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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc.  no.33 Santiago del Estero dic. 2019

 

AUTORES, REFERENTES, CREADORES DE IMAGENES

La relevancia del Trabajo en la Teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas

The relevance of the Work in the Theory of communicative action by Jürgen Habermas

A releváncia do trabalho na teoria da agao comunicativa de Jürgen Habermas

Juan Alberto FRAIMAN1 

1Doctor en Ciencias Sociales, docente e investigador en la cátedra Epistemología, Facultad de Ciencias de la Educación (UNER Universidad Nacional de Entre Ríos) y en la Facultad de Humanidades, Artes y Ciencias Sociales (UADER Universidad Autónoma de Entre Ríos)

RESUMEN

El presente escrito trata sobre la relevancia del trabajo en la Teoría de la acción comunicativa 1 del pensador alemán Jürgen Habermas. Nuestro estudio se inscribe en el debate general en torno a la centralidad del trabajo en la teoría social contemporánea. A partir de una serie de referencias sobre la tipología de la acción social y una concepción de la sociedad en dos planos, como sistema y mundo de la vida, arribaremos a una noción dual de trabajo que se reconocerá como eje vertebrador de la propia Teoría de la acción comunicativa. Por lo tanto, el trabajo ocupará un lugar central en una teoría de la sociedad que intenta superar los supuestos trascendentales de una Filosofía de la conciencia y asumir allí un fundamento lingüístico e intersubjetivo. En última instancia, recuperando una noción dual de trabajo, se expresarán las tensiones, los conflictos e incluso las relaciones paradojales que se inscriben en el núcleo de la teoría social habermasiana.

Palabras clave: trabajo; acción comunicativa; intersubjetividad; teoría crítica

ABSTRACT

This article deals with the relevance of the work in the theory of communicative action of the German thinker Jürgen Habermas. Our treatment is part of the general debate on the issue of whether the "work" is a central theoretical category or relevant in contemporary social theory. From a number of references on the typology of social action and a conception of society in two planes, such as system and life world, arrive at a dual notion of work to be recognized as the backbone of the theory of communicative action. Therefore, work, will occupy a central place in a theory of society that tries to overcome the assumptions of a philosophy of consciousness and there take a linguistic and intersubjective basis. Ultimately, recovering a dual notion of work, will express the tensions, conflicts and even paradoxical relationships that are inscribed in the core of Habermasian social theory.

Keywords: work; communicative action; intersubjectivity; critical theory

RESUMO

Este artigo discute a importancia do trabalho na teoría da agao comunicativa do filósofo alemao Jürgen Habermas. Nosso tratamento é parte do debate sobre a questao geral de saber se o "trabalho" é uma categoría teórica central em causa, na teoria social contemporánea. A partir de um número de referencias para o tipo de aqao e social, concepqao de sociedade nos planos, como um sistema e mundo da vida, remando até dupla noqao de trabalho a ser reconhecida como a espinha dorsal da auto teoria da agao comunicativa. Portanto, o trabalho terá centro do palco em uma teoria da sociedade que tenta superar os pressupostos transcendentais de uma filosofía da consciencia e assumir que há uma base linguística e intersubjetiva. Em última análise, Recuperando uma dupla noqao de trabalho, tensóes, conflitos e até mesmo relacionamentos sao expressos. Pare se inscrito no núcleo da teoria social Habermas.

Palavras chave: trabalho; aqao comunicativa; intersubjetividade; teoria crítica

SUMARIO

Presentación de la problemática; 2. La primera contraposición habermasiana entre Trabajo e Interacción; 3. El trabajo en la TAC como interacción estratégica; 4. Racionalidad comunicativa, acción social y trabajo en la TAC; 5. La sociedad como mundo de la vida y como sistema; 6. Concepción dual del trabajo como abstracción funcional y socialización mundana; 7. Esbozo provisional en torno al trabajo como eje articulador de los planos sistémicos y mundanos en la TAC; 8. Bibliografía.

1. Presentación de la problemática

El presente escrito trata sobre la relevancia del concepto de trabajo en la Teoría de la acción comunicativa 2 del pensador alemán Jürgen Habermas. El marco general de debate versa en torno a la cuestión de si el trabajo es una categoría teórica central o relevante en la tradición crítica y aun en la teoría social contemporánea.

Desde las últimas décadas del siglo XX, han sido cada vez más frecuentes las referencias acerca del fin del trabajo (Rifkin, 2010) en su carácter abstracto (Holloway, 2012) o bien su relativización como único principio estructurador de las sociedades (Gorz, 1995), considerando también su problematización como exclusiva categoría clave explicativa de la vida social (Offe, 1992), sumado a una crisis de la visión de una sociedad estructurada fundamentalmente por la relación entre capital y trabajo y una franca debilitación de la forma salarial del trabajo como principal factor de cohesión social (Castel, 1997).

Sin embargo, no son pocas las investigaciones recientes desde diversas áreas disciplinares que insisten en resaltar la centralidad del trabajo considerado en sus múltiples dimensiones y significaciones: morales, cognitivas, afectivas, psíquicas, vitales (Deranty, 2015) (Dejours, 2010). En el marco de un contexto social referido a la transformación del mundo del trabajo (La Serna, 2010), se revela una pluralidad de formas de trabajos y sentidos sociales que no necesariamente conducen a sentenciar su fin1 2.

En el ámbito de estudio, indagación y producción teórica constituido en torno a la denominada Escuela de Francfort (Cortina, 2002) (Wiggerhaus, 2010) -inscripta en el vasta tradición marxista (Noguera, 1998) - un renovado interés teórico y empírico por el trabajo podría significar, entre otras cuestiones, una reactivación del estudio y reflexión sobre las problemáticas de la organización de la economía, la determinación social del aparato productivo, la vigencia de los antagonismos de clases y su referencia como factor dinamizante de la vida social (Postone, 2002) (Infranca; Vedda, 2012).

En definitiva, la centralidad o no del trabajo en la teoría social es una discusión cara al marxismo en general y, particularmente, para la Teoría Crítica. Una teoría de la sociedad que no haga referencia al trabajo se pierde de vista una dinámica social y un singular núcleo de explotación, que además puede ser entendido como transversal a otros conflictos: de género, la xenofobia, el racismo, las relaciones de subalternidad, etc3. Además, corre el riesgo de reproducir una imagen ideologizante del mundo social, en cuanto oculta o no visibiliza y, con ello, legitima determinada relación de dominio.

Por lo demás, la referencia al trabajo como praxis social estuvo históricamente ligada a una crítica, por así decirlo, “de sublimadora” de una racionalidad pura trascendental o de un espíritu absoluto autonomizado del mundo histórico y social4; supone entonces una crítica que, ineludiblemente, refiere a lo fáctico, a lo situado, a aquello encarnado social e históricamente.

De modo que interrogar acerca del trabajo en la TAC, significa, en cierta medida, estimar cuán crítica es la presunta Teoría social crítica de Habermas: ¿contiene los recursos conceptuales adecuados para aprehender críticamente diversas manifestaciones del trabajo y su mundo?; ¿es capaz de identificar, en las relaciones de trabajo, potenciales emancipatorios y tendencias de dominio?

En particular, el pensamiento de Habermas suele ser impugnado por desalojar al trabajo en su teoría social enfocada en la acción comunicativa; esto es, se trataría de una concepción de la sociedad más bien ligada al entendimiento mutuo y a una situación ideal de habla elaborada bajo el paradigma del lenguaje que aparentemente soslaya los conflictos “materiales” (Postone, 2006). En ocasiones, el propio Habermas da lugar para que se comprenda de esa manera, cuando hace referencia, por ejemplo, al desplazamiento “de la utopía del trabajo por la utopía de la comunicación” (1988) o al “envejecimiento del paradigma de la producción” (1989b).

En todo caso, la contraparte de ese mundo social idealizado en términos simbólico- lingüísticos, sería una concepción de la reproducción material definida en términos funcionalistas que incluiría al trabajo como mero quehacer técnico desubjetivizado, valorativamente neutral y políticamente aséptico (Giddens, 1997).

Incluso cuando se admita que, en verdad, la TAC intenta reconceptualizar la problemática de la reificación en la sociedad capitalista como colonización del mundo de la vida de parte de los imperativos de reproducción material situados en los subsistema económico y político-administrativo, deformando la praxis sociocultural en el mundo de la vida, parece desdibujarse el problema de la explotación del trabajo y, con ello, el antagonismo de clases como principio estructural de la sociedad capitalista (Mc Carthy, 1992).

Por otra parte, es menester señalar que la TAC ha pretendido efectuar un “giro comunicativo” en los fundamentos de la teoría social crítica, para desprenderse de los presupuestos conceptuales ligados a una, así llamada por Habermas, filosofía de la conciencia (1987b: 9) (1989b). Ello implicaría centrar la reflexión a partir de las relaciones intersubjetivas articuladas lingüísticamente y no desde la actividad solitaria de un sujeto enfrentado a un objeto sobre el cual opera técnicamente. Esto puede entenderse bajo el emblemático caso del trabajo o actividad productiva en condiciones modernas, codificada conceptualmente, en el ámbito de la teoría de la acción, como acción racional con arreglo a fines, estructuralmente ligada a una racionalidad estratégica e instrumental. De allí, entonces, el presunto desplazamiento del trabajo por la acción comunicativa.

Por lo tanto, para Habermas, será imprescindible la formulación de una tipología alternativa de la acción social y de la racionalidad ya no centrada en el modelo de la acción racional con arreglo a fines, sino en las interacciones orientadas al entendimiento mutuo5.

En definitiva, nuestro escrito tratará de indagar acerca del concepto de trabajo en la TAC, a partir de esas consideraciones mencionadas anteriormente: su pretensión de superar los presupuestos ligados a una filosofía de la conciencia o de la subjetividad, ¿lo conducen necesariamente a identificar al trabajo únicamente como un tipo de acción meramente técnico-instrumental a partir del cual no se puede extraer ninguna dinámica de conflicto y de transformación social? En parte, allí se juega el carácter genuinamente crítico de una Teoría social contemporánea del capitalismo.

La primera contraposición habermasiana entre trabajo e interacción

Podríamos, en principio, pensar al trabajo en la TAC, como una reformulación de la temprana tesis habermasiana sobre el trabajo y la interacción.

En efecto, en los artículos “Ciencia y Técnica como Ideología” de 1968 y en “Trabajo e Interacción: Notas sobre la Filosofía hegeliana del período de Jena” del año 1967 (1986), Habermas presenta de manera explícita una conceptualización del trabajo que distingue y contrapone a la “Interacción”.

En aquella época, nuestro autor concebía a la interacción en contraste con el trabajo. La interacción, también denominada “acción comunicativa”, implicaba una fundamental determinación simbólica-normativa, dado que se caracteriza principalmente por estar sujeta a amenazas de sanciones, mandatos y valoraciones intersubjetivamente reconocidos. En cambio, el trabajo se encuentra estructurado bajo reglas técnicas fundadas en un acervo de conocimiento analítico-empírico y predictivo. Podía entenderse como una acción denominada “instrumental” o bien de “elección racional” o “estratégica”, pues suponía escoger entre diferentes estrategias para lograr un determinado fin bajo condiciones ya dadas; a su vez, tal elección se basa en un procedimiento deductivo que parte de máximas y reglas de preferencias o sistemas de valores En un lenguaje claramente weberiano, trabajo equivalía a acción racional con arreglo a fines. (Habermas, 1986: 68-71)

Por lo tanto, el trabajo alude aquí a la actividad productiva específicamente moderna, esto es, al modo de vida sobrio y metódico, a la planificación y al control burocrático que incluye por lo demás un tipo de dominio impersonal, como lo revelan los célebres estudios weberianos sobre la ética protestante y el surgimiento del capitalismo (Weber, 1996: 3). Habermas, en continuidad con la generación previa de la Escuela de Fráncfort, se muestra receptivo en relación a la problemática de la racionalización social introducida por Weber en la discusión sobre el estudio de los fenómenos reificantes en el capitalismo contemporáneo y pretende también integrarlo en su enfoque crítico (Wiggerhaus, 2010: 411-412).

El trabajo en la TAC como interacción estratégica

Sin embargo, más tarde, a principios de los años ‘80, tras la elaboración de la TAC, en el artículo “Observaciones sobre el concepto de acción comunicativa”, Habermas comienza con una alusión al trabajo como un caso plausible de analizar a partir de su categorización acerca de los modos de coordinación de la acción y, añade, “pero incluso en las sociedades simples, el trabajo es sólo uno de varios casos típicos de interacción” (1989a: 479). Es decir, ya no vale, al menos literalmente, la anterior contraposición entre trabajo e interacción porque se reconoce desde el inicio que el trabajo es un modo de interacción posible.

En realidad, el concepto mismo de acción social involucra a la interacción; debe suponer un mecanismo de conexión entre las acciones individuales que hace posible la concatenación estabilizada de acciones individuales, constituyendo el engranaje mismo del orden social. Allí reside, para Habermas, el interés genuino de toda Teoría social, que puede expresarse en la siguiente pregunta: ¿cómo es posible el orden social? (1989a:479). Se trata entonces de revelar los mecanismos y las reglas que enlacen las acciones entre sí, conformando algo así como el “esqueleto” o sostén de toda sociedad u orden social estabilizado.

Por decirlo de otro modo, el interés de Habermas se desplaza desde la acción hacia los posibles mecanismos que enlazan a las acciones de diferentes maneras. Eso no quiere decir que se abandone la preocupación por la acción, sino que la subordina a esas instancias interactivas, ya que allí residiría el fundamento del orden social.

Además, hay otra razón importante que implica tal desplazamiento. Las recepciones críticas y las polémicas en las que interviene Habermas lo instan a replantear su programa de investigación propuesto en Conocimiento e Interés (1982) que buscaba una fundamentación cognoscitiva de la teoría social a la manera “neokantiana”; esto es, aún se hallaba “cautivo” de los supuestos de un pensamiento “trascendental-subjetivista” (1987a: 9). Ya a partir de la década de los 70, comienza a proyectar la necesidad de una teoría del lenguaje de carácter a la vez pragmático y formal, que constituya el fundamento “comunicativo” de las ciencias sociales (1989b:19-111) y lo libere de una búsqueda -en última instancia infructuosa- de principios o fundamentos trascendentales pre-lingüísticos. En efecto, la Teoría de la acción comunicativa de 1981 alude a un cambio de paradigma desde la filosofía de la conciencia o de la subjetividad, hacia una teoría de la acción comunicativa (1987b: 7-8).

Según Habermas, autores clásicos de la teoría social como Marx, Weber y, principalmente a través de Lukács, la primera generación de la Escuela de Fránfkort - en particular, Adorno y Horkheimer serían quienes nombra con más frecuencia - estarán presos de esa filosofía de la conciencia, al presuponer el esquema básico sujeto/objeto como punto de partida para analizar los problemas del conocimiento, morales, políticos, estéticos y, sobre todo, la cuestión de la praxis. Esas mismas limitaciones conceptuales los conduce a planteamientos aporéticos y contradictorios, cuando hay que diagnosticar los efectos reificadores de la sociedad capitalista (1987b: 7).

Es decir, la filosofía de la conciencia operaría como un marco categorial implícito que obliga a concebir a la subjetividad en tanto agente externo que opera sobre algo objetivado para su control y dominio, o como sujeto cognoscente que sojuzga la realidad reduciéndola conceptualmente. A partir de allí, la cuestión dilemática se da entre admitir una actitud y una racionalidad de esa índole o bien renunciar a la pretensión de racionalidad, entregándose por ejemplo a una disposición mimética o a un tipo de experiencia estética no instrumentalizada. Esto vale tanto para la relación entre sujeto y naturaleza, en principio, como para la relación entre subjetividades.

En cambio, tras el “giro” comunicativo, el punto de partida lo conforma las propias relaciones interactivas. Tales marcos intersubjetivos constituyen a los mismos sujetos y a las acciones que se le imputan. En ese sentido, incluso las relaciones con la naturaleza y con todos los objetos posibles de la experiencia están siempre configuradas en marcos intersubjetivos de los cuales es imposible sustraerse.

Aunque lo hemos expresado en términos demasiado genéricos, creemos que es suficiente para decir que el centro de atención discurre desde los sujetos y sus acciones hacia el ámbito estrictamente intersubjetivo.

Por consiguiente, con el propósito de establecer un fundamento intersubjetivo de la acción social, Habermas identifica dos patrones o mecanismos de interacción, capaz de estabilizar secuencias de acciones conectadas entre sí regularmente, a saber: la influencia, ligado a la acción estratégica en el marco de un sistema, y el acuerdo - o entendimiento mutuo - ligado a la acción comunicativa, en el trasfondo del mundo de la vida. Acuerdo e influencia se constituyen en los términos centrales, en tanto posibles mecanismos de coordinación de la acción, a partir de los cuales se distinguen respectivamente la acción comunicativa de la acción estratégica. (Habermas, 1989a: 479).

Bajo esas circunstancias, el trabajo aparece como el ejemplo típico de interacción por influencias, es decir, como un caso de acción estratégica que se opondría a las acciones guiadas y motivadas por normas, que pretenden validez intersubjetiva. Eso quiere decir que el trabajo se piensa como una intervención objetivadora de la realidad exterior al sujeto y una preocupación orientada hacia el éxito o eficacia en las consecuencias de la misma acción, antes que la búsqueda del entendimiento con los demás participantes bajo un marco de convicciones valorativas en común (1989a: 480).

El trabajo, como acción estratégica, implica un tipo de interacción en el que los participantes se tratan entre sí más bien como factores de cálculo a fin de lograr los objetivos egocéntricos, eligiendo los medios que consideran más adecuados. Los intereses no se contraponen, sino que se complementan y equilibran; el enlace se da a través de las consecuencias de cada acción, conformando así un mecanismo estable, evitando el conflicto y el desgaste que significaría un intento de resolución en términos comunicativos o discursivos (1989a: 481)

A primera vista, no parece haber un cambio significativo en relación a la conceptualización anterior del trabajo, pues ahora se lo reconoce como un caso que se ajusta perfectamente al tipo de coordinación de la acción por influencia. Es decir, permanece ligado a la racionalidad estratégica y al modelo de acción racional con arreglo a fines. Al menos, es lo que podemos afirmar por ahora.

Tal postura parece reforzarse cuando el propio Habermas repasa las críticas recibidas desde el círculo marxista de la Filosofía de la Praxis en Praga y de la denominada Escuela de Budapest. Principalmente, al intentar responder los cuestionamientos efectuados por la reconocida intelectual Agnes Heller acerca de su concepción del trabajo estrechado en términos instrumentales y, por lo tanto, privado de sus dimensiones más profundas, en términos creativos, estéticos, normativos y emancipatorios (1989a: 405) (1989b: 100).

Según Habermas, el pensamiento de Filosofía de la Praxis6, parte también del modelo monológico sujeto/objeto, centrado en el trabajo entendido como actividad productiva que permite desplegar todas las potencialidades esenciales atribuidas a los sujetos actuantes. El fruto del trabajo será concebido como expresión simbólica de un proceso creativo y, al mismo tiempo, formativo que se configura como un ciclo dialéctico de extrañamiento, objetualización y reapropiación de las fuerzas esenciales humanas. En este caso, se retoma un joven Marx (Marcuse, 1969) influenciado por las corrientes idealistas y románticas alemanas (Popitz, 1971) que, en su crítica al trabajo alienado introducido por el capitalismo, recobra - como canon crítico - el modelo artesanal de labor, acaso exagerando, a la manera romántica, sus atributos “anti” modernos y pre capitalistas, por decirlo de algún modo.

En términos de Habermas, aquí estaría operando un “ideal expresivista de formación” (Habermas, 1989a: 406) que transfiere el modelo estético creativo a la producción del trabajo social, con lo cual el trabajo adquiere un carácter alienante y, al mismo tiempo, emancipador. El mismo Marx, según Habermas, abandona luego tal versión del trabajo dependiente de un modelo antropológico esencialista (1989a: 407).

Estas consideraciones puntuales a partir de las objeciones recibidas y la formulación de sus respectivas réplicas parecen reforzar cierta apreciación uniforme en el pensamiento de Habermas sobre el trabajo a lo largo de toda su obra. En otras palabras, aparentemente no ha cambiado demasiado la concepción inicial sostenida en Trabajo e Interacción.

Sin embargo, aún cabe la pregunta: ¿puede tal giro comunicativo o cambio de paradigma dejar intacto su pensamiento sobre el trabajo? Y, además, ¿sigue sosteniendo que el trabajo está vinculado de manera inmanente a una racionalidad técnica/estratégica?

Racionalidad comunicativa, acción social y trabajo en la TAC

Para responder a esta pregunta, vamos a detenernos un tanto en su concepción de la racionalidad comunicativa y su conexión con una tipología de la acción social que Habermas quiere contraponer a la clasificación weberiana. Identificaremos una manera de abordar el problema de la racionalidad que tendrá consecuencias relevantes en su clasificación de la acción social. Ello puede ayudar a revisar hasta qué punto su TAC obliga a suponer también una relación inmanente entre trabajo y racionalidad técnica; esto es, si cabe pensar al trabajo exclusivamente en esos términos.

¿En qué consiste la racionalidad comunicativa? Habermas comienza su primer volumen de la Teoría de la acción comunicativa (1987a) precisamente con la problemática de la racionalidad dado que considera el tema fundamental desde la filosofía clásica. Claro que, en nuestra época postmetafísica, será la sociología quien está en mejores condiciones para abordar y dar respuestas, sin reduccionismos ni miradas totalizadoras, sobre la cuestión (Ibídem: 15-23)7.

Pues bien, no se trata de definir a la razón como si se tratara de una facultad u otro tipo de entidad física o metafísica, de la que se puede ser portador o no. Más bien, se hace referencia a cierto tipo de competencias, habilidades, actitud o disposición práctica. En principio, como un Knox how, es decir, como un saber hacer no necesariamente explícito, pero que es susceptible de verbalizarse y convertirse en un know that, según la terminología que Habermas toma prestado de G. Ryle. En todo caso, una persona puede ser considerada racional en tanto se comporte de tal manera u otra, pero está claro entonces que se enfoca en la ejecución de una acción (Ibídem: 24).

En concreto, la conducta racional implica sobre todo la disposición a justificar una acción o emisión lingüística cuando es cuestionada o requiere ser fundamentada. De esa manera, se pasa del simple saber hacer algo (know how) a explicitar ese saber (know that) y de alguna manera dar cuenta de su consistencia, frente a las críticas. En todo caso, todo saber manifestado de alguna manera -como una acción concreta o una emisión lingüística - está ligado internamente a ciertos fundamentos que dan cuenta de su racionalidad o justificación. Se dice además que ese saber manifiesto plantea determinadas pretensiones que buscan ser aceptadas o validadas, a través de esas razones que se alegan.

Por lo tanto, cualquier enunciado o acción guarda entonces sus propias pretensiones de validez en relación a su fundamentación susceptible de ser explicitada y eso hace a su racionalidad. Si lo pensamos en términos de predicación hacia sujetos específicos, diríamos que racional es aquella persona dispuesta a recibir críticas y defender mediante razones o argumentos esa propia práctica o afirmación cuestionada. Por el contrario, irracional sería la actitud o la persona que se niega a someter a la crítica y a justificar sus afirmaciones o prácticas (Ibídem: 33-35).

Todas las acciones y expresiones - sobre todo lingüísticas, que Habermas llamará actos de habla -, en tanto manifestaciones simbólicas, guardan pretensiones de validez, más allá de si efectivamente se exponen o no. Están allí de manera constitutiva e inmanente a la propia práctica o emisión. Las pretensiones de validez se desempeñan o explicitan por medio de la argumentación, considerada un tipo de habla específico; cada afirmación o expresión está conectada internamente a alguna pretensión de validez. A su vez, la argumentación posee una determinada fuerza de convencimiento que se mide por la pertinencia de sus razones, en el intento de convencer a los participantes en un diálogo. Podríamos decir que la racionalidad se revela paradigmáticamente en la formulación de argumentaciones consistentes que explicitan pretensiones de validez ya alojadas en cada práctica y expresión cotidiana. (Ibídem: 37)

De ello se desprende que la racionalidad, por así decirlo, va de suyo con las prácticas y el lenguaje; no se añade como algo externo o trascendental. Esto quiere decir también que el carácter inmanente de la racionalidad está dado por la conexión interna entre emisión, pretensión de validez de esa emisión y potenciales razones que se pueden llegar a esgrimir (Habermas, 2003).

En última instancia, la racionalidad está ligada a la capacidad de esgrimir argumentos, conectados intrínsecamente con esas afirmaciones o prácticas que se ponen en cuestión. Los argumentos serán una manera singular de utilizar el lenguaje y conforman una estructura que incluye no sólo determinados “productos” lingüísticos, sino un procedimiento específico en relación a esos actos de habla. De ahí que Habermas va a desarrollar una teoría de la argumentación de manera concomitante a su teoría de la racionalidad (Habermas, 1987a: 43-69).

Esa manera más o menos elemental de comprender a la racionalidad ya es de por sí “comunicativa” porque implica un vínculo particular o unas condiciones intersubjetivas específicas. No tiene sentido plantear pretensiones de validez ni desempeñar argumentos si no hay interlocutores, aunque sean virtuales.

Desde luego que, con esto, Habermas quiere criticar otra versión de la racionalidad entendida como cognitivo-instrumental. El punto de partida o las condiciones de posibilidad de la racionalidad es la interacción y no la situación solitaria, monológica del sujeto enfrentado a un objeto en actitud manipulativa y adaptativa.

No es que Habermas niegue en principio la posibilidad de comprender la racionalidad de manera instrumental, pero pretende partir desde otras bases más amplias y, para él, fundamentales que vayan más allá de esa versión restringida.

Su enfoque comunicativo pretende, además, recuperar la clásica idea de logos, como unión sin coacción entre distintos participantes a través del diálogo argumentativo (Habermas, 1987a: 27). Habermas quiere dar a entender que la racionalidad impulsa, en última instancia, hacia el entendimiento con el otro, de carácter libre, no coactivo. El lenguaje mismo, en su despliegue dialógico racional, está orientado hacia el consenso o acuerdo con el otro; de esa manera, el entendimiento mutuo es el telos del propio lenguaje (Ibídem: 110).

Eso no significa negar la relevancia de los conflictos, el malentendido ocasional o sistemático, las diferencias irreductibles y el uso instrumental del lenguaje. Pero, en tanto, queremos convencer al otro de manera genuina, utilizando argumentos, sin coaccionarlo de manera abierta o veladamente, procedemos racionalmente, pues pretendemos que reconozca nuestras razones como válidas y con ello alcanzar un entendimiento mutuo y no instaurar una mera imposición unilateral.

Dicho de otra manera, en determinadas condiciones intersubjetivas que supongan fundamentalmente el estar liberados de coacciones y del ejercicio del poder, el lenguaje, por así decirlo, persigue su propia finalidad de generar consenso por medio de argumentos.

De todas formas, tal entendimiento completamente libre de cualquier situación de dominio que produzca desigualdades y asimetrías entre los participantes - e incluso la exclusión en el diálogo - la concebirá Habermas como una “situación ideal del habla”. Su carácter ideal no implica una mera aspiración inalcanzable, sino una pretensión, inevitablemente presente en cada intervención comunicativa: ya actúa y orienta con cierta fuerza fáctica en la acción -es inmanente a las prácticas sociales -, aunque siempre en tirante relación con los límites que imponen las asimétricas condiciones reales de comunicación (Ibídem: 29).

Podríamos decir que cada práctica comunicativa no se agota en todo aquello que se manifiesta lingüísticamente. Esas idealizaciones inmanentes -referidas anteriormente- apuntan siempre más allá de cada situación concreta. Si se quiere, la racionalidad comunicativa es a la vez inmanente a las prácticas sociales y trascendentales a ellas. Por eso, a pesar de las condiciones adversas en las que se suelen dar las interacciones - desigualdad, indiferencia, exclusión, censura, amenazas veladas, etc.-, el mismo carácter contrafáctico de la racionalidad comunicativa puede organizar el tipo de relación intersubjetiva entablada a contrapelo de los propios condicionamientos fácticos o al menos poniendo en tensión esa determinación situacional (Habermas, 2003:18).

Luego de referir a la racionalidad en términos genéricos como comunicativa, Habermas ensayará una clasificación, de diferentes modos de racionalidad según el tipo de pretensión de validez que se ponga en juego. De alguna manera, tratará de demostrar la ventaja que supone su concepción de la racionalidad, en virtud de ser también lo suficientemente amplia.

En primer lugar, aludiremos a la pretensión de verdad, ligada a determinados tipos de actos de habla como proposiciones sobre posible estado de cosas; esas afirmaciones pretenden ser verdaderas y entonces se esgrimen argumentos que intentan apoyar esa afirmación (Ibídem: 25).

La otra pretensión que nombra es la eficacia. En este caso, no está ligada necesariamente a una emisión lingüística, sino a una acción o intervención de un actor con el propósito de llevar a cabo un fin. En circunstancias de cuestionamiento, en este segundo caso, se problematiza la relación medio/fin, es decir, se trata de interrogar y justificar por qué se procedió con determinados medios, según las circunstancias dadas para ejecutar el plan con la mayor eficacia o éxito posible. Aquí se trata de justificar una acción en esos términos; opera entonces una racionalidad de tipo estratégica (Ibídem: 27)

En tercer lugar, califica como racional la capacidad de fundamentar una acción en cuanto ella sigue alguna norma vigente en determinadas circunstancias y a la luz de ciertas expectativas de conducta. En este caso, la pretensión de validez en juego no es la verdad ni la eficacia, sino la corrección moral o normativa de la acción.

Por último, nombraremos a la autenticidad o veracidad como otro tipo de pretensión racional atribuida a todo aquel que intenta actuar de manera veraz al expresar algún aspecto interno de su subjetividad, tal como un deseo, sentimiento, estado de ánimo, etc. En este caso, la única forma de demostrar el carácter auténtico de una vivencia interna subjetiva es a través de las acciones posteriores del propio actor que guarden cierta coherencia y logren convencer a los demás de esa pretensión (Ibídem: 33-34).

Así pues, dado los dos modos de coordinación de la acción y las diferentes maneras de revelarse la racionalidad comunicativa, se va a ir configurando una tipología de la acción social propia en la TAC.

Antes de exponer tal clasificación, cabe aclarar que aunque en reiteradas ocasiones, Habermas presenta a la acción comunicativa como opuesta a la acción teleológica, como si fueran aun dos paradigmas diferentes8; luego admite que la estructura teleológica es propia de todo tipo de acción: el hecho de proponerse fines y llevarlos a cabo seleccionando, en circunstancias ya dada, los medios y aplicándolos de manera adecuada según el propósito o fin propuesto por el mismo actor. La teleología significa aquí que toda acción supone un plan o propósito ideado que incluya una decisión entre alternativas de acción y una interpretación de la situación ya dada, para realizar un estado de cosas nuevo. La acción comunicativa no excluye necesariamente que cada participante se proponga fines y elija medios determinados para alcanzarlos, en tanto esos propósitos particulares se enlazan y emanan del propio acuerdo mutuo. No es correcta, entonces, la contraposición absoluta entre acción comunicativa y acción teleológica (Habermas, 1989a: 482-483).

En cualquier caso, la primera división importante se da no tanto por la estructura de la acción, que en todos los casos sería teleológica, sino por el modo de coordinar esas acciones: a través del entendimiento o acuerdo racionalmente motivado, o bien a través de influjos. (Habermas: 1987a:146).

A partir de allí, la tipología de la acción presenta cuatro modelos, según los tipos de racionalidad y pretensiones de validez ya desarrolladas. En primer lugar, referiremos al ya aludido modelo estratégico de acción social, o acción estratégica, que supone una pretensión relacionada con el éxito de los fines propuestos egocéntricamente. Este tipo de acción está ligada indefectiblemente a la pretensión - de alguna manera racional - de la eficacia (Ibídem: 125) (Habermas, 1989a: 484)

Bajo este modelo de acción social, el lenguaje argumentativo orientado al consenso racional no juega ningún rol en la coordinación o configuración de las interacciones. Eso no significa que el lenguaje - y los componentes simbólicos en general - no participen en este tipo de interacciones, pero queda disponible a un uso estratégico, es decir, queda convertido en un medio, como cualquier otro, al servicio de un fin propuesto y de determinados efectos planificados de antemano. En cambio, en el resto de los tipos de acción social, sí se incluye al lenguaje como componente fundamental en la coordinación de la acción, de modo que ella misma está orientada al entendimiento. Esto es, en los modelos de acción no estratégicos, se realiza la finalidad inscripta en el propio lenguaje de alcanzar un acuerdo mutuo racionalmente fundado (Ibídem: 486).

Un segundo tipo lo constituye, en principio, la acción teleológica como acción comunicativa, en sentido estricto, vinculado a la pretensión de verdad 9, que opera cuando se formula algún tipo de afirmación u opinión sobre hechos o estados de cosas y supone un intento de convencer a otros, en el marco de una interacción orientada al entendimiento. La acción comunicativa significa aquí un proceso de entendimiento en tomo a la interpretación que efectúan los participantes acerca de algún aspecto de una situación compartida (Habermas, 1987a:146).

Por su parte, la pretensión de rectitud o corrección moral se corresponde con el tipo de acción social regulada por normas. Ello tiene que ver con el comportamiento vinculado con normas o mandamientos sociales en determinadas circunstancias, en cuanto a su obediencia o a su transgresión. En este modelo de acción social, las expectativas mutuas de los actores sociales con respecto al cumplimiento de las normas, conforman las condiciones fundamentales de su realización (Habermas, 1989a: 486) (Habermas, 1987a: 127-130).

Finalmente, la cuarta tipificación es la acción dramatúrgica, ligada a la pretensión de autenticidad o veracidad. Aquí, el agente efectúa una presentación de sí mismo, en cuanto sus aspectos subjetivos internos, frente a los demás. Es importante destacar que, para este caso, quien actúa adopta un rol similar al del “actor dramático” y sus interlocutores adoptan el papel de público espectador de esas escenas -esas figuras son intercambiables, no fijas-. Esto quiere decir que la autoescenificación debe contener cierta disposición hacia una suficiente sinceridad o autenticidad para que se constituya como acción dramatúrgica. De lo contrario, se diría que está actuando manipulativamente para intentar “hacer creer” algo sobre sí mismo a los demás y entonces los interactuantes acaban constituyéndose más bien como “oponentes” en un juego de rasgos estratégicos o competitivos (Habermas, 1987a: 135-136). Pero ese no es el caso del actor propiamente dicho en una escena, teatral, por ejemplo. En verdad, aquí se trataría más bien de una “autorrepresentación” estilizada, no ya espontánea y supone algo así como la producción consciente de sí mismo frente a los espectadores (Ibídem 131-136) (Habermas, 1989a: 487).

Ello da la pauta de que es posible pensar, para cada tipo de acción, su ligazón a dos niveles marcadamente diferenciados de espontaneidad y reflexividad. Es decir, en un plano espontáneo o irreflexivo, nos orientamos al entendimiento con el otro en términos normativos, interpretativo- veritativos, autorrepresentativos, o bien de manera estratégica con pretensiones de eficacia. En esos casos, la pretensión de validez permanece sin desempeñarse. En otro nivel, se encuentra la instancia más reflexiva que significa el desempeño racional de las pretensiones de validez y supone formulaciones argumentativas o realizaciones prácticas.

Tal instancia dialógica reflexiva en la que se desempeña argumentativamente la validez de una pretensión racional, no necesita un tipo de acción específica, sino más bien la suspensión de las acciones. De modo que nos encontramos en lo que Habermas denomina discurso. En él se suspenden las acciones, en tanto que las convicciones y demás creencias concomitantes que pudieran apoyar una determinada enunciación o práctica, en principio, espontáneas, adquieren ahora carácter hipotético y son justamente puestas en cuestión, criticadas y justificadas.

En términos generales, la clasificación de la acción social de Habermas se puede pensar como una propuesta teórica que gira en torno a la acción y racionalidad comunicativa, en sentido estricto, pero que contiene a los otros tipos de racionalidad y de acción también como derivaciones suyas. La propia acción estratégica incluye de alguna manera una pretensión de validez que implica una posible situación de discursividad y no puede colegirse si no se parte del caso, por así decirlo, “puro” de acción comunicativa. De manera que podríamos ya afirmar que en verdad no existe un estricto antagonismo con la acción comunicativa.

Ahora bien, tal elaboración tipológica de la acción y de la racionalidad en términos comunicativos, ¿predeterminan necesariamente una caracterización del trabajo comprometida con la acción y racionalidad estratégica? Esto es, a partir de esa clasificación, ¿se puede inferir que la TAC establece concluyentemente al trabajo como un tipo de acción estratégica?

A continuación, nos referiremos a la teoría social global que propone Habermas, para intentar responder esos interrogantes sobre la caracterización del trabajo, por así decirlo, desde otro ángulo.

La sociedad como mundo de la vida y como sistema

Una vez obtenido y delimitado el concepto de “acción comunicativa”, se lo debe pensar en su complementación con el mundo de la vida, su necesario trasfondo u horizonte, sin el cual a este tipo de acción se le atribuiría un grado de abstracción y autosuficiencia inverosímil en relación a un contexto social, histórico y cultural concreto. De esa manera, es posible aprehender en términos reconstructivos, en cada caso particular, social e históricamente situado, una estructura invariante del mundo de la vida. Eso es lo que al menos pretende hacer Habermas cuando habla del mundo de la vida en general (Habermas, 1987a:170).

El concepto de mundo de la vida lo extrae Habermas del pensamiento fenomenológico concebido por Husserl en su obra tardía, como correlato universal y fundamento de sentido de una subjetividad trascendental (Hoyos Vázquez, 1986: 75-76); aunque se ve más interesado en la aproximación sociológica de la cuestión que puede ofrecer Alfred Schütz y su escuela, menos comprometidos con una Filosofía con aspiraciones de corte trascendental (Schütz y Luckmann, 1977)

En Habermas, esa noción comienza a ser aludida tempranamente de manera un tanto indeterminada como mundo sociocultural, ya en Trabajo e Interacción. Paulatinamente, va adquiriendo contornos más precisos y va siendo utilizado por Habermas con mayor detalle a medida que se torna más claro la necesidad de salir de la filosofía de la conciencia - sobre todo, en su versión trascendental- y plantear el propósito de elaborar una teoría de la sociedad con fundamento comunicativo, inmanente a las mismas prácticas sociales.

Pues bien, el mundo de la vida comienza a ser definido como ese conjunto de saberes previos y convicciones valorativas heredados por la tradición cultural, suministrando interpretaciones que orienta el desenvolvimiento cotidiano de todos los individuos y su interacción con los demás. Provee de un saber del sentido común, compartido socialmente, que actúa de manera espontánea y está dado de manera incuestionable para los sujetos que se apropian y lo utilizan permanentemente. Se trata de aquello “obvio”, presente en cada situación de interacción como lo presupuesto, lo no problematizado o interrogado acerca de su validez, pero que garantiza, al mismo tiempo, el acuerdo o el entendimiento entre los sujetos participantes de dicha interacción, pues comparten desde un principio un mundo de la vida específico (Habermas, 1987b: 185).

Cada situación es apenas un fragmento de un conjunto de elementos implícitos constituidos como un plexo o urdimbre de componentes que se remiten recíprocamente y hacen a un horizonte envolvente y configurador, con límites difusos y a la vez móviles. Ese horizonte al que finalmente remiten todos los elementos que hacen a la situación, constituye el marco de saberes autoevidentes, aproblemáticos y constitutivos de cada participante (Ibídem: 174). Un horizonte - en el sentido que Habermas dice tomar de Husserl - siempre está englobando y enmarcando a la situación; aún cuando la situación cambie y los intereses conduzcan a replantear y problematizar ciertos aspectos hasta el momento aceptados de manera acrítica, el horizonte no desaparece ni disminuye, sino que se va desplazando. Las fronteras de un “fragmento”, de la situación - tanto como el horizonte mismo - no están estipuladas de maneras fijas, son más bien flexibles, dinámicas, porosas y fluidas (Ibídem: 176).

A su vez, considerado como horizonte, el mundo de la vida nos ayuda a afrontar y hacer familiar cualquier circunstancia y avatar humano. No existe situación absolutamente nueva o desconocida, porque el mundo de la vida proporciona los recursos necesarios para que se interprete y actúe de alguna manera (Ibídem: 185).

Los componentes mundanos pueden aparecer también como recursos que posibilitan la interacción. Entonces, el mundo de la vida no es sólo una estructura contextualizante sino también una fuente de recursos indispensables para interactuar y, como tal, permanece, incuestionable, a espaldas de los sujetos. Son los elementos más familiares y certeros que posee cualquier habitante del mundo de la vida10. Ciertamente, no se trata de conocimiento en un sentido estricto; en tanto no son tematizados y conducidos a una problematización para el reconocimiento o no de su validez, no son rigurosamente conocidos por los mismos participantes, aunque están operando en ellos mismos.

Con ello, Habermas reconoce que sólo una muy pequeña porción de nuestros saberes y convicciones normativas alcanzan a ser problematizados y así aspirar a constituirse como conocimiento en sentido pleno. Mientras tanto, continúa actuando como una autoevidencia con la que estamos familiarizado intuitivamente y hacemos uso de ella en los procesos cooperativos de entendimiento (Ibídem: 176).

En el mundo de la vida, el lenguaje ocupa un lugar central. Los patrones culturales de interpretación que lo constituyen, se inscriben en la estructura misma del lenguaje como algo inescindible. Es así que se conforma un plexo de remisiones 12: el significado de cada elemento está vinculado a otros y aluden a una totalidad organizada lingüísticamente. Pero esa red de elementos intuitivamente presente y familiar, constituye a su vez el contexto inabarcable para el propio hablante (Ibídem: 186).

Por lo demás, en tanto se adopte la actitud del participante en una interacción, es decir, la disposición realizativa, el lenguaje del cual hacen uso permanece a sus espaldas como una totalidad inaprensible, pero al mismo tiempo internalizada: no se lo puede situar completamente, por así decirlo, “de frente” como si se tratara de un hecho objetivable. Por ello se dice que el mundo de la vida estructurado lingüísticamente es “irrebasable” (Ibídem: 189). Constituye el ámbito donde se desenvuelve cada miembro de la sociedad de manera ineludible y se torna imposible mantener una posición extramundana; siempre permanece actuando, al menos una porción importante y fundamental del lenguaje, más allá de la conciencia de los propios hablantes (Ibídem: 177).

Asimismo, la TAC contiene una crítica a la versión fenomenológica continuada por Schütz y sus seguidores, pues ellos aún sitúan en el ego y su experiencia - como actor y como observador neutral o desinteresado - el punto de referencia central a partir del cual se reconstruyen los rasgos fundamentales del mundo de la vida11 12. En lugar de ello, se trata pues de reformular en términos de estructuras lingüísticas intersubjetivamente generadas y, así, el mundo de la vida aparecerá como un concepto complementario al de acción comunicativa. Para Habermas, un enfoque comunicativo se concentra en el plano del participante como punto de partida y de llegada, si cabe la expresión, y no desde la perspectiva analítica del especialista en ciencias sociales que observa y se desenvuelve en el marco de una relación Sujeto/Objeto (Ibídem: 185)13.

En definitiva, el mundo de la vida aparece entonces como un trasfondo de indeterminación inaprehensible en su totalidad y por ello ciertamente inmune a una revisión total (Ibídem: 188). Incluso, en circunstancias problemáticas, la situación misma aparece como una restricción, tanto sea para los planes de acción como para entenderse respecto a la situación misma y algunos de sus aspectos.

Los casos de cuestionamiento de algún elemento puntual del mundo de la vida serán vivenciados como un fracaso de los esquemas de interpretación disponibles y aparecerán entonces las dificultades para atribuir sentido allí donde algo se muestra parcialmente incomprensible o novedoso. Entonces, comienzan a gravitar los propios esfuerzos del participante para interpretar y atribuir sentido de una manera que no esté completamente estipulado de antemano por los propios ingredientes del mundo de la vida. Habermas asocia esta cuestión al cambio estructural que acontece en la “conciencia colectiva” que da origen a la sociedad moderna, según Durkheim. Ello sucede sobre todo como un proceso de diferenciación entre la personalidad, cultura y sociedad; categorías derivadas de la sociología de Parsons que Habermas intenta aplicar al análisis del mundo de la vida (Ibídem: 190).

Con cultura, quiere Habermas dar a entender ese conjunto de saberes incorporados en cada agente para poder interpretar y entenderse con los demás respecto de algo en el mundo. En cambio, sociedad hace referencia a las regulaciones normativas que se aceptan en cada grupo social; mientras que la personalidad apunta sobre todo a las competencias que adquiere el individuo para poder interactuar con los demás y así constituir intersubjetivamente una identidad singular (Ibídem: 196)

Aquellas experiencias disonantes suponen ya el pasaje a un mundo de la vida “moderno”, diferenciado en esos tres niveles: el yo individual puede separarse de los órdenes institucionales que implican la sociedad y, a su vez, de los contenidos heredados de la tradición cultural específica en donde se ha formado. Implicarían entonces las permanentes dificultades en sintonizar la vida individual con las formas más grupales a través de las competencias adquiridas socialmente. La fuerza del yo, la solidaridad social y el sentido son los respectivos recursos que se van desplegando diferencialmente. (Ibídem: 200- 203)

Solo bajo este esquema tripartito, puede considerar Habermas con debida amplitud el proceso denominado de racionalización del mundo de la vida, como una progresiva diferenciación de esos tres componentes.

En primer lugar, hemos referido al mundo de la vida más o menos como una especie de red o constelación de referencias que manejan de manera intuitiva cada participante en la interacción, pero, a su vez, lo envuelven y hacen posible cada situación. Es lo que Habermas refiere como concepto cotidiano del mundo de la vida que se adquiere desde el punto de vista del participante o de actitud realizativa (Ibídem: 195).

Ahora bien, desde el esquema tripartito anteriormente mencionado, el mundo de la vida es pensado en relación al problema de su mantenimiento, reproducción y renovación. Esto es, el saber cultural de una tradición puede permanecer y renovarse a través de las interpretaciones sobre su propia situación, que ponen en juego los actores sociales en cada momento; en cada interacción, los participantes reafirman y actualizan su pertenencia a ciertos lazos sociales normativamente fundados; y, al tomar parte en relaciones con otros agentes que actúan como personas de referencias con competencias ya acreditadas, el niño internaliza orientaciones valorativas y adquiere habilidades para .interactuar (Ibídem: 196).

Estas tres instancias, a saber: la reproducción cultural, la integración social y la socialización, conforman tres procesos diferenciados que respectivamente reproducen la cultura, sociedad y personalidad. Y, al constituirlos, están manteniendo y reproduciendo al mundo de la vida en su conjunto. Así es que cada uno cumple con una tarea específica, diferenciada (en la medida en que se ha racionalizado) e imprescindible. Entonces, Habermas afirma que los componentes del mundo de la vida, son estructurales a él.

A ello le añadimos la consideración sobre el lenguaje y la acción comunicativa, como medio fundamental que opera en esos tres niveles, vehiculizando la tradición o acervo cultural, cimentando las normas de un grupo social y conformando intersubjetivamente una individualidad. En cada acción orientada al entendimiento, se reproduce y renuevan la cultura, la sociedad y la personalidad. Globalmente, estamos hablando de la reproducción simbólica de la sociedad que hemos de distinguir de la reproducción material (Ibídem: 197). Así, obtenemos una imagen global del mundo de la vida como la reproducción de sus componentes simbólicos a través del lenguaje y la acción comunicativa en esos tres niveles (Ibídem: 195-196).

Pues bien, vamos retratando una imagen del mundo de la vida que se aleja cada vez más de la perspectiva fenomenológica. No sólo por el carácter evolutivo que Habermas le imprime, sino también porque está formulado a partir de las consideraciones efectuadas en torno a la problemática de su mantenimiento y reproducción. Entonces, se trata de reconstruir las “funciones” que ejercen cada componente en el todo social. Pero, para captar eso, ya no es menester la actitud realizativa - desde dentro - del participante involucrado en una interacción, sino el análisis teórico que efectúa un observador externo sobre los aspectos funcionales del mundo de la vida (1987b: 195).

Es decir, el analista debe reconocer y reconstruir esos pasos evolutivos en la reproducción simbólica, que constituirían la estructura del mundo de la vida en general (más allá de que en definitiva existen mundos de la vida particulares, históricamente situados; aun con límites difusos son estrictamente determinaciones locales) desplegada en su versión moderna.

A su vez, tal proceso de racionalización del mundo de la vida permitirá la conformación de ámbitos también especializados que se ocuparán específicamente de la reproducción material de la sociedad: los subsistemas económico y político o estatal-administrativo.

Un mundo de la vida racionalizado se desentiende entonces de los problemas de reproducción material, que implican sobre todo la organización administrativa de la sociedad y la producción, el intercambio y la distribución de bienes.

Así como el mundo de la vida se libera de la “carga” que supone abocarse a los problemas de “supervivencia” material; estos subsistemas, se desligan de las regulaciones normativas y de las pretensiones de validez que puedan derivar en un eventual desempeño discursivo. Para decirlo de otra manera, se desprenden del lenguaje como elemento vinculante y constitutivo de las interacciones. El rendimiento de los subsistemas implica un incremento de la complejidad interna y un creciente control de su entorno contingente.

Al mismo tiempo, cada subsistema se va paulatinamente autonomizando y reconectando con el otro subsistema y el entorno - que en este caso lo constituirá el mundo de la vida - en términos de interpenetración. Ello supone no sólo un intercambio, sino una reconfiguración interna que potencia el rendimiento y los objetivos de cada subsistema: dicho esquemáticamente, el subsistema económico persigue el incremento constante de la producción e intercambio de bienes y el subsistema político, la ejecución eficaz de decisiones político-administrativas vinculadas con fines colectivos (Ibídem: 241).

De manera análoga a cómo lo hace el lenguaje en el mundo de la vida, Habermas sitúa como mecanismos de coordinación de la acción al dinero, en el caso del subsistema económico, y el poder, en el caso del administrativo estatal, siguiendo la taxonomía parsoniana. Esos medios, específicamente “deslingüistizados” y liberados de valoraciones normativas, son mecanismos de control que estructuran y regulan las relaciones sociales en esos ámbitos (Ibídem: 253-260).

A la vez, el dinero se constituye como el medio de intercambio intersistémico. Ello quiere decir que se generan zonas compartidas de interpenetración sistémica regidas, en este caso, por el intercambio monetario. Como decíamos anteriormente- para el caso de los componentes estructurales del mundo de la vida concebido como sistemas según Parsons - esa región de frontera produce efectos estructurantes al interior de los subsistemas afectados14. En este caso puntal, se entendería de la siguiente manera: El dinero regula más allá de la estructura productiva, en zonas de intercambio con el Estado, reconfigurándolo estructuralmente: eso quiere decir que la organización estatal administrativa se debe ajustar a la estructura productiva y recibe a cambio - ya que es un proceso de intercambio - recursos económicos a través de la exacción impositiva. (Ibídem: 242).

Como decíamos anteriormente, estos medios se descargan de la necesidad de llegar a un entendimiento lingüístico que afectaría su rendimiento productivo y su eficacia administrativa. Su capacidad consiste fundamentalmente en poder concatenar interacciones en el espacio y tiempo formando redes cada vez más complejas de manera, por así decirlo, anónima e impersonal, pues su funcionamiento no puede ser atribuido a la acción y responsabilidad de ninguna entidad subjetiva (Ibídem: 260-261).

Asimismo, el carácter autónomo que adquieren los dos subsistemas reside en la desvinculación de cada uno ellos con los componentes que constituyen el mundo de la vida. Se pueden desprender de los contextos y orientaciones valorativas concretas, de ciertas disposiciones y habilidades interactivas individualizantes y de ciertos componentes culturales específicos. El mundo de la vida como tal se convierte en un entorno - a controlar y ser absorbido - para los sistemas.

La relación entre sistema y mundo de la vida, en primer término, aparece como un proceso de desacoplamiento, en el cual los subsistemas independizados obran libres de normatividad social y son experimentados desde el mundo de la vida, por los propios actores sociales, como la imposición de una segunda naturaleza objetivada en sus vidas. Se trata de un modo de organización que como tal, se repliega de la comprensión intuitiva que suministra el mundo de la vida y sólo puede ser accesible a un modo de conocimiento contraintuitivo, es decir, desde una actitud teorética. Cuanto más complejo, desarrollado y autónomo sea el subsistema -económico o político - más alejado estará de una precomprensión mundana. Su acceso sólo se puede dar a través de la disposición externa del observador, que contrasta con la actitud interna del participante en el mundo de la vida (Ibídem: 244 245).

No obstante, ese aumento de complejidad está intrínsecamente ligado al proceso de diferenciación del mundo de la vida. Un nuevo mecanismo de distinción sistémica debe quedar institucionalizado o anclado en el mundo de la vida que lo hace posible. Así, por ejemplo, el desarrollo de la moral y el derecho se deben haber desplegado lo suficiente como para diferenciarse de aspectos culturales valorativos concretos, dando lugar a las instituciones básicas jurídicas que a su vez harán posible la expansión de la producción privada y el intercambio económico. Una moral que alcanza su etapa posconvencional implica en términos sociales el desarrollo de un derecho formalizado y neutral a las valoraciones éticas sustantivas y ello puede permitir el funcionamiento de un área de interacciones regido por el medio dinero, exento de contenido normativo (Ibídem: 245-251).

Básicamente, el planteo sugiere dos alternativas posibles para pensar la relación de los sistemas con el mundo de la vida: O bien los medios de control como el dinero y el poder y, por consiguiente, los sistemas de acción estructurados por ellos, el Estado y la economía de mercado, anclan en el mundo de la vida de modo que son “restringidos” por el marco institucional mundano; o bien, por el contrario, la influencia de los plexos sistémicos es tan fuerte que acaban por subordinar la dinámica del mundo de la vida a sus necesidades (Ibídem: 261).

Habermas se inclina por la segunda opción, para efectuar un diagnóstico de la sociedad contemporánea. El modo de organización sistémico de la reproducción material, se expande de tal manera que necesariamente penetra y deforma la tarea misma de reproducción simbólica propia del mundo de la vida. Los medios de control deslingüistizados, compiten y acaban reemplazando a la coordinación lingüística en su tarea reproductiva, generando efectos patológicos y cosificadores en cada componente estructural; a saber, en la cultura, la sociedad y el sistema de la personalidad, se producen respectivamente pérdida de sentido, anomia y alienación. Es lo que Habermas denomina, el proceso de colonización interna del mundo de la vida (1987b: 262).

Aquí podríamos identificar dos rasgos generales: su carácter paradójico pues, el propio Habermas entiende que “el mundo de la vida racionalizado posibilita la aparición y aumento de subsistemas cuyos imperativos autonomizados reobran destructivamente sobre ese mismo mundo de la vida” (1987b: 263)15. Y, al mismo tiempo, intenta ser una explicación “materialista” de las problemáticas sociales: el origen de las patologías específicamente modernas se sitúa en la dinámica de reproducción material y no en el propio proceso de racionalización social del mundo moderno como supondría un enfoque conservador que Habermas atribuye a autores como Max Weber.

Bajo este marco general constituido por esta duplicidad entre mundo de la vida y sistema, debemos pues abordar el trabajo.

Sin embargo, por lo pronto, podemos reconocer al trabajo paradigmáticamente en el ámbito circunscripto por el aparato productivo concebido en términos sistémicos, en abierto contraste con el mundo de la vida.

La problemática no reside simplemente en señalar dos ámbitos de acción diferenciados, sino en atribuir a cada uno de ellos cualidades que resultan excluyentes entre sí y crean una oposición un tanto inverosímil entre aspectos que de por sí se presentan excesivamente unilaterilizados.

Así pues, la orientación hacia el entendimiento lingüístico que se sitúa como una cualidad del mundo de la vida, se excluye del sistema; mientras que el poder, como factor de mediación social se asigna sólo a las interacciones sistémicas y se ausenta de las relaciones mundanas orientadas al entendimiento. El poder mismo, en cuanto medio de control deslingüistizados, parece desgajado de una constitución simbólica y normativa, de modo que solo puede aparecer en el mundo de la vida como un factor externo que lo invade o “coloniza”, al igual que el intercambio regido por el dinero (Honneth, 2009).

Las principales críticas apuntan a una concesión excesiva que efectúa Habermas, por una parte, al enfoque hermenéutico-fenomenológico para recaer en una imagen idealizante del mundo de la vida (Joas, 1991) (Honneth, 2009) (Romero Cuevas, 2011); y, por otra parte, al enfoque sistémico (Mc Carthy, 1992) para pensar las relaciones de dominio en el establecimiento del aparato estatal y las relaciones de explotación en el ámbito de la economía.

Esto último nos interesa particularmente a nosotros, para pensar la explotación en un sistema económico capitalista desde un marco social comunicativo. A primera vista, el enfoque sistémico, interpreta al trabajo, en su forma asalariada, como un elemento integrado al aparato productivo; pero no nos dice nada acerca de la relación de explotación y su carácter cosificador. El propio Habermas admite que la conformación de un orden sistémico del trabajo constituye en sí mismo un paso evolutivo positivo y necesario.

Sin dudas, Habemas pretende efectuar un análisis marxista que sitúe en la dinámica incontenible de la expansión productiva, las causas de cosificación en el mundo social. Pero, en este marco categorial sistémico, ¿no se desdibujan los contornos de la explotación en el trabajo y, con ello, la representación del aparato productivo en términos de antagonismos de clases sociales?

Naturalmente que el pensador alemán no niega las diferencias de clases sociales ni la vital importancia en la economía de la apropiación privada de los medios de producción; sólo que en las sociedades que él tiene en mente para pensar estas categorías, los conflictos de clases no aparecen por así decirlo, de manera transparente. El Estado de Bienestar interviene para lograr la integración pacífica de la clase trabajadora a la sociedad ya sea en las mejoras sustantivas en las condiciones de trabajo, como en los diferentes aspectos de la vida social: la salud, el entretenimiento, consumo, etc. (Habermas, 1987b: 495). Se trata de una acción compensatoria que no suprime los antagonismos ni la cosificación, pero que alivia las miserias y evita o minimiza sus probables efectos explosivos. Formulado brevemente, dice Habermas, “la carga del trabajador alienado se la compensa por vía del papel del consumidor” (Ibídem: 495-496)16.

Los conflictos de clases no desaparecen pero permanecen latentes (y nada asegura que no emerjan, sobre todo durante los procesos de repliegue y fuerte crisis del Estado de Bienestar17). Eso quiere decir que no producen directamente efectos estructurantes en el mundo de la vida; no se padece una vida miserable y sufrida a causa directa del trabajo sobreexplotado que pudiera animar efectos desestabilizadores en términos políticos. Más bien, se trata aquí de captar los efectos laterales que genera la intromisión del aparato estatal y de la economía de mercado sobre los diferentes aspectos ligados al mundo de la vida: esto es, en la configuración de la personalidad, en las normas sociales y en la cultura.

Con ello, el trabajo pareciera pasar a un segundo plano, por así decirlo, en el diagnóstico de las patologías del capitalismo y en sus vínculos con los aspectos socionormativos, lingüísticos e identitarios. ¿Acaso no es relevante el trabajo en la configuración de esos aspectos y en la explicación de sus patologías? Y, además, ¿puede pensarse al trabajo de otra manera que no sea en términos sistémicos en la TAC?

6. Concepción dual del trabajo: como abstracción funcional y como socialización mundana

Vamos a intentar mostrar escuetamente que, en verdad, subyace a la TAC una concepción dual del trabajo. Este dualismo no solo permite obtener una mirada más amplia sobre el fenómeno del trabajo, sino también lo sitúa - nada menos - como un concepto central y articulador en la teoría social habermasiana.

Justamente, esa visión del trabajo la explicita Habermas cuando desarrolla una interpretación de Marx que pueda ligarse a la tesis de la colonización interna del mundo de la vida.

Ahora bien, no se trata de descifrar, por así decirlo, alguna referencia oculta o inconsciente en la Obra de Habermas, sino de seguir lo que él mismo señala explícitamente: su intención de traducir la teoría marxista del valor en términos comunicativos para plantear el proceso de cosificación como la colonización interna del mundo de la vida (Ibídem: 472).

El recurso a Marx se vuelve imprescindible en primer lugar para situar el origen del proceso de cosificación en la dinámica expansiva de los sistemas que organizan la reproducción material y no en la propia racionalización del mundo de la vida o en la especialización de las esferas culturales de acción, como supondría una postura weberiana ya tildada como neoconservadora (Ibídem: 468-469).

En efecto, la teoría del valor centrada en el concepto de mercancía asume también un carácter dual aunque, esta vez, a la manera habermasiana, se debe entender ese dualismo como la convivencia entre un enfoque explicativo del observador no implicado, y una actitud realizativa al adoptar la perspectiva de los afectados18.

Esto es, se puede estudiar el proceso de producción como un sistema autorregulado en el cual el capital se autorrealiza o valoriza en la relación de intercambio de fuerza de trabajo por salario: el capital se reproduce a sí mismo como un sistema de reglas anónimas19 - incluyendo los ciclos de crisis-, adoptando la forma institucional del contrato libre de trabajo.

A la par, se puede tomar en conjunto esa realización del capital como un proceso de enfrentamientos de clases sociales - en la relación de capital y trabajo -, de explotación y alienación de la fuerza de trabajo - en el intercambio por salario (Ibídem: 473).

En ese sentido, las dos posiciones fundamentales que organizan el aparato productivo lo constituyen la fuerza de trabajo asalariada y el capital; en sus diversas formas se establece una relación de subsunción del trabajo al capital. Este tipo de vínculo es posible gracias a la monetarización de la fuerza de trabajo. Lo que en términos funcional-sistémicos20 aparece como un intercambio entre fuerza de trabajo y capital a través del medio de control dinero, en clave interna o desde la perspectiva de los participantes, no puede entenderse de otra manera que como explotación de la fuerza de trabajo.

Pues entonces, el concepto de mercancía es fundamental para pensar el trabajo. Es decir, el trabajo, como fuerza de trabajo se constituye en mercancía y posee una naturaleza doble: es rendimiento que adquiere un carácter abstracto para ser intercambiado por dinero y, a su vez, no deja de ser un tipo de acción que implica la explotación del productor. En este último sentido, se trata de acciones concretas inscriptas en plexos de interacciones en donde el trabajador transfiere su fuerza de trabajo a la organización misma.

De ahí que la fuerza de trabajo es un tipo de mercancía muy particular: remite a un aspecto ineludiblemente vivo y concreto, inherente al productor y al contexto vital que representa su mundo de la vida. La fuerza del trabajo pertenece al propio sujeto trabajador de manera constitutiva; es una disposición propia de la subjetividad y, por lo tanto, no surge ya determinada por la finalidad de ser vendida o intercambiada por dinero. Siguiendo - al menos convencionalmente- un lineamiento marxista, Habermas reconoce que el trabajo concreto implica una caracterización y una situación mundana específica; se trata de ejercer un tipo de actividad propia significada socialmente (Ibídem: 474). Pero, en cuanto trabajo asalariado y desde el punto de vista funcional, el trabajo es abstracto, indiferente a esas condiciones contextuales subjetivas y sociales; deviene entonces trabajo indiferenciado, general, que cumple la función de creación de valor en la producción de mercancías21.

Esto es, el trabajo, como vivo y concreto, está por así decirlo, envuelto en el mundo de la vida y en las experiencias vitales de los propios sujetos actuantes22. Por ello, se le imputan significados, valoraciones, intenciones y afecciones subjetivan tés; se proyectan en él los elementos típicos de la subjetividad individual y social: deseos, propósitos y ambiciones personales, anhelos altruistas, sentimientos de frustración, actitudes de abnegación, sacrificio, disciplinamiento, codicia, sentimientos de gratificación, etc.

En última instancia, la subjetividad - en términos individuales como colectivos - no se mantiene ajena, sino que es afectada sustancialmente por este tipo de interacción social aun en su forma capitalista asalariada.

Por su parte, si la socialización implica la conformación de una individualidad en su interacción con los demás23; bien podría pensarse de esa manera en la TAC: el trabajo, en tanto modo de mediación social constituye en sí mismo un elemento socializador, desde la perspectiva interna de cada participante de un mundo de la vida. Es decir, participa en la constitución intersubjetiva de cada individuo en su singularidad. Y esa formación de la individualidad la podríamos estimar en al menos cuatros aspectos: el desarrollo cognitivo, normativo, afectivo y la emergencia de la identidad personal.

En cuanto a lo cognitivo, el trabajo implica determinadas condiciones de desarrollo vinculadas con el deslinde de un mundo objetivo y las habilidades técnicas y manipulativas. Ellas se manifiestan en la etapa infantil egocéntrica de despliegue del pensamiento operacional concreto (según la terminología piagetiana) y luego en el período operacional-formal; el niño adquiere un modo de percepción descentrada de la realidad y la concomitante capacidad para adoptar una actitud objetivante frente a lo externo.

Como hemos visto en la tipología habermasiana centrada en la acción comunicativa, el trabajo, aún planteado como acción estratégica orientado al éxito, no está desligado del todo de la racionalidad comunicativa y de la función primordial del lenguaje hacia el entendimiento. Pues la práctica misma del trabajo supone el aprendizaje y la internalización de determinado tipo de saberes susceptibles de explicitarse y tematizarse discursivamente.

En relación a lo normativo, el trabajo en las condiciones modernas, supone un proceso de aprendizaje moral en cuanto el sujeto debe ser capaz de adoptar no solo roles reglados según expectativas sociales, en el marco de una moral convencional; sino también mantener una actitud neutral, distante y crítica con ese sistema normativo vigente; esto es, desarrollar un punto de vista posconvencional. Por lo demás, el trabajo, en las condiciones modernas, requiere un ámbito institucional jurídico neutral frente a los órdenes éticos sustantivos. Así, el trabajador se integra a una organización de trabajo si es capaz de exceder la perspectiva ética meramente convencional24.

De manera análoga, la identidad y la estructura motivacional de los sujetos se constituye en procesos interactivos en la familia y más allá de ella, introyectando roles y figuras sociales cada vez más abstractas. En ese sentido, el trabajo implica también la constitución de un adulto “individuado”, en su carácter “singular”, único e irrepetible. Esa individuación conlleva un alto grado de reflexividad y potencialidad creativa personal.

Si bien Habermas sitúa en el núcleo de la identidad personal, la adquisición de habilidades interactivas que permitan a los sujetos intervenir en situaciones discursivas cada vez más exigentes; también esas competencias son indispensables para introducirse en el mundo del trabajo. No es difícil admitir que los mismos desarrollos distorsivos y patológicos que perturban sistemáticamente la comunicación discursiva, incapacitan también para el trabajo: trastornos graves en la constitución psíquica, deficiencias cognitivas para el pensamiento operativo formal y para la actitud objetivante, déficit en una moral excesivamente concretizada, etc.

En definitiva, el trabajo no sólo supone determinado proceso de socialización en tales dimensiones de la subjetividad e intersubjetividad, sino que, de alguna manera, constituye una continuación de la socialización propiamente dicha. Es decir, el trabajo en su aspecto vivo y concreto, en condiciones modernas, contiene efectos inequívocamente socializadores. Como actividad concreta en el horizonte de un mundo de la vida específico, reviste específicos vínculos intersubjetivos que van configurando interactivamente a cada sujeto en su identidad personal, en sus condiciones cognitivas, psíquicas motivacionales y también morales.

7. Esbozo provisional en torno al trabajo como eje articulador de los planos sistémicos y mundanos en la TAC

Si retomamos las interrogaciones iniciales dirigidas a la TAC en cuanto a su capacidad para aprehender críticamente e identificar relaciones de dominio y elementos potencialmente emancipatorios en las propias relaciones de trabajo, con seguridad, no obtendríamos una respuesta clara e inmediata a partir de nuestro recorrido. Pero, al menos, podríamos afirmar que no necesariamente se deriva de la TAC una versión del trabajo puramente técnica, aséptica, despojada de cualquier connotación valorativa, vivencial y conflictiva.

Podríamos también añadir que su tipología de la acción social conectada intrínsecamente a una reformulación comunicativa de la racionalidad, no lo compromete con una necesaria caracterización del trabajo como quehacer técnico, instrumental o estratégico. Aun más, lo específicamente técnico y estratégico debe ser presentado como un caso articulado en una racionalidad comunicativa y no como su par antagónico25.

No obstante, a través de una concepción dual del trabajo, podemos finalmente situarlo en el eje de una teoría social crítica tal como Habermas lo plantea.

Quizá nuestro autor no se explaya suficientemente sobre esta cuestión, pero uno podría prolongar este cuadro del trabajo a partir de sus propias afirmaciones sobre su carácter vivo y concreto, contemplado desde el mundo de la vida. De ese modo, el trabajo es pensado como una fuerza inherente al propio sujeto.

Efectivamente, como el propio Habermas admite, la fuerza de trabajo no sólo nace del hombre y no puede separarse de él, sino que puede ser puesto en movimiento solo por él. Es el productor en última instancia quien decide, en calidad de dueño o propietario de su fuerza de trabajo. De alguna manera, el trabajo es praxis libre, constituye el ejercicio concreto de la libertad. Y el trabajo puede estar además centralmente vinculado a la concreción de proyectos de vidas específicos, a la realización de un modo de vida personal escogido de manera reflexiva, autónoma y creativa. Pues entonces, esa libertad, no sólo reside en la decisión de poner en movimiento esa energía transformadora que implica este tipo de actividad, sino también en la proyección de un modo de vida autónomo y gratificante en términos éticos y aun estéticos.

Pero, ¿se pueden desprender legítimamente todas estas consideraciones a partir de la TAC? La concepción dual significa que el trabajo es, por una parte, actividad productiva creadora de valor de cambio de manera indiferente a las situaciones concretas que enmarcan, por así decirlo, significativamente a dicha actividad. El trabajo, bajo la perspectiva sistémica, es despersonalizado, despojado de toda ligazón normativa y de toda significación vital referida a una tradición cultural específica y a proyectos de vida singularizados.

Para describir este costado del trabajo, Habermas utiliza el concepto de abstracción real. Esto es, el trabajo, propiamente dicho, no aparece como una acción, en su estructura teleológica adscripta o imputada a una voluntad subjetiva, sino como un engranaje concatenado de manera anónima; como elementos agregados a través del medio dinero, que se enlazan por sus efectos no intencionales, constituyendo una gran red de carácter objetivo, real, a pesar de ser en principio una abstracción o separación de los contextos vitales concretos. (Ibídem: 475)

Esta gran red o sistema funciona o debe entenderse como un conjunto de elementos que se constituye como una segunda naturaleza. Eso significa que en principio, el trabajo es parte de los individuos, como acción, pero se extraña de ellos y conforma un mecanismo autónomo de las voluntades subjetivas o, mejor dicho, hace irreconocible la huella subjetiva en esa máquina funcional (Ibídem: 478)26.

Ahora bien, para Habermas, el trabajo, incluso en las sociedades más desarrolladas y evolucionadas en términos de producción y organización compleja de su economía, no puede ser reducido a su abstracción (aun real).

De ahí la importancia que el propio Habermas asigna al carácter dual del trabajo. Únicamente de esa manera, adquiere sentido plantearse la metamorfosis del trabajo concreto al abstracto (Ibídem: 478). Pero, además, sólo así es posible dar cuenta del “doloroso” hecho o los costes - subjetivos mundanos- que significa esta conversión.

Pues es en el trabajo vivo - aspecto inseparable de la propia subjetividad - donde se vivencia justamente el padecimiento de esta expoliación de las energías de trabajo. Es allí donde se alojan los potenciales conflictos y también los elementos de resistencia, rechazo y a su vez anhelo de cambio y liberación de esa subsunción.

Esto es lo que necesariamente debe suponer una postura teórica al analizar la intervención estatal como un proceso compensatorio - monetario y terapéutico - que canaliza y estabiliza ideológicamente la integración social. Pero tal estabilización no se logra sin la producción de síntomas y efectos colaterales patológicos que se manifestarán justamente en el mundo de la vida como ámbito de reproducción simbólica (y pueden a largo plazo acarrear una inestabilidad mayor, aunque su estimación se torna muy difusa).

Es decir, esa concepción dual del trabajo, considerado al mismo tiempo como abstracción real y como actividad inserta estructuralmente en mundos de la vida concretos, permite una mirada crítica que identifique efectos adversos y elementos de resistencia dinamizadores de una posible transformación social.

Podríamos decir entonces que el trabajo, en términos globales, es una categoría que articula el plano sistémico con el mundo de la vida, de la siguiente manera: el trabajo es en sí mismo una fuente de conexión y una arena de “lucha” entre los imperativos sistémicos y los aspectos mundanos que padecen, al mismo tiempo que resisten y rechazan tal subsunción.

Recapitulando: desde el mundo de la vida obtenemos una imagen del trabajo arraigado en las experiencias vitales de los sujetos que se constituyen de manera recíproca. Es allí mismo donde está, como dice el propio Habermas, la “verdad sobre el capital” (Ibídem: 479); en las significaciones negativas, de resistencia, de rechazo, de insatisfacción. Allí se alojan tanto la pérdida de la libertad como la carencia de sentido; la alienación y la anomia. Pero también allí se alberga de alguna manera, el germen del cambio y las aspiraciones a una vida des-alienada; el impulso hacia relaciones sociales más fraternas y humanizadas. La solidaridad de clases se forja en el dolor compartido. Creemos que esto lo podemos dimensionar más cabalmente a partir de esa vinculación mundana.

Ahora bien, esta perspectiva no estará ausente de marcadas diferencias y críticas hacia Marx., Habermas considera que la organización sistémica de la economía no constituye en sí mismo un proceso alienante27, pero sí sus efectos expansivos en el mundo de la vida. Esto lo diferenciaría de una postura clásica marxista: el trabajo en su monetarización y conversión en una abstracción no significa en sí mismo cosificador. Aun si lo fuera, no constituye dialécticamente un proceso de liberación que suprima finalmente esta modalidad de trabajo. Pues Habermas se opone a que de este proceso de transformación del trabajo se siga una necesaria lógica dialéctica que suponga la reunificación de la sociedad escindida y, por lo tanto, la supresión de una organización sistémica de la economía y la administración pública28.

Esto no implica que, para Habermas, el carácter dual de la sociedad y del trabajo sea insuperables. Pues también incurriría en una especie de apresurada ontologización de una división acaso históricamente cambiante. En verdad, se trata de una cuestión abierta; para nada concluyente. Ni siquiera se puede anticipar con exactitud, de manera especulativa, hasta qué punto el mundo de la vida puede regular los mecanismos sistémicos o bien, a la inversa, los medios de control - el dinero y el poder - acaban por destruirlo completamente.

En todo caso, el marco categorial de la TAC puede valer para aprehender una situación en última instancia de tensión en ciertas tendencias que pueden llegar a predominar hacia un lado u otro. El proceso del trabajo, en tanto eje articulador, expresará entonces los conflictos, las pujas e incluso las relaciones paradojales que se reconocerán como parte del núcleo de la sociedad contemporánea. Ello sucede fundamentalmente cuando el trabajo concreto configurado simbólicamente en el mundo de la vida posibilita la aparición y el aumento del capital, cuyo imperativo autonomizado y desdoblado como sistema económico y administración burocrática, opera de manera lesiva sobre ese mismo mundo de la vida.

Como señaláramos anteriormente, tal vez Habermas no se explaya suficientemente ni sigue en todas sus consecuencias las observaciones que él mismo efectúa en la TAC sobre el trabajo. Además, el énfasis con que toma distancia de una Filosofía de la praxis y de un paradigma de la producción de inspiración marxista, atrapados en los esquemas conceptuales de una filosofía de la conciencia, lo obliga a subrayar una y otra vez que se debe trocar el modelo de la actividad productiva por el de la acción comunicativa. Entonces, aparentemente, la TAC no aporta nada substantivamente nuevo sobre el trabajo, en relación a su temprana tesis de Trabajo e Interacción.

Sin embargo, más allá de lo que el propio Habermas pudiera reconocer, creemos que nuestra lectura sobre el trabajo en la TAC sigue los lineamientos generales de su estructura conceptual sin violentar ni contradecir su pretensión de fundar una teoría crítica sobre bases comunicativas.

En definitiva, una teoría social crítica que pretenda elaborar un fundamento lingüístico- intersubjetivo y así superar los esquemas propios de una filosofía de la conciencia o de la subjetividad, no necesariamente debe renunciar a plantear el carácter estructural del trabajo y sus conflictos en las condiciones de una sociedad capitalista. Al contrario, debe encontrar allí un punto de partida fructífero para señalar las relaciones sociales menoscabadas y las inmanentes aspiraciones a su transformación.

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1 De ahora en más nos referiremos a la Teoría de la acción comunicativa como TAC.

2Con más razón, si hacemos referencia a nuestro horizonte situacional latinoamericano, en donde los procesos de modernización que incluyeron una sociedad perfectamente integrada a través del trabajo y las protecciones del Estado de Bienestar se han dado de manera heterogénea o bien, fallida; y las posteriores crisis en el trabajo se están dando de manera incluso más dramática (Antunes, 2001).

3Por ejemplo, la sobreexplotación y el trabajo esclavo ligado a las culturas subalternas, o el problema del trabajo doméstico y las relaciones de género (Federici, 2013).

4El caso emblemático, en este sentido, es la crítica que el joven Marx emprende a la Filosofía del Derecho y del Espíritu en Hegel (Marx, Fromm), pero también se puede rastrear en el mismo Hegel - en particular en su obra temprana en Jena - una crítica a las perspectiva idealista trascedental, como la de Kant, tomando como referencia central al trabajo como praxis. (Lowith, 2008 ) De Zan, 2009).

5e presenta como alternativa frente a la clásica tipología de la acción social de Max Weber.

6Con “Filosofía de la praxis”, Habermas hace aquí referencia a cierta corriente de pensamiento marxista occidental articulada con la tradición fenomenológica de Husserl y Heidegger que se expresaría en el joven Marcuse, en Sartre y luego, de alguna manera, en Agnes Heller. En verdad, no se trata efectivamente de un grupo o círculo constituido ni fácilmente identificable, sino más bien de una denominación, con límites bastantes difusos ,que hace Habermas, en tanto estos pensadores se inspiran en una lectura fenomenológica del Marx de los Manuscritos económico-filosóficos (Marx, 1961) para desarrollar un renovado concepto de praxis que liga esencialmente la actividad productiva a condiciones normativas, políticas y antropológicas; por esa razón, Habermas los sitúa además en el “paradigma de la producción” (1989b: 99-100)

7Habermas da por descontado que, en las condiciones culturales y teóricas del mundo moderno y contemporáneo, está muy cuestionada la posibilidad de una Filosofía que se presente como un saber totalizante y absoluto acerca de todos los aspectos de la realidad, incluyendo naturalmente la cuestión de la “racionalidad”. De ahí que vivimos un período “postmetafísico” (López Molina, 2012) A su vez, la Sociología, como disciplina que nace y estudia las crisis que generan las transformaciones modernas en la sociedad, se hace cargo de los aspectos más conflictivos, problemáticos y patológicos de la racionalización social, que otras disciplinas sociales, más o menos contemporáneas como la Economía o la Ciencia Política, dejan de lado (Habermas, 1987a: 18-21)

8Incluso, el título que da comienzo al capítulo quinto del segundo volumen de la TAC es el siguiente: “El cambio de paradigma en Mead y Durkheim. De la actividad teleológica a la acción comunicativa” (1987b: 7)

9Se trata de una denominación que corre por nuestra cuenta, ad hoc, porque Habermas, cuando pasa revista a los tipos de acción social no estratégicos, sólo nombra la acción regulada por normas y acción dramatúrgica (1989a: 484-486); pero se trata naturalmente de un caso diferente que pone en juego otro tipo de pretensión de validez, y es el caso que más utiliza Habermas cuando contrapone a acción estratégica.

10Y, huelga decir, nadie está exceptuado de habitar algún mundo de la vida concreto.

11Aquí Habermas pretende seguir más la concepción del lenguaje de Humboldt y no tanto la filosofía fenomenológica de Husserl (Ibídem: 176-177).

12A pesar también de las críticas e intentos de desplazamientos que intentan efectuar en relación a la fenomenología de Husserl. Pero también Habermas tomará distancia de la sociología interpretativa de Alfred Schütz al entender que reduce su comprensión del mundo de la vida sólo al aspecto “cultural”, Más adelante veremos que intenta además trazar un esquema evolutivo tripartito que lo termina de alejar sustancialmente de Schütz (Ibídem: 187- 191).

13De todas maneras, existen razones para revisar la lectura que Habermas hace de Schütz en cuanto a la cuestión de la intersubjetividad y el lenguaje (Belvedere, 2012).

14Habermas sigue de cerca, en lo que hace a la mutua constitución de la economía y del estado moderno, la categorización de Parsons.

15Además, el proceso de racionalización del mundo de la vida entendido como una diferenciación acentuada de sus componentes estructurales, implica un incremento en su propia vulnerabilidad frente al avasallamiento sistémico.

16Además, el planteo en torno al Estado de Bienestar, en su intervención terapéutica y compensatoria hacia la clase trabajadora, tiene sentido si partimos de la premisa de que la sociedad capitalista contemporánea está estructurada en clases sociales antagónicas.

17Curiosamente, casi de manera simultánea a la publicación de su TAC a principios de los 80, ya Habermas era consciente de la crisis severa que se avecinaba sobre el Estado de Bienestar y ello se refleja en sus Ensayos políticos (1988a). Sin embargo, estas observaciones no estás contempladas sistemáticamente en la construcción teórica que a la par efectúa en la TAC, pues supone un Estado que actúa de manera más o menos exitosa, tanto para compensar a la población monetariamente, como para auxiliar al aparato productivo en sus crisis cíclicas. Aunque también admite que la marcha futura del capitalismo es una cuestión abierta empíricamente y ello podría incluir la posibilidad de un repliegue del Estado de Bienestar y un recrudecer de los antagonismos de clase de una manera más abierta en los países más desarrollados y centrales del capitalismo mundial.

18Tal como lo plantea, en términos epistemológicos, en La lógica de la Ciencias Sociales (Habermas, 1988b: 81-124), aunque no podemos profundizar en esa dirección.

19A diferencia de las formaciones productivas precapitalistas, la explotación económica capitalista funciona como un mecanismo impersonal.

20Bajo esa denominación incluimos, en última instancia, la apropiación que Habermas hace de la categorización más elemental utilizada por Parsons.

21Desde luego que hay una inequívoca inspiración en la concepción dual del trabajo presentada por Marx en el primer capítulo de El Capital.

22Aquí se puede trazar un vínculo con la noción de trabajo vivo en, por ejemplo, la Filosofía de la Liberación (Ortega Reyna, 2014) o en abordajes desde la Psicología más recientes (Dejours, 2012)

23Esto es, la noción de Habermas de la individuación por vía de la socialización (Habermas, 1990)

24Eso no significa que deba renunciar a una ética sustancial pero puede ser capaz de deslindar instancias - en el trabajo - que son “neutrales” o indiferentes a distintos sistemas morales y formas de vida concretas.

25Esta idea está desarrollada en una tesis inédita “Trabajo y acción comunicativa. Un estudio exploratorio de la teoría de Jürgen Habermas” de Omar Aguilar (1994), quien gentilmente facilitó mi acceso a su lectura.

26Desde luego, Habermas reconoce que ningún ámbito de interacción social, por más radical que sea el planteamiento sistémico, puede prescindir del lenguaje cotidiano de relaciones informales, como un elemento vital e imprescindible y que en todo caso esas imágenes weberiana de la burocracia como jaula de hierro acentúan de manera exagerada esos rasgos.

27En verdad, estará considerado como un paso evolutivo positivo y necesario. Aunque también debería revisarse con mayor escrupulosidad si realmente Marx no lo juzgaba también de esa manera.

28Habermas acusa a una lógica hegeliana marxista como teleológica y totalizante que supondría un proceso final de unificación del mundo social.

Recibido: 26 de Octubre de 2018; Aprobado: 25 de Mayo de 2019

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