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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

Print version ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.33 Buenos Aires Jan./Dec. 2011

 

ARTÍCULOS

La memoria, los historiadores y el pasado

 

Alejandro Eujanian

Universidad Nacional de Rosario

I

Entre la variedad de cuestiones que plantea el texto de Alejandro Cattaruza que sirve de base para este comentario, voy a elegir una cuya virtud es que invita a reflexionar sobre problemas diversos, pero relacionados entre sí: ¿por qué el tema de la memoria histórica ocupa hoy un lugar relevante en la agenda de la historiografía contemporánea? La pregunta es sin duda relevante, como atinadas son las respuestas provisorias que acerca Alejandro Cattaruzza, sobre todo atentas a factores externos al campo historiográfico, desde las transformaciones producidas en el mundo a partir de la segunda posguerra hasta la crisis actual. Sin embargo, la búsqueda de acontecimientos que pueden haber funcionado como disparadores de los estudios académicos sobre la memoria, refiere a sucesos que no siempre tienen la misma envergadura: los procesos de descolonización, la crisis de la ex Unión Soviética, las declaraciones de Adolfo Scilingo o el vigésimo aniversario del golpe de Estado de 1976.

De todos modos, convengamos en que la relación que existe entre la historia, los historiadores y el mundo que los rodea sigue siendo tan compleja como la que existe en el caso de cualquier clase o grupo socioprofesional. No tenemos el tiempo necesario para desarrollar esta cuestión, sólo diré que la búsqueda de una respuesta únicamente atenta a lo que sucede fuera del campo historiográfico puede llevar a un callejón sin salida, que no es otro que el que nos propone una crisis en general más tematizada que explicada.

Es evidente que los temas de las Ciencias Sociales son, como diría Bourdieu, temas que a su vez interesan a la sociedad en su conjunto, por eso siempre es adecuado tener como referencia la aldea global para explicar cuestiones relativas a la disciplina, pero sin perder de vista su propia dinámica. Digo de la disciplina y no de las Ciencias Sociales, porque somos los historiadores los que debemos lidiar con los problemas del tiempo, que en este caso se presentan como propios de la compleja relación que hay entre el acontecimiento y los relatos que se disputan el derecho de otorgarle sentido.

Tal vez lo que ha sucedido no es tanto una explosión de la memoria, sino un modo distinto de tramar la relación entre pasado, presente y futuro, diverso de las formas ideales que se elaboraron desde fines del siglo XVIII y tuvieron vigencia a lo largo de gran parte del siglo XX. Como se ha visto en el caso de la literatura, es notable en los últimos años, sobre todo en los escritores más jóvenes, un marcado interés por una narrativa que explora lo que podríamos denominar como los "géneros del yo". En el caso de la historiografía, esto se asocia a su vez con una mayor atención por parte de los historiadores por la subjetividad de los actores, por el significado que le atribuyen a sus actos y por el modo en que organizan su experiencia.

Hoy predominan modos de tramar más escépticos, fragmentarios e irónicos, en el sentido que la ironía tiene para Hayden White para tramar los tiempos históricos. En la página "los historiadores y el Bicentenario", Nora Pagano decía que nuestro tiempo se caracteriza por el ensanchamiento del presente y su contracara, el interés por la memoria. Sin embargo, yo diría que no es su contrario sino su producto. Por supuesto que nada de esto es estable, ni son etapas consecutivas, aquí no hay rupturas dramáticas, sino síntomas o tendencias que podemos percibir pero que es difícil todavía explicar o determinar su alcance.

Por otro lado, no está claro hasta qué punto, cuando se habla de memoria, nos estamos refiriendo al mismo tipo de fenómenos. No hay dudas de que si nos atenemos al campo académico hay una producción significativa de papers, congresos, libros y programas de investigación referidos a cuestiones relativas a los estudios de la memoria. Pero el problema radica en sus alcances y el de los objetos que incluyen expresiones como "convulsiones mnemotécnicas", en el caso de Andreas Husseyn; o el "actual casi espasmódico interés por la memoria", que describe Paolo Rossi; o la "explosión de la memoria" de Elizabeth Jelin; u "obsesión de la memoria", entre otros de los modos posibles de describir el interés de la historiografía sobre el tema. Denominaciones que provienen del campo académico pero que lo exceden, porque engloban, a mi entender, fenómenos y procesos de características diferentes: desde la recuperación de referentes culturales de los años sesenta y setenta a las políticas del patrimonio; desde la reescritura de tradiciones a la proliferación de biografías y novelas históricas; desde reuniones académicas, como la que aquí nos convoca, hasta exposiciones de fotografía histórica; desde ceremonias, actos y conmemoraciones dedicadas al Bicentenario a las políticas de la memoria asociadas al reclamo de justicia por parte de las víctimas del terrorismo de Estado; desde la colocación de placas conmemorativas al desarrollo de los juicios y las declaraciones de testigos. No me refiero, por ahora, a la legitimidad del Estado, o de diversos actores sociales o de poetas, artistas e historiadores para hablar con autoridad del pasado, son todos ellos en definitivas actos de memoria; me refiero a que se trata de espacios, actores, lenguajes, reglas y normas que regulan las representaciones del pasado que son radicalmente diferentes. Esto sin considerar cuestiones relativas a los objetivos y motivaciones de cada una de estas acciones.

II

Sin duda, algunos segmentos de la producción académica de los últimos años han sido afectados por las celebraciones del Bicentenario, sobre todo las políticas editoriales y el otorgamiento de subsidios para llevar adelante programas o reuniones científicas. Pero nada tiene que ver el Bicentenario con la renovación de los estudios sobre los procesos independentistas en América Latina desde el último cuarto del siglo XX. Tampoco con la más modesta renovación de la historia de la historiografía, que estudia las representaciones de estos mismos procesos.

Como decía al comienzo, es sin duda cierto que han proliferado los estudios sobre la memoria, sobre todo centrados en las llamadas memorias traumáticas; pero es discutible que cuando se trata de la memoria como práctica social y política estatal estemos en una situación particularmente explosiva. No porque no se multipliquen las operaciones del presente sobre el pasado, sino porque nos encontramos en un momento en el que comparativamente dichas operaciones son menos densas y conflictivas. Entre otros motivos, porque desde hace tiempo que para diversos actores sociales y políticos la Historia no es un reservorio de experiencias para nutrir la argumentación política, ni un laboratorio para ensayar interpretaciones sobre situaciones contemporáneas, ni ejemplo para elaborar proyectos utópicos, ni maestra de vida, entre otros usos posibles del pasado. Tampoco, por supuesto con los matices propios de procesos nacionales específicos, en las últimas décadas el Estado ha requerido de la historia un principio fundante de su autoridad.1

Un ejemplo de lo contrario, es decir, del uso activo del pasado en la lucha política, lo encontramos en las celebraciones de mayo del 2008. Durante el conflicto desatado por la política de retenciones, gobierno y oposición buscaron presentarse ante la sociedad como la más genuina representación del pueblo, que se presuponía era el mismo pueblo de mayo de 1810, y que en un caso se expresaba con el ropaje de tradición política del peronismo, y en otro en la versión folk del campo argentino. Todo hacía presagiar que de allí en adelante los actos del Bicentenario y todas las actividades programadas estarían atravesados por una pugna que sonaba anacrónica, pero a la vez conocida, una vez más el pasado era evocado para dirimir disputas del presente. Sin embargo, poco después, sin bien el conflicto no se disolvió, se esfumó y perdió intensidad el uso del pasado como espacio de confrontación. Sin duda ello no se debe a que el gobierno dejó de interpelar a la oposición con la historia en la mano, ni tampoco a que la oposición decidió evitar una confrontación que ponía en riesgo el pasado y el futuro de la Nación.

Si sobre este tema hay alguna obsesión, fueron, por un lado, la del gobierno por celebrar, y por otro, la de la oposición para que la celebración no le provea ningún beneficio político al oficialismo. En términos comparativos, en un tema más acotado como el de los derechos humanos, los actos de memoria en manos de grupos y organizaciones sociales siguen contando con una adhesión y participación amplia e intensa, como lo mostró el último 24 de marzo de 2010. Pero para este tema cualquier referencia a una "obsesión" por la memoria suena obscena cuando se están llevando a cabo los juicios a los responsables del terrorismo de Estado, en procesos en los que las víctimas no sólo son testigos sino también querellantes, y mientras se siguen restituyendo hijos de desaparecidos a sus familiares.

III

Como se ve, el terreno es poroso, por definirlo de algún modo, y lo es aun si nos atenemos a la producción sobre la memoria en el campo de la historia académica. Es que las fronteras entre el discurso de los historiadores y otros discursos sobre el pasado que circulan en la sociedad son frágiles. Aunque los que nos encontramos aquí reunidos nos pondríamos rápidamente de acuerdo si se trata de determinar qué distingue una de otra. Pero cuando se trata de la memoria histórica, ese acuerdo no es del todo relevante. Permítanme dar dos ejemplos.

El primero recoge una anécdota de las Jornadas Interescuelas de Tucumán en el año 2007. Allí, una colega presentaba una ponencia sobre la colaboración entre la Academia de Historia y las Fuerzas Armadas en la realización de unas jornadas académicas en 1979, que a la vez servía de homenaje a la Conquista del Desierto. Era un acto de memoria que exhibía a Roca como héroe y a la campaña del desierto como una gesta patria tan importante como el cruce de los Andes. La autora de la ponencia utilizaba fuentes que daban cuenta de las regulaciones que las Fuerza Armadas habían impuesto a la organización del evento. Al finalizar la exposición, una historiadora y docente que se encontraba en el público cuestionó el trabajo por el vínculo que sugería entre la Academia Nacional de la Historia y la dictadura militar. No refutaba las fuentes utilizadas, sino que rebatía las conclusiones con el argumento de que no había sucedido tal cosa como se afirmaba en la ponencia, porque "yo estuve allí". Como vemos, para algunos historiadores profesionales, en un evento académico, el "haber estado allí" o el "haber visto y oído" tienen más valor de prueba que el documento exhibido por la autora de la ponencia.

El segundo ejemplo, que hace a la complejidad del tema, proviene del título de un libro que se exhibe en los escaparates de las librerías de calle Corrientes junto a la valiosa compilación de Jorge Gelman y Raúl Fradkin, Doscientos años pensando la revolución de Mayo. El título en cuestión es: 1810. La otra historia de la revolución fundadora. Me pareció un hallazgo el oxímoron, ya que mientras la primera parte del enunciado promete la confrontación con una versión anterior y tradicional, la segunda se hunde en la más arcaica de las interpretaciones sobre los orígenes de la Nación. Pero para el lector común, para el que se para a ver los libros recientes, no hay marcas notables de distinción entre dos objetos ofrecidos uno junto al otro.

Los dos casos sólo ponen en evidencia que hay aquí un problema digno de estudio. Sirven para pensar que la historia sobre la revolución y las luchas por la independencia en América se ha renovado notablemente en la historia política y también en la económica y social; pero la pregunta por lo que sucedió no puede prescindir de considerar las distintas interpretaciones que se hicieron sobre aquellos acontecimientos y que son constitutivas de las memorias que la sociedad ha elaborado para dar cuenta de su propio pasado. Pero no se trata de atender sólo a esas interpretaciones como si fuera un estado de la cuestión, sino que es preciso interpretarlas de acuerdo a sus condiciones de producción, circulación y legitimación, que por otra parte corresponden a contextos específicos y significativos. Entre otras cuestiones, porque el modo en el que los diversos actores sociales se relacionan con su pasado afecta las acciones que se desarrollan en el presente.

En mi intervención en el foro Los historiadores y el Bicentenario, creo que, en la misma línea de lo que plantea Alejandro Cattaruzza en su ponencia, decía que "la crítica ejercida por la historia académica a estas versiones dicotómicas, teleológicas, anacrónicas y conspirativas es esperable que encuentre acotado su espacio de intervención en un Bicentenario fuertemente atravesado por disputas políticas y sociales, que no van a hallar en la renovada historia política y social sobre la revolución recursos de los que puedan apropiarse". Tiene razón Marcela Ternavasio cuando señala cierto escepticismo y relativismo en aquel texto. Sin embargo, quisiera aclarar que el escepticismo se refiere a la capacidad de la historia profesional de conquistar conciencias colectivas. Primero porque no es nuestro objetivo, segundo porque no nos pondríamos de acuerdo, tercero porque los ejemplos que di antes muestran que aquello que se considera historia profesional o académica todavía puede estar sujeto a discusión. Por último, por lo que dice Adrián Gorelik en el mismo foro, en todo caso dependerá menos de nosotros que de la decisión política de apropiarse de nuestra producción como un insumo para hacer con él otra cosa. También es relativista, no porque pongamos en el mismo nivel investigaciones valiosas sobre el pasado y otros relatos sin duda menos rigurosos, sino porque el hecho de que para nosotros no tengan el mismo nivel no es relevante en la construcción de memorias colectivas. Entre otros motivos porque si se trata de utilizar el pasado para construir identidades colectivas, como sabían Ernest Renan o Ricardo Rojas, mejores son los poetas que los historiadores.

IV

Esto me lleva, para finalizar, a otra cuestión que plantea el texto de Alejandro Cattaruzza. Yo armaría otra biblioteca, no porque la que arma no sea pertinente, incluso más apropiada que la que yo propongo, sino porque para mí es más significativa para el tipo de problemas que me interesan y que sirvieron a las reflexiones que aquí presento y que, por ello, evoca otra genealogía para los problemas que aquí se discuten. Me refiero a los trabajos de Benedict Andersson y de Eric Hobsbawm. No porque señalaran que las naciones eran una construcción sino porque constituyeron a esas construcciones en un tema de estudio imprescindible para el conocimiento de las sociedades modernas. Por este camino, nos sugirieron una pregunta que excede aquello que se recuerda / olvida: ¿se trata también de saber cómo y por qué? No se trata de determinar hasta qué punto las versiones del pasado son fieles a lo que efectivamente sucedió, sino de qué modo dichas interpretaciones condicionaron la manera en la que individuos, grupos, sectores, clases, facciones, etc., entendieron sus acciones, evaluaron las probables consecuencias de sus actos en torno a un futuro con relación al cual se organizó su experiencia histórica. Por eso, más que atender a las interpretaciones en sí mismas se trata de considerar los contextos, lenguajes y dispositivos sociales de la memoria que, no debiéramos olvidar, pone a las sociedades en diálogo con su futuro antes que con su pasado.

Sabemos que las memorias no son estables ni se desarrollan en un espacio pacífico, pero una vez evocadas las tensiones, es preciso determinar entre quiénes se desarrolla el conflicto, cuáles son las reglas que lo regulan, quiénes están en condiciones de imponerlas y cómo lo hacen. Ya que ese espacio en el que se desarrollan las disputas por la memoria no es un escenario democrático en el que grupos de iguales desarrollan sus argumentos y se hallan siempre dispuestos a aceptar una interpretación mejor. Es un espacio de lucha en el que las imágenes -"verdaderas o falsas"- de su pasado son un indicio de lo que la sociedad piensa de sí, y sobre todo, uno de los contextos con el que da sentido a su experiencia.

Notas

1 Con sorpresa, tras los actos del Bicentenario, hemos escuchado a Beatriz Sarlo reclamar que no habían sido convocados los historiadores profesionales por los organizadores oficiales. Curiosamente, reclama para los historiadores una función en las celebraciones que, creo yo, felizmente, ya no nos sentíamos obligados ni mucho menos interesados de cumplir.

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