SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 issue42A resistir la conquista": Ciudadanos armados en la disputa partidaria por la revolución en Bolivia, 1839-1842"Facundo Quiroga rehabilitado": Una aproximación al contexto de producción, repercusiones y aportes historiográficos del libro de David Peña (1906) author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

  • Have no cited articlesCited by SciELO

Related links

  • Have no similar articlesSimilars in SciELO

Share


Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

Print version ISSN 0524-9767

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.42 Buenos Aires June 2015

 

Entre la violencia política y la institucionalización provincial. “La revolución de los Posse” en Tucumán, 1856

Flavia Macías1

María José Navajas2

Artículo recibido: 30 de noviembre de 2013

Aprobación final: 19 de diciembre de 2014

Resumen

El objetivo de este trabajo es analizar el papel de los levantamientos armados en el proceso de institucionalización política desarrollado en Tucumán, luego de Caseros (1852). Este estudio se lleva a cabo a partir del examen de una rebelión cívico-militar conocida como “La Revolución de los Posse” ocurrida luego de la elección de Anselmo Rojo como nuevo gobernador provincial, en abril de 1856. Se exploran, en particular, tres cuestiones centrales: por una parte, la vinculación entre la insurrección cívico militar y las fricciones existentes entre los diferentes círculos del “partido liberal” tucumano. Por otra, la participación de las milicias departamentales, de sus Comandantes y de la Guardia Nacional en el mencionado levantamiento armado, prestándose especial atención a la relación entre los conflictos intra-liberales y las fricciones entre los Comandantes locales. Por último, se examina la organización y ejecución de la rebelión, la represión gubernamental y el juicio penal aplicado a sus protagonistas.

Palabras clave: revolución ; política ; milicias ; institucionalización

Abstract

The aim of this work is to analyze the role of civic rebellions in the process of institutionalization of Tucumán, after Caseros (1852). In this case, special attention will be paid to a civic revolt known as “La Revolución de los Posse” which took place after the election of Anselmo Rojo as governor, in April 1856. In order to examine the rebellion, this work studies the relationship between liberal political party internal conflicts, the political and military role of local militias and their leaders (Comandantes militares), and the organization of the revolt. In addition, this research focuses on the suppression of that rebellion and the subsequent trial of the insurgents.

Keywords: rebellion ; politics ; militias ; institutionalization

Introducción

La noche del 16 de abril de 1856 un centenar de hombres liderados por el Coronel José Ciriaco Posse intentó tomar por asalto el edificio del Cabildo al grito de “Viva Campo”. Apenas un día antes, el General Anselmo Rojo había asumido como gobernador propietario para suceder a José María del Campo quien había cumplido el mandato establecido por la normativa provincial. El contingente que custodiaba el Cabildo, con el auxilio de varios cuerpos de milicias y de la Guardia Nacional, derrotó en pocas horas a los insurrectos y restableció el orden.

El episodio conjuga dos componentes centrales de la política decimonónica: las elecciones y las acciones armadas. Su estrecha vinculación ha sido examinada para diferentes escenarios hispanoamericanos. 3 A partir de tales estudios, el tema de la violencia y su lugar en la construcción de un orden político republicano se recorta como una cuestión ineludible para el análisis del período. Los últimos avances demuestran, en particular, que las revoluciones o levantamientos armados ocurridos en estas décadas no tenían el propósito de imponer cambios estructurales en el sistema político, sino de reivindicar la Constitución y las instituciones republicanas «frente a gobiernos despóticos». Estudios que abordan la institucionalización de los pronunciamientos militares tanto en México como Centroamérica, por ejemplo, sostienen que los mismos constituían formas de participación directa amparadas en el «sagrado derecho de insurrección» o de «resistencia». A partir de estos principios, los ciudadanos recuperaban su soberanía y, mediante las armas, podían deponer legítimamente a un gobierno que había ultrajado el pacto de origen. Las movilizaciones armadas también se han estudiado para los casos de Bolivia o Perú como ámbitos de participación y de negociación popular utilizados en muchos casos por aquellos excluidos de la ciudadanía política para manifestar demandas y negociar respuestas. El interrogante fundamental que orienta tales abordajes es de qué maneras y con qué sentidos la violencia funcionó dentro de un contexto en el cual se pugnaba por establecer regímenes institucionales basados en los principios de representación popular y de división de poderes. Dicho en otras palabras, ¿cómo interpretar la apelación a las armas una vez que fueron sancionados los textos constitucionales y se consolidaron los proyectos para una definitiva institucionalización de los estados nacionales? 4

En el escenario del Río de la Plata, la aprobación de la Constitución de 1853 estuvo lejos de cumplir las expectativas que habían motivado el enfrentamiento entre el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, y la alianza liderada por Justo José de Urquiza. Como es sabido, la desarticulación de la Confederación rosista abrió una etapa de convulsión política en la que se conjugaron los sucesivos levantamientos armados con la puesta en marcha del proceso de institucionalización sustentado en la flamante Constitución. El texto constitucional proyectaba el establecimiento de una república representativa y federal y diseñaba un conjunto de instituciones para ordenar el funcionamiento del nuevo Estado nacional. Esto no anuló la utilización de la violencia en el terreno político y los motines y revueltas continuaron gravitando fuertemente. Sin embargo, las regulaciones y mandatos establecidos en la Constitución también funcionaron como principios orientadores de la acción política y, por consiguiente, constituyen una variable fundamental para comprender la dinámica propia de la década de 1850.

Precisamente, la insurrección liderada por José Ciriaco Posse en Tucumán condensa esa tensión entre la incipiente institucionalización provincial y nacional, las elecciones y la vigencia de los levantamientos armados como mecanismos válidos de acción política. En las páginas que siguen analizaremos dos aspectos centrales del levantamiento que, consideramos, servirán para comprender este tipo de sucesos en la vida política provincial de esos años y contribuirán al debate de los temas planteados. Por una parte, revisaremos el componente estrictamente político de la insurrección, en ese punto podrán apreciarse las fricciones entre los distintos círculos que integraban el “partido liberal” tucumano y sus dificultades para resolver el tema de la sucesión.5 Como veremos, la designación del sucesor de Campo fue un asunto en el que confluyeron cuestiones de la política regional y nacional y en el cual la incumbencia del presidente no fue menor. Las fricciones en el escenario tucumano guardaban íntima relación con los conflictos desarrollados en el ámbito nacional y permiten comprobar la cambiante trayectoria que siguió la política de fusión urqui cista en los espacios provinciales.6 Por otra parte, abordaremos el aspecto militar del levantamiento. Para esto nos detendremos en la reorganización de fuerzas militares llevada a cabo por José María del Campo durante su gestión y en el peso de las milicias y de las jefaturas departamentales en el ordenamiento político provincial. Tal como explicaremos, la reforma militar liderada por Campo impactó en la institucionalización provincial, fue expresión del equilibrio de fuerzas que se intentó diseñar a nivel político pero también fue un factor que influyó en el desarrollo de los conflictos suscitados por la sucesión gubernativa en 1856.

En la última parte del trabajo precisaremos las características de la insurrección y los mecanismos de reclutamiento de los grupos participantes, así como también, la manera en que fueron finalmente reprimidos. Esto último nos interesa ya que la represión no se redujo al ejercicio de la fuerza, sino que también involucró una herramienta bastante novedosa en la política local: un juicio penal bajo la órbita de las autoridades civiles. Aunque no ahondaremos en el análisis del curso que siguió el procedimiento judicial, consideraremos algunos puntos que resultan relevantes en relación con el problema de la violencia y su legitimación en un contexto de vigencia de los preceptos constitucionales y de funcionamiento de los procedimientos electorales.

El escenario político post-Caseros y el problema de la sucesión>

La derrota de Rosas en Caseros configuró un escenario de profunda inestabilidad en el norte del país. La remoción de mandatarios identificados con el gobernador porteño estuvo pautada por las acciones armadas que involucraron a varias provincias de la región. En ese contexto, el caso tucumano fue particularmente virulento y provocó una guerra interprovincial que requirió la intervención de agentes del gobierno federal. El conflicto se zanjó a favor de aquellos que se reconocían como liberales y propició el desplazamiento del grupo que había secundado al gobernador derrotado, Celedonio Gutiérrez.7

La elección del nuevo mandatario recayó en una de las figuras claves de los combates librados contra los gutierristas: José María del Campo. Éste era un joven sacerdote que había logrado destacarse en virtud de su talento para conducir las tropas en el campo de batalla y pronto habría de forjarse un papel protagónico dentro del elenco político de la región.8 Bajo su mandato, los gutierristas permanecieron excluidos de los cargos legislativos, mientras los liberales accedían a los principales puestos de gobierno. La marginación de los gutierristas contrariaba el espíritu de la política de fusión impulsada por Urquiza y fue motivo de ciertas tensiones entre los propios liberales que atravesaron la gestión de Campo. En ese contexto, el gobernador debió emprender una reforma impositiva y reorganizar las milicias y los regimientos que habían integrado el ejército provincial.9 Ambas cuestiones debían encuadrarse bajo los lineamientos de la Constitución nacional recientemente jurada. Al tiempo que se abordaban tales cuestiones, comenzó a plantearse otro dilema: la sucesión de Campo.

El Estatuto provincial sancionado a mediados de 1852 establecía que el mandato del gobernador tenía una duración de dos años, vedaba la reelección inmediata y exigía que transcurrieran dos periodos legales para que un individuo pudiese ocupar nuevamente el cargo. La elección era atribución de la Sala de Representantes, cuyos miembros se renovaban por mitades cada año, esto significaba que 10 de los 20 electores que habrían de decidir quién sería el siguiente gobernador debían elegirse con más de un año de antelación a la fecha establecida para la sucesión.10 Estos preceptos legales explican, en gran medida, que el tema comenzara a plantearse a principios de 1855, cuando a Campo todavía le restaba más de la mitad de su mandato. Por otra parte, esa anticipación en el abordaje del asunto también expresaba las particularidades de las experiencias políticas previas en relación con la sucesión gubernamental.

Las pautas para la renovación de la Sala eran idénticas a las que regían antes de Caseros, pero la restricción a la reelección inmediata planteaba un escenario inédito en la política provincial, otorgándole a su vez un nivel de intensidad desconocido en las décadas precedentes. Tanto Celedonio Gutiérrez como su antecesor, Alejandro Heredia, habían permanecido varios años en la gobernación en virtud de reelecciones consecutivas. Pero tanto su acceso al cargo como su alejamiento del mismo se habían producido en contextos de enfrentamientos armados y mediante la utilización de recursos violentos.11 De la misma manera, Campo se había convertido en gobernador luego de su intervención en el campo de batalla. Atendiendo a tales experiencias, no resulta extraño que el tema de la sucesión comenzara a plantearse con un año de antelación y que suscitara las dificultades que a continuación analizaremos.12

La danza de nombres, las intrigas y las negociaciones estuvieron a la orden del día. Tal como comentaba el ministro de gobierno José Posse, “cada círculo y cada familia tiene su candidato a quien cada uno de su lado le cuelga defectos y cualidades a punto que un estraño [sic] no sabría encontrar cual es el verdaderamente popular”.13 Los principales nombres que se presentaron en los ámbitos de discusión de las candidaturas fueron el de Anselmo Rojo, José Posse y Agustín J. de la Vega, los tres se identificaban con los círculos del liberalismo local pero expresaban diferentes posicionamientos en relación con la política de fusión urquicista. Vega era riojano de nacimiento pero había sido designado senador por Tucumán un par de años antes y contaba con el aval de Urquiza por su adhesión a la política de fusión. Sin embargo, no reunía los votos suficientes de los electores. Por su parte, José Posse disponía del apoyo de su extensa familia, pero era resistido por un sector importante de los liberales debido a sus prácticas al frente del ministerio y también por enemistades personales.14 Por último, se postulaba al General Anselmo Rojo, militar sanjuanino con una extensa carrera iniciada en las filas del Ejército Libertador del Perú. Su vínculo con tucumanos y salteños se había forjado en el exilio boliviano, destino que debió afrontar por su participación en las huestes unitarias.15 La derrota de Rosas en Caseros le permitió regresar de manera definitiva al país y rápidamente se convirtió en un colaborador fundamental de los grupos liberales del norte, organizando y dirigiendo las milicias santiagueñas que vencieron a Celedonio Gutiérrez en la batalla de Los Laureles. Esta experiencia fortaleció sus vínculos con los liberales de Salta, Santiago y Tucumán, quienes permanentemente le escribían para comentarle las alternativas de la política local y regional.

Como ya señalamos, luego de la derrota de Gutiérrez, el escenario norteño estuvo sujeto a variadas turbulencias que conspiraban contra el orden y la estabilidad pretendidos por los liberales. Uno de los problemas principales era la cuestión de los emigrados y la demanda del presidente Urquiza de aplicar con ellos medidas indulgentes que facilitaran la conciliación.16 El término “emigrados” aludía a los federales gutierristas que luego de la batalla de Los Laureles se habían instalado en Salta y Catamarca, y desde allí personificaban una amenaza constante para los gobiernos de Tucumán y Santiago.17 Anselmo Rojo, desde su residencia en Salta, aconsejaba a los mandatarios de dichas provincias sobre la posición que debían asumir frente a las amenazas de los emigrados en las fronteras. En esas recomendaciones promovía una posición dura e inflexible y coincidía con los liberales que consideraban infructuosas las negociaciones con los gobiernos vecinos que no podían – o no querían – garantizar la seguridad en las fronteras compartidas.18 Por el contrario, Urquiza y sus ministros instaban a los gobernadores a llevar adelante una política de conciliación y reincorporación de los sectores derrotados y rechazaban explícitamente todo tipo de represalias.19 Por tales razones, Urquiza no veía con agrado la candidatura de Rojo y promovía la designación de Vega. Incluso, le había señalado a Campo la conveniencia de su reelección, pero esa opción fue rechazada de manera terminante.20

En este contexto, ¿cómo debe interpretarse la elección de Anselmo Rojo? Podemos advertir que Rojo era una figura clave del liberalismo norteño, cuya principal cualidad era una larga trayectoria militar y una participación protagónica en los eventos que habían decidido el triunfo de los liberales en Tucumán y Santiago. En un escenario de fuertes tensiones regionales, sus vínculos políticos y su experiencia militar se percibían como valiosos atributos para consolidar el orden post-Caseros. Y, si bien expresaba una posición disidente respecto de la política de fusión urquicista, su prescindencia frente a las disputas internas del liberalismo tucumano podía favorecer la concordia en el ámbito provincial.

Pese a tales atributos, el acuerdo para definir la elección fue particularmente difícil de alcanzar. Como ya señalamos, las tratativas fueron largas, engorrosas y plagadas de ardides. El principal impulsor de la candidatura de Rojo parece haber sido el propio ministro de gobierno José Posse (aunque luego aparecería como su contendiente).21 Desde su cargo, se ocupó de definir las listas de legisladores que tendrían la tarea de designar al sucesor de Campo. El propósito declarado era garantizar la subordinación de la mayoría de electores al candidato del ejecutivo provincial. Sin embargo, las negociaciones mostraron estrategias cambiantes y disidencias dentro del campo liberal e, incluso, entre el gobernador y su ministro. Un sector del partido liberal se negó a apoyar a Rojo porque su figura no era del agrado del presidente Urquiza; unos pocos rechazaban un gobernador que no fuese tucumano, mientras que los gutierristas lo rechazaban por su papel en Los Laureles. Las dificultades para alcanzar un acuerdo ponían de manifiesto las discrepancias de la dirigencia tucumana que no se reducían a “rencillas de aldea” sino que remitían al alineamiento con el gobierno nacional, no sólo en cuanto a la política de fusión, sino también al conflicto con Buenos Aires. Esos fueron los temas principales que definieron los clivajes dentro del liberalismo norteño.22

Las objeciones que generaba la figura de Rojo persuadieron a Campo de la necesidad de buscar otro candidato para sucederlo, en tales circunstancias, surgió la postulación de José Posse. Pero este también era una figura muy resistida por los gutierristas y una parte importante de los liberales mantenía una relación hostil con el ministro. La decisión de Campo suscitó un cambio de postura en los liberales que inicialmente habían objetado a Rojo y decidieron apoyarlo y ofrecerle a José Posse que se mantuviera en el ministerio.

Es interesante atender los comentarios de Posse en este punto de las negociaciones, allí no sólo se plantean los cuestionamientos a ambas candidaturas y las disidencias dentro del partido liberal, sino que se expresan las concepciones acerca del funcionamiento que debía observar la Sala de Representantes en su relación con el ejecutivo. El ministro se quejaba del comportamiento autónomo de sus camaradas del partido liberal que intentaban “hacer gobiernos formando mayorías clandestinas con esclusión [sic] de los hombres que tienen que responder de los sucesos”.23 Esas “mayorías clandestinas”, como se llamaba a los legisladores disidentes, no promovían un candidato diferente, sino que, por el contrario, habían decidido respaldar a Rojo bajo la condición de que Posse continuara en el cargo de ministro. Entonces, el meollo del conflicto no radicaba en el candidato, sino en quién podía atribuirse el papel de principal patrocinador para garantizarse la deferencia del mismo cuando resultase electo gobernador.24

Mientras el ministro lidiaba con los legisladores díscolos, varios integrantes de su familia intentaron impulsar su candidatura con la expectativa de fortalecer o incrementar las posiciones alcanzadas bajo el mandato de Campo. Pero el rechazo que generaba la figura de José Posse resultó más decisivo que las discrepancias suscitadas por Rojo. Llegado a este punto, el ministro presentó su renuncia y trató de convencer a sus parientes, quienes ocupaban distintos cargos en el gobierno provincial, que respaldaran al sanjuanino antes que a Vega, quien promovía la política de fusión. El escenario había llegado a un nivel de tensión tan grave que la reunión de los electores se llevó a cabo en un entorno de movilización de tropas. Según las denuncias, el Coronel Vicente Neyrot había reunido sus fuerzas para oponerse a la candidatura de Rojo, pero finalmente se decidió la votación a favor del sanjuanino por una amplia mayoría.25 La sucesión se había resuelto, pero el orden aún no estaba garantizado. Casi de inmediato, varios liberales organizaron una recolección de firmas para que la Sala revisase la elección realizada y considerase la candidatura de Vega. Además, la amenaza en las fronteras se había incrementado y el gobierno debió repeler una pequeña invasión.26

La primera sucesión gubernativa post Caseros había crispado las relaciones entre los diferentes grupos que integraban el partido liberal y había tensionado los vínculos de mando y obediencia de los jefes militares. Tal escenario contrastaba con las expectativas de una elección ordenada y pacífica que consolidara el cambio verificado en Los Laureles. La nominación de Anselmo Rojo – un militar de prestigio y prescindente de las rivalidades locales – no sólo no había resultado una opción efectiva para mantener la unidad de los liberales tucumanos, sino que podía provocar la insubordinación de algunos comandantes díscolos.

Frente a ese escenario, Rojo le envió un oficio a Campo explicándole que debía atender “negocios particulares” y que esto le impedía presentarse en la provincia para asumir el mando dentro de los plazos legales, por lo tanto, presentaba su renuncia ante la Sala de Representantes. Tanto Posse como Campo le solicitaron que se retractara, asegurándole que contaba con el apoyo de todos los sectores para llevar adelante su mandato, incluso Campo dio indicaciones a varios jefes de milicias y de la Guardia Nacional para que le escribieran a Rojo y le expresaran su respaldo. Las cartas de Lucas Ibiry, de Felipe López y de Bernabé Chocobar, en nombre de todos los jefes principales de la capital provincial, llegaron a manos de Anselmo Rojo para declararle lealtad y subordinación a su autoridad como gobernador. A estas comunicaciones se sumaron muchas otras de parte de miembros de la Sala y “en nombre de vecinos”, también le llegaron expresiones de apoyo desde Salta, asegurándole que contaba con la aprobación de ese gobierno y también de Jujuy, Santiago y Córdoba. En una de esas cartas le señalaban que todos estaban convencidos que Rojo era el hombre que más le convenía a Tucumán, sólo algunas personas, “que no valen nada”, estaban en desacuerdo. Entre esas personas se nombraba al Coronel Vicente Neyrot y a Manuel y José Ciriaco Posse.27

Finalmente, Anselmo Rojo desistió de la idea de renunciar y el día 15 de abril asumió el gobierno de la provincia de Tucumán. Antes de concluir su segunda jornada como mandatario, debió reprimir la insurrección liderada por el Comandante José Ciriaco Posse.

Reorganización militar y política provincial>

Luego de la batalla de Los Laureles, el gobierno conducido por José María del Campo había emprendido una reforma militar siguiendo los lineamientos de decretos y leyes del poder central, cuyo propósito principal era la conformación de un ejército nacional.28 Además de la reorganización de milicias y cuerpos departamentales preexistentes de acuerdo con la normativa vigente, dicha reforma se concebía como un mecanismo para garantizar el efectivo control del territorio frente a lo que los liberales tucumanos visualizaban como una seria amenaza: los gutierristas. Esa amenaza se encontraba dispersa en los departamentos de la campaña, pero también había encontrado refugio en algunas provincias vecinas. Por esta razón, las fronteras constituían un espacio especialmente peligroso que los distintos gobiernos se ocuparon de custodiar.29 En otras palabras, la reforma militar iniciada por Campo procuró atender los requerimientos constitucionales y resolver, al mismo tiempo, las urgencias políticas que le imponía la coyuntura, delineando un ordenamiento que le permitiese someter cualquier desafío al partido gobernante. Tal como veremos, dicha reforma impactó en la reorganización institucional de la provincia y fue un factor importante en el desarrollo de los conflictos suscitados por la sucesión del gobernador.

Campo contaba, en primer lugar, con la milicia tucumana que había conformado el antiguo ejército provincial. La misma estaba integrada por cuerpos cívicos urbanos –de funcionamiento esporádico– y regimientos de campaña o departamentales –de funcionamiento regular–.30 Si bien, luego de Caseros las milicias habían pasado teóricamente a formar parte del Ejército Nacional, siguieron funcionando bajo la órbita del primer mandatario provincial y de sus comandantes locales.31

Los regimientos de campaña constituyeron un tema privilegiado bajo el mandato de Campo. Por una parte, era necesario recomponer y controlar un territorio que había sido escenario de varios de los enfrentamientos mantenidos entre 1852 y 1854 y que se encontraba en el corazón de la provincia, entre el departamento de Famaillá y parte de la Capital (véase mapa adjunto). Por otra parte, los departamentos del interior, en especial los del centro-oeste de la provincia, operaban como núcleos centrales dentro de la dinámica política provincial y podían funcionar como un freno ante cualquier avance que, desde el límite con Catamarca o desde el sur de la provincia, quisieran realizar contingentes cuya lealtad a Gutiérrez era una posibilidad que debía ponderarse (algunos de ellos ubicados, por ejemplo, en el departamento de Río Chico).32 Famaillá y Monteros constituían, por lo tanto, dos distritos claves sobre los que el gobernador debía concentrar su atención. Desde el punto de vista electoral eran los departamentos de campaña con mayor población y con porcentajes de participación electoral más altos que el promedio.33 A su vez, Monteros compartía frontera con Catamarca, provincia donde se habían refugiado varios gutierristas y por donde entraban y salían de Tucumán con bastante asiduidad.

Como primera medida, Campo ubicó a dos militares de experiencia y afines a Urquiza en los máximos escalafones de los regimientos de Monteros y Famaillá: Silvestre Álvarez y Dionisio Andrade respectivamente.34Además, se ocupó de instalar en las otras jefaturas a varios integrantes de la familia Posse, miembros dilectos de su círculo político. José Posse, quien además se desempeñaba como ministro de gobierno, fue nombrado en el puesto de teniente coronel del Regimiento núm. 8 de Famaillá, mientras que su primo, José Ciriaco Posse, fue designado como comandante de La Reducción (localidad del mismo departamento). Por su parte, Benjamín Posse fue nombrado comandante del Escuadrón Núm. 1 del departamento de Monteros.35

La reforma militar no se limitó a un cambio de jefaturas, sino que también se propuso avanzar sobre las atribuciones de las que habían gozado los comandantes en sus respectivos distritos. Desde el gobierno de Alejandro Heredia (1832-1838), estos jefes militares habían ejercido una variedad de funciones que, si bien no estaban contempladas en las reglamentaciones provinciales, respondían a decretos del ejecutivo provincial.36 Se reconocían entre sus potestades el enrolamiento local y el alistamiento de la milicia, la captura de desertores, el levantamiento de inventarios, la ejecución de confiscaciones de bienes, la confección de información sumaria y la ejecución de penas que podían disponerlas los jueces o los mismos comandantes (tanto en la jurisdicción civil como en la militar). Además, eran piezas clave para movilizar fuerzas y para garantizar el desarrollo y buen funcionamiento de los procesos electorales.37

Campo suprimió parte de esas atribuciones con el propósito de recortar los márgenes de autonomía propios de las décadas anteriores. Puntualmente, se anularon las prerrogativas para castigar y destituir empleados, intervenir en los juzgados de departamentos, en las actividades de los jueces y en el área eclesiástica, así como para requisar ganado a la población.38 A su vez, se estableció que la cooperación militar con las provincias de la región sería una decisión exclusiva del ejecutivo provincial.39

En ese contexto, los conflictos en las cadenas de mando no tardaron en surgir. La milicia era también una institución mediante la que se disputaba el poder, se operaba y se confrontaba políticamente, y esa fue una característica que se mantuvo durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX. Veamos un ejemplo. A fines de octubre de 1854 José Posse, en calidad de teniente coronel del Regimiento Núm. 8 de Famaillá, destituyó a un capitán y lo reemplazó por otro, sin dar parte al comandante departamental, Dionisio Andrade, máxima autoridad de dicho regimiento.40 Andrade denunció a Posse frente al primer mandatario provincial por haber abusado de sus facultades, adjudicándose competencias exclusivas de la comandancia. Incluso, amenazó al gobernador con renunciar si no se tomaban medidas al respecto.41 Al parecer, Campo logró apaciguar los ánimos ya que ambos jefes se mantuvieron en sus puestos y no hay evidencia de escarmiento alguno a José Posse. Es más, Campo continuó con la incorporación de los integrantes de esa familia en las jefaturas de los regimientos: designó a Ramón Posse como comandante del distrito de Lules (Famaillá) y a Segundo Posse como capitán del Regimiento Núm. 5 de Trancas, departamento lindante con Salta.42 Tal como veremos, los conflictos entre los Posse y los demás comandantes no cesaron aquí, y funcionaron como un componente central de la insurrección de 1856.

De manera simultánea con los cambios llevados adelante en los distritos de campaña, se realizaron modificaciones dentro del ámbito de la ciudad de San Miguel de Tucumán. Allí se organizaron dos nuevas fuerzas: la Guardia Nacional y el Piquete de Línea o Guarnición del Principal, que tendrían un papel clave en el desarrollo y resolución de la asonada del 16 de abril. Ambas fuerzas, sobre todo la segunda, intentaron ser acopladas a los planes revolucionarios pero las mismas se mantuvieron fieles al gobernador y a las instituciones provinciales. ¿Cuál fue la característica de estas fuerzas? ¿Dónde se asentaban y por qué mantuvieron su lealtad al gobernador Rojo durante la revuelta del 16 de abril?

Tanto la organización de la Guardia Nacional como la del Piquete de Línea habían sido sucesivamente impulsadas por José María del Campo en respuesta a los requerimientos del poder central.43 La Guardia Nacional fue una fuerza creada por decreto presidencial para auxiliar al ejército de línea. Debía organizarse en cada provincia y esta organización, así como su enrolamiento, era facultad de los gobernadores, aunque la potestad de movilizarla era exclusiva del poder central. La Guardia Nacional constituía una suerte de milicia nacional que incluía a todos los ciudadanos.44 Recogía la tradición de servicio y alistamiento cívico de las milicias urbanas pero sus referentes identitarios eran la nueva república, su constitución y el principio de “ciudadanía armada”.45 Su funcionamiento era eventual y el objetivo era desterrar progresivamente el sistema de milicias heredado de los ejércitos provinciales y reemplazarlo en su totalidad. Sus más altos escalafones, a excepción del cargo de Jefe Superior de la Guardia Nacional de la Provincia (que era designado desde el Ministerio de Guerra y Marina) eran elegidos por los mandatarios provinciales.46 Más allá de los principios sobre los que se edificó la Guardia, la misma adquirió una destacada impronta provincial, su control fue disputado entre los sucesivos gobernadores y los partidos locales y se constituyó, al igual que las tradicionales milicias, en parte activa de los conflictos políticos así como de los procesos electorales. Sin embargo, en los primeros años de su formación en Tucumán, la autoridad y experiencia de los coroneles del ejército de línea afectados a la región del norte de la Confederación – en especial Anselmo Rojo – lograron captar y mantener su lealtad y subordinación al poder central y a las autoridades constituidas.

Conviene detenernos aquí y aclarar quiénes eran los referidos coroneles, ya que desempeñaron un importante rol en la revuelta del 16 de abril y, en general, en la política provincial y regional de estos años. Ellos constituían importantes figuras militares con demostrada trayectoria en el campo de batalla. Sus antecedentes les permitieron ocupar altos escalafones en las circunscripciones militares que se diseñaron en el norte. Al quedar la nación dividida en cinco comandancias militares por decreto del ejecutivo nacional, personajes como Anselmo Rojo, Antonino y Manuel Taboada o Vicente Neyrot fueron quienes garantizaron en el norte, por una parte, la reorganización y protección de la línea de frontera en Santiago del Estero y, por otra, la colaboración militar de las provincias de la región.47 Rojo contaba con amplia experiencia en el terreno de las armas, importantes vínculos en el norte con las elites de Salta, Santiago y Tucumán y esto debió constituir un fundamento suficiente para que el presidente lo nombrara coronel de la circunscripción del norte a pesar de su reconocido pasado como unitario. Estos coroneles se constituyeron en piezas clave de la política regional en toda la Confederación. Muchos de ellos terminaron por ser gobernadores, agentes diplomáticos regionales o protagonistas de conflictos políticos provinciales y regionales.48

Durante el mandato de Campo la organización de la Guardia Nacional sólo pudo llevarse a cabo en la capital provincial.49 El avance hacia los departamentos del interior fue una tarea complicada tal como lo demuestra el caso de Monteros. Su tradición militar, anclada en su regimiento departamental y en sus cuerpos cívicos urbanos, frenó la conformación de los batallones de guardias nacionales. Los cuerpos cívicos, que debían disolverse a partir de la organización de la Guardia, se opusieron a esta empresa manifestando que el triunfo de los liberales en Monteros frente a las fuerzas de Gutiérrez había sido un logro propio. Por lo tanto, consideraban como una afrenta a su “tradición y patriotismo” la desarticulación de este cuerpo.50 Al parecer, Campo no insistió al respecto ya que el mantenimiento de este cuerpo en Monteros implicaba, por otra parte, la posibilidad de contar con fuerzas locales leales.51

El Piquete de Línea era una fuerza veterana de infantería perteneciente al Ejército Nacional y dependiente del Ministerio de Guerra y Marina. Desde allí se le proveía de armamento, vestuario y demás requerimientos. El Piquete se había organizado en Tucumán en 1855 por decreto presidencial, contaba con unos 40 efectivos y era de servicio regular. La fuerza debía guardar la seguridad urbana y la del recinto gubernamental, por ello fue ubicado en el Cabildo de la ciudad: “…la intención del gobierno nacional es que esa fuerza […] como cuerpo del Ejército Nacional sirva de apoyo a las autoridades constituidas de esa provincia y robustezca la acción de la ley conservando ileso el orden legal”.52 Los altos jefes fueron designados desde el gobierno central, muchos de ellos a propuesta del gobernador.53

A principios de 1856, la elección del sucesor de Campo tensionó los vínculos de mando y obediencia configurados en el marco de la nueva estructura militar provincial. Los jefes principales desempeñaron un rol preponderante en el conflicto por la sucesión y la insurrección liderada por los Posse puso a prueba las redes de lealtad tejidas por el gobernador saliente.

La revolución y la movilización de fuerzas>

La noche del 16 de abril de 1856 los jefes José Ciriaco, Benjamín, Manuel y Ramón Posse intentaron tomar por asalto el Cabildo al grito de “Viva Campo” con el propósito de forzar la renuncia del flamante gobernador, Anselmo Rojo. Frente al episodio surgen algunos interrogantes básicos: en primer lugar, ¿por qué los Posse tomaron las armas contra el gobernador electo? ¿Qué argumentos invocaron para justificar esa acción? En segundo lugar, ¿a quiénes movilizaron y qué recursos emplearon para hacerlo?

El expediente judicial recoge los testimonios de los principales protagonistas, quienes desde un principio buscaron justificar su accionar invocando un ataque inferido a Benjamín Posse por parte de una cuadrilla dirigida por Silvestre Álvarez. El agredido era primo de José Ciriaco y de Ramón Posse y se desempeñaba como comandante del 2° Escuadrón del Regimiento de Monteros. Al parecer, Silvestre Álvarez, comandante general de dicho departamento, había aprovechado el cambio de gobierno para destituirlo de manera violenta.54 El suceso no resultaba ajeno a las disputas y altercados que se habían producido durante la gestión de Campo y ponía de manifiesto los enfrentamientos entre los mandos medios y las jefaturas militares. Pero esos enfrentamientos también tenían vinculaciones en el ámbito político, ya que tanto Álvarez como los Posse estaban enrolados en las filas del liberalismo tucumano, aunque en círculos rivales. El incidente fue interpretado como una amenaza directa para los demás miembros de la familia y, por lo tanto, como un motivo suficiente para reclamar el retorno de Campo a la gobernación por la vía de las armas.

El abogado defensor de los Posse, Benigno Vallejo, retomó ese argumento y amplió las evidencias para justificar el procedimiento de sus defendidos. Según el relato expuesto durante el juicio, la agresión a Benjamín Posse era sólo el inicio de una serie de ataques que habría de involucrar a los otros miembros de la familia. Además, se señalaba como agravante la respuesta insatisfactoria del gobierno que, ante la denuncia presentada, había resuelto enviar como mediadores a dos sujetos que no merecían la confianza de los Posse.55

Para sostener esa versión de los hechos era fundamental demostrar que el plan revolucionario se había concebido el mismo día de la acción y así lo explicitaron los Posse y sus subalternos. Sin embargo, el testimonio de algunos soldados del piquete indica que hubo preparativos previos.56 Ahora bien, ¿cómo interpretar la insurrección del 16 de abril? Resulta claro que, además de las fricciones protagonizadas en el ámbito de las jefaturas militares, la elección del gobernador había tenido una importancia decisiva en la configuración del conflicto. Aquí la cuestión principal residía en la oposición ejercida por los Posse a la candidatura de Rojo. A partir de esa conducta, ellos mismos entendían que la gestión de Rojo habría de significar una pérdida de los espacios de poder alcanzados durante el bienio de Campo y que, eventualmente, sus rivales podrían tomar represalias en su contra. Este razonamiento remitía a las prácticas propias de los regímenes rosistas, las cuales se habían reeditado durante los enfrentamientos entre gutierristas y liberales. Tales prácticas no sólo involucraban el desplazamiento de los cargos públicos, sino que también podían involucrar algún tipo de represalia mediante el uso discrecional de los espacios de poder local. El accionar de Silvestre contra Benjamín Posse confirmó esos temores y precipitó la decisión de tomar las armas para instalar en el gobierno a un sujeto que pudiera garantizar la preservación de su posición y de sus bienes. En este sentido, es importante destacar que en ningún momento se impugnó el procedimiento electoral que había designado a Rojo como gobernador, es decir, a diferencia de otros casos, la retórica empleada no ponía en cuestión la legitimidad de origen ni denunciaba la violación de la soberanía popular, sino que articulaba un lenguaje anclado en el imaginario rosista en donde el mandatario funcionaba como el garante de la vida y del patrimonio de los ciudadanos, y donde las disidencias políticas se castigaban con represalias directas.

Ahora bien, ¿quiénes y por qué secundaron a los Posse en su intentona? La pregunta nos acerca al universo de los grupos subalternos y nos obliga a revisar el expediente con mucha mayor atención para lograr restablecer esas voces.57 La tarde del 16 de abril, los Posse habían logrado reunir un contingente de al menos cien hombres para marchar hacia la ciudad, reclutaron individuos de los regimientos bajo su mando y también peones y empleados de sus fincas. De ese universo, el expediente sólo registra siete testimonios, tres oficiales y cuatro soldados rasos. Entre ellos, sólo uno se identificó como militar (el “capitán de escuadrón” Pedro Ancari), mientras que los demás informaron oficios diversos (dos labradores, un lomillero, un sastre, un carpintero y un curtidor).58 Los oficiales dijeron haber sido convocados por los Posse, pero negaron conocer cuáles eran los planes que habrían de ejecutar.59 Según su declaración, la única información que les proporcionaron fue que tendrían que marchar hacia la ciudad y que no se produciría ningún enfrentamiento porque ya eran “dueños de la Plaza”. La promesa de no participar de una acción violenta parece haber funcionado como una de las claves para lograr la movilización de los hombres, pero resultó quebrantada al recibir las primeras descargas en las inmediaciones del Cabildo. Bajo tales circunstancias, uno de los oficiales decidió desertar y alentó a varios de sus subordinados para hacer lo mismo. En ese comportamiento quedaban delimitados los límites de la obediencia de la tropa liderada por los Posse. La opción de enfrentarse a las fuerzas leales al gobierno excedía el compromiso de los soldados con sus jefes y, por lo tanto, la deserción se consideraba habilitada. Justamente, al llegar a la ciudad y advertir que debían combatir, algunos capitanes ofrecieron a sus soldados la suma de $ 25 para asegurar su obediencia y subordinación.60

El plan original contemplaba la complicidad del contingente encargado de custodiar el Cabildo, para ello, el oficial Antonino Pericena había intentado seducir a algunos soldados.61 Varios testigos señalaron que Pericena les había solicitado colaboración bajo la promesa de eximirlos de marchar con el contingente que estaba reclutando el Teniente Bernabé Chocobar para el ejército de línea.62 El garante de cumplir con esa promesa era el propio Campo. En esas circunstancias, el Sargento Juan Calderón, uno de los interpelados por Pericena, resolvió hablar directamente con Campo quien le aseguró que era “disposición del Gobierno actual, pero que no marcharían porque él hiba [sic] a hacer una solicitud al Gobierno actual pidiendo la postergación de la marcha de ellos”.63 En definitiva, las maniobras de Pericena y Campo buscaban quebrar la obediencia de los soldados del Piquete y para eso el principal argumento era la amenaza de su incorporación al contingente que debía marchar con el Ejército de Línea.64

Por su parte, Campo intentó obtenerla adhesión de los jefes del Piquete y de la Guardia Nacional, con ese propósito había exhibido cartas de Urquiza donde el presidente expresaba su desacuerdo con la candidatura de Rojo. El fracaso de esa negociación resulta clave para entender la rápida derrota de los sublevados. Tanto los jefes de la guarnición como los coroneles designados por el gobierno nacional – Lucas Ibiry, Bernabé Chocobar y Vicente Neyrot – priorizaron la defensa de las autoridades constituidas antes que sus vínculos con Campo y los Posse. Esto revela las características complejas de las tramas de relaciones conformadas a partir de la derrota del gutierrismo. Aunque Campo había logrado liderar un sector político del liberalismo local y articular una red de lealtades junto con la familia Posse, no logró consolidar una estructura de poder que se subordinara a sus designios. Las fisuras de esa estructura de poder ya se habían advertido al momento de resolver la sucesión y terminaron de exteriorizarse durante el desarrollo del motín. 65

El gobernador no sólo contó con la lealtad del piquete instalado en el Cabildo, sino que además movilizó varios batallones que en pocas horas sometieron a los insurrectos. La decisión de Rojo resulta clara: todo desafío a la autoridad debía reprimirse de manera contundente.66 El avance de las fuerzas rebeldes fue repelido desde el Cabildo por la Guardia Nacional, el Piquete de Línea y varios regimientos movilizados desde la campaña, incluso el de Monteros, bajo el mando de Silvestre Álvarez, y el de Famaillá, dirigido por Dionisio Andrade. En total se estima que fueron unos 400 hombres los que participaron de la represión de los insurrectos.67

Juicio y castigo>

La represión de los amotinados por la vía de las armas concluyó con un juicio penal. La decisión de someter a los cabecillas del levantamiento a un proceso judicial contrasta con las prácticas habituales de los regímenes rosistas que habían legitimado las ejecuciones sumarias para los responsables de motines y rebeliones. Esa decisión es basaba en los preceptos de la Constitución recientemente jurada que había abolido la pena de muerte por causas políticas, aunque sin definir el procedimiento que debía aplicarse en los casos de insurrección contra la autoridad. Por consiguiente, se delineaba un terreno bastante amplio para la discrecionalidad del gobernador. Bajo tales circunstancias, Anselmo Rojo decidió mantener la causa dentro de la órbita de la justicia ordinaria en vez de someterla a un tribunal militar – “a quien más parece deberle corresponder” – en el cual cabría esperar penas más severas.68 La etapa sumaria y el desarrollo del juicio se llevaron adelante con bastante celeridad y mantuvieron en vilo a una porción significativa de los habitantes de la provincia.

La estrategia del abogado defensor de los Posse, Benigno Vallejo, se estructuró sobre dos ejes. Por una parte, procuró demostrar que el principal instigador había sido José María del Campo y que, por lo tanto, a sus defendidos les correspondía una sanción menor.69 Por otra parte, reunió una serie de argumentos para justificar el recurso de la violencia. El letrado planteó que la acción cometida por sus defendidos debía tipificarse como un “delito político”. Al respecto puntualizó que la “revolución” liderada por los Posse constituía un ataque al “derecho político del Estado”, consecuentemente, esa acción debía evaluarse teniendo en cuenta “lo que es la política entre nosotros; sus ecsesos [sic] en las luchas, que son casi nuestro estado normal”.70 A continuación, Vallejo postuló que el ataque sufrido por Benjamín Posse, así como la respuesta insatisfactoria del gobierno ante la denuncia realizada, operaban como atenuantes del “delito”. En este punto se reforzaban los argumentos esgrimidos por los Posse que aseveraban haber actuado para preservar su seguridad individual, y se procuraba demostrar que no se habían concebido planes revolucionarios antes del día de la acción armada.71 Otro punto que también se señalaba como atenuante eran los aspectos tácticos del plan revolucionario. Según varias declaraciones, la idea inicial daba por descontada la connivencia del Piquete instalado en el Cabildo y, por lo tanto, no preveía una ocupación violenta del mismo. Este punto fue particularmente ponderado por Vallejo que, incluso, se ocupó de desmentir a un testigo que trazaba un perfil de los cabecillas caracterizado por la crueldad y la virulencia. Según ese testimonio, José Ciriaco le había dicho a sus soldados “¡ea muchachos! No me den cuartel; no me dejen uno vivo!” y, a continuación, les había prometido como botín el saqueo de las tiendas de sus adversarios.72

El defensor rechazó terminantemente esa versión de los hechos e insistió en la idea original de la ocupación del edificio de gobierno sin “derramar una gota de sangre”, para luego forzar la renuncia del mandatario.73 El énfasis en esta cuestión tenía un propósito bastante obvio: menguar la responsabilidad de los Posse en el saldo luctuoso de la intentona, pero también revelaba una percepción en la cual la violencia constituía un recurso extremo que sólo debía emplearse con moderación y cautela.

En la última parte de su exposición, Vallejo invocó el argumento más polémico: las cartas de Urquiza que objetaban la candidatura de Rojo. Con esa evidencia no sólo se buscaba demostrar la responsabilidad de Campo – quién había exhibido dichas cartas – sino también convencer al magistrado que los insurrectos habían actuado convencidos de que el criterio del presidente resultaba decisivo para la legitimidad de un mandatario provincial: >

Mis defendidos, hombres todos sin principios, sin suficiente discernimiento en materias constitucionales, han creído que por esos documentos pudiera Campo estar autorizado para obrar contra el Gobierno legal de la Provincia, cuando veían que el Gefe [sic] Supremo del Estado lo reprobaba de antemano.74

Para reforzar ese argumento, Vallejo expuso que los Posse no sólo tenían un conocimiento limitado del texto constitucional, sino que su experiencia reciente les llevaba a creer que el gobierno nacional podía destituir a un mandatario provincial ya que de ese modo había sido removido Gutiérrez.75 Finalmente, el letrado subrayó que sus defendidos estaban acostumbrados a “cumplir y ver cumplir órdenes extraoficiales del Gobierno de la Provincia en todos los tiempos”, sin que ello hubiese sido motivo para sufrir represalias de ningún tipo.

El propósito de Vallejo era demostrar que los Posse sólo habían cumplido un papel subordinado y que el principal responsable del levantamiento era José María del Campo. Ahora bien, resulta particularmente interesante que uno de los argumentos para demostrar esa versión de los hechos haya apelado a la potestad del gobierno federal para entrometerse en un ámbito que la Constitución reservaba exclusivamente a las provincias. El punto más consistente de dicho argumento eran los eventos que habían concluido con el desplazamiento de Gutiérrez, eventos que los Posse habían vivido de cerca y en los cuales el ejecutivo nacional había tenido un papel decisivo como dispensador de legitimidad.

La defensa pretendía una morigeración sustancial de la pena solicitada por el fiscal. Éste había reclamado que se aplicara la pena de muerte para José Ciriaco Posse y José María del Campo; mientras que para los demás involucrados – Manuel, Emidio, Benjamín y Ramón Posse y Durval Vázquez –había demandado el destierro por un periodo de 10 años. Sin embargo, el juez se decidió por una sanción bastante más benévola y condenó a los cabecillas al destierro fuera de la provincia por un plazo de 6 años. Además, les impuso una pena pecuniaria para compensar las erogaciones realizadas por el gobierno para reprimir el motín.76 En cuanto a los demás, el juez también los condenó al destierro, pero por un plazo de 4 años, y excluyó a Emidio Posse, considerando que su delito ya había sido purgado con las semanas cumplidas en prisión y el pago de los gastos procesales.

Antes de dictarse la sentencia, Urquiza le escribió al gobernador para recomendarle moderación en la aplicación de los castigos. La respuesta de Rojo reivindicó una aplicación estricta de la ley, postulando que si el gobierno había triunfado en nombre de la ley, “parecía lógico que los criminales fuesen jusgados [sic] por ella”. El presidente no se sintió conforme con esta postura y, luego de conocido el fallo judicial, volvió a escribirle para pedirle que “atenuase” los efectos de la ley: Una oportuna magnanimidad en el Gobierno moraliza más al pueblo, que un castigo, aunque justo, cuando las pasiones políticas pueden alterarlo. Yo quisiera que U. elevase su nombre en la consideración pública con una acción así que aplaudirá todo el país, mientras sus mismos enemigos se sentirán atraídos por ellos al respeto y al buen camino.77

Sólo un par de semanas más tarde, Anselmo Rojo presentó su renuncia alegando problemas de salud. La elección de su sucesor se resolvió con bastante celeridad y sin disidencias importantes, la Sala de Representantes nombró a Agustín J. de la Vega. Éste contaba con el aval del gobierno nacional debido a su adhesión a la política de fusión promovida por Urquiza. Durante su gobierno un sector de los federales se incorporó al cuerpo legislativo de la provincia y se sancionó una ley de amnistía que permitió el regreso de los desterrados por el motín de abril.

La primera medida de Vega fue la promulgación de la Constitución provincial que, bajo los lineamientos establecidos por la Carta Magna de 1853, reemplazó el Estatuto de 1852. El nuevo código estableció expresamente un régimen de gobierno representativo y precisó que cualquier disposición tomada por “el Gobierno o la Sala de Representantes, a requisición o influencia de fuerza armada, o de una reunión de pueblo” se consideraba nula de derecho y, por lo tanto, no debía ejecutarse.78 Con esa declaración se pretendía proscribir de manera explícita la utilización de las armas como herramienta de intervención política.

Comentarios finales

El derrumbe de la confederación rosista abrió una etapa de fuerte convulsión política, pero también impulsó el establecimiento de un orden institucional bajo el marco de la Constitución federal de 1853. ¿Cómo se conjugaron esas dos dimensiones? ¿Cuál fue el papel que jugaron las armas en la institucionalización de la república liberal? Hasta hace poco tiempo, la recurrencia de las guerras y de los levantamientos era percibida como una rémora del pasado que remitía a principios incompatibles con aquellos consagrados en el texto constitucional. Esa imagen ha comenzado a desmontarse a partir de investigaciones que piensan las armas y la violencia como herramientas de intervención política que mantuvieron su vigencia apelando a los mismos principios que regulaban el orden institucional. En las páginas precedentes analizamos detalladamente una rebelión cuyo principal objetivo era la dimisión del gobernador recientemente electo, Anselmo Rojo. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los levantamientos del periodo, los insurrectos no impugnaron la legitimidad del procedimiento electoral que había consagrado a Rojo, sino su proceder como autoridad responsable de la seguridad de los ciudadanos, función elemental de todo gobierno.

La movilización armada se justificó en nombre de los derechos afectados, pero también a la luz de las prácticas políticas habituales, en donde los “excesos”, es decir la violencia, se consideraban parte de la normalidad. Ahora bien, dentro de esos excesos, también había normas y, si bien el uso de las armas podía legitimarse en ciertos casos, la violencia debía moderarse para reducir, en lo posible, el derramamiento de sangre. Adicionalmente, se invocó como argumento para cuestionar al gobernador electo las objeciones manifestadas por el presidente. Aunque los preceptos constitucionales vedaban toda injerencia del ejecutivo nacional en la elección de las autoridades provinciales, la experiencia reciente mostraba que el gobierno federal podía remover un mandatario.

Por otra parte, el análisis del levantamiento liderado por los Posse comprueba la relación con dos aspectos centrales del proceso de institucionalización post-Caseros: las elecciones y la organización del ejército. Ambos aspectos estaban sujetos a nuevas normativas, la proscripción de la reelección del gobernador y la conformación de fuerzas subordinadas a la autoridad nacional, cuya implementación estuvo directamente afectada por la disputa política. Las elecciones y la reorganización militar involucraban cuestiones vinculadas al ordenamiento político tutelado por el partido liberal y, a la vez, configuraron el escenario que desembocó en la insurrección del 16 de abril.Las alternativas para la definición del candidato crisparon las relaciones entre los distintos círculos del partido liberal y tensionaron los vínculos de mando y obediencia entre los jefes militares y sus subordinados, que se sumaron a rencillas previas entre los oficiales de milicias. Las recomendaciones del presidente actuaron como un ingrediente adicional para potenciar las rivalidades y catalizar el conflicto.

La derrota de los rebeldes fue contundente gracias a las fuerzas que mantuvieron su obediencia al gobernador y el castigo de los cabecillas se estableció en consonancia con los preceptos constitucionales que vedaban la pena de muerte por causas políticas. De inmediato, Rojo dio indicaciones para la instrucción de un sumario y determinó la ejecución de un juicio penal para definir las responsabilidades del caso y las sanciones correspondientes. La puesta en marcha del juicio abrió también un espacio para la experimentación y para la polémica ya que no existían reglas establecidas para un procedimiento de esas características. En tales circunstancias, la injerencia de los otros poderes, en especial el ejecutivo provincial y el nacional, fue un factor clave. Lo más significativo fue la insistencia de Urquiza para que se morigerase el castigo que, finalmente, fue conmutado por una ley de amnistía. Esa decisión tendría una importancia futura que quizás no estaba prevista en ese momento, la amnistía se convertiría en una herramienta política habitual, utilizada por distintos gobiernos como estrategia para reintegrar a la vida institucional a los castigados por el delito de insurrección.79 En esos términos habría de trazarse un itinerario que se iniciaba con un levantamiento armado, seguía por la represión y el castigo a los cabecillas, y concluía con una ley de perdón y la reincorporación de los insurrectos. De esta manera, aunque las rebeliones y pronunciamientos fueron censuradas expresamente por la normativa y por las autoridades, la viabilidad de la amnistía configuraba un horizonte de posibilidades que alentaba la opción por las armas.

Territorio de la Provincia de Tucumán con sus límites departamentales, año 1860

Fuente: Archivo del Museo Casa de la Independencia, Tucumán

Notas

1 Instituto Ravignani – CONICET/UBA- PEHESA.

2 Instituto Ravignani – CONICET/UBA- PEHESA

3 Hilda Sabato objeta las lecturas que postulan una América Latina esencialmente violenta y que no establecen distinciones ni problematizan la vinculación entre política y violencia. Asimismo, propone “interrogar las diferentes formas de violencia política en distintos momentos y lugares”, Buenos Aires en armas, la revolución de 1880. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 16-17.         [ Links ] En esa línea, véase, entre otros: Guy Thompson, “Bulwarks of Patriotic Liberalism: The National Guard, Philharmonic Corps and Patriotic Juntas in Mexico, 1847-88”, Journal of Latin American Studies, n° 22, 1990;         [ Links ] Alicia Hernández Chávez, La tradición republicana del buen gobierno, México, FCE, 1994;         [ Links ] Véronique Hébrard, “¿Patricio o soldado: qué uniforme para el ciudadano? El hombre en armas en la construcción de la nación (Venezuela, primera mitad del siglo XIX)”, Revista de Indias, Vol. LXII, n.º 225, 2002, pp. 429-462;         [ Links ] Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la Nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850), Madrid-Frankfurt, Iberoamericana Vervuert, 2007;         [ Links ] Sonia Alda Mejías, «Las revoluciones y el sagrado derecho de insurrección de los pueblos: pactismo y soberanía popular en Centroamérica, 1838-1871», EIAL, Vol. 15, n.º 2, 2004, pp. 11-39;         [ Links ] Carlos Malamud y Carlos Dardé, Violencia, legitimidad política y revoluciones en España y América Latina, 1840-1910, Santander, Universidad de Cantabria, 2004;         [ Links ] Cecilia Méndez, The plebeian republic. The Huanta Rebellion and the making of the peruvian state. 1820-1850, Durham and London, Duke University Press, 2005;         [ Links ] Clément Thiabud, Las Repúblicas en Armas, Ejércitos Bolivarianos en la guerra de independencia de Colombia y Venezuela, Bogotá, Planeta-IFEA, 2003;         [ Links ] Marta Irurozqui (coord), “Violencia política en América Latina. Siglo XIX” (Dossier), Revista de Indias, n° 246, 2009;         [ Links ] Marta Irurozqui y Miriam Galante (eds.), Sangre de Ley. Justicia y violencia en la institucionalización del Estado en América Latina, siglo XIX. Madrid, Polifemo, 2011;         [ Links ] Juan Carlos Garavaglia, Juan Pro Ruiz y Eduardo Zimmermann, Las fuerzas de la guerra en la construcción del Estado: América Latina siglo XIX, Rosario, Prohistoria, 2012.         [ Links ]

4 En lo que al escenario argentino refiere, véanse, entre otros: Noemí Goldman y Ricardo Salvatore, (comps.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema. Buenos Aires, Eudeba, 1998;         [ Links ] Hilda Sabato y Alberto Lettieri, La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, Buenos Aires, FCE, 2003;         [ Links ] Hilda Sabato (coord.), “Historias de la república. Variaciones del orden político en la Argentina del siglo XIX”, PolHis n° 6/11, 2013;         [ Links ] Ariel de la Fuente, Children of Facundo. Caudillo and Gaucho insurgency during the argentine state-formation process (La Rioja, 1853-1870), Durham and London, Duke University Press, 2000;         [ Links ] Pablo Buchbinder, Caudillos de pluma y hombres de acción. Estado y política en Corrientes en tiempos de la organización nacional, Buenos Aires, Prometeo - Universidad Nacional General Sarmiento, 2004;         [ Links ] Ezequiel Gallo, Colonos en armas. Las revoluciones radicales en la provincia de Santa Fe (1893), Buenos Aires, Siglo XXI, 2007;         [ Links ] Beatriz Bragoni y Eduardo Miguez (comp.), Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional.1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010;         [ Links ] Raúl Fradkin y Gabriel Di Meglio (coord.) Hacer política. La participación popular en el siglo XIX rioplatense, Buenos Aires, Prometeo, 2013;         [ Links ] Daniel Santilli, Jorge Gelman y Raúl Fradkin (eds), Rebeldes con causa. Conflicto y movilización popular en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, Prometeo, 2014;         [ Links ] Flavia Macías, Armas y política en la Argentina. Tucumán, siglo XIX, CSIC, Madrid, 2014;         [ Links ] Roberto Schmit (coord.), Caudillos, instituciones y política en los orígenes de la nación argentina, Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento, 2015.         [ Links ]

5 La expresión “partido liberal” era empleada por los propios actores para aludir a un grupo bastante heterogéneo constituido por círculos de notables y redes parentales que operaban en la Sala de Representantes y ocupaban cargos en las milicias provinciales y en la Guardia Nacional. Aunque todos se habían identificado con la “causa de la organización nacional” y habían participado, en mayor o menor medida, del derrocamiento de Gutiérrez, tales elementos no resultaron suficientes para evitar las disputas.

6 Luego de su triunfo en la batalla de Caseros, Urquiza había proclamado el “olvido general de todos los agravios” y la “confraternidad y fusión de todos los partidos políticos” con el propósito de evitar la propagación de la guerra; sin embargo, los conflictos se extendieron en varias regiones del país, y el norte fue uno de los escenarios más candentes. Con la victoria del triunfo de los liberales en la batalla de Los Laureles en diciembre de 1853, la consigna de “fusión de los partidos” adquirió un nuevo significado en el discurso del gobierno nacional encabezado por Urquiza. El propósito principal debía ser el respeto y la tolerancia hacia los vencidos y su eventual reincorporación a la escena política.

7 Celedonio Gutiérrez había llegado al cargo de gobernador luego de la derrota de la Coalición del Norte, el 14 de noviembre de 1841, y había permanecido en el mismo hasta el 14 de junio de 1852, cuando fue destituido por la Legislatura. Unos meses más tarde, el 16 de enero de 1853, se produjo un movimiento cívico militar que restableció a Gutiérrez en el cargo, donde se mantuvo hasta octubre de 1853. Entonces, en un contexto de guerra interprovincial, una asamblea integrada por unos 75 vecinos, declaró su destitución. La resolución quedó confirmada con la derrota en el campo de batalla y la elección de José María del Campo como gobernador. Un análisis pormenorizado de las alternativas políticas del escenario tucumano post Caseros en la tesis doctoral de María José Navajas, pp. 41-52, especialmente: http://codex.colmex.mx:8991/exlibris/aleph/a18_1/apache_media/LYIQUDSSRR13EGQ2EBS1VQAUUH6BCE.pdf .

8 José María del Campo nació en Monteros en 1826 y hasta la batalla de Caseros no hay registro de su participación política. En su novela “Los Montoneros”, Eduardo Gutiérrez traza un perfil de su desempeño como sacerdote: “Con su conducta ejemplar y la mansedumbre excepcional de su carácter, se había hecho querer con locura por sus feligreses, que miraban en aquel joven un amparo contra todas las desventuras de la vida. A él acudían los perseguidos de la política, buscando un refugio contra el puñal de la Federación, a él acudían los míseros a quienes las rapiñas de aquellos gobiernos asesinos habían dejado en la calle, y a él acudían por fin todos los que necesitaban un socorro y un consuelo. Y el joven del Campo atendía a todos con igual cariño, tendiéndoles su mano generosa, […] y haciendo del curato un amparo contra los perseguidos, salvándolos así del degüello y el escarnio. La fama de su generosidad y de su bondad inagotable había pasado de departamento en departamento, al extremo de que desde los más lejanos acudían en busca de su amparo y de su consejo”. http://www.biblioteca.clarin.com/pbda/novela/montoneros/b-267277.htm. Consultada el 4 de noviembre de 2013.

9 El tema de la reorganización de las fuerzas provinciales guarda íntima relación con el conflicto que aquí analizamos y será desarrollado en el siguiente apartado.

10 El Estatuto había sido elaborado por la Sala de Representantes luego de resolver la destitución de Celedonio Gutiérrez, fue derogado cuando éste logró restablecerse en el gobierno provincial en enero de 1853 y puesto otra vez en vigencia con la victoria de los liberales en la batalla de Los Laureles. Además de vedar la reelección inmediata, el Estatuto prohibía expresamente el otorgamiento de facultades extraordinarias, excepto en situación de conmoción interna, en cuyo caso sólo se concedían las facultades por un tiempo determinado y con la obligación posterior de rendir cuenta de lo actuado ante la Legislatura. El texto completo en Ramón Cordeiro y Carlos D. Viale, Compilación Ordenada de leyes, decretos y mensajes del período constitucional de la provincia de Tucumán que comienza en el año 1852. Tucumán, Imprenta de la Cárcel Penitenciaria, 1917.

11 Alejandro Heredia permaneció frente al gobierno de la provincia entre 1832 y 1838, año en que fue asesinado. Su ascenso como primer mandatario en Tucumán se dio en el contexto de la guerra entre la Liga del Interior (integrada por Tucumán, Salta, Jujuy, Santiago del Estero, Catamarca, La Rioja, Mendoza, San Juan, San Luis y Córdoba) y Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires. Celedonio Gutiérrez se había convertido en gobernador luego de integrar las de filas del ejército que derrotó a la Coalición del Norte en 1841.

12 A todo esto se suma una cuestión más que se proyectó a todo el período de la organización nacional: la no reglamentación de la competencia, de la selección del candidato y de la situación en la que quedaba el perdedor. Esto incorporó un alto grado de incertidumbre a los comicios que muchas veces terminaban por constituirse en auténticos combates. El caso de Buenos Aires ha sido analizado en Hilda Sabato: La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2004.         [ Links ] Para el caso tucumano, remitimos a la tesis de Navajas citada previamente.

13 José Posse a Domingo Sarmiento, Tucumán, 14 de noviembre de 1855. La carta fue escrita para que Sarmiento la publicara en el periódico porteño El Nacional. Archivo del Museo Histórico Sarmiento, Epistolario entre Sarmiento y Posse. Buenos Aires, 1946, p. 50.

14 Los primeros representantes de esta familia, los hermanos Gerardo y Manuel, llegaron de España al territorio rioplatense a fines del siglo XVIII. Gerardo se instaló en Buenos Aires y Manuel en Tucumán, articulando un circuito comercial característico de la época: exportaciones de productos agropecuarios y textiles al mercado altoperuano, cuyos dividendos en metálico permitía financiar la importación de artículos europeos a través del puerto de Buenos Aires. Manuel se casó con Águeda Tejerina, miembro de una tradicional familia tucumana, y de esa unión nacieron diez hijos que establecieron las bases de una extensa red de parentesco. Un estudio clave para el análisis de esta familia es el de Florencia Gutiérrez, “Negocios familiares y poder político. Un estudio del caso de la élite tucumana (1860-1880)”, Ulúa, núm. 4, pp. 53-78. También, Francisco Bolsi, Azúcar, familia, parentesco y poder político en Tucumán, Argentina. Un estudio comparado de la familia Posse y Nougués (1830-1930), Saarbrücken, 2011.         [ Links ]

15 Los lazos con la elite salteña se sellaron en 1839 a través de su matrimonio con Damasita Poveda Alvarado, sobrina del general Rudecindo Alvarado y prima de José Uriburu Poveda. Los datos biográficos de Anselmo Rojo han sido extraídos de Vicente Cutolo, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, 1750-1930. Buenos Aires, Elche, 1968-1978,         [ Links ] y de Juan Ignacio Quintián, “Una aristocracia republicana. La formación de la elite salteña, 1850-1870”, tesis doctoral, Universidad de San Andrés, Buenos Aires, 2013.         [ Links ]

16 Las resistencias a la política de fusión también se advertían entre los liberales santiagueños: “Hay en el Gral. Urquiza un juicio erróneo sobre estos caudillejos: los considera necesarios en el interior para poner un dique a las influencias de los porteños y quiere conservar por ahora estos poderes militares ¡Qué engaño! Jamas le perdonaran que con la caída de Rosas les haya cortado las uñas a todos ellos”, Benjamín Lavaysse a M. Taboada. Santa Fe, 10 de febrero de 1853, citada por Quintián, “Una aristocracia…”, p. 270

17 Sobre la gravitación del espacio regional de la política en la década de 1850, véase María Celia Bravo, “La política ‘armada’ en el norte argentino. El proceso de renovación de la elite política tucumana (1852-1862)”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comp.) La vida política...

18 En los intercambios epistolares se informaba, de manera recurrente, sobre actividades conspirativas de los emigrados, planeando incursiones en las fronteras que compartía Tucumán con Catamarca y Salta. En su papel de “agente confidencial” del gobernador Campo ante su par salteño, Rojo señalaba que “los Gobiernos inmediatamente interesados en la paz interior de sus provincias no deben descuidarse en asegurarla por medios enérgicos siempre más eficaces que las notas que se despachan desde largas distancias”. Anselmo Rojo a José María del Campo, Salta, 22 de julio de 1854, Archivo Anselmo Rojo, Archivo Histórico de Tucumán (en adelante AHT), vol. 2, foja 159. Este aspecto también es señalado por Quintián, “Una aristocracia…”, pp. 268-269.

19 Por ejemplo, el vicepresidente Salvador María del Carril le escribía al gobernador de Santiago, Manuel Taboada, en los siguientes términos: “Promovimos y aceptamos el triunfo de los Laureles […]. Pero este triunfo, para que correspondiese a las miras del Gobierno, debía asegurar la paz a la República. […] Debimos pues hacer tolerable el triunfo de los Laureles a un poderoso partido adverso, haciendo que los vencedores fuesen moderados y tolerantes”. Del Carril a Manuel Taboada, Paraná, 1° de julio de 1854, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, fojas 130-131. Otro factor de tensión en la relación de las provincias con la nación lo constituyó el decreto que mandaba la circulación obligatoria del papel moneda y los escasos recursos disponibles en las arcas nacionales para auxiliar a los gobiernos provinciales.

20 Al respecto, Campo le decía a Rojo: “El Presidente escribe mucho a favor de Vega, agregando que sería también como un bien para la provincia y para la causa nacional la reelección, de esto último nada se habla acá, porque yo y mis amigos no escuchamos con serenidad la palabra reelección teniendo presente el tiempo de la tiranía”. Es significativo que el rechazo a la posibilidad de la reelección no invocase la prescripción del Estatuto sino las percepciones y sensibilidades de los propios actores. José María del Campo a Anselmo Rojo, Tucumán, 17 de enero de 1856, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, foja 460.

21 Así se reivindicaba Posse en las cartas escritas a Rojo y a otros miembros del partido liberal: “Es cierto que hace más de un año a que presenté a mi amigo el Coronel Rojo como sucesor del Sr. Campo”, José Posse a Julián Murga, Tucumán, 20 de febrero de 1856, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, primera parte, foja 327.

22 En Salta puede advertirse en un escenario similar, véase Quintián, “Una aristocracia…”, pp. 204-205

23 José Posse a Julián Murga, Tucumán, 20 de febrero de 1856, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, foja 327.

24 Para Posse, las reuniones que habían realizado esos miembros del partido liberal para representaban una “conspiración infame”, porque no habían participado ni él, ni su familia. José Posse a Anselmo Rojo, 7 de marzo de 1856, Tucumán, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, fojas 490-491.

25 Neyrot estaba designado para reunir el contingente de 200 hombres requerido a Tucumán por Urquiza para integrarse al Ejército Nacional. La denuncia sobre el accionar de ese jefe militar aparece en una carta de Posse: “Sabíase que el Coronel Neyrot había reunido una fuerza de 800 hombres de caballería y alguna infantería, incluso las milicias de la Reducción, y que en su campo se protestaba contra el nombramiento que debía hacer la Sala con amenazas de disolverla. En la plaza había dos batallones de guardias nacionales para contener el orden, pero el 2° batallón se descubrió que estaba casi sublevado apoyando a Neyrot. El Gobernador tuvo bastante firmeza para someterlo a su deber”. Es posible que esto haya sido utilizado por José Posse para demostrarle a Rojo que tanto él como Campo eran quienes podían garantizar la subordinación de los jefes militares. El Coronel Bernabé Chocobar ofrece una versión algo diferente en una carta a Rojo en la que le expresa todo su apoyo y el de los jefes principales de la ciudad. José Posse a Anselmo Rojo, Tucumán, 7 de marzo de 1856; Bernabé Chocobar a Anselmo Rojo, Tucumán, 18 de marzo, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, fojas 493-494 y foja 515, respectivamente.

26 La recolección de firmas era desestimada por Ruperto San Martín, que le escribió a Rojo asegurándole que la provincia entera, “con excepción de los aspirantes al puesto que U. va a ocupar y de los Comandantes caudillejos que con la elevación de U. al Gobierno miran la ruina del despótico poder que ejercen en sus comandancias, cometiendo tropelías y espoliaciones que saben U. no ha de tolerar”. 13 de marzo, Tucumán, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2,foja 502.

27 Ramón Rodríguez a Anselmo Rojo, Tucumán, 19 marzo de 1856, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, foja 528.

28 El primer paso en ese sentido se había dado ya con el Acuerdo de San Nicolás, que concedía al Director Provisorio de la Confederación el mando de las fuerzas de línea y de las milicias provinciales. A partir de 1854 se organizaron los primeros seis cuerpos del regimiento de dragones (fuerzas de línea), que dieron origen al Ejército Nacional. En Córdoba se organizaron los regimientos n° 1 y 2 de Dragones, en Mendoza el núm. 3, en San Luis el núm. 4, en Santiago del Estero el núm. 5 y en Salta el núm. 6. Estos regimientos eran mantenidos y subvencionados por el Estado Nacional que enviaba dinero, monturas, caballos, etc. Registro oficial de la república Argentina, T. III, Buenos Aires, Imprenta La República, 1883, p 113.

29 A diferencia de la mayoría de las provincias argentinas, Tucumán no tenía frontera con poblaciones indígenas, pero el problema de los emigrados convirtió a las zonas limítrofes con Catamarca y Salta en un espacio de recurrentes amenazas.

30 Los comandantes de esos cuerpos habían funcionado como piezas claves del esquema de poder provincial de los regímenes rosistas. En esos años, muchos de estos comandantes estrecharon importantes relaciones con el gobernador mediante la configuración de una amplia y consolidada red vincular y de un sistema de reciprocidades políticas y económicas que los erigió en la mano derecha del primer mandatario. Macías, Flavia: Armas y política en Argentina. Tucumán, siglo XIX, Madrid, CSIC, 2014 y “Poder Ejecutivo,         [ Links ] militarización y organización del Estado Provincial. Tucumán en los inicios de la Confederación rosista", Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. E. Ravignani, 32, Buenos Aires, 2010, 69-106.         [ Links ]

31 El gobernador continuó eligiendo sus jefaturas, decretaba su enrolamiento y ordenaba su movilización para formar parte de los contingentes del Ejército de Línea, cuando así lo requería el gobierno central.

32 El peso de la campaña en la reorganización política y militar de las provincias durante los años posteriores a Caseros ha llamado la atención de la actual historiografía. Raúl Fradkin advierte que, más allá de los centros urbanos, es a partir de estos núcleos rurales que los gobiernos debieron pensar en el consenso político, en la subordinación de la sociedad a las instituciones provinciales y en el aprovisionamiento militar y económico de la provincia. Raúl Fradkin: “Notas para una historia larga: comandantes militares y gobierno local en tiempos de guerra”, en Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez, (coord.): Un nuevo orden político. Provincias y Estado nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010, p. 297.         [ Links ]

33 Flavia Macías y María José Navajas, “Un hacendado, un cura y un comandante: entramados de una conspiración fallida. Tucumán - Argentina, 1858”, Anuario de Estudios Americanos, Vol. 69, Sevilla, 2012, pp. 477-505.         [ Links ]

34 Dionisio Andrade se había desempeñado como Coronel y Silvestre Álvarez de Teniente Coronel de la fuerza que hizo la campaña contra Celedonio Gutiérrez. Sección Administrativa (AHT), Revista de la Guardia Nacional, Tomo IV, Fs 346 y 346v.

35 Sobre los grados militares y la organización de los Regimientos Departamentales véase Flavia Macías: “Poder Ejecutivo, militarización…”… cit., en especial Anexo 2.

36 María Paula Parolo (2009) “Juicio, condena y ejecución de Francisco Acosta, ‘consentidor de ladrones’. Alcances y límites de los comandantes de campañas en Tucumán a mediados del siglo XIX”, en Anuario del IEHS, Vol. 23, Tandil, pp. 175-198.         [ Links ]

37 Debían garantizar el desarrollo de la elección, la asistencia de los electores así como el ordenado desarrollo de la misma. Para esto contaba con su poder militar y con las atribuciones que su propia jefatura departamental le otorgaba.

38 AHT, SA, Vol 76, Decretos del gobernador, F. 605.

39 AHT, SA, Vol 76, Decretos del gobernador, Fs. 328, 604-605.

40 Al Comandante del Departamento le competían este tipo de decisiones. A su vez, debían estar avaladas por un decreto del gobierno.

41 AHT, SA, Vol 76, Fs. 498 y 505.

42 AHT, Revista de la Guardia Nacional, Tomo 4, Fs. 346-364

43 Decreto del gobierno de la nación para crear y dar organización a la Guardia Nacional argentina. Paraná, 4 de mayo de 1854. AHT, SA, Vol. 78, F8. Decreto del Presidente de la Confederación Argentina por el cual se crea en la ciudad de Tucumán una compañía de infantería veterana dependiente del Ministerio de Guerra y Marina. Paraná, 4 de Julio de 1855. AHT, SA, Vol. 79, Fs. 174 a 176. La respuesta de Tucumán a los requerimientos militares del Ejército de Línea fueron siempre destacadas desde el Ministerio de Guerra y Marina. Véase, por ejemplo, AHT, SA, Vol 79, Fs 320 y 321.

44 Registro Oficial…, Tomo III, Buenos Aires, Imprenta La República, 1883, p 109.

45 Hilda Sabato, Buenos Aires…cit.; Macías, Flavia Armas y política…cit.; Flavia Macías e Hilda Sabato, “La Guardia Nacional. Estado, política y uso de la fuerza en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX”, POLHIS, Año 6, número 11, primer semestre de 2013;         [ Links ] Alejandro Eujanian, “¡Ciudadanos de todas las clases! A las armas! La Guardia Nacional en el proceso de formación de una identidad local”, fragmento de tesis doctoral (inédita), Rosario, Universidad Nacional de Rosario, 2011. (Puede consultarse en línea en www.historiapolitica.com).         [ Links ]

46 En el caso de Tucumán, el decreto fundacional de la Guardia advertía: “Art 7º: Será atribución exclusiva del gobierno el nombramiento del jefe principal de cada cuerpo. En todo lo demás, la elección de oficiales y clases se hará en la forma siguiente: cada compañía elegirá directamente sus clases hasta el cargo de sargento 2°, inclusive los cabos y sargento de cada compañía, elegirá sus oficiales hasta la clase de capitán. Los oficiales del batallón elegirán el Sargento Mayor y el Comandante del cuerpo. Decreto Organizando la Guardia Nacional. Tucumán, 5 de Mayo de 1854. Ramón Cordeiro y Dalmiro Viale, Compilación ordenada…, Tomo I, Editorial Oficial, Tucumán, 1916, p. 220. Para este caso provincial solo se encontraron algunos ejemplos de este tipo de elección de escalafones de mando como se estudia en los artículos citados más adelante.

47 “Circular del Departamento de Guerra y Marina”. AHT, SA, Vol. 79, F. 48. Allí se especificaba que el objetivo de esta división era centralizar la acción militar y hacer efectiva la llegada del ejército nacional a las fronteras. Para esto se constituyeron la División del Oeste (Mendoza, San Juan, la Rioja y Catamarca); la División 1º del Norte (Jujuy, Salta y Tucumán); la División 2º del Norte (Santiago del Estero y parte del Córdoba hasta Río Tercero); la División del Sud (el resto de Córdoba y San Luis); la División del Este (Corrientes, Entre Ríos y el territorio federalizado). Sus comandantes en jefe fueron los brigadieres Generales Nazario Benavidez, Rudesindo Alvarado, Juan Pablo López, Pablo Lucero y el propio Urquiza, respectivamente. Luego de estos nombramientos, se hicieron otros que implicaron la asignación de ciertas regiones en especial, a ciertos jefes de trayectoria. Este es el caso de Antonino Taboada, a quien se le dio el rango de Coronel Mayor de los Ejércitos de la Confederación con especial atención a la frontera de Santiago del Estero. (Circular del Ministerio de Guerra y Marina, Paraná, 31 de Julio de 1855. En Gaspar Taboada, Los Taboada, Imprenta López, Tomo I, pp. 183).

48 Pablo Buchbinder desarrolla un excelente análisis sobre la tensión entre coroneles y gobernadores en Cuyo y Corrientes, a partir de la división de la Confederación en las referidas circunscripciones. Pablo Buchbinder, “Estado Nacional y provincias bajo la Confederación Argentina: una aproximación desde la historia de la provincia de Corrientes”, Desarrollo Económico, núm. 164, vol. 41, 2002, pp. 643-664.         [ Links ]

49 El primer batallón en formarse en la Capital fue el Batallón Belgrano y el segundo el Batallón San Martín. AHT, SA, Vol. 78, F20 (8 de Mayo de 1854). AHT, Revista de la Guardia Nacional, Tomo IV (1853-1856), F. 397.

50 “...su Excelencia sabe que los cívicos de Monteros son el terror de la mazorca, que son decididos por la causa, y que en defensa de ella han de echar la tela. S.E. sabe también que la gente que debe formar los cuerpos de Guardias Nacionales es incapaz de hacer con las armas, toda ella, lo que un solo cívico; a más de todo esto (los cívicos) están muy resentidos con motivo de haberles tomado las armas, que si no tendrán confianza en ellos, dice, que les hacen un desaire, en fin, agraviados hasta lo sumo, con que demuestran su decisión y patriotismo según entiendo...”.Juez Departamental al gobernador. AHT – SA – Vol. 78 – Fs. 49 (1854).

51 Progresivamente, fueron formándose nuevos batallones en la capital y en Monteros a lo largo de toda la década de 1850. El avance de la Guardia Nacional en la campaña llevó, por lo menos, hasta 1875.

52 AHT, SA, Vol. 79, Fs. 174 a 176 (Paraná, 4 de Julio de 1855)

53 Paraná, 19 de Octubre de 1855. AHT, SA, Vol. 79, F. 305 y vta. AHT, Revista de la Guardia Nacional, Vol. 4, Fs. 414 a 416. La Plana Mayor y los mandos de tropa quedaron constituidos de la siguiente manera: teniente coronel: Bernabé Chocobar; sargento mayor: Antonio Pericena; ayudante mayor: Salvador Aguilar; capitanes: Rafael Garmendia y Tomás Aráoz; teniente de banda: Francisco Manrique; sargento 1º: Faustino Gallinato; sargentos 2°: Miguel Robles, Juan Manuel Castillo y Juan Calderón; Cabos 1°: Román Zelarayán, Esteban Pérez, Santiago Díaz; cabos 2°: Camilo Abrego, José Pizarro, e Isidro Graneros.

54 Por lo que sabemos, este accionar de Silvestre Álvarez no provino de una orden oficial del gobierno, sino de una decisión individual. Este tipo de comportamiento formaba parte de las prácticas habituales de los comandantes, tal como vimos en el caso referido de José Posse en el distrito de Famaillá. Una interpretación diferente del suceso en María Celia Bravo, “La política…”, cit., pp. 252-253.

55 Benigno Vallejo, abogado defensor de los Posse, argumentaba que, al no ofrecer el gobierno ningún respaldo ni militar ni político frente al avasallamiento cometido por el Comandante en Jefe, sus defendidos habían decidido tomar el camino de las armas. Benigno Vallejo, Defensa en primera instancia de los reos José Ciriaco, Manuel Miguel, Benjamín y Emidio Posse, Buenos Aires, 1856, pp. 16-17.

56 Otro testimonio que desmiente esta versión es la nota presentada por el Comandante Camilo Toro y suscrita por el Teniente coronel del Regimiento 8, Ramón Posse. En esa nota, fechada el 15 de abril a las dos de la mañana, se le ordenaba a Toro que reuniese todo el escuadrón a su mando y lo llevase a la casa de Posse seis horas más tarde. Es decir, la convocatoria del contingente había comenzado antes de que se verificase el ataque contra Benjamín Posse. La nota se adjuntó al expediente en la foja 112. “Sumaria información por el motín del 16 de abril del año 1856”, Archivo Judicial del Crimen, (AHT), caja 50, Exp. 12, 244 fojas.

57 Resulta conveniente hacer una precisión en lo que a este juicio se refiere. La conducta de los agentes involucrados en el procedimiento judicial revela que el afán punitivo estaba orientado principalmente hacia los cabecillas de la rebelión. En este sentido, es significativa la diferencia en las penas solicitadas por el Fiscal. Para los principales responsables, José María del Campo y José Ciriaco Posse, demandó la pena de muerte y para los dos únicos oficiales imputados, Clemente Barbosa y Ramón Rodríguez, pidió un año de trabajo en las obras públicas, ya que si bien habían cometido un delito, la sanción debía “moderarse atendiendo su clase y condición en que servían”. “Sumaria información…”, foja 66.

58 Sus edades iban desde los 25 a los 40 años, tres estaban casados, dos eran solteros, uno era viudo y el último no explicitaba su estado civil. Es importante señalar que varios de los involucrados cumplían labores en las fincas de los Posse, pero también formaban parte de los regimientos. El caso más claro es el de Clemente Barbosa, quien se desempeñaba como capitán de infantería y declaró que su oficio era el de “lomillero”.

59 Es probable que uno de los oficiales, Clemente Barbosa haya mentido en este punto, su residencia era en la casa de José Ciriaco Posse y se ocupó de movilizar una parte muy importante del contingente. A pesar de estos datos, las autoridades judiciales no indagaron demasiado sobre el asunto, su interés principal estaba dirigido a comprobar la responsabilidad de los líderes del motín, en tanto que la participación de los grupos subalternos no mereció mayor atención.

60 Por ejemplo, Braulio Paz declaró que su capitán, Clemente Barbosa, les había prometido esa suma.

61 Todo parece indicar que Pericena llevó adelante esa tarea siguiendo órdenes de Campo.

62 Por las declaraciones de los soldados se infiere que Chocobar les había asegurado que ellos no iban a formar parte del contingente que debía marchar, por lo que Pericena intentó quebrar la confianza de los soldados en su comandante, cosa que no logró.

63 “Sumaria información…”, f. 43.

64 Una vez iniciado el enfrentamiento, Pericena intentó detener las descargas que se hacían desde el edificio del Cabildo contra los insurrectos, este comportamiento le valió su expulsión del Ejército.

65 La llamada “revolución de los Posse” abre nuevos interrogantes acerca del funcionamiento de las redes de amistad y parentesco que habitualmente fueron consideradas como un elemento clave para explicar la dinámica política local. Distintos estudios referidos a los Posse coinciden en analizarlos como un caso paradigmático de gobierno de familia y subrayan el éxito de sus estrategias para la conformación de una red en la que se conjugaron la hegemonía política con la preponderancia económica. Esta imagen es sólo parcialmente cierta, ya que remite a un periodo acotado de la década de 1860 y omite aquellas coyunturas donde el poder político de los Posse fue desafiado y desarticulado como es el caso que aquí estudiamos. Por ejemplo, Francisco Bolsi, Azúcar, familia…, cit. En esa misma línea, Claudia Herrera estudia el caso de la familia Frías. Ver Herrera, Claudia, Elites y poder en Argentina y España en la segunda mitad del siglo XIX, Madrid, 2006.         [ Links ]

66 La eficacia represiva del gobierno no sólo se explica por la decisión del gobernador de someter a los rebeldes, sino también por el acceso a la información que tuvo en las horas previas al asalto. Al parecer un empleado enviado por los Padilla, familia de liberales enfrentada con los Posse, puso sobre aviso a las autoridades.

67 La movilización de la Guardia Nacional, en particular del Batallón San Martín, fue inmediata. Esta fuerza, a las órdenes de Julián Murga, Comandante General de Guardias Nacionales, actuó como fuerza de choque en el enfrentamiento, movilizando sus tres compañías completas. Por su parte, miembros del Batallón Belgrano (cuerpo emblemático representante de la elite provincial) participaron desde sus puestos de guardias nacionales, pero otorgando el sustento material para las fuerzas del gobierno: donaron víveres, pólvora y armas. La inversión del gobierno para repeler el levantamiento rondó los $4500 pesos y todo este dinero se concentró en gratificaciones a quienes colaboraron con la defensa “del orden y las autoridades constituidas” mediante movilización de fuerzas y aportes materiales (pólvora, armas, pastos, caballos, alimentos en general y carne).

68 Nota del ministro general al juez de primera instancia, 29 de abril de 1856, “Sumaria información…”, foja 26. El único imputado que quedó excluido de esta resolución fue el Mayor Antonino Pericena, jefe del piquete de línea que estaba apostado en el Cabildo. En el caso de Pericena, el Juez declaró su inhibición.

69 El abogado defensor de José María del Campo fue Nicolás Avellaneda y procuró demostrar que éste no habían tenido participación alguna y que los Posse habían actuado por su cuenta. Su presentación ha sido editada en el tomo X de la colección Escritos y discursos, Buenos Aires, Compañía Sudamericana de Billetes, 1910. Según menciona el propio Avellaneda, ese mismo año de 1856 había concluido sus estudios en la Universidad de Córdoba y aún carecía de experiencia en el ejercicio práctico del derecho.

70 Benigno Vallejo, Defensa en primera instancia…, cit., pp. 8-9.

71 Vallejo, luego de describir el curso de los acontecimientos entre el 15 y el 16 de abril, concluía “Enemigos políticos […] mis defendidos del Coronel Rojo que entraba al Gobierno – si así pueden llamarse los que luchan en bandos opuestos por candidaturas a éste – tuvieron suficiente razón para creerse abandonados a su propia suerte por el Gobierno presente. Y es entonces que buscaron en el hecho del 16 su defensa y seguridad personal, procurando en él la dimisión del gobernante que no se las ofrecía”. Benigno Vallejo, Defensa en primera instancia…, cit. pp. 17-18.

72 El testigo refutado por Vallejo era Casimiro Paz, un herrero, empleado de la familia Padilla (enfrentada con los Posse), quien había sido atrapado por José Ciriaco unos kilómetros antes de ingresar a la ciudad. El testimonio completo de Paz en “Sumaria información…”, fojas 11-12.

73 Vallejo agregaba como prueba de dicha aseveración que los fusiles de los insurrectos “estaban aun cargados” al momento de ser apresados, “sin que tampoco dieran señales de haber sido descargados en toda esa noche”. También señalaba que las víctimas resultantes pertenecían al bando agresor y realizaba una recriminación a las autoridades que, enteradas del inminente ataque unas horas antes, no habían hecho sonar el cañón de alarma, medida que seguramente “habría evitado toda la catástrofe”. Benigno Vallejo, Defensa en primera instancia…, cit., pp. 39-42.

74 Benigno Vallejo, Defensa en primera instancia…, cit.,p. 20.

75 Efectivamente, la destitución de Celedonio Gutiérrez había sido legitimada, en última instancia, por una resolución adoptada por los comisionados enviados por Urquiza, en ese documento se declaró al gobernador “intruso y rebelde”. Archivo del General Doctor Marcos Paz, Universidad Nacional de la Plata, La Plata, 1963, Tomo I, p. 171.

76 La indemnización que debían pagar los condenados se repartió de la siguiente manera: la mitad de los gastos les correspondían a Campo y Ciriaco Posse, mientras que la otra mitad se repartiría de manera proporcional entre el resto. El juez de alzada, Prudencio Gramajo, modificó esa distribución del resarcimiento y estableció que los reos debían afrontar el pago in solidum, ya que la indemnización no debía considerarse una pena sino la consecuencia de “todo delito [que] produce la obligación de resarcir los daños y perjuicios que hubiere ocasionado”. Carlos Páez de la Torre, “La revolución de los Posse”, Todo es Historia, núm. 128, 1978, p. 90.         [ Links ]

77 Anselmo Rojo a Justo J. de Urquiza, Tucumán, 26 de junio y Justo J. de Urquiza a Anselmo Rojo, San José, 11 de agosto, Archivo Anselmo Rojo (AHT), vol. 2, fojas 692 y 767, respectivamente.

78 Art° 11 de la Constitución provincial, en Ramón Cordeiroy Carlos D. Viale, Compilación Ordenada…, cit. tomo I, p. 383. Cursivas nuestras. Del mismo modo, la Constitución nacional en su artículo 22 establecía “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus Representantes y autoridades creadas por esta Constitución. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuya los derechos del pueblo y peticione a nombre de este, comete delito de sedición”.

79 Acerca de la importancia de la amnistía durante la segunda mitad del siglo XIX y su papel como “incentivo” para los levantamientos armados, Carlos Malamud, “The Origins of Revolution in Nineteenth-Century Argentina”, en Rebecca Earle, Rumours of Wars: Civil Conflict in Nineteenth-Century Latin America, Institute of Latin American Studies, University of London, 2000, pp. 29-48.         [ Links ]

Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, núm. 42, primer semestre 2015, pp. 92-124

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License