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Trabajo y sociedad

On-line version ISSN 1514-6871

Trab. soc.  no.12 Santiago del Estero Autumn 2009

 

ESCRITURA Y CIENCIAS SOCIALES

Verdad de los detalles

Beatriz Sarlo*

* Profesora visitante en las Universidades de Columbia, Berkeley y Stanford en los Estados Unidos, y de Cambridge en Inglaterra. Fue docente en la UBA e investigadora del CONICET. E mail: beatriz.sarlo@gmail.com

Pensando en Proust, Benjamin escribió estas líneas que se refieren también a él mismo: "Quien alguna vez comenzó a abrir el abanico de la memoria no alcanza jamás el fin de sus segmentos; ninguna imagen lo satisface, porque ha descubierto que puede desplegarse y que la verdad reside entre sus pliegues". Dos obsesiones están igualmente presentes en la cita: el camino infinito que se abre con una pregunta sobre el pasado y la búsqueda de un contenido de verdad estético, filosófico, biográfico a lo largo de ese recorrido. Toda la empresa intelectual de Benjamin se dispone en relación a estas obsesiones, que hacen que el trabajo sobre los textos sea, por definición, interminable porque los sentidos rebotan de una dimensión a otra, modificando lecturas anteriores, operando sobre la historia de lecturas.

Benjamin descubre en el recuerdo proustiano algo que iba a ser la condena y al mismo tiempo la marca genial de su propia obra: nada puede ser terminado por completo, todo trabajo supone una construcción en abismo, en la que cada pliegue remite a otro pliegue, y desplegar las hendiduras de un texto o un recuerdo conduce al encuentro de nuevas hendiduras; alisar una imagen, como le gustaba decir, es encontrar en la nueva superficie las líneas de la superficie anterior pero modificadas. Como las colecciones (de sellos, de libros, de estampas, de juguetes) de las que Benjamin era un apasionado, el trabajo de la lectura es acumulativo e infinito, siempre incompleto. Como en las colecciones, el orden está siempre amenazado, es siempre un resultado inestable y frágil.

Por eso, en una vida marcada por los desplazamientos y los viajes, la obsesión del orden. Uno de los episodios de su infancia berlinesa trae esta imagen del orden como un recuerdo de felicidad poco habitual, de felicidad libre de las amenazas que, en Benjamin, acosan permanentemente a la conciencia: "El pupitre cerca de la ventana se conviritió pronto en mi sitio preferido. El pequeño armario que estaba oculto debajo del asiento no sólo contenía los libros que necesitaba en el colegio, sino también el álbum de los sellos, además de otros tres que comprendían la colección de postales. Y de la sólida percha en la parte lateral del pupitre colgaba, al lado de mi cartapacio, no sólo la cestita de la merienda, sino también el sable del uniforme de húsares y la caja de herborista. Más de una vez, cuando volvía del colegio, lo primero que hacía era celebrar el reencuentro con mi pupitre convirtiéndolo en campo de acción de cualquiera de mis más caras ocupaciones, como las calcomanías, por ejemplo".

El pupitre: un calmo territorio iluminado como una estampa, donde cada una de las colecciones tiene su lugar (de la botánica a la numismática) y cada una de las actividades se rinde a esa particular ilusión de sintaxis que es el arte mismo de la colección.1 La calcomanía, ese pasatiempo-técnica-arte de producir las líneas y los colores a partir de una lámina donde éstos aparecen amortiguados, difusos, ocultos por un velo de papel más tosco y al mismo tiempo translúcido: un pasatiempo verdaderamente benjaminiano, por el cual se anula una materialidad, la del primer soporte de la imagen, para conseguir una verdad, la del dibujo que ese soporte ocultaba pero también hacía posible. Se raspa con las uñas y la yema del pulgar o del índice sobre el papel soporte, pacientemente para no romperlo (porque se rompería la imagen), obligándolo a que resigne sobre otro papel la figura oculta.

En los recuerdos del orden del pupitre y de la práctica de la colección, junto al recuerdo del placer de las calcomanías, bien pueden encontrarse, en ese Benjamin niño, las formas del otro Benjamin, del investigador que persigue los signos de la modernidad, a través de los pasajes de París, de los escaparates y los coleccionistas. Para su libro sobre los pasajes de París, Benjamin reúne, como un coleccionista, centenares de citas, de fotografías, de planos. Establece, y reforma obsesivamente, las partes que serán capítulos futuros; copia textos escritos por otros, pasándolos a sus cuadernos como si fueran calcomanías que, en ese tránsito de un libro a un cuaderno, le entregaran nuevas imágenes.

El coleccionista, dice Benjamin, despoja a la mercancía de su valor de uso, la sustrae de su función práctica, suspende su circulación, para incorporarla a un espacio ordenado y artificioso, impulsado por un imposible y nunca resignado deseo de totalidad. Un trabajo utópico, ya que por definición y por su propia lógica no puede existir colección completa; la pasión del coleccionista se alimenta precisamente del deseo de completitud y del saber que ella es, en el mejor de los casos, provisoria. Sobre la imagen de la colección, podrían pensarse los trabajos de Benjamin: siempre evocan el sentimiento de que no han sido acabados, de que lo que se lee es un fragmento escindido de un todo ideal que sustenta su existencia como fragmento y, al mismo tiempo, vuelve al fragmento provisorio, representante de aquello que nunca podrá ser captado como totalidad orgánica, porque (Benjamin lo sabe) esa totalidad se ha perdido.

La verdad, entonces, vive en los detalles, pero nunca se estabiliza en elllos, pasa de uno a otro y sobre todo, emerge en su contraste. La filosofía, escribe Adorno, "debe dar de baja los grandes problemas, cuya dimensión alguna vez pareció ser garantía de totalidad, mientras que hoy la interpretación se escurre por entre las redes de las grandes cuestiones". Benjamin conoció esta perspectiva filosófica como una pasión por los detalles y la practicó con la agudeza de lo que Adorno definió como "mirada microscópica". La originalidad de Benjamin se manifiesta en este trabajo de atrapar lo verdaderamente significativo en lo pequeño y lo trivial. Como Baudelaire, descubrió en la moda, en las colecciones, en los panoramas, el espíritu de una época que no puede captarse en su grandes movimientos sino en la insignificancia aparente del detalle, abstraído, recortado y fijado por la mirada de Medusa, como Benjamin llama a la mirada de los surrealistas. El ojo ilumina lo inusual y lo particular con la certeza de que allí está una clave. La mirada de la Medusa captura lo fugitivo, lo fija como un alfiler fija la mariposa a la colección.

Miniaturista, Benjamin se fascina con la sintaxis de los detalles y colecciona esos objetos, muchas veces banales, que los incluyen con generosidad representativa: "Ese día compré‚ en el Museo Kustarny una caja más grande en cuya tapa aparecía pintada, sobre fondo negro, una cigarrera. A su lado hay un arbolito muy delgado y, junto a éste, un niño. Es una escena invernal, pues en el suelo hay nieve". El día anterior, también en Moscú, había comprado otra caja con dos muchachas sentadas junto a un samovar. Enseguida, encuentra unas postales invendibles de la época de los zares y, poco después, se desplaza por un museo repleto de cuadros paisajísticos y narrativos con títulos francamente sentimentales: "La pobre institutriz llega a la casa del rico comerciante" o "Conspirador sorprendido por los gendarmes". Es sólo un día de enero en Moscú y Benjamin anota en su diario estos recorridos tan diferentes pero oscuramente vinculados por la mirada que ilumina lo banal produciendo, al incorporarlo a la colección o al relato, una verdad. Los objetos banales, precisamente, son aquellos que exigen la mirada más detallista.

En estos recorridos que inventa en las ciudades (Berlín, Moscú, París), Benjamin alcanza la iluminación profana: una forma secular, material, de revelarse la verdad. El arte (Benjamin lo anotó muchas veces a propósito de los surrealistas) tiene una capacidad muy intensa de producir estos encuentros inesperados entre sentidos diferentes. Vale la pena subrayarlo: ni relativista ni escéptico, Benjamin trabajó decididamente en la empresa de saber qué significaba el arte en relación a su contenido de verdad. Creía que ésta era una pregunta fundamental de la crítica literaria, la que le daba un lugar en relación a la filosofía (a la teológica o a la materialista). Como en la rememoración, este contenido de verdad se esconde en los pliegues y los detalles de una materialidad que Benjamin sabe infinita pero que sólo puede manifestarse y conocerse en una flexión de la historia. La verdad, como una presa de caza, salta en lo concreto.

Benjamin es subversivo por la corrosión a que somete sus materiales artísticos, sin duda. Pero más todavía por esta idea, que no desaparece de su empresa teórica y crítica: la existencia, secreta y esquiva, de un contenido de verdad que produce un saber y está tendido hacia una dimensión práctica. El arte, como escenario privilegiado de este saber, lleva las marcas del pasado, de la explotación y el dolor; y anuncia el futuro. Pero no hay síntesis sino conflicto: la forma de su verdad es la contradicción.

Notas

1 Ricardo Forster señala otro aspecto (contradictorio y coexistente) del niño coleccionista: el desorden, cualidad que persistiría también en el coleccionista adulto (R. Forster, W. Benjamin, T. W. Adorno; el ensayo como filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1991, p. 120).         [ Links ]

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