 Creo que aquí se señala un camino para bucear en la percepción de esta nueva representación y comprender mejor qué significado tuvo para las comunidades de 1810, y muy en especial las mediterráneas más alejadas de la discusión "del siglo", el tema de las elecciones y la representación.

Los primeros procesos electorales suman la vieja práctica de los cabildos abiertos a las disposiciones de las reglamentaciones enviadas por Buenos Aires. Comienzan a producirse las primeras discusiones acerca de la naturaleza de la representación del cabildo; la crítica de Juan Bautista Paz a su propia elección para el congreso de 1816 muestra las contradicciones entre la tradición corporativa estamental y territorial del cabildo y la naturaleza representativa de las juntas. Estas contradicciones darán lugar a la separación de la junta de electores respecto del cabildo que tiene sin embargo en estos años un protagonismo agónico en la organización de las elecciones y en el manejo de una ciudad en guerra. La maquinaria electoral va resignificando viejos actores con nuevas funciones.

Junto con la revolución llega la guerra; para Tucumán, la más significativa transformación la provoca la llegada de ejércitos que marchan hacia el frente norte de la revolución. La ciudad se convierte, de un modo sucesivo, en cuartel, campo de batalla y retaguardia de la campaña del ejército del Norte. La guerra crea nuevas jerarquizaciones. En sociedades donde lo militar no había superado la ritualidad, la guerra concreta y en casa promueve nuevos vínculos y jerarquías. Si bien las jerarquías sociales invaden también los vínculos militares, la experiencia misma de la guerra lo transforma todo: el valor, las condiciones de liderazgo, y hasta determinadas destrezas son nuevas calidades. El favor o la animosidad de un jefe sella el destino de los subordinados más que la pertenencia a una familia, por poner un ejemplo. La guerra es también la propagadora de un discurso revolucionario que llega a todos y cohesiona tras un objetivo concreto y visible más en los efectos adversos de su fracaso que en sus posibles logros.

La política que surge en los años veinte en los espacios provinciales es una política forjada al calor de estos dos fuegos: las prácticas liberales de representación y la militarización, esto al menos en las ciudades que son base de apoyo de acciones militares continentales. El concepto de soberanía indelegable atraviesa todas las prácticas dando sustento a la reiteración de elecciones y a los pronunciamientos militares.

En sus últimos años de vida, el cabildo se convierte en el guardián del orden legal, mientras en su forma ampliada y extraordinaria -el cabildo abierto- legitima golpes de fuerza que se multiplican en la vida de la ciudad. Este carácter extraordinario de la convocatoria de vecinos en la figura del cabildo, que contiene aun las corporaciones y la vieja representación, se combina con otra no menos extraordinaria: los pronunciamientos militares.

El alejamiento de Belgrano y del ejército y el traslado del congreso abandonan a la ciudad a sus propios demonios. En una extraña convivencia, las elecciones de representantes inauguradas por la revolución conviven durante cinco años (1819-1824) con la pareja heredada de la guerra: el cabildo revolucionario y las facciones militares. El surgimiento de la sala de representantes ocupará luego el lugar del cabildo homogeneizando la representación en un órgano fundado en la soberanía popular.

La militarización se combina con una concepción de comunidad política que se acerca mucho a la que ha descripto Antonio Annino para otras latitudes. Una sociedad natural de vecinos.

Esta mixtura entre las prácticas electorales, la supervivencia agónica del cabildo y la acción de las facciones militares desatadas por la desmovilización de los ejércitos independentistas, es uno de los procesos más difíciles de comprender del período. Las fuentes son esquivas en cuanto a la forma en que se producen los acuerdos iniciales de estos movimientos. Si la palabra debe darle entidad política, ésta no siempre aparece, y si lo hace, es sólo luego de triunfar. La circunstancia de la guerra va a convertir la naturaleza extraordinaria de las instituciones en realidad permanente.

Una tercera cuestión que quiero discutir es la que se relaciona con la divergencia gaditana o la ausencia de Cádiz en la experiencia rioplatense. La carencia gaditana en áreas rioplatenses no evita el predominio de un concepto de ciudadanía, tal como ha señalado Annino, todavía muy ligado a la vecindad hispana. El modo espontáneo en que se adaptaron las viejas comunidades territoriales a la nueva realidad política estuvo ligado a esta concepción del sujeto político. Son las parroquias y los barrios, a través de los curas y los alcaldes que pueden identificar a sus miembros y otorgar el derecho a votar, los que construyen la representación en los primeros años; es una sociedad natural preexistente al orden político la que aflora en los procesos electorales. ¿Es esta sociedad natural la que revestida ahora con el ropaje de la militarización aparece en los pronunciamientos?

Si un sustrato común puede reconocerse respecto de la comunidad política en áreas gaditanas y no gaditanas, lo que es ineludible es el diverso derrotero de la administración de justicia. Con la desaparición de los cabildos, la justicia quedó subordinada en un primer momento a las legislaturas provinciales que elegían al cuerpo de jueces, y éste a la justicia de la campaña, para luego, en un proceso paulatino que culmina en los años cuarenta, quedar subordinados a la esfera del poder de los gobernadores.

La justicia ha sido desde la revolución el poder más opaco a las transformaciones. La supervivencia del poder normativo de la religión y quizá la fuerza de una concepción de la justicia ligada más a un orden moral que a la ley hicieron del ámbito judicial un terreno de marcadas continuidades.

La transformación de las provincias en regímenes autónomos en la década de 1920 plantea una serie de dificultades: la inexistencia de instancias de apelación fuera de la provincia, las exigencias de las funciones de representación y administración a una elite exigua y con escasez de letrados. Carencias que no sólo obstaculizaron la organización de la administración de justicia en sus diversas instancias, sino que además atentaron contra la división de poderes y las pocas reformas que la revolución se planteó para este ámbito; la pretensión de ir reemplazando la justicia lega por la letrada no pudo sostenerse.

En las regiones en que se aplicó la constitución de Cádiz, representación y justicia fueron de la mano del afianzamiento del municipalismo. En el Río de la Plata, los años veinte iniciaron un camino de fortalecimiento de los ejecutivos provinciales que sacaron ventaja de la guerra y de la desaparición de los cabildos; así también la justicia, tradicional atribución de los cabildos, fue subsumida en el poder de los gobiernos provinciales.

La temprana militarización y la adaptación de los territorios a una situación de emergencia constante se perpetuaron en un modo de vida político que combinó los ensayos institucionales con una movilización permanente: una república armada y extraordinaria. La ausencia de los cabildos, como cabezas de las comunidades territoriales, parece relacionarse con la consolidación de ejecutivos provinciales que, si bien gobernaban a la par de las legislaturas, tendían a ejercer un predominio al que la inexistencia de un poder superior no puso límites.

OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO

El acertado diagnóstico realizado en el texto objeto de este comentario, según el cual bajo la "imprecisa" noción de "cultura política" se abordaron temas, problemas y fenómenos muy variados (conocimientos, valores, creencias, sentimientos, mentalidades, etc.), al punto de producir -como bien señala Marcela- una especie de "continuum" entre el campo de la historia política y el de la cultura política que habría incluso desplazado el interés por la acción política, tiene no obstante sus matices. La "cultura política" no deja de ser hoy una categoría analítica compartida entre la nueva historia política y la historia cultural. En tal sentido, el giro cultural de los últimos años creó un espacio propicio para analizar de manera conjunta cómo se cruzan y combinan diferentes prácticas, instituciones, conceptos y representaciones en la historia de comienzos del siglo XIX. Al respecto, Pierre Rosanvallon, en Por una historia conceptual de lo político, proponía sin ambages: "Es a un nivel 'bastardo' que hay que aprehender siempre lo político, en los entrelazamientos de las prácticas y las representaciones."1 Pero es en Revolución y guerra donde Tulio Halperin Donghi ya nos había enseñado el valor de la liturgia para la legitimación de un nuevo poder, al referirse a los primeros festejos del 25 de Mayo:

En estos años afiebrados, gracias a la colaboración de un poder ansioso de afirmarse y de la parte de la población que le es adicta, una nueva liturgia revolucionaria ha sido creada; si algunas de sus manifestaciones son efímeras [...], las más de ellas están destinadas a perdurar: los festejos del 25 de Mayo, de desarrollo primero paralelo a las festividades devotas tradicionales, terminan por rivalizar con éxito con éstas.2

En el contexto de la crisis del orden colonial, y desde nuestras propias perspectivas de análisis, se pueden ubicar también los nuevos enfoques sobre historia conceptual comparada en Iberoamérica, que integrados al proyecto transnacional Iberconceptos, constituyen ciertamente una de las vías posibles para un mejor conocimiento de las motivaciones de la acción política, dada su capacidad tanto de condensar algunas de las cuestiones más significativas del período, como de vincular la historia política con la historia sociocultural. Javier Fernández Sebastián, el director general del proyecto, condensaba con claridad esta nueva perspectiva en la introducción al primer volumen del Diccionario político y social del mundo iberoamericano:

Lo que pretendemos, en suma, es entender mejor cómo los sujetos, en sus respectivos contextos, hacían uso del lenguaje para incidir sobre las realidades políticas que les rodeaban y moldearlas de la manera más favorable a sus propósitos, o responder a los sucesivos retos que la agitada vida política y el debate intelectual no dejaba de plantearles.3

Es decir, la clásica cuestión de los cambios y continuidades entre el viejo y el nuevo orden encontraría dentro de esta aproximación una respuesta matizada, que no sería sin embargo totalmente nueva para la historiografía política, pero sí avanzaría en el conocimiento de las modalidades que adoptó el encuentro entre lo "viejo" y lo "nuevo", no como confrontación entre dos supuestos bloques homogéneos, sino como cursos de acciones y argumentaciones de compromiso y ajuste. Esta característica promovió una singular coexistencia de términos de naturaleza diversa, aunque con una impronta de los lenguajes del derecho natural y de gentes. En tal sentido, hoy se habla de la existencia de un "laboratorio" conceptual compartido por los diversos actores del espacio iberoamericano que no descuida las singularidades y las diversas temporalidades de cada unidad territorial, así como los discursos y las acciones tendientes a la ruptura del vínculo colonial, pero que considera imprescindible mantener una mirada de conjunto de los procesos que se desarrollaron a ambos lados del Atlántico, en particular, entre 1808 y 1825.

Así, el estudio de la evolución semántica de un conjunto de conceptos políticos fundamentales no busca la definición adecuada de cada término, sino cómo éstos expresaban significados modelados de forma conjunta por la acción política, la disputa retórica y las pautas de la cultura política de la época. Pautas culturales que se anuncian en las anticipaciones lingüísticas, las convenciones de lenguaje, las pervivencias léxicas, las constelaciones semánticas y los disputados significados que marcaron los tiempos y las modulaciones propios de los conceptos en su devenir histórico.

Un rasgo característico de este período fue la creciente inestabilidad semántica que constituía en sí misma una novedad que llamaba la atención de los propios actores políticos, y que se vinculó con los cambios generales acaecidos a ambos lados del Atlántico con la crisis de la monarquía española de 1808. Pero asimismo, el inicio del proceso revolucionario en el Río de la Plata, precedido por las invasiones inglesas de 1806 y 1807, que derivó no obstante a partir de 1810 en la indefinición de una organización política para el conjunto de las provincias del ex virreinato, coadyuvó, entre otros factores, a promover una singular coexistencia de términos de naturaleza diversa; aunque con una impronta de los lenguajes del derecho natural y de gentes. Al mismo tiempo, la acción política no dejaba de plantear, a cada paso y en función de los lenguajes disponibles, inéditas síntesis conceptuales donde se solapaban viejas y nuevas significaciones.

Por otra parte, dentro de esta necesaria mirada integradora, Ternavasio propone reconsiderar la periodización de los procesos emancipatorios, atendiendo a las circunstancias en las que ciertas regiones del mundo hispánico se revelaron más atlantizadas que otras en sus respuestas ante la crisis monárquica, pero también frente a los riesgos implícitos en cierta tendencia de la historiografía sobre Hispanoamérica a subsumir "los casos no gaditanos en una interpretación de matriz hispánica que no se ajusta demasiado bien a las transformaciones abiertas en 1810." Este sería el caso del Río de la Plata, donde incidieron en el desenlace de la crisis un conjunto de variables locales, imperiales e interimperiales, sin las cuales no sería posible entender los modos y las lógicas que adoptaron tanto las disputas políticas como las relaciones de poder en el ámbito del virreinato y en el derrotero revolucionario posterior.

En tal sentido pienso, además, que habría que reconsiderar la amplitud de respuesta dada al común problema de la legitimidad: ¿cómo, cuándo y con qué extensión fundar una nueva autoridad legítima supletoria de la soberanía del monarca cautivo? Pues, si bien a finales de 1810 la reunión de un congreso constituyente de los pueblos resultó pospuesta, cabe recordar que los términos de la cuestión ya se venían planteando desde mayo. El desconocimiento del Consejo de Regencia y la negativa a enviar diputados a las Cortes de Cádiz se hacían en nombre del derecho de los pueblos de América a establecer un gobierno supremo que representara la soberanía del rey. La Junta, rivalizando con el Cabildo, se atribuía "una representación inmediata del pueblo". Por otra parte, en este contexto surgían las primeras consideraciones sobre la condición "colonial" de los americanos, que iban a cuestionar la legitimidad del vínculo entre las provincias americanas y la Corona de Castilla. Pero aunque estas consideraciones se mostrarían aún con tibieza en 1810, el ejercicio de la soberanía de hecho iba a abarcar ámbitos cada vez más amplios de poder.

Según observaban los propios protagonistas del período, en el viraje de mayo de 1810, los gobiernos centrales provisorios actuaron con la misma "plenitud de poder" que las autoridades metropolitanas supletorias de la soberanía del rey; al mismo tiempo que hacían gala de ese "legitimismo exacerbado" -para retomar las palabras de Tulio Halperin Donghi- que recientemente habían heredado del antiguo orden. En suma, en los parámetros que Ternavasio reclama definir dentro del nuevo horizonte interpretativo común, merecerían incluirse la extensión y las modalidades del ejercicio de la soberanía y las lógicas propias de las guerras por la independencia, para una mejor restitución de las diferentes temporalidades de la crisis y de las peculiaridades de los procesos revolucionarios.

Notas

1 Darío Roldán, "La cuestión de la representación en el origen de la política moderna. Una perspectiva comparada (1770-1830)", en H. Sabato y A. Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.         [ Links ] Véase también el análisis de Chiaramonte acerca de la presencia en el discurso hispanoamericano de las dos nociones contractualistas, el pacto de sujeción y el contrato social, en José C. Chiaramonte, "Autonomía e Independencia en el Río de la Plata, 1808-1810", en Historia Mexicana, LVIII, 1, México, 2008, pp. 325-368.         [ Links ]

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