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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc.  no.13 Santiago del Estero dic. 2009

 

TRABAJO, PODER Y CULTURA

La respuesta de los sindicatos estatales al neoliberalismo en Argentina (1989-1995)

Santiago Duhalde *

* Licenciado en Ciencias de la Comunicación (Universidad de Buenos Aires). Doctorando en Ciencias Sociales (UBA) y en Historia (Université Paris 8, Francia), en régimen de co-tutela. Becario doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), con sede en el Instituto de Investigaciones Gino Germani (UBA). Docente de Grado (UBA). Sus principales áreas de interés son la sociología del trabajo y del sindicalismo, y la sociología política. Entre sus publicaciones recientes se destacan los artículos de libro "Teledisponibilidad: innovación del control laboral" (Editorial Poder y Trabajo, 2007) y "Presupuestos y divergencias en el debate Miliband-Poulantzas" (Editorial Teseo, 2008). Dirección electrónica: santiagoduhalde@hotmail.com

1. Introducción
El movimiento obrero argentino logró definitivamente reforzarse durante el gobierno de Raúl Alfonsín, luego de sufrir intervenciones, persecuciones y desapariciones de miles de trabajadores en los años de la última dictadura (1976-1983). Por entonces, la mayoría del sindicalismo se alineaba en una tendencia confrontacionista que tuvo como consecuencia la realización de trece paros generales encabezados por la Confederación General del Trabajo (CGT), además de la intransigencia en negociaciones clave para el sostenimiento de políticas gubernamentales de mediano plazo.
Pero todo comenzó a cambiar cuando a fines de 1989, y a meses de haber asumido el gobierno Carlos Menem, esta tendencia sindical, liderada por el cervecero Saúl Ubaldini, quedó relegada como posicionamiento hegemónico al interior del movimiento obrero. Esto sucedió al fracturarse la CGT y al volcarse una gran parte de los gremios a una tendencia participacionista, afín al nuevo gobierno justicialista. Pero éste último, lejos de profundizar el modelo impulsado por Perón desde la década del cuarenta, produjo un giro de cientochenta grados al levantar la bandera del neoliberalismo, luego de pactar con los sectores dominantes de la Argentina y acordar con los principales ejes del Consenso de Washington.
Esta radical decisión desconcertó, sin dudas, por lo menos durante los primeros meses, a la mayoría del sindicalismo argentino, y al poco tiempo se pudo divisar una profunda división en su interior. Un grupo heterogéneo de sindicatos grandes, junto con varios gremios de servicios, se sumaron al giro neoliberal del menemismo, priorizando el resguardo de sus propios intereses y asumiendo muchas veces como propia la idea de la inevitabilidad del nuevo rumbo económico después de la caída del bloque soviético y "el fin de las ideologías". Otros sindicatos, en cambio, de tendencia confrontacionista y combativa, históricamente asociados a prácticas sindicales críticas, optaron por la resistencia. Estos fueron los más afectados en ese momento, especialmente por la puesta en práctica del conjunto de políticas de corte liberal que, entre otras consecuencias, transformaron intensamente la fisonomía del Estado argentino y reformaron profundamente el sistema de relaciones laborales. Estos eran, principalmente, los sindicatos que nucleaban a trabajadores estatales (de la administración pública, de la educación, del sistema judicial). Estas organizaciones, primeramente alineadas al ubaldinismo y luego unidas en un frente alternativo de lucha, fueron lideradas desde el comienzo por la Asociación Trabajadores del Estado (ATE), cuya conducción se había hecho del sindicato en las elecciones internas de 1984. En ese momento, la lista verde, liderada por Víctor De Gennaro y Germán Abdala, logró derrotar a la lista encabezada por Juan Horvath –aquella que había colaborado con el gobierno militar– e imponer una línea de acción completamente diferente a la sostenida por la anterior conducción. La democratización, la lucha, la transformación social, entre otros principios, comenzaron a ubicarse en un lugar firme como elementos-guía de su acción, además de convertirse en preceptos de estas otras agrupaciones sindicales con las que ATE comenzó a trabajar a partir de 1989 (Martuccelli y Svampa, 1997; Fernández, 2002; Senén González y Bosoer, 1999). De esta manera, durante la primera presidencia de Menem, y encabezado por ATE, comienza a consolidarse un nuevo modelo sindical de resistencia; modelo que se presenta como el mejor contraejemplo para poner en tela de juicio aquellas tesis generales que sólo ven en los noventa la existencia de un sindicalismo en crisis, dejando de lado las ricas expresiones de vigor y potencia de una parte importante del movimiento obrero argentino.
Para desarrollar ampliamente este esbozo y su contexto, primero partiremos de señalar las principales características de lo que fue la reforma del Estado y la reforma laboral como parte del nuevo modelo de transformaciones estructurales llevado a cabo por el gobierno de Menem entre 1989 y 1995. Luego señalaremos las principales consecuencias de estos cambios en los trabajadores, haciendo especial hincapié en los empleados estatales. Rápidamente presentaremos un mapa de las grandes tendencias del movimiento sindical argentino y el posicionamiento, en estas líneas de acción, de los principales nucleamientos gremiales de la primera mitad de la década del noventa, señalando además la ubicación de los sindicatos estatales, y en particular de ATE. Luego pasaremos a detallar las características del nuevo modelo sindical inaugurado por la Asociación Trabajadores del Estado, y su diferencia con el modelo tradicional de sindicalismo. Por último, cerraremos con un conjunto de preguntas que se interrogan sobre la práctica actual de este sindicalismo crítico en la etapa post-convertibilidad.

2. Reformas estructurales
Al asumir el gobierno en 1989, Menem comenzó la puesta en práctica de un conjunto de políticas que significaron un cambio enorme para la Argentina, tanto a nivel económico, como político y social. El mecanismo propicio para estos cambios fue la reforma legislativa, tanto a través de leyes como de decretos del Poder Ejecutivo. Sin duda, esta ofensiva fue la continuación y la consolidación de políticas de gobierno que en la Argentina comenzaron a implementarse a partir de la última dictadura militar. Estas reformas fueron de corte netamente liberal y tuvieron como objetivo general terminar definitivamente con el modelo nacional-distribucionista instaurado en el país desde la década del cuarenta (Matsushita, 1999).
De todo este proceso de transformaciones estructurales, a los fines de este trabajo, enfocaremos exclusivamente las reformas legislativas que afectaron profundamente la estructura del Estado y el sistema de relaciones laborales, dejando de lado las modificaciones de índole estrictamente económicas.

2.1- Reforma del Estado
Para la concepción neoliberal que venía imponiéndose desde la última dictadura militar, y que continuó durante el gobierno de Alfonsín, el Estado debía ser reducido a sus funciones esenciales (seguridad, justicia, defensa, relaciones exteriores y administración). De esta manera, debía producirse en la Argentina una reforma del Estado que, por un lado, liberase sectores de la economía, hasta entonces en manos del Estado, para beneficio de los privados (salud, educación, industria, telecomunicaciones), posibilitando de esa manera una mejor y más justa distribución de los recursos, de acuerdo con el esfuerzo y el riesgo individual. Y, por otro lado, debía producirse una reducción del gasto público, teniendo en cuenta la enorme deuda externa del país; ajuste demandado por acreedores que presionaban fuertemente para el pago de la misma. El déficit fiscal del Estado argentino, acrecentado enormemente a partir de fines de la década del setenta, debía dar lugar a una reducción del gasto público para, de esa manera, transferir al exterior –en concepto de pago de la deuda externa– el dinero acumulado. Para esto el Estado debía achicarse y "racionalizarse". Con este propósito se llevaron a cabo dos grandes medidas, una fue la privatización de la gran mayoría del activo público, consistente principalmente en empresas del Estado, y la otra fue el achicamiento de la administración pública nacional, hasta ese momento considerada "elefantiásica", deficitaria y corrupta (Campione, 1995).
Es así como a los pocos meses de haber asumido la Presidencia de la Nación, Menem envió al Congreso Nacional dos proyectos de ley que, al ser aprobados entre agosto y septiembre de 1989, abrían indefectiblemente el camino a la reforma del Estado.1 El primero es el proyecto que luego se conocerá como Ley de Reforma del Estado 23.696. Esta ley dispone todo lo necesario para comenzar el proceso de privatización de los activos públicos, que implicó, por parte del gobierno, una instancia previa de saneamiento de estas empresas estatales antes de su transferencia al sector privado, produciéndose como consecuencia una importante reducción del personal estatal. "Así, entre los años 1991 y 1993 los programas de 'retiro voluntario' suprimieron de las empresas de servicios públicos 86.274 puestos de trabajo." (Diana Menéndez, 2007: 61). A esto hay que sumarle las medidas de reducción de personal –una vez transferidos los activos– implementadas por parte de las empresas privadas, de carácter aun más radical, al basarse, ahora sí, en exclusivos criterios de rentabilidad económica. "Si consideramos el periodo que va entre 1985 y 1998, y observamos los volúmenes absolutos de empleo de las empresas de servicios públicos, vemos que las pérdidas son aun mayores. En efecto, en 1985 contaban con una planta de 243.354 trabajadores (2,33 puntos de la PEA), mientras que para 1998, finalizado el proceso privatizador, las empresas prestatarias de estos servicios ocupaban 75.770 trabajadores (0,1 de la PEA)." (Diana Menéndez, 2007: 61).
Esta norma, a su vez, también expresa la necesidad de racionalizar la gestión pública. Pero será la Ley de Emergencia Económica 23.697 la que servirá de base para el inicio de la reestructuración de los organismos de administración pública, en la búsqueda de la modernización del Estado. Para esto se estableció el congelamiento de las estructuras estatales existentes y la reubicación del personal aún empleado. Además, y "por razones de servicio", se dio de baja a los trabajadores de las dos máximas categorías del escalafón que no estuvieran concursados.
Al año siguiente, en 1990, se sancionó el decreto 2.476 que profundizó esta reestructuración de la administración pública, disponiendo la reducción de un importante porcentaje de la planta de personal del Estado nacional y promoviendo la implementación de mecanismos de concurso y capacitación de los trabajadores que permanecían aún en el Estado. Pero el decreto que más incidencia tuvo en el empleo público fue el 435 de 1990, denominado Decreto de Reordenamiento del Estado. Por medio de esta norma se fijaron salarios mínimos y máximos para la administración pública; se prohibió el pago de horas extras; se jubiló a todo empleado que, por los años de aportes, estuviera en condiciones de hacerlo, y se dejó en disponibilidad a aquellos a los que sólo les faltara dos años para llegar a esta condición; también se estableció la imposibilidad de mantener más de un cargo y se congelaron las vacantes de personal; se eliminó una enorme cantidad de secretarías de distintos ministerios; y, por último, se promovió la capacitación del personal que voluntariamente quisiera retirarse al sector privado (Diana Menéndez, 2007; Recalde, 2003).
Hasta aquí en lo que respecta al proceso de reforma del Estado en sus dos variantes principales: la privatización de una gran cantidad de empresas públicas, y la reestructuración y ajuste de los organismos de administración nacionales.

2.2- Reforma laboral
Si el objetivo de la reforma del Estado, como lo acabamos de mencionar, ha sido la reducción del déficit fiscal –bajo presión de los acreedores externos–, el objetivo principal de la reforma laboral fue la reducción de lo que se dio en llamar "el costo argentino". Con esto nos referimos al costo fijo de la mano de obra en Argentina. El gobierno buscó, por medio de la reforma legislativa en materia laboral, hacer de la fuerza de trabajo un capital realmente variable y adaptable a la demanda del empleador. De esta manera –se razonó– la reducción del gasto en mano de obra redundaría en un incremento de la inversión y, consecuentemente, en un aumento de empleo. El resultado real fue completamente lo contrario (Recalde, 2003).
Si bien no fueron leyes estrictamente laborales, la Ley de Reforma del Estado y la Ley de Emergencia Económica significaron cambios en la estabilidad y la remuneración de los trabajadores estatales. La primera norma introdujo el denominado Programa de Propiedad Participada –que permite a los trabajadores estatales hacerse de hasta un 10% del paquete accionario de la empresa a privatizar–, y además autorizó al Poder Ejecutivo a establecer un Plan de Emergencia del Empleo. La otra ley estableció la prohibición de contratación de personal estatal por un tiempo determinado; facultó al PEN a disponer medidas que promovieran la eficiencia y la productividad en el sector público; y modificó la política salarial e indemnizatoria (Senén González y Bosoer, 1999).
Para comenzar con la reseña de las reformas de tipo estrictamente laboral, primeramente debemos hacer mención a la sanción de los decretos 1.477 y 1.478 de 1989, donde el PEN, con la excusa de necesidad y urgencia, procedió a reformar el artículo 105 de la Ley de Contrato de Trabajo. "Estos decretos habilitaban [...] a todos los empleadores a abonar hasta un 20% de las remuneraciones en especie, sin que este porcentaje se considerase como remuneración, o sea exento del pago de aportes y contribuciones al Fisco, a las obras sociales y a los sindicatos." (Recalde, 2003: 46). Al año siguiente, y nada menos que el 17 de octubre, Menem sancionó y difundió el decreto 2.184 que reglamenta el ejercicio del derecho a huelga para los empleados estatales. La norma tenía como objetivo limitar las acciones de fuerza de los empleados públicos, especialmente en aquellas empresas del Estado prontas a privatizarse (Matsushita, 1999).
En abril de 1991 se sancionó la Ley de Convertibilidad que, al fijar la paridad entre el dólar y el peso y aplicar el principio de desindexación, influía directamente en el salario de los trabajadores. Para esclarecer la implicancia que en el mundo laboral tenía esta ley, el PEN sancionó el decreto 1.334, en julio de 1991, donde se establecía la imposibilidad de homologar convenios colectivos que resguardaran la cláusula de indexación, y donde se implementaba el mecanismo por el cual los incrementos salariales sólo se harían efectivos a partir de un aumento real de la productividad. Otro decreto, que minaba aun más el derecho colectivo y la fuerza de los trabajadores, fue el 2.284 de octubre de 1991. En él se permitía y se estimulaba la firma de convenios colectivos por empresa, resquebrajando de esta manera el alcance de la Ley de Contrato de Trabajo. Este decreto sostenía lo siguiente: "Las partes signatarias de los convenios colectivos de trabajo, en ejercicio de su autonomía colectiva, podrán elegir el nivel de negociación que consideren conveniente." (Recalde, 2003: 55).
Pero el principal suceso legislativo en materia laboral fue la sanción de la Ley Nacional de Empleo 24.013 en noviembre de 1991. Con esta ley, por medio de la contratación temporaria y la reducción de las cargas sociales, el gobierno buscaba mayor inversión y empleo. Sin embargo, en los hechos, el resultado evidente fue la profundización de la inestabilidad laboral. La norma incorporó nuevas modalidades de contratación por tiempo determinado, luego denominados "contratos basura"; también introdujo el contrato laboral para menores de 24 años. A los pocos días fue sancionada la Ley de Accidentes de Trabajo 24.028, aquella que fijó un tope en el monto de indemnizaciones, reduciendo el mismo a la mitad de lo contemplado hasta entonces, facilitando de esta manera la rescisión de contratos y relaciones laborales (Matsushita, 1999; Recalde, 2003). Para completar la ofensiva flexibilizadora, al año siguiente, en 1992, se sancionó el decreto 340 sobre Sistema de Pasantías; éste establecía que la relación entre pasante y empleador no crea ningún vínculo jurídico (Senén González y Bosoer, 1999).
Mientras tanto sucedieron diversos intentos de sanción de proyectos de reforma del régimen previsional y del sistema de las obras sociales sindicales, además del proyecto de Ley de Flexibilidad Laboral presentado por el PEN al Congreso Nacional en 1993. La reforma del régimen previsional se llevó a cabo definitivamente por medio de la sanción de la ley 24.241 –aquella que estableció un sistema de capitalización individual gestionado por administradoras de fondos de jubilación y pensión privadas (AFJP)– mientras que la reforma de las obras sociales y el proyecto de flexibilización laboral fueron postergados (Senén González y Bosoer, 1999).
Por último, en 1995 se sancionó la Ley PyME 24.465. Esta norma procuraba flexibilizar las relaciones laborales y las condiciones de trabajo con el fin de fomentar el empleo por parte de las pequeñas y medianas empresas, en el marco de la lucha contra el desempleo. Esta ley terminó con el principio de ultraactividad de los convenios colectivos de trabajo en las empresas con menos de 40 empleados, lo que implicaba la pérdida, llegado el vencimiento del convenio, de todos los derechos adquiridos hasta entonces por los trabajadores, quienes, de esta manera, debían comenzar la futura negociación desde cero, prescindiendo de los derechos adquiridos a través de los años. Esta ley también eliminó el derecho a indemnización por despido; redujo el derecho al preaviso; y suprimió el derecho a la integración del mes de despido (Recalde, 2003).

3. Consecuencias en los trabajadores estatales
Este conjunto de transformaciones, tanto la reforma del Estado como el conjunto de reformas laborales que acabamos de señalar, produjo un impacto muy grande en la totalidad de los trabajadores, pero especialmente en los empleados estatales, doblemente afectados por su particular carácter de trabajadores cuyo empleador es, nada más ni nada menos, que el Estado.
La principal consecuencia fue la disminución del empleo público. Ésta fue provocada, fundamentalmente, por despidos directos, jubilaciones anticipadas y retiros voluntarios. Sin embargo, y como lo muestra el Cuadro 1, esta disminución del empleo en el sector público fue mucho mayor en el ámbito de las empresas estatales –donde de 242.094 trabajadores en 1991 se pasó a 50.516 en 1995– que en el terreno de la administración nacional, donde en 1991 se empleaba a 534.238 personas y en 1995 esta cantidad sólo se había reducido a 467.463. Por otro lado, parte del personal que se vio excluido a nivel de la administración nacional, pasó a engrosar las administraciones provinciales debido al traspaso de, entre otros, el sector salud y educación del ámbito nacional al ámbito de las provincias. En estas administraciones se pasó de 1.159.370 trabajadores en 1991 a 1.178.623 en 1995.

Cuadro 1. Evolución del empleo público

Fuente: elaboración del CLAD. Disponible en: <http://www.clad.org.ve/siare/tamano/indice1.html>. Extraído de Diana Menéndez (2007: 81).

Por otro lado, un mecanismo que explica el fracaso de la política gubernamental de reducir considerablemente el personal de la administración pública nacional, pero que a su vez sí sirvió para reducir los costos, fue aquel por el cual gran parte de las personas en relación de dependencia –con los costos en seguridad social que ello implica– que fueron expulsados de la administración, volvieron al poco tiempo a ser trabajadores estatales, pero esta vez en carácter de contratados, logrando así el Estado una importante reducción de gastos correspondientes a las cargas sociales. De esta manera, aprovechando la cláusula legal que congela las vacantes de planta permanente, se incorporaron grandes cantidades de trabajadores mediante contratos anuales y renovables, similares a los de los profesionales autónomos privados. Estos trabajadores carecieron o carecen de vínculo laboral y, por lo tanto, de beneficios sociales y estabilidad. Además, en estas condiciones de trabajo, las personas no pueden acceder a su representación formal por parte de los sindicatos. Todo esto produjo, como consecuencia, una precarización creciente de los empleados públicos; el comienzo de un proceso de diferenciación al interior de estos trabajadores; cierta pérdida de solidaridad; y un incremento del individualismo en los organismos estatales (Diana Menéndez, 2007).
Todo este proceso de precarización y de destrucción de fuentes de trabajo trajo como consecuencia un incremento formidable de los conflictos encabezados por los trabajadores estatales, tanto nacionales como provinciales y municipales. En estos dos últimos casos los conflictos tuvieron que ver, principalmente, con reclamos por retraso en los pagos y demandas de aumento salarial (Senén González y Bosoer, 1999). Como lo muestra el Cuadro 2, durante toda la primera presidencia de Menem los conflictos en el sector estatal fueron mayoría, o sea, superaron el 50% del total de los conflictos laborales –excepto en el año 1992 donde alcanzaron un 49%– y hasta llegaron a un 75% del total de los mismos en 1995.

Cuadro 2. Evolución anual de los conflictos laborales por sector


Fuente: Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría. Extraído de Senén González y Bosoer (1999: 201).

A pesar de semejante ofensiva llevada a cabo desde el gobierno contra los trabajadores estatales, dentro de las organizaciones sindicales del sector público hubo reacciones diversas y hasta opuestas. Dos son los principales sindicatos del sector: la Asociación Trabajadores del Estado (ATE) y la Unión del Personal Civil de la Nación (UPCN). La respuesta de ambos fue completamente diferente. Mientras la UPCN expresó su acuerdo con el gobierno justicialista, y en algunas ocasiones incluso ayudó a la implementación de varias de las medidas que implicaron la reestructuración del Estado y la reforma del sistema de relaciones laborales, ATE se opuso radicalmente a ambos procesos de reforma, sosteniendo una actitud crítica durante toda la primera presidencia de Menem (Diana Menéndez, 2005).
Pero antes de profundizar en la respuesta de estos dos sindicatos al proceso de reformas neoliberales impulsado por el gobierno justicialista, pasaremos a presentar el mapa de las principales tendencias en el campo sindical de la época, para luego, de esta manera, poder ubicar a ambas estrategias en el conjunto del movimiento sindical argentino y presentar sus particulares características.

4. Grandes tendencias en el campo sindical argentino
Siguiendo la diferenciación que Arturo Fernández (1997 y 2002) ha realizado de las tendencias al interior del movimiento obrero argentino, pretendemos aquí presentar el mapa de los cuatro principales posicionamientos al interior del campo sindical, y ubicar en esta tipología a los grandes nucleamientos sindicales durante el primer gobierno de Menem.
De esta manera, tendríamos, por un lado, una tendencia participacionista dentro del sindicalismo argentino. Ésta está caracterizada por su subordinación corporativa al Estado y su falta de iniciativa y de proyecto político propio. Se presenta como un representante del Estado frente a los trabajadores, más que como representante de estos últimos frente al Estado. Además, esta tendencia presenta aspectos de fuerte cooperación y trabajo conjunto con el empresariado. Su principal objetivo es defender sus intereses sectoriales, y para esto mantiene relaciones cercanas con los gobiernos de turno, más allá de su color partidario.
Por otro lado, encontramos la tendencia negociadora, hegemónica durante el periodo en que Perón estuvo en el exilio. Liderada por los metalúrgicos, tuvo como principal representante a Augusto Timoteo Vandor, líder de la UOM. Su principal estrategia a sido ampliamente conocida como la de "pegar para negociar". Requiere y busca un Estado fuerte capaz de otorgar beneficios demandados por los trabajadores. A partir de la última dictadura ha corrido poca suerte, y expresa cierta nostalgia por ese Estado que ya no está, principalmente debido a la enorme crisis que desde entonces comenzó a padecer el modelo nacional-distribucionista. Esta tendencia se caracteriza por poseer proyectos políticos propios que negocia con el gobierno de turno.
A esta le sigue la tendencia confrontacionista, que es precisamente la que se opuso y atacó a la línea del vandorismo negociador. Siempre cumplió un papel ofensivo, ejemplificada de la mejor manera por la experiencia de la CGT de los Argentinos. Ya más adelante, y como respuesta a las políticas de la última dictadura, esta posición fue encarnada por la denominada "Comisión de los 25" y la línea ubaldinista.
Por último, la tendencia combativa y clasista. Ésta se define por situarse, en general, por fuera del peronismo –encarnada por ex peronistas o por grupos de izquierda (maoísmo, trotskismo)– y por la articulación con trabajadores desocupados, del interior de las provincias, pequeños campesinos, y demás movimientos sociales y barriales. Son características propias de esta tendencia un profundo eticismo y antiimperialismo, un purismo de la acción sindical, y un trabajo directo con las bases.
Estas cuatro tendencias del movimiento obrero argentino han sido las posiciones a las cuales han adscrito la totalidad de las organizaciones gremiales a lo largo de las últimas décadas. Veamos ahora la ubicación, en esta tipología, de estos principales nucleamientos sindicales entre 1989 y 1995.
Al comienzo del primer gobierno de Menem, la gran mayoría de los sindicatos se encontraban nucleados en la CGT liderada por el confrontacionista Saúl Ubaldini. Esta central obrera unificaba, de esta manera, las primeras tres tendencias que presentamos más arriba: la participacionista, la negociadora (liderada por el miguelismo) y la confrontacionista (ubaldinista, y hegemónica en ese momento). Pero esta disposición de las orientaciones duro poco. En octubre de 1989, y luego de un acalorado Congreso Nacional, la CGT de dividió. Los sectores participacionistas, que apoyaban las políticas de corte neoliberal que había comenzado a implementar el gobierno justicialista, constituyeron la CGT-San Martín, liderada por el dirigente mercantil Guerino Andreoni. Por el lado opositor al gobierno, quedaron nucleados en la CGT-Azopardo las corrientes negociadora y confrontacionista. En esta última se encontraban, entre otros, el sindicato de la alimentación, el de camioneros, CETERA, ATE, UOM, UTA, cerveceros, marítimos, UTPBA, La Fraternidad, judiciales; y en la CGT-San Martín se reunían la FAECYS, gastronómicos, UPCN, el sindicato de la carne, UOCRA, plásticos, telefónicos, textiles, sanidad, ferroviarios, del caucho, y demás organizaciones sindicales (Senén González y Bosoer, 1999).
En marzo de 1991 Víctor De Gennaro, secretario general de ATE, rompió con Ubaldini, y en abril, junto con CTERA, la UTA, obreros navales, entre otros, constituyeron una nueva fracción sindical, que en diciembre de ese año dará lugar al Congreso de los Trabajadores Argentinos (CTA), nucleamiento sindical crítico frente al entreguismo de los sectores participacionistas y negociadores. Esta fracción que se separa de la CGT-Azopardo pareció ubicarse entre la tendencia confrontacionista y la combativa, ya que en muchos casos rompieron con el peronismo y, más que realizar algunas críticas a ciertas medidas del gobierno, se opusieron totalmente al modelo económico-social del menemismo. Así se conformó un sindicalismo de corte eminentemente crítico, liderado por los gremios de trabajadores estatales de la administración y de la educación (ATE y CETERA) que, como vimos, habían sido y seguirían siendo los sectores más afectados por el proceso de reformas (Senén González y Bosoer, 1999).
En septiembre de 1991, habiendo perdido el apoyo de este sector crítico y también del miguelismo negociador, Ubaldini renunció a la CGT-Azopardo. En febrero de 1992 esta central obrera se unificó nuevamente, cuyo liderazgo pasó a manos de los sectores participacionistas. La nueva CGT será conducida por una Comisión Directiva integrada por Oscar Lescano (Luz y Fuerza), José Rodríguez (Mecánicos), José Pedraza (Unión Ferroviaria), Aníbal Martínez (Metalúrgicos) y Ramón Baldassini (Correo). Finalmente Lescano será el elegido como secretario general. Sin embargo, en marzo de 1993, la tendencia negociadora remontará posiciones al interior de la central obrera y Naldo Brunelli, un metalúrgico miguelista, logrará ser nombrado nuevo secretario general de la CGT; el objetivo fue tratar de imprimirle un matiz más duro a las estrategias cegetistas. Pero la posición levemente crítica del líder metalúrgico inquietó a los demás sindicatos, que, al presionar, terminaron obteniendo un nuevo recambio en la conducción. Esta vez, con el propósito de reorientar la CGT y acercase un poco más al gobierno, la Secretaría General pasó a manos del petrolero menemista Antonio Cassia (Senén González y Bosoer, 1999).
Entretanto, y debido principalmente al nuevo giro menemista de la central obrera, un grupo de sindicatos se separó de la conducción cegetista y, sin conformar una central paralela, creó en febrero de 1994 el Movimiento de Trabajadores Argentinos (MTA). Éste se encontraba conformado principalmente por la UTA, Camioneros y por los cerveceros de Ubaldini. La tendencia confrontacionista logra, de esta manera, recuperar posiciones perdidas desde la entrada en crisis del ubaldinismo. Este nucleamiento se presentó como crítico frente a las políticas implementadas por el gobierno de Menem y contra la conducción de la CGT. Sin embargo, la gran diferencia con respecto al CTA es que el MTA permaneció en el seno de la vieja central obrera con el propósito de hacerse de su conducción; pretendió recuperar la CGT y no abandonó la posibilidad de una relación estrecha con un partido justicialista probablemente renovado en el futuro (Fernández, 2002; Martuccelli y Svampa, 1997; Senén González y Bosoer, 1999).
Como se puede apreciar claramente, y volviendo a la pregunta por las reacciones de los sindicatos de trabajadores del Estado frente a las reformas estructurales encaradas por el gobierno de Menem, dos fueron las principales respuestas del gremio estatal a la ofensiva neoliberal contra el Estado y las relaciones laborales. La Unión del Personal Civil de la Nación, como sindicato participacionista, se mantuvo siempre ligado y detrás de los pasos que llevó a cabo el gobierno justicialista, y no sólo apoyando las medidas, sino también ayudando en su implementación. Aun más, varias veces esta organización fue más allá del posicionamiento de la misma CGT en la que se encontraba nucleada. Por ejemplo, al llevarse a cabo el primer paro de la CGT al gobierno de Menem, en noviembre de 1992, de alto acatamiento, la UPCN –junto con la UOCRA– realizó un acto paralelo con la presencia del presidente (Senén González y Bosoer, 1999).
Por otro lado encontramos la posición de la Asociación Trabajadores del Estado, que desde el comienzo de la presidencia de Menem permaneció crítica respecto de las políticas que se comenzaban a implementar, manteniéndose al principio en la línea confrontacionista ubaldinista y luego de la reunificación de la CGT, y junto con otros sindicatos estatales, emprendiendo un viraje hacia posicionamientos más bien combativos, alejándose aun más del modelo propuesto por el gobierno y posicionándose como símbolo de la resistencia sindical al menemismo. ATE encarnó, desde mediados de los ochenta, un nuevo modelo sindical, con renovadas prácticas, que en muchos aspectos se presentó como opuesto al modelo sindical tradicional, común a las tendencias participacionista y negociadora.
Seguidamente pasaremos a presentar las diversas características de este nuevo modelo sindical encarnado por ATE y sus diferencias con respecto al viejo modelo, que hicieron de esta organización sindical el ejemplo de la resistencia tanto a las reformas neoliberales impulsadas por el gobierno de Menem como a las estrategias sumisas de la CGT oficialista.

5. Un nuevo modelo sindical de resistencia
La puesta en práctica de nuevas acciones sindicales por parte de ATE fue la ejecución de maniobras de resistencia frente a la implementación de políticas de gobierno que trajeron como consecuencia un acrecentamiento en la distribución regresiva de la riqueza y un aumento, hasta entonces insospechado, de la desocupación. También fueron acciones de resistencia frente al avasallamiento de derechos conquistados por los trabajadores a través de décadas de lucha, y contra el desguace del Estado –único actor capaz de equilibrar las desventajas que acarrea el "libre mercado"–. Pero también fue una resistencia a las políticas entreguistas de la dirigencia cegetista y a una forma de hacer sindicalismo ligada a un patrón de acumulación y a un modelo de relaciones sociales para entonces ya perimido. Frente a este modelo sindical tradicional ATE opuso prácticas diferentes. Veamos cuáles fueron algunas de sus principales características.

5.1- Democracia
El viejo modelo sindical se ha caracterizado, en los hechos, por dividir a los sindicatos en dos partes, e imprimir un carácter particular a la relación entre ambos segmentos. Estos son: una parte superior, correspondiente a la dirigencia gremial, y una parte inferior, correspondiente a los delegados y trabajadores. La relación que se establece entre ambos segmentos es una relación verticalista de dirección y ejecución. Más aun, muchas veces ni siquiera se hace uso de este tipo de relación de mandato, ya que todo lo referente al sindicato es debatido, decidido y ejecutado desde su conducción, sin necesidad de movilización. A esta particular forma de funcionamiento de la mayoría del sindicalismo argentino se la ha denominado comúnmente como "práctica burocrática", aquella donde las decisiones y la discusión no salen sino de los consejos directivos centrales y donde no se encuentra ningún tipo de órgano colegiado a nivel ejecutivo; características ambas que empobrecen el debate al interior de la organización; práctica que excluye de la vida sindical a la mayoría de los afiliados o los incorpora solamente como carne de cañón. Frente a este estilo realmente extendido, ATE desarrolló, a partir de fines de la década del ochenta –precisamente a partir de la aprobación de un nuevo estatuto en 1988– un conjunto de mecanismos que tendió a democratizar las relaciones al interior del sindicato:
En primer lugar, será el voto directo y secreto de los afiliados el que defina todos los niveles de conducción. Cada trabajador votará entonces a su Junta de Delegados Interna, el Secretariado de su Seccional, de Provincia y a nivel Nacional. También el voto directo define la nómina de congresales nacionales y provinciales, e incluso, en caso de pertenecer a una Rama Nacional de Actividades, se votan directamente las autoridades de dicha Rama. Esta ausencia absoluta de mediaciones entre dirigentes y trabajadores, garantiza en principio la existencia de una implícita estructura de control de gestión; el conjunto de la dirigencia se articula en base a la organización y no, como frecuentemente ocurre en otros modelos sindicales, donde la dirigencia a través de diferentes mediaciones se autocontrola o controla mutuamente.
[...] Un segundo elemento a tener en cuenta es la descentralización y democratización del gremio, es la profunda transformación de la estructura de nuestra organización que contempla el nuevo estatuto. El Secretario General de cada nivel de conducción, se integra ahora al nivel superior conformando órganos colegiales. Este mecanismo de colegiatura reformula globalmente el perfil institucional de ATE en un movimiento horizontal. De este modo los Secretarios Generales de las Juntas Internas formarán parte del Consejo de Seccional, los de las Seccionales de los Consejos Provinciales y estos del Consejo Directivo Nacional que reemplaza al viejo Consejo Directivo Central. La conducción nacional del gremio quedará integrada entonces por un Secretariado Ejecutivo de siete miembros más los veintitrés Secretarios Generales de cada provincia y el de Capital Federal (ATE, 1991: 5).
De esta manera ATE busca reemplazar la verticalización propia del viejo modelo sindical por una horizontalización del debate en el conjunto de la organización.

5.2- Autonomía
Como hemos venido señalando, el modelo sindical tradicional, que nace dependiente del Estado, encuentra en la gran transformación del modelo de acumulación –que pretende prescindir de este actor/árbitro– una parálisis de su acción política. Este viejo modelo, encarnado –en su gran mayoría– por organizaciones peronistas, encuentra también en el giro neoliberal del Partido Justicialista una desorientación mayúscula. Frente a estos grandes cambios surgidos a partir de mediados de la década del setenta, y profundizados en los noventa, ATE apuesta a la autonomía de las asociaciones sindicales:
Es una evidencia incontrastable que un importante número de organizaciones sindicales se han transformado en un "despacho más", ni siquiera correas de transmisión, de las políticas del Estado ante los trabajadores. [...] Si la función política supone expresar/instalar las demandas sociales en el escenario de las decisiones (el Estado), hoy ésta significa (de manera dominante) expresar/instalar las demandas del Estado ante la gente. Un Estado que, luego de 1976, reproduce y amplía los intereses de los sectores dominantes. Por ende, quebrar la vinculación estado/sindicato constituye el único camino capaz de restituir a las organizaciones sindicales su negada capacidad de politización social para la construcción de un poder alternativo al de las fracciones dominantes en la Argentina (ATE, 1991: 3).
Y más adelante aclara:
El modelo sindical desarrollado desde ATE no concibe tutorías de ningún tipo. Al igual que la mayoría del movimiento sindical internacional de los ochenta, nuestra propuesta organizativa sólo se concibe con independencia del Estado y de todas aquellas estructuras vinculadas al mismo. Esto supone también la independencia de las prácticas sindicales respecto a los partidos tradicionales, en tanto estos son apéndices de las políticas estatales (ATE, 1991: 4).
Si bien ATE formuló estas expresiones en su estatuto de diciembre de 1988, la puesta en práctica definitiva de estos principios comenzó a partir de la ruptura definitiva con el gobierno justicialista, asegurada por el giro liberal de un gobierno que prometió "revolución productiva" y "salariazo" pero que, de hecho –al pactar con el capital concentrado nacional, con los organismos multilaterales de crédito y con los principales acreedores externos– produjo aun más pobreza y desocupación.

5.3- Construcción de poder
A partir de esta necesidad de desvincularse del Estado y de los partidos políticos, ATE apostó a la construcción de un poder alternativo propio, por medio de la acción conjunta del total de los trabajadores y no como concesión de un Estado todopoderoso. Esta última estrategia ha sido la del viejo modelo sindical, aquel que espera del Estado un posicionamiento de privilegio en una instancia de poder. En consonancia con esto el sindicato de trabajadores estatales señala lo siguiente:
Desde ATE concebimos el poder como construcción cotidiana vinculada a las prácticas sociales de los trabajadores y no como concesión de su graciosa majestad: "El aparato estatal y su funcionariado de turno" (ATE, 1991: 4).
Y así también pensaba uno de sus máximos dirigentes, Germán Abdala, entonces secretario general de ATE Capital, fallecido en 1993, frente al panorama político abierto a partir de 1989:
Y bueno, esa es la responsabilidad que tenemos hoy: o tenemos 20 o 30 años de desierto con anchoas en el bolsillo o construimos en los próximos años una alternativa para disputarle el poder a este bipartidismo, a este partido único, del ajuste (López, 1992: 12).
También deja claro este objetivo un documento de ATE que hace memoria de lo actuado en 1993:
Con esta certeza, en ATE no bajamos los brazos. Seguimos trabajando sobre la prioridad definida hace dos años en Río Hondo: construir fuerza propia –desde los trabajadores– para cambiar las relaciones de poder de la sociedad (ATE, 1994: s/p).

5.4- Política
Continuando con el planteo anterior, ATE se aleja de aquellos sindicatos que conciben a este tipo de asociaciones como entes recaudadores, y que ven a los afiliados como clientes. Para ATE, este tipo de sindicalismo empresario, hegemónico en la Argentina de los noventa, no va más allá de las preocupaciones económicas de la organización, dejando de lado aquella parte del accionar sindical que tiene que ver con la puesta en práctica de políticas de transformación social. Este sindicato insiste con la prioridad de lo político sobre lo económico, y critica el modelo de sindicalismo empresarial por dejar de lado intentos de construcción política a cambio de beneficios económicos:
No tenemos vergüenza en asumir al gremio como un todo y no como mero beneficio de inventario. Tampoco tenemos necesidad de ocultar siglas o dirigentes por temor a quedar mal con los funcionarios de turno; no nos preocupa que estos se irriten. Con orgullo es que a ellos les decimos que es cierto que somos los "forajidos" que heredamos las banderas de lucha de nuestros mayores; que somos hijos y nietos de esa resistencia peronista que escribió páginas heroicas; que son nuestros los compañeros desaparecidos; que es verdad que los planteos que hacemos son políticos (ATE-Agrupación Germán Abdala, 1994: 9).
En una entrevista a Víctor De Gennaro, y frente a una pregunta sobre la falta de actualización –en los años noventa– del sindicalismo que él representa, el dirigente responde:
Yo reivindico toda una historia del sindicalismo, es un principio: que los sindicatos son de los trabajadores. El sindicato no es de una empresa que tiene que ser competitiva con el Estado para dar servicios, como ocurre ahora. Los sindicatos son fundamentalmente los que representan las ansias reivindicativas de los trabajadores y aportan a la transformación social. En esto, más que antiguos, somos fieles. Fieles al mandato de los compañeros (Bramanti, 1993: 2).

5.5- Ética
Y frente a este sindicalismo empresarial, que toma al sindicato como un organismo que sólo gestiona los ingresos y los beneficios de los trabajadores, un sindicato que ha dejado de plantearse principios y objetivos fuertes que guíen su acción, y contra el pragmatismo cada vez más notorio por parte de sus dirigentes sindicales, ATE se posiciona como un actor con coherencia y con una ética militante intachable. Ya desde sus principales dirigentes, De Gennaro y Abdala, se pretendía transmitir cierta pureza del accionar político del sindicalismo, cierto "deber ser" desprovisto de vaivenes y negociados. Así es recordado Abdala por sus compañeros:
A cuatro años de la desaparición física de nuestro querido Turco, su fuerza moral, su visión estratégica y sus firmes convicciones y acciones militantes, mantienen su presencia viva y permanente entre nosotros. [...] Con su práctica cotidiana "del vivir como se habla", como decía y demostraba siempre, fue abriendo caminos que muchos compañeros fuimos ensanchando en muchos frentes y regiones de nuestra castigada patria (CTA y ATE, 1997: s/p).
También, al momento de su muerte, un periodista escribió: "Era uno de los últimos militantes del 70, en estado puro." (CTA y ATE, s/f: s/p).
De Gennaro también utiliza la famosa frase de Abdala al referirse a las posibilidades de un sindicalismo trasformador: "Los argentinos están; necesitamos dirigentes que para volver a creerles sean capaces de vivir como hablan." (Bramanti, 1993: 3). Queda así expresada la oposición a los dirigentes sindicales que priorizan el pragmatismo y los intereses sectoriales, proponiendo retornar a las fuentes de una ética militante que, por momentos, hace rememorar la acción de cierto sindicalismo anarquista de comienzos del siglo XX en Argentina.

5.6- Hegemonía
Precisamente, frente a la reivindicación sectorial –propia del modelo sindical tradicional–, ATE pretendió construir un frente que movilizara un conjunto de demandas sociales, presentes más allá de los reclamos de algunos trabajadores de ciertas ramas de actividad. Lo que ATE trató de edificar a través de la construcción del Congreso de los Trabajadores Argentinos (CTA), conjuntamente con otros sindicatos aliados, fue, precisamente, un frente opositor al modelo económico-social impuesto desde el gobierno; un frente que fuera más allá de oposiciones parciales a políticas sectoriales que pudieran afectar a grupos particulares. La CTA pretendió nuclear no sólo a todos los trabajadores que estaban en desacuerdo con las políticas implementadas por el gobierno de Menem, sino también a los trabajadores desocupados, a los jubilados, y a movimientos sociales y barriales descontentos con el desarrollo del modelo neoliberal:
Toda estrategia sindical que en su desarrollo reproduzca la fragmentación presente al interior del movimiento obrero y de los sectores populares (ocupados vs. desocupados; trabajadores estatales vs. privados; etc.) está condenada al fracaso. Todo planteo sindical que priorice el reivindicacionismo y corporativice sus prácticas se transforma en funcional para la estrategia de los sectores dominantes. Toda política sindical que priorice la legalidad que emana del Poder Estatal terminará desvinculándose del conjunto de los trabajadores. Si en la década del '60 estas prácticas tuvieron sentido e incluso adquirieron predominio al interior del sindicalismo, en la Argentina del '90 carecen de futuro. Centralizar y articular los diferentes conflictos, cuestionando políticamente el tipo de Estado y el modelo de acumulación que los genera, y democratizar a fondo las estructuras sindicales para garantizar la capacidad de dar respuesta en los lugares concretos donde se produce el conflicto, constituyen el desafío de esta etapa (Feletti, 1990: 8).
Para Abdala, la apuesta por la articulación llegó a ser pensada como la necesidad de construir un Partido de los Trabajadores:
Hay que construir una nueva alternativa popular. Un nuevo partido o frente que rompa con el bipartidismo. ¿Cómo hacerlo? Con diversos sectores políticos y organizaciones sociales (CTA y ATE, s/f: s/p).
Para De Gennaro, en momentos en que aún estaba dentro de la CGT-Azopardo liderada por Ubaldini, el objetivo era construir una unidad de los afectados por el modelo neoliberal:
La apuesta más difícil es hacer una CGT que sea capaz, ya no sólo de representar a los que trabajan, sino también a los subocupados, a los desocupados, a los marginados, a las mujeres, a los jóvenes, a los jubilados, a los comerciantes. Es decir, integrarse en la reconstrucción de un movimiento nacional y popular, que es el que han intentado quebrar una y otra vez desde el golpe de 1955 (Fernández y Elem, 1991: 8).
Frente a una pregunta sobre las divergencias al interior de la CGT, antes de su división a fines de 1989, De Gennaro caracterizó de esta manera a dos líneas:
Dos modelos sindicales distintos: un modelo que confundió justicia social con beneficencia, que llegó hasta participar de la política económica que actualmente está en vigencia, dentro del Ministerio de Trabajo, que es un modo de aceptar las pautas del sistema, las pautas del régimen, para poner al Movimiento Obrero sólo en la discusión de algunas ventajas de cómo mejoramos reivindicativamente, de cómo resolvemos el problema de los compañeros que trabajan, convenios colectivos, etc. Y esto es aceptar el sálvese quien pueda que plantea el sistema. La otra gran corriente que expresan los 25, el ubaldinismo, sectores de la renovación sindical, etc., es la que defiende que hay una nueva clase de trabajadores en nuestro país, la clase trabajadora tiene un nuevo rostro, que es el rostro de los compañeros jubilados, de los marginados, de los trabajadores estatales cada vez más deteriorados en su salario, de situaciones cada vez más difíciles económicamente. Es la que planea una corriente del Movimiento Obrero que sea capaz de tener una alternativa no sólo reivindicativa, no sólo de denuncia, sino de una propuesta política de transformación que va por encima de las diferencias partidarias para ser la expresión de una propuesta política nacional y popular, para desarrollar una política de salvación del país (Pascualino, 1989: 21-22).
Esta manera de pensar la organización sindical fue la base para la construcción de la nueva central obrera, paralela a la CGT, en la que desde un comienzo se aceptó incorporar demandas sociales no exclusivamente laborales. La experiencia del CTA, y su liderazgo por parte de ATE, permitió, de hecho, nuclear a un buen número de sindicatos estatales y de otros sectores –en particular, los más afectados por las políticas implementadas por el gobierno justicialista– conjuntamente con los reclamos de los jubilados, de movimientos sociales y barriales, y de la, para entonces, enorme cantidad de desocupados. Una verdadera experiencia de movilización y unión para la resistencia.

6. Algunas preguntas y respuestas pendientes
Como en parte adelantáramos en la introducción, en los últimos años han comenzado a aparecer algunos trabajos académicos sobre sindicalismo donde –suponiendo o afirmando una especie de crisis o desarticulación del movimiento obrero durante el periodo de hegemonía neoliberal en la década del noventa– se señala un particular resurgimiento o revitalización del movimiento sindical argentino a partir del 2001 o del 2003 (véase, entre otros, Etchemendy y Collier, 2007). Frente a esta tesis nos preguntamos por el rol que, dentro de este proceso histórico, cupo y cabe actualmente a la Asociación Trabajadores del Estado. Como acabamos de ver, más que una posición pasiva y carente de vitalidad, ATE impulsó en los noventa la conformación y consolidación de un nuevo sindicalismo comprometido con un cambio social de corte nacional y popular, llevando a cabo para esto numerosas acciones de todo tipo –desde marchas y huelgas, hasta la construcción, junto con otros sindicatos, de una nueva central obrera–. Estas características de ATE parecen, a primera vista, no llevarse del todo bien con aquellas tesis que plantean una situación de crisis del sindicalismo en los noventa.
Pero, aun más, ¿podríamos decir que ATE continuó, después del 2001 y particularmente a partir del gobierno de Néstor Kirchner, con esa vitalidad que caracterizó su accionar durante la década menemista? ¿Qué consecuencias tuvo el renacer del ciclo económico y político en la etapa post-convertibilidad para con las estrategias de este sindicato? Si efectivamente hubo cambios en la potencia de ATE a partir del 2001, ¿qué incidencia pudieron haber tenido en esta evolución las transformaciones políticas encaradas por los nuevos gobiernos? Por otro lado, ¿qué cambios y continuidades se pueden encontrar en la dinámica interna del sindicato antes y después de esta fecha clave? ¿Y qué consecuencias puede haber tenido este desarrollo endógeno en sus estrategias frente a los demás actores políticos y sociales?
Estas son algunas de las preguntas que merecen cierta reflexión. Por otro lado, puede que ayuden a problematizar ciertas tesis generales sobre el movimiento obrero argentino que involucran prácticas y discursos de las organizaciones sindicales de los últimos 20 años.

Notas

1 No olvidemos que durante el gobierno de Alfonsín, a partir de 1986, se intentó llevar a cabo un proceso de privatización de una parte del activo público, que fue resistido en el Congreso Nacional por legisladores justicialistas. Además, ya en esos años se produce una reducción de personal estatal a través de mecanismos de retiro voluntario.

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