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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versión impresa ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.42 Buenos Aires jun. 2015

 

“A resistir la conquista”1. Ciudadanos armados en la disputa partidaria por la revolución en Bolivia, 1839-18422

Marta Irurozqui3

Artículo recibido: 12 de abril de 2013

Aprobación final: 19 de diciembre de 2014

Resumen

Mediante el estudio del periodo histórico que va desde la Revolución Restauradora (1839) hasta la consolidación nacional boliviana tras la batalla de Ingavi (1841), este artículo reflexiona sobre la compatibilidad democrática entre la violencia política y la legalidad constitucional. Para ello se interroga sobre cómo se construyó en la práctica el derecho/deber del pueblo a la revolución y cómo el recurso revolucionario institucionalizó socialmente instancias de autoridad. En respuesta se abordan, de un lado, el discurrir y accionar contextual y temporal de la figura del ciudadano armado a partir del litigio entre ejército y pueblo en torno a la representación de este último; de otro, la competencia partidaria por el modelo de Estado y el reparto de la autoridad en el mismo develada en la disputa sobre la legitimidad del acto revolucionario.

Palabras clave: Ciudadanía armada ; violencia constitucional ; revolución ; democracia ; Estado ; poderes ejecutivo y legislativo ; Bolivia

Abstract

This article analyzes whether political violence and constitutional legality were democratically compatible in Bolivia, during the period between “La Revolucion Conservadora” (1839) and “La Batalla de Ingavi” (1841). First of all, special attention will be paid to the public practice of the right to take up arms, and to the institutionalization of levels of authority through revolutionary actions. In addition, this article studies the principle of “armed citizenship” and its role in the dispute between the citizenship and the Army on a key question: the legitimate management and control of violence. On the other hand, this work explores political conflict over models of National State and the distribution of authority in order to examine political disputes around the “legitimacy of the revolutionary act

Keywords: Armed Citizenship ; Constitutional Violence ; Revolution ; Democracy ; State ; Executive and Legislative Powers ; Bolivia.

Aunque la fundación de la República de Bolivia con una demarcación geográfica correspondiente a la Real Audiencia de Charcas data de 18254, su afirmación territorial con una estructura estatal centralizada5 se sitúa historiográficamente el 18 de noviembre de 1841. Esa fecha corresponde a la batalla de Ingavi, que supuso la derrota del ejército invasor peruano del general Agustín Gamarra, y alude a una segunda y definitiva independencia o triunfo del proyecto soberanista boliviano en la medida en que a partir de ese momento quedaron desestimadas otras soluciones nacionales6. Durante ese periodo de 1825-1842 se sucedieron once presidencias, tres de ellas interinas, dos de facto y una provisional7. Si bien la unión de Bolivia y Perú había sido ya planteada en 1828 en clave de subordinación a partir de los esfuerzos anexionistas del general peruano Agustín Gamarra8, se debió al gobierno de Andrés de Santa Cruz el desarrollo de la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839). Su final tuvo lugar el 20 de enero de 1839 tras la derrota frente a las fuerzas chilenas en la localidad peruana de Yungay. La caída confederada no sólo fue resultado de la negativa de los países limítrofes –Chile y la Confederación Argentina- a tolerar una nación con Perú y Bolivia juntas y que podía llegar a incluir las provincias del norte argentino, sino también de la oposición de facciones políticas peruanas y bolivianas que preferían existencias nacionales independientes, la dirección de ambos territorios desde Lima, la agregación de diversas regiones y ciudades peruanas a Bolivia, o simplemente un cambio del titular del gobierno9. El disenso armado resultante de los distintos proyectos territoriales, intereses nacionales y posiciones partidarias movilizó militarmente a la población boliviana desde 183710 con la consiguiente activación de los fantasmas del conflicto emancipador entre la Audiencia de Charcas y el virreinato del Perú y de los corolarios ideológicos de la gesta independentista.

La naturaleza del consecuente proceso de militarización social constituye el objeto de interés general de este artículo en la medida en que su abordaje permite reflexionar sobre la compatibilidad democrática entre la violencia política y la legalidad constitucional11. Dada la envergadura del tema, la aproximación al mismo se centra únicamente en la simultánea construcción de la legitimidad y la deslegitimidad del acto revolucionario como opciones políticas en disputa. Ese contencioso no sólo apunta a una pugna partidaria –restauradores/liberales, crucistas/regeneradores y ballivianistas-, sino a la relación de ésta con la competencia entre los poderes ejecutivo y legislativo por el reparto de la autoridad en el Estado. Dos son las preguntas básicas que rigen el texto: ¿cómo se construyó en la práctica el derecho/deber del pueblo a la revolución o intervención armada en los asuntos públicos con el triple objetivo de resistir por la fuerza actos arbitrarios de poder, de protestar por las libertades perdidas y de eliminar aquellas fuerzas refractarias a los logros independentistas? y ¿cómo el recurso revolucionario institucionalizó socialmente instancias de autoridad?

Dado que el ciudadano armado era la figura que en la época personificaba constitucionalmente la legítima ejecución de la fuerza, la respuesta que va a proporcionarse contempla su discurrir y accionar contextual y temporal teniendo en cuenta la dicotomía entre ejército y pueblo en torno a la representación de este último. La conceptualización que se ofrece en este texto sobre ciudadanía armada está referida al ejercicio constitucional –al tiempo, deber y derecho- de la violencia por parte de la población para participar, gestionar y transformar el ámbito público12, dando lugar su encarnación por militares y civiles a una doble tipología: la pretoriana y la popular. Pese a su artificiosidad, ya que no se dio en la época una formalización verbal de la misma, su elaboración permite reflexionar sobre la convivencia o la incompatibilidad públicas entre distintas formas del uso legal de la violencia, sobre los proyectos políticos que representaban y sobre la temporalidad de los actores que podían ejercerla con legitimidad. En la pretoriana, la defensa de un orden originario vulnerado convertía a los oficiales del ejército de línea en los depositarios de las garantías del pueblo, haciendo figurar la potencia del nuevo soberano popular como una unidad orgánica y visible frente a las amenazas interiores y exteriores. En la popular, eran los civiles quienes apelaban al derecho de resistencia del pueblo frente al despotismo y quienes ejercían la fuerza tanto desde instituciones jerarquizadas -las guardias nacionales, las guardias cívicas, las milicias, los ejércitos auxiliares indígenas o las sociedades secretas- como desde una asociación espontánea o no formalizada13. La legalidad constitucional y la legitimidad social del recurso a la revolución, encarnado en la ciudadanía armada, se apoyaba en una comprensión del sistema representativo boliviano14 en la que la titularidad y el ejercicio del poder no se percibían divididos como hoy en día, aunque se admitiese que funcionarios electos a través de comicios periódicos asumieran la representación de sus intereses y/u opiniones en el marco del imperio de la ley. Es decir, los pueblos o el pueblo se sentían titulares originarios de la soberanía y por lo tanto autorizados en todo momento a ejercerla reapropiándosela15. Consecuencia de lo anterior, en las primeras décadas republicanas primó una modalidad democrática no limitada al voto, que no cedía a los elegidos/facciones/partidos una intermediación y una representación plenas gracias al ejercicio de los principios de deliberación y vigilancia permanentes de los asuntos públicos y del derecho de petición ejecutado colectiva e individualmente, y que reconocía el recurso del pueblo a la revolución. Esa concepción explicaba que en la época dicho régimen representativo se tipificase de dos modos: “democracia pacífica y democracia armada”16. La primera estaba referida a las transformaciones del orden político por parte de la sociedad a través de los comicios populares, las asociaciones, la prensa o los escritos de petición. La segunda hacía mención al poder marcial desplegado por el pueblo cuando la ley en tanto expresión de su voluntad soberana era vulnerada.

El estudio de la disputa política por la revolución a partir del ciudadano armado en un contexto en el que la sociedad era pensada como instituyente se ha dividido en tres partes que corresponden al periodo que va desde la batalla de Yungay hasta la de Ingavi. La primera alude a la acción del bando restaurador dirigido por el general José Miguel de Velasco para deslegitimar al gobierno de Santa Cruz a partir del principio de tiranía. La segunda etapa se centra en la ofensiva rebelde del general José de Ballivián contra el gobierno de Velasco y la descalificación gubernamental de la acción armada del primero a partir de identificar el espíritu de partido con la anarquía. Y la tercera hace referencia a la coyuntural unión entre ballivianistas, velasquistas y crucistas contra el proyecto del presidente Gamarra de reconquistar a Bolivia como provincia del Perú.

La revolución contra la tiranía de Santa Cruz

El 9 de febrero de 1839, en nombre de la “restauración política de Bolivia”, el general Velasco lideró una revolución contra el crucismo, el proyecto político del mariscal Santa Cruz de la Confederación Perú-Boliviana. En consonancia con el artículo 80 de la Constitución de 1834 que preveía el derrocamiento de un presidente “por una revolución o por un motín militar”17, el argumento esgrimido para arrogarse el derecho y el deber de hacerlo se basó en que el pacto entre el gobierno y el pueblo estaba roto porque el primero se había tornado en una tiranía, con lo que el segundo quedaba librado de su consentimiento. Calladas las leyes, impedida la deliberación del Legislativo mediante decretos presidenciales y perseguida la libertad de opinión, la patria solo podía “recuperar su libertad, su honor y sus garantías” mediante el recurso a la fuerza18. Esa explicación redundaba en la comprensión del vocablo revolución como la restauración del orden constitucional nacido de la independencia nacional y no como un cambio de régimen a partir de un hecho violento, constituyendo esa operación un acto político que no implicaba una transformación social, aunque la misma pudiera producirse a consecuencia de lo primero19. Además, aunque la revolución podía dar lugar a una guerra civil, no era sinónimo de ésta en la medida en que su razón de ser era actuar contra la tiranía sin generar anarquía. Como el peligro de las revoluciones no radicaba en ponerse de acuerdo para destruir un gobierno, sino en no coincidir en el modo de reemplazarlo, era imprescindible mantener, tras el pronunciamiento, un protocolo institucional que combinara el proceso electoral con la actividad de las Cámaras20. La revolución así entendida, y en tanto expresión del poder constituyente de la sociedad invocado como derecho21 por la facción de Velasco, mostraba, de un lado, la imposición temporal de la democracia armada sobre la democracia pacífica y, de otro, la centralidad del ciudadano armado como el legítimo sujeto del ejercicio de la violencia en la disputa política.

¿Quiénes componían el pueblo desafecto al pacto que se armaba para deponer al tirano? Dado que la resistencia de los países vecinos a la Confederación había obligado a la organización de ejércitos de línea que combatían en batallas internacionales, la oposición interna a la misma y a favor de la causa de la libertad nacional estuvo materialmente ejercida por los mandos militares del Ejército Restaurador (anteriormente fuerzas del Ejército del Centro y Ejército del Sur de la Confederación). Se asumieron como portavoces y detentadores de la soberanía popular gracias a que su capacidad de organización de las fuerzas de combate les hacía responsables de la reconquista de la independencia de Bolivia, vulnerada tanto por el proyecto confederado de Santa Cruz como por los extranjeros chilenos, argentinos y peruanos “invasores de su territorio y de sus derechos”22. Pero la revolución por la causa nacional liderada por el ejército no sólo suponía la restauración del orden logrado contra España, sino también la del sistema representativo nacido de la fundación republicana y posteriormente amordazado por el irrespeto constitucional de Santa Cruz a la Representación Nacional. La prueba residía en haber gobernado mediante decretos que disminuían las funciones del Legislativo23, lo cual, sumado a las facultades extraordinarias adquiridas para enfrentar la guerra, había terminado por convertirlo en usurpador de poderes constitucionales24. Esa imputación mostraba que la Restauración, aunque ejecutada por cuerpos militares, había sido orquestada en comunidad con una mayoría de la representación boliviana desafecta a la fórmula presidencialista de la Carta provisional de la Confederación, o Pacto de Tacna25. A través de la gesta revolucionaria del 9 de febrero, los miembros del Congreso buscaban atribuirse una posición preeminente en el ejercicio del poder nacional en tanto legítimos depositarios de la soberanía del pueblo –conjunto nacional - y de los pueblos –conjunto de territorios con soberanías jurisdiccionales- y, en consecuencia, promover una relación de equilibrio entre los tres poderes que impidiera un Ejecutivo autocrático o cesarista que utilizara al Legislativo para consolidar sus decisiones.

En consonancia con lo anterior, como el inicial pronunciamiento del ejército se vinculaba a la voluntad popular y se hacía para devolverle su voz al pueblo tiranizado, la acción militar debía obtener un formalizado referendo civil. Ello conllevó dos actuaciones consecutivas: en primer lugar, las fuerzas pronunciadas a favor de la Restauración justificaban su proceder en el hecho de estar compuestas “de ciudadanos armados y no de meros instrumentos del poder”26; esto es, los soldados del Ejército Restaurador no eran soldados de línea, sino sujetos deliberantes que gracias a ello podían expresar la opinión del pueblo; y, en segundo lugar, la legitimidad de los pronunciamientos militares sólo era posible si iba acompañada de pronunciamientos civiles27 en los distintos departamentos del país a cargo de los prefectos, gobernadores y jefes de policía. Los periódicos El Restaurador, El Cóndor de Bolivia, El Cóndor Restaurado y El Constitucional28 han recogido los bandos hechos a lo largo del mes de febrero de 1839 a “los ciudadanos de todas las clases” para que concurriesen al salón del Congreso, de la prefectura o del municipio, “a discutir y resolver sobre el actual estado político de la República” y emitieran actas de pronunciamiento en los departamentos de Potosí, Oruro, Chuquisaca, Cochabamba y La Paz, la provincia de Tarija e incluso los departamentos de Cuzco y Arequipa. Los contenidos de dicha prensa, alusivos a la actividad organizadora de la autoridades y a las reacciones de la población a la misma, redundaban en cómo el voto nacional emitido en sus capitales, “con el santo objeto de recobrar la calidad de ciudadanos libres”, era secundado por “los empleados, patricios notables y vecinos” de las cabeceras de provincia, circulando el acta de pronunciamiento para que fuese ratificada entre el resto de la población a través de los corregidores, párrocos y jueces de paz. Asimismo, en cada departamento “el prefecto, las corporaciones, los empleados de la ciudad y padres de familia” se reunían para elegir a las personas responsables de las funciones ejecutivas de un modo provisional. Todas las declaraciones militares y civiles en contra de que “la gran Bolivia sea una provincia del Perú”, a favor de derrocar la Confederación y de deponer a Santa Cruz por tirano fueron remitidas finalmente al Congreso. Esa doble acción de la población civil en “el acto solemne en el que los pueblos recobraban sus derechos”, de, por un lado, pronunciarse en unión con sus “conciudadanos armados” y aceptar también tomar las armas, y, de otro, dotarse de nuevas autoridades elegidas mediante juntas populares, implicaba que, aunque la iniciativa bélica contra la Confederación era gestionada por los mandos del Ejército Restaurador, la delegación provisional de soberanía que se le había hecho en tanto brazo armado del pueblo debía retrotraerse a los representantes de éste29. La legitimidad de la revolución restauradora radicaba, así, en devolver al Congreso su poder mediante la acción armada del pueblo encarnado en el ejército, cuya conducta debía estar siempre parametrada por la Constitución.

Una vez reunidas las distintas actas populares de expresión de la soberana voluntad nacional -“el decidido pronunciamiento de la opinión en todas partes a favor de la independencia del país”30-, Velasco aceptó la autorización de los pueblos para asumir la reorganización de la República. La estrategia para llevarla a cabo se estructuró en torno al principio de tiranía, representado por Santa Cruz y defenestrado por la acción democrática del pueblo en armas encarnado en el Ejército Restaurador. Bajo el principio de que “destruir tiranos” no era acabar con la tiranía, porque “las revoluciones pueden ejecutarse con dicha pero rara vez conducirse y terminarse con acierto”31, Velasco sujetó su actuación gubernamental al procedimiento constitucional de 1831 que reconducía la excepcionalidad bélica por la vía representativa. Tal actuación, que redundaba en el liderazgo del Congreso en el desarrollo de la Restauración, se concretó en tres acciones.

La primera consistió en fijar la reunión de un congreso general constituyente, con miembros elegidos tras la celebración de juntas parroquiales, provinciales y departamentales y responsables de redactar una nueva Constitución y de nombrar a un “presidente provisorio” 32. Velasco fue designado como tal el 10 de marzo, quedando por la Ley del 18 de junio de 1839 establecidas sus atribuciones y límites. La Representación Nacional, tras dictar la Ley del 27 de agosto de 1839 que declaraba sin valor los decretos y resoluciones dados por los Congresos Extraordinarios de La Paz, Tapacarí y Cochabamba en los años de 1835 y 1838, sancionó el 26 de octubre de 1839 la nueva Constitución. En ésta, los parlamentarios demostraban haber tomado conciencia de su importancia institucional. Además de establecer muy claramente los casos en los que se otorgarían facultades extraordinarias al presidente para evitar un gobierno dictatorial, reglamentó con especial cuidado la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, fortaleciendo, aclarando y aumentando las funciones del último, como lo mostraba el hecho de que el primero no pudiera disolver las Cámaras, o de que la elección de los miembros del Consejo de Estado recayera en el Congreso, a partir de una lista propuesta por cada Departamento. También afianzó el carácter colegiado e independiente de los representantes y senadores frente a otras instancias de poder al determinarse, por un lado, que tenían el carácter de tales por la Nación, y no por las provincias, departamentos o cualquier otra institución que representaran: y, por otro, que no eran responsables ante ninguna autoridad por las opiniones que vertieran mientras ejerciesen sus funciones33. Finalmente, la declaración de Chuquisaca, con el nombre de Sucre como capital propietaria (no provisional) de la República, expresó simbólicamente la apuesta constitucional por una república parlamentaria en vez de por una presidencialista en la medida en que su elección frente a otras ciudades del país reconocía su tradición institucional en precautelar las libertades ganadas contra los avances tiránicos34.

La segunda medida buscaba deslegitimar el poder del bando crucista a través de dos tipos de movimientos. Por un lado, se persiguió a sus partidarios mediante decretos como los del 22 de febrero y el 5 de marzo, que ordenaban la separación de sus empleos y destinos de aquellos que simpatizaran con el gobierno vencido, a fin de evitar que promoviesen la guerra civil o entorpecieran la regeneración de la patria. Por otro, se organizó un juicio nacional al ex presidente y a los altos funcionarios comprometidos en su gobierno bajo la acusación general de sumir a Bolivia “en vergonzoso vasallaje” y de estar rodeado de “serviles y bajos representantes”35. En noviembre de 1839 el Congreso consideró “justa y legítima la destitución que los pueblos” habían hecho en febrero del Vicepresidente Mariano Enrique Calvo y de los ministros Andrés María Torrico y Otón Felipe Braun36. Considerado Santa Cruz culpable de los delitos de traición y de usurpación, y establecida su responsabilidad pecuniaria por haber disipado los fondos del Tesoro, fue declarado insigne traidor a la patria, indigno del nombre de boliviano, borrado de las listas civil y militar de la República, y puesto fuera de la ley en el momento en que pisase el territorio de la misma. Aunque las razones aducidas por los diputados fueron doce, la acusación básica consistió en haber eliminado la existencia nacional de Bolivia por medio de la Confederación. Tal decisión no solo había conducido al país a guerras contra Chile y la Confederación Argentina, sino que la amenaza bélica le había procurado investirse de facultades extraordinarias ilimitadas, que comprometían la libertad y progreso del país, además de hacerlo sin permiso del Congreso ni del Consejo de Estado37. El mayor delito de Santa Cruz había sido, entonces, su transformación en un tirano que como tal delinquía contra la Constitución. Pero ¿qué tipo de tirano era?

La defenestración de Santa Cruz se asentó en tres imágenes que implicaban un retroceso civilizatorio: Santa Cruz monarca, Santa Cruz cacique indio y Santa Cruz virrey peruano. Respecto a la primera se argumentaba que su aspiración a tornarse en rey le había llevado a ejercer de legislador38, y como tal a usurpar las facultades del Legislativo y a otorgar a los tradicionales cuerpos intermedios -los cabildos- facultades políticas que suponían el renacimiento de prácticas coloniales39 a las que ya se había opuesto el mariscal Antonio José de Sucre40. Ello había sido acompañado de la parafernalia monárquica de tratamientos, honores, medallones, ropajes y bastones con que halagar y adornar a una suerte de aristocracia que subrayara la potestad de Santa Cruz para tutelar al pueblo y tornarlo en vasallos. Respecto a la segunda imagen, se dijo que el proceder autocrático de Santa Cruz provenía de su linaje de cacique de Guarina41, significando su gobierno no sólo una pérdida de los derechos que la gesta criolla contra España había conquistado para la población nativa, sino la conversión en indios de todos los habitantes de la Nación. Mediante la contraposición de dos tradiciones autoritarias -la española y la prehispánica-, frente a la tradición republicana representada por la hazaña emancipadora, Santa Cruz aparecía como un traidor a la misma. Al hacerse heredero de monarcas y caciques había despertado hábitos públicos contrarios a la virtud ciudadana como “la embriaguez y la pereza” de la colonia y, con esa vuelta al pasado, impedido que en Bolivia pudiesen desarrollarse instituciones apropiadas para alcanzar las promesas de prosperidad y civilización. Por último, respecto de la imagen de Santa Cruz como virrey, la Confederación era el trasunto del virreinato del Perú que, con Abascal, Pezuela y La Serna, había sofocado las legales y legítimas ansias autonomistas de la Audiencia de Charcas42. La Ley marcial de 1837 había sido un nuevo instrumento para el mismo fin: despojar a los bolivianos de su nacionalidad y, por tanto, de su capacidad de darse leyes para gobernarse, retrotrayéndolos al periodo prenacional de sumisión al Perú43.

La tercera decisión tomada por el gobierno de Velasco para que la revolución restauradora se canalizase por la vía representativa estuvo referida a la conversión del ejército en una entidad ajena a la lucha política. Si Santa Cruz monarca, cacique y virrey representaba la muerte de la patria boliviana, el Ejército Restaurador la había hecho renacer. Pero ello sólo podía mantenerse mientras la potestad soberana temporal que éste había aceptado fuera depositada en las instituciones representativas. Dadas las guerras abiertas con Chile y Argentina, las exigencias de paz peruanas y la conspiración de los crucistas, existía el riesgo de que el ejército se asumiera permanentemente como pueblo y no dejase a éste recobrar su soberanía. Para evitarlo, Velasco inició dos acciones que pueden interpretarse como el desmantelamiento de la ciudadanía armada pretoriana para sustituirla por la ciudadanía armada popular: despolitización del ejército y fortalecimiento de las guardias nacionales. Ello no debe interpretarse como una confrontación entre una noción del Estado basada en la autoridad del ejército y otra sustentada en las milicias44, sino como un esfuerzo por evitar la transformación del primero en una suerte de partido militar que resolviera la lucha política.

Aunque el Ejército Restaurador había actuado como un cuerpo protector de la ley al reconquistar la libertad independentista, de cara a una pacificación duradera de la República de Bolivia ello no bastaba. Las sublevaciones en la primera década de vida independiente y las guerras de la Confederación habían mostrado los riesgos de la institución marcial si ésta era gestionada por una administración corrompida, que hacía el juego a las ambiciones de los partidos o se plegaba a los deseos personales de un presidente de facultades extraordinarias. Para neutralizar ese posible uso unilateral o una autogestión corporativa del conflicto, era preciso que dejase de ser un cuerpo deliberante capaz de representar la opinión pública. La solución estaba en que el ejército de línea sólo debía estar sujeto a la ley constitucional en calidad de defensor de “la tranquilidad interior y la paz exterior”, residiendo la mejor manera de lograrlo en despolitizarlo y en profesionalizarlo45. Lo primero radicaba en que sus miembros renunciaran a comportarse como ciudadanos, mientras lo segundo haría que estuviesen mejor formados y pagados, y por tanto menos tentados a seducciones ajenas46. No se trataba de negar la importancia del estamento militar en la creación nacional de Bolivia, sino de anclarla temporalmente en un único acto fundacional con el fin de desmantelar lo imprevisible de su movilización grupal. Con ello se replanteaba el principio de seguridad consagrado por la Constitución47, referente al recurso de la población a las armas para la defensa de su derecho imprescriptible a la conservación de sus vidas, haciendo que la premisa republicana de una ciudadanía siempre alerta recayera únicamente en la población civil. Pero su deber/derecho a recurrir a la fuerza y tornarse en el pueblo en armas se concebía orquestado a través de otra institución: la Guardia Nacional48. Concebida en términos de cooperación y defensa vecinales, pertenecer a ella daba prestigio y peso locales a sus miembros, en su mayoría artesanos, comerciantes y empleados públicos. Con capacidad de definir su jerarquía y jefaturas, éstos en ningún caso estarían sujetos al mando militar sino al de autoridades civiles o políticas, aunque colaborasen con el primero49, siendo considerada su actuación oficial y oficiosa expresión de la opinión pública, de manera que cuando colaboraban con las autoridades correspondientes éstas tenían de su lado a la ley50. Esta medida de reorganización del ejercicio de la fuerza no fue contraria a que el pueblo en armas se manifestase de modo coyuntural y espontáneo; de hecho la normativa referente a que el derecho de petición era individual y no se podía hacer en nombre del pueblo más que una desmovilización armada de la sociedad buscaba un mayor control sobre la misma en lo relativo a la organización de pronunciamientos. Asimismo, la formalización de la presencia civil armada en un cuerpo público apuntaba tanto a promover su eficacia bélica de defensa comunitaria, como también a dejar fuera de la misma a sectores cuya contribución al bien común se concebía en términos económicos y fiscales, favoreciéndose de modo paralelo disposiciones que eximían del servicio de enrolamiento en el ejército y en la guardia nacional a los individuos dedicados al laboreo en minas51.

La anarquía revolucionaria

Los temores de Velasco en torno a la intervención partidista del ejército se materializaron en breve. El 7 de julio de 1839, el general José Ballivián, uno de los principales líderes y artífices de la Restauración, se rebeló contra el gobierno con el apoyo de diferentes unidades del ejército acantonadas en La Paz, Oruro y Cochabamba y se declaró presidente de la República. Las razones aducidas fueron la consideración de ser ignominiosos los tratados con Perú, así como improcedentes las felicitaciones hechas al ejército chileno vencedor en Yungay. Estas acusaciones fueron acompañadas de insinuaciones que tildaban al Congreso de ser una mayoría amordazada por la opinión de una minoría o “club de malvados”, a la que imputaba el crimen de vender el país al extranjero y silenciar la opinión popular52. Aunque con tales argumentos Ballivián descalificaba el mandato de Velasco, los diputados no veían en el levantamiento un mero deseo de sustitución presidencial, sino sobre todo la voluntad de cambiar la relación de poder entre el Ejecutivo y Legislativo nacida de la Restauración. Como prueba de su potestad, en las sesiones desarrolladas desde el 12 hasta el 24 de julio dieron por sentada la legitimidad de su liderazgo en la resolución del conflicto e interpretaron lo sucedido como una ocasión de autoafirmación institucional en su función de “Representantes del pueblo” cuya legitimidad provenía de la opinión pública53. El resultado fue una serie de disposiciones legales que deslegitimaban, condenaban y castigaban la acción de Ballivián bajo la acusación general de pronunciarse contra la Representación Nacional y el gobierno que los pueblos habían elegido, de lo que el sublevado había dado prueba al declarar faccioso al Congreso54. Al subrayar la centralidad de la afrenta al mismo, los diputados defendían su fortaleza en el diagrama del poder nacional. Según el mismo era su deber facultar la ampliación coyuntural de las competencias del Ejecutivo. Esa operación no implicaba darle mayor autoridad, sino reafirmarlo como el brazo ejecutor de la actividad normativa del Legislativo, de manera que la gestión presidencial estaría supervisada y dirigida por éste en todo momento. Bajo ese espíritu de subordinación y en conformidad con el protocolo de la Constitución de 1831, Velasco fue investido de poderes extraordinarios para que pudiese actuar con contundencia contra los sublevados y hacer efectivas las decisiones dictaminadas contra ellos por el Congreso. Estas fueron de doble índole: punitivas -castigos públicos- y propagandísticas -movilización popular mediante proclamas.

De un lado, los diputados señalaron a la ley como el remedio a los males que amenazaban a la Nación, viéndose a sí mismos como la espada de la misma y por tanto portadores de una fortaleza superior a la de “todos los ejércitos”. En virtud de sus potestades consideraron que Ballivián había cometido el crimen de “sumir de nuevo al Estado en la esclavitud” al no reconocer sus leyes. Pero su delito era mayor que actuar como discípulo del virrey La Serna y cómplice de Santa Cruz55 y pretender la tiranía. Como su estrategia para ganar consistía en enfrentar al Departamento de La Paz con el resto de la Nación, había vulnerado la dignidad de los representantes del pueblo sólo por pensar que alguno de ellos podría prestarse a secundar sus “planes liberticidas”56; y lo que aún era más grave, había puesto en “riesgo la independencia de la patria” con una posible guerra civil que deviniera en anarquía. Identificada la unidad nacional con un apoyo unilateral a la Restauración, la opción partidaria de Ballivián era la de los “viles ambiciosos o ingratos demagogos” que buscaban “engañar [a] los pueblos, aprisionar la opinión de ellos, para después disponer de éstas a su antojo y en pro de su utilidad y engrandecimiento personal”57. La consecuente decisión del Congreso de llamarlo “soldado inmoral y parricida”, declararlo traidor y ponerlo fuera de la ley se hizo extensiva a los cómplices que había “logrado alucinar con mil arterías como a incautos” y que en el plazo de ocho días no renunciasen a su proceder y abandonaran “el pabellón de la discordia”58. La sanción de esa ley punitiva fue acompañada de un debate sobre la pertinencia de llegar a un acuerdo con el sublevado si éste desistía de sus planes. Sin embargo, se desestimó esa opción con un triple argumento: cuestionaba la idea de unidad legislativa en el Congreso; lo mostraba débil, víctima propicia de nuevas rebeliones gracias a una política de impunidad del delito; y ponía en tela de juicio su autoridad legisladora por avenirse a tratar con “un delincuente”. Se resolvió, en consecuencia, que ante la amenaza de anarquía era preferible una guerra “en nombre de la santa causa de la Ley” y en defensa de “la causa de los pueblos y de su soberanía”59. Con esa decisión, las fuerzas lideradas por Velasco bajo la dirección del Congreso no sólo se asumían animadas por “el fuego sagrado” de 25 de mayo de 180960 y reencarnación de las que se opusieron al despotismo español. Esa declaración de libertad y de resistencia a la fuerza militar de Ballivián hacía equiparable la acción del Congreso con la de las Cortes españolas de 1810 y su “heroica resistencia al formidable poder de Francia”, siendo descrita su posición como la de “la santa libertad contra el más vil despotismo”61.

Por otro lado, el parricidio de la nación del que se acusaba a Ballivián no sólo era intolerable para el Congreso porque implicaba “disolver[lo] y anular[lo]” mediante una sublevación, sino también porque avivaba las “discusiones domésticas” de los pueblos y del pueblo, llevándoles a olvidarse de la Patria como conjunto y dejarla, así, vendida a “cualquier ejército extranjero” que pretendiera invadirla. La consecuente determinación del Congreso sobre que la sublevación no había sido un acto revolucionario, sino uno de puro resentimiento y ambición personales por no haber sido nombrado Ballivián vicepresidente, mostraba a esta institución como fuente de derecho que desautorizaba al ejército a arrogarse la voluntad soberana de la Nación sin su consentimiento. Por ello, además de haber puesto fuera de la ley a los sublevados, los diputados debían mostrar su autoridad representativa procediendo a organizar la participación armada de los bolivianos, porque eran ellos quienes realmente constituían “el terrible muro del orden, de la obediencia a las leyes y de respeto a las autoridades” y quienes tenían que eliminar “el cáncer”62. En consonancia, el Congreso encargó al presidente del mismo, José Mariano Serrano, la redacción de dos proclamas: una dirigida al pueblo boliviano y otra al ejército.

El objetivo de ambas era la movilización de la población para que se alzase “en masa a destruir al ingrato y desnaturalizado que levanta el puñal parricida para hundirlo en el seno de la patria”. Para garantizar ese propósito de adhesión popular y evitar que tal fuerza fuera favorable a los sublevados, las proclamas fueron voceadas por la prensa y llevaron estampados los nombres de todos los diputados. Su firma garantizaba que cuando fuesen vistas y leídas en los distintos departamentos, sus habitantes conociesen cuáles eran las posiciones de sus representantes y los secundaran en su actuación. Esa convergencia en la figura del Congreso de los liderazgos departamentales de los diputados posibilitaba la actuación del mismo como una unidad soberana indivisa, aglutinadora de las soberanías regionales y locales, y transfiguradora en nación de los pueblos que la constituían63. Bajo su responsabilidad y tutela, el Congreso convocó marcialmente a toda la población: a la organizada en cuerpos como la guardia nacional, y a la que se unía espontáneamente a la causa constitucional de la Restauración. Con ello, no sólo se reforzaba el proceso de sustitución de la ciudadanía armada pretoriana por la popular, sino que se ampliaba progresivamente la naturaleza de sus componentes. Mientras en unas circulares se exigía que todos los habitantes demostrasen su patriotismo presentando “armas blancas y de chispa” para armar con ellas a “la guardia nacional para la que no alcanzan los fusiles del Estado”, en otras se señalaba “que los pueblos” que estimaban su dignidad y su libertad debían tener “en casa el fusil y la lanza, y cuidarlos con el mismo esmero con que se cuida un arado o los instrumentos de taller”, porque para los bolivianos “la necesidad de comer y la necesidad de tener patria y leyes” era la misma. Esto es, la participación armada de la población debía canalizarse a través de la guardia nacional, pero ello no impedía que en tiempos de emergencia se colaborase al margen de los cuerpos organizados64.

El combate contra “el monstruo” Ballivián debía hacerse en unión con “los bravos del ejército”65. A los “Soldados del Ejército Nacional” la proclama del Congreso les recordaba que no ceñían la espada para sostener “la inmunda y ponzoñosa raza de tiranos” o a aquellos cuya legitimidad no procedía de las urnas. Si en el pasado habían sido los responsables de conformar el ejército de la Restauración y arrojar “al malvado Santa Cruz” por atentar contra “la libertad sagrada de la Patria”, ahora debían obedecer a los “Representantes de la Nación” para mantener un legado “de leyes saludables y una carta fundamental”. Y la preservación de Bolivia como “pueblos libres” consistía en detener “la carrera del crimen” de Ballivián. Éste, al igual que Santa Cruz exponía a Bolivia a “ser devorada por sus mismos hijos, entre las fauces de la anarquía o verse presa de los extranjeros”. Como eso significaría el fin de Bolivia en tanto territorio nacionalmente independiente, los soldados, “hijos del orden, sus bravos atletas”, solo podrían despedazar esa hidra devoradora yendo al campo de batalla bajo el dictado constitucional del Congreso o “voz unísona de toda la Nación” y “a las órdenes del Jefe Nacional y los dignos Generales que sostienen la causa de la ley”. Eran “soldados del orden y de las leyes” y como tales solo podían contribuir a la “gloriosa restauración” obedeciendo a la Representación Nacional reunida. La guerra contra el parricida de Bolivia se tornaba, así, no solo en un acto de reconquista de la independencia nacional. Era también un acto a favor de la hegemonía institucional del Congreso en la gestión política de nación. El uso de la violencia por parte de la población y el ejército contra Ballivián restauraba el orden instaurado en 1825, haciendo posible nuevamente el imperio de la ley66.

La tarea discursiva y movilizadora del Congreso discurrió en paralelo con el proceso de pronunciamientos militares y civiles a favor de Ballivián. Tuvieron una corta vida, ya que a medida que se materializaba la derrota militar del general se fueron tornando en reuniones públicas en las que la población se deslindaba de los rebeldes y nuevamente mediante actas se sometía a los poderes constituidos67. Ante esas respuestas populares, Ballivián se refugió en Tacna y desde allí continuó su conspiración contra el gobierno que dio lugar al motín del batallón Legión Boliviana la noche del 23 de noviembre de 1840. Tras su descalabro, sus integrantes fueron condenados a diferentes penas –muerte, confinamiento, azotes y quintada- por turbar el orden público, atentar contra la estabilidad de las instituciones y el gobierno legítimo y perpetrar robos y otras extorsiones “propias de la soldadesca inmoral y enfurecida”. La correspondencia intercambiada del 24 al 27 de noviembre de 1840 entre la Prefectura y Comandancia General de la Fortaleza de Oruro y el ministro de Estado en el despacho de Guerra, Luis Lara, contenía diferentes circulares y proclamas que incidían en la necesidad de poner límites a la presencia del ejército en una revolución. Por un lado, estaba la envergadura del castigo impuesto a los sublevados. Sus objetivos eran dos: que la alianza para “anarquizar el país” entre los crucistas y los ballivianistas no se extendiera a otras localidades; y que los soldados no vieran en la sublevación un negocio de promoción personal y una salida a sus disconformidades y resentimientos laborales. Por otro, se insistía en la subordinación de los soldados al orden constitucional representado por “los patriotas que dirigían los departamentos” y a “los virtuosos y ejemplares representantes”. Solo la obediencia a las instituciones y leyes les podía hacer ser reconocidos en la celebración del primer aniversario de la Restauración como sus fundadores, “los conquistadores de la paz “, “el antemural de la independencia” contra la usurpación y el envilecimiento de una patria. Con la insistencia en que el ejército de línea debía permanecer al margen de la política también se conminaba a los ciudadanos a armarse y a hacerse responsables del sofocamiento de los motines cuartelarios. Mediante la fórmula retórica de “ciudadanos, amigos y soldados” se instaba a todos a unirse al orden legal para sostener las libertades públicas: a unos mediante la obediencia institucional y a otros a través de la permanente vigilancia ciudadana, siendo para las operaciones de defensa común “cada chuquisaqueño un soldado y cada soldado un héroe ávido de gloria”68.

Mediante el argumento de que la revolución restauradora había violado “las leyes y los derechos de todos los ciudadanos”, además de haberse enajenado la voluntad popular con sus actos de humillación ante los vencedores de Yungay, los crucistas también se reorganizaron para recobrar el poder. El 16 de junio de 1841, bajo la dirección del general Sebastián de Agreda, el comandante del batallón 5º coronel José María Gandarillas y el edecán del presidente Gregorio Gómez de Gotilla apresaron a Velasco en el palacio de gobierno de Cochabamba. El golpe se hizo en nombre de la Regeneración y a favor de Santa Cruz. Se produjeron pronunciamientos del vecindario cochabambino y paceño a su favor, con la consiguiente destitución de autoridades afines al gobierno. Las manifestaciones de apoyo a los crucistas continuaron en otras capitales departamentales como Santa Cruz, siendo en Sucre donde Agreda nombró presidente al mariscal, cuyo retrato fue sacado del Congreso en brazos de los ministros de la Corte Suprema de Justicia, Narciso Dulón y José Santos Cabrera. En ausencia del líder crucista, que continuaba exiliado en Guayaquil, la jefatura de la revolución fue asumida por el ex vicepresidente Calvo que regresó a Potosí desde su destierro en Jujuy. El golpe crucista a Velasco fue también aprovechado por los seguidores de Ballivián para nombrarlo presidente a través de sus clubes políticos en Potosí, Sucre y Santa Cruz. Los enfrentamientos entre ambas facciones se resolvieron en favor de los crucistas, quienes en las actas de los pronunciamientos de las capitales de departamento y de sus respectivas provincias volvieron a definir lo sucedido contra Velasco no como un motín militar, sino como un movimiento iniciado por el heroico y virtuoso departamento de Cochabamba y secundado por los demás a favor de la causa constitucional de 1834: “la República toda ha derrocado a Velasco” 69.

Tras el derrocamiento presidencial, las Cámaras quedaron en receso a la espera de las medidas del nuevo gobierno, que volvía a hacer vigente la capacidad del Ejecutivo de disolverlas. Para hacer prevalecer la legalidad de la Constitución de 1839, desde Jujuy Velasco envió a la Corte Suprema de Justicia una nota fechada el 14 de julio de 1841 en la que no sólo protestaba ante esta institución por el motín militar sufrido en Cochabamba, sino para que la misma hiciese respetar la norma constitucional que convertía en presidente provisorio de la República al presidente de la Cámara de Representantes. Aunque la respuesta apoyó la causa constitucional de 183470, el argumento de Velasco a favor de que la sucesión legal residía en la Representación Nacional, su posterior reorganización militar en el sur y el reconocimiento meses más tarde por parte del Congreso del liderazgo de Ballivián, pese a declarar a la vez insubsistentes las constituciones de 1834 y 1839, fueron hechos que apuntaban a maniobras de los diputados en diversos frentes para mantener su centralidad institucional. Pese a ello, hasta el 18 de noviembre de 1842 no volvió a convocarse una Convención71.

La batalla de Ingavi y la independencia de Bolivia

Mientras gobernaba Velasco, el presidente del Perú, Agustín Gamarra, había permitido a Ballivián conspirar desde Tacna porque la inestabilidad política boliviana le convenía en las negociaciones de paz. Sin embargo, el triunfo de los crucistas despertó el fantasma de la Confederación, por lo que optó por combatirlos dando a Ballivián auxilio pecuniario para sostener tropas y favoreciendo que, bajo la protección del prefecto de Puno, entrara en Bolivia con el objetivo de “evitar la guerra continental” y “el espantoso desorden que se ha introducido en el ejército y los pueblos en donde todos mandan y ninguno obedece”72. Ello fue impedido por la comandancia militar de la frontera norte el 21 de junio de 1841, siendo obligado Ballivián a retroceder de nuevo a Perú. A partir de ese momento se inició un proceso de altercados verbales y correspondencias varias entre las autoridades fronterizas de ambos países que se completó con motines cuartelarios develados e incursiones repelidas por la guardia nacional de Copacabana ayudada “por una gran multitud de indios”73 y por las partidas de los coroneles crucistas Mariano Santander y Manuel Isidoro Belzu74. Durante toda esta etapa, a la acusación del depuesto gobierno de Velasco sobre que Ballivián era “ambicioso traidor a la Restauración” responsable de derramar “el mortífero veneno de la discordia” entre los constituyentes75, se sumó la hecha por el gabinete crucista de estar en connivencia con los enemigos de la patria; es decir, de colaborar con Gamarra para invadir Bolivia. Para atestiguarlo, El Regenerador y El Constitucional publicaron actas de revolución que tenían el objeto de anexar a Perú el departamento de La Paz usando como referencia simbólica el movimiento separatista de 1828, protagonizado por el coronel Ramón Loaiza y gracias a las relaciones comerciales y los vínculos de parentesco existentes “entre muchas y distinguidas familias paceñas con otras peruanas76”.

Posteriormente, ante el peso de la guerra entre la población, la idea de que los trabajos de insurrección ballivianistas se hacían de acuerdo con las autoridades peruanas dio paso a la premisa de que sólo su líder podía frenar la invasión de Gamarra para derrocar a los crucistas. De ahí que junto a las sublevaciones de velasquistas en el sur del país, fueran cada vez más las localidades que se pronunciaban a favor del mando provisional de Ballivián mediante cartas de adhesión, manifestaciones patrióticas y movilizaciones de artesanos y estudiantes77. Aunque los pronunciamientos de “todas las autoridades, todos los ciudadanos, todos los partidos” proclives a su mandato por considerarlo el único capaz de reorganizar el país, fueron sofocados por el general Agreda, la perdida de ascendiente de Santa Cruz entre sus partidarios militares y civiles a causa de su tardanza en llegar a Bolivia debilitaba al gobierno. El 27 de agosto Calvo había mandado desde Sucre dos oficios al presidente Gamarra fechados el 30 y 31 de agosto de 1841 anunciándole el restablecimiento constitucional alterado el 9 de febrero de 1839. Aunque le manifestaba una política de paz con Perú, también le pedía explicaciones y satisfacciones por las muestras bélicas en la frontera, siendo Andrés María Torrico el responsable de las gestiones de paz. Consciente del fracaso de las mismas y de la inminencia de la invasión peruana concertó una conferencia entre Ballivián y Calvo que no dio resultados inmediatos pero que permitió entrever al primero posibilidades de gobierno. Más tarde, en un clima de pronunciamientos como los del 16 de septiembre en Cochabamba, del 21 en Sucre y del 25 en Tarija y Santa Cruz, el propio Calvo y los cuerpos militares que apoyaban la Regeneración se plegaron a su mando. En respuesta, éste cruzó el 24 de septiembre el río Desaguadero. De acuerdo con el Congreso se invistió en Tiahuanaco del mando supremo y expidió una proclama a los soldados sublevados en la que les agradecía su apoyo por ayudarle a combatir “el espíritu de partido” que dominaba el país y del que en el pasado le había ser responsabilizado. Pese a que había actuado en contra del gobierno de Velasco y de los crucistas provocando motines entre las fuerzas militares, en su discurso Ballivián instaba a éstas a actuar de manera subordinada y en “observancia de las leyes” por ser la fidelidad una de las “divisas del ejército boliviano” que se había perdido por los actos deshonestos de los gobiernos78. Esto es, a pesar del uso partidario instrumental que daban los líderes de una sublevación a los soldados, todos coincidían en que esa vía había que cortarla y que la revolución debía ser gestionada fuera del ejército, siendo éste una fuerza ajena a la política79.

La entrada de Ballivián en Bolivia, al conllevar el apoyo de los crucistas en el poder y de los velasquistas sublevados80, debería haber hecho desistir a Gamarra de su invasión porque el pretexto para la misma -el restablecimiento del gobierno de Santa Cruz- había desaparecido81. Sin embargo, continuó con sus pretensiones acusando ahora a Ballivián de ser un agente de Santa Cruz82. El resultado fue la unión militar y coyuntural de todas las facciones -legitimada por reuniones y actas de los vecindarios de las capitales de departamento de provincia- contra las tropas invasoras peruanas que fueron finalmente derrotadas en la batalla de Ingavi83. Ballivián entró triunfalmente el 19 de noviembre en La Paz, aunque el 31 de diciembre tuvo que regresar a la frontera con Perú para asentar el proceso de victoria y disipar la tentación de futuras invasiones. Mientras estuvo con su ejército en campaña, el gobierno quedó a cargo del Consejo de gobierno o de notables compuesto por siete vocales, cuyas funciones fueron las de prestar dictamen al Ejecutivo en los asuntos que éste le consultara para emprender la tarea de reorganización del país. Antes de irse Ballivián decretó el 4 de diciembre de 1841 premios a los guerrilleros nacionales por la campaña contra el ejército peruano y el 9 de diciembre de 1841 la reposición de los empleados de la Restauración. No pudo volver hasta el 22 de abril de 1842, fecha en la que reasumió la presidencia provisional de la República, siendo firmado el Tratado de Puno el 7 de junio que puso fin a la guerra84.

¿Cómo organizó Ballivián su liderazgo durante la invasión peruana? Apeló al pueblo en armas no en calidad de representante de una facción política o militar, sino como portavoz y aglutinador de todas ellas como en su día había hecho el Congreso. La diferencia residía en que esta institución había invocado su papel de Representación Nacional para ostentar la soberanía indivisa popular que le diese acceso constitucional a la organización del ejercicio de la violencia por parte del pueblo y del ejército. En contraste, el general recurría a una representación mayestática para su dirección que se ofrecía legítima en la medida en que aparecía providencial, reeditando en clave salvadora el personalismo del que se acusaba a Santa Cruz. Al igual que éste, pero sin el refrendo de las urnas, Ballivián recurrió a los decretos para gobernar, siendo el de octubre de 1841 el que organizó su actuación contra las fuerzas peruanas, proveyendo la legitimidad para emitirlo del principio de seguridad e independencia de los pueblos frente al agresor exterior. Su materialización requería que todos los miembros de la comunidad boliviana cooperasen por el bien común, por lo que el general invistió de republicanismo un decreto marcial a través del que convocaba a la República a organizarse en asamblea permanente y a cada boliviano a tornarse en “un soldado resuelto a morir mil veces antes de sufrir el oprobio y la humillación de su patria”. La conservación de la nación era el primero de los deberes y de los derechos de los bolivianos, pero ello únicamente funcionaba a partir del principio de reciprocidad: si cada miembro tenía el derecho de esperar que la nación le protegiera, tenía igualmente el deber de sostenerla y defenderla. Ante la acusación de que acudía a una ley marcial como ya lo había hecho Santa Cruz en 1837, Ballivián señaló que mientras ésta con el Pacto de Tacna había puesto en peligro la seguridad externa de la nación, la suya actuaba ahora “de garantía del bien de la patria, de nuestros derechos amenazados […] por un conquistador ridículo”. Su legitimidad representativa para realizar un decreto marcial y liderar el proceso de independencia nacional se asentaba en dos argumentos. De un lado, sus rivales crucistas y velasquistas no podían ya hacerlo porque habían atentado contra la patria: los primeros porque Santa Cruz había cometido el delito de “reo de patrias” al poner en peligro la libertad y la seguridad externa de la nación en 1837; y los segundos porque habían gestionado mal la paz, siendo con ello invalidado no solo Velasco como gobernante, sino fundamentalmente el Congreso en su papel de la Representación Nacional. De otro, como artífice de la revolución restauradora del 9 de febrero de 1839, pero ajeno a los pecados de los que dirigieron en su nombre, Ballivián estaba destinado a acabar “con los invasores que nos quieren arrebatar independencia y restauración”85 y a hacerlo sin la tutela de las Cámaras.

Vencido el ejército peruano, la legitimidad de Ballivián como gobernante providencial requería poner fin a las disensiones intestinas, protagonizadas por velasquistas y crucistas y responsables de crear oportunidades de invasión al enemigo. Dado que había compartido con los primeros la causa de la Restauración en 1839, la conversión de Ballivián en su verdadero impulsor se preveía fácil en la medida en que concluyera con éxito la liberación del país. Como único representante válido del ideario restaurador tenía la obligación de acabar definitivamente con el legado de Santa Cruz aunque hubiera contado con el apoyo coyuntural de sus seguidores. Su estrategia discursiva fue igualar a Gamarra y Santa Cruz como representantes del despotismo hispánico: “para vergüenza de la América han quedado dos cascajos de las plantas que injertó el poder español”. Los acusó de buscar ambos la destrucción de la independencia de Perú y de Bolivia “para levantar un coloso sobre las ruinas del equilibrio continental y establecer una dominación vasta que dejase a lo más una existencia precaria a los demás estados”. Ese plan había sido iniciado por Santa Cruz en 1826 como presidente del consejo de ministros peruano, ensayado por Gamarra en 1828 y finalmente ejecutado por el primero. El conflicto internacional que se había derivado de ello demostraba que los dos líderes estaban educados bajo los mismos principios “por el antiguo opresor común”, de manera que su interés en unir los dos territorios reeditaba los actos de los virreyes peruanos Pezuela y La Serna de hacer “un solo virreinato”, ya eliminados por la emancipación86. En el caso de Gamarra esa unión consistía en “vengar la sangre derramada por los bolivianos en Yanacocha y Socabaya y partir su territorio y desaparecer la nación dando a la república Argentina lo que antes pertenecía a ella y agregando al Perú todo lo que era suyo antes”. En el caso de Santa Cruz la unión había sido gestada a partir de su conversión en tirano y había derivado en la destrucción “de la seguridad de los pueblos”87. De un modo u otro, ambos generales encarnaban las ideas de “conquista y esclavitud” frente a las de “independencia y libertad” representadas por la Restauración88. Como ambas actuaciones habían generado guerras internacionales y guerras civiles, la anarquía era ahora el principal problema para la paz. Lo era porque la opinión del pueblo estaba dividida en facciones y en un contexto social militarizado eso significaba la defensa de opiniones partidarias a través del recurso a las armas. Ya que de la estabilidad del Estado dependía “la dicha pública de los futuros progresos de Bolivia”, los objetivos básicos de Ballivián fueron entonces tres: “el silencio de las armas, la calma de las pasiones y la concordia de los ciudadanos”89. Para cumplirlos realizó dos actuaciones complementarias: la búsqueda de la unidad nacional y la despolitización del ejército.

Dada la convergencia de todas las fuerzas en torno al liderazgo de Ballivián, la acción de unificar la opinión del pueblo, marginar el espíritu de partido y promover la tolerancia política llevaba implícita una necesaria supremacía del Ejecutivo frente al Legislativo mientras hubiese amenaza de guerra. Para asentar ese Ejecutivo que, sin regresar a la monarquía, poseyera la capacidad unitaria del orden mayestático y para hacerlo sin recurrir al partido único o renunciar a la pluralidad de intereses y a la representación de la diversidad de opiniones que albergaba toda sociedad, Ballivián construyó discursivamente su oferta de gobierno en torno a la victoria de Ingavi. Fue presentada como la legítima heredera de la Restauración de manera que si él era mentor de Ingavi también lo era de ésta, con lo que al protagonismo instructor del Congreso en la misma se superponía el del general. Éste validaba su supremacía en el hecho de haber liderado de manera representativa una hazaña bélica obtenida por todos los bolivianos “sin exclusión de banderas, ni de partidos” y que era expresión del “triunfo de la independencia sobre la ambición extranjera”, y “de la ley sobre la anarquía”. La naturaleza colectiva de la gesta permitía que, de una parte, se afianzara la solución nacional boliviana como símbolo de progreso frente a otras fórmulas territoriales que quedaban asociadas al pasado y atraso coloniales, y, de otra, que se tuvieran presentes “las funestas consecuencias” de las disputas domésticas frente a los resultados gloriosos de la concordia, para así estar siempre atentos a conservar la “independencia, gloria exterior, paz y unión interior”.

Para que Ingavi fuese el comienzo de esa “nueva era para Bolivia”, Ballivián se comprometía a hacerlo posible siendo fiel también al principio político de “unanimidad, armonía o unidad civil” con el que el Congreso había gestionado la Restauración en 1839. Entendido como una comunión entre el Estado y la sociedad “en la que antes que el bando o partido estaba el ciudadano y antes que el ciudadano estaba la patria”, este principio hacía impensable que no existieran idénticas opiniones acerca de que el objetivo supremo de todo nacional fuese el bienestar de la nueva República. Durante la guerra Ballivián había desarrollado dicho principio gracias a aglutinar a los partidos en un único bando militar contra Perú. Ahora, en la paz, se responsabilizaba a seguir manteniendo dicha unidad y a aceptar que su legitimidad gubernativa procediera de defender a Bolivia de la amenaza exterior gracias a evitar en el futuro el conflicto fraticida entre partidos. Pero para ello era imprescindible que el Congreso no limitase al nuevo Ejecutivo como había ocurrido durante el gobierno de Velasco. No negaba su potestad legislativa, sino cuestionaba que como representación nacional pudiera personificar unilateralmente la soberanía popular para gobernar en nombre de la nación y los pueblos que la constituían90. En conformidad con ello la Convención del 16 de abril de 1843 no solo declaró vigentes todos los acuerdos y decretos de Ballivián y autorizó al Ejecutivo a tomar las medidas necesarias para consolidar la causa de la Restauración. También redactó una nueva constitución que redujo la reunión de las Cámaras a cien días cada dos años, estableciendo como su cometido fundamental el de discutir para su deliberación los asuntos que el Ejecutivo presentara, aunque en lo que respecta a la producción de leyes solo hubo variaciones con la Carta de 1839 en lo relativo a que ningún proyecto aprobado por la Representación Nacional tendría la fuerza de ley si no era refrendado por el Ejecutivo. Asimismo éste volvía a poder disolver las Cámaras tras el dictamen del Consejo nacional y de la Corte Suprema de Justicia, a elegir a la mayoría de los miembros de dicho Consejo y a ejercer facultades extraordinarias poco restringidas en caso de conmoción interior91. Como el gobierno de Ballivián fue objeto de múltiples conspiraciones crucistas y velasquistas, la amenaza de revolución se convirtió en una excusa para redundar en el presidencialismo.

Para el fortalecimiento del Ejecutivo no bastaban las narrativas en torno a un símbolo patriótico de refundación nacional. Ante todo había que desarmar a posibles competidores políticos. Ello implicó para Ballivián continuar con la política iniciada por la presidencia anterior: desautorizar en política al ejército regular, convirtiéndolo constitucionalmente en una fuerza “obediente” y “no deliberante”, y contar con fuerzas civiles armadas anexas a la Administración. Aunque su sublevación y conspiraciones desde 1839 lo habían hecho representante de la modalidad pretoriana, la capitalización de Ingavi requería asentar un modelo de ciudadanía armada que rompiese el binomio “todos los pueblos y el ejército” para que quedasen solo los primeros como encarnación de la misma y el segundo sujeto a la ley y al margen de la competencia política, evitándose así el escenario del “ejército opresor y un pueblo oprimido”. El honor militar debía depender de la sumisión y de la obediencia a las instituciones representativas para servir a la voluntad del pueblo contenida en ellas92. Como ya había sucedido con Velasco, la solución para que el ejército boliviano se reconociera como un “modelo de libertad” por su respeto a las leyes fue su profesionalización, en este caso a través del Código militar de 184393, y la reorganización de la guardia nacional94 como expresión institucional de la dimensión militar de la ciudadanía. Aunque este cuerpo constituyó un referente organizativo armado para la población civil, a juzgar por los diferentes episodios violentos a lo largo del siglo XIX la intervención popular en los mismos nunca estuvo constreñida por o ceñida a él. Una gran mayoría de quienes en múltiples ocasiones reivindicaron su derecho y deber a la defensa del bien común en calidad de ciudadanos armados no estuvieron enrolados en las guardias y los que sí lo hicieron recurrieron a ellas más en términos de solidaridades locales, familiares y de amistad que por considerarlas “el recurso cívico” de actuación armada. Eso hizo a la forma de asociación espontánea de la ciudadanía armada popular la más presente en los conflictos partidarios y también la que, por la inestabilidad y las incertidumbres públicas generadas, estuvo en la base de las políticas gubernativas de criminalizar la revolución a partir de la década de 1870.

A través del estudio de la breve pero intensa etapa histórica que va de las batallas de Yungay a Ingavi, este artículo se ha interrogado sobre la impronta del ejercicio de formas constitucionalmente legítimas de la violencia en el desarrollo de institucionalidad estatal por parte de una sociedad instituyente. Su abordaje se ha centrado en la disputa política partidaria por el ejercicio de la revolución a partir del desarrollo de cuatro problemáticas que informaban sobre el difícil equilibrio entre los principios de soberanía popular y de autoridad. La primera ha aludido a las narrativas partidarias en torno a liderar las voces del pueblo y el ejército, siendo éstas expresión de la pugna entre los poderes ejecutivo y legislativo por definir un modelo de Estado, sus actores y el reparto del mando y de sus atribuciones en el mismo. La segunda se ha referido a los cambios en la naturaleza del legítimo sujeto del ejercicio de la fuerza revolucionaria, el ciudadano armado, incidiendo para ello en la competencia entre el ejército y el pueblo por su encarnación, expresada en las diferentes medidas gubernamentales para establecer cuándo un acto de fuerza por parte de la sociedad gozaba del refrendo legal o se percibía como legítimo. La tercera ha insistido en la movilización partidaria de la población -por temas como el modelo de Estado, las competencias de los tres poderes, las potestades del pueblo soberano o la distribución territorial del poder- para subrayar la no existencia de una necesaria correlación entre el acto de institucionalizar un espacio nacional por parte de una sociedad instituyente –colegiada en el Congreso y el Ejército o movilizada por la Ley- con el de hacer gobernable dicho espacio. Y la cuarta ha hecho hincapié en la potestad constitucional del recurso de la fuerza por parte de una multiplicidad de actores para cuestionar historiográficamente 1) la equiparación entre la militarización de la sociedad y el triunfo de los militares sobre el espacio público, 2) la consideración del empleo de las armas como un monopolio del ejército, y 3) la asimilación de cargos públicos ocupados por militares con dominación militar o gobierno militar. Las cuatro problemáticas han redundado en que el acto político violento -en su versión de revolución, guerra civil, motín militar y guerra internacional- tuvo una naturaleza institucional y generó institucionalidad en la medida en que gozó de una legitimidad popular sancionada constitucionalmente.

Notas

1 Frase atribuida a José Ballivián.

2 Artículo inscrito en el Proyecto I+D HAR2010-17580. Una primera aproximación al tema en Marta Irurozqui, “De Yungay a Ingavi. El derecho a la revolución y la ciudadanía armada en Bolivia, 1839-1842”. Revista de Investigaciones Bolivianas/Bolivian Research Review, 10/1, La Paz, 2013, pp. 17-46.         [ Links ]

3 GEA-IH-CSIC

4 Decreto de Antonio José de Sucre de 9 de febrero de 1825 y Acta de Independencia del 6 de agosto de 1825 firmada por los diputados de la Asamblea Constituyente de 1825 (Ciro Félix Trigo, Las constituciones de Bolivia. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1958, pp. 157-158 y 159-163).

5Después de 1842 Bolivia no fue objeto de ensayos nacionales de Federación o Confederación, aunque el tema sí fue discutido y hubo regionalmente formulaciones revolucionarias al respecto, como la Revolución Federal de Andrés Ibáñez en Santa Cruz en 1876-77, o la Guerra Federal de 1899. A lo largo del siglo XIX la descentralización territorial del poder se consideró a través de la autonomía jurisdiccional de los ayuntamientos.

6 “Con la batalla de Ingavi dejó de ser un problema la independencia de Bolivia”. Manuel José Cortés, Ensayo sobre la historia de Bolivia. La Paz, Empresa Editora Ltda., 1981 (edición original, 1861), pp. 114.         [ Links ] Sobre el tema véase José Manuel Aponte, La batalla de Ingavi, recuerdos históricos, La Paz, 1911; Fernando Kieffer, Ingavi: batalla triunfal por la soberanía boliviana, La Paz, EDVIL, 1996;         [ Links ] Ximena Medinaceli y María Luisa Soux, Tras las huellas del poder. Una mirada histórica al problema de las conspiraciones en Bolivia, La Paz, Plural-PNUD, 2008.         [ Links ]

7Simón Bolívar (6/8/1825-29/12/1828), Antonio José de Sucre (29/12/1825-18/4/1825-2/8/1828), José María Pérez de Urdininea (18/4/1828-278/1828), José Miguel de Velasco (2/8/1828-18/12/1828; 1/1829-24/5/1829 y 22/11/1829-10/6/1841), Andrés de Santa Cruz (1829-1839); Pedro Blanco Soto (26/12/1828-1/1/1829), Sebastián Agreda (10/6/1841-9/7/1841), Mariano Enrique Calvo (9/7/1841-22/9/41) y José Ballivián (27/9/1841-23/12/1841).

8 Víctor Peralta, En pos del tributo. Burocracia estatal, elite regional y comunidades indígenas en el Cuzco rural. Cuzco, CBC, 1992;         [ Links ] Charles Walker, De Tupac Amaru a Gamarra. Cusco y la formación del Perú republicano, 1780-1840, Cuzco, CBC, 1999.         [ Links ]

9Phillip T. Parkerson, Andrés de Santa Cruz y la confederación Perú-Boliviana, 1835-1839. La Paz, Ed. Juventud, 1984;         [ Links ] AA.VV, La vida y la obra del mariscal Andrés de Santa Cruz, T.III. La Paz, Ediciones de la Casa Municipal de la Cultura Franz Tamayo, 1976;         [ Links ] Joaquín Gantier, Casimiro Olañeta. La Paz, Ministerio de Educación y Cultura, 1965;         [ Links ] Roberto Querejazu (comp.), Oposición en Bolivia a la Confederación Perú-Boliviana. Cartas del vicepresidente Mariano Enrique Calvo y el presidente Andrés de Santa Cruz. Sucre, Ed. Judicial, 1996;         [ Links ] Susana Aldana, “La confederación peruano-boliviana. Los últimos sueños bolivarianos y los primeros de integración”, en Guillermo Lohman Villena (ed.), Homenaje a Félix Denegri Luna, Lima, PUCP, 2000;         [ Links ] Natalia Sobrevilla, The Caudillo of the Andes Andrés de Santa Cruz, Cambridge University Press, 2011;         [ Links ] Carlos Donoso y Jaime Rossenblitt B. (eds.), Guerra, región y nación: La Confederación Perú-Boliviana 1836-1839, Santiago, Universidad Andrés Bello y Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2009;         [ Links ] Gabriel Cid Rodríguez, La guerra contra la Confederación. Imaginario nacionalista y memoria colectiva en el siglo XIX chileno, Santiago, Universidad Diego Portales, 2011.         [ Links ]

10 Gustavo Adolfo Otero, Folletos escogidos de Casimiro Olañeta, La Paz, Imp. Artística, 1939.

11 Pese a investigaciones como las de James Dunkerley (Orígenes del poder militar en Bolivia. Historia del ejército 1879-1935, La Paz: Ed. Quipus, 1987),         [ Links ] Víctor Peralta y Marta Irurozqui (Por la Concordia, la Fusión y el Unitarismo. Estado y caudillismo en Bolivia, 1825-1880. Madrid, CSIC, 2000) o Juan Quintana (Soldados y ciudadanos.         [ Links ] Un estudio crítico sobre el servicio militar obligatorio en Bolivia. La Paz, 1998),         [ Links ] en la historiografía bolivianista prevalece una lectura de la violencia como resultado de luchas personalistas entre facciones de caudillos, siendo reducida la vida política decimonónica a un espacio dominado por militares sediciosos y codiciosos (Nicanor Aranzaes, Las revoluciones en Bolivia. La Paz: Ed. Juventud, 1992, pp. 245-267;         [ Links ] Moisés Alcázar, Páginas de sangre, La Paz: Ed. Juventud, 1988, pp. 119-149;         [ Links ] Alberto Gutiérrez, El Melgarejismo antes y después de Melgarejo, La Paz, Ediciones Camarlinghi, 1975;         [ Links ] Alcides Arguedas, Historia general de Bolivia. El proceso de la nacionalidad, 1809-1921, La Paz: Arnó. Hermanos, 1922, pp. 84-136 y 251-329;         [ Links ] Herbert Klein, Historia general de Bolivia, La Paz: Ed. Juventud, 1988, pp. 182-188).         [ Links ]

12 Véanse al respecto los siguientes trabajos sobre el ciudadano armado: Guy Thompson, “Bulwarks of Patriotic Liberalism: The National Guard, Philharmonic Corps and Patriotic Juntas in Mexico, 1847-88”, Journal of Latin American Studies núm. 22/1-2, 1990, pp. 31-68;         [ Links ] Alicia Hernández, La tradición republicana del buen gobierno, México, FCE, 1993;         [ Links ] Víctor Peralta, (1999), "El mito del ciudadano armado. La "semana magna" y las elecciones de 1844 en Lima", en Hilda Sabato (coord.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas en América Latina, México, FCE, 1999, pp. 231-252;         [ Links ] Véronique Hébrard, “¿Patricio o soldado: qué uniforme para el ciudadano? El hombre en armas en la construcción de la nación (Venezuela, primera mitad del siglo XIX)”, Revista de Indias 225, 2002, pp. 429-462;         [ Links ] Maria Celia Bravo, “La política armada en el norte argentino. El proceso de renovación de la elite política tucumana (1852-1862)”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, FCE, 2003, pp. 243-259;         [ Links ] Florencia Mallon, “De ciudadano a otro. Resistencia nacional, formación del Estado y visiones campesinas sobre la nación en Junín”, Revista Andina 23, Cuzco, 1994, pp.7-78;         [ Links ] Clément Thibaud, Repúblicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en Colombia y Venezuela, Bogotá, Planeta-IFEA, 2003, pp. 185-224;         [ Links ] Flavia Macías, “De 'cívicos' a 'guardias nacionales'. Un análisis del componente militar en el proceso de construcción de la ciudadanía. Tucumán-Argentina, 1840-1860”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850), Madrid-Frankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2007, pp. 263-289;         [ Links ] Natalia Sobrevilla, “Ciudadanos armados. Las Guardias Nacionales en la construcción de la nación en el Perú de mediados del siglo XIX”, en Chust y Marchena (eds.), Las armas, 2007, pp. 159-183;         [ Links ] Gabriel di Meglio, “Milicia y política en la ciudad de Buenos Aires durante la guerra de independencia”, en Chust y Marchena (eds.), Las armas, pp. 137- 158;         [ Links ] Hilda Sabato, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 94-114.         [ Links ]

13 Marta Irurozqui, “La justicia del pueblo. Ciudadanía armada y acción social”. En Marta Irurozqui y Mirian Galante (eds.), Sangre de ley. Justicia y violencia política en la institucionalización del Estado en América Latina, siglo XIX. Madrid, Ed. Polifemo, 2011, pp. 235-276;         [ Links ] Marta Irurozqui, “Procesión revolucionaria en Semana Santa. Ciudadanía armada y represión penal en Bolivia, 1872-1875”, en Mirian Galante, Marta Irurozqui y María Argeri, La razón de la fuerza y el fomento del derecho. Conflictos jurisdiccionales, ciudadanía armada y mediación estatal. (Tlaxcala, Bolivia, Norpatagonia, Siglo XIX). Madrid, CSIC, 2011, págs. 89-148.         [ Links ]

14Al contrario de lo sucedido en Europa, donde el principio democrático como único rector de gobierno quedó fuera de un desarrollo técnico definitivo hasta después de la II Guerra Mundial, en la América hispana sí apareció consagrado en los primeros textos constitucionales. En el caso boliviano, desde la primera Constitución se suceden las denominaciones de gobierno “popular representativo” (1826, 1831, 1839, 1843, 1851), “republicano popular representativo” (1834), “forma representativa” (1861), “popular, representativo y democrático” (1868), “república democrático representativa” (1871, 1878, 1880, 1938, 1945, 1947), en Trigo, Las Constituciones.

15Antonio Annino, “La revolución de lo político”, en Antonio Annino (coord.), La revolución novohispana, 1808-1821, México, FCE, 2010, pp. 397-400;         [ Links ] Gabriela Chiaramonti, “De marchas y contramarchas: apuntes sobre la institución municipal en el Perú (1812-1861). Araucaria 9/18, (Sevilla), 2007, pp. 150-179.         [ Links ]

16Marta Irurozqui, La alquimia democrática en Bolivia, 1825-1879. Ciudadanos y procedimientos representativos. Una reflexión conceptual sobre la democracia. Frankfurt, Editora Académica Española, 2000.         [ Links ]

17 Constitución de 1834, Trigo, Las Constituciones, p. 237.

18 El Restaurador, La Paz, 27 de marzo de 1839.

19 María Teresa Uribe, “Las guerras civiles y la negocición política: Colombia, primera mitad del siglo XIX”, Revista de Estudios Sociales 16, 2003, pp. 29-41;         [ Links ] Sonia Alda, “Las revoluciones y el sagrado derecho de insurrección de los pueblos: pactismo y soberanía popular en Centroamérica, 1838-1871”, EIAL núm. 5/2, 2004, pp. 115-142;         [ Links ] Manuel Chust y José Antonio Serrano, “1808: arranca la revolución liberal en España y América”. En Metapolítica 6, 2088, pp. 78-82;         [ Links ] Hilda Sabato, “Resistir la imposición: revolución ciudadanía y República en Argentina de 1880”. En Marta Irurozqui (coord.), Dossier Violencia, pp.159-182;         [ Links ] Flavia Macías, “Política, Guardia Nacional y ciudadanos en armas. Tucumán, 1862-1868”, Entrepasados, XIX, 2011, pp. 31-50.         [ Links ]

20 El Restaurador. Chuquisaca, 25 de abril de 1839.

21Se remite al artículo 12 y a la adenda final de la Constitución de 1826 relativa a que “las autoridades civiles y militares de la República, los tribunales, las corporaciones y todos los bolivianos de cualquier clase y dignidad guardarán y harán guardar, observar y cumplir en todas sus partes la Constitución inserta como ley fundamental de la República de Bolivia” (Trigo, Las Constituciones, p. 199).

22 El Restaurador, La Paz, 27 de marzo de 1839.

23Aunque la Constitución de 1834 fijaba que el Congreso debía reunirse al año de 60 a 90 días, durante el mandato de Santa Cruz como Protector de la Confederación el Congreso extraordinario de 1835 se reunió 10 días, el de 1836 8 días, el de 1837 45 días y el de 1838 13 días (Valentín Abecia Baldivieso, Historia del Parlamento, La Paz, Congreso Nacional, 1996, p. 121).

24 Constitución de 1834, art. 73, en Trigo, Las constituciones, p. 235; Abecia, Historia, p. 118.

25El 18 de abril de 1837 se celebró un congreso general en Tacna con el objeto de redactar la Constitución de la Confederación. Santa Cruz fue nombrado Protector de la misma hasta el primer congreso general que debía reunirse pasados seis meses. La oposición al documento del Pacto de Tacna en Bolivia se concentró en Chuquisaca con apoyos en Oruro y La Paz. Entre los argumentos esgrimidos figuraron: 1) subordinación al Perú; 2) la guerra con Chile y los problemas internos derivados de ella; y 3) poderes ilimitados del Protector, cuyo derecho a nombrar a los presidentes de los estados y funcionarios principales constituía una prueba de despotismo y tiranía porque allanaba el paso a una monarquía. Santa Cruz respondió que: 1) la división del Perú, antes fuerte y unido, ponía fin a su amenaza a Bolivia; 2) los poderes amplios de Santa Cruz como protector sólo permanecerían hasta la consolidación de la Confederación; 3) terminada la guerra sería convocado un congreso especial para reformar el Pacto. Pese a los esfuerzos de Santa Cruz para impedir que los diputados deliberasen sobre el Pacto antes de esa convocatoria, éstos nombraron el 26 de agosto en Chuquisaca una comisión especial del Congreso. A partir de ella se decidió que el Pacto no fuera considerado por éste, lo que equivalía a no desaprobar la Confederación sino el Pacto. Los acontecimientos posteriores hicieron inviables los esfuerzos de Santa Cruz de reconducir la situación a través del Congreso Extraordinario el 21 de mayo de 1838 en Cochabamba encargado de dictar las bases de un nuevo Pacto que limitase la naturaleza autocrática de sus acuerdos: se impedía al protector el nombramiento de senadores federales vitalicios o de los presidentes de los estados soberanos y el tratado debía ser ratificado cada seis años por los congresos estatales (Parkerson, Andrés de Santa Cruz, pp. 125-305)

26 El Restaurador, La Paz, Imp. Chuquisaqueña, 4 de abril de 1839.

27 Sobre este proceso en otros espacios véanse: Jaime E. Rodríguez O., “Los caudillos y los historiadores: Riego, Iturbide y Santa Anna”, en Manuel Chust y Víctor Mínguez (eds.), La construcción del héroe en España y México (1789-1847), Valencia, Universidad de Valencia, 2003, págs. 325-26;         [ Links ] Hilda Sabato, “El ciudadano en armas: violencia política en Buenos Aires (1852-1890)”. Entrepasados 23, 2003, 149-169;         [ Links ] Will Fowler, “El pronunciamiento mexicano del siglo XIX. Hacia una nueva tipología”. Estudios de historia Moderna y contemporánea de México núm. 38, 2009, pp. 1-34;         [ Links ] Víctor Peralta, “La violencia en la vida política peruana. El asesinato del presidente José Balta y el linchamiento del golpista Tomás Gutiérrez y sus hermanos (Perú, julio de 1872)”, en Irurozqui y (eds.), Sangre de Ley, pp. 301-332.         [ Links ]

28Sobre este periódico el 21 de febrero de 1839 se escribió la copla Verdades: En Bolivia sucedió/un desplome colosal/que el viejo Iris ha sumido/en el tumba funeral/es cosa muy natural/pues diez años ha vivido/y que sea sustituido/por El Constitucional.

29 El Restaurador, Chuquisaca, 27 de marzo de 1839; 31 de marzo de 1839; 4 y 14 de abril de 1839; El Cóndor Restaurado de Bolivia, Chuquisaca, 21 de febrero de 1839; 17 y 31de marzo de 1839; El Cóndor de Bolivia, Chuquisaca, 21 de febrero de 1839 y 17 de marzo de 1839; El Constitucional, La Paz, 19, 21 y 26 de febrero de 1839; 1, 5 y 9 de marzo de 1839; 5 de abril de 1839; 4 de junio de 1839.

30 El Restaurador. Chuquisaca, 27 de marzo de 1839.

31 José Agustín Morales, Los primeros cien años de la República de Bolivia. Obra altamente patriótica y de propaganda nacional. Tomo I (1825-1860). La Paz, Tip. Veglia & Adelman, 1925, p. 261.

32 Discurso del presidente del Congreso José María Serrano del 16 de junio de 1839, en Morales, Los primeros, p. 261.

33 Abecia, Historia, pp. 125-128, 130-133.

34 Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero. Sesión 18, p. 181.

35 El Cóndor Restaurado. Chuquisaca, 31 de marzo de 1839.

36 Morales, Los primeros, p. 270.

37Resoluciones del Congreso reunido el 2 de noviembre de 183, en Morales, Los primeros, p. 270.

38 Recuérdese que en el Antiguo Régimen el máximo atributo real era la impartición de justicia, siendo el acto de gobernar sinónimo de la misma.

39William F. Loftrom, El mariscal Sucre en Bolivia. La Paz: Editorial e Imprenta Alenkar Lda. 1983;         [ Links ] Marta Irurozqui, “Sobre el tributo y otros atributos ciudadanos. Sufragio censitario, fiscalidad y comunidades indígenas en Bolivia, 1825-1839”. Bicentenario. Revista de Historia y de Ciencias Sociales 6. Santiago de Chile, 2006, pp. 35-66.         [ Links ]

40 El 15 de abril de 1839 se suprimieron los concejos municipales de departamentos y de provincias y sus fondos útiles pasaron a las tesorerías prefecturales.

41 La madre de Andrés de Santa Cruz fue Juana Bacilicia Calahumana y Salazar, hija del curaca aymara de Huarina (Omasuyos, La Paz) y descendiente por línea materna de la realeza inca. Esto hecho ha llevado a afirmaciones que equiparan el proyecto confederador con la restauración del Tiwantinsuyu.

42 El Restaurador, Chuquisaca, 11 de abril de 1839; 18 de abril de 1839; 25 de abril de 1839; 2 de mayo de 1839 y 14 de noviembre de 1839; El Constitucional, La Paz, 26 de febrero de 1826; 5 de marzo de 1839; 4 de junio de 1839; 20 de noviembre de 1839; Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero. Sesión 17, pp. 160-174.

43 Sobre la discusión implícita en ese tema véase Marta Irurozqui, "Soberanía y castigo en Charcas. La represión militar y judicial de las Juntas de La Plata y La Paz, 1808-1810”, Revista Complutense de Historia de América, 37, 2011, pp. 49-72.

44 Raúl O. Fradkin, “Sociedad y militarización revolucionaria. Buenos Aires y el Litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX”, en Oscar Moreno (coord.), La construcción de la Nación Argentina. El rol de las fuerzas armadas. Debates históricos en el marco del Bicentenario (1810-2010). Buenos Aires, Ministerio de Defensa, 2010, p. 73.         [ Links ]

45 El Restaurador. Chuquisaca, 4 de julio de 1839.

46El art. 140 de la constitución del 1839 dice que “la fuerza armada es esencialmente obediente, en ningún caso podrá deliberar” (Trigo, Las constituciones, p. 270; El Constitucional, La Paz, 1 de marzo de 1839; 25 de julio de 1839).

47 María Teresa Calderón y Clément Thibaud, La majestad de los pueblos en la Nueva Granada y Venezuela, 1780-1832, Bogotá, Universidad Externado de Colombia-IFEA-Taurus, 2010, pp. 153-159.         [ Links ]

48Antes de la Constitución de 1831, junto al ejército de línea sólo se preveía un resguardo militar cuya principal función debía ser impedir el comercio clandestino, siendo establecido en ella la formación de guardias nacionales, cuyas especificidades organizativas debían desarrollarse en reglamentos independientes (Trigo, Las constituciones, Constitución de 1831, art. 142, p. 221; Constitución de 1834, art. 144, p. 245).

49 Aunque en las Constituciones de 1831 y 1834 se distingue entre guardia nacional y resguardo militar, la autoridad civil o política quedó por primera vez consignada a cargo de la primera en al art. 141 de la Constitución de 1839, reapareciendo en los mismos términos en el art. 79 de la Constitución de 1861 y en el art. 89 de la Constitución de 1868. Sin embargo en ninguna de esas Cartas se establece la identidad de tales autoridades, ya que ello correspondía a reglamentos específicos que señalaron la responsabilidad de los prefectos departamentales y gobernadores de provincias (Trigo, Las constituciones, pp. 270, 324 y 340).

50 Sobre los sentidos y argumentos en torno a la organización y funcionamiento de la guardia nacional en el sistema republicano consúltense: Ortiz Escamilla, J. (coord.), Fuerzas militares en Iberoamérica. Siglos XVIII y XIX. México, El Colegio de México-El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2005;         [ Links ] Flavia Macías, Armas y Política en el norte argentino. Tucumán en tiempos de la organización nacional. Tesis Doctoral, Universidad Nacional de La Plata, 2007;         [ Links ] Marisa Davio, Sectores populares militarizados en la cultura política tucumana 1812-1854”. Tesis Doctoral. Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento-IDES, 2010;         [ Links ] Flavia Macías e Hilda Sabato, “La guardia nacional: Estado, política y uso de la fuerza en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX”, en PolHis 6/11, 2013, pp. 70-81 o el texto de Víctor Peralta incluido en el presente dossier.         [ Links ]

51Morales, Los primeros, pp. 265-69; El Constitucional, La Paz, 6 de noviembre de 1839.

52 Argumentación contenida en la proclama “El general en Jefe José Ballivián al ejército boliviano” del 6 de julio de 1839 contenida en Redactor del Congreso 1839. Sesión 18, pp. 205-206, 236-37.

53 Ibidem, p. 187.

54 Ibidem. Sesión 25, pp. 231 y 235.

55Ibidem. Sesión 18. P. 187.

56Ballivián había enviado cartas por diversos medios a los diputados por La Paz para conseguir su desafección regional y “anarquizar la representación nacional por medio de la protesta”. Si bien circularon informalmente, comenzaron a discutirse en la sesión del 13 de julio de 1839, cuando el presidente sometió a lectura y dictado del Congreso once piezas relativas a la rebelión dirigidas al Ejecutivo por el coronel Timoteo Raña. A ellas se sumaron otras nueve piezas justificativas de traición de Ballivián, consistentes en órdenes y cartas dirigidas por éste al general Medinaceli y a otros jefes del ejército tratando de adherirlos a su causa; así como la copia de una carta dirigida por el general Román al diputado Miguel María Aguirre con la que los ballivianistas trataban de desacreditar y presentarlo como traidor al Congreso (Redactor 1839, pp. 186, 192-192, 203, 213-216, 234; Decreto del general José Ballivián… Palacio de gobierno en La Paz 6 de julio de 1839; Carta de Ballivián al teniente coronel Valentín Matos, La Paz 4 de julio de 1839; Carta de Francisco Aliredo al Sr. Coronel d. Timoteo Raña, La Paz, 6 de julio de 1839; El general en Jefe José Ballivián al ejército boliviano, 6 de julio de 1839; El Jefe Supremo de la Nación a los bolivianos, 6 de julio de 1839).

57 El Cóndor Restaurado, Sucre, 21 de julio de 1839; El Restaurador, Chuquisaca, 13 de septiembre de 1839.

58 Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero, pp.183-201

59 Ibidem, pp. 216-230.

60 Ibidem, pp. 184, 231-234.

61 Ibidem, pp. 235 y 242

62 Ibidem, pp. 197-199.

63 El Congreso General Constituyente a la Nación Chuquisaca el 12 de julio de 1839, en Ibidem, pp. 191, 201-204

64 El Restaurador, Chuquisaca, 10 de julio de 1839; 18 de julio de 1839; 10 de septiembre de 1839.

65 El Congreso General Constituyente a la Nación Chuquisaca el 12 de julio de 1839. En Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero, pp. 197-199.

66 Proclama del Congreso General Constituyente de Bolivia al Ejército Nacional. Chuquisaca, 12 de julio de 1839, en Redactor 1839, pp. 195-197; Morales, Los primeros, pp. 269-272; Manuel Rigoberto Paredes, “El general Ballivián antes de Ingavi”, en Relaciones históricas de Bolivia. Obras completas, tomo I, Oruro, 1909, Ed. Isla, pp. 531-581; El Restaurador, Chuquisaca, 2 de julio de 1839, 18 de julio de 1839; 10 de septiembre, 13 de septiembre de 1839, 5 de diciembre de 1839, 13 de enero; 5 de marzo de 1840; El Constitucional, La Paz, 30 de julio de 1839; 3 de agosto de 1839; 3 de septiembre de 1839.

67 El Restaurador, Chuquisaca, 10 de julio de 1839; 13 de septiembre de 1839; El Cóndor Restaurado, Sucre, 16 de junio de 1839; 4 de agosto de 1839; El Constitucional, La Paz, 29 de abril de 1840.

68Manuel Rigoberto Paredes, “Mariano Melgarejo y su tiempo”, en Relaciones históricas de Bolivia. Obras completas, tomo I, Oruro, Ed. Isla, pp. 402-407; El Restaurador, Chuquisaca, 17 de diciembre de 1839, 13 de enero de 1840, 5 de marzo de 1840, 2 de julio de 1840; El Constitucional, La Paz, 22 de enero de 1840;25 de marzo de 1840; 28 de abril de 1840; 9 y 30 de diciembre de 1840.

69 Morales, Los primeros, pp. 274, 283-304; Carta de la presidencia de la Corte de Justicia al ministro de Estado en el despacho de Interior, Chuquisaca, 12 de septiembre de 1841, en Luis Paz, La Corte Suprema de Justicia en Bolivia. Su historia y su jurisprudencia, Sucre, Imp. Bolívar, 1910, pp. 48-49.

70 Carta al del presidente constitucional de Bolivia al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Jujuy, 14 de julio de 1839; Carta de la presidencia de la Corte de Justicia al ministro de Estado en el despacho de Interior, Chuquisaca, 12 de septiembre de 1841, en Paz, La Corte, pp. 47-49.

71 Abecia, Historia, pp. 137, 140-141.

72 Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 408-412.

73 Si bien todavía faltan muchas investigaciones sobre la movilización armada de la población indígena, los trabajos existentes apuntan a que la organizada por las comunidades tenía sus propios jefes, dependientes de diversas autoridades estatales (provinciales o locales). Fue con la legislación desarrollada durante la presidencia José de Ballivián (1842-1847) referente a la división de la guardia nacional en dos cuerpos, uno activo y otro pasivo, cuando se estableció que formarían parte del segundo. Bajo la autoridad de los gobernadores, constituirían “compañías sueltas de infantería y caballería organizadas en cantones” (Colección oficial de leyes, decretos, órdenes y resoluciones supremas que se han expedido para el régimen de la República Boliviana, vol. 8, Sucre, Imp. de López, 1843). Sin embargo, se desconoce todavía cuál fue su grado de desarrollo. Lo que sí se sabe es que los indígenas siguieron estando presentes en los conflictos partidarios regidos por jefes propios bajo el formato de ejércitos auxiliares. Sobre debates y bibliografía al respecto véanse los trabajos de Marta Irurozqui: “El pueblo soberano versus la plebe proselitista. Discurso historiográfico y etnicización política en Bolivia, 1825-1922”. En Guillermo Palacios (coord.), La nación y su historia. América Latina, siglo XIX. México. Colegio de México, 2009, pp. 231-284;         [ Links ] “Tributo y armas en Bolivia. Comunidades indígenas y estrategias de visibilización ciudadana, siglo XIX”. En Antonio Escobar (coord.), Dossier Pueblos indígenas en el siglo XIX, Revista digital Mundo Agrario de la Universidad Nacional de La Plata, 2013;         [ Links ] “Communautés indigènes et fondations républicaines. Citoyenneté et procès de nationalisation ethnique dans les Andes au 19e siècle ». En Claire Bourhis-Mariotti, Marcel Dorigny, Bernard Gainot, Marie-Jeanne Rossignol y Clément Thibaud, (ed.), Cóuleursm ésclavage, libérations coloniales, 1804-1860, Paris, 2013, pp. 389-413).         [ Links ]

74 Paredes, “Mariano Melgarejo”, p. 414.

75El Congreso Constituyente a la nación, en Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero, pp. 197-199.

76 Paredes, “El general Ballivián”, p. 544

77 Ibidem, pp.550-558.

78Paredes, “El general Ballivián”, pp. 531-581; Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 391-459. Morales, Los primeros, p. 290.

79 Decreto del 27 de septiembre de 1841 (en Aponte, La batalla de Ingavi, p. 50); El Eco de Bolivia, 3 de octubre de 1841; Columna de Ingavi, ¿diciembre de 1841?).

80 Aponte, La batalla, pp. 50-58; José María Santivañez, Vida del general José Ballivián. Nueva York, 1891, pp. 97-99.

81 Proclama del presidente Gamarra a los bolivianos. Laja, 7 de octubre de 1841. Reproducida en Aponte, La batalla, pp. 95-97.

82 El eco de Bolivia, Sucre, 8 de octubre de 1841. Corrían rumores en la época a cerca de que Ballivián había alentado a los crucistas a sublevarse contra Velasco y así obtener él un pretexto para movilizar a su favor a Gamarra.

83 Desarrollo del proceso bélico en Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 408-414; Kieffer, Ingavi, pp. 359-492; Aponte, La batalla, pp.154-155; Campaña de 40 días hecha por el ejército boliviano al mando del S.E. Jeneral Ballivián, contra el ejército invasor del Perú a las órdenes del generalísimo de sus armas Agustín Gamarra. Valparaíso, Imp. Rivadeyra, 1842.

84La guerra siguió latente hasta que en 1847 se firmó un tratado de Paz y comercio. El Vigía de la Restauración. Papel eventual. Sucre, 4 de abril de 1842; Aponte, La batalla, pp. 227-238; Registro oficial, Colección diplomática o reunión de los tratados celebrados por el Perú con las naciones extranjeras, desde su independencia hasta la fecha. Lima, Impreso por Francisco Solís, 1854, pp. 43-74; Abecia, Historia, p. 140.

85 El Centinela del Ejército. Gaceta militar, Sucre, 21 de noviembre de 1841.

86 El Restaurador, Chuquisaca, 10 de abril de 1842.

87 Morales, Los primeros, pp. 306-307.

88 Véase la canción del aniversario de Ingavi 18 de noviembre de 1842 en Columna de Ingavi, 20 de noviembre de 1842.

89 Morales, Los primeros, p. 334.

90El Cóndor Restaurado. Chuquisaca, 17 de mayo de 1842; Morales, Los primeros, pp. 300-301 y 334; Columna de Ingavi. Sucre, 18 de noviembre de 1842; 20 de noviembre de 1842; El Restaurador, Chuquisaca, 16 de diciembre de 1841; 10 de abril de 1842.

91Abecia, Historia, pp. 140-141; Trigo, Las Constituciones, pp. 282-83, 286.

92 “Mi delito Melgarejo” en Paredes, Mariano Melgarejo, pp. 426-429.

93 El Restaurador, Chuquisaca, 27 de junio de 1842.

94Las guardias nacionales se regularon por: Decretos de 18 de noviembre de 1842; 24 de noviembre de 1842; 3 de diciembre de 1842; 30 de enero de 1843; 26 de mayo de 1843; 26 de agosto de 1843. En Colección oficial de leyes, decretos, órdenes y resoluciones supremas que se han expedido para el régimen de la República Boliviana, vol. 8, Sucre, Imp. de López, 1843.

Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, núm. 42, primer semestre 2015, pp. 60-91

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