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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc.  no.26 Santiago del Estero jun. 2016

 

MUJERES Y JOVENES: ESCENAS Y PROCESOS

"Mujeres blancas" en la Comisión Corográfica. Una lectura fabuladora 

"Mujeres blancas" dans la Comisión Corográfica en Colombie. Une lecture  fabulatrice 

ʺWhite Womenʺ in Corographic Commission. A fabling reading 

"Mulheres brancas" na Comissão Corográfica. Uma leitura fabuladora 

 

Pascale Molinier*

* Professeur de psychologie sociale. Université Paris 13, Villetaneuse - Sorbonne - Paris Cité. Co-directrice de l'Institut du genre, Paris-CNRS. E mail: pascalemolinier@gmail.com


RESUMEN

Mujeres blancas es una imagen de la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi en Colombia. Representa, en el medio del siglo XIX, dos mujeres de piel clara vestidas a la europea y una mujer de piel oscura revestida de un gran abrigo, situada detrás y mirando del otro lado. Hablando de una « lectura « fabuladora », la autora designa una metodología narrativa que va más allá del contenido explicito de la obra para cruzar género, clase, raza y sexualidad.
Esta imagen del pasado está utilizada como un « pre-texto » para interrogar dimensiones socioculturales siempre activas hoy en día. La autora interroga más particularmente la función de la mujer negra innombrada en la construcción de la feminidad blanca y como figura erótica disimulada. Contempla su presencia como objeto escondido del deseo para los hombres blancos, como criada indisciplinada para las amas de casa y como la madre-nodriza forcluída de las primeras emociones eróticas infantiles. El artículo concluye con una reflexión sobre la performance de raza como performance de la clase dominante en la sociedad colombiana.

Palabras clave: Colombia; Feminidad hegemónica; Blanqueamiento; Hibrididad; Melancolía de raza; Servidumbre

RÉSUMÉ

"Mujeres blancas" (femmes blanches) est une gravure de la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi en Colombie. Elle représente, dans le milieu du XIXème siècle, deux femmes à la peau claire vêtues à l'européenne et une femme à la peau foncée, recouverte d'un grand manteau, située derrière et regardant de l'autre côté. En parlant d'une "lecture fabulatrice", l'auteure désigne une méthodologie narrative qui va au-delà du contenu explicite de l'oeuvre pour croiser genre, classe, race et sexualité.
Cette image du passé est utilisée comme un "pré-texte" pour interroger des dimensions socio-culturelles toujours actives aujourd'hui. L'auteure interroge particulièrement la fonction de la femme Noire innommée dans la construction de la féminité blanche et comme figure érotique dissimulée. Elle examine sa présence comme objet caché du désir des hommes Blancs, comme servante indocile des maitresses de maison bourgeoises, comme mère-nourrice forclose des premiers émois infantiles. L'article se conclue par une réflexion su
r la performance de race comme performance de la classe dominante dans la société colombienne.

Mots-clés: Colombie; Féminité hégémonique; Blanchiment; Mélancolie de race; Hybridité; Servitude

RESUMO

"Mujeres blancas" (mulheres brancas) é uma imagen da Comissão Corográfica de Agustín Codazzi na Colombia. Representa, em meados do século XIX, duas mulheres de pele clara vestidas em estilo europeu e uma mulher de pele escura coberta de um grande manto, localizada atrás e olhando para o outro lado. Falando de uma "leitura fabuladora", a autora designa uma metodologia narrati vai além do conteúdo explícito da obra para cruzar com ggênero, classe, raça e sexualidade. Esta imagem do passado é utilizada como um "pretexto" para interrogar dimensões socioculturais ainda ativas atualmente. A autora interroga mais particularmente a função da mulher Negra anônima na construção da feminilidade branca e como figura erótica dissimulada. Ela examina sua presença como objeto escondido do desejo dos homens Brancos, como criada indisciplinada para as donas das casas burguesas e como ama de leite excluída das primeiras emoções eróticas infantis. A conclusão do artigo é uma reflexão sobre a performance de raça como performance da classe dominante na sociedade colombiana.

Palavras-chave: Colômbia; Feminilidade hegemônica; Branqueamento; Hibridismo; Melancolía de raça; Servidão

ABSTRACT

"Mujeres blancas" (white women) is an image of the Corographic Commission of Agustín Codazzi in Colombia. The image represents, in the mid-nineteenth century, two light-skinned women dressed in European style, and a dark-skinned woman covered by a large mantle, the latter located at the back, and looking in the opposite direction. Speaking of a "fabling reading", the author uses a narrative methodology that goes beyond the explicit content of the work to bridge gender, class, race and sexuality. This ancient image is used as a "pretext" to interrogate sociocultural dimensions that are still active today. The author questions, particularly, the role of the unnamed black woman in the process of construction of the white femininity and as a disguised erotic figure. She brings her presence as a hidden object from the white men's desire, as a disobedient servant for the madams of the bourgeois houses, and as the mother-nurse excluded from the first infants' erotic emotions. The conclusion of the article is a reflection about race performance as a performance of the ruling class in the Colombian society.

Keywords: Colombia; Hegemonic femininity; Bleaching; Hybridity; Race melancholy; Servitude

Licencia Creative Common http://creativecommons.org/licenses/by/4.0/legalcode


 

SUMARIO

De los saberes situados a la hibrididad. Carmelo Fernández, pasador de fronteras. ¿Blanca de verdad? ¿Hacia la libertad? Una dominación cercana. El Edipo negro. Políticas de la visión. Una erformance de la raza

****

Mujeres blancas. Ocaña, es una acuarela del pintor venezolano Carmelo Fernández hecha para la Comisión Corográfica de Agustín Codazzi entre 1850 y 1852. La imagen contiene una dimensión alegórica: en la República naciente, tres mujeres encarnan tres mundos -español, criollo, mestizo negro e indígena- para crear uno nuevo. Tres mundos que, sin embargo, no están en el mismo pié de igualdad. De inmediato me impactó la composición política de la imagen: dos mujeres blancas en un primer plano, una mujer negra atrás mirando en otra dirección. Además, la complejidad del conjunto "mestizo negro e indígena" -sin embargo bien representada en la obra de Fernández- se plasma en este caso debido a un tratamiento metonímico en una sola figura puesta al fondo que contrasta con el desdoblamiento hiperbólico de las mujeres blancas. Esta representación me sedujo, captó mi atención y picó mi curiosidad, aunque otras imágenes de la Comisión Corográfica, más románticas o igualitarias, resultaran más evocadoras del sueño de un mundo mestizo que pretendía haber superado los valores del período colonial. La presencia de la mujer en el plano posterior de magen me fascinó desde un principio.
¿Es la fascinación un buen punto de partida para analizar una obra pictórica? La historiadora del arte Linda Nochlin, en la introducción de su libro Política de la Visión, habla de su "obsesión" por el cuadro de Manet El baile en la ópera, de su "fascinación" por un dibujo del ilustrador francés Renouard que representa un viejo tejedor y su familia. Asegura haber "parado en seco" ante Las etapas de la vida de un obrero de Léon Fréderic (Nochlin, 1989). Para una psicóloga como yo, más que para una historiadora del arte, lo que se le impone como objeto al pensamiento no depende tanto de la importancia de la obra en relación con los cánones artísticos, ni de la profundidad del tema, sino, para decirlo en términos del psicoanalista Jean Laplanche (1993), del "mensaje enigmático" que me envía, en la medida en que soy yo, a quién la obra "paró en seco". Veremos que lo que me intriga tiene que ver directamente con el tema de la relación sujeto-objeto, central en psicología. Sin embargo, nuestro recorrido tomará también otros caminos teóricos por el lado de los estudios de género y de los estudios culturales, que nos permitirá variaciones en el campo de los
propios temas desvíos sugeridos por Mujeres blancas.

De los saberes situados a la hibrididad

Hace algunos años había adquirido por unos pocos pesos en el mercado de las pulgas de Bogotá una no muy buena reproducción, mal enmarcada, de esta acuarela que debió en su tiempo adornar alguna habitación o algún corredor. Estas imágenes hechas en serie, sin alcanzar una difusión masiva, circularon ampliamente. Más tarde, cuando adquirí el libro En Busca de un país. La Comisión Corográfica, me sorprendió la incongruencia del título -Mujeres blancas- y lo que está representado: tres mujeres, de las cuales sólo de dos puede decirse que son blancas. La mujer misteriosa del plano posterior no está considerada en el título. Sin embargo, con o sin título, es ella lo único que veo. Esta mujer que no se nombra, rebaja los otros dos personajes al rango de figuras inconsistentes. En un primer momento, consideré que ésta imagen con su carácter sobrio, depurado, que parece una reinterpretación de los grabados de moda de las grandes metrópolis occidentales, era una de las pocas entre las imágenes de la Comisión Corográfica, en todo caso la única entre las que se conocen de Carmelo Fernández, que expresaba la permanencia brutal de una relación social de tipo colonial en una iconografía que tendía mas bien a resaltar una manera de convivir con el mestizaje. Como si la relación con el período colonial perdurara con más fuerza en el espacio privado, es decir, el sitio en el cual el siglo XIX trató con ahínco de confinar a las mujeres: entre mujeres. Luego me pareció que esta imagen podría también leerse de manera inversa: la mujer innombrada, puesta en el fondo, no es asimilable a una figura de la abyección, es, parafraseando a Maud Mannoni, "lo que le falta a la verdad para ser dicha"1, el signo de una interpelación muda, aún privada de su voz.
¿Cuál es mi método? No soy historiadora, ni historiadora del arte. No busco explicar el pasado sino hacerlo presente, integrarlo en mi presente. El sentido que tiene una imagen reproducida en serie, cambia en función de los contextos en los que se expone. La reproducción de Mujeres blancas está colgada en un corredor de mi apartamento parisino con una intención feminista que no era, ciertamente, la de sus propietarios precedentes ¡Pero qué se yo! Mujeres blancas es para mi un pretexto, una incitación a un ejercicio especulativo que apunta a (re)tomar atajos, a dar pasos al lado para experimentar los lineamientos de una metodología situada. Voy a "armar toda una historia"
con esta imagen. Voy a darle vueltas en todos los sentidos, a invertir la relación fondo/forma, voy a hacerla hablar y a hablar a partir de ella. Para decirlo en términos de Isabelle Stengers y Vinciane Despret, voy a "fabular" esta imagen para lograr "re-suscitarla"(Despret, Stengers, 2011).
Mi método se funda en una doble ilegitimidad que reivindico: una, de disciplina científica como ya lo señalé, y otra geopolítica. Aunque tengo la experiencia de haber vivido en Colombia, las ficciones reguladoras locales no se encuentran inscritas ni en mi imaginario ni en mi identidad; puedo, si quiero, construir mi propia fabulación -y de una cierta manera estoy obligada a hacerlo si pretendo comprender dónde vivo. Busco también responder a un desafío que se me lanza permanentemente como europea: probar que mi mirada escapa a la condescendencia de los "ojos imperiales" (Pratt, 1992). Haciendo uso del privilegio de la "perspectiva parcial" del que habla Donna Haraway, utilizo mi condición de extranjera como posibilidad heurística en las reglas del discurso nacional.
Defino la teoría, con Stuart Hall, como un "conjunto de saberes controvertidos, localizados, coyunturales, que deben discutirse de manera dialógica; e igualmente como práctica que reflexiona permanentemente sobre su intervención en un mundo en el cual podría cambiar las cosas, en el cual tendría un efecto" (Hall, 1992). ¿Quién habla? ¿Quién está autorizado para hablar de las mujeres del Caribe o del altiplano colombiano? Mientras la ciencia hizo un solo cuerpo con "el meta-relato que dominaba saberes reconocidos" (Hall, ibid.), es decir los saberes imperiales de los hombres blancos occidentales, el tema de los saberes situados no se planteó. Se asiste hoy, bajo el influjo de las "políticas de las identidades", a una atomización de ese meta-relato. Se corre el riesgo de que aparezcan innumerables retoños, como multitud de micro-meta-relatos dominando sus feudos localizados, sin que sea tratada con el rigor que requiere la cuestión fundamental de identificar lo que esta multiplicación cambia en los relatos científicos, en adelante plurales y contextuales. O, para expresarlo de otra manera, se le ha reprochado, justificadamente al discurso occidental, que estando en todas partes y en ninguna, tenga la pretensión de hablar en nombre de todos. Pero la dificultad epistemológica planteada por los saberes situados es que remite inexorablemente al tema del sujeto de la enunciación. No basta con ser negro para pretender hablar en nombre de todos los negros. De la misma manera, por el hecho de no ser mujer no se le puede discutir la legitimidad a quien habla de las mujeres. ¿Flaubert no dijo: "Madame Bovary soy yo"? Me parece que no se puede salir del bache si no se mantiene, de la manera más rigurosa y modesta posible, la tensión entre el yo y el espectro de las identidades (en mi caso: mujer, feminista, blanca, francesa, psicóloga, etc.) en el cual ese yo pueda ser incluido, leído e interpretado por sí mismo o por otro, pero que nunca puede ser reducido. Con tanta mayor razón, visto que el multiculturalismo ha puesto en evidencia la dimensión conflictual de hibrididad de las sensibilidades descolonizadas. Si se exceptúan quienes se atrincheran tras formas regresivas de identidad -nacional o de género, entre otras- todos somos en grado diferente sujetos "hibridados" por el multiculturalismo. A diferencia de la idea de mestizaje, el concepto post-colonial de hibrididad permite, según creo, una aproximación abiertamente des-esencializada de las identidades y de su conflictualidad interna (Hall, 2000). Conviene ocupar -como posición- ese sitio de la hibrididad no solamente en un plano identitario sino también desde el interior de la ciencia. Por oposición, la pluri disciplinaridad no sería más que una buena intención, en el mejor de los casos un cotejo prudente entre los relatos disciplinarios que no lograría alterar las fronteras, lo que no respondería a los desafíos epistemológicos planteados por la traducción cultural y la deconstrucción crítica de las categorías y de las jerarquías.

Carmelo Fernández, pasador de fronteras

Carmelo Fernández (1808-1887) era sobrino del general venezolano José Antonio Páez quien se responsabilizó de su educación y lo envío a Nueva York a estudiar dibujo. Culto, cosmopolita, comprometido militarmente en la campaña de Bolívar, ingeniero, artista y tipógrafo, hoy es considerado como el mejor pintor de la Comisión. Sin embargo, se lo excluye rápidamente debido a su carácter difícil y a oscuras desavenencias con Codazzi. Los dos hombres se conocían desde hacía tiempo, Fernández había participado en la elaboración del Atlas físico y político de la República de Venezuela, y acompañó al sabio italiano a París para supervisar la edición. Frecuentó entonces los prestigiosos talleres litográficos Thierry Frères que jugaron un papel muy importante en la difusión del género "pintoresco" del que hablaremos más tarde. En el contexto de la persecución a los amigos y colaboradores de Páez por parte del gobierno de José Tadeo Monagas, y aunque se había distanciado de su tío, en 1849 se exilia en Colombia, país que había recorrido a lo ancho y a lo largo durante su carrera militar. Había sido también el pintor oficial del traslado de los despojos del Libertador de Santa Marta a Caracas. Produjo para la Comisión "33 acuarelas que formarán parte de los 156 dibujos y pinturas que conforman el álbum de la Comisión Corográfica Colombiana. Había trabajado en (...) el territorio de los actuales departamentos de Boyacá, Santander y Norte de Santander" (González, 1991)2.
De la historia de Carmelo Fernández, tal como la narra Beatriz González, me gusta la idea de que atravesaba las fronteras de manera misteriosa, apareciendo donde menos se lo esperaba, sin que se supiese cómo lo había hecho. Mostraba además particular afición por "las pelonas" como Codazzi y su esposa llamaban a las mujeres que frecuentaba Fernández para tener sexo:
"No sé lo que tenga en la cabeza, ya se ve que es loco el pobre i las diferentes fases de la luna deben influir en su personita que procura estar lejos de nosotros para que no veamos que no trabaja sino con las pelonas" (Codazzi, carta a su esposa, citado por Beatriz González).
Carmelo Fernández había estado en París en una época en la cual el artista era considerado como parte de una vanguardia revolucionaria que no tenía como función representar la realidad sino producirla (Nochlin, op. cit.). ¿Qué realidad quería Fernández producir? Nada nos indica que él no sea el autor del título de la obra que nos interesa. De cualquier manera, la figura que no se menciona, la de la mujer negra en el segundo plano, participa como un motivo indispensable en la construcción de esa ficción reguladora de las Mujeres blancas. Si se adopta una perspectiva gestaltista, ella es el fondo (negro) sobre el que se destaca la forma (blanca) y se sabe que las relaciones fondo/forma tienen como característica, tal como la famosa forma "copa o rostro", de una parte su reversibilidad, de otra la ley perceptiva que hace que cuando uno ve una forma (o Gestalt) no se pueda ver la otra al mismo tiempo: copa o rostro. Esta relación fondo/forma puede cruzarse inmediatamente con una lectura en términos de clase: la mujer negra es el fondo de servidumbre sobre el que se destaca la forma oligárquica de la feminidad. La imagen de este punto de vista dice claramente que blanco y negro sólo tienen sentido en una relación, y esa relación de raza, sería mejor decir racializada, es consubstancialmente una relación de clase. Esta lectura interseccionista no es forzada, creo, independientemente de la intención del pintor y del título de la obra. Su composición conduce necesariamente a esa lectura. Lo que no es claro, por el contrario, es el sentido político que convenga darle. En una concepción conservadora -¿la de las personas a las que pertenecía mi reproducción?- la composición jerarquizada y antagónica de la imagen no es enigmática. No puede ser de otra manera. La mujer negra no tiene más que un valor connotativo. Pero... ¿copa o rostro? Gracias al suplemento de presencia que le concede el pintor a este personaje de trasfondo, y singularmente, a su rostro, pretendo que la misma imagen puede también ser interpretada de manera inversa como crítica de esa misma relación. Es, en todo caso, es de esa manera como es posible reconfigurarla y resignificarla como soporte o pre-texto de otras ficciones, de otros relatos. Y es así como figura hoy en las paredes de mi casa, en mi computador y en este artículo.

¿Blanca de verdad?

Mujeres blancas pertenece a la serie "razas, tipos y costumbres" que es lo novedoso de la Comisión, si se la compara con el Atlas venezolano la obra precedentemente realizada por Codazzi. Gracias a esta serie, disponemos de un testimonio conmovedor de los habitantes de la Colombia del siglo XIX. Pero sobre la mayoría de las otras láminas, los personajes no están representados independientemente de su entorno y figuran frecuentemente en el primer plano de un paisaje vertiginoso o exuberante. En ésta, no hay ningún decorado regional, arquitectónico o natural, ni un árbol, ni una montaña, ni abismo o río o puente, nada que evoque geográficamente a Colombia. La belleza del valle de los Hacaritamas, glorificada por Ciro Osorio Quintero, el "Poeta de la ocañeridad", con sus "verdes montañas y ocres colinas amables", sus "hermosos ríos y ruidosas quebradas transparentes", su "fauna numerosa" y su "flora variada", desaparece aquí completamente. De tal suerte que es ante todo la presencia de la mujer negra lo que hace criollas a aquellas otras que pudiesen (casi) aparecer como españolas del continente: la chaperona (¿o la madre?) y la joven. Se puede entonces considerar que reemplazando la exuberancia de la naturaleza, paradójicamente, la mujer negra encarna y simboliza, por sí misma, el mundo libre que se trata de anticipar e inventar, de producir, en el marco de la Comisión.
Al reemplazar el decorado natural o urbano por un fondo blanco, la acuarela adopta el estilo gráfico de los grabados europeos de la misma época dedicados a la moda. Este préstamo a un arte frívolo y desfasado en el contexto, introduce un elemento inquietante o umheimlich. En un principio pensé que la joven era particularmente insignificante comparada con la intensidad del personaje de la mujer negra. Pero observando más de cerca, la joven no es tal vez tan blanca como su ropa inmaculada permite suponer. Su nariz es discretamente aquilina -el tipo de nariz que denuncia orígenes mestizos y que biznietas y tataranietas harán operar mas tarde para acentuar su carácter de blancas, que las hará "pasar" por blancas. Cuerpo de frente y rostro de perfil: es esa la posición de Bolívar en el Chimborazo, grabado de Fernández fechado en 1842, una posición de prestancia, incluso de majestad, lo que neutraliza la connotación de frivolidad. Sin embargo, incluso si la pose es algo rígida y despersonalizada, se puede constatar un movimiento del brazo con la muñeca volteada elegantemente sobre la cadera como en un gesto de bailarina ¿Bambuco? ¿Pasillo? ¿Danza de origen africano? ¿De origen español? En España en la misma época no se hubiese representado a una muchacha de buena familia con ese lánguido movimiento de brazo. Es el mismo gesto con el que Fernández representa en la acuarela Tipo africano y mestizo a una mujer de tres cuartos, campesina de aspecto más bien blanco. ¿Cuál es la intensión del pintor al darle, así sea discretamente, un gesto sensual de mestiza a la joven blanca?
¿Qué pensaba Carmelo Fernández quien había visitado grandes metrópolis como París y Nueva York de la elegancia de las muchachas ocañeras? El vestido de la joven es de estilo victoriano. Desde 1840, las mujeres que seguían la moda llevaban faldas cortadas "en forma", es decir recogidas en el talle y amplias abajo, en forma de campana. El corpiño exageraba un tanto el busto y terminaba en punta, y para acentuar su forma en triángulo los hombros estaban frecuentemente descubiertos. Así la silueta de la joven, ancha en los hombros y el ruedo, fina en la cintura, era conforme a la "silueta en reloj de arena" de la época. A partir de 1850, los vestidos están compuestos por varios volantes y están sobre las enaguas, lo que no es el caso aquí, aunque esos volantes los lucen las habitantes de la capital de Entrada a Bogotá por San Victorino (1855). De otra parte, la silueta romántica exigía blusas muy escotadas, porque la curva de los hombros y de la nuca estaba expuesta. La costura de la sisa que era muy baja, obligaba a las mujeres a mantener los brazos a lo largo del cuerpo, lo que se suponía que les daba un aire distinguido. Nuestra mano volteada sobre la cadera contradice esta disciplina impuesta al cuerpo femenino. Los brazos descubiertos, sin guantes (que casi todas las mujeres llevan en los grabados de moda parisinos de la época), sin sombrero, el vestido ciertamente elegante, pero sencillo y casto, seguramente sin corsé, sin joyas, únicamente florecillas casi bucólicas en el pelo; una belleza simple y natural que podría ser la de la Sofía de Rousseau, la esposa ideal del Emilio cuya influencia marcó el conjunto de lasélites blancas progresistas del siglo XIX.
La imagen es más rica y ambigua de lo que podría creerse. La mujer blanca es tanto más blanca (y pura) gracias al vestido3 y al contraste con la presencia de la mujer negra, mientras que su españolidad, es decir su origen extra americano y colonial, es puesto en evidencia por la presencia de la chaperona (o madre), vestida de negro, como Dios manda, con mantilla en la cabeza y una cruz en el cuello. La chaperona está representada de manera estilizada, como un "prototipo" o un"tipo", el único toque de fantasía es la pequeña sombrilla de visos claros que recuerda la necesidad, para permanecer blanca, de protegerse del sol. La imagen procede así como una ficción reguladora de una feminidad neogranadina. Esta feminidad se construye como "blanca" en una relación con las mujeres "de color", negras o indígenas. Se trata de una feminidad propiamente criolla. Esta feminidad se construye también en emulación con la de las clases privilegiadas de Europa, lo que denota el género "grabado de moda", aunque respecto a esta categoría, haya una búsqueda de
autonomía. La pose rígida y convencional de la joven es contradicha discretamente por un desparpajo y una libertad del cuerpo y la mano en la cadera, que evoca las danzas regionales y una cierta simplicidad y sensualidad, más que el rigor puritano de la España católica (que la sigue, sin embargo, como una sombra).

¿Hacia la libertad?

La imagen está construida sobre una relación fondo forma, como ya se dijo. Pero también sobre una dinámica: la mujer negra mira en dirección opuesta a la dirección a la cual miran las mujeres blancas. Se diría como lista a irse a otra parte, mientras que las otras se tornan rígidas al asumir la pose. Se trata de otra paradoja: la mujer negra, que es sin duda una doméstica, parece más real y más libre, menos pretenciosa, más expresiva que las mujeres blancas. Tiene también mayor personalidad, es menos "estereotipo", es casi un retrato.
De manera más extraña aún, el cuerpo y el pelo de la mujer negra están disimulados bajo un vestido amplio de color oscuro, lo que presenta la ventaja "técnica" de proyectar hacia adelante la joven cuyo vestido blanco se destaca sobre el fondo negro de los vestidos de la chaperona y de la doméstica. Pero el velo, como es sabido, es a la vez lo que oculta y lo que revela la existencia de algo escondido: en este caso el cuerpo. La chaperona ya no tiene sexualidad, la joven aún no tiene una y está destinada a asumir las tareas de la reproducción. El elogio hecho a su belleza es una de las mistificaciones de la doble moral sexual, típica del siglo XIX que se traduce localmente en el dicho popular "la blanca para esposa, la negra para moza"4.

"La mujer negra, y especialmente la mulata, tuvieron un fuerte atractivo para el blanco (...). La esclava debió ser muchas veces la iniciadora sexual de los hijos de los propietarios en la Nueva Granada (...) la atracción que la negra y la mulata ejercieron sobre el blanco fue, por otra parte, uno de los factores más atractivos del mestizaje en la sociedad de los siglos XVII y XVIII5."

La mujer negra es el objeto del deseo sexual de los blancos y ya vimos que Fernández no es la excepción: las pelonas que circulan por su cama son con seguridad de origen popular, mestizas, negras e indígenas. Nueva paradoja: las pelonas que Carmelo consume en serie descuidando su trabajo, lo que exaspera a Codazzi, son presentadas aquí en una encarnación singularizada que atrapa la mirada. La mujer negra es el ombligo del grabado, en el sentido que se habla del "ombligo del sueño", lo que hace su misterio, acentuado por el amplio vestido negro que la cubre por completo. Este amplio vestido, que curiosamente hace pensar en el de una monja ¿es una manera de desexualizar la mujer negra para acentuar la sexualización de la joven? ¿Se opera aquí una negación del deseo por el cuerpo femenino negro, o se acentúa el misterio erótico recubierto? ¿Trivialmente Carmelo sacó de su cama a su compañera de una noche, cubriéndola con una capa negra y poniéndole una manta en el brazo? ¿Echó un velo sobre su cuerpo para otorgarle dignidad? ¿Haciendo desaparecer el cuerpo pretende que se incremente el respeto por la persona?
En el orientalismo, en los pintores contemporáneos de Fernández como Delacroix o Gérome, la utilización de la sirvienta negra para hacer resaltar la blancura de los cuerpos de las odaliscas, fue un recurso ampliamente empleado. Este motivo fue retomado más tarde por Manet en su Olimpia, donde la doméstica negra asociada a la sombra y al gato negro asustado, aporta un suplemento de sexualidad6. Además, los franceses ponen en escena "el fantasma de la total posesión de los cuerpos
rompen las cosas, no obedecen las órdenes, y desaparecen a la hora menos pensada. Por otro lado, a femeninos desnudos"7 y "la presentación de mujeres desnudas impotentes ante los hombres, ellos sí, vestidos"8, como expresión desparpajada de la dominación masculina y de la apropiación con fines eróticos de los cuerpos de mujeres subalternas. Al contrario de la erótica orientalista, llama la atención que el cuerpo de la mujer negra esté aquí completamente disimulado. ¿Es porque la imagen es contemporánea de la ley de abolición de la esclavitud (1 de enero de 1852)? El vestido que recubre ampliamente a quien sale apenas de la condición de esclava, es el opuesto exacto de la mujer desnuda exhibida como ganado. Se puede pensar que esto traduce la hipocresía de la doble moral en una sociedad marcada por la influencia española y menos laica que la sociedad francesa, o una negación pura y simple de la feminidad de las mujeres negras. Pero esta interpretación, aunque no pueda descartarse completamente, me parece más bien un cliché. Otra interpretación, más inmediatamente perceptiva, consistiría en decir que disimulando el cuerpo -y en consecuencia el comercio sexual con las mujeres negras- es claramente en la expresión que el pintor fija su atención. Le da una cara al personaje. Anticipando la filosofía de la cara de Lévinas, insiste en su humanidad.

Una dominación cercana

La figura de la mujer innombrada condensa la de la moza, la criada y la nodriza. La lectura de la moza, como figura erótica disimulada -de la que no se debería hablar- y en esa medida, por prohibida y disimulada, más erótica, atrae sobre todo la mirada masculina mientras que la figura de la criada es del registro de una lectura feminista. Aún si los tres cuerpos parecen tocarse, lo que denota una proximidad, esta se contradice por el hecho de que el cuerpo de la doméstica está orientado de manera totalmente opuesta al de las otras dos mujeres, dando a entender intereses divergentes y no una solidaridad orgánica como la de la joven y la chaperona. Es este movimiento opuesto el que cuenta una historia, que no es serena, sino una historia de "dominación cercana" tal como se vive en el espacio doméstico, entre amas y domésticas. (Memmi, 2003).
No es habitual que las domésticas sean representadas en primer plano. Es, sin embargo, lo que quiso hacer Maude Newell Williams9. Esta norteamericana acompañó hacia 1911 a su marido, un pastor, a Bogotá y luego a Bucaramanga, donde dirigió colegios para varones. De regreso a su país publicó en 1918 un libro que según sus propios términos, es "único". Como lo comenta en su prólogo, no quiso hacer un relato de viaje, o hablar de las costumbres de la buena sociedad. Trata exclusiva y radicalmente, diría yo, "de los sirvientes, y no de todos los sirvientes, ni siquiera de los sirvientes de nuestros vecinos, de quienes mucho hemos sabido; es sobre nuestros sirvientes".
Maude Newell al describir sus agitadas relaciones con sus criadas esperaba entender a sus "vecinos de América Latina". Únicamente una mujer podría concebir la idea que se pueda comprender a Colombia interesándose de manera prioritaria -y en su caso exclusiva- en lo que sucede en el espacio doméstico, en el que ella misma se encontraba de una cierta manera confinada ... y desorientada.
Lo interesante de Maude Newell es que en su calidad de extranjera, expresa en voz alta lo que habitualmente está incorporado en los usos sociales. Maude Newell es la perfecta representante de la "buena patrona", liberal, progresista; ve a sus empleadas con una mirada mezcla de compasión y condescendencia. La relación doméstica descrita por Newell es ambivalente y contradictoria. Por un lado, las criadas se roban todo lo que pueden, se emborrachan hasta caer al piso, dañan, pierden o
la menor muestra de reconocimiento o de respeto, ellas multiplican las expresiones de gratitud a través de regalos ostentosos, grandes bandejas de frutas o ramos de flores, más susceptibles de ser apreciados por la patrona que, por ejemplo, un plato de sangre de cabra frita que le obsequió la cocinera para hacerse perdonar una escapada para emborracharse, o la rosa pacientemente rociada y cuidada, pero cortada al día siguiente de que abriera por Pabla, la doméstica indígena, para presentarla como "un pequeño regalo para mi señora". Esos regalos, hechos en el registro del don y el contra don, terminan por establecer una simetría relacional que rompe con los esquemas de la servidumbre, lo mismo que los robos que, de cierta manera, compensan a la subalterna; es por ello que estas prácticas de tomar con una mano y dar con la otra, no son contradictorias.
El malentendido cultural en la casa de Newell es permanente. El origen extranjero de la narradora juega aquí ante todo el papel de una lupa. ¿Este desfase cultural no es lo que nos muestra también la imagen, sesenta años antes, en el contraste de las posturas, de los vestidos y los colores de la piel? Newell describe muy bien la distancia que puede separar una casa burguesa de las cabañas sin muebles y prácticamente sin menaje en las que viven las criadas en las afueras de Bucaramanga. La distancia entre estos dos universos domésticos basta para explicar la rudeza, la torpeza y la ineficacia de las domésticas cuando tienen que manipular ropa fina o porcelana. Por otra parte, ignoran la seguridad conyugal que caracterizaba las uniones burguesas de la época. Sus"arreglos" con los hombres nunca son permanentes y duran lo que duran las pasiones sexuales, dejándole a las mujeres la carga de los hijos. Newell, habla de sus empleadas y por sus empleadas, pero esta proto-feminista nunca nos permite escuchar sus voces, porque la mirada es siempre de arriba hacia abajo. Fernández tiene razón de señalar a través del antagonismo de los cuerpos y de las miradas el destino de estas mujeres y aunque exista un lazo entre ellas, no tienen mayor cosa en común y es improbable que puedan liberarse juntas. De todas maneras, y sin duda involuntariamente, el libro de Newell, al insistir tanto en la insubordinación y en la insumisión de las domésticas mestizas, indias o negras, termina por dar a las prácticas ancilares un matiz de resistencia en contexto neo-colonial, puesto que finalmente las empleadas domésticas, aunque explotadas, resultan ingobernables.
¿Va a partir nuestra innombrada con la manta? ¿Se la va a robar? ¿La pensará vender? ¿Qué cosas esconde bajo el amplio vestido?

El Edipo negro

Mujeres blancas puede también leerse en referencia a esos grabados populares que describían las "edades de la mujer": la joven y la mujer madura o viuda. Escogí asociar la figura de la mujer blanca vestida de negro con la chaperona que vela por salvaguardar la castidad de la joven, también personaje de teatro un tanto ridículo, fruto del desprecio por las mujeres que ya no sirven directamente a los intereses sexuales o reproductivos de los hombres. Pero la mujer de la mantilla representa más probablemente la madre de la joven, lo que no está exento de crueldad: vean en lo que se convertirá la bella en unos años: en una beata rolliza. En ese contexto, en el que la mujer blanca es concebida como la "matriz de la raza" (Dorlin, 2007), reproductora más que amante, la mujer negra cumple igualmente el papel de nodriza, o sea, la primera seductora. Esto significa que antes de tener una amante mestiza, indígena o negra, los pequeños blancos tuvieron una "madre" mestiza, indígena o negra.
Retomo aquí los análisis de Rita Laura Segato sobre "el Edipo brasileño" y sobre "la forclusión de la madre-negra por el discurso blanco". Los niños blancos tendrían dos madres, la madre biológica y jurídica y la madre simbiótica del cuerpo "maternal-infantil", es decir la nodriza no blanca, cuya reminiscencia caería víctima de la forclusión. Segato, en la línea de Judith Butler, utiliza en un sentido psicosocial el concepto de forclusión que Lacan reservaba para la psicosis (la forclusión del Nombre del Padre). Por forclusión, Segato entiende lo que está socialmente proscrito de la conciencia, puesto que no se dice, no se escribe, no está marcado ni traducido ni en la historia
colectiva ni en la individual. Aquí es la madre de los cuidados primordiales, madre mestiza, indígena o negra que está forcluída, es decir no inscrita en lo simbólico; esta madre en los brazos, la voz y el olor de la cual los niños han comenzado a desarrollar su psiquismo y su cuerpo erótico o pulsional. Segato comenta un cuadro del siglo XVIII en el que se percibe que la mujer no es la madre biológica del niño en razón del contraste entre los colores de piel solamente, mientras que la relación erótica y sensual que une al niño y a la mujer responde exactamente a lo que Freud pudo teorizar de la madre como primera seductora10.
Mientras que en el Edipo de Freud es el padre quien vendría a separar al niño de la madre, en el Edipo brasileño, Segato plantea la idea original de que es la madre blanca la que ocupa esta posición de autoridad; "hegemonizada por el pensamiento burgués y las prédicas de la modernidad, tendrá por lo menos en parte la función paterna, en el sentido de incorporar la ley e impedir la intimidad entre la niñera y el niño"; madre que podría ser terrible y fría. Madres que podrían también enfrentarse como rivales. Lo que subraya Segato es que el sistema colonial (y sus retoños contemporáneos) no constituye síntoma solamente para los negros, sino que marca profundamente la subjetividad de los blancos.
Parafraseando a Judith Butler y su "melancolía de género" (Butler, 1997), se podría hablar de una verdadera melancolía de raza para los pequeños blancos, el primer objeto de amor habiéndose perdido irremediablemente. En cuanto al sexo de la madre mestiza, negra o indígena, como el de todas las madres, debe ser escondido, mantenido en la sombra más profunda. En nuestra imagen, ese sexo está cubierto por el velo negro de monja: otra figura de la virginidad.
De este modo, la moza tiene doblemente gusto a fruto prohibido. De manera manifiesta, puesto que en el sistema escindido de la doble moral sexual, la sexualidad hétero racial era, para los hombres blancos, una desviación asimilable a una perversión en el sentido freudiano del término, por no tener como fin la reproducción, por no perseguir otra finalidad distinta al placer (los hijos del amor eran "accidentes"). Pero de manera soterrada, la apropiación sexual de la mujer no blanca tendría gusto a regreso incestuoso al cuerpo "maternal", entendido como el de la mujer de los primeros cuidados, la que emite los primeros mensajes enigmáticos y las primeras sensaciones eróticas. Añadiría que es posible igualmente asociar la innombrada madre-negra olvidada en el limbo de la represión de las primeras emociones infantiles, con la carátula de un libro autobiográfico de la psicoanalista Maud Mannoni titulado Lo que le falta a la verdad para ser dicha en la que la autora aparece, siendo bebé, en brazos de su nodriza negra javanesa; oportunidad para recordar que a las mujeres les concierne también la forclusión de la primera madre.

Políticas de la visión

No existe "visión de ningún sitio". La mirada occidental en el siglo XIX produjo a través de "lo pintoresco" las representaciones despectivas más detestables de lo que Occidente consideraba como sus confines, el oriente, el África o América Latina; pero también al interior de su propio espacio geopolítico, el mundo campesino. "En el origen de lo pintoresco se encuentra la guerra", decía Sartre11. En otras palabras, lo pintoresco produce mirada occidental y es un arte colonial o en el que persiste intacto, por así decirlo, el relato colonialista. Lo pintoresco congela el tiempo, aplasta los individuos, ignora los cambios bajo una mistificación naturalista. Las imágenes europeas, destinadas a un público europeo y que representan indígenas desnudos cargando sobre sus espaldas a los colonos, hacen parte de ese relato pintoresco. Retrospectivamente, esas imágenes tienen el interés de simbolizar, en forma muy condensada y eficaz, las raíces de violencias que persisten aún. Las imágenes de la Comisión corográfica, por el contrario, están inscritas en un proyecto de vanguardia republicana. Se puede considerar a justo título que ese proyecto no está completamente exento de influencia colonial, pero esas imágenes al sublimar el regionalismo, se liberan de los códigos de lo pintoresco para construir una ficción reguladora de unidad nacional inscrita en un imaginario de la Ilustración. Bajo una forma conmovedora participan estas imágenes del sueño de la emancipación siempre de actualidad y siempre truncado. Como lo señala pertinentemente Beatriz González, "Carmelo Fernández contribuyó con su arte fresco, sencillo y verdadero a consolidar la identidad nacional colombiana. Formó parte del grupo de creadores que emprendieron, a mediados de siglo, la lucha del espíritu nacional contra la destrucción y la guerra" (Gonzales, 1991). No son más reales ni más verdaderas unas que otras de esas distintas representaciones con finalidades contradictorias: lo pintoresco o lo regional. Los artistas no representan jamás la realidad, su función es generar sentido -para la guerra o para la paz- y así operan también los investigadores. Es claro que no dan cuenta totalmente de este sentido las solas motivaciones estéticas o políticas.
¿Cómo pensar un conocimiento donde el pasado se asuma de forma especulativa? ¿Una forma de seguir adelante? ¿Cómo fabular esa imagen en una política de la visión en el hoy? Elegí retomar lo propuesto por María Puig de la Bellacasa cuando habla de la importancia de reintroducir el tacto en la visión, de desarrollar visiones "acariciantes", "con-movedoras", que se dejen impresionar (Puig de la Bellacasa, 2012). A través de esta visión acariciante podemos "entrar en contacto" con esta mujer al fondo del cuadro. De la misma manera que podríamos tocar la manta que tiene. Esta imagen entonces, de manera definitiva, nos habla de otra cosa diferente a la que pretende decirnos. Y una vez más: ¿si leyéramos la imagen al revés? ¿Invertir la relación fondo forma? La que está atrás no está destinada a desdibujarse sino a pasar adelante. La chaperona o madre española está confinada al pasado, la joven es el presente criollo, que ilustra el ascenso de la burguesía local, pero la mujer negra, la mujer disimulada, encarna un futuro incierto. Las mujeres blancas aparecen entonces como las que le dan valor a la mujer sombría, desconocida, que no sabemos quién es, ni qué quiere, ni a dónde va. Peligrosa, algo inquietante y tal vez bajo el mantón, embrujadora, como el deseo. La mujer que disimula y esquiva la mirada o que no mira de frente, es también la bruja, y sus armas son poderosas, como la legendaria Leonelda Hernández, bruja mestiza indígena del siglo XVII, figura inquietante de la mujer rebelde de Ocaña. Ella, silenciosa, espera que llegue su momento. Las mujeres blancas se difuminan, se convierten en motivos, en decorado, tratadas en un estilo que puede finalmente aparecer como discretamente irónico, la chaperona, beata remilgada, como un personaje de comedia, vagamente ridícula, con la sombrilla prefigurando la de los prelados de Fernando Botero, la otra escondiendo su frialdad bajo el aspecto de una figura ornamental de moda: performances de la feminidad, al fin de cuentas.

Una performance de la raza

Performance de la feminidad, el título de la imagen lo dice claramente, performance de la feminidad blanca, por lo tanto performance de la raza como performance de la clase dominante. Si tengo un conocimiento incorporado de la performance de género -y sé lo que "hacer de mujer" significa- debo decir, por el contrario, que la performance del color blanco o de la blancura es para mí relativamente abstracta. El esfuerzo de diferenciación o de "distinción" que hay que hacer para "pasar" por blanca no era central en la sociedad francesa de los años 1960 donde crecí, sociedad mucho más blanca que la de la Francia actual12. Ni siquiera había pensado en la performance de la raza antes de conocer lo que María Teresa Garzón escribió sobre Raquel Sarmiento (Garzón, 2009). Esta mestiza perteneciente al proletariado urbano de Bogotá se auto acusa del crimen de Eva Pinzón que hizo época en la crónica roja de los años 1920, y que ella no cometió. Garzón dice que no era tan absurdo hacerse pasar por lo que uno no es, en este caso por asesina, en una sociedad en la que todas las personas que podían trataban de hacerse "pasar" por blancas. Gracias a ese comentario, intrigante para una psicóloga a quien en principio no sorprende la existencia de autoacusaciones patológicas, comprendí que el color blanco o la blancura, es una construcción social central en la sociedad colombiana donde es indisociable de los procesos de distinción de la clase dominante y de quienes sueñan con llegar a ella.
En Mujeres blancas, la única que no hace la performance de una identidad que combina raza, clase y género es la mujer negra. En efecto, vale la pena subrayar que todas las identidades no son objeto de performances, si entendemos por esto teatralizar, como lo muestra Anne Berger en su ilustrativa lectura del libro de Esther Newton Mother Camp (Newton, 1972)13. Parece interesante que ciertas personas no hagan performances, más allá de la dificultad de pensar con Newton la performance de género o de raza como gesto consciente, allí lo que generalmente se tiene son procesos incorporados, con frecuencia muy precoces bajo el modo del habitus, investidos además por los fantasmas y las pulsiones sexuales. Ello tiene la ventaja de permitir pensar la performance de raza/clase/género -en este caso la de blancura- como una estrategia intencional con el fin de obtener posiciones ventajosas en el juego del poder y de la jerarquía. Permite también pensar que hay individuos que, de entrada, están excluidos, o que no pueden o no quieren entrar en el juego, porque serían particularmente sensibles al carácter facticio de la performance, o rechazarían su normatividad.
Claro que en el contexto contemporáneo de luchas y resistencias de las identidades, ocurre que las feminidades negras tanto como las blancas, son objeto de performances. Pero esta digresión sobre la performance de género, de clase y de raza nos permite interrogarnos, siguiendo también en esto a Anne Berger, sobre el lugar central ocupado por el paradigma de la visibilidad, incluso de la sobre-visibilidad como táctica y como discurso en el campo de las políticas de género y de las sexualidades. De cierta manera, la mujer en el fondo del cuadro no tiene necesidad de mostrarse o de ocupar un primer plano para ser vista. El poder de su expresividad, los interrogantes vagamente inquietantes relativos a lo que disimula, su misterio insondable, envían, para decirlo en términos de Newton, más a la autenticidad que a la visibilidad. Yo diría que es un sujeto, no una "identidad". Es lo que le confiere esa extraordinaria presencia.
Las minorías tal vez no tengan la necesidad de coincidir con las exigencias de las superficies identitarias, así sean oposicionales. La sombra que protege y respeta los sujetos es necesaria, así como es deseable la posibilidad de vivir sin llamar la atención, de pasar discretamente las fronteras, o de no tener que hacerse pasar por lo que no se es. Pero sobre todo, el conjunto de esta discusión plantea el tema del sujeto, no solamente en tanto que sujeto de la enunciación en un saber situado, sino también como sujeto en la representación, lo que interroga directamente nuestras prácticas tanto científicas como artísticas y sus efectos de subjetivación.
Cabe preguntarnos si los sujetos de nuestras investigaciones o de nuestros libros son hablados por nosotros o si bien esas investigaciones o esas obras son la ocasión de darles una voz, así sea la voz de quien no dice nada, de quien no habla aún públicamente. Este es el legado, intencional o no, de Carmelo Fernández, con toda la ambigüedad de representar un sujeto en un mundo jerarquizado cuando aquel constituye por excelencia la figura subalterna, socialmente periférica, pero simbólicamente central hasta en la forclusión.

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Notas

1 Ver más adelante la referencia al libro del mismo nombre de Maud Mannoni

2 Las que existen, se conservan en la Biblioteca Nacional de Bogotá.

3 Anotemos que las dos mujeres blancas tienen también pañuelos de dimensiones considerables para enjugar el sudor.

4 Prescott, citado por Congolino Sinisterra, op. cit, página 322.

5 Jaramillo citado por María Lilia Congolino Sinisterra, "Hombres negros potentes, mujeres negras candentes. Sexualidades y Estereotipos Raciales. La experiencia de jóvenes universitarios en Cali, Colombia". In Peter Wade, Fernando Urrea Giraldo, Mara Viveros Vigoya, Raza, etnicidad y sexualidades, Lecturas CES, 2008, página 323.

6 Según ciertas lecturas citadas por Nochlin, la asociación de una mujer blanca y de una mujer negra, en un contexto sexual, evoca el lesbianismo que se sabe, además, que era corriente entre las prostitutas parisienses en el siglo XIX. En relación con los felinos de color negro, si nos atenemos a la estimulante lectura que propone Teresa de Lauretis de la panteridad de la heroína de la película de Jacques Tourneur La Féline, son una representación de la pulsión sexual, susceptible de desencadenarse (Lauretis, 2012).

7 Ver El mercado de esclavos de Gérome, por ejemplo.

8 (Nochlin), páginas 76 y 78.

9 Maude Newell Williams, Los más pequeños de éstos en Colombia, Archivos del Índice, [1918], 2008.

10 Este cuadro atribuido a Debret representaría, según ciertos exégetas, a Don Pedro II, con año y medio de edad en brazos de su ama.

11 En 1954, página 90.

12 En la sociedad estadounidense, en la que una gota de sangre negra basta para hacer entrar a alguien en la categoría de negro, el término passing fue en un principio utilizado para designar el proceso para hacerse pasar por blanco de alguien con piel de color negro claro. En América Latina, en donde el principio de one drop, como me lo hizo notar Mara Viveros, no es operatorio, el blanqueamiento se hace con base en el trabajo sobre la apariencia, y mediante la adopción de normas y valores sociales y sexuales.

13 Newton opone, en la pareja lesbiana butch/fem, la teatralización de la fem -la lesbiana femenina- a la ausencia de teatralización conciente (the lack of camp) de la butch. La lesbiana hombruna o "butch" no haría una performance de su identidad, una afirmación susceptible de ser criticada en la medida en que parece reforzar la idea de que únicamente la feminidad es objeto de performance, mientras que la masculinidad sería"verdadera", lo que es, evidentemente, falso. Newton habla de las "Butch pre-teóricas", es decir, antes de que Judith Butler consagrara en su Trouble gender los juegos lesbianos en términos de performance, haciendo así que teatral y políticamente "aparezcan en le ojo del espectador" ( o la espectadora)" (Berger, op. cit., página 39). Newton -que se auto proclama butch- quiere llamar la atención sobre el hecho de que la lesbiana butch, así se vista con ropa de obrero raso norteamericano enrazado de cow-boy, no "actuaría" una identidad, en el sentido en que no podría ser diferente a lo que es, incapaz de jugar el papel de la feminidad.

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Recibido: 10.04.15
Aprobado: 23.8.15

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