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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

Print version ISSN 0524-9767On-line version ISSN 1850-2563

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.47 Buenos Aires Dec. 2017

 

HOMENAJE

Homenaje a Juan Carlos Garavaglia

Nuestro homenaje

Jorge Gelman

Director

Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani"

Me resulta muy doloroso presentar este pequeño homenaje a un gran historiador, que fue para mí además un gran amigo, de esos que se tiene pocos en la vida.

Juan Carlos Garavaglia falleció el 15 de enero de 2017, en un hospital de París, adonde había viajado de urgencia con el fin de acompañar a uno de sus hijos, para luego enterarse allí de que había contraído una enfermedad incurable, la cual acabaría con él apenas tres meses después. Tenía en ese momento 72 años y una energía que parecía inagotable, la misma que le acompañó toda su vida; estaba inmerso en muchos proyectos que inventaba sin cesar, tenía varios libros en preparación, algunos casi listos, que esperamos que todavía puedan darse a la luz, había empezado también a escribir cuentos -quizás como una forma de aplacar su enorme curiosidad y a la vez de liberarse un poco de las reglas que él sabía como pocos que debíamos cumplir para hacer bien nuestro trabajo-, organizaba reuniones, dirigía tesis... No va a ser fácil llenar el vacío que deja su desaparición, en algunas cosas será imposible.

El homenaje que aquí publicamos no tiene como objetivo hacer un balance de su vasta e influyente obra, sino recordarlo de manera más bien íntima.

Por eso convocamos a tres colegas destacados de nuestra profesión, Raúl Fradkin, Judith Farberman y Alejandro Rabinovich, quienes en distintos momentos de la vida de Juan Carlos estuvieron muy cerca suyo, en todos los casos como compañeros de aventuras intelectuales, a veces como discípulos directos. Pero todos ellos (y muchísimos más a quienes podríamos haber convocado) tienen en común también el afecto a un entrañable amigo y maestro, como lo fue para mí.

Hemos decidido asimismo incluir en el homenaje una carta de Juan Carlos, fechada el 9 de enero de 2015, dirigida a sus colegas de la Universitat Pompeu Fabra, donde trabajó los 5 años previos a la misma y donde dirigió un proyecto muy ambicioso sobre la construcción del estado en América Latina durante el siglo XIX, cuyos resultados incluyen numerosos libros y artículos de gran importancia, así como la formación de varios doctores en historia de los más diversos países de la región, que hoy ocupan ya un lugar destacado en sus respectivos países. Esta carta, que entregó a Alejandro Rabinovich con la expresa consigna de buscar dónde publicarla, tiene una notable actualidad y nos muestra a un Juan Carlos en toda su dimensión de gran historiador y en todo su compromiso con esta profesión que amamos. Escribió esa carta pensando sobre todo en los 'jóvenes' que se consagran a la historia, así como también dedicó a los más jóvenes las memorias que escribiera hace pocos años (Una juventud en los años sesenta) narrando sus experiencias cuando se formaba como historiador y como militante. A pesar de cierta desazón por los tiempos que corren en nuestras disciplinas actualmente, la carta que escribió como despedida lo muestra esperanzado en que es posible que todo cambie si nos ponemos en ello, con la misma energía que Juan Carlos puso a lo largo de toda su vida.

Amigo, maestro, compañero

Raúl O. Fradkin

Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani" - Universidad de Buenos Aires/Conicet.

Universidad Nacional de Luján, Argentina.

Juan Carlos se fue cuando hacía muy poco se cumplían treinta años que comenzáramos una relación que rápidamente se transformó en inquebrantable amistad. Treinta años..., casi la mitad de mi vida y todos los que llevo de desempeño profesional. Es mucho, por tanto, lo que podría decir en estas pocas líneas que me resultan tan difíciles. Pero puesto a elegir opté por contar muy someramente los comienzos del vínculo personal e intelectual que nos unió pues así podré describir dos rasgos de Juan Carlos, de los cuales muchos más pueden dar fe: su inmensa generosidad y su vocación por el trabajo compartido.

Transcurría el mes de agosto de 1986 cuando en la renacida Universidad Nacional de Luján se realizaron las "Primeras jornadas para promover Investigadores en Historia Argentina" gracias al impulso de Haydée Gorostegui de Torres. Modestas y entusiastas, esas jornadas fueron muy importantes para esa Universidad que se empezaba a reconstruir tras haber sido uno de los blancos de la dictadura cuya sombra tenebrosa todavía acechaba. Si mi memoria no me engaña fue en ellas que empezó a tomar forma una iniciativa que se convertiría en una práctica decisiva en la configuración del renovado campo historiográfico argentino: las Jornadas Interescuelas y Departamentos de Historia cuya primera edición tuvo lugar en la Universidad Nacional de La Plata dos años más tarde.

Fue en aquellas jornadas lujanenses de 1986 cuando presenté por primera vez una ponencia. Se trataba de una versión - mal resumida, por cierto - de una extensa y abigarrada monografía que había preparado para el seminario que otro maestro - José Luis Moreno - dictara en la Licenciatura de Historia y que tuvo la osadía de hacérselo leer a Haydée. Pese a mis temores y resquemores ella no me dejó alternativa: me obligó a presentarla y todavía le estoy agradecido... Para entonces, estaba empezando mis tareas como docente en la UNLu., una posibilidad que ni siquiera había imaginado como posible y que se hizo realidad gracias a la generosidad de Pepe, de Haydée y de quien sería el profesor con quien trabajaría en los años siguientes: otro enorme maestro e inolvidable amigo y a quien hoy también lloramos y extrañamos, Daniel Santamaría. Lo supe en ese momento y lo tengo aun más claro ahora: yo era un tipo con suerte gracias a un momento irrepetible de la vida universitaria argentina y gracias, sobre todo, al impulso de buena gente que no pensaba sólo en lo que le convenía sino que estaba decidida a emprender una construcción colectiva que sirviera a futuras generaciones. Y Juan Carlos era uno de ellos.

Fue en esas jornadas que conocí a los dos Juan Carlos, Grosso y Garavaglia, ese dúo inseparable y ejemplo paradigmático de amistad y cooperación intelectual. Ambos escucharon mi presentación y luego se pusieron a conversar conmigo, para mi sorpresa muy interesados. No quisiera pasar por alto algo que no fue un detalle: no cerré mi nerviosa y confusa exposición con conclusiones sino confesando las dudas que ese trabajo me suscitaba. Pero fueron justamente esas dudas las que a ambos les interesaron.

De esta manera, esa confesión abrió un canal de comunicación que a partir de entonces sólo habría de ampliarse y multiplicarse. Para mí la circunstancia era inmejorable: empezaba a tramar una relación con quien había sido el responsable de un libro justificadamente legendario al cual había leído, releído y subrayado impiadosamente y sin la menor capacidad de selección: el famoso Nº 40 de los Cuadernos de Pasado y Presente. Eso tienen los auténticos maestros: nos regalan libros que nos enseñan y, sobre todo, que nos incitan a pensar. Así, Juan Carlos se había convertido en mi maestro antes de conocerlo pues había trabajado mucho con otros textos suyos, como sus fascículos en la memorable colección de Polémica. Historia Integral Argentina, aquellos que mi padre me comprara en la adolescencia y de los que había hecho uso y abuso durante mi desempeño como profesor de secundaria. Los de Garavaglia - y también el de Grosso - eran por entonces de lo mejor que estaba disponible para que leyeran los estudiantes.

Los dos Juan Carlos me incitaron a desarrollar esas dudas y presentarme a otras memorables jornadas, las VIII Jornadas de Historia Económica que se realizaron en Tandil al mes siguiente. Quien haya estado en ellas - o en las IX que se realizaron en 1989, por ejemplo - podrá ratificarlo: fueron esas instancias de debate acalorado y fructífero las que nos atrajo a muchos hacia ese campo historiográfico en formación. Fue ese clima de pasión y fervor por el conocimiento histórico el que se irradiaba desde Tandil, desde el IEHS y desde su Anuario convertido de inmediato en una referencia ineludible y en un medio decisivo de actualización y apertura. Podía advertirse en esos años pero hoy es imprescindible decirlo: sin el protagonismo del Gara difícilmente hubiera sido posible.

Fuimos muchos los favorecidos por ese clima al que Juan Carlos le imprimía un ritmo por momentos frenético a golpes de textos que sucedían uno tras otro sin perder un ápice de rigor metodológico y de entusiasmo polémico. Era, y lo tenía muy claro, una empresa que debía ser necesariamente colectiva y a la que debían sumarse las nuevas generaciones. Se trataba de una auténtica militancia historiográfica que no respetaba horarios ni dependía completamente de anclajes institucionales. Fue así que, como tantos más, tuve la suerte de encontrar en Juan Carlos con quien compartir dudas e interrogantes porque no solo sabía atrapar a un público como pocas veces he visto sino porque sabía escuchar y podía pasar horas hablando de lo que nos interesaba aunque no hubiera de por medio ninguna obligación laboral por cumplir. Como hemos recordado recientemente con Jorge Gelman, Juan lo repetía una y otra vez: para él, la historia no era simplemente un trabajo... y no lo decía porque despreciara o minusvalorara el trabajo sino porque en ese trabajo se ponían y se jugaban muchas otras cosas.

Infinidad de situaciones podría traer de mis recuerdos para confirmar lo dicho pero quizás ninguna lo ejemplifique mejor que una anécdota. Una tarde, como sucedía muchas otras veces, Juan trajo a mi casa una carpeta de donde salieron infinitas tablas, cuadros y gráficos que estaba trabajando. Mientras tomábamos mate hablaba sin parar como si estuviera relatando el hallazgo de un preciado tesoro... Estaba procesando los primeros datos de los infinitos inventarios de estancias que relevó y de las entradas al abasto de Buenos Aires. Pablo, mi hijo mayor, nos miraba y escuchaba absorto, hasta que habló con el desparpajo que sólo se tiene en la adolescencia: ustedes se dedican a contar vacas muertas, dijo... a lo que siguió una larga lección de Juan, un apasionado intento por convencerlo que no eran las vacas muertas el objeto de sus desvelos sino la gente y, en especial, la gente común y corriente... No sé cuál pudo ser el éxito que tuvo en convencerlo pero traigo la anécdota a colación porque ejemplifica muy bien qué era la historia para Juan.

Esas gentes del común fueron el gran tema en torno al cual giró toda su tarea como historiador y el objeto primordial de sus desvelos, tanto las del pasado como las del presente. Y por eso se dedicó a rastrear sus anhelos y sus padecimientos en múltiples escenarios, haya sido en el Paraguay, en Tepeaca o en San Antonio de Areco, por ejemplo. Antes que una historia "a ras del suelo" se convirtiera en guía orientadora de un nuevo canon historiográfico, Juan había salido en su búsqueda y nos enseñó su enorme potencialidad. Hablamos mucho y muchas veces sobre este "gran tema" y sobre sus implicancias historiográficas, culturales y políticas. Y muchas veces llegamos a la misma conclusión: en definitiva, no puede hacerse buena historia sin sensibilidad social. Sensibilidad, no sensiblería ni sentimentalismo, sino una sensibilidad enriquecida hasta donde sea posible por el rigor teórico, metodológico y documental. Sin esa sensibilidad, me dijo, es imposible penetrar un ambiente y una atmosfera social que en principio parecen refractarios a la indagación. Y, de alguna manera, esa sensibilidad opera como una suerte de brújula para orientarse tanto frente a la investigación como frente a los dilemas profesionales y éticos del ámbito académico o tomar posición ante los dramas de nuestro tiempo. Para ser sincero debo decir que si compartimos una común sensibilidad aprendí de Juan Carlos a transformarla en una herramienta heurística fascinado por su capacidad para rastrear en las rugosidades de las fuentes las pistas más ricas y prometedoras y por su inaudita memoria para recordarlas.

La suerte jugó otra vez a mi favor y en esos años pudimos empezar a construir una amistad cimentada en pasiones y dolores compartidos y aprovechar la feliz coincidencia de los veranos en Villa Gesell. Y fue en una de esas vacaciones donde comenzamos a pergeñar una experiencia entrañable. Raúl Madrini, otro gran maestro que también nos dejó en estos meses de tristezas multiplicadas, le propuso escribir un libro de divulgación para una colección destinada a jóvenes lectores. Juan aceptó pero puso como condición que lo escribiéramos juntos. Fue así que durante varios meses y a cuatro manos escribimos Hombres y mujeres de la colonia. Lo que en ese libro quisimos ofrecer era una serie de narraciones sobre esa gente del común, relatos que fueran capaces de poner al alcance de esos jóvenes lectores todo lo que se estaba avanzando en la historiografía colonial y sobre todo, el saber que Juan ya había acumulado. Los borradores iban y venían de uno a otro y la enorme distancia que entre ambos había como historiadores no fue en ningún momento obstáculo para la discusión franca y abierta y las infinitas correcciones que le hicimos a un manuscrito que amenazaba con no terminarse nunca y enloquecer de paso a los editores. Era un libro de historia que puede ser considerado a primera vista como menor. Un texto sencillo, que quería tener una redacción clara y que no disponía de aparato erudito. Para hacerlo se necesitaba prestar atención a múltiples detalles, esos que en otro tipo de texto podrían estar de más pero que en este eran imprescindibles para recrear en forma verosímil situaciones y experiencias. Fue así que debimos "volver a las fuentes" (la frase de Ruggiero Romano que Juan solía siempre recordar). Y no solo eso: Juan emprendió un largo viaje con su familia para reconocer espacios y territorios que debíamos describir. Para nosotros, al menos, no fue un libro menor. Por el contrario, no lo fue por el esfuerzo que supuso su escritura, por lo significativa que fue la experiencia en el entramado de nuestra perdurable amistad pero también por sus "efectos". El libro hizo su vida, tuvo varias reediciones y supimos que muchos docentes lo hicieron suyo con entusiasmo y que fue encontrando cobijo en las más insospechadas y desconocidas bibliotecas. Desde entonces, y hasta hoy, nos emocionamos cada vez que alguien - y muchas veces alguien a quien no conocíamos - nos habla de ese libro y de sus usos. A Juan, esas anécdotas y relatos que nos fueron llegando desde los más diversos rincones de nuestro país, lo conmovían especialmente. Eran pruebas fehacientes de que el trabajo que hacíamos tenía realmente sentido. Y solo me queda lamentarme por no haber concretado la fantasía que tantas veces enunciamos: escribir una saga dedicada a los hombres y mujeres de la revolución. No lo fue el otro libro de divulgación que escribimos juntos años después dedicado a sintetizar lo que se había acumulado en el conocimiento de la historia colonial rioplatense. No lo fue pero otra vez pude disfrutar del enorme placer de escribir con Juan a cuatro manos, seguir aprendiendo de él y confirmar que su convicción sobre las ventajas del trabajo compartido que se apropie del saber colectivamente construido seguía tan firme como décadas atrás.

Y, generoso como siempre había sido, también tuve que rendirme ante su insistencia y acepté aparecer junto a él como compilador de su último libro que dedicó a la guerra contra el Paraguay. Un honor inmerecido pero que acepté solo para hacerle un mimo en sus últimos días y que volvía a poner otra vez en evidencia su verdadera pasión por el trabajo colectivo. Si seguimos persistiendo por ese camino quizás logremos que nos siga acompañando.

Gracias Juan, te extrañamos.

Adiós al maestro

Judith Farberman

Centro de Estudios en Historia, Cultura y Memoria (CEHCMe),

Universidad Nacional de Quilmes / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Ténicas (CONICET), Argentina

Conocí a Juan Carlos Garavaglia en 1986. Para entonces, hacía muy poco tiempo que había regresado de su exilio mexicano y tenía el proyecto de mudarse a Tandil con su familia. Una eternidad después, en Pastores y labradores, Juan Carlos recordaría retrospectivamente esa época como una de las más felices de su vida. También para mí aquellos años fueron cruciales y los sigo recordando con nostalgia. Los asocio con mi juventud, con el retorno de la democracia y con un momento de oro de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde estudiaba la carrera de Historia. Eran años de recambio -tantos profesores que volvían del exilio con doctorados y conocimientos nuevos-, de entusiasmos renovados, de primavera y descubrimiento.

Fueron Susana Bianchi y Raúl Mandrini quienes me sugirieron que hablara con él. Lo llamé un domingo al mediodía a casa de su madre y me dio cita para unos días después, en su casa de la calle Scalabrini Ortiz. El encuentro fue sorprendente. El autor de ese libro estupendo que era Mercado interno y economía colonial que yo imaginaba como un viejo sabio tenía sólo 40 años y parecía mucho más joven (incluso visto desde los 21 que yo contaba entonces). También me llamó la atención que usara bombachas de campo para estar en casa (no estaban de moda todavía) y que trabajara mientras cuidaba a sus hijos -de tres y seis años- que jugaban en el living del departamento minúsculo. Un colorido tapiz mexicano adornaba la pared del comedor, un mapa antiguo del Paraguay ocupaba la del estudio e, imponente, presidiendo el escritorio, se veía una computadora personal con letras color ámbar, extraño artefacto que muy pocos tenían en sus casas.

Juan Carlos tenía la virtud de hacerte entrar en confianza enseguida. Te hablaba como si te conociera de toda la vida y pasaba de ácidos comentarios sobre la política a cuestiones personales, que comentaba con tono confidencial. Incluso en aquel primer encuentro, que no habrá durado más de una hora, se explayó críticamente sobre el CONICET y las últimas medidas del gobierno de Raúl Alfonsín. Cuando finalmente me preguntó qué me interesaba estudiar, le respondí -casi por decir algo- que estaba leyendo sobre los obrajes coloniales. Y ahí nomás me entregó para fotocopiar el extenso artículo que inauguraría los Anuarios del IEHS y que comenzaba "quiere toda una visión de nuestro pasado...". Como tarea para el hogar me dejó un listado de once libros que consideraba fundamentales y me dio cita para cuando terminara de leerlos. Más de la mitad de esos títulos -entre los que figuraban Formaciones económicas del mundo andino de John Murra, El sistema de la economía colonial de Carlos Sempat Assadourian y la versión en inglés de la tesis de Steve Stern sobre Huamanga- siguen siendo de lectura obligatoria para mis estudiantes y de revisión permanente para mí.

Volví a verlo algunos meses más tarde. En el interín, había nacido mi hijo y lo llevé conmigo. Creo que fue en ese encuentro que me propuso trabajar sobre Santiago del Estero durante la conquista. Sobre esa región, me dijo, no se sabe nada. Y me habló de la Colección Gaspar García Viñas, de las compilaciones de Levillier y, más importante todavía, me regaló unas fichas de su puño y letra. Sólo mucho tiempo después me di cuenta de que había dejado en mis manos un proyecto que había sido caro para él y que, por alguna razón, había abandonado. Lo retomó parcialmente cuando, junto con Raúl Fradkin, escribió Hombres y mujeres de la colonia y viajó al interior de Santiago del Estero buscando inspiración. Emprendió la aventura en auto y acompañado de su familia. De regalo me trajo un ladrillo y una teja de la iglesia de Matará que todavía adorna un estante de mi biblioteca. Son testigos de su afecto por Santiago del Estero y por mí.

Tres años después de aquella entrevista defendí mi tesis de licenciatura. No era sobre la conquista, como quería Juan Carlos, pero sí sobre Santiago del Estero. Entre 1989 y 1991 varios de mis profesores y de mis entonces jóvenes compañeros de estudio dejaron la Argentina. Creo que Juan Carlos fue uno de los primeros en irse. Decía llevar el pasaporte siempre encima, listo para volar al primer destino que apareciera. Cuando finalmente consiguió su puesto en la Ecole, tuvo la generosidad de ayudarme también a mí a buscar una oportunidad en Europa. No sé si habría tenido el coraje de dejar el país de no ser por el entusiasmo con que Juan Carlos me animó a largarme a la aventura. El caso es que en 1991 me trasladé a Italia con mi familia con una beca doctoral muy ajustada y apenas chapurreando el idioma, pero convencida de la importancia de poder ver mi país desde afuera.

La inserción en Europa no fue sencilla. Intercambiamos varias cartas, algunas bastante amargas. Creo que, en el fondo, a pesar de sus quejas, Juan Carlos extrañaba mucho. Para mí se trataba de una situación temporal; para él, que tenía un horizonte a largo plazo, debe haber sido duro, aunque las condiciones materiales fueran mejores, seguir escribiendo sobre la pampa tan lejos de ella y de sus colegas y amigos.

Juan Carlos también estuvo presente cuando llegó el momento de la tesis de doctorado. Ya habían pasado nueve años después de nuestro primer encuentro. Próximos a retornar a la Argentina, solamente Roberto, mi marido, me acompañaba en la tarea, que ahora me parece ciclópea, de escribir cientos de páginas en otro idioma y en una situación de aislamiento y soledad. Sobre los tres capítulos que había conseguido borronear tenía más dudas que certezas. Finalmente, después de algunos intercambios postales, Juan Carlos me invitó a su casa de Chantilly donde pasé cerca de una semana con él y su familia. En esos días de trabajo intenso, por primera vez, me asomé a la vida cotidiana de mi maestro. Junto a Teresa, su esposa, y Luciano, el hijo menor, (Maite, la hija mayor, no estaba), fuimos al supermercado, compartimos las comidas y hasta nos permitimos algún paseo por un bosque cercano. Entre otras cosas, comprobé que Juan Carlos se daba mucha maña en la cocina. Cuando volví a Italia, mi tesis hasta entonces tan trabada se destrabó casi por arte de magia. En tres meses estaba lista y entregada: un ciclo llegaba a su fin y con él la vuelta a casa.

Fue en 1995. Desde entonces, aunque seguimos en contacto, nuestros encuentros, presenciales y epistolares, se volvieron menos frecuentes. Creo que, del mismo modo en que los hijos buscan diferenciarse de los padres, también yo traté de emprender un derrotero más personal. Sin embargo, de la misma manera en que ocurre entre hijos y padres, me descubro una y otra vez regresando a aquellas cuestiones que tanto apasionaron a Juan Carlos cuando nos conocimos. Regresan también sus consejos, sus comentarios, su ironía. En esos momentos, siento más brutalmente su ausencia.

Hace tres o cuatro años nos encontramos casualmente en el Archivo General de la Nación. Tomamos juntos un larguísimo café y nos pusimos al día. Fuera de algunas canas en el pelo, él estaba siempre igual; yo, mucho más vieja. Fue entonces que me contó sobre su jubilación y sus intenciones de escribir un libro de memorias. También me contó que estaba por volver a la Argentina, confirmando por enésima vez que, como decía María Elena Walsh, nuestro país le dolía cuando se quedaba pero le provocaba la muerte (o el vacío, o el sinsentido) si lo abandonaba. Nunca habría imaginado que aquel sería nuestro último encuentro.

De sus aportes, los que más han influido sobre mi formación son los de historia agraria rioplatense. Junto con sus investigaciones sobre el Paraguay, esos trabajos me siguen pareciendo los más originales, novedosos y productivos por las múltiples puntas de investigación que abrieron en los últimos veinte años. También los más completos: ¿qué pieza del puzzle dejó afuera de su interés? ¿Qué escala de observación se le escapó? Creo que tuvo la virtud, igual que Halperín, de ir desgranando problemas susceptibles de análisis en escalas diversas, de enhebrar cuestiones de historia social, política, cultural, sin aburrir jamás. ¿Qué otro historiador, fuera de Juan Carlos, ha sido capaz de interesar al lector desprevenido en temas aparentemente tan áridos como la carga ganadera, el presupuesto militar o el mercado de carne porteño en los primeros años republicanos?

Juan Carlos fue mi maestro en el oficio. Con esto quiero decir que sigo escribiendo historia e interrogando a las fuentes de la misma manera en que él me enseñó hace tantos años. Pero sobre todo fue un maestro por el modo en que vivía su trabajo. Me refiero al placer -casi pueril- que experimentaba cuando aparecía "el" dato, cuando los gráficos arrojaban los resultados que le daban la razón o lo desconcertaban, cuando escribía. Sentía una fascinación por los archivos, eran su trampolín para viajar en el tiempo. En otras palabras, creo que para él la historia era mucho más que un oficio para vivir, o una excusa para viajar. Era una auténtica pasión que sabía contagiar con eficacia, como puede suscribirlo quien haya escuchado una de sus clases. Por estudiar con él, tuve el privilegio de verlo en la cocina de su investigación, rodeado de sus libros, de sus listados, de sus fotocopias, construyendo sus ideas como un artesano. Esa pasión y curiosidad fue el legado más importante que recibí de él. Considero una fortuna el haber podido decírselo a modo de despedida.

Juan Carlos Garavaglia y el sutil arte de dirigir una tesis

Alejandro M. Rabinovich

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)/Universidad Nacional de La Pampa, Argentina

Se fue Juan Carlos, dejando un tendal de gente que lo llora, que lo extraña y que se lamenta de que se haya ido así, tan de golpe. Nos lega una obra impactante tanto por su volumen (su CV de 2015 enumera 26 libros y 126 artículos) como por lo trascendental de algunos de sus aportes, que seguramente serán sopesados por los demás compañeros que escriben en este homenaje colectivo. Juan Carlos deja, al mismo tiempo, una contribución más discreta e indirecta: nada menos que 39 tesis de doctorado dirigidas por él, por no hablar de los innumerables estudiantes que pasaron por sus seminarios de grado y posgrado. Formó, así, a una pequeña generación de historiadores, en su mayoría latinoamericanos, que seguirán todos caminos divergentes, pero que no van a dejar nunca de estar marcados por el aporte de su inteligencia y su generosidad.

Habiendo tenido la enorme suerte de haber realizado el doctorado bajo su tutela, quisiera utilizar estas páginas que nos ofrece el Boletín para compartir mi experiencia y contar quién era Juan Carlos Garavaglia como director de estudios. Conocerlo en ese rol no sólo es relevante por la gran cantidad de tiempo y esfuerzo que dedicó a dicha tarea, sino porque tenía, a mi modesto entender, un talento natural para dirigir las investigaciones de otros, con una manera nada usual de la que pueden sacarse varias lecciones pedagógicas. Sin que lo haya dicho nunca en esos términos, me parece evidente que Juan Carlos aplicaba una serie de reglas no escritas sobre cómo dirigir una tesis. Aquí van, tal como puedo reconstruirlas:

Regla número 1: "El tema se sugiere, pero lo elige el doctorante"

El camino por el que un estudiante avanzado llega al tema sobre el cual va a realizar la tesis de doctorado suele tener mucho de azaroso. Recién salidos de la facultad, los que comienzan una tesis tienen que redactar un proyecto de investigación original cuando, a decir verdad, la revisión historiográfica profunda de su campo de estudio la van a realizar recién después, durante el doctorado mismo. Por eso el tema suele tener más que ver con caprichos o malentendidos que con el estado del arte, aunque el doctorando se suele dar cuenta de esto cuando ya es demasiado tarde. Al aceptar un nuevo dirigido, Juan Carlos solía hacer dos o tres comentarios en el sentido de que tal vez el tema pudiese ser reformulado desde tal o cual perspectiva. Sin embargo, que yo sepa, no le bloqueó nunca, ni le impuso nunca, un tema a nadie. Y esto tenía que ver, no con que no percibiese los disparates que le planteábamos, sino con la convicción de que las equivocaciones, los tanteos y las idas y vueltas con el tema forman parte del proceso de aprendizaje, y que es en ese proceso que un estudiante se encuentra a sí mismo, si no como persona, al menos como investigador. Por otro lado, respecto a los temas que podían ser relevantes, o que estaban o no de moda, tenía una máxima inflexible: "no hay temas buenos ni malos, sólo hay buenos o malos historiadores".

Hay dos anécdotas, similares pero diferentes, que lo muestran de cuerpo entero en este respecto. La primera, si se me permite, es de cuando conocí a Juan Carlos por primera vez. Yo estaba terminando la carrera de Ciencia Política en Rosario y quería irme a estudiar historia a Francia. Un día mi director de tesis de licenciatura, Eduardo Hourcade, tuvo la enorme amabilidad de pasarme el mail de Juan Carlos y de avisarme que estaba por unos días en Buenos Aires. Esa misma noche me tomé el bus a capital y al día siguiente me dio cita, como no podía ser de otra manera en su caso, en el AGN. Nos sentamos en un bar de la calle Alem y le conté, atropelladamente, mi proyecto delirante: hacer poco menos que una historia total de la guerra en el Río de la Plata para toda la primera mitad del siglo XIX. Juan Carlos me escuchó con paciencia, más divertido que preocupado, y me sugirió, como al pasar, si no sería mejor ver primero cuántos eran y de dónde venían los militares, haciendo por ejemplo una biografía colectiva de las familias Balcarce y Quintana. Yo dije que sí a todo, por supuesto, para que me firmase los papeles de admisión, pero no escribí ni una línea sobre ninguna de las dos familias y en la tesis lo cuantitativo brilló por su ausencia. Juan Carlos, desde ya, se daba perfecta cuenta de lo que yo estaba haciendo, pero nunca volvió a sacar el tema ni a hacer el más mínimo comentario. Hoy, que pasaron catorce años desde aquella entrevista, comprendo que lo que hace falta en mi campo de estudio es exactamente lo que me propuso Juan Carlos en ese momento, y estoy tratando de llevarlo a cabo.

La segunda anécdota es un poco posterior y me la contó Juan Carlos Sarazúa Pérez, de Guatemala. "Juanito", como le decimos para distinguirlo del otro Juan Carlos, formaba parte del proyecto más grande que le toco dirigir a Garavaglia: un ambicioso estudio comparativo sobre el proceso de construcción estatal en varios países latinoamericanos, financiado por el European Research Council. La base del proyecto la conformaba un grupo de estudiantes de varias nacionalidades recién diplomados, seleccionados por Juan Carlos para que realizasen, a modo de tesis de doctorado, estudios de caso sobre cada país. Estos chicos se iban a vivir a Barcelona, becados por el proyecto, para ser dirigidos personalmente por Juan Carlos. Es decir que, si el director hubiera querido imponerles una forma de encarar la tesis, hubiera tenido condiciones inmejorables para hacerlo. Pero en la primera reunión les dijo que lo último que quería era formar "a cinco Garavaglias más", por lo que les dio total libertad para encontrar cada uno su tema de investigación. Esa libertad se refleja en los libros que terminaron publicando, todos tan distintos. Igual, para los demás estudiantes de la Pompeu, ellos no conformaron nunca más que un grupo indiscernible: los "gara-boys".

Regla número 2: "Los cafés los paga el director"

Juan Carlos no era un historiador corporativo, en el sentido de que se definiera a sí mismo por el oficio que realizaba, porque tenía intereses demasiado amplios y variados para eso. Pero sí creía, me parece, que los verdaderos investigadores (cuando digo verdaderos, digo con vocación) conformaban una especie de cofradía universal que había que mantener viva de generación en generación. La clave de esa reproducción en el tiempo residía en el trato "director-dirigido", y se expresaba ante todo en quién tenía derecho a pagar los cafés. Según esta particular creencia, el director está obligado moralmente a pagar todo lo que consuma en una entrevista un dirigido, que a su vez queda comprometido a pagar todo lo que consuman sus propios dirigidos en el futuro, y así hasta el infinito. Si uno protestaba, Juan Carlos respondía que no hacía más que pagar los cafés que su director Ruggiero Romano le había pagado a él cuando estaba medio muerto de hambre, y que si queríamos saldar la deuda, lo hiciéramos algún día con nuestros estudiantes. Esta cadena de solidaridad inter-generacional, de la que los cafés no eran más que un símbolo, significaba para él algo de tremenda importancia. Si dedicaba tanto tiempo precioso a dirigir un número siempre demasiado grande de tesistas, era menos por las tesis en sí que por el crecimiento exponencial que su gesto de generosidad tendría en el futuro. Y lo mejor es que el sistema funciona. Cada vez que le puedo pagar un café a un dirigido mío, me acuerdo inevitablemente de todos los que le debo a Juan Carlos.

Regla número 3: "Una firma no se le niega a nadie (sobre todo si es latinoamericano y necesita los papeles)"

Como ya dije, Juan Carlos dirigió 39 tesis de doctorado defendidas. El número total de sus dirigidos, sin embargo, fue mucho más amplio (estoy seguro de que si fuese posible rastrear el dato en algún lado, sería un número sorprendente), porque aparte de las tesis que llegaron a término, Juan Carlos dirigió a una gran cantidad de doctorandos que luego cambiaron de director, o a los que simplemente la vida los llevó por otro lado. Es que, además de aceptar dirigidos porque le parecían prometedores o porque los temas de tesis le resultaban afines, Juan Carlos tenía siempre un número flotante de doctorantes cuyos temas no tenían nada que ver con los suyos, pero a los que les "daba la firma" para que pudieran quedarse legalmente en Francia, aplicaran a becas y pudieran seguir con sus cosas. Hay que entender que esto, en el ámbito del EHESS de París, era de una rareza extrema. La educación doctoral en el école es prácticamente gratuita y no hay examen de ingreso de ningún tipo. El único filtro es encontrar un director de estudios que acepte el proyecto de tesis que uno presenta. Por eso los directores tienen ciertos cupos y suelen ser muy estratégicos con los estudiantes y temas que aceptan. Juan Carlos entendía esta lógica y jugaba el juego, salvo cuando se contradecía con un principio de solidaridad humana y latinoamericana que él ponía, literalmente, por encima de todo lo demás.

Me tocó estar un día, en su oficina, cuando le llegó un pedido de dirección por parte de un estudiante latinoamericano a quien otro director había dejado "colgado" a mitad de la tesis, por motivos "personales" que se parecían mucho a lo ideológico. El tema, de siglo XX, no podía estar más alejado de los intereses de Juan Carlos, que ni siquiera conocía demasiado al estudiante. Para peor, Juan Carlos me contó que esa misma semana había recibido un apercibimiento del CNRS (algo así como el CONICET de Francia), porque un director no podía tener al mismo tiempo más de tres o cuatro dirigidos, si no recuerdo mal. ¡Él en ese momento ya tenía doce! Juan Carlos dudó un minuto, se encogió de hombros y firmó la aceptación de dirigir al colega. Estoy seguro que varios, al leer estas páginas del boletín, recordarán que Juan Carlos les dio una mano de esta manera. Él respetaba profundamente a la investigación de doctorado como una contribución al conocimiento historiográfico y como trámite académico. Pero sabía también que era, para mucha gente, una manera de ganarse la vida en momentos complicados y bajo distintas formas de exilio.

Regla número 4: "Sí, sobre eso puedo haber escrito algo"

Da vergüenza ajena, pero es un hecho. Hoy en día, sobre todo en algunos países supuestamente avanzados donde la gran novedad es evaluar el desempeño de los investigadores por su coeficiente de citaciones (es decir por cuánto ha sido citado en artículos de terceros), hay muchos directores que no dirigen tesis más que para obligar a sus dirigidos a citarlos sistemáticamente. Se ven así, lamentablemente, tesis (y artículos sacados de ellas) que parecen más un comentario sobre las investigaciones del director que una investigación libre y original. Esto a Juan Carlos le daba verdadero asco, y me consta que hacía un esfuerzo, a veces llevado hasta la exageración, por "borrarse" lo más posible de la bibliografía citada por sus dirigidos, no sólo por pudor sino para que estos tuviesen influencias más amplias y diversas.

Vuelvo por última vez a mi experiencia para dar un ejemplo extremo. Viniendo, como dije, de la Ciencia Política, al comenzar mis estudios de posgrado manejaba muy bien la historia política rioplatense, pero desconocía casi por completo la historia social. Es más: al comenzar la maestría, todavía no había leído una sola página de Garavaglia y tenía una idea más que difusa sobre cual podía llegar a ser el núcleo duro de su obra. Es que el seminario que Juan Carlos dictaba en el EHESS, y al cual yo concurría todos los viernes, era sobre la construcción del Estado, de modo que yo suponía que la cosa siempre había venido por ahí. Llegó el momento, sin embargo, en que mi investigación me llevó a ocuparme del modo de funcionamiento de las milicias en el período revolucionario, y desde ya sentí de inmediato que para eso tenía que entender mejor cómo estaba formado el entramado social de la campaña. Todavía me pongo un poco colorado cuando me acuerdo del día en que entré en su oficina y, muy suelto de cuerpo, le pregunté qué podía leer de bueno sobre la economía rural y la sociedad bonaerenses. Juan Carlos esbozó apenas esa sonrisa maliciosa que ponía a veces y me dijo: "Y... leélo a Gelman, leélo a Fradkin y fijáte en la biblioteca si encontrás algo más". No necesito decir que esa misma tarde, en el catálogo de la biblioteca del école, me llevé una pequeña sorpresa, y que decidí pasar los próximos seis meses de mi vida leyendo el par de cositas que había escrito sobre el tema mi director.

Así era Juan Carlos Garavaglia como director de estudios. De alguna manera, con un arte sutil, lograba que uno trabaje a fondo, pero sin amargarse; influía para siempre en aquellos a quienes dirigía, pero sin coartarles ni un ápice de libertad. Era en esto, como en todo lo demás que emprendía, un distinto, un diferente, un fuera de serie.

Carta de Juan Carlos Garavaglia a sus colegas de la Universitat Pompeu Fabra

Argelès sur Mer, 9 de enero de 2015

Estimados colegas, miembros de la comunidad científica:

El 23 de diciembre último -al cumplir los setenta años- he comenzado mi jubilación y, al retirarme, ya sin compromisos, quiero compartir con ustedes algunas sensaciones y puntos de vista referidos al estado de las ciencias sociales y humanísticas en los últimos años. Debo confesar que pocas veces he estado de acuerdo con las conclusiones a las que llegan casi todas las discusiones, acerca de las formas de evaluar los trabajos de nuestros jóvenes -y no tan jóvenes- colegas. La mayor parte de las líneas de fuerza de estas discusiones son completamente inaplicables en nuestras disciplinas. Me he callado siempre porque supongo que la mayoría de mis colegas sí está de acuerdo y no deseaba de ningún modo complicar sus tareas, imagino ya tienen bastante carga de trabajo como para detenerse en meras cuestiones de filosofía y metodología de las ciencias sociales y las humanidades.

Soy un historiador preocupado por la historia social y económica de América Latina desde el siglo XVI hasta fines del siglo XIX, como también por las discusiones acerca de los métodos y la filosofía de la práctica de nuestra profesión. La primera conclusión a la que hemos llegado muchos de nosotros hace tiempo es que nuestra disciplina no es una ciencia en el sentido de las ciencias "duras" y tiene ritmos, métodos de investigación y formas de expresión que le son propias y que hoy en día, se alejan totalmente de la manera en la que funcionan otras disciplinas.

Nuestro objetivo fundamental es escribir libros (y no artículos), aun cuando todos hacemos ambas cosas, escribimos artículos y libros. Normalmente, un libro de investigación histórica -no una suma de artículos de un autor o un Reading de varios autores- lleva aproximadamente entre cinco y diez años, dependiendo del acceso fácil o no a las fuentes (y en qué lengua estén esas fuentes), como de la complejidad de la cuestión y del espacio (o espacios) que comprende la obra. Escribir un libro significa avanzar lentamente, pues en la página 100 el autor ya no está tan seguro de lo que escribió en la página 30 -obligado está entonces a volver al texto y quizás también a los archivos para reformular partes de su hipótesis- y ello suele ocurrir varias veces a lo largo de la redacción, pues un libro no es una suma de artículos, es un proceso de marcha hacia adelante y de vuelta hacia atrás que solo la escritura (que no consiste ni en el pensamiento ni en la palabra) puede develar.

La escritura misma nos arrastra hacia regiones desconocidas, de las que no teníamos ni la menor idea cuando comenzamos a redactar el libro. El estudiante que dice "tengo la tesis en la cabeza" es porque no ha pasado todavía por la experiencia concreta de la letra escrita en un esfuerzo de largo aliento. Los trabajos de Roland Barthes son los que primero han mostrado estas características de autonomía de lo escrito, que no poseen ni el proceso de pensamiento ni la acción de la palabra. Cada buen libro de historia o de filosofía tiene necesariamente pretensiones de gran sinfonía, cada artículo, se parece más una obra destinada a un cuarteto de cuerdas.

Pero, además, los libros se encuentran en las librerías y más tarde, en las bibliotecas. En ambos casos, manos y ojos "profanos" pueden llegar a leerlo, manos y ojos totalmente ajenos a las universidades, institutos o departamentos de estudios históricos. Los libros que hacemos no están destinados exclusivamente a los colegas, se prestan a quien se anime a abrir sus páginas. Y más de un libro de nuestras disciplinas ha llegado a tener un radio de acción que empalidece cualquier red para los artículos de las ciencias duras, sobre todo, porque no será leído solo por los colegas allegados y los colegas que se sitúan en la vereda de enfrente como suele ocurrir -también entre nosotros, por supuesto- con algunos artículos. Pero, así como escribimos libros, leemos libros y no siempre leemos libros escritos en los últimos años. No es la novedad del último artículo lo que más nos importa normalmente.

La lectura de Max Weber, Otto Hintze o Marcel Mauss, siguen siendo indispensables si, por ejemplo, el candidato es un historiador, un sociólogo, un politólogo que se ocupa de la cuestión del poder. Nuestras disciplinas son acumulativas, pero de un modo distinto al de las ciencias duras. Todo físico sabe qué papel jugó Newton, pero es poco probable que se ponga a leer los Principia, en cambio reflexionar sobre la política en Occidente, por ejemplo, obliga a leer a John Locke (y no una sola vez). No se trata aquí de los resultados de un descubrimiento en tal rama de la ciencia que permiten abrir nuevos campos en una determinada cuestión, sino también del camino mismo que, por ejemplo, llevó a Ferdinand de Saussure a develar algunos de los fundamentos de la lingüística. Es por todo eso que son los libros los que fundan nuestras disciplinas.

Yo entiendo perfectamente -decenas de colegas de las ciencias duras me lo han explicado, una y otra vez- que para otras disciplinas los libros sean algo exótico o que solo se hacen en el momento de difusión de los avances en determinados campos. Perfecto. Pero, darle a un libro de historia, de filosofía, de ciencias políticas o de análisis literario, producto de una larga investigación, casi el mismo peso al de un artículo, colocándolo además, siempre en un segundo plano, es sencillamente ridículo para nuestro ámbito y termina exponiendo a los jóvenes a que, una vez terminada la tesis, en vez de seguir trabajando para asentar la investigación y poder comenzar a redactar su primer libro, despedacen su tesis en ocho artículos que serán publicados en ocho revistas distintas. Revistas que obviamente, misteriosos comités, decidieron calificar como A, B o C. Con nuestras carreras profesionales está pasando ahora lo mismo que ocurre en las editoriales cuando se elije un libro: todo debe ser breve y de venta rápida. Porque para los jóvenes investigadores el presente se les presenta así: carreras cortas, diplomas rápidos, artículos breves y sobre todo, "temas de punta".

Veamos ahora otro aspecto de la cuestión: libros y artículos. ¿Quién decide que un libro o un artículo son serios y contribuyen a discutir nuevos problemas relevantes de nuestras disciplinas? Hay decenas de casos, en los que un buen artículo ha tenido una difusión, mensurable de manera mucho más compleja que una cantidad n de citas en Google Academic y que no ha sido necesariamente publicado en la revista A o B. Veamos algunos ejemplos concretos. John Murra, un antropólogo norteamericano (que, casualmente, formó parte de las BI en España), ha acuñado un concepto, el del "archipiélago vertical", para referirse a la forma del control de la tierra en la cultura pre Inka en el área andina. El escrito original fue publicado como prólogo de la edición de una fuente castellana del siglo XVI. Hoy más allá de las 572 citas que registra Google, ese concepto de "archipiélago vertical" ha influido en todos los especialistas del mundo andino, citen o no el artículo original. Es una idea fuerza que ha permeado completamente a la disciplina, pues la mayor parte de las veces se la usa sin citar a su autor. Otro tanto se puede decir de los trabajos de Carlos Sempat Assadourian sobre la noción de "espacio peruano", acuñada en un artículo publicado en una revista de segundo orden de una universidad del sur de Chile. Son las ideas renovadoras las que influyen y modifican con frecuencia un campo determinado y no las publicaciones en donde aparecen. ¿Y qué decir de los libros que tienen éxito? Pocos tienen la suerte del libro de Piketty, pero el concepto de Great Divergence de Pomeranz es una idea fuerza que va mucho más allá de las citas y de las muy buenas ventas de su libro.

Muchos de ustedes pensarán que estoy jugando con paradojas, pero si doy todos estos ejemplos, no es para olvidar que existe una necesidad de evaluar, no deseo negar esa exigencia porque ella es bien real. Lo que muchos de nosotros desearíamos sería buscar formas de evaluación que surjan, como ya dije, del conocimiento de los ritmos, métodos de investigación y formas de expresión que tienen nuestras disciplinas. La justicia, según los romanos, era Suum quique tribuere, darle a cada uno lo suyo. Eso es lo que estamos esperando todos los que nos dedicamos a estas disciplinas y lo hacemos, como es mi caso, pensando sobre todo en el futuro de los jóvenes investigadores. Por citar solo un ejemplo: en historia, uno de los elementos que deberían entrar en la evaluación de un joven candidato, sería verificar si sus artículos o libros son el resultado, no solo del conocimiento de la historiografía del problema, sino también, del hecho de haber transitado los archivos y haber utilizado fuentes de primera mano inéditas. Y habría muchas cosas más para reformar los métodos de evaluación en varias de nuestras disciplinas.

Espero que sepan disculpar tanta cháchara, pero hacía mucho tiempo que estas reflexiones me daban vueltas en la cabeza. Estando ya totalmente fuera de juego, con "un porvenir a mis espaldas", como escribió en su día Vittorio Gassman, nadie puede decir que escribo estas páginas pro domo. Por otra parte, estos son días muy tristes para los más caros valores que todos respetamos como fundamentos de la cultura occidental. Hay que pensar ahora, más que nunca, en el lugar que ponemos esos valores cuando imaginamos las maneras en que funcionarán en el futuro aquellas disciplinas que tienen una tarea esencial en el análisis, desarrollo y el sustento de esos valores. Muchas gracias.

Juan Carlos Garavaglia

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