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 número57Meandros de la justicia en el mundo rioplatense, 1570-2021: Algunas reflexiones sobre Historia y Justicia de Darío G. BarrieraFreeman, David (2020). A Silver River in a Silver World. Dutch Trade in the Río de la Plata, 1648-1678. Cambridge: Cambridge University Press, 226 páginas. índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani

versão impressa ISSN 0524-9767versão On-line ISSN 1850-2563

Bol. Inst. Hist. Argent. Am. Dr. Emilio Ravignani  no.57 Buenos Aires  2022

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.34096/bol.rav.n57.11500 

Notas y Debates

Una conversación estática pero movilizante. Respuestas a los comentarios sobre Historia y Justicia

A static but mobilizing conversation. Responses to comments on History and Justice

Darío G. Barriera1 

1Investigaciones Sociohistóricas Regionales (ISHIR), Universidad Nacional de Rosario – Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina

Resumen

En este artículo el autor de Historia y Justicia responde a los comentarios vertidos sobre la obra por Víctor Brangier, Adrian Masters, Agustín Casagrande, Sergio Angeli y Marta Lorente. Ponderando algunos de los rasgos generales que dichos comentarios aportan al debate global, el autor se detiene luego en la respuesta de planteamientos puntuales surgidos de cada uno de ellos.

Palabras clave Historia; Justicia; Intersecciones científicas; Historia del Derecho; Debates historiográficos

Abstract

In this article, the author of Historia y Justicia replies to the comments made on the work by Víctor Brangier, Adrian Masters, Agustín Casagrande, Sergio Angeli and Marta Lorente. Weighing up some of the general features that these comments contribute to the global debate, the author then addresses specific points raised by each of them.

Keywords History; Justice; Scientific intersections; History of Law; Historiographical discussions

“La emoción siempre forma parte de la percepción, no es distinta de ella.”

Siri Hustvedt (2017: 26)

Ante todo, agradezco que esta generosa iniciativa de la Dra. Ana María Presta haya concitado el interés científico de los colegas y la colega que se avinieron a presentar sus miradas sobre el libro y del Boletín del Ravignani, la prestigiosa revista que aloja sus textos tanto como esta réplica, cuyo ejercicio me han ofrecido cual derecho.

El diálogo está en los orígenes mismos de la historia de la justicia sin adjetivos y, bajo su forma más dinámica –o biológica, palabra que me gusta para caracterizar al diálogo iniciado, hilado y mantenido entre seres humanos cara a cara– o más estática –como este otro, en el cual la conversación es asincrónica y pautada–, siempre tiene un enorme valor heurístico o estratégico.1 El gran Humberto Maturana sugirió que la ciencia es “...un ámbito de acciones, y como tal es una red de conversaciones que producen afirmaciones y explicaciones convalidadas por el criterio de validez de las explicaciones científicas con la pasión de explicar” (Maturana, 1995: 164). Cada vez que revisito esa declaración, me convence, al tiempo que me genera nuevas preguntas. ¿Tienen todas las conversaciones –científicas incluidas– el mismo tono? ¿Es llegar a un acuerdo su único objetivo? Todavía más importante para mí: ¿todas las conversaciones son diálogos o devienen en ellos?

Cuando hacemos retrospectiva, no es fácil evitar la tentación de identificar períodos a los cuales, para etiquetarlos, les asignamos un carácter más o menos homogéneo en algún sentido o sobre algún tema. Si hacemos este ejercicio en lo que respecta a la disciplina Historia en el ámbito argentino y latinoamericano, por caso, durante los años ochenta y noventa del siglo XX tuvieron lugar congresos y jornadas atravesados por debates álgidos y de tono ríspido, mientras que el siglo XXI marca el inicio de un período de mayor serenidad a la hora de salir a las arenas, lo que implicó ciertas metamorfosis en algunos aspectos saludables y en otros no tanto. La domesticación y el pulido de las formas de la crítica, el incremento de la densidad y complejidad relacional entre colegas –y sus dirigidos– así como la decisiva ampliación de los recursos públicos invertidos en el área fueron algunos de los aspectos que, prima facie podríamos consignar como aquellos que condujeron a limar asperezas en congresos, reseñas y notas periodísticas. Puede decirse que mientras el país se encaminaba hacia la acelerada construcción de una de las polarizaciones sociales más profundas que haya experimentado en los últimos treinta y cinco años –la del año 2008, conocida como la crisis de la resolución 125 o la crisis del campo2 nuestra disciplina hacía el camino contrario, sin por eso inhibir el movimiento centrífugo y centrípeto que, al mismo tiempo, diseñaban las preferencias ideológicas individuales de colegas que mantuvieron comportamientos que no denotaban la incidencia de esa grieta. Nada mal.

Aclaro un poco más: no estoy diciendo que en los últimos años desaparecieran los debates. Digo que, en comparación con lo que fueron los últimos 15 años del siglo XX, los primeros 20 del siglo XXI le bajaron el tono a la discusión. Pero una de las cosas que hace crecer las conversaciones, algo que no puede faltar en los diálogos científicos, cualquiera sea su tipo, es confrontación. Para eso es necesario prestarse a un ida y vuelta de argumentos u opiniones sin perder los modales, pero tampoco el espíritu crítico. De este principio están imbuidos los cinco comentarios que preceden a mi respuesta, por lo que estoy enormemente agradecido con sus autores y su autora. No podré contestar a todo lo que me plantean, pero tampoco voy a rehuir las interpelaciones que identifico como las aristas más filosas de sus textos.

La primera impresión que tuve después de leer por primera vez los cinco textos al hilo fue la de haber escrito cinco libros diferentes. Esto es desde luego falso, excepto si acordamos que, una vez publicados, los libros son de sus lectores. Los comentarios hablan de sus lecturas, y éstas hablan de lo que sus autores han leído como proceso, como historia de la construcción de sus herramientas para interpretar el mundo, y también este libro. No me refiero tanto a que las preocupaciones de cada quien hayan organizado cada una de sus miradas –algunos situaron sus lecturas, otros prefirieron no hacerlo– sino a que sus trayectorias me devuelven un libro cambiado, un artefacto que produjo detonaciones imprevistas. Y exceptuando un caso –el de Masters– el libro que han leído los otros cuatro colegas es bastante mejor que el que recuerdo haber escrito.

Varios eligieron marcar cierta diferencia entre los capítulos inéditos y los que ya habían gozado de una primera publicación –los primeros, hay que aclarar enseguida, no están solo en la primera parte de la obra–. Hubo revisiones, correcciones y hasta rectificaciones que felizmente pude incorporar. Algunos trabajos, domesticados al formato de alguna que otra revista, pudieron incluso ser repuestos en su integridad, con lo cual se parecen para mí al que inicialmente quise publicar –es el caso del capítulo VI–. También hubo exclusiones: si bien los editores no me pusieron límites, textos que hubieran sido importantes como capítulos de enlace no fueron incluidos porque son de fácil acceso en revistas en línea o porque aparecieron como capítulos en libros colectivos cuyas editoriales conservan derechos exclusivos sobre ellos. Si eso quita algunos eslabones en la cadena, en general está dicho dónde encontrarlos. También, mea culpa, existen algunos que eran esperables o exigibles, pero que nunca terminé y que no sé si alguna vez terminaré de escribir. Son los que debieran haber surgido del trabajo prosopográfico que hice sobre los jueces santafesinos, un work in progress quizás eterno del que podré seguir sacando impresiones fundadas e información referenciada, pero no sé si alguna vez conseguiré formular un producto académico literariamente digerible.

Como bien adelanta en su lectura Agustín Casagrande, en este libro las instancias historiográficas –explícitas e implícitas– están lejos de los sujetos abstractos o de entidades incomprobables que hacen cosas. Para identificar los procesos que Matei Dogan y Douglas Pähre (1993) denominaron de hibridación, caso que toca a la historia de la justicia como práctica, es necesario haber tomado una posición en las discusiones de sociología de la ciencia. Pero, desde mi punto de vista, eso es apenas una parte de las sensibilidades necesarias para identificar la etiqueta. Para recuperar las historias que constituyen los hilos semovientes dibujados por los tejedores de las tramas, se requieren otras sensibilidades. Pienso sobre todo en las que restituyen el impacto relacional de las experiencias políticas, los exilios, los silencios, las culturas institucionales metabolizadas en comportamientos, los temores, los rechazos, las audacias y las solidaridades. Como dice Casagrande con razón, todo esto tiene un componente ético.

Para Víctor Brangier, por estar informada de jurisdiccionalismo, la segunda parte del libro trasunta “...un enfoque genealógico de la función judicial”. Ahora bien: si la genealogía opera desde el presente y, tirando de ese hilo, va reconstruyendo el pasado de un objeto con aquello que se vincula con él de manera directa –genética, en sentido blando–, mi forma de trabajar está inspirada en una metodología opuesta. Discuto las miradas genealógicas o funcionalistas que bucean hacia atrás y propongo miradas hermenéuticas y a lo ancho sobre figuras, funciones y relaciones con la forma de poder político para poder comprender incluso aquello que no ha sobrevivido en el tiempo y que ha perdido conexión con el presente (tanto en el caso de los significantes –como los alguaciles– como en las funciones –como los tenientes de oficios–); o también aquello cuya semántica cambió de una manera significativa a causa de su relación con la acción o con el territorio (pienso en el caso de los jueces comisionados del siglo XVIII en las áreas rurales). El enfoque genealógico, al contrario, está presente de manera inconsciente en casi todas las obras generales que critico en la primera parte del libro, y es responsable del achicamiento y aplanamiento de las interpretaciones sobre la vida judicial en el antiguo régimen o el período colonial en América, algo que por otra parte ha sido subsanado desde hace muchos años al calor de la obra de extraordinarios maestros como António Manuel Hespanha para el caso portugués o por Bartolomé Clavero, Jesús Vallejo, Carlos Petit, Carlos Garriga, Marta Lorente y muchos otros en el español. Supongo que el mismo Brangier va a estar de acuerdo con esta defensa porque, poco más adelante –aunque para la tercera parte– reconoce que el método es “más rizomático que tubercular”.

En su lectura, el colega chileno desliza dos preguntas que me parecen centrales y que podrían presidir el inicio de un nuevo libro. Me atrevo a responderlas de manera rápida y programática: no sé cuáles fueron los puntos de fuga que “...trizaron las bases del modelo en la cultura política y jurídico-judicial de los habitantes del contexto en estudio...”, pero sí tengo claro por dónde empezar a buscarlos: eso, tanto como los factores desestabilizantes y corrosivos de la cultura jurisdiccional se pueden hacer visibles desgranando la historia más cotidiana posible de la disolución del nudo entre justicia y gobierno. Está dicho en el libro, aunque quizás no tan enfáticamente y por eso se pierde, pero creo que si conseguimos explicar a través de microrrelatos –porque el gran relato está claro y es fácil de reconstruir en cada jurisdicción– cómo es que la reunión en un solo oficio de las funciones de gobierno y justicia3 pasó de considerarse normal a resultar escandalosa, tendremos la materia prima para responder las preguntas que formula Brangier.

Estoy de acuerdo con este colega también en otra cosa: la densidad del nivel de experiencias de los sujetos y del rastreo de sus saberes no es igual para todos los períodos abordados, siendo tanto más evidente para él porque se especializa en un período sobre el cual posa su reclamo (primera mitad del siglo XIX). No abordo las realidades posrevolucionarias con muchos menos documentos, pero sí con menos años de trabajo y sobre todo con la necesidad de mostrar algunas cosas que me obligaban a invertir las proporciones que venía utilizando para el período pre-revolucionario. Algunas de esas microhistorias que servirían para ver el cotidiano de esos cambios están en otros trabajos que no integraron el libro.4 Este reclamo es vecino de la advertencia que formula Casagrande para la utilización de auctoritas que, dice con razón, utilizo de una manera más conceptual cuanto más me alejo del presente y más categorial cuanto más me acerco. Ambas observaciones, además de ser correctísimas, me permitieron identificar que el otro para el que escribí en uno y otro caso es diferente. Toda la decisión es mía, desde luego, pero en la construcción ideal que hice de los lectores con los que quería discutir el orden posterior al estatuto de 1819 en Santa Fe, o el orden posterior a la creación de las justicias de primera instancia tras la caída de la arquitectura monárquica,5 los sobreentendidos que me he permitido y los saberes que les he atribuido son diferentes, tanto como he considerado diferentes (menores) los míos y, por eso mismo, me sentí menos cómodo y, según veo, he tendido a exagerar con la prudencia o a experimentar con lenguajes que me resultaban menos familiares.6

Hay un conjunto de críticas o preguntas que comparten un denominador común: reclaman por cosas que no están en el libro –pero que fueron tratadas en artículos de fácil acceso–. Esto tiene que ver con la construcción del volumen: como no es el resultado de una tesis o de una investigación monográfica, sino una construcción donde fui tratando de tejer un recorrido considerando la accesibilidad de algunos materiales que, por razones académicas, fueron publicados a medida que salían, ciertos reclamos –cita para algunos colegas que reclama Angeli, el trabajo sobre documentos de Archivo de Indias por los que clama Masters7 o perspectivas desde abajo para el siglo XIX como las que extraña Brangier– podrían haberse salvado con trabajos/engranajes que hubieran venido bien al libro, pero no a mi editor. En esto, de todos modos, los comentaristas llevan toda la razón y no estuve lo suficientemente lúcido o enfático a la hora de remitir a su consulta en los espacios destinados para ello. Touché.

Voy a detenerme un poco sobre el más crítico de los cinco comentarios, que es el de Adrian Masters. En primer lugar, siento mucho que leer y comentar la obra le haya quitado una irrecuperable parte de su tiempo, lo que nos hace saber de antemano al tomar como epígrafe un lamento, prestado de Garcilaso. Me siento, de todos modos, muy agradecido por ese tiempo y reconozco que algunas de sus críticas son justas. Para no hacerle perder más tiempo del que ya se le ha escurrido, me voy a concentrar en algunas afirmaciones que me parecen polémicas, cuando no completamente erradas.

La primera no se hace esperar: no existe un recorrido por cinco siglos del pasado rioplatense. El arco temporal de mis análisis va, grosso modo, de 1570 a 1833, que hacen apenas tres siglos y medio. El trabajo de historización de las recepciones, interpretaciones, camuflajes, mestizajes y travestismos experimentados por la historia del derecho sobre el período colonial durante las últimas décadas del siglo XX no se corresponden con una historia del siglo XX, sino con lo que me pareció la imprescindible puesta sobre la mesa de mi propia lectura sobre la construcción de un campo –y que dio lugar a la parte que le parece más disímil, con lo cual puedo coincidir, ya que nunca quise que fuera similar a las otras.. Fiel a las enseñanzas recibidas, encaré allí mi propia objetivación –la del sujeto objetivante–, al menos lo intenté. Algo que también le sonará rancio y viejo –como mis enfoques sobre las instituciones, con cuya descripción estoy de acuerdo, aunque no me reconozca en la matriz a la que me remite–, pero que para mí es eficaz e irrenunciable. Lo que hago en la primera parte no es bajo ningún punto de vista una “historia institucional argentina del siglo XX” como parece haber comprendido el crítico.

La segunda me causó mucha sorpresa: Masters habla de la historia social de la justicia como escuela.8 No tengo la menor idea de dónde extrae esta caracterización, como tampoco la noción de “justicieros” –que no aparece una sola vez en el libro–. Una tercera me desconcierta: cree que en el libro los argumentos recaen “sobre la argentinidad”. Despojar de argentinidad a la historia colonial rioplatense –algo que Lorente, por ejemplo, ha subrayado en su comentario– ha sido uno de los logros que se le reconocen al libro en comentarios escritos y orales.

Masters supone que si hubiera incorporado más documentos del Archivo de Indias la mirada transatlántica se hubiera enriquecido. Es probable, pero eso depende de lo que tales documentos tuvieran para ofrecer y de las preguntas que yo les hubiera formulado. De hecho, para conocer más sobre los jueces rurales, he leído unas cuantas residencias y expedientes alojados en AGI que me llevaron por otros caminos, ya que lo que decían sobre el tema era poco, casi siempre nada. Le cuento además otras cosas: la primera, que tampoco agoté los documentos alojados en el país, ni siquiera en Santa Fe, porque es imposible. La segunda, que desde los años 1990 autores del mainstream americanista como Horst Pietschmann (1993 y 2003) han insistido sobre la importancia de superar las historias de América hechas sobre todo con base en archivos europeos y de expurgar tanto como fuera posible los locales; la última, que me parece muy obvio que las perspectivas no se construyen ni se enriquecen por el sitio donde se alojan los documentos, sino por la construcción del punto de vista. Frente a lo que Masters supone mi condescendiente autoliberación “del oneroso peso de buscar las infinitas fuentes hoy depositadas en instituciones europeas” –evitándose con cierta elegancia el bochorno de calificarme directamente como un autor local y localista que coquetea con la pereza– tengo que decirle que ni me resulta un peso ni me he liberado. Que el libro está hecho con los materiales que está hecho, y que si quiere leer artículos donde trabajo sobre materiales alojados en esas y otras instituciones, puede hacerlo y encontrar en ellos nuevas insuficiencias.

Masters también tiene razón cuando dice que hago demasiadas preguntas. Mis padres y mi frustrado catequista de los sábados en los primeros 1970s ya me lo habían rezongado. Y también le doy la derecha acerca de que no escribo todas las respuestas. Sucede que en algunos casos, no las tengo. Pero hago muchas preguntas –incluso algunas que son retóricas, y que solo por eso no ameritan respuestas– sobre todo porque estoy convencido de que ese es un aspecto central de mi trabajo: compartir dudas que me inquietan y que no puedo resolver. Señalarlas, ofrecerlas –porque tanto desnudan mi ignorancia como abren caminos para que los demás se reconozcan en ellas y se animen a transitarlos–. También tiene razón cuando dice que al libro le hubieran venido mejor unas conclusiones tituladas como tal y con punteos. Al cerrar el libro con la escritura del capítulo final, y confundiendo sus conclusiones con las del libro, hice coincidir convenientemente, para mí y mis editores, la necesidad de terminar con el defecto que señala el comentarista. Si en este caso deposité “altas expectativas” en los lectores, fue en parte por convicción –las conclusiones de los libros las tienen que sacar ellos–, en parte por rebeldía –no ignoro que son exigibles, pero no me importa–, en parte por agotamiento –acá me va a comprender: si la lectura cansa, la escritura ni le cuento–.

No obstante, dos de las cosas del libro que más inquietan a Masters son el escaso papel que juegan los indígenas y lo indígena en una “zona predominantemente indígena” y una explicitación más nítida que conecte la oralidad de la justicia de campaña con los testimonios de donde extraigo sus características. Sobre lo primero ya he recibido críticas similares cuando escribí historias de un territorio –ahí tenían cierto asidero–. Pero este libro no pretende ser total en ningún rubro, ni siquiera en el social. Nunca me propuse estudiar esos universos, aunque no esquivé lo que surgía de la documentación analizada.9 El eje de los problemas que he tratado –que convergen en la construcción del equipamiento político del territorio en términos católicos en un espacio lejano que fue tratado por los invasores como extensión bruta– está bien asistido con la documentación y los agentes que fui relevando. Se puede abrir, complejizar y hasta contestar. Pero no puedo ni quiero hacer todo: hay tarea para los que vienen, como también hay cosas que han enfocado otros.10 Sobre lo segundo, creo que los caminos que utilicé para llegar a caracterizar cómo hacían su labor los jueces rurales están explicados en el libro pero, por si no estuviera bien hecho, aprovecho su crítica para describirlo en clave de mecanismo general: en muchos documentos escritos aparecen menciones a las agencias orales, la mayor parte de las veces cuando las actuaciones de esas justicias legas y orales son relevadas, asentadas o cuestionadas ante agentes que escribían –escribanos, procuradores, alcaldes ordinarios–. No hay otro camino y no he sido original en eso. Juan Carlos Garavaglia lo hacía todo el tiempo, y conversamos muchas veces sobre este asunto, intercambiando citas para divertirnos. Contrasto el “deber ser” de la normativa con lo que efectivamente ocurrió, según lo cuentan los agentes, haciendo escribir lo que otros dijeron –con los cuidados del caso, claro está, ya que casi siempre se trataban de acusaciones y pocas veces de descripciones secundarias, más desinteresadas y por esto mismo más confiables– o cuando son escritos por otros a pesar de su voluntad.

Masters me atribuye también la desafortunada caracterización de “los corregimientos indios como una institución mestiza...”. Yo no digo eso. El capítulo VIII –de donde podría venir esta alusión– refiere centralmente a la designación de un corregidor para Santa Fe en reemplazo del teniente de gobernador, esto es, a un funcionario “español”, para decirlo brutalmente, bajando a cero las expectativas sobre los lectores. Presidiría el cabildo (por otra parte, raleado de regidores desde 1659, es decir un cabildo reducido a un par de alcaldes con un escaño de tres asientos), un alcalde provincial, un alférez real y, de cuando en cuando, el regidor propietario. El mestizaje al que me refiero en ese capítulo nada tiene que ver con el mundo indígena, sino con los modos de mezclar figuras institucionales para provincializar el territorio: después de creada la primera Audiencia de Buenos Aires (1661), y sin mediar una reformulación administrativa del territorio como la que se imponía –dividirla en corregimientos–, el gobierno de Buenos Aires, al mando del gobernador y presidente de la Audiencia, desde 1663 y hasta finales de 1672 designó a su representante en la ciudad de Santa Fe como “corregidor, teniente de gobernador y capitán de guerra de Santa Fe”11 y ya no como teniente de gobernador. No se creó el corregimiento. El título del capítulo es claro (“corregidores sin corregimientos”). No entiendo por qué el comentarista supuso un cliché que, en esto coincidimos, ambos detestamos.

También coincido con Masters en que el libro es “más una meditación [...] que un nuevo manual o enciclopedia.” Pero esta es una característica que no deploro, sino que celebro. No concuerdo, en cambio, cuando afirma que “pocas veces [ofrezco mis] pensamientos explícitos sobre un tema u otro”: al contrario, algunas veces tengo la impresión de ser explícito casi hasta la obscenidad. Vuelvo a lamentar que este comentarista haya sufrido invirtiendo su tiempo en una obra que lo ha decepcionado, pero adivino detrás de cada una de sus reflexiones a un colega dedicado a quien algún día me gustaría mucho conocer para mantener un diálogo oral, que seguramente será más dinámico y enriquecedor.

Volviendo a las otras miradas, la de Angeli subraya que no abordé algunas diferencias explícitas entre quienes hacemos historia de la justicia desde diferentes perspectivas –digamos muy en general entre estatalistas. jurisdiccionalistas–. Aunque no ofrece las referencias de cada caso, todos sabemos que tiene razón. Sin embargo, esta cantata no la incorporé porque todavía no está madura y porque tampoco es cuestión de dinamitar la quinta cuando recién se está carpiendo el suelo.

La de Lorente también me devuelve un libro mejor del que creo haber escrito. Sus críticas están formuladas desde una clave de lectura calibrada al máximo tanto en historia como en historia del derecho. Su comentario deja al final muchas preguntas y me obliga a hacer una aclaración: no me considero un “historiador generalista” sino uno que ha tratado de hacer historia política rioplatense del período colonial y por eso mismo se dedicó, inspirado por alguna sentencia de Clavero y alguna sobredosis de Hespanha, a hurgar en la justicia para comprender ese mundo político. Entrando por lo judicial, esperaba construir un mirador que me permitiera acceder a la relación entre los aspectos jurídicos, sociales y culturales de ese mundo; también su oeconómica, a su antropología –que Clavero sugería conseguir desde la arquitectura subterránea del ordenamiento jurídico–. Lo de “generalista” es como creo que conviene rotularnos en lugar de “sociales” cuando los otros nos dicen sociales para no decir nada. Además, la idea no me pertenece, sino que la tomo del historiador del derecho suizo Pio Caroni, tal como lo indico en la página 67.

Sus preguntas son muchas y algunas extraordinariamente buenas. Junto a las que formularon todos, me permitirían pensar mucho tiempo y escribir muchas páginas. Voy a recoger unos pocos guantes, para poder ir cerrando esta devolución que ya se extiende demasiado.

Lorente me pregunta por el futuro que preveo a las intersecciones que diseña el libro. Podría escurrirme asegurando que el futuro es abierto y que quién sabe. Pero algunas cosas se entrevén: historiadores de todas las tendencias le han ido perdiendo el miedo a estos cruces y, con mayor o menor grado de responsabilidad, se han acercado a los problemas que intersectan historia, derecho, administración de justicia, culturas, representaciones. Si se mantienen atentos al mandato de invertir todo el tiempo posible en el reconocimiento y el conocimiento de lo que saben los otros sobre lo que uno ignora, tengo derecho a ser optimista y esperar más espacios mestizos y mejores interpretaciones sobre diferentes universos históricos. No me asusta la disolución de las identidades disciplinarias: pero me declaro enfáticamente en contra de ignorar las tradiciones y desechar sus logros. Por otra parte, no veo que las disciplinas que supuestamente se deconstruyen en el libro gocen de mala salud: al contrario, parecen haber salido fortalecidas de los intercambios que, como lo he dicho muchas veces ya, en nuestro país fueron propiciados sobre todo por la gestión de Víctor Tau Anzoátegui al frente del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho.

Lorente me pregunta muy directamente qué entiendo por “democratización de la justicia”. La respuesta va precedida de otra rectificación: cuando me pregunto por la democratización de la justicia lo hago usando justicia en itálicas (p. 27, lo aclaro en la 215), como sinécdoque de poder judicial (y lo digo expresamente en las páginas 35 y 215). Incluso en algunos otros lugares he afirmado que este último es el “menos democrático” de los poderes de la república, algo que desde comienzos del siglo XXI, en nuestro país al menos, se ha reiterado desde muchos foros.12Dicho esto, y aunque no sea uno de los temas del libro pero sí uno para cuyos especialistas también está dirigido, responderé de qué maneras me parece que el poder judicial podría democratizarse, a sabiendas que dentro del mismo las personas que pueden llegar a compartir esta perspectiva son apenas un puñado.

Después de hacer un poco de historia de los modos de hacer justicia y de las instituciones judiciales (en espacios como el rioplatense preconstitucional) una de las cosas más evidentes es que la tradición castellana (jurisdiccionalista y católica, con todo lo que el libro enseña que esto significa, aquí no puedo extenderme) no se ha desarmado completamente –Masters prefiere llamar a esto una suerte de peso de lo colonial en el “destino latinoamericano”–.13 Abro temas que no son de mi especialidad pero sobre los cuales tengo alguna opinión que no será letrada pero tampoco completamente lega.

Primero: a pesar del barniz modernizador que quiso darle a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la gestión de Ricardo Lorenzetti mientras fue su presidente (del 1 de enero de 2007 al 31 de diciembre de 2015) introduciendo mecanismos de discusión, comunicación y transparencia traídos sobre todo de sociología de empresas, la desacralización del poder judicial me parece todavía incompleta –aquí el carácter vitalicio de los jueces en la Argentina juega un papel crucial–.14 El segundo punto tiene que ver con algo que todos conocen pero que pocos denuncian: en los poderes judiciales (nacional y provinciales) y en los vasos comunicantes entre este con los otros dos se registran casos de nepotismo y amiguismo, que son tolerados inclusive a contrapelo de la tradición preconstitucional, que por algo quería mantener separados los asuntos de justicia, los de familia y los negocios.15 Tercero: la participación ciudadana en el control de los mecanismos de selección, evaluación y remoción de jueces es mínima.16 En plan de democratizar el poder judicial me parece mucho más importante ampliar ese tipo de participación que, por ejemplo, poner en práctica el juicio por jurados –levantado por otros como elemento democratizador–, que por muchas razones me parece más útil para favorecer un lavado de manos de las derechas punitivistas que para democratizar la función de juzgar. Me preocupan las relaciones entre agentes y exagentes de inteligencia con jueces y fiscales; me preocupa que un fiscal pueda no presentarse a declarar siete veces y no pase absolutamente nada; me preocupa la sugestiva disparidad de criterios con la cual se aplican las prisiones preventivas –funcionando el supuesto de poder residual de un imputado de maneras tan disímiles que solo son comprensibles si se admite que las preside una discrecionalidad absoluta–. También me parece inexplicable la extensión del interinato político de un jefe de los fiscales que no ha pasado por los mecanismos de selección constitucionalmente previstos. Me preocupa que una ley que llevó doce años de discusión social y legislativa –como lo fue la 26522 de Servicios de Comunicación Audiovisual– fuera modificada por un decreto presidencial (publicada el 4 de enero de 2016), y que el cuestionamiento de dicha modificación todavía no haya sido respondida por la SCJ, que ya se había demorado para dictaminar sobre su constitucionalidad en 2013.17 También me inquietan algunas coincidencias espantosas difíciles de explicar.18 Entonces, más democrático podría ser sencillamente más constitucional y menos renegado con los principios de una república democrática. Con eso –que a primera vista no parece muy pretencioso– creo que tendríamos un buen arranque.

No veo en ninguna de estas cosas una relación mecánica con la experiencia histórica que se analiza en el libro. Aunque identifico en el presente disparates a contramano de la historia y del republicanismo que algunos dicen defender, estoy convencido de que la única conexión saludable que se puede establecer entre pasado y presente proviene de reconocer que todo nuestro pasado está contenido en el presente y que, hoy como ayer, disponemos de los elementos necesarios para transformar lo que nos propongamos, lógicamente enfrentando aquello que Marx llamaba las circunstancias. Y todo esto no es en absoluto, como quiere Masters, un problema de “herencia colonial”. Para nada. Lo que enseña cualquier análisis relacional es que los que están cerca de los espacios donde se toman decisiones vinculantes encuentran limitaciones, menos en las tradiciones jurídicas y culturales que en sus propios compromisos, en sus deudas, en sus empatías inconfesables o, por qué no, en justificados temores que pueden ir desde los más teóricos a los más fácticos.19 Serán todas estas cuestiones para historiadores del poder judicial (o, qué alegría sería, de la política tout court) dentro de algunos años, y no para uno que intentó comprender el funcionamiento judicial de épocas preconstitucionales, cuando el Poder Judicial ni siquiera existía.

Vuelvo a agradecer a Ana Presta y al Boletín por esta ocasión. El ejercicio fue difícil y por momentos muy incómodo: acostumbrado a estar del otro lado –digamos, del lado del tirador– no me resultó sencillo adaptarme a lecturas en las que mi trabajo era el blanco de los elogios tanto como de las críticas. No obstante, reconozco que es un privilegio y no oculto que estas conversaciones, cualquiera sea el papel que me toque jugar en ellas, me provocan un enorme disfrute porque siento que son las que nos mantienen vivos y avanzando. En la misma página de donde proviene el epígrafe, Hustvedt escribió: “sin un espectador, un lector o un oyente, el arte está muerto.” Lo mismo pasa con la escritura de la historia, sobre todo sin lectores críticos como los que sí ha tenido Historia y Justicia.

Rosario, 23 de diciembre de 2021.

Referencias bibliográficas

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Notas

1De las dos formas prefiero la primera, aunque ni remotamente se me ocurre negarme a despuntar el vicio de la segunda.

2Para el lector no informado, esta editorial del diario La Capital de Rosario publicada en 2013 tiene la virtud de plantear el tema con algunos grises –algo difícil de encontrar en notas breves sobre el tema, que suelen ser verdaderas barricadas–: https://www.lacapital.com.ar/campo/la-125-el-conflicto-fundacional-la-administracion-cristina-n419973.html

3A las cuales ocasional y situacionalmente hay que agregar las de policía, la militar o la de cura de almas.

4Pienso en “El alcalde, el cura, el capitán y la Tucumanesa. Culturas y prácticas de la autoridad en el Rosario, 1810-1811” (Polimene, 2011: 221-262); en “¿Qué nos enseña la historia de las instituciones judiciales?” (Bandieri y Fernández, 2017: 133-156), entre otros. Pero no se me escapa que Brangier comenta lo que está en el libro y, en este sentido, tiene razón.

51833 para Santa Fe, 1821 para Buenos Aires, con una variopinta cantidad de decisiones similares tomadas entre medio que, si tenemos en mente ciudades que pertenecen todavía al territorio argentino, cierra recién con la supresión del cabildo jujeño en 1838.

6Tampoco incluí en el libro trabajos metodológicos –ya que decidí que la metodología era algo explícito en cada uno de los abordajes y que podrían resultar redundantes–. Sin embargo, para quienes necesitaran (por cuestiones pedagógicas sobre todo) textos de ese tipo, los he publicado en Salomón Tarquini et al., (2019: 251-259) y en Ruiz Ibáñez y Pardo Molero (2021: 315-334).

7Es cierto, en el libro quedaron comprendidos pocos documentos del Archivo General de Indias no consultados de sus transcripciones obrantes en Biblioteca Nacional (allí está la residencia a Abreu, que tiene más de dos mil fojas) sino directamente. Se pueden citar en una línea: procesos y probanzas obrantes en Escribanía de Cámara, una Información que proviene de Contaduría; varias confirmaciones de cargos y títulos obrantes en Audiencia de Charcas (Charcas), otros en la sección Buenos Aires y uno más alojado en Audiencia de Lima.

8Expresión que solo utilizo para mencionar, en plural, a las versiones críticas de la historia del derecho o para referirme a ciertas tendencias convencionalmente nombradas con esa palabra, como “Nueva Escuela Histórica” (pp. 69, 71, 79, 91), “escuela sevillana” (pp. 89, 90, 92) o “escuela de Berkeley” para los demógrafos (p. 129).

9También hay algo que se llama división del trabajo (muchas veces tácita) y uno en general no se mete con temas que trabajan otros colegas.

10Cito muy en general los trabajos del equipo del CEHISO en Rosario y de colegas de varias universidades nacionales que lo hacen sobre Santa Fe durante el período colonial. La bibliografía sería extensa, pero sobre agencias indígenas invito a buscar los trabajos de Lidia Nacuzzi, Carina Lucaioli, Florencia Nesis, los de Miriam Moriconi –que los recoge y discute– que son coetáneos al período de elaboración de los trabajos que componen el libro.

11AGSF, AC, IV, 143v-145. En febrero de 1673, Hernando Rivera de Mondragón, hasta entonces corregidor, presentó ante el cabildo el título de “teniente de gobernador, justicia mayor y capitán de guerra de Santa Fe que se inserta en el acta, otorgado por el gobernador José Martínez de Salazar” el 29 de diciembre de 1672 en Buenos Aires. En este sentido, el teniente vuelve a ocupar el lugar de justicia mayor en la plaza, constituyéndose en juez de apelaciones. Reemplaza de esta manera la función de la recién suprimida Audiencia. Todas estas cosas están explicadas en el capítulo, que termina diciendo que el carácter mestizo –del corregimiento como institución– incluye pero “excede completamente la cuestión étnica” (p. 342), ya que, como llevo dicho, me ocupé sobre todo de la versión sui generis del corregimiento santafesino en la constelación de todos los otros usos de corregimiento en el ámbito del virreinato peruano.

12Para botón de muestra, esta intervención de la Senadora por Corrientes Ana Almirón en Gente de a pie, el programa de Mario Wainfeld: https://www.radionacional.com.ar/el-poder-judicial-es-el-menos-democratico-de-los-tres-poderes-del-estado/

13No me detuve sobre esto en los párrafos dedicados al texto de Masters, pero no acuerdo para nada ni con la idea de que pueda existir un destino para Latinoamérica ni con la caracterización de la Argentina como “osificada” en parte por su legado colonial-virreinal. Mi preocupación por hacer visibles los retazos de pasado todavía vivos en el presente no tienen un aire quejoso ni teleológico, sino una función: mostrar que tal cosa (por ejemplo, la sacralización de la justicia; por ejemplo, la posibilidad de las mediaciones orales) tienen una historia larga y que merece la pena reponer las experiencias, justamente, porque no todo es igual. Luego, el universo de la acción o de la toma de decisiones no está contenido ni pretendido en un libro. Ni “versión machacada del fin de la Historia” ni diagnóstico de un país osificado, mi oferta consiste en señalar trayectorias apenas para no tomar por nuevos procesos o modelos que son antiguos. Nada más, pero también ni un poquito menos.

14A nivel de algunos detalles, es por lo menos molesto que todavía haya un Cristo crucificado detrás del estrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que, si bien no está puesto ahí para recordar que la justicia proviene de Dios y que los altos jueces siguen siendo en definitiva ministros más cerca de lo divino que de lo humano, por lo menos introduce dudas razonables entre quienes no profesan la religión católica y sensación de desconcierto sobre una supuesta independencia de criterios –algo que la confesión religiosa no favorece–. De todos modos esto es casi anecdótico. Más barroco –en términos cronológicos– me parece que no sean pocos los jueces y fiscales que se comportan seguros de que están por encima de la ley. Sobre el carácter vitalicio de los jueces, esto también sucede en Brasil, Chile, Ecuador y El Salvador. Bolivia, Colombia y Costa Rica distinguen entre mandatos vitalicios para jueces de primera instancia y períodos fijos para los de Corte Suprema, al revés que en Paraguay (BID, 2006: 93).

15Casos como el que relata esta nota no son reclamados por los que suelen autopercibirse como republicanos: https://www.ambito.com/politica/afi/hijos-del-fiscal-stornelli-parte-la-inteligencia-macrista-n5135021

16Véase por ejemplo la composición (en calidad y cantidad) de tareas asignadas al Consejo de la Magistratura: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/110000-114999/114258/norma.htm

19En estos últimos meses, la ciudad de Rosario (donde vivo) está a merced de bandas que exigen contribuciones por “protección” contra ellos mismos, pasando recordatorios con ráfagas de balas servidas desde motos con conductor y tirador que, librado el mensaje, desaparecen en segundos. Por lo demás, los aceitados engranajes sin los cuales no se explica que narcocriminales confesos y encerrados dispongan de telefonía fija en sus celdas para continuar al frente de sus operaciones denotan un inteligente trabajo de reticulación capilar al interior de casi todos los niveles de la política, la administración y las fuerzas de seguridad. Las dificultades (y las amenazas) que enfrentaron un exministro de seguridad y varios fiscales se pueden leer en la buena prensa alternativa de la región. Para un ejemplo muy reciente: https://www.pagina12.com.ar/352416-la-persecucion-a-marcelo-sain-lawfare-a-la-santafesina

Recibido: 27 de Diciembre de 2021; Aprobado: 18 de Abril de 2022

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