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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc. vol.21 no.35 Santiago del Estero dic. 2020

 

 

Un momento durkheimiano y un momento marxiano en la crisis sanitaria de la COVID-19

 

Andrés PEDREÑO CÁNOVAS*

 

“la enfermedad, que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad. Esto era desconcertante”

“Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”

(Albert Camus, La Peste, 1947)

1. Introducción

Lo que el lector va a encontrar en estas líneas son observaciones y reflexiones de un sociólogo español que escribió y pensó, durante los meses de confinamiento y estado de alarma por la crisis sanitaria de la COVID-19 (entre el 14 de marzo y el 21 de junio), junto con otros colegas del Departamento de Sociología de la Universidad de Murcia, alrededor de una obra colectiva: la realización del blog Sociología en Cuarentena1 2.

Ciertamente nuestros colegas de filosofía han estado mucho más movilizados a la hora de reflexionar sobre esta crisis. Pero espero no ser muy injusto con los que han hecho un trabajo serio y riguroso si afirmo que en el campo filosófico notables representantes del mismo se han dejado arrastrar por la novedad del fenómeno y así acuñar lecturas del acontecimiento caracterizadas por el exceso, las cuales se pueden ordenar en torno a dos polos: por un lado, los que han querido ver el advenimiento de un estado policial de control total (Agamben como figura central), y por otro, los que han vaticinado el definitivo hundimiento del neoliberalismo y la emergencia de alguna utopía ecologista o comunista (Zizek como figura emblemática).

Igualmente, no sé si será muy prudente afirmar que, en términos generales, me parece que los sociólogos hemos tratado de avanzar de una forma más humilde a la hora de interpretar esta crisis tratando de respetar los controles epistémicos de nuestra disciplina: “una constatación de “novedad” tiene que manejarse en las ciencias sociales con tenazas o con una larga cuchara: historiadores y sociólogos han visto a muchos escaldados por haber querido servir en estado incandescente esta posición diabólica” (Passeron).

El lector juzgará si “las tenazas” o “la larga cuchara” que hemos empleado en la observación sociológica de la crisis sanitaria han sido las pertinentes o no. Decía Passeron que “un indicador no es el anuncio de una epifanía”. Por ello, quizás convenga fijar nuestra posición desde el principio frente a las dos epifanías anunciadas por el campo filosófico:

1a) La epifanía del advenimiento de un estado policial. Pensadores como Agamben han querido leer el momento que nos ha tocado vivir como la constatación de “una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma moral de gobierno” (en La Invención de una Epidemia, 26-II-2020), la cual podría llegar a producir “la degeneración de las relaciones entre los hombres”, pues, de facto, “nuestro prójimo ha sido abolido” (en Contagio, 11-III-2020). Entre nosotros, el sociólogo César Rendueles percibe una “tormenta de autoritarismo”: “el Ejército en la calle, llamamientos a la unidad nacional, limitación del poder autonómico, comunitarismo represivo y ruedas de prensa prime time a cargo de un general” (en El País, 29-III-2020). Frente a estas lecturas, el filósofo italiano Roberto Esposito ha tenido el mérito de subrayar que el protagonismo de esta crisis no es solamente de los gobernantes, sino también del personal de la sanidad y de protección civil. Justamente es la pluralidad de este liderazgo colectivo, añade Esposito, “la verdadera contraparte de cualquier deriva hacia el estado de excepción”. Y continúa: “por supuesto, lo que estamos viviendo es un estado de emergencia. Pero determinado, más que por una voluntad soberana, por la necesidad objetiva de proteger nuestras sociedades de algo imperceptible que lo ataca desde adentro” (en Democracia en tiempo de coronavirus, 30-III-2020).

En este artículo defiendo las tesis que hemos planteado en el blog Sociología en Cuarentena. Nuestra hipótesis desde los inicios fue que esta crisis sanitaria había hecho emerger un momento sociológicamente durkheimiano. Ello nos hizo subrayar desde el primer momento la solidaridad colectiva tejida entre lo social, la división social del trabajo, los servicios públicos y la administración política. Pero también las desigualdades, daños y faltas de reconocimiento que la crisis ha sacado a la luz trágicamente. Este planteamiento nos aleja de las lecturas como las de Agamben y Rendueles centradas en el ojo vigilante y represivo del soberano, y nos aproxima a las tesis defendidas por Esposito del liderazgo colectivo.

2a) La epifanía del final del neoliberalismo y la irrupción de alguna modalidad de sociedad utópica como el comunismo (defiende Zizek). A nuestro modo de ver, el neoliberalismo está en declive desde al menos la crisis financiera de 2008 y no parece que esta crisis sanitaria precipite ningún final, sino que más bien está sirviendo para presentar su peor rostro: la altísima población de profesionales sanitarios contagiados por el virus, así como la tremenda mortalidad de ancianos en las Residencias son indicadores que muestran a las claras que el neoliberalismo ya no es portador de ningún “mundo feliz”. Más bien al contrario. Al tiempo, una Internacional ultrarreaccionaria que tiene en Trump a su principal referente, pero que se despliega por un buen número de realidades nacionales en todo el planeta (Bolsonaro en Brasil, PP-VOX en España, etc.), enarbolan una modalidad de neoliberalismo autoritario y excluyente como salida al declive de la globalización. De tal forma que la crisis sanitaria no anuncia ninguna utopía final pero sí precipita la controversia social sobre las formas políticas y económicas más adecuadas para encarar el declive neoliberal. Por ello, desde el colectivo-blog Sociología en Cuarentena arriesgamos la hipótesis de que estamos entrando en “un momento marxiano de la crisis sanitaria”.

2. El momento durkheimiano

Tantos años azotados por la visión postmodema del mundo o por el individualismo neoliberal que hasta la sociología parecía haberse olvidado de uno de sus conceptos centrales: la división social del trabajo. La pandemia global provocada por la covid-19 ha vuelto a actualizar una enseñanza básica de la sociología que se remonta al ideario republicano de Émile Durkheim, esto es, que en la división social del trabajo se constituye un individualismo moral que es fuente de solidaridad colectiva.

La “guerra contra el virus” y la estrategia del confinamiento no hubiese sido posible sin el despliegue de esa solidaridad inherente a la división social del trabajo. Solamente en circunstancias excepcionales tenemos el privilegio de contemplar tan diáfanamente el hermosísimo entramado de interdependencias tejido por la movilización general de los diferentes colectivos de trabajadores: el personal de la sanidad pública en la primera línea del frente en la guerra contra el virus, los trabajadores agrícolas abasteciendo de alimentos a los comerciantes, los educadores manteniendo la enseñanza a través de herramientas virtuales o salvando las distancias como se pudiese, los y las limpiadoras desinfectando hospitales, el trabajo sumergido pero indispensable del cuidado de la infancia y de las personas dependientes realizado en el espacio anónimo de los hogares en las largas horas del confinamiento, el servicio de las Residencias de Ancianos y un largo etcétera. Viendo todo esto cómo no recuperar la lectura de “La División del Trabajo Social” que Durkheim escribiera en 1896:

“Cuando las conciencias individuales, en lugar de permanecer separadas unas de otras, establecen relaciones, actúan efectivamente unas sobre otras, forman una síntesis que crea una vida psíquica nueva ... Arrastrado por la colectividad en la división social del trabajo, el individuo se desinteresa de sí mismo, se olvida, se entrega por completo a fines colectivos”.

Altruismo, cooperación y ayuda mutua: todo esto está también en la división social del trabajo. Tiene un indudable interés sociológico recopilar todas las iniciativas sociales de ayuda mutua que han proliferado en la actual crisis sanitaria, particularmente durante el confinamiento. Barrios donde los jóvenes se ofrecen a los vecinos más mayores para atenderlos en sus necesidades de compra o atención. O esas mujeres de Petrel, Alhama de Murcia o Segovia que cosen batas o mascarillas para llevarlas al Centro de Salud para que sean utilizados por el personal sanitario. Hemos visto muchas iniciativas de entrega. El mismo confinamiento no dejó de basarse en el principio de ayuda mutua, pues con tal acto de reclusión pudimos proteger tanto a los profesionales sanitarios como a las personas con mayor riesgo. Siendo así, cómo no releer al genial anarquista Piotr Kropotkin quien en su obra La Ayuda Mutua (1902) vislumbró la emergencia de la cooperación como parte de la historia evolutiva animal y humana:

“Y a en los comienzos de la vida social existió naturalmente, en cierta medida, la identificación entre los intereses del individuo y los de su grupo, y asimismo la encontramos entre los animales inferiores. Pero a medida que se arraigan las relaciones de igualdad y de justicia en las sociedades humanas va preparándose el terreno para el refinamiento de las mismas. Merced a ellas el hombre se acostumbra a descubrir el reflejo de su conducta en la sociedad entera, hasta tal punto que llega a abstenerse de molestar a los demás renunciando a la satisfacción de un apetito o de un deseo. Y hasta tal punto llega a identificar sus sentimientos con los de los demás que se halla dispuesto a sacrificar sus fuerzas para el bien de sus semejantes sin espera de recompensa”.

3.Una división del trabajo social dañada

Es un tanto enigmático, pero ¡bendito enigma!, la rapidez con la que se rehacen la conciencia colectiva y el deber profesional en estos tiempos amargos, si tenemos en cuenta lo dañada que está la división social del trabajo tras décadas de precariedad laboral y recortes del gasto público. En efecto, en las últimas décadas, sobre las ruinas de la moral colectiva se ha venido edificando una auténtica “sociedad del desprecio” (Axel Honneth): desprecio hacia el valor del trabajo y sus derechos, desprecio hacia lo colectivo y los derechos sociales. Por ello, en estos días de estado de excepción, esos mismos colectivos despreciados ponen encima de la mesa exigencias de reconocimiento: en términos simbólicos -aplausos- pero también materiales: gasto público, derechos laborales, derechos sociales.

¡Estad atentos a sus reclamaciones, fundamentales para el vivir juntos! El personal de la sanidad pública nos dice que ni han dispuesto de medidas suficientes de autoprotección frente al virus ni tampoco han contado con suficientes respiradores artificiales para atender a todos los enfermos en las UCI y reiteran que los recortes matan. Una limpiadora denuncia que siempre ha sido invisible y peor pagada, pero ahora, dice orgullosa, “la gente me da las gracias”. Un jornalero marroquí consciente de que con su trabajo abastece los supermercados cuestiona sus derechos precarios. Los operadores de mantenimiento de los ascensores denuncian “una jornada completa tocando ascensores sin ninguna protección, ni posibilidad de lavarme las manos ni tan siquiera con gel desinfectante”. Esas madres y padres que inventan todo lo imposible para entretener a sus peques en los hogares. El gesto emocionante de las trabajadoras de una residencia que deciden encerrarse con los ancianos para no contagiarlos. Por todas partes la división del trabajo “nos” habla de sus desgarros y reclama la necesidad de tejer de nuevo o restaurar el reconocimiento en forma de derechos. Vuelvo a recordarlo: la división social del trabajo, con sus deberes y derechos, con el reconocimiento frente al desprecio, es la fuente de la conciencia colectiva y de la solidaridad social. Sin ambos elementos, no podríamos ganar esta guerra contra el virus.

Esta crisis vírica actualiza algo que nunca debimos dejar que nos usurparan: el “trabajo con los otros”. Esta afortunada expresión de la socióloga francesa Daniele Linhart (inspirada en Emile Durkheim) viene a recordamos que el trabajo siempre está en una relación con la sociedad en su conjunto. Más allá de esa división administrativa entre actividades esenciales y no esenciales3, la crisis vírica que estamos viviendo valoriza el vínculo del trabajo con los otros (con la sociedad) y nos muestra -insisto en que esta enseñanza convendría no perderla de vista-, que la supervivencia y sostenibilidad de una sociedad depende de ese vínculo esencial del trabajo con los otros.

Desde el blog Sociología en Cuarentena quisimos desde el principio hacernos eco de lo que está sucediendo en el mundo del trabajo, dada la tremenda paradoja que subyace en ser considerado un trabajador o trabajadora “esencial” y al mismo tiempo sufrir unas condiciones laborales altamente degradadas. Pero es que venimos de décadas en las que el trabajo se redujo a individualismo competitivo, a empresario de sí mismo y en definitiva a un “trabajar sin los otros”. Así el trabajo dejó de ser un vínculo privilegiado de la solidaridad social y de la construcción de ciudadanía. Es más, todas las reformas laborales de las últimas décadas han ido socavando los colectivos en el trabajo y enfatizando al individuo, desde la premisa de que el valor de lo colectivo en la división social del trabajo era un peligro para la competitividad (máxime si tenía la ocurrencia de organizarse en sindicatos). El neoliberalismo decretó que el trabajo con los otros, ese vínculo esencial del trabajo con la sociedad, era un arcaísmo. En el mundo de la circulación de las mercancías, el trabajo debía ser una mercancía más en el juego infinito de los intercambios.

En estos días de crisis sanitaria estamos pudiendo valorar cuan necesario es el trabajo con los otros y cuan dañado está ese vínculo esencial. La otra noche, en el programa televisivo El Intermedio, Andrea Ropero entrevistaba a Maite Barba, una de las limpiadoras del Hospital La Paz que cada día se juegan su vida en plena crisis del coronavirus. Se preguntaba sobre las (sin)razones por las cuales las limpiadoras de hospital eran calificadas como “factores de bajo riesgo” a diferencia de las enfermeras. Decía: "Me gustaría trabajar en mejores condiciones y que los puestos fueran más acordes a las necesidades", al tiempo que subrayaba la necesidad de "un buen aumento de plantilla". "Estamos saturadas, hay compañeras que se han ido derechas al médico con taquicardias y están con antidepresivos", recuerda Maite. ¿Qué ha pasado con ese colectivo de trabajadoras en estas décadas atrás? Pues que en nombre de la rentabilidad empresarial fueron sacadas de los organigramas de los servicios públicos. A esto se le ha denominado externalización. De tal forma que una limpiadora hoy, que hace un trabajo esencial en la lucha contra el virus desinfectando hospitales y centros de salud, sin embargo, no pertenece al servicio público de salud.

Otra frase que se repite en los testimonios de trabajadores y trabajadoras que estos días circulan por los medios de comunicación y redes sociales es la de “ahora valoro más mi trabajo”. Esta frase contiene todo un diagnóstico de época. Si el mundo del trabajo ha sido cada vez más fuente de insatisfacción para las personas es porque se ha buscado sistemáticamente desde las gerencias empresariales y las reformas laborales su reducción a “empresa de sí mismo”. Pero cuando en situaciones como la crisis de estos días descubren que son parte de las relaciones de interdependencia social que vinculan a los unos con los otros, dicen eso de “ahora lo valoro” (en el programa El Intermedio esta frase es pronunciada por una emocionada trabajadora farmacéutica a la entrevistadora Andrea Ropero).

En el universo laboral de la larga noche neoliberal, tal y como viene demostrándolo la Sociología del Trabajo, son muchas las actividades productivas en las que se ha cortado este vínculo del trabajo con la sociedad. La socióloga francesa Daniele Linhart lleva años en una fecunda trayectoria de investigación indagando sobre esta ruptura (en castellano su libro ¿Trabajar sin los Otros?, fue editado por Publicaciones de la Universidad de Valencia en 2014). Esta socióloga demuestra cómo se ha ido construyendo sistemáticamente “una identidad de empresa”, pidiéndole a los asalariados una lealtad sin fisura con los objetivos del beneficio económico en detrimento de otras formas de vinculación e identidad:

“Se podría decir, a grandes rasgos, que la empresa, en la globalización, tiende a cortar el vínculo (simbólico e identitario) entre sus asalariados y la sociedad, y solo deja en pie el vínculo que los une a ella misma en el marco de una relación a menudo incierta. En un mundo del trabajo cada vez más dominado por una gestión sistemáticamente individualizada, los asalariados se ven abocados a perder no solo un modo de vida en el que los colectivos desempeñan un rol potente en la socialización en el trabajo, sino también a cortar el “cordón umbilical” que los liga a la sociedad. Obligados a situarse, en el terreno identitario y simbólico, en un mundo en el que prima mucho más la competencia que la interdependencia, el único don que les queda es el que se entrega a su empresa” (Daniéle Linhart, 2014 p.58).

Esta “identidad de empresa”, que se enviste bajo ropajes de modernidad, trato cortés, gestión de recursos humanos, etc., conlleva, sin embargo, tal violencia simbólica de reducción del trabajo a puro cálculo utilitarista que no creo exagerar si hablamos de “una dictadura sobre el proletariado”.

Ojalá las investigaciones sociológicas de Daniele Linhart no se duerman en las estanterías y extraigamos la gran enseñanza política que contiene. La crisis vírica nos ha recordado que la fortaleza de una sociedad depende de la vocación de servicio hacia los otros, una vocación que no es solamente propia de los funcionarios públicos, sino también del resto de los trabajadores y trabajadoras. La verdadera movilización general a la que estamos asistiendo es la del mundo del trabajo que está, literalmente, echándose sobre sus espaldas, la supervivencia presente y futura del país.

4. Dos indicios de pulsión de muerte

Para entender la naturaleza social de la crisis sanitaria en España proponemos destacar dos indicadores trágicos: 1°) el elevado porcentaje de profesionales sanitarios contagiados por el virus y 2°) la mortalidad de personas ancianas en las Residencias.

Los datos del primer indicador son los siguientes: “el número de profesionales sanitarios contagiados por coronavirus Covid-19 en España desde el inicio de la crisis asciende a 51.849 hasta el 11 de junio, y 63 fallecidos hasta el 5 de junio. España acumula así un total de 243.209 casos de coronavirus confirmados por PCR, de modo que más del 21,3 por ciento de estos contagios corresponden a personal sanitario” (según la información que proporciona el Ministerio de Sanidad).

Estos datos sitúan a España en cabeza del ranking mundial. Mientras aquí uno de cada cinco está contagiado en otros países como China, apenas reportan un 3,8%y en EE UU suponen entre el 3% de media en el país hasta el 11% en algunos estados. Esta imagen la recoge un informe del Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades (ECDC) de finales de abril, que subrayaba las diferencias entre los países más castigados por la pandemia. En este sentido, Italia es el que más se acerca a España, pero tan sólo la alcanza con 11% global, e iguala con una de sus zonas más castigadas, Lombardía, donde sí que llegan a nuestro 20%.

Según la Red Nacional de Seguimiento Epidemiológico, “la distribución por sexo y grupo de edad, con respecto a la distribución del total de casos notificados a la RENAVE, indica que en los casos de COVID-19 en personal sanitario están sobrerrepresentadas las mujeres en todos los grupos de edad, excepto en los mayores de 65 años”. Este dato evidencia que las mujeres están en la primera línea de la labor de los cuidados sociales -en la sanidad y en otros muchos sectores-. Como las mujeres también son el género mayoritario en el personal sanitario han tenido una mayor exposición y de ahí su sobre representación dentro del personal contagiado.

Es difícil no vincular este indicador trágico a lo que ha sido el proceso de recortes en el gasto público dedicado a la sanidad de los últimos años, particularmente desde las políticas de austeridad impuestas por los gobiernos europeos a raíz de la crisis de 2008. Estos son los datos:

Italia: 3,95 médicos/1.000 habitantes, 3,4 camas/1.000 h, sanidad: 9, 2% del PNB. España: 3,82 médicos/1000 h, 3, 1% camas/1.000 h, sanidad: 9% del PIB. Alemania: 4,13 médicos/1.000 h, 8,2 camas/1000 h, 11,3% del PIB. España tiene 216,64 camas menos por 100.000 h respecto a la media europea -514,54/100.000; antes de los recortes eran 564,43/100.000-. Al inicio de la crisis anterior -2007-, España tenía 327,19/100.000/habitantes. Para pacientes agudos, son 111,84/100.000 h en 2015.

El segundo indicador relativo a la situación de las Residencias de Ancianos: el número de víctimas mortales que el coronavirus ha dejado en las aproximadamente 5.457 residencias de ancianos españoles -ya sean públicas, concertadas o privadas- con Covid-19 o síntomas similares se sitúan en 19.495, según los datos proporcionados por las comunidades autónomas. La mayoría de las defunciones se han producido en Madrid, Cataluña, Castilla y León y Castilla-La Mancha. Así, los fallecidos en residencias de ancianos equivaldrían a un 71,8 % del total de fallecidos por la Covid-19 notificado oficialmente por el Ministerio de Sanidad.

Este indicador trágico da la razón al sociólogo Norbert Elias cuando diagnosticaba sobre la soledad de los mayores y de los moribundos en las sociedades contemporáneas. Y lo que revela es “un núcleo de tareas que quedan por acometer”. Y esas tareas tienen que ver con la precariedad de los cuidados hacia los mayores. Esto precisamente se refleja en las políticas públicas: en cómo apenas se ha desarrollado un sistema de atención a la dependencia digno de tal nombre, en cómo hemos convertido las residencias de mayores en cajas de facturación con las privatizaciones.

La alta mortalidad que está teniendo el virus en Italia y España se explica por la alta tasa de envejecimiento de ambos países y su bajísima tasa de fecundidad. Es inaudito que con este contexto socio demográfico tengamos una política pública de cuidados tan precaria, máxime cuando las proyecciones demográficas ya nos lo anunciaban desde los años 70-80. El virus ha encontrado en esta carencia la forma de mostrar su cara más letal.

El virus ha venido a sacar a la luz el océano de soledad de nuestros mayores. Un tercio de las personas fallecidas desde que empezó la crisis ha sido en una residencia de ancianos. Elias afirmaba en su conocido ensayo La soledad de los moribundos (F.C.E., 1982), la novedad histórica de la residencia: “existe un número creciente de instituciones en las que viven exclusivamente personas mayores que no se habían conocido en años anteriores”. Quizás cuando todo esto pase haya que replantearse muchas cosas. Por ello no conviene olvidar lo que el virus nos ha enseñado estos días: que en ausencia de un sistema público de atención a las personas dependientes han proliferado las residencias; que hemos dejado las residencias de ancianos en manos del negocio privado; que muchas de las personas que trabajan con los ancianos en estas residencias están mal pagadas, son precarias y van sobre saturadas. En definitiva, hemos de plantearnos qué tipo de cuidados queremos para nuestros mayores.

He querido destacar estos dos indicadores pues a mi modo de ver también están anunciándonos algo muy importante sobre el actual declive del neoliberalismo global que hemos aprendido con el último libro del filósofo José Luis Villacañas, Neoliberalismo como Teología (Ned Editores, 2020): en el actual momento, el neoliberalismo solamente le queda administrar la pulsión de muerte, por ello progresivamente se despega de las estructuras democráticas que un buen día -cuando anunciaba el principio de placer- le sirvieron de legitimidad.

4.1. Sociología de un procedimiento administrativo (un momento de darwinismo social)

El virus ha matado a 6.007 ancianos en las Residencias de la Comunidad de Madrid. Y como Madrid es un laboratorio privilegiado de las políticas más ortodoxamente neoliberales del país, pues desde hace décadas gobierna el Partido Popular de las privatizaciones a destajo, ese estremecedor dato se vincula estrechamente a lo que ha sido una política sistemática de privatización de las residencias sin control público alguno, lo que ha hecho que en algunas de ellas la precariedad y degradación del servicio fueran su característica básica.

Pero más escandaloso si cabe está siendo el hecho, conocido recientemente, relativo a que el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Enrique Ruiz Escudero, envió un protocolo que negaba la asistencia hospitalaria a los ancianos con Covid-19 a los centros residenciales. Durante la fase aguda de la pandemia, la Comunidad de Madrid estableció criterios para que los médicos de Atención Primaria designaran qué pacientes de Covid-19 podían y no podían ser trasladados desde sus casas a hospitales. El protocolo con fecha de 23 de marzo, que ha sido publicado por los medios de comunicación, recomendaba dejar fuera a pacientes con "compromiso respiratorio" si tenían más de 80 años y "enfermedad en órgano terminal", aquellos con demencia moderada o grave, con cáncer en fase terminal o si tenían una enfermedad con "expectativa de vida inferior a un año". Las actas policiales han permitido constatar que al menos cinco de estos centros de ancianos pidieron auxilio al Gobierno regional, sin recibir respuesta. También se ha conocido que las personas mayores en centros con seguro privado sí fueron trasladadas a hospitales.

En la Comunidad de Madrid el neoliberalismo ha aplicado el más puro darwinismo social. Quisiera llamar la atención sobre el hecho de que esta decisión política siguió una cadena de mando reglamentada para el cumplimiento de un procedimiento administrativo debidamente firmado. En sociología hemos teorizado desde al menos los tiempos de Max Weber -en estos días de junio celebramos el centenario de su muerte- sobre las implicaciones de la lógica administrativa de la racionalidad según fines.

La sociología ha analizado muchos fenómenos en los que la cultura racional-burocrática ha mostrado su radical ambivalencia: su meticulosa eficacia que en ocasiones ha servido para administrar decisiones fatales. Ello se debe a que la burocracia y sus procedimientos racionales conciben la sociedad como un objeto a administrar, como un conjunto de problemas que hay que “controlar” y “resolver”. Sobre la misma, el cuerpo de gestores y administradores toma decisiones clínicas donde se “diagnostica” el mal que le aqueja y administra la medicina curativa. La eficacia de estas decisiones reside en que sigue una jerarquía de posiciones burocrática y se plasma en un “procedimiento administrativo”, el cual debidamente firmado y con las fórmulas retóricas formalmente convenientes adquiere un poder simbólico suficiente como para imponer la exigencia de su cumplimiento.

Como aprendimos con Zygmunt Bauman, el “procedimiento administrativo” fue un dispositivo esencial para poder perpetrar el Holocausto nazi contra los judíos: “El uso de la violencia es más eficiente y rentable cuando los medios se someten únicamente a criterios instrumentales y racionales y se disocian de la valoración moral de los fines... esa disociación es una operación que todas las burocracias saben hacer. Incluso se puede decir que proporciona la esencia de la estructura y del proceso burocrático y, con ella, el secreto del tremendo crecimiento del potencial de coordinación y de movilización y de la racionalidad y la eficiencia de la actuación que ha alcanzado la civilización moderna gracias al desarrollo e la administración burocrática. La disociación es, en gran medida, el resultado de dos procesos paralelos, fundamentales ambos para el modelo de actuación burocrática. El primero de ellos es la división del trabajo meticulosa y funcional (que complementa, aunque con diferentes consecuencias, a la graduación lineal del poder y la de subordinación). El segundo es la sustitución de la responsabilidad moral por la responsabilidad técnica” (en Modernidad y Holocausto, 1997, pp.134-135).

4.2. ¿De qué enfermó y murió Chieko?

Cuentos de Tokio de Yasujiro Ozu (1953) es una vieja película que tiene garantizada la eternidad, por decirlo de algún modo. Y no solamente porque haya sido considerada por numerosos críticos cinematográficos como una de las mejores películas de la historia del cine. Sino también por la enseñanza universal que contiene. Si tuviera que elegir una película para ilustrar la obra sociológica que Norbert Elias dedicó a la soledad de la vejez y de los moribundos me inclinaría, sin duda, por esta obra maestra de Yasujiro Ozu. Hemos vuelto a ver Cuentos de Tokio en los días de confinamiento y la enseñanza que contiene no solamente no pierde actualidad, sino que además adquiere en estos momentos unos contornos más afilados.

La pareja de ancianos protagonista, Chishu y Chieko, parte en tren desde su pequeña ciudad, Onomichi, en las proximidades de Hiroshima, para un largo viaje hacia Osaka y finalmente Tokio con el fin de visitar a sus hijos. A Ozu le bastan un par de pinceladas para mostrarnos que la reconstrucción de Japón, después de los estragos de la Segunda Guerra Mundial, ha puesto ya a pleno rendimiento las ciudades, la economía y las fábricas. Tanto que absorbe todo el tiempo de los dos hijos a los que visitan estos ancianos. Por ello no son recibidos con la debida atención. La nueva civilización del trabajo no deja tiempo de vida para sus súbditos. En el Japón posbélico, Ozu despliega toda una sociología del nuevo modelo familiar racional decretado por la Constitución del 3 de noviembre de 1946 (apenas ocho años antes del estreno de la película). La nueva norma constitucional estableció una serie de principios que afectaban al Derecho de familia y al régimen de las sucesiones: el derecho a la igualdad, la libertad de residencia, los principios de "dignidad individual" y de "equiparación de ambos sexos", la supresión de la institución de la Casa, y la tradicional concepción del matrimonio, así como la eliminación de la autorización paterna como requisito de validez del consentimiento matrimonial del esposo menor de 30 años y la mujer menor de 25 años, etc.

La pareja de ancianos se aloja en casa del hijo, de profesión médico. Justo el día que el hijo quiere dedicar a sus padres para enseñarles la ciudad es reclamado para atender una urgencia médica. La esposa tampoco puede hacerse cargo pues, le espeta su marido, debe atender el hogar. Unos maravillosos planos muestran a los ancianos sentados sobre sus rodillas en el tatami (estera que tradicionalmente cubría el suelo de la casa japonesa), contemplando el horizonte a través de la ventana. Están muy orgullosos de la prosperidad de los hijos, aun así, se dan cuenta y comentan que no viven en una buena zona de la ciudad, que es un barrio del extrarradio con viviendas poco espaciosas.

Ozu no emite juicio de valor alguno. Se toma todo el tiempo del mundo en captar primeros planos de los rostros de los personajes para que el espectador pueda apreciar las emociones que expresan. La cámara está situada prácticamente a ras de suelo de la vivienda, a la altura del tatami. A veces la cámara se mueve y nos muestra a Chieko jugando con su nieto en un campo. Ella le dice que ya no estará para verle crecer y el niño, como hacen todos los niños del mundo, desoye a su abuela y sigue jugando.

Hay mucha quietud en las escenas y, sin embargo, por las mismas discurre ese mundo de vida que Ozu disecciona lentamente como queriendo que cada espectador llegue a familiarizarse con los personajes, los integre y se identifique con ellos, pues su drama es también el de cada uno de nosotros: los vínculos generacionales, el amor entre padres e hijos, la ciudad y sus ritmos vitales, el paso inexorable del tiempo sobre las personas que una vez fueron y sobre las que ahora se cierne el espíritu del olvido, la dificultad para que “una persona pueda verse como miembro limitado de la cadena de las generaciones, como portadora de una antorcha en la carrera de relevos, que al final ha de entregar la antorcha a otro” (N. Elias, La Soledad de los Moribundos).

Los dos hijos están realmente apremiados por la situación. Llaman a Noriko, la joven viuda del tercer hijo de los ancianos, el cual murió en la guerra, quién finalmente asumirá enseñarles la ciudad, entregada afectivamente a ellos y sin importarle perder un día de salario. Una escena en un autobús turístico recorriendo los monumentos del centro de Tokio nos enseña la felicidad del momento de los tres personajes. Noriko rezuma afecto por sus suegros y conforma una relación íntima con ellos, muy especialmente con la anciana Chieko.

Finalmente, la decisión de los dos hijos será pagar a los padres ancianos una estancia en un lujoso balneario en las afueras de la ciudad. Vemos en la habitación del balneario a la pareja de ancianos tumbados sobre su futón, pero no pegan ojo por el ruido de una fiesta de despedida de solteros. Por la mañana están sentados frente al mar, abatidos y algo apenados. Toman la decisión de regresar a su ciudad. Chieko sufre un momentáneo desmayo, primer síntoma de la enfermedad.

Al regreso a su hogar, Chieko enferma gravemente. Los hijos se reúnen en torno a ella ya moribunda y muy grave. Cuando el hijo médico les comunica que Chieko está a punto de morir, Chishu, el anciano padre, pregunta “¿crees que el viaje pudo causarlo?”. La hija mayor asegura que “no”, pues “se le veía muy animada”. El hijo médico dice “podría haber contribuido”. La pregunta queda así, suspendida en ese tiempo final de la película, lento y sublime, en el que la poesía de las escenas se sucede a través del velatorio, los cánticos religiosos y el funeral.

¿De qué ha enfermado Chieko? Ahora que no estamos del todo seguros sobra las causas explicativas de tan alta mortalidad entre nuestros ancianos y ancianas en esta crisis sanitaria, si por un virus o por tanta desatención institucional acumulada, quizás una película como Cuentos de Tokio (1953) nos ayude a encarar de otra forma la pregunta que Ozu dejó abierta, suspendida en el tiempo, para que cada generación que vuelva a confrontarse con ella trate de dotarla de sentido y respuesta.

5. A modo de conclusión el momento marxiano de la crisis sanitaria

La crisis sanitaria pone en la agenda pública la necesidad objetiva de un nuevo proceso civililizatorio sobre la base de los servicios públicos, los derechos sociales y los derechos laborales. Las clases globales pudientes se oponen radicalmente a este proyecto político y la Internacional ultrareaccionaria encabezada por Donald Trump está dispuesta a dar esta batalla.

En España, las caceroladas de los barrios de las clases medias-altas de la ciudad de Madrid contra el Gobierno del PSOE-Podemos han marcado el punto de inflexión por el cual se clausura el momento durkheimiano y se vuelva a abrir la escisión social. Es el momento marxiano por excelencia, o por decirlo en términos clásicos, el momento de la lucha de clases. Las caceroladas se están extendiendo por todo el país de la mano de organizaciones políticas de ultraderecha, principalmente comandadas por Vox.

Resulta llamativo que la mayor intensidad de la conflictividad de clases se esté, en estos momentos, jugando en EEUU a raíz del asesinato policial racista de George Floyd. Es una batalla decisiva pues si como consecuencia de esta amplia protesta social se socavara el gobierno de Donald Trump y perdiera las elecciones de noviembre, no cabe duda que la Internacional ultrarreaccionaria que legitima la “rebelión de los ricos”, contra el proyecto de civilización del servicio público y de los servicios sociales, quedaría muy tocada y debilitada.

Pero volvamos a España. En el “Manifiesto para la Resistencia Nacional” lanzado por “los intelectuales” que respaldan el movimiento de la extrema derecha se acentúan dos críticas, por un lado, “la desastrosa gestión sanitaria” y, por otro lado, “el recorte de libertades fundamentales”.

La supuesta gestión “desastrosa” del gobierno se debe a que, según los autores del Manifiesto, el gobierno está dando prioridad a “intereses políticos e ideológicos” y a “reforzar el dominio ideológico de la extrema izquierda sobre la sociedad”. Uno de los puntos del Manifiesto acentúa precisamente la cuestión económica y evidencia que aquí está uno de los campos de batalla que se va a jugar en los próximos meses. Las medidas económicas del gobierno, dicen los autores del Manifiesto, son las responsables de “una crisis laboral y empresarial que nos aboca a la ruina como nación”. Es decir, cualquier medida de gestión política de la crisis por la vía de una fiscalidad progresiva y de protección de las capas vulnerables es convertida, en el relato de los sectores movilizados por la ultraderecha española, en “causa” de la crisis. Esto evidentemente está preparando un escenario inmediato de confrontación política en el cual el ahondamiento de la crisis capitalista encontrará en estos sectores su explicación “por las medidas del gobierno”. El Manifiesto no oculta, en este sentido, que lo que se busca es dinamitar la posibilidad de una salida de la crisis sobre la base de proteger a los más vulnerables mediante un paquete más o menos ambicioso de medidas políticas de emergencia social y una política fiscal que eleve la presión fiscal de las clases más pudientes.

En cuanto a la crítica sobre el “recorte de las libertades fundamentales”, en el Manifiesto se afirma el supuesto “recorte de derechos cívicos y constitucionales, que ha convertido el estado de alarma en un estado de excepción sin base legal”. Cuando se leen estas líneas del Manifiesto se descubre en ellas ese rasgo descrito por el pensador T. W. Adorno en su análisis del radicalismo de derechas: estos movimientos “desean la catástrofe y se alimentan de fantasías acerca del hundimiento del mundo”. (Es interesante que en esta crítica parecen confluir con el nutrido grupo de intelectuales izquierdistas que también han querido interpretar el confinamiento como una vía del Estado para reforzar su soberanía y autoritarismo).

Joaquín Estefanía ha conceptualizado este movimiento como “una rebelión de las élites” (concepto acuñado por el sociólogo Christopher Lasch), ese momento en el que, dice Estefanía, “los grupos privilegiados de actores económicos y políticos, se liberan de la suerte de la mayoría y dan por concluido de modo unilateral el contrato social que los une como ciudadanos”

No nos hagamos ilusiones: el capitalismo no nos va a perdonar estos meses dedicados al trabajo concreto del cuidado y en las que no se está produciendo valor. Por ello tratará de pasar su factura en forma de crisis económica. Nos recuerda la historiadora británica Selina Todd (El pueblo, 2018) que en Inglaterra la gente cuando volvió a sus casas tras combatir y derrotar al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, les dijo a sus gobernantes: si hemos combatido victoriosos en la “guerra del pueblo”, ahora queremos “la paz del pueblo”. Esa paz (el denominado “espíritu del 45) consistió en desplegar la Seguridad Social y reducir las desigualdades. Contra el coronavirus se nos están pidiendo muchos sacrificios y el cuerpo social ha respondido con heroicidad.

Desde nuestra perspectiva, y por ello aquí hablamos de un momento marxiano, la “rebelión de las élites” trata de evitar que pueda consolidarse cualquier representación colectiva de que la “guerra contra el virus” ha sido una victoria colectiva de la gente y de los servicios públicos. Podemos afirmar que la “rebelión de los ricos” tiene como objetivo impedir que se solidifique la idea de que esta ha sido “la guerra del pueblo” y evitar, por tanto, que pueda traer “una paz del pueblo” en forma de derechos sociales y laborales (y no habrá en este país algo digno de tal nombre sin la derogación de la Reforma Laboral de 2012) y reforzamiento de los servicios públicos. En definitiva, la actual movilización derechista trata de conjurar el riesgo de un “espíritu del 20”.

Trabajo y Sociedad, Núm. 35, 2020 233

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* Colectivo-Blog Sociología en Cuarentena y Departamento de Sociología de la Universidad de Murcia. Correo: andrespe@um.es

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Pueden consultarse las más de sesenta entradas publicadas en el siguiente link: https://sociologiaencuarentena.tumblr.com/

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De la cual Santiago Alba Rico ha sabido extraer una lectura de mucho interés en un artículo en El País: https://elpais.com/elpais/2020/04/14/opinion/1586878609_716075.html

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