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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

Print version ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.33 Buenos Aires Jan./Dec. 2011

 

ARTÍCULOS

Igualdades, desigualdades y derechos1

 

Mirta Zaida Lobato

Universidad de Buenos Aires

 

Quisiera comenzar esta presentación con una reflexión general como advertencia a los comentaristas. Las desigualdades sociales concitan un declarado consenso para señalar su existencia y denunciarlas como parte de las injusticias que marginan a sectores diversos de la sociedad. Hablar de ellas implica tener en cuenta un arco de "desigualdades", podría decirse también, un repertorio de desigualdades como las salariales, tributarias, geográficas, generacionales, de género, educativas, de salud, de acceso al sistema financiero, a los sistemas de transporte, etc. Ellas contradicen principios igualitarios y nos ponen cara a cara con las prácticas políticas que generan desigualdad y hasta se convierten en discriminación. No es mi intención hablar de todas estas cuestiones, de hecho sería imposible, y por eso he recortado un tema, el relacionado con las desigualdades que emanan de situaciones laborales. Entonces el trabajo es el eje articulador de estas reflexiones.

Aníbal Jarkowski narra en su libro El trabajo2 una historia que, aunque conocida, había sido relativamente considerada hacia fines del siglo XX: la búsqueda de trabajo como forma de vida. En realidad, fue recién cuando los conflictos sociales ganaron las rutas, y particularmente a partir del 19 y el 20 de diciembre de 2001, que la desigualdad social y la desocupación adquirieron mayor visibilidad y legitimidad tanto en la consideración público-política como en las investigaciones. La historia de Diana es realmente atractiva y, desde mi punto de vista, forma parte de una literatura que una y otra vez ha elegido al trabajo como nodo articulador de diversas historias. Diana es una mujer cansada de buscar empleo, es poseedora de una belleza particular, que despierta las fantasías de algunos hombres y que, en un momento determinado, elige explotar para remediar su situación. Las vicisitudes de su vida son parecidas a las de muchas mujeres, contadas en numerosas ficciones (y también en el mundo real) cuando el desempleo conduce a la prostitución. También lo es la del narrador, un escritor empobrecido que sobrevive como puede en un mundo que está cambiando.

El relato sobre Diana devuelve la imagen de otra novela, Mano de obra, de Diamela Eltit, una escritora chilena.3 Ella no sólo construye una metáfora alrededor de la sociedad trasandina de ese momento y de la cuasi desaparición del discurso social, sino que además recupera momentos de resistencia obrera a través de la inclusión de subtítulos como "El proletario" (Tocopilla, 1904), "Nueva era" (Valparaíso, 1926) o "El despertar de los trabajadores" (Iquique, 1911) y "Autonomía y solidaridad" (Santiago, 1924). Esos títulos contrastan de manera por momentos exasperante con la pasividad de las trabajadoras de un supermercado. 4 La diferencia es notable, pues como he demostrado en un trabajo reciente, los trabajadores de Buenos Aires y Montevideo, como los chilenos, utilizaron la prensa para reclamar un lugar de reconocimiento en la sociedad, acortar o eliminar las barreras de la desigualdad y empujar el debate y el reconocimiento de derechos desde fines del siglo XIX .

Las dos novelas, aunque probablemente originadas en tradiciones literarias bien diversas, tienen un punto en común: describen un estado de crisis que, tal vez como diagnóstico, compartimos muchos de los que participamos en este encuentro. Ambos relatos desnudan la precariedad, la inseguridad y la incertidumbre en las que se desenvuelve la vida de muchas personas. Ese estado es el resultado de una no menos inquietante desigualdad.

La elección de las dos ficciones literarias no es resultado del azar. Ellas unen las situaciones vividas en el mundo "global", y sobre todo, los escenarios nacionales en dos países latinoamericanos bien diferentes y, al mismo tiempo, unidos en el proceso revolucionario que siguió a la crisis de la dominación colonial.5 La pregunta que me formulo es sobre qué contenidos actualiza la celebración de la Revolución de Mayo, qué nociones articulan la mirada sobre el pasado desde este presente, qué sentidos adquieren palabras como libertad, república, imperio de la ley, orden, igualdad y su opuesto la desigualdad. La conmemoración del Bicentenario constituye un desafío para el campo académico y la propuesta de esta mesa coloca a los historiadores (nos coloca) frente a un tópico complejo, con aristas muchas veces contradictorias.

El propio acto de la conmemoración nos sitúa además de cara al dilema de evitar una mirada congelada sobre una sociedad generadora de héroes y villanos, lecturas muy frecuentes en los medios de comunicación masivos. También constituye un desafío distanciarse de una memoria feliz, de celebración, que pondera la trayectoria exitosa de un país abierto al ascenso social (posible o real) para toda la población y una memoria amarga que nos devuelve una y otra vez la incapacidad para crear una sociedad republicana y democrática, donde las tensiones entre libertad, igualdad y justicia no anulen sus posibilidades de ser analizadas, criticadas, reinterpretadas. Podría decirlo de otro modo, si se mira desde el presente hacia el pasado parece haberse constituido cierto sentimiento igualitarista como un núcleo duro del imaginario nacional, y ese sentimiento ha estallado en múltiples pedazos cuando la imagen de una sociedad empobrecida nos colocó a muchos, aquí otra vez imaginaria y realmente, al descubierto y a la intemperie.

Por otra parte, este sentimiento igualitario que a veces se traducía políticamente en un igualitarismo plebeyo y en una idea de democracia participativa fue rearticulado en un momento histórico, bajo el primer peronismo, en una nueva visión donde era posible juntar igualdad, justicia social y jerarquía, se buscó entonces acortar la distancia entre poseedores y desposeídos y se consolidaron ciertos derechos sociales, incorporados a la Carta Constitucional desde 1949.

Desde un punto de vista más general, igualdad y desigualdad constituyen una unidad, pero son estados que no están definidos de una vez y para siempre, sus fronteras son móviles y abarcan diferentes ámbitos como la riqueza, las oportunidades vitales y laborales, la edad, la región geográfica, la etnia o el género. Involucran a diferentes actores, desde los sujetos que están sometidos a relaciones asimétricas hasta los intelectuales, políticos y reformadores que buscan debatir y demarcar las fronteras de la desigualdad. Dependen del momento histórico, intervienen también la prensa escrita y ahora los medios masivos de comunicación.

Desde mi punto de vista, la cuestión de la desigualdad social ha sido estudiada de forma amplia en los últimos años alrededor de dos dimensiones. Una de ellas se vincula con problemas asociados a los procesos de democratización que siguieron a las diversas dictaduras militares en varios países de América Latina; la otra, con la llamada crisis del Estado de bienestar que afectó de manera importante los sistemas de seguridad social. Sin embargo, la reflexión sobre lo que se ha llamado la "nueva cuestión social" está más extendida, pues también en los países europeos el tema ha cobrado dolorosa actualidad, sobre todo cuando las crisis económicas horadaron los sistemas de protección social y los rostros de miles de inmigrantes mostraron las consecuencias sociales, políticas, económicas y culturales de un complejo proceso caracterizado por la "inseguridad social". Como he señalado en el párrafo anterior, la noción de desigualdad social lleva implícitas otras desigualdades como las de género y étnicas que también han sido objeto de numerosos debates, que no pretendo resumir en unas pocas líneas, y que llevaron a rediscutir las nociones de ciudadanía, en particular a partir de las hipótesis de Marshall que circulan desde hace varias décadas.

El concepto de desigualdad social parece relevante para repensar otra noción como la de equidad y las políticas diseñadas para acortar las brechas abiertas en la sociedad entre un grupo de personas poseedoras de bienes materiales y culturales, establecidas y reconocidas socialmente, y otras que se ven al margen o por fuera de toda consideración. En los países latinoamericanos, incluida la Argentina, la brecha de la desigualdad ha crecido notablemente en los últimos años planteando numerosos interrogantes. En el plano político, ellos se formulan alrededor del tipo del instituciones que pueden garantizar mejor la equidad social, sobre las formas de participación ciudadana, sobre el lugar de los poderes políticos locales, sean ellos a nivel nacional, provincial / distrital o municipal. En el nivel de la economía, las preguntas se expresan alrededor de las bases económicas que garantizan la seguridad social, sobre los sistemas más adecuados y en lo referente a quiénes y cómo deben contribuir a la seguridad social. Finalmente en el plano cultural, las cuestiones se orientan a develar los problemas derivados de los diversos choques de culturas y el papel de los medios masivos de comunicación en la definición y en las prácticas de políticas de identidad. Todos estos interrogantes están cruzados por la pregunta sobre el rol del Estado y, cuando existen, sobre la regulación supranacional posible en los procesos de integración regional. También es relevante pensar la relación entre agendas definidas internacionalmente y la aplicación de políticas a nivel nacional / local.

Desigualdad e integración: las tensiones en una sociedad móvil

Si estos son los interrogantes del presente, se podría destacar que hace más de cien años, en el contexto de principios del siglo XX, las formas de la desigualdad podían identificarse alrededor de dos rostros: por un lado, estaba la población que se integraba a un mercado laboral en expansión (nativos, inmigrantes, varones, mujeres y niños); por otro lado, estaban los pobres, quienes eran objeto de la caridad ejercida por la Iglesia o por instituciones creadas para ese fin, generalmente en manos de mujeres.

No es mi intención desarrollar esta cuestión; sólo quiero plantearla de un modo tangencial, pues frente a la noción de desigualdad se fue construyendo una idea de solidaridad sobre la base de la ayuda mutua, aunque ella siempre necesitaba de una parte de la familia en condición de asalariada, y también se fue verificando un desplazamiento, cierto que relativo, de la noción de caridad a la de asistencia pública y luego a la de justicia social. Como en otros países, la atención de los pobres -en su mayoría mujeres con hijos- quedó en manos de un conjunto de asociaciones femeninas de diverso signo. Desde las Damas de Caridad de San Vicente de Paul, la Sociedad Cristiana de Señoritas, el Consejo Nacional de Mujeres, la Asociación Pro copa de leche y miga de pan, la Confederación Nacional de Beneficencia hasta el Centro Socialista Femenino, el Centro Feminista Manuela Gorriti o la Fundación Eva Perón se ocuparon de los mendigos, de los niños abandonados, de los niños pobres, de las viudas y los socorrieron brindándoles educación, ropa y calzado, asistencia médica y comestibles.

Lo que quiero destacar es que la ayuda social hacia quienes sufrían en carne propia la desigual distribución de las riquezas, que caracteriza a las sociedades capitalistas, se configuró como un campo de intervención pública y política para mujeres de posiciones de clase e ideológicas bien diferentes. Las intervenciones públicas de las asociaciones de mujeres que actuaron junto al Estado, cuya complejidad y atribuciones también se estaban definiendo, cubrían zonas sensibles donde no llegaba la protección estatal sino a través de los subsidios otorgados a las asociaciones benéficas. Al mismo tiempo, y como expresión del entrelazamiento entre acción social y política, las mujeres participaron de un debate más amplio que podría llamarse la querella entre el movimiento feminista y de mujeres. La situación de las madres pobres y la infancia abandonada generaron divisiones importantes entre quienes se apoyaban en la caridad para aliviar la situación de los necesitados y las que criticaban estas medidas porque no se basaban en la ciencia o porque la ayuda era esporádica. En realidad, se trazaba una línea de tensión alrededor de dos nociones: la de filantropía, por un lado, y la de justicia social, por el otro. Alicia Moreau de Justo señalaba en Vida Femenina en 1937:

El mejoramiento de la vida colectiva, y por tanto el de la individual, no puede depender de la filantropía, de la beneficencia, de la caridad. Éstas podrán mejorar, aliviar, consolar, pero sólo muy parcialmente [...] No sólo la creciente elevación de las condiciones de vida puede realmente detener este empobrecimiento del capital biológico y mental de nuestro país [...] El asilo, la casa de refugio, la colonia protegerán a algunos y dejarán millares desamparados e irritados. Y aun suponiendo que pudieran ser tan numerosos que albergaran a todos, la fuente originaria del mal engendraría sin cesar nuevas víctimas [...] he aquí lo que buscaremos: no la filantropía sino la justicia social.

Respecto a los trabajadores, se puede destacar que su actividad se tradujo en diferentes modos de participación y de protestas, y a discutir lo que consideraban un estado de desigualdad generada por la "explotación capitalista". Reclamaron desde entonces por ciertos derechos sociales, dando forma a una noción de justicia, aunque no realizaba una efectiva equiparación social si brindaba garantías igualitarias de inclusión social. La construcción de una esfera de lo justo se articulaba, para la mayoría de la población, alrededor del trabajo. No sólo eso, la escuela fue un factor importante en el sostenimiento de la promesa de inclusión y produjo un sujeto nacional más o menos homogéneo e integrado, se fue conformando así un ethos republicano e igualitario, entendido como hábito o modo de ser, que sostuvo el rol integrador de la escuela, incluso a pesar de la perpetuación de las diferencias sociales. Los niños, más que las niñas por razones que sería largo de explicar, integraban a los trabajadores y sus familias. En el litoral del país, la mayoría de esos trabajadores eran inmigrantes europeos.

Pero inclusión / integración no implica automáticamente igualdad. Esto me lleva a uno de los temas en debate que en el contexto de la celebración del Centenario adquirieron visibilidad. Me refiero a los síntomas de una sentida desigualdad por parte de los trabajadores, que generaron diferentes formas de protestas, y definieron una forma de lucha que se consolidará a lo largo del siglo XX: la huelga, sea ella por salarios, mejores condiciones de trabajo, reconocimiento de las organizaciones gremiales, solidaridad con otros trabajadores. Esas acciones fueron los componentes importantes de la emergencia de la cuestión social entendida a principios de siglo como "cuestión obrera". De este modo aparece en los periódicos y documentos de la época.

Sólo como ejemplo, destaco las palabras del periódico socialista Vorwärts, donde enfatizaban en el momento de la celebración del 1º de mayo de 1891 que "lo que queremos es levantar seria y dignamente nuestras demandas, propiciar la unidad y la organización de los trabajadores". Estas palabras se replicaron en todos los periódicos gremiales editados entre 1890 y 1945. Las demandas obreras fueron dibujando los derechos laborales y contribuyeron a darles espesor y materialidad a los derechos civiles consagrados por la Constitución Nacional. La conformación de un movimiento obrero relativamente fuerte fue el resultado también de la acción de las ideologías que promovían el cambio social y político sobre la base de la interpelación de los trabajadores: primero el socialismo, el sindicalismo revolucionario y el anarquismo, más tarde el comunismo. Esta afirmación no implica desconocer que el radicalismo buscó establecer lazos con las clases populares y que las interpeló como parte integrante de la nación. La relación de los diferentes gobiernos con las ideologías que buscaban organizar y dirigir a los trabajadores no fue homogénea ni transitó por carriles pacíficos e inclusivos. De hecho, algunas ideologías fueron colocadas al margen por gobiernos de distintos partidos políticos. El gobierno de la elite durante la celebración del Centenario criminalizó al anarquismo y el gobierno conservador de la década del treinta reprimió al comunismo. La legislación fue el recurso utilizado y allí están para atestiguarlo la Ley de Residencia (1902) y la Anticomunista (1935). No fueron los únicos mecanismos, ya la aplicación del estado de sitio fue otro recurso, y con ello se impedían las reuniones o se evitaba la circulación de la prensa que expresaba la disidencia social. Además, en el contexto del Centenario, durante el gobierno del presidente Figueroa Alcorta, el parlamento sancionó la Ley de Defensa Social que establecía la expulsión y el encarcelamiento de los activistas o simplemente sospechosos, también permitió la acción de grupos civiles que agredieron locales gremiales y representantes obreros. Una parte importante de la sociedad argentina fue marginada de esa celebración.

Una ruptura importante se produjo durante el peronismo, sobre todo, en ese momento, por las políticas de Estado, implementadas por todos los organismos de la administración pública, pero fundamentalmente por la Secretaría de Trabajo y Previsión, convertida luego en Ministerio de Trabajo. La herramienta principal utilizada por el gobierno fue la distribución de ingresos y la extensión y cumplimiento de la legislación social y laboral. Durante ese momento histórico, las políticas estatales cumplieron un papel activo en el proceso de integración social de los trabajadores y de sus familias.

Otras desigualdades: mujeres y derechos

Como vengo sosteniendo, desde fines del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX los cambios producidos en el territorio afectaron a toda la población. Esas transformaciones formaban parte de un proceso complejo de construcción de un orden político republicano, que incluía la definición de un conjunto de derechos y deberes, que se planteaban de manera diferente para varones y mujeres. Las desigualdades de género son un problema social, político y cultural, que están en la base de la sociedad, de las instituciones y de las subjetividades. Ellas forman parte de lo que algunos autores han definido como "nuevas desigualdades" más móviles y flexibles que las derivadas de las divisiones de clase o de posiciones de poder.

Cualquier análisis sensible a las críticas feministas sobre los modos de pensar el pasado, la economía, el poder y la cultura y, al mismo tiempo, atento a las consecuencias de la emergencia y desarrollo de la historia de las mujeres lleva a destacar que desde fines del siglo XIX, pero sobre todo en el siglo XX, se discutieron temas relacionados con la situación de privación de derechos universalmente reconocidos en la que se encontraban las mujeres, incluso aún hoy persisten diversas formas de inequidad.

Desde el punto de vista social, si el trabajo fue un elemento de inclusión, las miradas sobre el trabajo femenino generaron un movimiento contradictorio, pues las trabajadoras aparecían tanto como amenazas para la moral de la sociedad y para la salud de la nación, como eran objeto de protección (la primera ley de protección del trabajo femenino fue sancionada en 1907). Además, como las mujeres de las clases populares se integraban con rapidez al mercado laboral, ya sea porque el salario de los varones de la familia era insuficiente o simplemente por deseos, se buscaba "iluminarlas" y organizarlas. Gobiernos, fuerzas políticas, organizaciones gremiales y organizaciones de mujeres se preocuparon por mitigar y modificar las condiciones de labor que afectaban a las obreras.

Un tema se convirtió en el centro vertebrador de numerosas reflexiones. Frente al trabajo femenino, el interrogante acuciante y repetido en la prensa, entre funcionarios públicos e intelectuales, fue cómo resolver los problemas relacionados con la familia (su sostenimiento, su cuidado físico y moral y su unidad), la raza (saludable y vigorosa) y la nación (poderosa). La resolución de esa cuestión problemática se hizo a partir de la protección del cuerpo de las trabajadoras y de su capacidad de procreación presente y futura. El cuerpo reproductivo fue cuidado, al menos en términos retóricos, pues las normas muchas veces no se cumplían. Pero aun con esas limitaciones, se puede afirmar que desde la sanción de la primera ley protectora del trabajo femenino en 1907, el trabajo de las mujeres fue protegido y que, aunque durante los gobiernos radicales se ampliaron los beneficios sociales con diferentes subsidios que amparaban directa o indirectamente a las mujeres, fue con la política llevada a cabo durante los gobiernos peronistas que ellos se profundizaron, sin abandonar el discurso de la domesticidad.

Además, la conformación y consolidación de la Confederación General del Trabajo desde 1930 dejó al descubierto la persistencia de las demandas de protección para las obreras, aun cuando ya se había establecido una legislación que las resguardara, e hicieron visibles las tensiones que se generaban entre varones y mujeres en los sindicatos. El peronismo no implicó una ruptura en este nivel, incluso las políticas de mejoras salariales del gobierno, aunque acortaron la brecha entre salarios femeninos y masculinos, no discutieron los criterios en los que se basaba la desigualdad salarial y la discriminación. Más bien se consolidó un patrón de desigualdad que en algunos casos se convirtió con claridad en discriminación en el largo plazo.

Desde mi punto de vista, la discusión sobre la protección de la obrera madre colocó un espacio de tensión en el proceso de construcción moderna de la ciudadanía en Argentina. Al subsumir sus derechos a la idea de protección, se excluía la consideración de los derechos civiles y políticos para las mujeres y se las confinaba a la esfera de la intimidad familiar y del afecto. Pero como han señalado con insistencia distintas pensadoras feministas, la distinción en dos esferas era ideológica, y las normas que la establecían eran violadas en la práctica y reconstruidas por los diferentes grupos sociales con distintos intereses y objetivos. En el debate sobre los derechos sociales se filtraban los relacionados con los derechos civiles y políticos y en general se entrecruzaban de manera permanente.

Los nuevos rostros de la desigualdad

Como he señalado al principio de este texto, las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 les dieron visibilidad a las formas más extremas de la desigualdad: la desocupación y la pobreza. Pero también abrieron un nuevo ciclo marcado por la heterogeneidad de la acción colectiva (protestas del arco de las organizaciones piqueteras, asambleas barriales, movimientos de fábricas recuperadas, ahorristas, movimientos de derechos humanos -escraches e HIJOS-, madres del dolor, mujeres agropecuarias en lucha, entre otras), por la ocupación del espacio público y por una relación diferente entre lo social y lo político.

Es imposible transitar este escenario de transformaciones sin hacer referencia a la hegemonía neoliberal que se extendió entre 1889 y 2001 claramente y que puso en revisión los derechos sociales reconocidos, aunque es cierto que ellos ya estaban en discusión, no sólo en nuestro país sino también en buena parte de los que integran el denominado "mundo occidental". En realidad, se acentuó una tendencia que cobró densidad problemática e histórica cuando cayeron los ladrillos el Muro de Berlín y, en buena parte, la desilusión en el poder de la intervención de diferentes actores en la construcción de una alternativa al capitalismo, incluso a pesar de la emergencia de movimientos antisistemas y movimientos sociales de diverso tipo. Esa crisis fue acompañada por otra, que se arrastraba de tiempo atrás como las del sistema tayloristafordista y del Estado de bienestar.

La imposición de modelos económicos neoliberales dio forma a un nuevo orden caracterizado por la falta de trabajo, la precariedad, la inseguridad, que llevó, por otra parte, a una redefinición del Estado. Las transformaciones se establecieron en un largo proceso que cobra forma con la última dictadura militar y se consolida en los años noventa bajo el mandato de un gobierno peronista, el de Carlos Menem. Las consecuencias son ampliamente conocidas: deterioro de los ingresos de diferentes grupos de asalariados, ampliación de la brecha de la desigualdad y, sobre todo, inestabilidad laboral y aumento de la pobreza y el desempleo. Fue aproximadamente en 1995 cuando se alcanzaron tasas inéditas de desempleo. Se difundió entonces la idea de que la flexibilización de la contratación laboral y el disciplinamiento de los que quedaban ocupados garantizarían el crecimiento de la economía y favorecerían el reparto de los beneficios. Las organizaciones gremiales peronistas relacionadas con el gobierno no fueron ajenas al establecimiento de esta nueva realidad.

En efecto, este proceso, que nos resulta tan conocido, generó inestabilidad, pobreza e indigencia y puso (pone) en riesgo el concepto de justicia asociado con los derechos sociales y el acceso al trabajo. Se verificó también un proceso inverso al de principios del siglo XX y que se había mantenido por décadas al extender la movilidad descendente. La aventura y la desgracia del descenso, aunque se profundizó a partir de la década de 1990, hunden sus raíces en la última dictadura militar. Los resultados son una más profunda segmentación y polarización social con la emergencia de una nueva categoría, "los nuevos pobres"; esto es, las clases medias empobrecidas por la caída de los ingresos pero con un nivel educativo más alto que los pobres estructurales y una experiencia de vida diferente. No sólo eso, con la transformación de la economía y la sociedad se transmutó el lugar de la educación. Se formaron también segmentos diferenciados de escolarización quebrando el mito de la igualdad de oportunidades.

Pero, aunque el proceso es más complejo, y en el otro polo se ubicaron los nuevos ricos encerrados en countries y barrios cerrados, la arista más conocida fue la creciente visibilidad de una masa de excluidos que le otorgaron una novedosa dimensión a lo que se denominó la "nueva cuestión social". Esos excluidos son los protagonistas de las protestas piqueteras y sus organizaciones. Son los desocupados "estructurales", que desde el año 2001 llevaron la contienda pública por el derecho a la existencia a la ciudad de Buenos Aires, planteando un conflicto de derechos: el derecho a circular libremente versus el derecho de libre manifestación o de violación de derechos fundamentales. Desde mi perspectiva, el trabajo es un derecho fundamental. Estos derechos en colisión abrieron el debate actual sobre el que se posicionaron los medios de comunicación (un actor insoslayable hoy en día) y el gobierno que oscila entre unos y otros.

Entonces, estamos en el año del Bicentenario frente a varios tipos de problemas. Por un lado, desocupación, lo que remite otra vez a la cuestión de la pobreza y al establecimiento de nuevos pisos de derechos, además del debate sobre el rol de Estado y del diseño de políticas públicas que permitan quebrar el círculo vicioso de los programas de asistencia social focalizados, generalmente de corto plazo, que no sólo generan problemas de cobertura sino también irradian un manto de ilegitimidad a partir de las denuncias de su uso clientelar por parte de las autoridades municipales y provinciales, la mayoría de las veces asociadas al peronismo en cualquiera de sus variantes. Por otro lado, el mantenimiento del empleo precario e inestable, con bajas remuneraciones, sin cobertura social, que afecta en particular a los jóvenes y a las mujeres, con momentos de desempleo o subempleo, pero seguramente sin posibilidades de que el trabajo se convierta en un espacio de socialización e integración, tendencia que el gobierno actual busca revertir. En tercer término, una mayor desigualdad territorial (ya que estos procesos trazan líneas divisorias por provincias o regiones) que requiere una mirada reflexiva sobre los usos de los recursos públicos y el tema del federalismo. Finalmente y de no menos importancia es el colapso de la confianza en las elites políticas y dirigentes, pero también la falta crónica de alternativas que integren necesidades y aspiraciones de los sectores populares en el marco del funcionamiento de las instituciones democráticas. También veo una amenaza en la presencia de gobiernos pulpos que con sus tentáculos intentan borrar las fronteras entre gobernante, partido y Estado. Tal vez mantengo la utopía de que se puede conciliar libertad y justicia para borrar, aunque sea en su faceta más hiriente, los efectos de la desigualdad.

Otras expresiones de desigualdad

El trazado realizado hasta aquí es insuficiente si no planteara dos elementos más asociados con las desigualdades sociales. Uno de ellos se relaciona con el fenómeno de la inmigración. Hay aquí un recorrido que puede alimentar las lecturas más fatalistas del proceso histórico de largo plazo: Argentina se transformó de un país que atraía inmigrantes, en particular por el nivel de los salarios y por las posibilidades de ascenso social, en uno de expulsión de población. No sería difícil sostener esto si recordamos las imágenes de personas de todas las edades que abandonaban el país con la crisis económica y política de 2001-2002.

Sin embargo, no es este el argumento que quiero escuetamente plantear. Más bien, lo que pretendo destacar es que a principios del siglo XX la elite gobernante comenzaba a ver con ojos de preocupación la presencia de extranjeros (no mucho tiempo atrás pensaban que ellos serían los factores primordiales del cambio social), pues consideraban que el mantenimiento de lenguas, costumbres, tradiciones era un obstáculo para la construcción de una identidad nacional. Esa preocupación se convirtió en temor y rechazo cuando la protesta, a través de la repetición de las huelgas, en particular las generales, amenazaron, a juicio de los gobernantes, las bases mismas de la expansión económica. Sin embargo, a pesar del mantenimiento de sus identidades culturales, muchas veces como prótesis de memorias, sobre todo cuando el paso del tiempo iba sedimentando los elementos más abstractos y cristalizados de cada identidad cultural, los inmigrantes se unieron a las celebraciones patriotas como forma de mostrar la integración en el nuevo país. El debate sobre la presencia de extranjeros, sobre todo en el mercado laboral, se reactualizaba frente las fluctuaciones críticas de la economía. La preocupación sobre la inmigración ultramarina fue desplazada en todo caso por la migración de países limítrofes y la de la población del lejano oriente que bajo el nombre de chinos incluye también a los coreanos. En todo caso, el estado de desigualdad que vivían y vivieron muchos inmigrantes se hace palpable alrededor del trabajo, por eso las formas de explotación laboral más brutales pueden seguirse en los talleres de costura, que fueron objeto de denuncias públicas en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires.

El tema de las migraciones internacionales no debería solapar el intenso movimiento de la población nativa hacia las zonas que demandaban trabajadores, y si bien es cierto que a lo largo del tiempo se fueron modificando los centros de atracción, la región litoral, y sobre todo la gran ciudad de Buenos Aires, concentraron el mayor número de migrantes internos. Las migraciones internas están relacionadas con diversas desigualdades. En principio, la distribución diferencial de oportunidades laborales que transformó a los habitantes de algunas provincias en sujetos nómades, ya que se movían buscando trabajo en las cosechas de la región litoral, en la zafra tucumana, en la esquila, en la recolección de la vid, y hasta en el turismo cuando se expandieron estaciones balnearias como Mar del Plata. También se puede mencionar la persistencia de las desigualdades educativas, pues las migraciones y los magros salarios afectan la asistencia de los niños y las niñas a la escuela.

El otro elemento está relacionado con el lugar de los indígenas en los discursos sobre la nación. Para mí, ellos representan la cara conflictiva de la construcción de las narrativas nacionales. Habían sido conquistados y vencidos por las armas y aunque una extensa literatura analiza los fluidos intercambios culturales con las sociedades indígenas, sobre todo en el siglo XIX, lo cierto es que la conquista militar de los territorios los convirtió en asalariados, indiferenciándose de ese modo en el conjunto de los trabajadores. También fueron empujados a los márgenes en algunas localidades, y no voy abundar sobre la situación de pobreza en la cual viven muchos de ellos. En todo caso, lo que quisiera afirmar es que el lugar de los indios y su estado de desigualdad en el imaginario nacional es más débil en Argentina que en otros países latinoamericanos y que, sin duda, la reforma constitucional de 1994 reconoció ciertos derechos que invirtieron la carga valorativa de su identidad cultural.

Epílogo

Las desigualdades sociales de una sociedad compleja, dinámica y conflictiva, y las otras desigualdades, me permitieron pensar un camino posible para debatir un tema tan vasto. He dejado de lado el intento de realizar un balance historiográfico. Sin embargo, quisiera señalar que los círculos de las desigualdades y de las demandas por derechos, así como las expresiones culturales de los sujetos sociales, constituyen el centro de la historia social. La persistencia de las desigualdades sociales plantea numerosos interrogantes a la hora de pensar las formas y los contenidos de las instituciones y de las prácticas políticas articuladas alrededor de nociones importantes como república, democracia, ciudadanía, que la historiografía sobre el proceso abierto con la crisis revolucionaria de 1810 ha levantado. Queda, sin embargo, pendiente, el desafío de incorporar la dimensión social a la cuestión política.

No sólo eso, la heterogeneidad de sujetos y de prácticas que le dan el tono a las "desigualdades persistentes" fue acompañada por demandas de inclusión en las narrativas históricas y por la producción de sus propias narrativas. Desde esta perspectiva, se actualiza el interrogante que se formulara hace muchos años Natalie Zemon Davies cuando se preguntaba: ¿quién es el dueño de la historia? Esto nos plantea un conflicto como historiadores que abre a su vez un abanico de interrogantes y que nos coloca frente a otras incertidumbres que son las de nuestra profesión.

Notas

1 Dadas las características de esta presentación no incluyo la extensa literatura en la que me baso.

2 Aníbal Jarkowski, El Trabajo, Buenos Aires, Tusquets, 2007        [ Links ]

3 Diamela Eltit, Mano de obra, Madrid, Seix Barral, 2002.         [ Links ]

4 Véase también Cynthia Tompkins, "La somatización del neoliberalismo en Mano de obra de Diamela Eltit", en Hyspamérica, año 33, núm. 98, agosto de 2004, pp.115-123.         [ Links ]

5 DUso la palabra global para dar cuenta de procesos más amplios. Uno de los rasgos de las historiografías tradicionales ha sido pensar la Revolución como epopeya nacional; sin embargo estudios recientes han enfatizado la dinámica global que aunque dio origen a una "constelación de estados nacionales" remarcan que el proceso estaba profundamente interconectado en el continente y con los países europeos. Así aparece en parte de la literatura que la conmemoración del Bicentenario ha impulsado, por ejemplo en Ivana Frasquetr y Andrea Slemian (eds.), De las independencias iberoamericanas a los estados nacionales (1810-1850) 200 años de historia, Colección Estudios AHILA, España, 2009,         [ Links ] y en Marco Palacios (coordinador), Las independencias hispanoamericanas. Interpretaciones 200 años después, Buenos Aires, Norma, 2009.         [ Links ]

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