Quienes cuentan con más años o sean adictos a la TV retro recordarán el programa que caracterizaba a una familia de pobres campesinos de los Apalaches (hillbillies) que, tras descubrir petróleo en sus tierras, se mudaban a una lujosa mansión del más portentoso barrio de los Estados Unidos.1 Argentina no descubrió petróleo, pero puede pensarse que las fértiles llanuras pampeanas, en una era de “primera globalización” y expansión del mercado de commodities alimentarias, eran un equivalente. La serie no nos contaba si en el voraz mundo de las finanzas norteamericanos estos millonarios con cultura aldeana fueron capaces de sostener su riqueza. En el caso argentino, en cambio, sabemos que si ésta alguna vez existió, se nos perdió por el camino. Más allá de esto, creo que la comparación sirve para ilustrar un punto. No es lo mismo ser “rico” que “afortunado”; están quienes, como los hillbillies de Beverly, adquieren fortuna pero no la riqueza cultural que normalmente la acompaña.
Este problema ha recibido bastante atención para el caso argentino en los últimos años. Hace poco más de tres lustros (Míguez, 2005), analizando la literatura que discutía la problemática historia económica argentina del siglo XX, recordaba que entre ella existía un conjunto de trabajos, muchos de ellos escritos fuera de Argentina, que se planteaban el problema sobre las causas que llevaron a que este país que parecía haber alcanzado la riqueza un siglo atrás, debió desde la segunda mitad del siglo XX ser sistemáticamente incluido entre los que no disfrutan del desarrollo. La mayoría de aquellas observaciones, a veces solo referencias breves en obras generales, eran poco precisas y muchas veces especulativas. Desde entonces la situación ha cambiado mucho. El tema del atraso argentino respecto de los países económicamente más prósperos ha recibida considerable atención en la literatura histórico-económica, y buena parte de ella se ha ocupado de distinguir entre fortuna y riqueza, o para ser más precisos, entre altos ingresos y desarrollo. Superando el plano de las hipótesis generales con fundamentos solo teóricos, se ha avanzado mucho en la formulación de modelos analíticos más precisos y su testeo empírico.
Estos estudios permiten responder la pregunta que da origen a esta sección con bastante precisión. Ya desde el siglo XVIII la región pampeana no era pobre, porque contaba con abundantes recursos naturales. El resto del territorio de lo que serían las provincias argentinas se articulaba en una estructura de intercambios que recibía su estímulo de la producción minera altoperuana, que alimentaba también la prosperidad de su puerto de salida. Sin embargo, luego de las guerras de independencia y la decadencia del centro minero, aquella estructura se desmoronó. Aprovechando sus recursos naturales, la región pampeana, una vez superada la inestabilidad y destrucción de las guerras de independencia y civiles, logró sustituir la fortuna minera con la producción de bienes pecuarios y sostener el bienestar de Buenos Aires, centro comercial, financiero y administrativo de la nación en formación. El interior carecía de las ventajas naturales de las provincias litorales y, atravesando etapas más duras y otras más apacibles, fue languideciendo en una austeridad que lindaba en la pobreza.
Una secuencia de transformaciones productivas, favorecidas por desarrollos tecnológicos externos –crucial entre ellos la revolución del transporte– permitió poner crecientemente en valor los recursos naturales de la región litoral. A la tradicional producción de cueros, cebo y carnes saladas que se remontaba al siglo XVIII, se sumó la producción de lanas, el boom agrícola y el refinamiento de las carnes. Gracias a esta secuencia para comienzos del siglo XX Argentina se ubicaba ya entre las naciones del mundo con mayor PBI per cápita, y allí se mantendría por medio siglo. La riqueza pampeana permitió que el promedio nacional fuera suficientemente alto como para que el país se mezclara con los diez o doce más ricos del mundo. Los cambios en la economía mundial que siguieron a la crisis de 1929 pusieron fin a esa bonanza, y en un par de décadas el país saldría de ese grupo privilegiado.
La investigación reciente, y en particular El eslabón perdido (Gerchunoff, 2016), nos ha permitido también responder a la pregunta de cuándo se produjo ese fatal giro. Se han enunciado tres momentos claves: 1914 y el fin de la expansión de la frontera agrícola, 1930 y los cambios en el comercio mundial, y la década de 1940, cuando se consolidó el giro mercadointernista que desvinculó a la Argentina del crecimiento mundial. La respuesta que surge del análisis de Gerchunoff apunta a los tres momentos. Tanto el agotamiento de la frontera agraria como la propia dinámica interna del crecimiento llevaron a cambios en la estructura productiva que planteaban problemas que la Argentina no pudo resolver. Más allá de las coyunturas más o menos desfavorables, que detuvieron el crecimiento durante la Gran Guerra y a comienzos de los treinta y lo prolongaron en algunas otras etapas (a fines de los ’30, en la segunda posguerra, en los años 1960), la nueva estructura productiva de la Argentina ya no le permitió insertarse de manera tan ventajosa en los mercados internacionales, y eso la fue volcando a su mercado interno, lo que repercutió de manera negativa en su crecimiento. En conclusión, a la pregunta de si alguna vez Argentina fue realmente rica se puede responder que sí fue afortunada en alguna etapa de su vida: ¿pero era realmente rica?
Como la de los Clampett, los hillbillies de Beverly, la fortuna puede ser el fruto de una accidental bonanza o el resultado de un largo esfuerzo de acumulación de destrezas, de conocimientos técnicos, de herramientas de trabajo, de habilidades administrativas: la combinación de capital humano, tecnología, capital físico e instituciones que llamamos “desarrollo”. Por aquellos años, todos lo compañeros de Argentina en el club de alto PBI per cápita (salvo Uruguay, su par rioplatense) la superaban en aquellos rubros. Sabemos, sin embargo, que la fortuna puede traer sofisticación; un nouveau riche puede con el tiempo adquirir el savoir faire que le permita entremezclarse en los círculos de clase sin llamar la atención.
Hace ya mucho tiempo que la literatura se ha ocupado en analizar la forma en que una bonanza, o, para ser más precisos, la alta disponibilidad de capital natural, impacta sobre la economía de un país. No es lo mismo el petróleo que la explotación agrícola. Como nos enseñó la llamada “teoría del bien primario exportable” (staple theory) la función de producción de los bienes que se integran al mercado internacional tiene profundos efectos sobre el estilo de desarrollo adoptado. Si el guano y el salitre en Perú y más tarde Chile a mediados del siglo XIX, productos meramente extractivos como el petróleo, promovieron desarrollo a través del llamado “eslabonamiento fiscal”, la puesta en producción de millones de hectáreas de tierras fértiles en Argentina tuvo un efecto mucho más marcado sobre la entera estructura socioeconómica de la región (Cortés Conde y Hunt, 1985). En este sentido “la Argentina” (o al menos parte de ella) fue seguramente la más afortunada de las economías latinoamericanas de la “edad dorada” (1850-1930), y eso explica que haya alcanzado un crecimiento (y con limitaciones que ya discutiremos, un desarrollo) superior a todas las demás.2
La canasta de exportación argentina fue de las más variadas entre las economías de América Latina y los mercados a los que las dirigió también lo fueron (Badia-Miró et al., 2016; Pinilla y Rayes, 2019). Y la función de producción de la mayoría de los bienes que la integraban tuvo un impacto significativo de crecimiento y diversificación en la estructura productiva y social. En un aleccionador trabajo reciente Sandra Kuntz Ficker y Agustina Rayes (2019) dan una convincente imagen del efecto del crecimiento exportador sobre el desarrollo argentino. Ellas analizan tanto el impacto directo de las exportaciones sobre el crecimiento y los rasgos de su “eslabonamiento fiscal”, como su efecto en la capacidad de pago de importaciones que tendieron crecientemente a ser bienes de producción y no de consumo, sobre la industrialización, el efecto indirecto sobre el crecimiento interno y la transformación del patrón energético. Concluyen que el efecto de las exportaciones sobre el desarrollo argentino fue altamente positivo; como predecía la teoría del bien primario exportable, existió una transición progresiva entre exportación primaria e industrialización en la que la segunda tuvo lugar en medio de, y en buena medida como efecto del éxito exportador.
Sin embargo, como ya señalamos, esta acumulación fue insuficiente para equiparar al país con los verdaderamente desarrollados del momento. Mediciones precisas sobre los indicadores de desarrollo muestran que el progreso argentino no fue suficiente para alcanzar a los países que eran realmente ricos (Llach, 2020; Di Tella, Glaeser y Llach 2013, entre otros). Algunos en el tope de la escala, como Australia, Canadá y Estados Unidos (European offshoots), gozaron de recursos naturales como la Argentina (o mayores) y contaban además con bases previas de riqueza más sólidas. Otros, con PBI per cápita un poco superior o similar al del país del Plata, como Inglaterra, Bélgica, Francia, Alemania, llevaban una ventaja de años en la lenta acumulación de desarrollo. Todos ellos contaban con mejor educación, más adelanto tecnológico, más capital físico y, posiblemente, con estructuras institucionales más sólidas y favorables a la inversión y el crecimiento.3
Al respecto, cabe una aclaración. Un viejo argumento, basado en la clásica censura a los gobiernos oligárquicos4 y en las aprensiones anglosajonas sobre los gobiernos en Latinoamérica (Sokoloff y Engerman, 2000, entre muchos otros), supone una acción deliberada del Gobierno para obstruir “la expansión del sufragio y la inversión masiva en capital humano para evitar que la mayoría pobre llegara al poder” (Schiaffino, en esta publicación).5 La investigación política de las últimas décadas quita sustento a esta visión, mostrando que, más allá de las limitaciones impuestas por la realidad social y las contiendas políticas, y de las variaciones entre los actores, el compromiso republicano de las dirigencias era mucho más auténtico de lo que estos argumentos sugieren (Sabato, 2020). Por lo demás, los notables progresos educativos encontraron límites, según el propio Schiaffino, más en la demanda que en la oferta (volveremos sobre esto). El atraso relativo de Argentina en educación respecto de los países más avanzados, al igual que en la innovación tecnológica (a mi entender, estrechamente vinculados) y la acumulación del capital físico, parecen explicarse mejor por las diferencias en el punto de partida y las desigualdades regionales que por políticas intencionalmente desfavorables (Rocchi, 1998; Hora, 2000, 2001).
En relación con esto, atención especial merece otro punto referido al desarrollo. Una diferencia importante entre países afortunados y países desarrollados es la desigualdad. Los segundos logran que el bienestar penetre profundo en la estructura social, en tanto las bonanzas que no se traducen en desarrollo tienden a favorecer solo a reducidos sectores privilegiados. La región pampeana tuvo una situación particular en este aspecto. La abundancia de tierras respecto de la mano de obra disponible hizo que no fuera una región particularmente desigual en la primera mitad del siglo XIX, y que los niveles salariales y condiciones materiales de vida fueran relativamente altos (Gelman y Santilli, 2018; Santilli, 2019). La dotación de factores y la función de producción de los bienes exportables mantuvieron los salarios altos (más allá de oscilaciones) por lo menos hasta 1930, siendo incluso comparables con los más ricos países europeos y solo superados por los “European offshoots” (Frankema, 2010; Williamson, 1995, 1999). La teoría predice que, en una bonanza de base agraria, y más aún en presencia de inmigración masiva, la tierra, cuya oferta se va haciendo limitada a medida que se avanza sobre la frontera, se valorizará más que la mano de obra, cuya oferta se incrementa por la inmigración (teorema Heckscher-Ohlin). Como sabemos, la distribución de la tierra fue considerablemente desigual en la Argentina (aunque mucho menos desigual de lo que suponía la visión más tradicional, Míguez, 2017). Así, el boom agrario se dio en un contexto de salarios y condiciones de vida relativamente buenas para los trabajadores, pero con creciente desigualdad por la valorización de los activos de los propietarios (Gerchunoff, 2016; Djenderedjian y Santilli, 2017; Santilli, 2019). Al completarse la expansión territorial se incrementó la inversión en capital físico con relación al capital natural, y la relación tendió a invertirse, con un mayor incremento de los ingresos del trabajo respecto al valor de la tierra, que dejó de ser el motor dinámico de crecimiento (Williamson, 1999; Llach, 2020).
Hay, sin embargo, otra dimensión de la desigualdad, la regional, cuya evolución es menos conocida y más problemática. Mucho más que en otros países, el término “Argentina” oculta realidades muy diferentes. Una muy desigual dotación de factores, agravada por la estructura geográfica (las zonas mejor dotadas se vinculan fácilmente al exterior y las más alejadas cuentan con menos recursos naturales), demográfica (se parte en el siglo XIX de alta concentración de la población en las zonas menos favorecidas, Gerchunoff y Torre, 2013) y procesos históricos (caída de la minería altoperuana que activaba los circuitos comerciales interiores) hizo que la desigualdad, ya alta en el punto de partida (Gelman, 2011), se hiciera cada vez más difícil de resolver. Con la consolidación del Estado Nacional hacia 1880, este procuró integrar el país (Gerchunoff, Rocchi y Rossi, 2008). Se financió la educación elemental en todo el territorio, se extendieron líneas férreas a todas las capitales provinciales, se instalaron colegios nacionales y banca estatal en la mayoría de ellas, se apoyó el desarrollo de agroindustrias destinadas al mercado interno, se extendieron las instituciones nacionales, etc. Seguramente esto acortó la distancia entre las riquezas provinciales, pero estuvo lejos de eliminar la desigualdad, no solo de riqueza, si no sobre todo del desarrollo.
Dejando esto para retomarlo luego, puede decirse que se ha alcanzado un consenso sobre nuestro interrogante inicial que puede resumirse así. Argentina tuvo un PBI per cápita alto, pero el nivel de desarrollo no era equivalente. Sin embargo, tanto el capital humano como la modernización tecnológica y el capital físico fueron aumentando a velocidades crecientes, tendiendo a converger lentamente con los países más desarrollados, aunque aún estaba lejos de lograrlo hacia 1930. Si bien la desigualdad social era importante, y tendió a crecer hasta la Gran Guerra, los niveles de ingresos y las condiciones materiales de vida de los trabajadores no eran peores (sobre todo en la región pampeana) que en la Europa desarrollada, y solo eran superados por los “European offshoots”. La década de 1920 anunciaba un cambio de estilo de crecimiento: continuidad en el desarrollo humano, mayor inversión en capital físico (tecnificación agraria, industrialización), renovación tecnológica, reducción de la desigualdad social (Gerchunoff, 2016).
Según Llach (2020), la inoportuna irrupción de la crisis global desatada después de 1929 cercenó el proceso que hubiera llevado a la Argentina a consolidarse en el club del desarrollo. Gerchunoff (2016), en cambio, advierte que los problemas posteriores pueden ser inherentes al estilo mismo de crecimiento que tendía a imponerse ya desde la Gran Guerra, ya que un despegue industrial que demandase divisas y no las produjera, en breve plazo, se volvía inviable, o al menos problemático. Pero el nivel de desarrollo no favorecía una industria competitiva en el plano internacional.
Podríamos volver aquí a la pregunta inicial. Ya no se trata de si alguna vez la Argentina fue rica. Sabemos que fue afortunada, y eso le permitió alcanzar niveles intermedios de desarrollo. Agotado su estilo de crecimiento, sería previsible que su PBI per cápita descendiera en términos relativos en consonancia con su desarrollo. Pero lo realmente llamativo, y lo que ha despertado interés en los académicos (y consternación en los argentinos), es que el país parece incapaz de retomar la senda de crecimiento y sostener su ubicación como medianamente desarrollado. La pregunta inquietante no es tanto si alguna vez fue rica, sino por qué Argentina no parece haber encontrado la fórmula para seguir creciendo, aunque sea modestamente, en consonancia con el nivel de desarrollo alcanzado y con el resto de la economía mundial.
Podría concluir mi comentario en torno a este punto. Pero el trabajo de Schiaffino estimula a intentar algo un poco más arriesgado. Él ha incluido sus argumentos entre quienes creen que la Argentina nunca fue rica, lo que sugiere que en realidad el caso argentino no es tan excepcional. Pero argentina sí fue excepcional en su crecimiento entre 1850 y 1930, gracias a sus recursos naturales, pero también fue excepcional en su escaso crecimiento posterior a 1950, y para ello no tenemos una explicación consensuada. Aquí, creo que la referencia relevante no es la clásica de los países de nueva ocupación, sino el sur de Europa, cuyos niveles de capital humano en general no eran tan diferentes de los argentinos un siglo atrás. No solo Italia y España, sino Grecia y Portugal ocupan hoy posiciones económicas envidiables desde el punto de vista argentino. ¿Por qué los nietos de los inmigrantes sur-europeos se agolpan en los consulados para obtener la ciudadanía de sus abuelos e ir a ocupar el lugar que aquellos dejaron hace un siglo? Si en 1930 la Argentina no era tan desarrollada como los países de punta, y la crisis o el nuevo patrón productivo impidieron que los alcanzara, nada hacía prever que debía diverger hacia atrás, para ser superada por países que no solo eran menos afortunados, si no tampoco más desarrollados. El cuadro siguiente muestra este atraso:
El PBI per cápita en 1929 de Portugal era el 0,37% del argentino, el de Grecia el 0,54%, y el de España e Italia, 0,60 y 0,70 respectivamente. Para 1980, antes de que la Unión Europea impactara en aquellas economías y que Argentina sufriera su largo estancamiento, todas la habían alcanzado o superado, Italia con holgura. Una cierta convergencia podría ser esperable, pero no es muy evidente por qué Argentina no pudo seguir el camino de Italia, por ejemplo. Esta la había alcanzado hacia 1960, y pese a que a Argentina no le fue mal en la década posterior, para 1972, antes de la crisis del petróleo, su PBI era solo las tres cuartas partes del de su principal fuente de inmigrantes.
En 2005 proponía una interpretación de este fenómeno. En esencia, mi idea era la siguiente. La fortuna acostumbró a todos los sectores a altos ingreso. Aunque desde luego, había puja redistributiva antes de 1930, todos gozaban de una porción de la rica torta. Los jugosos ingresos de exportación permitían que salarios, ganancias y rentas agrarias fueran relativamente altos. Cuando el motor agroexportador perdió potencia, nadie quiso resignarse a la nueva fase de austeridad. Como se deduce del argumento de Gerchunoff (2016), un crecimiento de mediano y largo plazo demandaba un cambio de estructura económica para poder lograr al menos algunos sectores industriales con capacidad exportadora.6 Esto requería un ajuste que nadie estaba dispuesto a realizar.
La distribución del ingreso y los niveles salariales, que eran buenos en los años 1920, se sustentaban en buena medida en la productividad del “capital natural”. En esos años se estaba transitando hacia un crecimiento basado en la inversión de capital físico, con la dificultad de que “La combinación de un sector agropecuario de alta productividad, capaz de pagar altos salarios, con manufacturas sin un alto nivel de productividad implicaba que la competitividad de la industria argentina era estructuralmente menor que la de un país de baja productividad y bajos salarios (digamos, en aquella época, Brasil) o que en un país de altos salarios y alta productividad manufacturera (por ejemplo, Estados Unidos)” (Llach, 2020: 176). En realidad, la demanda laboral del sector agrario estaba en caída, por lo que eso no traccionaba los salarios. Pero el nivel salarial ya estaba fijado por la escasez laboral previa, y una expansión industrial exportadora no sería sustentable sin una adecuación entre salarios y productividad, con la consabida inelasticidad política de los salarios a la baja. El cambio de patrón productivo generaba otras tensiones.
Contrariamente a lo que ha sostenido mucha historiografía, el sector agrario nunca tuvo una fuerte hegemonía política (Hora, 2018, entre otros). Un viejo argumento (de manera precursora, Juan Álvarez 1966 [1912]) ha sostenido que la tasa cambiaria, fijada por los intereses del litoral, desfavoreció la competitividad de las manufacturas del interior. Otros factores (debilidad tecnológica y de capital humano) explican más fácilmente que el interior careciera de crecimiento industrial. En realidad, los intereses exportadores hubieran favorecido una tasa cambiaria más alta, como puede verse en las discusiones en torno al regreso a la convertibilidad en 1899 (Geller, s/f). Pero ella hubiera perjudicado a los asalariados del litoral y a la atracción de inmigrantes. La tensión entre ingresos populares e industrialización competitiva sería más tarde una de las claves de la evolución económica argentina del siglo XX (Gerchunoff y Hora, 2021).
Después de la crisis de 1930 el sector rural fue el más desprotegido, y las políticas desfavorables, a veces moderadas, otras agresivas, colaboraron para un retraso relativo de productividad que se extendió desde la crisis hasta la década de 1950 (Barsky y Gelman, 2001). Y aún despues que esta se recuperara, las rentas agrarias siempre estuvieron expuestas a la presión redistributiva, limitando la producción y el ingreso de divisas. La recaudación vía retenciones o tasas cambiarias diferenciales (o ambas a la vez), en lugar de un incremento del impuesto inmobiliario (como hubiera propiciado David Ricardo), desfavorecen la inversión y la producción. Pero el segundo es más difícil de cobrar, y además, es un impuesto provincial y no nacional. Más aún, el impuesto inmobiliario empuja hacia arriba todos los precios agrarios, en tanto el de retenciones y tasas cambiarias diferenciales “desacoplan” los precios internos de los internacionales, favoreciendo a los sectores asalariados. Para los industriales, los alimentos baratos permiten mantener salarios más bajos en moneda dura y el cambio diferencial favorece la importación de insumos, bienes intermedios y maquinaria. Pero perjudica, junto con las retenciones, el ingreso de divisas que esas importaciones requieren.
Así, la exportación de excedentes agrarios compitió con la regulación de precios en el mercado alimentario interno. La protección externa favoreció a los industriales mercadointernistas a costa de los consumidores. La manipulación de las tasas de interés desfavoreció el ahorro. La volatilidad de las políticas económicas perjudicó la inversión. La escasez de capital, afectada por la falta de divisas y el bajo ahorro, perjudicó un despegue industrial competitivo. Sin duda, bajo estas condiciones (y otras más específicamente políticas) no fue posible encontrar equilibrios que favorecieran políticas de largo plazo que llevaran al crecimiento y desarrollo (Gerchunoff y Llach, 2004, 2009, 2018).
Junto a esta explicación, otra ha cobrado fuerza en la investigación reciente, y los trabajos de Ladeuix y Schiaffino han aportado sólidos elementos en este sentido. La Argentina no solo tenía un nivel educativo inferior a los países más ricos y otros con similar o incluso inferior ingreso per cápita, si no que sufría aún más de su mala distribución territorial. Pese al esfuerzo estatal, existió gran desigualdad escolar en el país, y esta es mayor en los niveles más altos (2020a). La intervención estatal tendió a equilibrar la inversión educativa, pero no fue eficaz para achicar las desigualdades, debido, al menos en parte, a las diferencias de lo que ellos llaman oferta y demanda educativa (2020b). Comprueban que en las regiones más atrasadas la presencia de maestros y la matrícula escolar relativamente altos no se corresponde con el nivel de alfabetismo escolar.7
Proponen dos explicaciones. Si bien dan mayor peso a la hipótesis que apunta a la mayor demanda de calificación en el mercado de trabajo de las zonas desarrolladas, en mi opinión atribuyo a este argumento menos importancia, ya que no es evidente que el apetito educativo se vincule principalmente a las expectativas laborales.
La otra hipótesis que analizan vincula demanda educativa e inmigración. Desde luego, las zonas de mayor riqueza y crecimiento recibieron más inmigrantes, y tienen mejor performance en educación. Así, analizar el tema nos enfrenta a un problema que en estadística llaman endogeneidad (endogeneity); es difícil diferenciar el impacto específico de la inmigración respecto de otras variables que son concomitantes a la presencia de inmigrantes.
Aquí vale introducir una hipótesis alternativa (aunque también difícil de librar de la endogeneidad). Parece más robusto el argumento de que los niveles previos de educación en una región influyen en la formación de capital humano. Sabemos que hoy el contexto educativo familiar es la mejor variable para explicar el rendimiento escolar.8 Padres mejor educados se aseguraban que sus hijos siguieran sus pasos, o los superaran.
En el siglo XIX esto en parte se vincula a los inmigrantes, ya que en general estos superan en instrucción a los nativos, y es esperable que personas motivadas para progresar, lo que las impulsó a emigrar, se preocupen por la educación de sus hijos. Por ejemplo, antes de que la oferta estatal pudiera cubrir adecuadamente la demanda social de educación, los inmigrantes emprendieron una oferta privada para satisfacerla (Tedesco, 1982, y numerosos trabajos posteriores sobre comunidades de inmigrantes; ver especialmente Estudios Migratorios Latinoamericanos). Por lo demás, de manera muy sarmientina, medimos capital humano a través de la educación, lo que Alberdi llamaba “instrucción”. Pero el tucumano tenía más expectativas en lo que él llamaba “educación por las cosas”, y que hoy traduciríamos en cultura del trabajo.9 Si Alberdi tenía alguna razón, es posible que el impacto de los inmigrantes sobre el capital humano fuera incluso mayor que el que podemos medir con nuestras estadísticas educativas.
Ahora bien, comprobar la gran desigualdad regional en capital humano, y en los otros indicadores de desarrollo, no nos explica por qué prevaleció la carga de la Argentina menos desarrollada sobre el empuje de la que lo era relativamente más. Llach (2007) sugiere que ello se puede vincular al desequilibrio entre poder político y poder económico que emergió del arreglo federal en la unificación nacional. Gerchunoff y Torre (2013) mencionan políticas que limitaron las migraciones internas. Como referencia, vale recordar que otras experiencias de fuerte desequilibrio regional, como la italiana o la Unión Europea, muestran que la convergencia es trabajosa, conflictiva y lenta, y requiere de estrategias inteligentes y persistentes. Una primera mirada superficial sugiere que estas no estuvieron ausentes a fines del siglo XIX, aunque si quizás más tarde.
Así, Argentina no pudo lidiar con la doble tensión por la distribución social y regional del ingreso, y eso limitó la flexibilidad de sus opciones económicas. Sin duda, la imposibilidad de mantener un buen lugar en el concierto mundial de la riqueza ha sido percibida por gobernantes y gobernados argentinos como un fracaso, y tratar de comprenderlo puede ayudar a buscar estrategias para superarlo. Sin embargo, la más sombría advertencia de mi trabajo de 2005 parece lejos de disiparse “Si el ‘ancla’ argentina en un escalón intermedio de desarrollo es su dotación de capital humano, que permite una notable recuperación después de las crisis más profundas, esta observación entraña una advertencia. Las tensiones institucionales pueden deteriorar la reproducción social del mismo (principalmente, el sistema educativo), lo que llevaría a que la recuperación de las sucesivas crisis fuera menos marcada, y se fuera perdiendo el lugar de relativo privilegio dentro de América Latina”. Si los Clampett desean continuar viviendo en su mansión de Beverly, o al menos en una cómoda casa suburbana de Los Ángeles, es de esperar que Elly May y Jethro, los hillbillies más jóvenes, hayan aprovechado para asistir a UCLA, preparándose para cuando se acaben las regalías petroleras.