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Trabajo y sociedad

versão On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc.  no.33 Santiago del Estero dez. 2019

 

AUTORES, REFERENTES, CREADORES DE IMÁGENES

Un confinamiento en los confines: Archipiélago de Ricardo Rojas como americanización del interior

A Confinement in the Confines: Ricardo Roja's Archipiélago as an Americaniation of the Inland

Um confinamento nos confins:Archipiélago de Ricardo Rojas como americanizado do interior

Alejandra MAILHE* 

*Profesora Titular de “Historia de las ideas de Argentina y América Latina” (Universidad Nacional de La Plata) e Investigadora Independiente (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas). Correo electrónico: amailhe@fahce.unlp.edu.ar

RESUMEN

Este artículo explora la representación imaginaria del “interior” tal como es desplegada por Ricardo Rojas en su ensayo Archipiélago (1934), para pensar Tierra del Fuego como área de frontera, plagada de temporalidades y sustratos culturales en conflicto. Rojas convierte esta región en un espacio saturado de connotaciones socioculturales vinculadas al pasado y al presente, elevándola a sinécdoque del interior de la totalidad del país, e incluso a modelo de la dimensión americana de la Argentina, obturada por otros discursos sociales. El artículo también reflexiona sobre la experiencia esotérica del “viaje iniciático” implícito en el ensayo de Rojas, en sintonía con la representación imaginaria del viaje en los ensayos de otros autores vinculados al antipositivismo y a la Reforma Universitaria, como José Vasconcelos. Además, este texto contrapone la idealización del mundo indígena “perdido”, en Archipiélago, a la visión desplegada por otros autores como José Imbelloni, centrales en la consolidación de la antropología científica en Argentina.

Palabras clave: Ricardo Rojas; Archipiélago; Tierra del Fuego; indigenismo; José Vasconcelos; José Imbelloni

ABSTRACT

This paper explores an imaginary representation of the “Inland”, as is deployed by Ricardo Rojas in his essay Archipiélago (1934), in order to think Tierra del Fuego as a border area, riddled with temporalities and cultural substrates in conflict with each other. Rojas transforms this region in a space, which is saturated with socio-cultural connotations which are linked to past and present. Besides Rojas elevates this region to a sinécdoque of the inland of the totality of the country and even to a model of the American dimension of Argentina, which is blocked by other social discourses. The

paper also reflects about the esoteric experience of the “initiatory joumey” which is implicit in Roja’s essay, which is attuned to the imaginary representation of the journey in other author’s essays, which are linked to the Antipositivism and the Reforma Universitaria, as in the case of José Vasconcelos. The paper also reflects on the esoteric experience of the “initiatory journey,” which is implicit in Rojas’s essay, attuned with the imaginary representation of the journey in other authors’ essays linked to antipositivism and the Reforma Universitaria, as in the case of José Vasconcelos. Besides, this text contrasts the idealization of the “lost” indigenous world, in Archipiélago, with the vision deployed by other authors such as José Imbelloni, which are central in the consolidation of the scientific anthropology in Argentina.

Keywords: Ricardo Rojas; Archipiélago; Tierra del Fuego; Indigenism; José Vasconcelos; José Imbelloni

RESUMO

Este artigo explora a representando imaginária do “interior” segundo é desenvolvida por Ricardo Rojas no seu ensaio Archipiélago (1934), para pensar Tierra del Fuego como área de fronteira, carregada de temporalidades e substratos culturais em conflito. Rojas converte essa regiao num espado saturado de connotares socio-culturais vinculadas ao passado e ao presente, elevando-a a sinédoque do interior da totalidade do país, e inclusive ao modelo da dimensao americana da Argentina, obturada por outros discursos sociais. O artigo também reflexiona sobre a experiencia esotérica da “viagem iniciática” implícita no ensaio de Rojas, em sintonia com a representando imaginária da viagem nos ensaios de outros autores vinculados ao anti-positivismo e á Reforma Universitária, como José Vasconcelos. Ademais, o texto contrapSe a idealizando do mundo indígena “perdido”, em Archipiélago, á visao desenvolvida por outros autores como José Imbelloni, centrais na consolidando da antropologia científica na Argentina.

Palavras chave: Ricardo Rojas; Archipiélago; Tierra del Fuego; indigenismo; José Vasconcelos; José Imbelloni

SUMARIO

Un punto de partida, 2. Prolegómenos del viaje a los confines, 3. El ensayo como archipiélago, 4. El confinamiento como iniciación ritual, 5. Informantes, hierofantes, 6. La dimensión esotérica del viaje, 7. Ojos imperiales, 8. Plan de operaciones, 9. Pars pro toto, 10. Una fuerza de trabajo en disputa, 11. Breves consideraciones finales: el confinamiento como iluminación, Bibliografía.

Este trabajo indaga en torno al modo en que el confinamiento de Ricardo Rojas en Tierra del Fuego, plasmado en su ensayo Archipiélago, transforma el castigo en una experiencia de resistencia cultural y política. En ese texto de 1934, Tierra del Fuego es pensada como una frontera radical, plagada de temporalidades y de sustratos culturales en conflicto, que el ensayista convierte en sinécdoque de la totalidad del país, e incluso en modelo de la dimensión americana de la Argentina, obturada por otros discursos sociales. El artículo se centra en el esfuerzo de Rojas por recomponer la cosmovisión indígena en extinción, y por revelar los paralelos entre el exterminio de los indígenas y el trato inhumano que reciben los prisioneros en el penal de Ushuaia. Buscando poner en contexto este ensayo con otros discursos sociales del período, este trabajo también indaga en torno a la experiencia esotérica del “viaje iniciático” del ensayista, en sintonía con la representación imaginaria del viaje en los ensayos de otros autores vinculados -al igual que Rojas- al antipositivismo y a la Reforma Universitaria, como José Vasconcelos, y contrasta la idealización del mundo indígena “perdido”, tal como se presenta en Archipiélago, con la visión cientificista de José Imbelloni, una figura clave en la consolidación de la antropología en Argentina, que cuestiona las distorsiones ideológicas del indigenismo.

1. Un punto de partida

Intelectual de enlace de entresiglos, Ricardo Rojas asume un lugar clave en el conjunto de los intelectuales del Estado que colaboran para forjar un discurso nacionalista. 1 Tal como ha probado Dalmaroni (2006), el Estado oligárquico, liberal y modernizador, coopta a numerosos intelectuales para elaborar discursos identitarios, capaces de crear un efecto inclusivo y homogeneizante en torno de una ciudadanía moderna. En este sentido, el Estado les exige a los letrados que intervengan, desde la especificidad de sus saberes, forjando una narrativa de la nación capaz de apelar a mitos históricos y políticos que resulten inclusivos, pero sin disputar (al menos de forma “desmedida”) el control de la clase dirigente.2

Rojas responde en parte a este nuevo modelo de profesionalización intelectual.3 Al igual que otros letrados de provincia, en general provenientes de familias patricias venidas a menos, mantiene fluidos contactos con las oligarquías del interior, y utiliza su origen provinciano para diferenciarse en Buenos Aires, pues el origen norteño le da un capital simbólico extra, al colocarlo en una posición de mediación privilegiada, de negociación con las elites del interior y de la capital.

En varios textos previos a Archipiélago, Rojas tiende a apelar a su origen provinciano como marca de prestigio simbólico en Buenos Aires, para situar el “alma nacional” no solo en la historia y en la cultura popular tradicional, sino además en el NOA (y especialmente en el Santiago del Estero de su infancia). En este sentido, le asigna al intelectual la alta misión de indagar en el pasado, el interior y las capas más profundas del mundo popular, para volver visible (ante el lector urbano de los sectores medios) la continuidad “intrahistórica” de la identidad nacional.

Rojas habla aun en clave neo-romántica (bajo el influjo de Herder, de los esoterismos propios de una sensibilidad “teosófico-oriental” en sentido amplio, y de los discursos de la generación del 98, en convergencia con su mayor proximidad con respecto al Modernismo estético). Desde esa perspectiva el ensayo Eurindia, editado en 1922, propone un descenso a los significados más profundos (subconscientes) del mestizaje y de la cultura popular. Esta idea, aunque anclada más bien en su matriz decimonónica, converge con las perspectivas posteriores de un tímido linaje del indigenismo argentino, incluidas los obras de autores como Bernardo Canal Feijóo y Rodolfo Kusch, bajo la influencia de Carl Jung y del psicoanálisis freudiano.

Confiando en que Buenos Aires puede volverse cuna del mestizaje euríndico, articulando la tensión entre la fuerza centrípeta del NOA (que religa con el sustrato indo-hispánico) y la fuerza centrífuga que tracciona a Buenos Aires hacia Europa, Eurindia postula una amalgama final en la que se disuelven y superan los antagonismos culturales. Así, Rojas formula un modelo del mestizaje, afín a

Ricardo Rojas (Tucumán, 1882-Buenos Aires, 1957) procede de una familia provinciana de Santiago del Estero, enraizada en las elites políticas y sociales (su padre, Absalón Rojas, es gobernador y senador nacional). Llega a Buenos Aires luego de la muerte del padre, en 1899, combinando docencia y periodismo en El país, Caras y Caretas y La Nación. En esos primeros pasos por el periodismo, se beneficia con la protección de figuras políticas del orden conservador. Estudia Derecho pero no se recibe, dedicándose en cambio a la docencia secundaria y universitaria, en la que juega un importante papel (por ejemplo, con la creación de la cátedra de “Historia de la literatura argentina”, pieza clave en la meta nacionalista de la elite conservadora). Se desempeña como Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA entre 1921 y 1924, y como Rector de la UBA entre 1926 y 1930, durante el segundo mandato de Hipólito Yrigoyen. Luego del golpe de 1930, por su adhesión al yrigoyenismo, es desterrado a Tierra del Fuego. Para un análisis de su itinerario intelectual ver Devoto (2002).

Ese modelo de intelectual se diferencia respecto del estudiado por Ramos (1991), en la segunda parte de Desencuentros de la modernidad..., donde aborda figuras como las de José Martí o Rubén Darío, situadas por fuera del Estado. Para un desarrollo más minucioso de este apartado, ver Mailhe (2017).

Así por ejemplo, como pedagogo nacionalista, desde su programa de reforma de la educación pública en La restauración nacionalista, Rojas trabaja para el gobierno pero en una tarea específica de investigación intelectual. Al respecto ver Dalmaroni (2006).

una lectura conservadora de la dialéctica hegeliana, semejante a la que domina en el pensamiento romántico del siglo XIX.

Tal como puede observarse en Eurindia y especialmente en el Silabario de la decoración americana (1930), el ensayo de Rojas comparte trazos con los diversos ocultismos que, en los veinte, reivindican lo telúrico, y la armonía de las razas y culturas, buscando en lo indígena una sabiduría ancestral capaz de compensar (o incluso resistir) el positivismo y el pragmatismo. Su discurso insiste en apelar a metáforas del viaje espiritual, exaltando así, en definitiva, las vías no racionales de comunión inter-clase. La propia lectura es pensada como parte de una iniciación ritual al credo del mestizaje. Y de hecho, el texto se cierra con el diseño onírico del templo de Eurindia como “obra de arte total”, en un mestizaje de las artes, de las culturas y de las religiones que promete una re-ligatio espiritual, individual y colectiva, como sustituto (laico y moderno) de la anhelada trascendencia religiosa.

El objetivo de fondo de Eurindia, y más aun del Silabario de la decoración americana, es sensibilizar a las capas medias y/o al nuevo lectorado ampliado, respecto del potencial estético (y auratizador) de un sustrato indígena ya residual, pero capaz sin embargo de ser revitalizado, para compensar el europeísmo, suturando la nación por la vía del arte.

Es claro que el mestizaje euríndico se perfila como una variante proto- populista, más democrática que otros espiritualismos contemporáneos, y fuertemente disonante con respecto al eurocentrismo, hegemónico incluso entre los intelectuales de izquierda. Pero a la vez, en esa amalgama armónica que, en su ensayo de 1922, disuelve los antagonismos (confirmando el modelo europeo como dominante, apenas dislocado por la presión del componente indígena), es posible entrever, en definitiva, una negación de la conflictividad social y política, que incluye una invisibilización (más o menos explícita) de la violencia material y del genocidio cultural de los indígenas.

Sin embargo, tal como veremos, en el arco que se despliega desde la edición de Eurindia a la de Archipiélago, Rojas modifica su concepción respecto de la historia del sometimiento indígena, al tiempo que, forzado por el confinamiento en el sur, rediseña su geografía simbólica de la nación, elevando la marginalidad de Tierra del Fuego a una suerte de “Aleph” borgeano en el cual sería posible leer, cifrada, toda la historia del continente americano.

Prolegómenos del viaje a los confines

Si bien la proximidad ideológica de Rojas con el radicalismo es previa a 1930, el golpe militar de ese año despierta la empatia ideológica y afectiva del autor de Eurindia con los radicales perseguidos -tanto los estudiantes universitarios como los obreros militantes-, pues “la contemplación cristiana y patriótica de tan absurdo dolor me identificó místicamente con él” (Rojas, 1932: 301). Esa empatia lo impulsa a afiliarse al partido, gracias a la mediación de Adolfo Güemes (quien, preso Yrigoyen y exiliado Alvear, asume la reorganización de la UCR). Unos meses después, al participar del Comité Nacional y de la redacción de varios documentos del partido, esa afiliación se hace pública. Rojas, que para entonces ya es una figura consagrada dentro y fuera del país, se aboca a la escritura de El radicalismo de mañana, un ensayo del que se editan 30.000 ejemplares en 1932, desde la clandestinidad. 4 Allí proyecta -entre otras cosas- una interpretación romántica y esotérica de la política, convirtiendo al caudillo radical en una figura taumatúrgica cuyo don consiste en ser “el misterioso animador del pueblo” (Rojas, 1932: 208), al tiempo que interpreta el golpe de 1930 como el resultado de la unión de tres fuerzas reaccionarias (las oligarquías política, económica y cultural), contra la cual se han rebelado previamente las reformas electoral, obrera y universitaria (Rojas, 1932: 328). El radicalismo de mañana incluye, además, un programa urgente de justicia social, consistente - entre otras medidas- en descentralizar la capital, provincializar los territorios, promover el desarrollo de la Patagonia y concretar demandas específicas del proletariado.

En 1933, el gobierno decreta el estado de sitio, y detiene a Rojas entre los miembros de la Convención Nacional de la UCR. A los detenidos, trasladados desde Rosario a la isla Martín García, se les da la opción del exilio o del confinamiento en el sur. Rojas prefiere no ausentarse del país; de modo

Sobre esta etapa de la vida de Rojas ver Castillo (1999: 211-249).

que, en enero de 1934, es trasladado a Tierra del Fuego en el “Chaco”, un barco viejo, sucio y atestado de detenidos. Hasta mayo de ese año permanece en Ushuaia, confinado en una casa muy precaria - aunque fuera del Penal-, debiendo reportarse diariamente en el registro policial. En esos meses de insilio se concentra en escribir Archipiélago. Tierra del Fuego.5

Este ensayo descansa en una larga genealogía de discursos que, alimentados por diversas visiones coloniales (desde los primeros exploradores hasta los viajeros ingleses del siglo XIX, e incluso los autores argentinos de entresiglos) han sedimentado previamente una representación imaginaria de esa región como “el fin del mundo”, como un espacio marcado por el primitivismo y la incomunicación, especialmente dislocado entre la realidad histórica y el no lugar distópico, y en contraste radical con respecto a Europa como centro.6

El ensayo como archipiélago

Si bien en el prólogo a la edición del libro, Rojas confiesa que escribe apenas para distraerse “del incierto cautiverio” (Rojas, 1942: 7), en verdad el texto constituye una autoafirmación del papel propio como intelectual, defendiendo la potencialidad de la escritura como instrumento de lucha, aunque afirmándose en su métier letrada, aun cuando ésta todavía implica una combinación “decimonónica” entre los saberes del historiador de las ideas, el etnógrafo improvisado, el folclorista, el literato y el político. Asumiendo alternativamente estos diversos tonos enunciativos, Rojas despliega una denuncia apasionada sobre de la marginación histórica de la región, marginación fundada en “el exterminio del indio, el régimen del presidio, el despilfarro de las tierras fiscales, el aislamiento geográfico, la esterilidad económica, la incuria oficial, la falta de estímulos de cultura y, como consecuencia de todo ello, la despoblación, la pobreza, la injusticia, la explotación internacional, la ausencia de la ciudadanía” (Rojas, 1942: 9).

Por su insularidad (que agrava el aislamiento del sur), Rojas concibe Tierra del Fuego como una unidad cultural diferenciada respecto de la Patagonia, porque esta última se halla mejor integrada a las principales ciudades del país. Esa insularidad simbólica se refracta explícitamente en la estructura del ensayo, formado por una miríada de apartados fragmentarios, con una relativa autonomía “insular”. Para ahondar en la historia social, cultural y política del archipiélago, esos fragmentos diseñan un devaneo asistemático, próximo al desplazamiento en círculos que dibuja el propio Rojas sobre el espacio cerrado de la isla durante su confinamiento.

El confinamiento como iniciación ritual

Rojas recoge los restos dispersos de una mitología ancestral, deshilvanada por el genocidio cultural practicado en el área, apelando al folclore -como todo telurista- para recrear el numen del lugar, en concordancia con su valoración de la metafísica por encima de otras formas de conocimiento del mundo. Basándose en testimonios fragmentarios de viajeros y etnógrafos, así como también en la información que le brindan algunos indígenas sobrevivientes, convertidos en sus informantes directos, el ensayista se esfuerza por devolverle coherencia a ese universo cultural de onas, yaganes y alacalufes, arrasado por la dominación. 7 Por eso no es casual que Rojas abra su Archipiélago centrándose en reconstruir algunos fragmentos de la cosmogonía indígena “en extinción”: así, conduce al lectorado a ingresar a Tierra del Fuego por la puerta de la mitología, privilegiada desde la perspectiva espiritualista del autor. En este sentido, el texto vuelve evidente la necesidad de realizar un viaje simbólico hacia el fondo (del pasado y del inconsciente incluso), para recién por esta vía ingresar al área.

Inicialmente, el ensayo fue publicado en el suplemento dominical de La Nación, entre agosto de 1941 y enero de 1942. La primera edición como libro corresponde a Buenos Aires, Losada, 1942.

Al respecto, ver especialmente Giucci (2014).

Rojas se interna en el laberinto de las clasificaciones de las tribus, y termina simplificándolas en tres naciones, y aceptando la heterodesignación europea, al referirse a los yaganes en las islas del Beagle, a los alacalufes en las islas del Pacífico, y a los onas en Tierra del Fuego.

En efecto, el ensayo se abre con la figura mítica de Kuanip, según Rojas comparable a Quetzacóatl en México o al El-lal patagónico. El ensayista recuerda que Kuanip (hijo de Kren, el sol, y de Kerren, la luna) viene a adoctrinar a los indios del archipiélago sobre los secretos de la naturaleza, para ayudarlos a sobrevivir, además de transformar el lugar, volviéndolo una morada habitable, y de entregarles el fuego como Prometeo.

Tampoco es casual que el ensayo se cierre con la visión onírica de la tierra mítica del Konik- Sción, por parte de Rojas, convertido este último en un “elegido”, iniciado en los ritos secretos del Jain ya extinguido: así, apelando a una estructura circular, el ensayista se asegura que el área del Onaisín quede circularmente anclada en el orden del mito y de la sacralidad. Ese esoterismo metafísico le otorga un plus de sentido a la región, auratizándola al punto de convertirla -tal como veremos- en cifra del continente americano en su conjunto.

Además, Rojas presenta al mítico Kuanip como “el héroe libertador de los onas”. En este sentido, desde el comienzo del ensayo, el sustrato mítico arcaico es pasado por el tamiz del vocabulario político moderno, para preparar una arena común capaz de amalgamar la cosmovisión indígena y la más moderna tradición republicana. Incluso inmediatamente después Rojas anuda, por contigüidad, el mito arcaico de Kuanip al mito moderno del primer aviador que sobrevoló Tierra del Fuego. 8 El acercamiento de ambas épicas (la indígena y la occidental, homogeneizadas) pone en acto su tesis euríndica sobre la interpenetración de los diversos sustratos culturales, desde el período prehispánico hasta el presente, gracias a la expansión del pensamiento mítico (o al menos, gracias a la aproximación que establece entre el mito y la narración occidental).

Redoblando la apuesta, en el cierre del ensayo Rojas advierte que los inventos científicos modernos responden a reminiscencias de prácticas mágicas antiguas (Rojas, 1942: 225). Aunque más bien decimonónica, esa operación, que crea vasos comunicantes entre la tecnología y el sustrato mítico, recuerda en parte la activación proliferante del mito entre los folcloristas vinculados a la vanguardia primitivista de las primeras décadas del siglo XX. En este sentido, pienso por ejemplo en la absorción de la tecnología moderna (y del sistema capitalista en general), a partir del pensamiento mítico, en la novela Macunaíma (1928) del brasileño Mário de Andrade: ambos autores exploran la potencialidad del pensamiento mítico para dar cuenta de la experiencia moderna, en el marco de una búsqueda más amplia por suturar los sustratos culturales que desgarran la identidad nacional,9 más allá de las diferencias estéticas más evidentes (pues mientras el brasileño asume la lógica del mito como principio constructivo de la narración, Rojas ejerce un control racional distante respecto de la materia mítica, desde la perspectiva propia de un folclorista tradicional, incluso porque solo permite el ingreso de fragmentos de la lengua del otro).10

Pero el despliegue de la cosmovisión indígena no se limita a los momentos sensibles de la apertura y el cierre del ensayo, porque a lo largo de todo el texto Rojas insiste en defender la riqueza y complejidad sociocultural de los indígenas, contra la simplificación reduccionista dominante en las miradas coloniales/-listas. Así por ejemplo, para refutar el ideologema de la pobreza lingüística del “otro”, advierte que “la cantidad de palabras yaganas recogidas por Bridges es superior a las que Shakespeare y Darwin emplearon, y a las de muchas lenguas modernas de ilustre literatura” (Rojas, 1942: 57). Para desmentir la difundida inferioridad religiosa, se esfuerza por reconstruir -con la mayor minucia posible- el pensamiento animista de onas y yaganes, fascinado tanto por la compatibilidad de esos sustratos con el esoterismo propio, como por la potencialidad poética de esas cosmovisiones que auratizan el mundo, suspendiendo los límites entre lo natural y lo sobrenatural. En efecto, guiado por este esfuerzo de legitimación relativista, Rojas desarticula las principales críticas del eurocentrismo a las expresiones de la sacralidad indígena. Por ejemplo, reivindica la creencia fueguina en la transmigración de los espíritus como una “idea análoga a la de Egipto, aunque sin

El aviador pionero al que se refiere Rojas, convertido en mito moderno, es Gunter Plüschow, que permanece 8 meses, entre 1928 y 1929, en Tierra del Fuego, filmando el paisaje y registrando por escrito su estadía entre los indios y en la naturaleza. Plüschow muere en otro viaje a la Patagonia, en 1930. Al respecto ver Giucci (2014: 275-276).

Sobre este tema en Mário de Andrade ver Mailhe (2011).

Como la sustitución exotista del término “luna” por “Kerren” (Rojas, 1942: 21).

sarcófagos ni momias” (Rojas, 1942: 60); 11 explica la ausencia de cultos idolátricos y de ritos mortuorios no como debilidad de la imaginación primitiva, sino como parte de la suspensión de las fronteras entre la vida y la muerte, o define la ausencia de culto y de forma de la divinidad en función de un valioso sentimiento mágico primordial, en base al cual todo está en comunión y cargado de religiosidad. Esa sacralidad es evocada con nostalgia -probablemente desde el desgarramiento intrínseco del sujeto moderno, sediento de trascendencia metafísica- pues entre los indígenas, “los hombres vivían en Él y Él en ellos (...); lo divino, lo humano y lo natural carecieron de distinciones. Semejante cosmosofía formó la religión, la ciencia, el arte, y trascendió a la moral, formulada en sabias normas y en hermosos mitos que dramatizaban la vida y exaltaban el heroísmo” (Rojas, 1942: 61).

En definitiva, Rojas subraya obsesivamente, a lo largo del ensayo, la riqueza metafísica de las creencias indígenas, además de destacar la estatura ética y estética implícita en ellas (precisamente, las esferas que su espiritualismo antipositivista considera como más altas desde el punto de vista de las formas de conocimiento del mundo). 12 Incluso, aproximándose a la perspectiva que despliega su “discípulo” Bernardo Canal Feijóo a partir de la edición de Mitos perdidos (1938), Rojas ya explicita en Archipiélago -aunque tangencialmente- el valor psicoanalítico de los mitos indígenas, además de su potencial estético y reauratizador.13

Informantes, hierofantes

El confinamiento en Ushuaia no solo implica la revisión de fuentes etnográficas dispersas en el seno del discurso colonialista, sino también el contacto directo con la alteridad indígena. En este sentido, el castigo del insilio extremo se transmuta en un viaje etnográfico en el que se invierten las jerarquías iniciáticas con que se cierra Eurindia: si allí el ensayista devenía un hierofante conduciendo al lector hacia la iluminación mistérica del mestizaje americano, aquí es Rojas quien, en sucesivos contactos con informantes indígenas, deja crecer su familiaridad con el esoterismo indígena hasta terminar siendo iniciado -al menos ficcionalmente- en una visión extática mestiza, que juega con la posibilidad de recrear la sacralidad indígena ya clausurada.

Uno de los primeros informantes de Rojas es Darskapalans, un viejo yagán que se ofrece para ser entrevistado. Venciendo el mal olor “a carne de lobo” (que cifra los preconceptos introyectados sobre la alteridad), el ensayista ve desplegarse, en la voz del viejo, una cosmovisión poética y un universo de principios éticos elevados, desarticulados por el “cataclismo espiritual” de la evangelización católica y protestante (Rojas, 1942: 70). El paternalismo de Rojas se traduce tanto en la dádiva de dinero, que sella el vínculo empático entre informante y etnógrafo, como en la imposibilidad de ceder el espacio enunciativo al “otro”, para preservar la mediación ejercida por el yo entre el mundo indígena y el lectorado moderno.

También Silcha, un ona recientemente aculturado, se convierte en un precioso informante de Rojas, al referirse a algunos de los antiguos ritos secretos de iniciación, al tiempo que, en una suerte de intercambio de dones, el propio Rojas se vuelve un informante para Silcha, porque le muestra imágenes fotográficas de otros miembros de su tribu -quizá ya muertos-, impresas en Los onas (1910) del ingeniero Carlos R. Gallardo,14 permitiendo que Silcha busque allí desesperadamente el retrato de su propia madre (Rojas, 1942: 77-78).

En el ensayo, es constante la legitimación del mundo indígena en base a la homologación con antiguas civilizaciones más prestigiosas para Occidente. Así por ejemplo, Rojas compara a los onas con los espartanos, y a los yaganes con los atenienses.

Así por ejemplo con respecto a los yaganes, advierte que “a este vivo sentimiento estético de la naturaleza y del lenguaje, así como al profundo sentido mágico de su mitología, corresponde un delicado sentimiento ético, expresado en sentencias.” (Rojas, 1942: 83).

Así por ejemplo, resume el mito de los Klóketen, entre los onas, como cancelación del matriarcado, por la violencia ejercida por la horda, contra las mujeres (Rojas, 1942: 74), en claro diálogo con Tótem y tabú de Sigmund Freud.

La primera edición corresponde a Buenos Aires, Cabaut, 1910.

Por fin, en el “Epílogo fantástico...” que cierra el texto, el ensayista entra en contacto con un último indígena, el ona Karniel, quien ya no oficia como informante sino como shamán, iniciando al autor del Eurindia en los misterios sagrados del Jaind, que le serán revelados precisamente por la desaparición ya definitiva -aunque reciente- del rito, lo que vuelve ya innecesaria la preservación de su carácter secreto. De hecho, Chapmann (2008) señala que el último Jaind se celebra en 1933, por ende apenas unos meses antes de la llegada de Rojas.15 En este sentido, la ficción compensatoria que corona el ensayo pone en acto una operación típica del folclorismo neo-romántico, al recoger los restos de una práctica en disolución -el rito de pasaje iniciático de los varones jóvenes a la adultez-, sustrayéndola de su contexto de origen, para convertirla en una experiencia estética moderna. Además, como veremos, los espíritus del Jaind de Rojas evidencian -no podía ser de otro modo- un grado significativo de mestizaje euríndico, amalgamando el panteón del misticismo selk’nam, con el más moderno panteón del misticismo laico forjado en la emancipación.

Insistiendo en la compatibilidad simbólica entre tecnología y magia, Rojas narra cómo Karniel interfiere telepáticamente la comunicación radial del ensayista con su familia, para guiarlo, inmediatamente después, en un viaje onírico de transmutación mística, en el que progresivamente se suspenden la percepción del propio cuerpo, la racionalidad, la comunicación verbal, la temporalidad y el sentido del espacio. Por ende, el cierre de Archipiélago no es sino una reelaboración del cierre de Eurindia, en base a una inversión de roles: si en el texto de 1922 el ensayista, vuelto un hierofante, inicia al lector, como un neófito, en los misterios del ritual euríndico, ahora el ensayista (y por su intermedio, el lector) son iniciados en la visión del misticismo indígena, bajo la guía de un hierofante autóctono.

El éxtasis imaginario de Rojas implica además una transmutación de la región (ya que el espacio se despliega, revelando una dimensión mágica imperceptible desde la racionalidad occidental), lo que redunda en la legitimación del área como territorio de la magia y del inconsciente (y como verdadera frontera o “puerta de la percepción”), en oposición radical respecto de Buenos Aires. Por lo demás, esa operación ideológica tendrá algunas continuidades y reformulaciones productivas en las décadas siguientes. Así por ejemplo, el texto “de comienzo” que edita Rodolfo Kusch en 1953, titulado La seducción de la barbarie, se apoya en esta resignificación del binarismo interior / ciudad, al reivindicar las pulsiones inmanentistas, “demoníacas” y “vegetales” de América, contra el espíritu fáustico y racionalista de la ciudad. Si bien Rojas no gravita abiertamente en la obra de Kusch, es evidente que opera como un eslabón clave para poner en crisis las connotaciones asignadas a la dicotomía civilización / barbarie, en la medida en que Archipiélago apela al misticismo esotérico, para elevar el valor de la región más austral a la categoría de “centro”, como puerta de pasaje iniciático.

A la vez, situada en el cierre del ensayo, esta escena lleva al límite de sus posibilidades la idea del confinamiento como experiencia formativa, convirtiendo a Rojas en un mediador privilegiado, elegido no solo para reauratizar la región sino también para preservar la memoria cultural indígena en disolución, y hasta para denunciar la marginación económica y política del área en la historia de la República. En efecto, en su ficción Rojas compone un ámbito onírico por el que deambulan los espíritus o mehnes de todos los iniciados en el Klóketen, pero incluyendo además a figuras del panteón de los héroes nacionales porque, en convergencia con los procedimientos constructivos del mestizaje euríndico, también el Jaind de Archipiélago es un espacio prolífico para amalgamar dicotomías culturales ideológicamente compatibles. Allí se manifiesta entonces el espectro del “Santo de la Espada”, quien le transmite a Rojas, sin mediar palabras, su dolida crítica sobre el rumbo actual del gobierno, que malogra los valores de la Revolución de Mayo. Impulsado por el ya viejo tópico de la

En efecto, según Chapman (2008: 196), el último Jain se realiza en 1933, de modo que cuando Rojas imagina ser iniciado, efectivamente el rito acaba de extinguirse. Unos años antes, en 1919, el etnólogo alemán Martin Gusinde entra en contacto con el shamán Tenenesk, quien en 1923 lo autoriza a participar de una ceremonia del Jain, a cambio de una donación de 360 ovejas. Se ha discutido el grado de fidelidad del rito secreto al que asiste Gusinde, descripto en Die Feuerland Indianer. Allí da cuenta con gran detalle de esta ceremonia de iniciación ritual tanto de los varones, en su pasaje hacia la adultez (que incluye enseñanzas místicas, éticas y de cacería), como de las mujeres, en su condición de sometidas, y la función general del Jaind como espacio de intercambio social.

nostalgia de la hazaña, ese monólogo místico de San Martín despliega una crítica moral a la decadencia de la clase dirigente, y augura un renacimiento utópico del pueblo americano, pues “el indio ha muerto, el gaucho ha muerto, el criollo está en agonía, pero llegará el nuevo tiempo de América y todos sus muertos resucitarán” (Rojas, 1942: 242). Otro espíritu que interpela a Rojas es el comandante Piedra Buena, quien reconoce al ensayista “como un mensajero de sus islas” (Rojas, 1942: 243). En este sentido, como fantasía compensatoria, e incluso como venganza simbólica que transforma el confinamiento en una condición de privilegio, la escena fundada en la mediumnidad (como hipérbole de la mediación intelectual) consolida el prestigio simbólico de Rojas como depositario legítimo de los legados indígena y emancipador.

Además, esa amalgama de espíritus, en el seno de su Jaind mestizo, recuerda los lazos de Rojas con el marginal indianismo romántico de la primera mitad del siglo XIX. Ya en su Blasón de plata, de 1910, Rojas advierte que los conflictos derivados del “aluvión inmigratorio” pueden compensarse con una concepción telúrica de la nacionalidad, lograda en base a una constante identificación espiritual con la tierra que él define como “indianismo”. Experimentada incluso por los indígenas y luego por los europeos, la migración se convierte así, auspiciosamente, en la marca por antonomasia de la argentinidad. Aunque suponga una cierta flexibilización inclusiva (en contraste con la invisibilización virulenta en el contexto previo de la llamada “Campaña al Desierto”), por entonces el “indianismo” de Rojas no implica -al menos todavía- una revalorización positiva de la cultura indígena, sino el elogio de una fusión dialéctica y meramente espiritual en lo que en 1922 define como “eurindia”. Esa acepción del mestizaje, afín a la de otros discursos latinoamericanos del período (tal como se percibe, por ejemplo para el caso mexicano, en el arco de autores que va de Andrés Molina Enríquez a Manuel Gamio o a José Vasconcelos) supone una síntesis homogeneizante que absorbe las diferencias, subsumiendo las culturas dominadas hasta su dilución. En ese contexto Blasón de plata, ensayo mitificador de los orígenes por antonomasia, cifra el origen de la nación en mayo de 1811, durante la proclamación de la igualdad que realiza Juan José Castelli en las ruinas de Tiahuanaco, frente a indígenas y gauchos, hermanados en la lucha común por la independencia. Ese encuentro intercultural en el pasado, fundador de la nación, modela luego el reino espiritual del Jaind de Rojas, que a su vez recrea el templo euríndico de 1922.

A la vez esa escena final de Archipiélago, anudada con cierta vertiente indianista heredada del ideario emancipador, revincula la política con el orden de la experiencia mística, un elemento clave en textos previos de Rojas como El radicalismo de mañana, en donde se afirma positivamente el lazo sugestivo, pasional (y en definitiva, religioso), que liga al caudillo radical (especialmente a Hipólito Yrigoyen) con su pueblo.

En esta dirección, la catábasis al reino de los muertos contenida en Archipiélago (que se cierra con la visión de una Ushuaia utópica, marcada tanto por la modernización económica como por la salvación de los onas en un “Nuevo Jaind”) subraya la hermandad que mestiza los espíritus bajo una misma unidad euríndica, pero también pone el acento en la potencia metafórica de la mediumnidad, para dar cuenta de la presión simbólica de los pasados sobre el presente, y de la condición privilegiada del propio ensayista como iniciado y como médium (tanto en el sentido esotérico como en el de la mediación intelectual).

La dimensión esotérica del viaje

Si en el cierre de Eurindia, la lectura implica un viaje simbólico del lector (convertido en un neófito, bajo la guía del ensayista/hierofante), para iniciarse en el ritual del mestizaje, tal como vimos esta idea es aun más clara en el final de Archipiélago, cuando Rojas imagina para sí mismo un viaje iniciático al mundo espiritual de los onas. En este sentido, es evidente que Rojas apela al esoterismo como un modelo teórico privilegiado para dar cuenta de un proceso dialéctico de enriquecimiento “ascensional” del Espíritu, en sintonía además con su concepción de la dinámica del mestizaje.

Esta idea del viaje “iniciático” parece estar extendida entre varios autores vinculados al espiritualismo, en las primeras décadas del siglo XX, e indirectamente redefine el sentido del viaje en general, incluido el viaje etnográfico y el viaje público típico del reformismo universitario. En esta dirección, vale la pena subrayar, por ejemplo, el “aire de familia” entre los viajes iniciáticos de

Eurindia y de Archipiélago por un lado, y el de La raza cósmica del mexicano José Vasconcelos por otro, para percibir la extensión de la idea del viaje esotérico como forma de conocimiento empático del “otro” y como consolidación del propio liderazgo (cultural y/o político).

Precisamente cuando Rojas -cuya gravitación en la Reforma Universitaria resulta innegable-16 edita su ensayo Eurindia en La Nación, Vasconcelos viaja a Buenos Aires, en visita oficial como representante del gobierno mexicano, para asistir al cambio de mando presidencial.17 Si bien no se conservan cartas que permitan demostrar el encuentro entre ambos en 1922, varias figuras importantes como José Ingenieros, Alfredo Palacios o Alfonso Reyes operan como nexo entre ellos,18 al tiempo que los dos reciben, en el mismo momento, el mote de “Maestros de la Juventud”, común entre los principales líderes de la Reforma Universitaria.19

La segunda parte de La raza cósmica, titulada “Notas de viaje”, apela a un estilo impresionista afín al intuicionismo esotérico, para narrar el viaje oficial de Vasconcelos por Brasil y Argentina. Allí, además de reconstruir los paisajes del interior en base a un repertorio estético afín al de Rojas, el autor de La raza cósmica perfila una geografía simbólica de la nación centrada en el interior, y especialmente en la ciudad de Córdoba como articuladora privilegiada entre el cosmopolitismo porteño y el legado hispano-indígena que religa la Argentina, desde el NOA, con el resto de Hispanoamérica. Además, Vasconcelos coincide con Rojas al pensar la capital de la Argentina como “el mayor foco contemporáneo de la cultura hispanoamericana” (Vasconcelos 1966: 205). E incluso, explicitando abiertamente su convergencia con los análisis de Rojas, advierte que

Podría alegarse quizás, en contra, que la Argentina, por ser cosmopolita, no representa la cultura hispanoamericana, sino un reflejo más o menos activo de Europa; pero esto sería ignorar que aun el sentimiento nacionalista es más vivo en la Argentina, o por lo menos más ilustrado, que en cualquiera de las demás naciones del continente.

Basta recordar los escritos de Rojas sobre la argentinidad y lo que se ve en todas las

Este reconocimiento colabora en su elección como Decano de Filosofía y Letras de la UBA, con voto de alumnos y profesores, en 1922, y como Rector de la misma universidad en 1926.

Licenciado en Derecho en 1907 y miembro fundador del Ateneo de la Juventud Mexicana, Vasconcelos se manifiesta tempranamente como crítico del positivismo hegemónico en el Porfiriato, compartiendo los ideales ateneístas de defensa del espiritualismo y de los valores éticos y estéticos hispanoamericanos. Partidario de la Revolución Mexicana desde sus inicios (al apoyar el movimiento anti-reeleccionista de Francisco Madero, con quien comparte además sus afinidades teosóficas), se exilia en EE.UU. por su posición crítica frente a Venustiano Carranza. Caído ese gobierno, regresa a México para ser nombrado Rector de la Universidad Nacional entre junio de 1920 y octubre de 1921. Durante su gestión, impulsa proyectos educativos destinados a los sectores populares, y alienta la realización del “Primer congreso internacional de estudiantes”, una instancia clave en la circulación transnacional de ideas y de figuras en el marco del reformismo continental. Entre octubre de 1921 y julio de 1924 se desempeña como Secretario de Educación Pública, iniciando un ambicioso plan de instrucción popular. Además, pone en marcha un amplio plan de intercambio estudiantil con otros países latinoamericanos, y protege a intelectuales perseguidos como el peruano Víctor Haya de la Torre. Estas prácticas modelan la intervención cultural del Estado durante años, tanto en México como en el resto del continente, y colaboran en la consagración de Vasconcelos como “Maestro de la Juventud”, en el marco de la Reforma Universitaria. El vínculo del autor de La raza cósmica con los jóvenes reformistas argentinos se vertebra en base a dos hitos significativos: el viaje de la delegación argentina a México en 1921, y el viaje de Vasconcelos a la Argentina en 1922. Gracias a ambos eventos se estrechan lazos de sociabilidad, amparados por la circulación de discursos e ideas que sellan esos lazos, en busca de una comunión transnacional de carácter emancipador.

En la Casa Museo de Rojas, no se conservan cartas enviadas por Vasconcelos a Rojas. En la biblioteca del autor de Eurindia apenas hay dos obras del mexicano, con dedicatorias al “Maestro” Rojas. En cambio, la correspondencia del ateneísta Alfonso Reyes es nutrida, poniendo en evidencia no solo el vínculo de mutua colaboración, sino también el reconocimiento de Rojas en el ambiente revolucionario mexicano.

Como ejemplo de la identificación de ambos intelectuales como líderes de la juventud, en el archivo personal de Rojas se conserva una nota, guardada por él, aparecida en El Comercio de Lima, el 16 de agosto de 1923, en donde Rojas (como Rector de la UBA) y Vasconcelos (a cargo de la Secretaría de Educación Pública) son presentados como “principales directores del pensamiento de América”. Por lo demás, las referencias al carácter de “Maestro” proliferan entre los líderes del reformismo.

ramas de la cultura y en el arte, que cada día asimila más los caracteres autóctonos (Vasconcelos 1966: 205; bastardilla nuestra).

Así, sesgado por el auge -más bien coyuntural- del discurso euríndico, Vasconcelos encuentra en las tesis de este autor un doble complementario de su propia perspectiva, contradiciendo el discurso identitario hegemónico, para subrayar la gravitación de un fondo hispánico y latinoamericanista, vivo en la cultura urbana de la capital... más importante que su ostensible afrancesamiento. Ambos autores convergen en señalar no solo el desplazamiento de Buenos Aires en favor del interior, y del europeísmo en favor del mestizaje indo-hispánico, sino también la gravitación de la Argentina como faro de la integración continental, capaz de articular la fuerza centrípeta que, desde el interior, religa con el mundo americano, y la fuerza centrífuga internacionalista que tracciona desde Buenos Aires hacia Europa.

Ahora bien; las “Notas de viaje” en La raza cósmica se abren con la narración de dos experiencias esotéricas de traslado espiritual, premonitorias de los viajes físicos a América del Sur. 20 En efecto, Vasconcelos recuerda que, desterrado en Nueva York, sintió que se transportaba a Lima antes de saber que viajaría, “y adiviné los paisajes y recorrí las distancias hasta sentirme enclavado, precisamente en Lima (...). A la semana yo estaba en camino, como envuelto en un sueño, dudando de la realidad, por lo mismo que la había visto antes tan imposible y a la vez tan clara” (Vasconcelos 1966: 56). Esa experiencia esotérica se repite al año siguiente, cuando “se apoderó de mí el ensueño y otra vez me sentí transportado también hacia el sur, recorriendo la pampa en lujoso carro especial de ferrocarril” (Vasconcelos 1966: 56). Esa segunda premonición se concreta tiempo después, cuando “el perseguido se hizo Ministro de Estado” (Vasconcelos 1966: 56): ante la necesidad del gobierno, de enviar una misión especial a Brasil y a Argentina, “comencé a sentir que iría, porque recordaba mi sueño; no hice ninguna gestión; una amiga mía, gran cantante, que era como una médium hermana, soñó que haríamos juntos un viaje; a los pocos días fui Embajador” (Vasconcelos 1966: 57).

Y si la segunda parte del ensayo postula esos viajes astrales que preceden al viaje material, la primera sostiene que el mestizaje implica un desplazamiento dialéctico del Espíritu, bajo la forma de una ascensión “racial”, biológica y mística al mismo tiempo, que agrega una nueva inflexión trascendente al concepto amplio de “viaje”, en plena convergencia con la concepción dialéctica y espiritualista de Eurindia.

Así, en ambos autores, la gravitación de esta dimensión esotérica del viaje subraya el potencial profético del ensayista como “elegido”, y resignifica los lazos materiales de sociabilidad (incluida la solidaridad continental, tan anhelada por Vasconcelos, o la compasión para con los indígenas, clave en el discurso inclusivo de Rojas), como parte de una amplia comunión espiritual.

A través de los recursos simbólicos a los que apelan (entre los cuales el viaje esotérico resulta central), los dos convergen en una misma matriz discursiva, vinculada a un proyecto social mestizófilo, indigenista (y antiimperialista sobre todo en el caso de Vasconcelos), que piensa con categorías provenientes del orientalismo teosófico, en base a una serie de rasgos comunes: telurismo, valoración de lo indígena como sabiduría ancestral, defensa de la armonía de razas y culturas, atipositivismo y antipragmatismo.

Por eso la iniciación ritual que Rojas imagina en el final de Archipiélago contiene una doble matriz, mítica y política al mismo tiempo, y supone un doble proceso legitimador, de iluminación espiritual y de liderazgo político. Como depositario de los restos aun vivos de la metafísica indígena, y del legado emancipador aun incompleto, el confinamiento se transmuta en una experiencia de crecimiento espiritual que perfecciona las disposiciones del ensayista para ejercer nuevamente, en el futuro, su magisterio espiritual y político. Y al legado de los muertos (indígenas y héroes nacionales) que se recibe en el viaje iniciático, se suma la sensibilidad empática con el “otro social”,

El autor de La raza cósmica evidencia esta afiliación a las doctrinas esotéricas, desde ensayos tempranos como Pitágoras (1916) o Estudios indostánicos (1919), y prolonga esta perspectiva en textos más tardíos como su Estética (1936).

Ojos imperiales

Moviéndose en el campo simbólico como un arqueólogo que exhuma diversas capas de la prehistoria del área, Rojas no solo se sumerge, en Archipiélago, en la cosmogonía indígena “ya casi muerta”, sino también en las incursiones de piratas, en las misiones científicas y religiosas, y en la ocupación colonial, jalones del pasado capaces de convertir la región en un espacio cargado de epicidad (elemento que, por otro lado, resulta especialmente atractivo para el lectorado de masas que recepcionará unos años después el ensayo en La Nación). En efecto, desplazándose en círculos por la geografía y la historia del archipiélago (y apelando a las fuentes dispersas que le proveen los habitantes de la isla),21 Archipiélago reconstruye un largo linaje de miradas imperiales, revisando obsesivamente los principales errores proyectados por la imaginación eurocéntrica sobre Tierra del Fuego. Por ejemplo, respecto de los ideologemas devaluadores forjados por Charles Darwin en sus viajes, Rojas señala que

.. .ya los mapas no aluden a esos imaginarios antropófagos, y se sospecha que los antropófagos son los advenedizos colonizadores (...). Sabemos cuán rico fue el idioma de los yaganes, cuán varonil la vida de los onas, cuán profunda la concepción religiosa de estos indios frente al paisaje mágico de su comarca. Pero debemos agradecer a Darwin su leyenda -tierra miserable, la más inhospitalaria del mundo sólo habitada por caníbales casi bestiales-, porque acaso ella desvió la avilantez imperialista, que pasó por aquí sin tentarse con el botín de estas otras islas australes (Rojas, 1942: 48).

Por otro lado, apelando a un tópico clásico para abordar la otredad de la naturaleza americana respecto de Europa (presente tanto en el Facundo de Sarmiento como en Los sertones del brasileño Euclides da Cunha), Rojas define Tierra del Fuego como espacio de contrastes inclasificables, que exceden los límites de la razón científica: “hayas de clima frío junto a helechos del trópico (...); todo eso hay aquí, fantásticamente entremezclado [...]. Mutaciones y contrastes dan su carácter a esta región (...). Todo desconcierta aquí a los naturalistas, porque hay en la flora especies de la Oceanía lejana y faltan en la fauna los insectos de la cercana Patagonia” (Rojas, 1942: 51). A la vez, insiste implícitamente (como antes en su Silabario de la decoración americana) en la hipótesis de Florentino Ameghino sobre la probable originalidad del hombre americano. Ese tópico, ya extemporáneo desde el punto de vista científico, colabora en subrayar la excepcionalidad aurática de la región (más bien desde un punto de vista mítico, con un efecto comparable al que logran el propio Rojas en el Silabario... o Vasconcelos en La raza cósmica, al insistir en la hipótesis de la Atlántida como origen de América, o al que suscitan los hermanos Wagner el mismo año en que Rojas escribe Archipiélago, al legitimar el pasado arqueológico santiagueño, en La civilización chaco-santiagueña... ).22

La revisión que emprende Rojas en este ensayo, de las oleadas colonizadoras, le permite también integrar la región más austral a su modelo euríndico, celebrando el tibio mestizaje de sucesivos sustratos culturales en el pasado (Rojas, 1942: 63), y anhelando una futura comunión utópica capaz de suturar a extranjeros, nacionales e indígenas bajo una misma homogeneización cultural.

A la vez, el ensayista denuncia la falta de producción de conocimiento científico sobre el área, dificultando la implementación eficaz de acciones modernizadoras y de religación por parte de los sucesivos gobiernos (Rojas, 1942: 177). Por ende, en un gesto previsible para el fundador de la Biblioteca argentina (que en 1915 se propone modelar al nuevo lectorado de masas en la literatura y el pensamiento nacionales), exige la urgente creación de una “‘Biblioteca Fueguina’ con todo lo que se ha escrito sobre Tierra del Fuego, desde los primeros navegantes hasta hoy (...), indispensable punto

Rojas denuncia la precariedad intelectual desde la cual escribe, consultando los libros que le prestan algunos habitantes de la isla, pero careciendo de una biblioteca sistemática. Preocupado por la apropiación simbólica del área, también lista largamente a los autores argentinos que se han ocupado de darle espesor semántico a Tierra del Fuego en sus ensayos y ficciones (Rojas, 1942: 174-176).

Sobre este tema ver Martínez et al. (2011).

de partida para proseguir los estudios científicos, actualizar las noticias y fundar en ellas el plan de gobierno que espera de la nación esta parte olvidada del suelo argentino” (Rojas, 1942: 178).

El modo en que Rojas recrea la historia de Tierra del Fuego pone en evidencia, además, las motivaciones sociopolíticas implícitas en su revalorización de España: en un movimiento típico de los regionalismos mestizófilos de los años veinte y treinta (que, influidos por la generación del 98, ajustan cuentas con el anti-hipanismo independentista, dominante a lo largo del siglo XIX), Rojas contrasta el desprecio por los indígenas en la moderna República, con el proteccionismo de las antiguas Leyes de Indias: “el patrioterismo progresista que tanto declamó contra las crueldades de la conquista española y tanto se ufanaba de su constitución democrática, olvidó que nuestra Constitución manda salvar al aborigen y que España dejó millones de ellos, vivientes sobre todo en México y el Perú. ¡Si al menos hubiéramos comprendido lo que disponían las Leyes de Indias a favor de los naturales de América!” (Rojas, 1942: 184). Bajo su perspectiva revisionista, si la modernización impulsada por el liberalismo republicano y anti-hispanista, a lo largo del siglo XIX, revela sus límites y contradicciones socioculturales (entre las que se incluye el aberrante desbalance entre la capital y el interior, y el genocidio material y simbólico de los aborígenes), el mestizaje hispano-indígena, propio de la cohesión colonial, se convierte en un modelo válido a ser recuperado, desde una concepción todavía paternalista y universalizante de la inclusión.

Plan de operaciones

Como vimos, en el ensayo Rojas denuncia la disolución cultural del mundo indígena por la brutal explotación que despoja a los indios de sus tierras (para entregárselas a “latifundistas ausentes, verdaderos barones del sur”; Rojas, 1942: 94), esclavizándolos, cazándolos como animales y fracturando su identidad, además de introducir enfermedades desconocidas y vicios civilizatorios degradantes, a tal punto que “no pudo ser más brutal la entrada en Tierra del Fuego de eso que solemos llamar ‘la civilización’” (Rojas, 1942: 90). Desde esta perspectiva, reclama la urgente integración de Tierra del Fuego a la patria, para lo cual (recuperando su propio perfil de intelectual militante, tan visible en intervenciones como El radicalismo de mañana), delinea un posible plan de acción desde el Estado, centrado en la redistribución del territorio (modificando la división por provincias), el repoblamiento del sur, la educación de los indígenas sobrevivientes, el desarrollo de cultivos, y la explotación forestal y de la fauna local, entre otras medidas.

Sin embargo Rojas no percibe la contradicción entre la pulsión por llevar a cabo una inclusión pedagógica y homogeneizante de los indígenas, para integrarlos como ciudadanos del Estado argentino y como mano de obra productiva en el sistema capitalista moderno, y la pulsión por preservar los restos de ese universo cultural “otro”. No casualmente, en la utopía final Rojas imagina “una prole robusta que allí, con médicos y maestros, vivía higiénicamente y se educaba para trabajar” (Rojas, 1942: 245). Esa contradicción es semejante a la que despliega el reformista argentino Ernesto Quesada, cuando en 1926, inspirándose en La decadencia de Occidente de Oswald Spengler, propone un nuevo ciclo cultural americano, de base indígena (gracias al aislamiento de los indios respecto de la decadencia occidental), para lo cual exige una urgente aculturación occidentalizante de ese sector de la población.23 En Archipiélago, esa contradicción se traduce en una mirada estrábica, por ejemplo frente al papel de la Iglesia, cuestionada por su complicidad en el exterminio indígena, y al mismo tiempo valorada por su tarea de preservación folclorista (Rojas, 1942: 73).

Para Rojas, la colonización malogra un saber, adaptado al medio, que hubiera sido clave para el desarrollo económico del área, permitiendo que los indígenas se integraran al resto de la clase trabajadora, ya que “los onas, gente vigorosa, habríanse multiplicado en sus pampas y montañas, para trabajos de ganadería e industria forestal; [y] los yaganes, criados durante generaciones en la canoa, habrían servido para la pesca y la navegación” (Rojas, 1942: 91). En este sentido, el problema no es solo (o no es tanto) el genocidio cultural, sino más bien la pérdida de una mano de obra adaptada al medio hostil, que deja al Onaisín “desierto y con su riqueza casi inmóvil” (Rojas, 1942: 91). En su juicio queda implícita la inclusión de los indígenas como ciudadanos y como mano de obra activa en

Ver Quesada (1926).

el sistema capitalista, a cambio de su des-etnización y de su natural confinamiento en los estamentos más bajos de la sociedad. Por ende Rojas, aun en este ensayo -que extrema la denuncia de la violencia material y simbólica practicada sobre los indios, más velada en textos previos-, queda preso en la paradoja típica de los indigenismos conservadores y reformistas.24 Esa paradoja se expresa también en la tensión entre decretar la muerte de las cosmovisiones indígenas -apenas rescatadas para el libro-, y augurar su renacimiento euríndico, al sensibilizar al lectorado respecto del potencial estético y espiritualista implícito en las mismas. De allí el uso de verbos en pasado para referirse a las creencias que registra en el momento preciso de su muerte, pues “toda esa maravillosa creación espiritual del archipiélago ha sido rota como se rompe un bello vaso que contuvo una esencia. Contemplo yo ahora este paisaje etéreo, de confín del mundo, y hablo con los últimos indios, procurando sorprender siquiera el moribundo reflejo de sus almas milenarias” (Rojas, 1942: 85).

Esa fascinación con la riqueza cultural del “otro” se despliega especialmente en torno a la apropiación estética y metafísica del orden mítico y ritual; sin embargo, repitiendo un gesto común entre los indigenistas de la época, Rojas desvaloriza otros saberes y prácticas ancestrales como la predicción meteorológica o la medicina. Así por ejemplo, ambiguo frente a la curación de Silcha por la intervención de un shamán que lo libera de un intenso dolor (supuestamente extrayéndole “un bulto vivo y velludo”; Rojas, 1942: 81), Rojas advierte, tomando distancia crítica: “Dejo ahora de lado estos embelecos de la superstición antigua, y sólo quiero atenerme a la estampa de Silcha y a su inteligencia natural” (Rojas, 1942: 81; bastardilla nuestra). En ese sentido, su esfuerzo “arqueológico” resulta en una típica operación occidentalizante que convierte esa mitología -ya fragmentada- en un producto estético, auratizando los confines ante los ojos del lectorado urbano- y porteño-céntrico, ávido de confirmar que, gracias a la voz magisterial y mediúmnica del ensayista euríndico, en la isla “aún viven, presentes en su paisaje, los dioses primitivos” (Rojas, 1942: 22).

Pars pro toto

Rojas subraya la centralidad excluyente de la Penitenciaría, que organiza toda la vida económica y social de Ushuaia.25 Sobre esta base, convierte la cárcel en una sinécdoque de la totalidad del área: Ushuaia es apenas “un apéndice del presidio” (Rojas, 1942: 104), e incluso Tierra del Fuego no es más que “una cárcel natural en la que sus habitantes, aun el gobernador de la isla y el director del presidio (...) pueden considerarse como otros tantos confinados” (Rojas, 1942: 20). En efecto, en la medida en que toda la inversión económica en la región se concentra en el Penal (que, además, pone en juego una visión muy arcaica del delincuente, como individuo “sin regeneración posible y sin utilidad social”; Rojas, 1942: 98), el archipiélago se transforma en un espacio de castigo, pues “la imagen del encierro, absoluto para los penados, proyecta su sombra sobre todo el pueblo” (Rojas, 1942: 109).26

Afirmando su relativismo cultural, Rojas advierte que la superioridad espiritual del Onaisín de hace cien años contrasta con la decadencia moral de la actual población “europea”, formada principalmente por presos, guardianes y vagabundos. Al mismo tiempo, en el ensayo, indígenas y presos quedan hermanados por sufrir un ensañamiento semejante por parte del Estado, ya que los detenidos -si sobreviven-, lo hacen bajo condiciones extremas de hambre, frío, explotación laboral y hacinamiento (Rojas, 1942: 109). Además de recorrer la cárcel y de entrevistarse con algunos presos, Rojas apela a dos imágenes desgarradoras que evidencian las condiciones inhumanas de detención (próximas a las que, durante la edición de este ensayo en La Nación, revelan los detenidos en los

Sobre este tema en general ver Quijada, Bernard y Schneider (2000).

Inaugurada en 1902, esta prisión aprovecha el aislamiento físico de la isla, que vuelve prácticamente imposible las fugas.

En el Penal de Ushuaia, a la reclusión de criminales se agrega, desde el comienzo, la detención de presos políticos, primero predominantemente anarquistas, y luego también trabajadores y dirigentes radicales, durante la dictadura de José Uriburu y Agustín Justo. En esta etapa, durante la dirección de la prisión por parte de Adolfo Cernadas, a lo largo de la década del treinta, los presos políticos son torturados. El penal es suprimido por motivos humanitarios en 1947, poco después de editado el ensayo de Rojas, aunque posteriormente vuelve a ser utilizado durante la dictadura de Lonardi, para la detención de más de 2.000 dirigentes políticos.

campos de exterminio implementados por el Nazismo): el convoy de presos que todas las madrugadas, en ayunas y casi sin abrigo, sale a recoger leña por horas en el bosque, y la banda de música de los penados, que los domingos recorre la ciudad, arrastrando por las calles su dolorosa miseria.27

Además, Rojas señala cómo algunos elementos simbólicos anudan explícitamente a indígenas y presos, ambos víctimas de la violencia estatal. Así por ejemplo, el monumento del muelle en Ushuaia, que representa a un varón ona, empuñando la bandera argentina y mirando hacia el mar, “es doble sarcasmo: porque fue obra de un pobre aficionado, preso en el Penal, (...), y porque el ona que se glorifica ha sido exterminado” (Rojas, 1942: 119).

Al genocidio de los indígenas, a las condiciones inhumanas de detención de los presos, a la presencia de hacendados extranjeros y al olvido flagrante de la región por parte del resto del país (a tal punto que Tierra del Fuego parece, como los propios indígenas, un elemento forcluído, expulsado de la representación simbólica de la nación), se suma el confinamiento de los presos políticos por la dictadura, por lo que Rojas advierte, irónico, haber rebautizado la isla como “Isla de los Estados...‘de sitio’, para darle a su antigua denominación un sentido más actual y nacional” (Rojas, 1942: 173).

En el cierre del ensayo, los argumentos de sanción moral se acumulan, apelando incluso metafóricamente a la idea de la maldición, pues “tanta es la iniquidad que aquí se ha acumulado durante un siglo de penetración ‘civilizadora’, que el Onaisín está sombreado por el maleficio. Enorme como todos los crímenes que se juzgan dentro del Presidio, es el crimen que ha reinado impune fuera de él” (Rojas, 1942: 181).

Una fuerza de trabajo en disputa

La reconstrucción del orden mítico en fragmentos, para reactivar el mundo indígena en términos simbólicos, y la valoración de los sobrevivientes como fuerza de trabajo productiva (para lo cual Rojas reclama que se implementen, con urgencia, políticas de inclusión por parte del Estado), sitúan el ensayo en una posición marginal respecto de algunas perspectivas dominantes sobre la cuestión indígena, en el campo intelectual argentino de las décadas del treinta y del cuarenta.

Para aprehender este contraste, puede ser útil revisar brevemente la crítica cientificista que le formula el antropólogo ítalo-argentino José Imbelloni a los indianismos previos y a los indigenismos contemporáneos, buscando situar al indígena en lo que define como “su justo lugar”.28 Esa crítica, sesgada además por la defensa de la creciente profesionalización de la antropología (en desmedro de perspectivas ensayísticas y amateurs como la de Rojas) está presente en numerosos textos de Imbelloni. Este autor ubica a diversos autores, desde la Conquista hasta hoy, en el mismo marco de un americanismo estéril, romántico en sentido amplio (y que irónicamente define como “período heroico”), que se caracteriza por acumular pruebas insustanciales sobre la grandeza indígena,

“Nada hay tan doloroso como oírla, viendo a quienes la tocan sin placer (...), seguidos por otros tantos guardianes armados de Máusers” (Rojas, 1942: 110).

Nacido en Italia en 1885, Imbelloni estudia Medicina en la Facultad de Perugia. En su juventud, permanece en Argentina algunos años, como corresponsal de un diario italiano. En esta etapa produce algunos trabajos de corte netamente positivista y a favor de la guerra, inspirados en el neodarwinismo social, en los cuales la guerra se justifica como parte de la lucha por la vida. Imbelloni regresa a Italia para alistarse como voluntario en la Primera Guerra Mundial, y en pleno auge de las doctrinas racialistas (y en los albores del ascenso del fascismo), emprende estudios en Ciencias Naturales y en Antropología en la Universidad de Padua, doctorándose en 1920 con la tesis Introduzioni a nuovi studi di cranitrigonometria. En 1921 retorna a la Argentina, en donde gana por concurso el puesto de profesor suplente de Antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, además de vincularse al Museo Etnográfico desde 1922, como encargado de investigaciones antropológicas. Entre 1921 y 1930 se desempeña como profesor de Historia antigua en la Universidad de Paraná. Desde 1939 es Profesor Titular en la cátedra de Antropología, en la UBA. En 1946, con el advenimiento del peronismo, ocupa el puesto de Director del Museo Etnográfico, cuando Francisco de Aparicio es exonerado de ese cargo. Además, en 1947 el Gobierno Nacional lo nombra Director del recientemente creado Instituto de Antropología, también dependiente de la Facultad de Filosofía y Letras. Con el golpe de 1955 y la consecuente intervención de las universidades, Imbelloni es apartado de sus cargos, como parte del proceso de desperonización, cumpliendo sus últimos años de docencia en la Universidad del Salvador.

careciendo de concordancia en sus conclusiones. Así por ejemplo en “Dos americanismos”, cuestiona el americanismo de figuras como Vicente Fidel López que, en Les races aryennes du Peru (París, 1871), se empecina en sostener las correspondencias entre el quechua y el griego, solo para legitimar a los antepasados indígenas, arianizándolos. Y agrega que la misma “forunculosis arianocéntrica” tiene el brasileño Couto de Magalhaes para el caso de los indios tupi. Con ese mismo argumento descalifica a otros autores que han planteado la afinidad entre el quechua y otras lenguas prestigiosas (como el hebreo, el sánscrito, el súmero/asirio, etc.).

Si bien Imbelloni cuestiona el romanticismo en sentido amplio, también ataca especialmente los inicios del movimiento romántico stricto sensu, responsabilizando a Volney (entre otros autores) como uno de los primeros idealizadores de los pasados remotos, a partir de sus meditaciones sobre las ruinas arqueológicas (en Les ruines ou Méditation sur les révolutions des empires, de 1789).29

Este combate contra las idealizaciones indianistas e indigenistas se deja entrever tanto en los volúmenes de su “Biblioteca Humanior del americanista moderno”, editada en Buenos Aires (e inagurada con la publicación de su libro Epítome de culturología en 1936), como en los textos que edita en la prensa periódica, destinados al gran público masivo. Así por ejemplo, en algunas intervenciones en La Prensa de Buenos Aires descalifica las elucubraciones indigenistas de la literatura de masas, diferenciando dos corrientes opuestas “entre los que hablan de los indios”: “la primera, de exclusiva admiración hacia esas culturas desaparecidas (...), prevaleció por un largo período del siglo pasado, y no ha desaparecido por completo, especialmente en los escritos destinados al gran público; sus reconstrucciones reposan sobre la base de ampliaciones e imaginaciones, de series dinásticas como las de Caldea y Egipto” (Imbelloni, 1922: 28; cursiva nuestra), y por contraste, destaca el valor objetivo de su arqueología científica.

En otros casos, combina esa desmitificación con la descalificación de los indígenas como fuerza de trabajo en el presente, reduciéndolos a un elemento meramente residual. Así por ejemplo, en “La formación racial argentina” sentencia que

...lo más pintoresco de esta prédica [indigenista] es que por “indios”... entiende a los araucanos de la llanura, fragmentos dispersos y profundamente degenerados por amixia de un viejo núcleo central, de los que ya no es posible esperar nada, y los coyas del Noroeste, algo menos ralos pero igualmente envejecidos como raza y cultura, mientras que el único grupo apto para la incorporación es el de los Pámpidos del Chaco... (Imbelloni, 1947: 288).

Ese diagnóstico negativo sobre los indígenas como fuerza de trabajo, que dificulta su incorporación como mano de obra productiva, puede completarse con la visión implícita en otras fuentes suyas de esta etapa. Por ejemplo, en “Los Patagones. Características corporales y psicológicas de una población que agoniza” (1949), Imbelloni comenta parte de los resultados de sus estudios somatológicos y lingüísticos sobre los indios tehuelches, realizados ese mismo año en base a una campaña antropológico/militar en Santa Cruz y Chubut, confirmando la condena a la extinción de este grupo. Este enfoque debería ampliarse también a “El panorama lingüístico de la Patagonia y el trabajo del General Juan Perón”, el prólogo que escribe en 1949 para Toponimia patagónica de etimología araucana de Juan Perón. En este texto (que puede pensarse como una prueba -entre otras varias- de la importancia que asume la antropología para el Peronismo), Imbelloni vuelve a evaluar jerárquicamente los tipos indígenas argentinos, en base a niveles desiguales de deterioro, defendiendo el registro de prácticas culturales indefectiblemente condenadas a la extinción, a corto o a mediano plazo.

En última instancia, esta posición teórica de una figura clave de la antropología oficial durante el primer Peronismo (que desarticula falsas arqueologías “pre-científicas”, atentando contra la idealización romántica del continente y de las culturas indígenas en el pasado y en el presente) resulta indirectamente compatible con la inclusión de los obreros que realiza el gobierno en esta etapa,

Al respecto, ver por ejemplo Imbelloni (07/03/1926: 10).

invisibilizando a los indígenas nacionales, e incluso implementando políticas de represión material de estos sujetos, tal como puede verse en la desarticulación del “Malón de la Paz” en 1946, o en la masacre de familias pilagá en 1947, llevada a cabo con consentimiento de las autoridades provinciales y nacionales, precisamente el mismo año en que “La formación racial argentina” evalúa la insignificancia de los indígenas como fuerza productiva, aconsejando al Estado promover en cambio la inmigración latina.30

La profesionalización embanderada por el director de Humanior (abocado incluso a situar la antropología en una posición de privilegio, muy por encima del resto de las humanidades, para dar cuenta de las alteridades sociales, e incluso de la identidad nacional) contrasta con el perfil amateur del autor de Eurindia (y con la resistencia a la especialización, común en la cultura del modernismo arielista previo, en general). En este sentido, desde sus ensayos tempranos de la década del veinte, Imbelloni parece escribir en contra de discursos como el de Rojas, en la medida en que busca imponer el monopolio científico de su disciplina (y el de su propia figura) para hablar en términos profesionales acerca de los indígenas en el pasado y en el presente, y acerca del folclore y de las culturas populares en general.

El anclaje de Rojas en el ensayo de interpretación, apelando además a una hermenéutica sesgada plenamente por el esoterismo de entresiglos, contrasta con la modernización cientificista promovida por Imbelloni. El idealismo espiritualista de Rojas (que incluso llega a postular una reactivación del sustrato cultural indígena reprimido, para dar una inflexión estetizante y americanista a dicha identidad) establece un contrapunto flagrante con respecto al gesto desmitificador de Imbelloni, que atenta contra toda idealización de las alteridades, como “distorsión” ideológica. El reconocimiento del arte y la religión como formas superiores de conocimiento del mundo, por parte de Rojas, abre una brecha insalvable con respecto al cientificismo de Imbelloni. A la vez, el reconocimiento de la mayor pregnancia de los discursos espiritualistas, en el lectorado masivo (incluidos mitos populares como el del renacimiento del sustrato cultural indígena), termina fijando la agenda temática del propio Imbelloni, quien desde sus textos tempranos de los años veinte insiste en asumir un punto de vista reactivo frente a los americanismos pre- y anti-científicos contra los cuales recorta y consolida su propia identidad.

Ambos autores contrastan también en su valoración de la experiencia de la conquista, pues Rojas denuncia, en Archipiélago, el carácter traumático de dicha dominación, mientras Imbelloni naturaliza la conquista como parte inevitable del avance civilizatorio (aunque también, en textos como Epítome de culturología, elabore sofisticados instrumentos conceptuales para pensar la complejidad del mestizaje, desde una perspectiva teóricamente superadora de la idealización esotérica de Eurindia). Y si Rojas radicaliza su solidaridad con los indios, al denunciar la explotación y el exterminio de los mismos, Imbelloni combate los discursos débiles que muestran una conmiseración científicamente incorrecta sobre estos grupos.

En definitiva, el americanismo cultural de Rojas (que en gran medida alcanza el climax en Archipiélago) se recorta en tensión con respecto al americanismo científico del director de Humanior, que niega las connotaciones políticas implícitas en la tarea arqueológica.31

Breves consideraciones finales: el confinamiento como iluminación

Desde el comienzo del texto, Rojas subraya la degradación a la que es sometido en su confinamiento (por ejemplo, al narrar el traslado en un barco sucio, helado y atestado de presos, en el cual arriba a Ushuaia, vuelta una aldea siberiana, “como aquella donde Lenin residió confinado por el

Sobre la invisibilización de la condición indígena de algunos trabajadores durante el primer Peronismo, ver Svampa (2016: 78-82).

Además, desde el punto de vista estrictamente político-partidario, la adhesión de Rojas al radicalismo contrasta con la consagración de Imbelloni como antropólogo y funcionario al servicio del Estado, durante el primer Peronismo. Precisamente, con el golpe de 1955 Imbelloni es apartado de sus cargos, como parte del proceso de desperonización, en el mismo momento en que Rojas es nombrado Embajador del Perú, como reconocimiento por su trayectoria y por los fuertes lazos culturales que lo ligan a ese país.

Zar” (Rojas, 1942: 45). Sin embargo, durante la estadía en la isla, la revisión minuciosa de la historia local, el reconocimiento de la condición inhumana de los penados, y el contacto iniciático con los indígenas transforman ese castigo en una experiencia de aprendizaje, al final de la cual el ensayista se convierte (literal y metafóricamente) en un elegido, capaz de revelarle al país (incluso en el sentido místico de la revelación como iluminación) la verdad (ética, estética, social y política) contenida en Tierra del Fuego.

Aunque se trata de un confinamiento forzado, Rojas recupera implícitamente tópicos claves del viaje reformista (como en otros viajes del espiritualismo esotérico, tal como ocurre en La raza cósmica de Vasconcelos), para insistir en el desplazamiento como experiencia formativa, como oportunidad de difusión de las propias ideas y, por ende, como vía de afirmación del propio liderazgo cultural e incluso político. No casualmente al final de Archipiélago, durante el descenso onírico al mundo de los muertos, el espíritu del comandante Piedra Buena le dice a Rojas que, en su libro, ha transmutado el Onaisín “en un símbolo de América”, al dar cuenta tanto de la geografía andina que hermana el sur con el NOA (y desde esa mediación, con el resto de América), como de la historia que convierte los Andes en un escenario trágico de “indios exterminados, labradores sin tierra, ciudadanos sin derechos” (Rojas, 1942: 243). Así, es la voz de los muertos (es la legitimidad del pasado) la que respalda la sinécdoque del ensayo, el pars pro toto desde donde es posible comprender el continente desde su pequeño punto más austral.

Por ende, a través de la escritura de Archipiélago, Rojas convierte su confinamiento en una experiencia productiva de formación etnográfica y de denuncia sociopolítica. Esa experiencia vuelve evidente el alcance siniestro de la centralización de Buenos Aires, y la forclusión de otras áreas convertidas en presidios literales y simbólicos. El regionalismo telurista que, en textos previos subrayaba de forma privilegiada el papel de Santiago del Estero, y abría un diálogo, por el corredor andino, especialmente con Perú y con la comunidad indígena quechua-hablante, ahora cambia de punto cardinal, de sustrato cultural y de tono enunciativo, volviéndose más claro el cariz denuncialista.

En claro contraste con respecto a la condena de las idealizaciones románticas, presentes en discursos hegemónicos en Argentina entre las décadas del treinta y del cuarenta (tal es el caso por ejemplo de Imbelloni), Rojas se entrega a unir los fragmentos de cosmovisiones deshilvanadas, y a poner el foco en la fuerza productiva de los indígenas y de los mestizos, para reclamar su inclusión en el moderno proletariado argentino, sin descartar los elementos identitarios que puedan rescatarse del “naufragio”.

Desde ese confín geográfico y simbólico a la vez (incluida la abyección más extrema de la dominación), se perciben ya sin mediaciones las contradicciones y los puntos ciegos de toda la organización nacional y del continente en su conjunto. Así, la verdad de América no radica tanto (o no solo) en el interior en general, sino más bien en sus fronteras más radicales, donde la hipérbole de contrastes, el clima inhóspito, y la violencia social exacerbada permiten resignificar toda la historia sociocultural del continente. Por ende, el sentido del “fin del mundo” no es solo el de “el fin de un mundo” (como señala Chapman, 2008, en relación al mundo indígena), sino también “el sentido de un final” en el sentido de Kermode (1983), como resquebrajamiento de la fe en el carácter progresivo y teleológico de la historia, aunque dispare en Rojas apenas una respuesta utópica de reformismo social.

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Recibido: 04 de Agosto de 2018; Aprobado: 14 de Abril de 2019

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