SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.22 número37Las políticas del “otro lado del mostrador”. Los encuentros entre las organizaciones de trabajadores de la economía popular y la burocracia estatal en clave etnográficaAutogestión desde la perspectiva marxista. Retos y posibilidades de la resistencia del trabajo asociado bajo el capital índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc. vol.22 no.37 Santiago del Estero jun. 2021  Epub 01-Jul-2021

 

INDAGACIONES ANALÍTICAS Y ENCUADRES TEÓRICOS

Talcott Parsons y sus sepultureros. Perspectivas sobre romanticismo y contracultura

Talcott Parsons and his Gravediggers. Perspectives on Romanticism and Counterculture

Talcott Parsons e seus coveiros. Perspectivas sobre romantismo e contracultura

Agustín Molina y Vedia1 

1 Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y becario posdoctoral por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas con lugar de trabajo en el Instituto Gino Germani, Universidad de Buenos Aires. Correo: agustinmolinayvedia@gmail.com

RESUMEN

El artículo visita la obra de Talcott Parsons para destacar el vínculo entre su mirada sobre Estados Unidos, su teoría del conflicto social y su hipótesis sobre la relevancia del romanticismo para la tradición cultural de Occidente. En el trayecto que une El sistema social con Sociedad americana, rastrea la respuesta de Parsons a los desafíos políticos e intelectuales que supuso el ascenso de la contracultura.

Palabras clave: Activismo instrumental; Desviación; Utopía; Comunidad societal; Revolución expresiva

ABSTRACT

The article delves into the works of Talcott Parsons in order to highlight the link between his views on the United States, his theory of social conflict and his hypothesis on Romanticism’s significance for Western cultural tradition. From The Social System to American Society, it tracks Parsons’ response to the political and intellectual challenges raised by the ascendance of the counterculture.

Keywords: Instrumental activism; Deviance; Utopia; Societal community; Expressive revolution

RESUMO

O artigo mergulha nos trabalhos de Talcott Parsons para realçar a ligação entre sua visão de Estados Unidos, sua teoria do conflito social e sua hipótese sobre a relevância do romantismo para a tradição cultural do ocidente. Do O Sistema Social ao Sociedade americana, rastreia a resposta de Parsons os desafios políticos e intelectuais apresentados pela ascensão da contracultura.

Palavras chave: Ativismo instrumental; Desvio; Utopia; Comunidade societal; Revolução expressiva

SUMARIO

1. Una historia sin fin; 2. Aceptación sin institucionalización: el componente romántico-utópico en El sistema social; 3. De la esquizofrenia a la contra-ideología. La proyección colectiva de la desviación en El sistema social; 4. El análisis temprano de Parsons sobre el descontento juvenil; 5. El modelo AGIL y la crisis de la universidad norteamericana; 6. Contracultura y selección natural en Sociedad americana

1. Una historia sin fin

Por más de treinta años, Talcott Parsons abrigó el deseo de publicar un análisis exhaustivo sobre la sociedad norteamericana. Desde finales de la década del cuarenta hasta su muerte, acaecida en 1979, ese proyecto lo ocupó intermitentemente, postergado una y otra vez por su ambición principal, a saber, la formulación de una teoría sistémica de alcance universal. En el caso óptimo, los modelos abstractos enriquecerían su comprensión de la realidad nacional, mientras que el estudio empírico serviría para ilustrar las bondades de un marco conceptual sofisticado. Según Victor Lidz, la proliferación de ensayos interpretativos acerca de Estados Unidos despertaba el nervio polémico del funcionalista. Visitado por autores de gran talla, entre los que cabe destacar a Charles Wright Mills, Erich Fromm y David Riesman, ese género intelectual le parecía un microcosmos de los males que aquejaban a la sociología. Escasos de evidencia, tales exégetas extrapolaban a toda la sociedad transformaciones observadas en sólo uno de sus ámbitos. Tendencias parciales de la democracia, el capitalismo o la comunicación de masas se usaban para justificar anuncios rimbombantes de cambios a gran escala (Lidz, 1991:563).1 Orgulloso de su país y confiado en la validez explicativa de sus esquemas intrincados, Parsons se sentía preparado para demostrar, frente a expertos y legos por igual, las continuidades básicas de la vida estadounidense.

Al concebir esa investigación, no sospechaba que las mutaciones en ciernes menguarían su status académico. Con el tiempo, la hegemonía de Parsons se reveló condicionada por el optimismo de la segunda posguerra, anclado en la derrota del nazismo, la reducción de la desigualdad económica y el apaciguamiento de la lucha de clases en las naciones capitalistas (Alexander, 1987:114). Embelesados por los frutos del New Deal, autores provenientes de disciplinas diversas convergieron en una teoría de la modernización de corte tecnocrático. Sus estandartes fueron el avance tecnológico, la primacía del conocimiento racional, la estabilización democrática merced a elites de especialistas, el anticomunismo moderado y el dogma del fin de las ideologías. Parsons encontró un lugar cómodo en este espíritu de época, en tanto su teoría apreciaba el papel del consenso moral en la constitución del orden social y entronizaba al equilibrio como criterio supremo de la salud colectiva. A la par de sus compañeros, Parsons daba por sentado que la conformidad social y la estabilidad política eran bienes máximos que debían ser resguardados. El énfasis en las capacidades homeostáticas de la cultura apuntalaba la hipótesis de que las sociedades avanzadas tendían a un progresivo ocaso del conflicto (Gilman, 2003:85). Tal concepto del proceso histórico se conjugaba con una admiración apenas disimulada hacia la nueva potencia dominante en el mapa geopolítico. En su teleología, el mundo entero se dirigía hacia la sociedad industrial productivista, ya asentada con éxito en Estados Unidos (Gilman, 2003:92).

El entusiasmo no fue eterno. Hacia fines de los cincuenta, los conflictos raciales recrudecían en el sur norteamericano, poniendo en jaque aquellos pronósticos de pacificación interna, y las naciones descolonizadas no daban señales de seguir el camino prefijado por los intelectuales del primer mundo. Nuevos focos de tensión surgían al interior de los países desarrollados:

filosofías como el existencialismo cristalizaron la sensación de inseguridad que los individuos experimentaban en una sociedad compleja y diferenciada, y los cuestionamientos a la autonomía individual que suponía una sociedad industrial, aunque fuera democrática. Los movimientos beatnik y bohemios, estimulados por estas filosofías más amplias, elaboraron una crítica de la sociedad de posguerra argumentando que exigía conformidad antes que permitir el individualismo. Alentados por estos movimientos de elite, movimientos anti-establishment cada vez más vocingleros y afianzados surgieron en las sociedades occidentales. Este nuevo romanticismo se expresaba con toda claridad en la cultura juvenil (Alexander, 1987:116).

Estos temblores aquejaron a un centro que el funcionalismo estimaba inconmovible. Antes de la eclosión, las ciencias sociales norteamericanas se habían plegado al programa parsoniano, inspirado en la tradición romántica alemana. En consecuencia, la cultura se figuraba como un sistema simbólico, sede de ideas y patrones de valor, discernible del conjunto de interacciones que componían el sistema social (Kuper, 2001). Críticos tempranos de Parsons impugnaron con justicia su visión estática de la cultura, que le asignaba a los valores compartidos un papel clave en la integración sistémica (Lockwood, 1964; Rex, 1977). Esa teoría, argüían, destacaba unilateralmente la dimensión del consenso, descuidando los aspectos conflictivos de la cultura, en especial los relativos a la problemática del poder. El ascenso de la contracultura tornó inviable esa ceguera, forzando a una reevaluación de los supuestos en boga.

En parte por el descrédito que esa irrupción supuso para la teoría de Parsons, sus estudios al respecto han caído en el olvido. ¿Qué puede decir un bañista de la ola que lo revuelca? Si no nos engañamos, palabras de importancia. Al rehabilitar el tratamiento parsoniano de la contracultura, lo ubicaremos en la intersección de tres tópicos persistentes en su obra. Aludiremos simultáneamente a la entronización de Estados Unidos como arquetipo de las sociedades modernas, a la inscripción del conflicto en un esquema de inteligibilidad evolucionista y a la pregunta por el influjo del romanticismo sobre la tradición cultural de Occidente. Los acontecimientos históricos, superpuestos a la búsqueda incansable de un paradigma teórico más refinado, trastocaron el peso relativo de esas inquietudes y la vía de combinarlas.

Para captar estos desplazamientos, aislaremos tres fases de la elucubración parsoniana. Estados Unidos aparecerá, sucesivamente, como referente explícito de un tipo de estructura social, epicentro de una revolución educativa equiparable a la Revolución Industrial y utopía asociada al concepto de “comunidad societal”. En cuanto al conflicto, comprobaremos el paso desde una etiología individualista de la desviación a un reconocimiento de las tensiones internas del sistema cultural, culminando en la hipótesis de una crisis pasajera de integración. Al rastrear las apreciaciones de Parsons sobre el romanticismo, evidenciaremos una sustitución del peligro comunista por los reclamos de la contracultura, que inspiran una reconstrucción dialéctica del legado europeo.

Estas fases no fueron compartimentos estancos y parte de nuestra labor consistirá en elucidar cómo temas embrionarios o marginales asumieron protagonismo debido al alzamiento contestatario. Por esa vía, llegaremos a comprender la reacción de Parsons ante los desafíos políticos e intelectuales planteados por el fenómeno contracultural.

2. Aceptación sin institucionalización: el componente utópico-romántico en El sistema social

Con la publicación de El sistema social, Parsons ingresó decididamente en una nueva etapa de su derrotero intelectual. Una batería de conceptos desarrollados desde finales de la década del cuarenta acompañó este pasaje. La preponderancia de nociones como “sistema”, “subsistema”, “estructura” y “función” respondió a un esfuerzo renovado por diferenciar niveles en el complejo de la acción (Savage, 1981:129). En esa matriz, Parsons se dispuso a separar analíticamente al sistema social de la personalidad y del sistema cultural. Sólo así, creía, era posible evitar los reduccionismos y elaborar una provechosa división del trabajo entre sociología, psicología y antropología. Esa arquitectura estaba orientada a salvar la especificidad de cada una de las disciplinas. Para Parsons, el sistema de la personalidad era siempre algo más que las configuraciones colectivas y la cultura nunca era un mero reflejo ideal del mundo social. Recíprocamente, el conjunto ordenado de roles diferenciados que constituían el sistema social no se agotaba en una proyección de mecanismos psicológicos, ni en la puesta en práctica de los patrones de valor que conformaban el sistema cultural (Savage, 1981:131).

Este último punto es relevante porque Parsons jamás logró desmarcarse de las imputaciones de reduccionismo cultural. En El sistema social este nudo gordiano se evidencia con la definición misma de la cultura como “un sistema ordenado de símbolos que son objetos de la orientación de la acción, componentes internalizados de la personalidad de actores individuales y patrones institucionalizados de los sistemas sociales” (Parsons, 1951:327). La cultura, en ese mapa, es al mismo tiempo uno de los subsistemas de los sistemas de acción y un factor de interpenetración entre sus partes.

Cuando se desagrega en patrones de valor, el plano simbólico de la cultura se anuncia como guía indispensable para la orientación del actor hacia la situación. Mientras los modos de orientación motivacional delimitan los problemas que interesan al actor, los patrones de valor remiten a los estándares que determinan qué soluciones se consideran satisfactorias (Parsons, 1951:14). Más allá de los aspectos técnicos, que atañen a la eficacia causal, estos estándares procuran el ajuste al medio social, en tanto los patrones de orientación de valor constituyen “el principal denominador común entre la personalidad como un sistema y la estructura de roles del sistema social” (Parsons, 1951:228). De esta forma, la cultura genera una armonía preestablecida entre movimientos individuales y requerimientos sociales. En el tipo ideal de equilibrio perfecto, el apego del actor a los estándares de valor provoca la reacción favorable del entorno social, igualando la acción prescripta moralmente con aquella que facilita la interacción exitosa. Al hacer lo que reputa correcto in foro interno, el actor acata las reglas que rigen el intercambio con sus partenaires. Para esto, anota Parsons, es necesario que las orientaciones que proveen normas para la acción sean, al menos hasta cierto punto, compartidas por todos los agentes que concurren a un sistema de interacción.

Este razonamiento replica la solución al problema hobbesiano del orden exhibida en La estructura de la acción social. Ya en 1937, Parsons había convocado a las normas y valores compartidos para sortear las aporías del utilitarismo y desplegar una explicación no coercitiva del orden (Ellis, 1971:693). Catorce años después, esta primacía de la cultura se verifica también en el peso de las orientaciones de valor sobre la taxonomía de los sistemas sociales. Inicialmente, los patrones de orientación de valor se utilizan para caracterizar la disposición del actor (ego) hacia los objetos sociales (alter o una colectividad). A través de cinco pares conceptuales, Parsons pretende abarcar las opciones fundamentales que definen la expectativa de rol del actor. De este modo, la afectividad se opone a la neutralidad, el universalismo al particularismo, el énfasis en el logro a los criterios adscriptivos, la especificidad de las obligaciones hacia el objeto social a su naturaleza difusa y los intereses privados a los intereses colectivos.

Formalmente, las combinaciones posibles entre estas variables dan lugar a un engorroso cuadro de 32 celdas, que se registran en pie de igualdad. No obstante, las ejemplificaciones sugieren una afinidad selectiva entre algunas de las alternativas. La contraposición entre familia y esfera de la producción económica, recurrente en la obra parsoniana, grafica estas tendencias asociativas. Así, la inclinación afectiva predominante en el entorno familiar armoniza con lazos particularistas, con un orden jerárquico basado en las propiedades intrínsecas de los agentes y con un entramado de obligaciones difusas. En el campo profesional, en cambio, la preeminencia es de la neutralidad afectiva, de los criterios universalistas que se aplican sine ira et studio, de obligaciones específicas que siguen el modelo del contrato y de un énfasis en el logro como principio de estratificación.

Cuando Parsons vuelca estas variables a la clasificación de los tipos de estructura social, el diagrama abstracto asume un cariz diacrónico. Tal y como apunta Gilman (2003:87), detrás de la aparente ahistoricidad de las categorías yace una narrativa del desarrollo deudora de la hipótesis weberiana sobre la racionalización occidental. De esta manera, los pares afectividad/neutralidad, difusividad/especificidad, particularismo/universalismo y adscripción/logro quedan ordenados en un eje histórico que va del tradicionalismo a la modernidad.

Para su tipología de las estructuras sociales, Parsons privilegia las últimas dos variables, que remiten a la índole de las normas sociales institucionalizadas y a los criterios que gobiernan los procesos de selección y distribución de los actores entre los roles requeridos por el sistema. El patrón particularistaadscriptivo es el más alejado de la configuración moderna. Parsons lo identifica con la organización en torno a las relaciones de parentesco y la comunidad local. La ausencia de un énfasis en el logro inhibe las orientaciones instrumentalistas y, por eso, la consolidación de una esfera profesional dinámica. En estas sociedades, el tradicionalismo descansa en sistemas expresivos muy elaborados, coherentes con la preponderancia de las funciones artísticas (Parsons, 1951:199).

El patrón particularista de logro comparte con el anterior la supremacía comunitaria, proclive a las solidaridades de base territorial. Lejos de la adaptación pasiva, este patrón demanda un esfuerzo continuo para mantener el vigor de la colectividad. A diferencia de lo que ocurre en el orden moderno, el logro no refiere a estándares universales de eficiencia ni promueve el individualismo. En la China clásica, apunta Parsons, la lógica del logro fue suficiente para horadar los criterios adscriptivos del feudalismo, pero siempre subordinando las metas a los fundamentos y relaciones tradicionales.

Con referentes contemporáneos, el tipo universalista-adscriptivo recoge la preocupación de Parsons por el totalitarismo. En sociedades como la Alemania nazi o la Unión Soviética, la anonimia propia del universalismo combina con una jerarquía rígida, basada en lo que los actores son y no en lo que han hecho (Parsons, 1951:192). El resultado es una sociedad autoritaria de acento colectivista, que coarta la afectividad y se empeña en someter a los agentes bajo un ideal mentado como definitivo.

Recortado contra estas variantes, el patrón universalista de logro dibuja el perfil de Estados Unidos. Allí, el énfasis en el desempeño se une a la vigencia de criterios universales y fomenta al individualismo sin sancionar metas fijas. De hecho, la capacidad para cumplir fines se convierte en un valor en sí mismo, que mantiene siempre la flexibilidad suficiente para mudar de objeto. La lógica del logro establece una proporcionalidad entre performance y recompensa, el universalismo impulsa al complejo ocupacional y favorece a los intereses cognitivos por sobre los expresivos. Si estos rasgos explican el progreso formidable de la economía industrial, su imperio no carece de aristas problemáticas. En cuanto a la socialización, Parsons remarca lo difícil que es adoptar este tipo de patrón: “el norteamericano debe, por lo tanto, ir más lejos en el proceso de socialización que muchos otros por dos razones: primero, porque debe alcanzar niveles más altos de neutralidad afectiva y universalismo; segundo, porque tiene un conjunto más desarrollado de necesidades dependientes de las que debe emanciparse. Este parece ser uno de los principales puntos de tensión en la sociedad norteamericana” (Parsons, 1951:269).

Los niveles de disciplina que impone el sistema ocupacional precisan una serie de estructuras adaptativas que institucionalizan patrones alternativos al predominante. El equilibrio del sistema depende, en parte, de que estos espacios diferenciados sirvan de contrapeso a la tendencia general, sin convertirse en ciudadelas de su impugnación. Los lazos de parentesco, por caso, proporcionan una esfera delimitada en la que priman la afectividad, el status y las obligaciones difusas. Por el contraste vis a vis el complejo ocupacional, la familia es un espacio clave para las sociedades industriales, un lenitivo para sus males endémicos.

El tipo social, empero, traza límites estrictos para el funcionamiento de esos patrones alternativos. Por eso, la afectividad del parentesco se restringe al modelo de la familia nuclear, garantizando un amplio campo de operaciones para la neutralidad característica del aparato ocupacional. Los lazos comunitarios, de base territorial, también deben ser acotados por el requisito de libre movilidad, pieza crucial en la atribución de los roles ocupacionales. Para Parsons, los mecanismos compensatorios de la sociedad estadounidense discurren por dos niveles: en la afectividad difusa de la solidaridad nacional y en el “hogar americano”, que funge como punto de encuentro del parentesco y la ligazón comunitaria (Parsons, 1951:187-188).

Al margen de este juego sutil entre patrones principales y subordinados, Parsons reconoce otra fuente potencial de conflicto en la trama cultural moderna. Aguzando la mirada histórica, descubre el influjo de movimientos políticos y religiosos de tenor utópico sobre la constitución de las sociedades occidentales. Su configuración presente, recuerda, es impensable sin el desarrollo del cristianismo y los principios racionalistas-revolucionarios de la Ilustración. Huelga decir que las sociedades realmente existentes no pueden considerarse la actualización fiel de aquellos proyectos teológico-políticos. Desde la óptica de Parsons, la posibilidad de organizar un sistema social a partir de esas doctrinas es harto remota. Esas tradiciones persisten, en cambio, bajo la forma de un elemento utópico-romántico que acompaña, como un rumor constante, a todas las sociedades complejas.

Su reactivación esporádica se explica por una serie de factores. En parte, es consecuencia de la disciplina que imponen esas sociedades avanzadas. La estructura de la personalidad de los actores nunca se ajusta enteramente a ella y las fantasías de un estado libre de tales cargas vivifican el elemento utópicoromántico. Este filón depende, a su vez, de una cualidad intrínseca de los objetos culturales, que perduran más allá de su contexto de emergencia. Imperios han medrado para luego declinar y La República, de Platón, pervive indemne. Por último, lo romántico-utópico ocupa un lugar ambiguo bajo la forma de preceptos morales aceptados pero no institucionalizados:

El punto esencial parecería ser que estos estándares se colocan en la esfera de la moralidad ‘personal’ socialmente sancionada (en el sentido de permisible). El caso más notable es el de los estándares que podemos llamar ‘utópicos’, a menudo presentes en la sociedad. Por ejemplo, en países de tradición cristiana, la ética del Sermón de la Montaña es, en este sentido, aceptada. El sentimiento general es que constituye un estándar más elevado que aquel actualmente institucionalizado, y cualquiera que esté a su altura sería admirado, aunque ciertamente no de manera unánime o libre de ambivalencia. Pero claramente no está institucionalizado en el sentido de que una conformidad literal se espere en los asuntos cotidianos, y de que aquel que no ‘pone la otra mejilla” sino que resiste la agresión contra él, no es estigmatizado por una sanción negativa, siempre y cuando su resistencia respete ciertos límites. En efecto, la aceptación de este patrón está en conflicto con otros elementos de nuestro sistema de valores, como la obligación de ‘defender los propios derechos’, así que la situación dista de ser simple. Pero es importante notar la posibilidad de tal aceptación de patrones de valor morales sin una institucionalización plena (Parsons, 1951:56).

El corolario de este reconocimiento es polivalente. Belicoso, Parsons redobla las críticas al comunismo, reputado como un esfuerzo contumaz por realizar lo irrealizable. Cuando se pretende institucionalizar criterios romántico-utópicos, sostiene, los requisitos del sistema social se cobran venganza. Por eso, argumenta, la Unión Soviética expande los mecanismos de coerción estatal que su ideología proclama superfluos y organiza con mayor rigidez la distribución desigual de recompensas y recursos, cuyo valor funcional sus dogmas descartan. Al mismo tiempo, las referencias ocasionales a esta dimensión enriquecen la mirada acerca de la cultura. Pese a que a lo largo del libro prevalece la hipótesis de una correspondencia entre cada sociedad y un código cultural integrado, la incorporación del elemento romántico-utópico advierte una tensión constitutiva en las sociedades occidentales. Con las diferencias del caso, la noción de un conjunto de ideales postergados y, a la vez, inseparables de la cultura institucionalizada nos remite a las meditaciones de Jürgen Habermas sobre la modernidad como proyecto incompleto (Habermas, 1995).2

Estas acotaciones resurgen en el capítulo sobre la desviación, que lidia con el reverso conflictivo del patrón universalista de logro. A pesar de su inclinación analítica hacia el orden, Parsons admite que “una sociedad con una gran dosis de ‘desorganización’ y ‘patología’ es, casi con seguridad, el precio a pagar por la apertura dinámica al cambio progresivo. El balance entre flexibilidad y desorganización es delicado” (Parsons, 1951:309). Con el comunismo en el rabillo del ojo, Parsons cifra el potencial subversivo del elemento utópico-romántico en el salto de los arrestos individuales a la presión colectiva, donde la desviación se confabula con la ideología.

3. De la esquizofrenia a la contra-ideología. La proyección colectiva de la desviación en El sistema social

En los manuales dedicados a la sociología de la desviación, el aporte de Parsons ocupa un puesto menor, opacado por el de Robert K. Merton (Traub y Little, 1999; Franzese, 2015). La deuda con su colega fue por cierto abultada. Con su disquisición acerca de la anomia, Merton (1980) precisó la cesura entre delito, rebelión y huida, ya vislumbrada por los padres fundadores de la sociología.3 En El sistema social, Parsons acude a estas categorías, pero reemplaza el foco en las causas estructurales de la desviación por el punto de vista de la interacción.

Para eso, postula lo que denominaremos un “grado cero de la sociabilidad”, situación hipotética en la que el comportamiento y las actitudes de alter se ajustan por completo a las expectativas de ego, y viceversa (Parsons, 1951:252). Dado que, para Parsons, todo impulso a la desviación nace en los procesos interactivos, el meollo está en comprender los efectos de la ruptura de ese grado cero sobre la estructura motivacional de los agentes. Dejando en suspenso la pregunta por el origen de la perturbación, Parsons se concentra en la tensión que sobreviene cuando las acciones de alter frustran las expectativas de ego. El aprendizaje virtuoso es una de las posibilidades. En la otra, ego adopta una postura ambivalente hacia objetos y valores sociales. De ahí en adelante, la orientación catéctica estará habitada por una disposición de necesidad alienante (alienative need-disposition) y otra disposición de necesidad conformista (conformative need-disposition). En la relación con alter convivirán el amor y la hostilidad, en la actitud de ego hacia las normas, el apego y el resentimiento.

La desviación comienza por ese conflicto interno, que tiende a la represión de uno de los polos de la ambivalencia: “cuando la motivación alienante está presente, pero domina el componente conformista, podemos hablar de ‘conformidad compulsiva’; cuando, en cambio, el componente alienante predomina sobre el conformista, podemos hablar de ‘alienación compulsiva’” (Parsons, 1951:254). En este guión, que el mismo Parsons califica de abstracto y simple, la motivación a la desviación se acumula cuando la ambivalencia de cada uno de los actores alimenta la de su contraparte, iniciando un círculo vicioso que los aleja progresivamente del grado cero de la sociabilidad.

La combinación de esa polaridad con el par conceptual actividad/pasividad arroja cuatro direcciones posibles para el comportamiento desviado: a) orientación a la realización compulsiva; b) aquiescencia compulsiva; c) rebeldía; d) huida (withdrawal).4 En concordancia con Merton, la huida se ubica como una forma de contestación distinta de la rebeldía, que en Parsons agrupa a revolucionarios y delincuentes:

cuando el componente alienante predomina, el tipo activo es el del ‘incorregible’, aquel que desdeña normas y leyes aparentemente ‘como un fin en sí mismo’, cuya actitud es ‘a ver qué hacés al respecto’. El tipo pasivo, por otra parte, tiende a la evasión de la conformidad con el patrón normativo, a hacer todo lo posible para evitar situaciones en las que esas expectativas puedan implementarse o las sanciones aplicarse (Parsons, 1951:260).

Hasta ahí, Parsons traduce los conceptos de Merton a términos motivacionales. Su innovación crucial reside en advertir que la desviación es pasible de una deriva grupal:

el otro factor a tener en cuenta es la posibilidad de que ego se junte con uno o más alter. El caso flagrante de alienación activa es ejemplificado sobre todo por la banda criminal. Tal banda tiene dos ventajas obvias sobre la situación del criminal individual que ‘se manda solo’. Primero, la organización es mucho más efectiva en lidiar con las sanciones abiertas que este patrón de desviación seguramente provoque. Segundo, ego y alter refuerzan obviamente, por su asociación, las disposiciones de necesidad alienantes de cada uno. Esto debilita mucho las sanciones actitudinales de la estructura institucionalizada normal, en tanto cada uno tiene un alter al que puede recurrir para recibir una aprobación de su acción que compense la desaprobación del resto de la sociedad. Pero lo más importante es que el desviado queda habilitado para poner en acto (act out) tanto el componente alienante como el componente conformista de su estructura motivacional ambivalente (Parsons, 1951:286).

José Almaraz señala correctamente que Parsons omite el vínculo entre el plano motivacional de la conducta desviada y las causas socio-estructurales de la tensión. El resultado es una psicologización del análisis de la conducta desviada que delata la vigencia parcial de aquel idealismo voluntarista rampante en La estructura de la acción social (Almaraz, 2013:325-326). La cita precedente agrega a nuestra comprensión del viraje que efectúa Parsons. Culpable de oscurecer los determinantes materiales, el acento en la motivación ilumina una dimensión colectiva ausente en el modelo de Merton (Taylor, Walton y Young, 1990:124-125). Gracias a la búsqueda obsesiva de mediaciones, su perspectiva individualista alcanza, al menos en ciertos aspectos, una mayor complejidad sociológica. Por dichos meandros, la ambivalencia psicológica es la puerta de entrada para la reflexión sobre el estatuto de las subculturas desviadas. Bifrontes, se apartan de las normas institucionalizadas pero erigen otras nuevas, que redefinen la conformidad en sus propios términos. La preocupación por la lealtad del grupo frente a la amenaza exterior, la disciplina y la división de roles, que instaura liderazgos y establece cadenas de obediencia, dan cuenta de ese entramado (Parsons, 1951:287).

No obstante, Parsons se muestra dubitativo respecto a la capacidad de la huida para congregar voluntades. En trance de generalización, el sociólogo de Amherst representa un continuum que ata la propensión al agrupamiento a la dirección de la orientación desviada: “Desde cierto punto de vista, los roles de la evitación-huida (avoidance-withdrawal), aislados y pasivos, y de la rebeldía y destructividad criminal activa pueden considerarse como la antítesis polar en la estructura del comportamiento desviado” (Parsons, 1951:287-288). Algo en la motivación de los que huyen parece inhabilitarlos para ejercer la asociación. El vagabundo ama su libertad y está dispuesto a pagar las consecuencias. Por sobre todas las cosas, ansía “que lo dejen en paz para vivir su propia vida como él quiere, sin reconocer obligaciones hacia nadie” (Parsons, 1951:284). El bohemio es su pariente adinerado, que aspira a la misma libertad pero no anticipa sacrificios. La modalidad extrema de esta dirección es el esquizofrénico que “se corta de los vínculos ordinarios de las relaciones de interacción en un grado sumo y se repliega casi completamente en su propio mundo privado” (Parsons, 1951:284-285).

El veredicto no es taxativo. Luego de establecer el continuum, Parsons advierte que los polos deben entenderse como tipos ideales, que no agotan las variantes de la realidad:

Es completamente posible que personalidades inclinadas a la pasividad formen un grupo sub-cultural que, en lugar de desafiar activamente a los patrones institucionalizados y sus portadores individuales, pida esencialmente que lo ‘dejen en paz’ para elaborar nuevos patrones ‘a su manera’. Este parece ser el caso de varias sectas religiosas exóticas. Usualmente también involucran elementos dispersos de oposición activa, pero muy probablemente como un fenómeno secundario (Parsons, 1951:288).

Incluso al momento de reconocerla, Parsons minimiza la incidencia de la huida mancomunada en el conflicto social. La afición al aislamiento es un punto de encuentro del individualismo con la neutralización, un desborde patológico que puede lamentarse sin temor.

Este sesgo resulta aún más claro en vista de la relación que plantea entre desviación activa e ideología. Separándolas de la mentira, Parsons entiende a las ideologías como sistemas de creencias que reúnen un interés cognitivo con una preocupación evaluativa, es decir, ligada a la concreción de valores. Lo que las distingue de la ciencia es su énfasis en las implicancias para la acción de las concepciones empíricas. Su papel primordial consiste en “servir como una de las bases primarias de la legitimación cognitiva de los patrones de orientación de valor” (Parsons, 1951:351). La ideología contribuye además a la integración moral de la colectividad, tornando al compromiso con ella en un requisito para la membresía.

Si apuntala las orientaciones imprescindibles para la estabilidad social, la producción ideológica también interviene en la formación de grupos desviados: “la legitimación de un patrón desviado lo convierte inmediatamente de un fenómeno individual a uno colectivo” (Parsons, 1951:292). Los ejemplos que cita provienen todos de la dirección activa. La banda criminal precisa una ideología que justifique su quiebre con la sociedad convencional, maldiciendo, según el caso, el accionar de oscuras fuerzas persecutorias o la imposibilidad de prosperar por medios legales. A su vez, la ideología regula el sistema de relaciones al interior del grupo desviado, respaldando las formas de liderazgo y disciplina, condenando, por supuesto, la delación. Esta ruptura abierta con los valores de la sociedad general constituye, para Parsons, una contra-ideología (counter-ideology).5

Una dinámica más ardua surge cuando el grupo desviado busca legitimarse “en los términos del sistema de valores institucionalizado, pero dando su propia ‘interpretación’ de ese sistema y de la ideología que le corresponde” (Parsons, 1951:355). A diferencia de lo que sucede con la banda criminal, los movimientos políticos de izquierda suelen “tender puentes” hacia los valores centrales de la sociedad. La lucha se libra, entonces, como una disputa en torno a la interpretación correcta de los referentes básicos del consenso cultural:

muchas de las fórmulas abstractas, como las que remiten al carácter deseable de la ‘justicia social’, la ‘democracia’ o la ‘paz’, son compartidas en común. ¿Quién puede decir que una interpretación es más legítima que otra? Los movimientos que explotan generalidades y ambigüedades del sistema de valores dominante y sus ideologías correspondientes son, por tanto, particularmente difíciles de controlar a través de medios que involucran negarles el reclamo de legitimidad (Parsons, 1951:293).

Así, los desviados pueden asumirse como los verdaderos portadores de aquellos valores que, acusan, la sociedad sólo enarbola con hipocresía. Lo que Parsons dice, en otras palabras, es que un conjunto de significantes institucionalizados no posee un significado fijo, habilitando un conflicto hermenéutico. Mientras la moral defensiva de la banda criminal refuerza la cohesión interna extremando su insularidad, la ideología izquierdista demuestra pericia para influir sobre círculos más amplios de la población. La segunda vertiente es la única capaz de ejercer una presión por el cambio social profundo, que requiere siempre la apropiación de algunos símbolos de la ideología institucionalizada (Parsons, 1951:522). Empeñados en fustigar al capitalismo en nombre de valores modernos, los comunistas ilustran a la perfección esta operatoria (Parsons, 1951:355).

Por esa razón, Parsons afirma que “las ideologías se convertirán en el campo de batalla simbólico (symbolic battleground) de algunos de los elementos principales de tensión y conflicto dentro del sistema social” (Parsons, 1951:358). En virtud de su componente evaluativo, las ideologías son agentes de idealización y demonización del estado de cosas; gracias a su poder de simplificación, juegan un rol indispensable en la captura psicológica de las masas (Parsons, 1951:357). En ese marco, el elemento romántico-utópico muestra su verdadero alcance. Como vimos, Parsons repara en su influencia sobre la tradición cultural de Occidente. Al mismo tiempo, nota la distancia insalvable entre los ideales trazados por los movimientos revolucionario-carismáticos y las posibilidades de un sistema sujeto a las exigencias de la realidad. Un modo de lidiar con esta brecha es reinterpretar las grandes fórmulas en un sentido amable para el orden establecido. La libertad como ausencia absoluta de coerción, por ejemplo, se convierte en “libertad bajo la ley”.

Pese a estas tácticas, no está dicha la última palabra:

Esta adaptación por interpretación, sin embargo, deja lo que podríamos llamar una reserva latente de posibilidades de legitimación en los elementos más radicalmente románticos o utópicos de la tradición cultural. Un movimiento que los utilice puede apegarse, en muchos casos, a los mismos símbolos que usa la cultura institucionalizada. De esta manera, símbolos como la libertad y la justicia pueden recibir interpretaciones incompatibles con las necesidades funcionales del orden institucionalizado. Pero, precisamente en los términos de la tradición cultural aprobada, no es posible estigmatizar de plano estas interpretaciones como ilegítimas. Sacar ventaja de estas posibilidades de legitimación latentes es una de las características más importantes de los movimientos desviados (Parsons, 1951:296).

Debido a las discrepancias inevitables entre el curso efectivo de los acontecimientos y las expectativas alentadas por el sistema social, la vulnerabilidad no puede erradicarse. Dotar de sentido y compensar estas frustraciones es una de las tareas encomendadas a los mecanismos de control social. Cuando fracasan, allanan el camino para la faz utópica de los valores oficiales y de aquellos postulados morales que, sin ser obligatorios, concitan admiración. El ascenso de un movimiento revolucionario se apoya en esos imaginarios subterráneos, a los que debe apelar si no quiere sumirse en la irrelevancia. En su país, Parsons detecta atisbos de este atolladero: “a los sentimientos a favor de la ‘justicia social’ les cuesta defender el tratamiento del Negro en Estados Unidos, o la ‘explotación’ colonial de territorios en manos de poderes ‘imperialistas’” (Parsons, 1951:522). Por su escala, esta impugnación no pone en riesgo la continuidad del orden.

Atento a sus detractores, Parsons ofrece una explicación de los aspectos dinámicos de la sociedad norteamericana. Para evitar suspicacias, rechaza explícitamente al evolucionismo, endilgándole una equiparación errónea de la historia con las etapas del ciclo vital biológico. En vez de consagrar una instancia rectora del andar colectivo, prosigue, el investigador debe rastrear la interdependencia de variables múltiples. La inspiración weberiana no se circunscribe a este precepto metodológico. Cuando Parsons indica a la racionalización como direccionalidad del cambio en los sistemas sociales, el eco del alemán es palpable. Una analogía física subraya la diferencia respecto a los determinismos históricos: “la entropía, como la racionalización, es una tendencia inherente del cambio, en la medida en que el sistema está aislado y ciertos obstáculos para su desarrollo no operan” (Parsons, 1951:500). Por fuera de estas condiciones, en el tráfago de la empiria, el resultado bien puede ser otro.

Hecha esta salvedad, Parsons insiste en la pertinencia de esa hipótesis para la larga duración. Bajo el signo de la racionalización institucionalizada, la ciencia era responsable por la introducción “de una corriente continua de factores de cambio al sistema social” (Parsons, 1951:505). Varias de las transformaciones en curso en Estados Unidos podían atribuirse a esa fuente. El avance del conocimiento y sus aplicaciones técnicas reconfiguraron roles ocupacionales y estructuras de poder organizacionales. Después de la Primera Guerra Mundial, los especialistas técnicos adquirieron un puesto estratégico en la industria, a tono con la marcha de la burocratización y la sustitución del capitalismo de entrepreneurs por el capitalismo de managers y ejecutivos. Parsons agrega que la ciencia impactó en el American way of life a través de los electrodomésticos y del entretenimiento masivo, que habilitó un hedonismo compensatorio de los rigores profesionales.6

La buena reputación de estas novedades no cancela los focos de tensión. Como desestabilizan modos acostumbrados de proceder, las innovaciones atentan contra intereses creados. Parsons vincula a estos últimos con la voluntad de preservar las gratificaciones inscriptas en un sistema de expectativas de rol. Las pretensiones materiales o económicas, puntualiza, no son más que una parte de las recompensas anheladas. Por las alteraciones que genera, la racionalización institucionalizada frustra expectativas y provoca resistencias. En su país, Parsons no avizora un destino revolucionario para esos malestares: “es un hecho conspicuo que, a contramano de las predicciones marxistas, en Estados Unidos las reacciones a las tensiones del desarrollo tecnológico no han tendido a organizarse alrededor del conflicto de clase (Parsons, 1951:514). La abundancia de recursos naturales y la inmigración, que debilita la solidaridad de clase vía clivajes étnicos, traban la cristalización de un proletariado combativo.

En los albores de la Guerra Fría, Parsons ligó el fervor romántico-utópico al activismo comunista, soslayando la polémica secular del marxismo con ambas corrientes. Optimista, relegó ese vector del disenso a los márgenes de la nación norteamericana. El ímpetu de una nueva generación lo forzó a repensar la heterogeneidad cultural y el registro comunitario de la huida. Los rumores empezaron en aulas y pasillos universitarios, presuntamente reservados a la racionalidad circunspecta. Parsons hurgó en sus herramientas y, sin prisa pero sin pausa, procuró descifrar el sentido de los acontecimientos.

4. El análisis temprano de Parsons sobre el descontento juvenil

En El sistema social, la cultura juvenil norteamericana se piensa como una válvula de seguridad que mitiga los efectos potencialmente dañosos de la disciplina adulta. En calidad de institución secundaria, sirve para garantizar el pasaje hacia los roles maduros. Incluso la rebeldía que se verifica en su seno tiene una función, porque ayuda a superar los apegos objetuales típicos de la infancia. Parsons tilda de frívola a esa cultura juvenil para distinguirla de aquellas variantes que nutren movimientos políticos o sectas religiosas y luchan por el cambio social. En sus extravíos patológicos, la primera degenera en banda criminal. Las segundas, por su parte, pueden hundirse en el abismo de las Hitlerjugend (Parsons, 1951:306-307).

Hacia los sesenta, el panorama mutó drásticamente. El reemplazo de Dwight Eisenhower por John Fitzgerald Kennedy fue un punto de inflexión. Primer presidente católico de Estados Unidos, Kennedy desperdigó una retórica de la “brecha generacional” que fungió de catalizador para la insatisfacción estudiantil (Jameson, 1984: 183). Miles se unieron a la pelea por los derechos civiles, marcharon contra la persecución macartista del Comité de Actividades Antiestadounidenses y conformaron el público para una camada de artistas liderada por Bob Dylan. En 1962, poco más de cincuenta activistas universitarios dieron a conocer el Manifiesto de Port Huron, que exhortaba a la creación de una nueva izquierda respetuosa de la democracia participativa, suspicaz de la economía productivista y resuelta a conjurar la catástrofe nuclear. El Manifiesto fue el toque de diana que despertó la inquietud universitaria, pronto amplificada en Berkeley y Kent.

El mismo año, Parsons publica La juventud en el contexto de la sociedad norteamericana, análisis precoz de un segmento social que prefigura la contracultura. Como punto de partida, aísla las tendencias que juzga determinantes del presente nacional. Parsons coloca al desarrollo económico-industrial en pie de igualdad con el crecimiento de las funciones del gobierno, el despliegue del sistema legal y el avance de la ciencia. Correlativamente, la estructura social experimenta un proceso de diferenciación funcional y el orden normativo vira hacia reglas más generales, apartadas de las situaciones específicas que deben regir.

Ante la velocidad de estos cambios, el sociólogo de Amherst interroga la perseverancia del orden. Parsons señala al “activismo instrumental” como el valor supremo de la sociedad norteamericana, esa guía que regula la acción de los miembros a través de una definición del tipo de sociedad al que están comprometidos (Parsons, 1962:100). A partir de la noción del hombre como instrumento de lo divino se genera un individualismo singular, cuya afinación moral lo distancia del egoísmo beligerante:

Primero, opera bajo una concepción de la existencia humana como servidora de fines o funciones más allá de la longevidad física, la salud o la satisfacción psicológica de las necesidades de la personalidad independientemente de esos compromisos de valor. En ese sentido, es la construcción de la ‘buena vida’, no sólo para el individuo particular sino también para toda la humanidad -una vida deseable y no meramente deseada. Esto incluye un compromiso con la buena sociedad. Segundo, para implementar estas premisas morales, es necesario que los logros autónomos y responsables del individuo estén regulados por un orden normativo -en este nivel, una ley moral determina la relación entre las diversas contribuciones y los patrones de justicia distributiva (Parsons, 1962:101).

Bajo esta cosmovisión, la sociedad adquiere un significado dual. Por un lado, se instituye como campo propicio para el logro individual. Por el otro, el mejoramiento de la sociedad es la meta más elevada a la que puede aspirar el individuo. El patrón es activista porque excluye la adaptación pasiva a las condiciones externas y seculariza el impulso al “dominio del mundo” originado en el ascetismo puritano. Además, es instrumental, porque el logro humano no se tiene por un fin en sí mismo. El objetivo último siempre se ubica por encima del desenlace inmediato del proceso activo, en las altas esferas del afán colectivo. La exigencia que pesa sobre el individuo se redobla porque la sociedad es vista como una entidad en perpetuo movimiento, que jamás puede dormirse en los laureles. El patrón de valor

legitima una dirección de cambio, nunca un estado definitivo. Esta dirección sólo se define en el sentido más general, respecto a las famosas fórmulas de la libertad, la democracia, el bienestar general y la justicia distributiva. Al individuo le queda una gran responsabilidad, no sólo para alcanzar logros dentro del orden normativo institucionalizado, sino para interpretar qué sentido tiene y cuáles son sus obligaciones hacia él (Parsons, 1962:102).

Este mandato impone una presión notable sobre los agentes. A la perpetuidad de la tarea se suman los obstáculos hermenéuticos. Carentes de un manual de instrucciones, las unidades sociales afrontan la responsabilidad de dar un contenido tangible a fórmulas indeterminadas, una carnadura a ideales abstractos. Esa demanda interpretativa corre pareja con la restricción moral. Las transformaciones rápidas en la estructura social, comandadas por la diferenciación funcional, agravan las dificultades de ajuste para el individuo. Una de las proposiciones centrales de Parsons es que estos procesos afectan con mayor intensidad a los jóvenes. En términos generales, quienes se encuentran en esa etapa del ciclo vital deben lidiar con un incremento de las expectativas, plasmado en la extensión y complicación de su trayecto por el sistema educativo.

Para colmo, el proceso de diversificación estructural multiplica el rango de opciones disponibles. Las libertades flamantes, entre las que descuella la expansión erótica, no sobrevienen sin costos:

como muchas de las libertades nuevas son ilegítimas en relación a los estándares más viejos (el upgrading normativo y la generalización de valores llevan tiempo) es muy difícil trazar la línea que separa a las áreas de nuevas libertades en proceso de ser legitimadas y los tipos que son suficientemente disfuncionales, incluso en el nuevo estado de la sociedad, como para que lo más probable sea su control o, incluso, su supresión. El adolescente en nuestra sociedad es enfrentado con el difícil problema de la elección y evaluación en áreas como estas, porque una codificación adecuada de las normas que gobiernan muchas de estas áreas recientemente emancipadas todavía no se ha desarrollado (Parsons, 1962:111-112).

A la mayor complejidad de las decisiones se yuxtapone, por lo tanto, una cuota de anomia.

¿Qué tipo de cultura juvenil emerge en este contexto? Sin lugar a dudas, ya no se trata del espacio de frivolidad afín a la lógica del entretenimiento masivo que Parsons había descripto una década antes. Reforzada en su forma grupal por la segregación de la vida universitaria, la juventud de principios de los sesenta se vuelca a la pregunta por “el sentido (meaningfulness) de los roles presentes y futuros en la sociedad industrial moderna” (Parsons, 1962:118). Esa búsqueda supone una reacción ante la anomia y el sentimiento de impotencia que genera la lejanía de los centros de poder. Rasgo inescapable del mundo moderno, la especialización de las funciones políticas lastima particularmente a la sensibilidad de los jóvenes, relegados a soportar las decisiones de otra generación.

La segunda nota distintiva de la nueva cultura juvenil es el resurgimiento del interés político. Con epicentro en las universidades, esta vocación se constata sobre todo en la lucha por los derechos civiles y la consecución de la paz en la era atómica. Si esta actividad denota agitación, el énfasis en cuestiones morales confirma, para Parsons, la adhesión a la tradición norteamericana:

No parece arriesgado afirmar que la principal tendencia ha estado de acuerdo con las características políticas generales de la sociedad, que ha sido un sistema relativamente estable de índole fuertemente pluralista. El escepticismo concomitante hacia las fórmulas ideológicas generalizadas es usualmente reputado como deplorable por los moralistas entre nuestros intelectuales. En este aspecto, sin embargo, la principal orientación de la juventud parece estar en sintonía con la sociedad en la que están aprendiendo a tomar su lugar (Parsons, 1962:117-118).

A contrapelo de la paranoia conservadora, Parsons no tacha a esta participación política de intrínsecamente desviada. Junto a los componentes que trasuntan alienación, Parsons percibe una conformidad soterrada con los valores centrales de la sociedad estadounidense: “Tengo la impresión de que ha ocurrido un cambio significativo respecto de la atmósfera un tanto frenética de la ‘juventud flameante’ de los 1920 y, hasta cierto punto, de los 1930. Hay menos rebelión en los dos aspectos: más moderación en el consumo de alcohol y más ‘seriedad’ en el campo de las relaciones sexuales. La juventud se ha vuelto mejor integrada con la cultura general” (Parsons, 1962:116). Este giro infunde un atractivo funcional al descontento, que facilita la adaptación de los valores culturales predominantes, en sí mismos estáticos, a un entorno social cambiante: “una dosis generosa de insatisfacción juvenil con el estado de la sociedad norteamericana puede ser un signo del compromiso saludable de la juventud con el componente activista del sistema de valores” (Parsons, 1962:121).

La premisa de la uniformidad básica de la cultura sobrevive a las primeras convulsiones. Como reverso del conflicto de las interpretaciones indagado en El sistema social, que descubría un potencial desgarramiento tras la universalidad de los significantes, La juventud en el contexto de la sociedad norteamericana reenvía el disenso ostensible a un consenso implícito. El romanticismo de los jóvenes, aclara Parsons, es progresista, favorable al avance permanente, y no reaccionario, anclado en el pasado (Parsons, 1962:116). Por eso, actúa en consonancia con una sociedad que “sigue su curso programado” (Parsons, 1962:122). Esta conclusión prolonga lo dicho en 1951. Parsons habla con el tono de un piloto de avión que, sabedor de una zona de turbulencia, calma a los pasajeros inexpertos.

La fe en el triunfo del código flaqueó ante la radicalización del movimiento universitario y su incorporación al plexo disidente. Cuando se bautizó a la contracultura, Parsons notó acaso una ironía: el término “contra-cultura” (counter-culture) se había pronunciado por primera vez en las últimas páginas de El sistema social. Ahí refería a las formaciones desviadas incapaces de tender puentes con la cultura e influir en la sociedad (Parsons, 1951:522). La palabra volvió a Parsons cargada de nuevos sentidos, próximos al romanticismo. El deslizamiento condensó un viraje epocal que mermó su prestigio intelectual y lo empujó a una honda revisión de su perspectiva.

5. El modelo AGIL y la crisis de la universidad norteamericana

La rebelión estudiantil causó una viva impresión en Parsons. El hombre de Harvard vio con buenos ojos al movimiento por los derechos civiles y propició el interés académico por el tema, sincero en la esperanza de contribuir a un proceso que juzgaba indispensable para la consolidación de la ciudadanía (Parsons, 1965). Vietnam, otro hito del periodo, lo colocó en oposición moderada al intervencionismo norteamericano. Las protestas que sacudieron el sistema universitario, en cambio, le generaron antipatía (Gerhardt, 2002:269).

Esa aflicción personal se transita con disimulo en La universidad americana, libro publicado junto a Gerald M. Platt en 1973. Un pasaje introductorio admite la sorpresa generada por el cimbronazo estudiantil:

Los disturbios en Berkeley en 1964 fueron considerados un incidente aislado del campus, hasta el crescendo de confrontaciones entre 1967 y 1969, especialmente en la crisis de Columbia. No anticipamos perturbaciones tan serias como las que ocurrieron. Tal omisión podría interpretarse como signo de la incapacidad para acometer el actual estudio, aunque ciertamente no estuvimos solos en la subestimación de las potencialidades disruptivas de las fuerzas subyacentes. Los eventos de los últimos seis o siete años nos han obligado a reconsiderar estas fuerzas: la estructura institucional del sistema académico y las fuentes del conflicto e inestabilidad, tanto internas a la universidad como en su relación con otros sectores de la sociedad (Parsons y Platt, 1973:7).

Parsons y Platt pretenden una doble síntesis. La mirada de largo alcance sobre el papel de la universidad en las sociedades modernas deja lugar suficiente para las reflexiones coyunturales. A su vez, la investigación empírica, centrada en el caso nacional, va de la mano con una exposición sofisticada del modelo AGIL, presente en la obra parsoniana desde mediados de los cincuenta. Los nuevos rumbos de la disputa encuentran un marco de inteligibilidad renovado. Muta el material histórico, pero también el lenguaje teórico que lo procesa.

El enfoque diacrónico inscribe a la expansión del sistema universitario en un cambio estructural de carácter revolucionario. En el siglo XVIII, arguyen Parsons y Platt, la Revolución Industrial alivió las constricciones procedentes de la escasez. Simultáneamente, la Revolución Democrática redujo el control de los individuos por parte de las agencias gubernamentales. Luego, en el siglo XX, llegó el turno de la Revolución Educativa, que supuso un avance en la pericia, tanto de la sociedad como de los individuos, para utilizar el conocimiento en la implementación de valores y la consecución de metas. El retroceso de la ignorancia y el incremento de los recursos para la acción racional tuvieron, para los autores, un saldo que merece una defensa ante los ataques contemporáneos (Parsons y Platt, 1973:3).

Parsons y Platt amparan su juicio de valor en una concepción evolucionista de la historia, que encomia, sottovoce, los procesos beneficiosos para la capacidad adaptativa del sistema. En esa ruta, los sistemas vivos ganan en términos de supervivencia a las condiciones del ambiente y habilidad para actuar independientemente de él y controlarlo. De acuerdo a este paradigma, el cambio evolutivo comienza con una diferenciación que debe protegerse a toda costa. Entre el vasto campo de esa tendencia, que excede los límites de la jurisdicción humana, el libro se detiene en la configuración y perfeccionamiento del complejo cognitivo. Ese complejo involucra a los cuatro componentes del sistema de acción y se afianza a través de una diferenciación progresiva que implica niveles crecientes de autonomía e interdependencia entre los términos.

Aclaremos el significado de estas fórmulas abstrusas. En primer lugar, notemos que el complejo cognitivo corta transversalmente las subdivisiones del sistema general de acción. De esta manera, concierne al conocimiento como objeto cultural, a la acción racional alojada en el sistema social, a la competencia ejercida por la personalidad individual y al sistema nervioso del organismo conductual, que sirve de sustrato a la inteligencia, medio de intercambio simbólico. Lo que unifica a estos diversos planos es la preponderancia de las funciones y estándares cognitivos. En su operatoria como complejo, la primacía cibernética corresponde al nivel cultural, rico en información y pobre en energía. En tanto código, la cultura ocupa una función análoga a los genes en la célula, garantizando el fondo estable que puede sobreponerse a las vicisitudes del ambiente.

El sistema cultural también se organiza por sus divisiones internas, que respetan el mandato funcional. Refinando la tipología de patrones culturales presentada en El sistema social, el modelo AGIL distingue cuatro subsistemas consagrados a las funciones de latencia, integración, logro de metas y adaptación. La simbolización constitutiva es el terreno de las formas religiosas que lidian con las preocupaciones últimas de la humanidad. Los símbolos moral-evaluativos guían las definiciones de lo deseable y, por eso, revisten suma importancia para los valores societales. La simbolización expresiva es fundamentalmente estética y entabla lazos estrechos con las necesidades motivacionales de la personalidad. Por último, la simbolización cognitiva observa los principios de la racionalidad y, en tanto conocimiento objetivable, se rige por los criterios de validez y relevancia (Parsons y Platt. 1973:313).

La coherencia entre estos cuatro subsistemas, verificada en el intercambio equilibrado de inputs y outputs, es una trama básica de la cultura, que no ha perdido el sitial atribuido previamente en la obra de Parsons. No obstante, el nuevo modelo es sin duda más sensible a la posibilidad de fricciones entre las áreas del sistema. Hacia el pasado, Parsons y Platt reconstruyen la secularización como un combate entre ciencia y religión que garantizó la autonomía del complejo cognitivo. En el presente, los términos de la contienda se han modificado: “en el nivel cultural, algo cercano a una guerra existe entre el complejo cognitivo y una buena dosis de ideología, así como también entre los complejos cognitivo y expresivo” (Parsons y Platt, 1973:275). Aplicado a la cultura, por lo tanto, el modelo AGIL suministra las primeras coordenadas para ubicar las pugnas del campo universitario.

Fiel al programa parsoniano, el libro elude los razonamientos de causa única, que asignan toda la responsabilidad a un sector parcial de los sistemas de acción. Los conceptos de institucionalización e internalización aluden a la interpenetración entre sus regiones. El primero atañe al proceso por el cual los patrones culturales se incorporan a la interacción en calidad de reguladores normativos. Así se organiza a los agentes sociales para que ejerzan presiones recíprocas a favor de la obtención o el mantenimiento de un estado de cosas sancionado normativamente (Parsons y Platt, 1973:33). La internalización, por su parte, convierte a los objetos culturales en propiedades individuales, haciéndolos participar de la economía psíquica. El complejo cognitivo involucra una red particular de este tipo de mediaciones y sus crisis deben ser pensadas como igualmente abarcadoras.

La universidad ocupa un lugar estratégico en esta lógica. En tanto parte del subsistema fiduciario, funge como representante de la cultura cognitiva en el sistema social (institucionalización). A su vez, la universidad es escenario de una etapa exigente de socialización, que prepara a los individuos para niveles más sofisticados de disciplina (internalización). Por último, constituye un banco de inteligencia encargado, como los económicos, de captar recursos y multiplicar el medio circulante. El descontento estudiantil, aventuran Parsons y Platt, nace de un desorden coordinado en cada una de estas dimensiones.

En la dinámica interna del sistema social, los autores ven con recelo las amenazas a la autonomía del espacio universitario. Como parte del sistema fiduciario (L), la identidad de la institución universitaria depende de su diferencia respecto de la comunidad societal (I), la política (G) y la economía (A). Parsons y Platt perciben una creciente confusión que lleva a equipararla alternativamente con el mercado, la burocracia o la democracia. Así, la relación entre profesores y alumnos se iguala a la de productores y consumidores, el complejo organigrama a una cadena de mando y, más a guisa de propuesta que de descripción, sus procedimientos de toma de decisiones a una democracia directa.

La última vertiente es, para ellos, la más peligrosa. Esto se debe, en primera medida, a que es la forma más agresiva de intrusión sobre la esfera protegida de la universidad. Hacia finales de los sesenta, la demanda de conformar órganos ejecutivos bajo la consigna “una persona un voto” había puesto en jaque al sector administrativo de la academia. Asimismo, esta manifestación es deletérea porque busca suprimir al interior de la universidad aquel principio que legitima su posición privilegiada en el diagrama social. Si el logro cognitivo no se valora puertas adentro, estableciendo algún tipo de jerarquía entre los miembros del cuerpo profesoral y los estudiantes, se minan las bases para justificar la asignación de prestigio, recursos financieros y protección del poder político que apuntala la misión universitaria.

Detrás de este reclamo, afirman los autores, se esconde la voluntad de subsumir la empresa de conocimiento a los imperativos de la batalla política, anhelo contrario a la diferenciación funcional. Los problemas se acumulan:

en el nivel cultural tiende a existir una bifurcación sobre si el énfasis de la modificación de las primacías cognitivas debiera tender a la dirección expresiva-estética o a la moral-evaluativa, con las preocupaciones explícitamente religiosas algo rezagadas. En el nivel social, sin embargo, existe una tendencia, favorecida por el componente activista del sistema de valores, a enfatizar las preocupaciones políticas (Parsons y Platt, 1973:105).

Esta puja por la des-diferenciación halla un espaldarazo adicional en los mecanismos de socialización que intervienen en la educación de grado. Como en la elaboración terapéutica, la transición hacia un modo de organización superior requiere un primer momento de regresión. Algunos controles de la etapa previa se relajan, permitiendo que afloren sentimientos y comportamientos anteriormente prohibidos. En la universidad, los estudiantes experimentan niveles inéditos de libertad, incluyendo, acotan Parsons y Platt, las cuestiones espinosas del sexo y las drogas. Además, reciben el apoyo del grupo de pares, ocasión para una solidaridad difusa de sesgo igualitario. Estas vivencias, imprescindibles, claman por un contrapeso: “tal permisividad y apoyo no pueden degenerar en un clima de club de country, una comunidad hippie o un asilo para problemas emocionales y políticos, aunque estas actividades tienen que existir y existen en el campus. Junto a ellas, pero con prioridad, la universidad debe enfatizar las preocupaciones intelectuales, que son seriamente acometidas por todas las categorías de miembros de esa comunidad” (Parsons y Platt, 1973:206).

El riesgo consiste en que los estudiantes se instalen en la regresión y, aferrándose a la identificación afectiva con el grupo de pertenencia, busquen aplazar indefinidamente la participación ciudadana en la comunidad societal, ámbito para el que la universidad intenta prepararlos. La repulsa de la eficacia ordinal de los exámenes es algo más que una travesura, pues entraña una evasión de la disciplina que obtura la manipulación de recompensas y, por esa vía, la socialización en patrones avanzados. Esta es una raíz psíquica del desarreglo institucional: “aunque existen fuentes legítimas para el descontento con la distribución del poder en la universidad, una parte de la hostilidad hacia las autoridades y las condiciones de vida está probablemente desplazada desde las tensiones engendradas por el proceso de socialización” (Parsons y Platt, 1973:181).

En la familia, la escuela y el consultorio del psiquiatra, la afectividad es una palanca inestimable para el aprendizaje. Antes de asumir grados mayores de autonomía, los individuos pasan por una fase de expresividad aumentada. La presunción básica de Parsons y Platt es que el desarrollo veloz de la educación superior no ha dado tiempo aún a la institucionalización de nuevos patrones. Esta anomia da forma patológica a mecanismos psíquicos normales: “cuando la socialización tiene lugar dentro de un orden social y cultural cambiante, estas reacciones serán más intensas. Al final, esas condiciones producen contrapartes ideológicas a las fantasías individuales (deseos, temores, ansiedades, etc.), que permean a movimientos sociales” (Parsons y Platt, 1973:181).

La Nueva Izquierda encarna ese salto. Fuerza grupal, anuda malestares individuales a una evaluación cáustica del statu quo. Parsons y Platt ligan ese quiebre en la tradición izquierdista al debilitamiento de la polaridad socialismo-capitalismo. En su propio lenguaje, interpretan el abandono de la ortodoxia marxista como un ascenso en la jerarquía cibernética. Para los autores, tal es el sentido de la incorporación de preocupaciones antropológicas, sociológicas y psicoanalíticas en desmedro del economicismo. De la obsesión por las determinaciones materiales, la crítica se desplaza hacia las operaciones de la comunidad societal y el sistema fiduciario. Del Marx de Das Kapital se ha pasado a su versión joven, enemiga de la alienación (Parsons y Platt, 1973:289). En medio de la batalla, los funcionalistas creen al menos compartir con sus pares izquierdistas la convicción de que la cultura es lo primordial, el código que organiza las energías humanas.

Este relevo actualiza desacuerdos, previamente omitidos, entre romanticismo, utopismo y comunismo. La cadena de equivalencias planteada en El sistema social se rompe y el andamiaje teórico provisto por el AGIL desnuda rugosidades en la formación disidente:

el intelectual izquierdista puede enfatizar el contexto político como un aspecto instrumental del cambio en el sentido que aboga y, al mismo tiempo, afirmar que está ‘en sintonía’ en términos de sensibilidad y participación con los nuevos movimientos -no institucionales y, de hecho, no económicos y no políticos- que usualmente se engloban como ‘la contracultura’. El balance entre el énfasis político y la contracultura es probablemente precario, pero se mantienen juntos, al menos en parte, por su enemigo común: el establishment y los “cuadrados” (Parsons y Platt, 1973:295).

El argumento novedoso es que el moralismo antiautoritario activa puntos distintos que la búsqueda expresiva. Acorde a las subdivisiones del sistema cultural, esta diferencia se percibe en el hiato entre los juicios éticos sobre las acciones del establishment y las demandas respecto de sus mecanismos represivos, que cunden entre los “grupos de tipo hippie-contracultural” (Parsons y Platt, 1973:220). La asociación puede fundarse en orientaciones activas o pasivas, el rechazo de la realidad “puede proyectarse a un pasado perdido, notorio en el romanticismo de la Gemeinschaft, o a un futuro no realizado, vinculado a lo que Erikson llama ‘convicción utópica’” (Parsons y Platt, 1973:219).

Lo que comparten estas corrientes, concluyen Parsons y Platt, es el afán de des-diferenciación, que menosprecia la autonomía del complejo cognitivo. El tumulto de los sesenta se homologa al pánico financiero de 1929. Ante la exigencia agobiante de la educación superior y la frustración de las expectativas, los miembros más jóvenes de la universidad retiran sus depósitos de inteligencia, vacilan en su compromiso con la empresa de conocimiento, se sustraen a la influencia del cuerpo profesoral y dirigen el afecto a intereses no cognitivos (Chriss, 2016). En su capa más profunda, la controversia pone en entredicho el status del conocimiento y sus aplicaciones. La crisis de la universidad golpea un centro neurálgico de la sociedad norteamericana, propaga el antiintelectualismo en el pilar de la “racionalización institucionalizada”.

Frente a este desafío, Parsons y Platt proponen reforzar las fronteras del complejo cognitivo e insisten en la ventaja adaptativa de la diferenciación funcional. Aunque el dúo sociológico aclara que esto no supone una “superioridad moral”, el significado evolutivo está fuera de discusión (Parsons y Platt, 1973:223). La universidad americana es un alegato a favor de la especificidad del ámbito académico que, como una sinécdoque, reivindica el camino tomado por la modernidad capitalista en su conjunto. En Sociedad americana, ya en soledad, Parsons ofrecería una visión más global de los conflictos epocales, expresando abiertamente su orgullo de pertenecer a la sociedad estadounidense. El estilo tardío, se sabe, elimina algunos pruritos. Pasemos, entonces, al canto de cisne del coloso funcionalista.

6. Contracultura y selección natural en Sociedad americana

Las páginas finales de Sociedad americana: una teoría de la comunidad societal discurren sobre el romanticismo y la utopía.7 Por un lado, figura la proliferación de movimientos orientalistas inclinados a un acosmismo religioso contrario al ascetismo protestante. Por el otro, la utopía del propio Parsons, esperanza de una síntesis entre capitalismo y socialismo que excediera el mero compromiso entre opuestos. Como indica Pablo de Marinis, la noción tardía de “comunidad societal” porta un gran optimismo respecto al porvenir de la racionalidad keynesiana. Espacio de solidaridad autónomo del control económico, el poder político y la tradición cultural, la comunidad societal se afirma como la instancia en la que pueden proyectarse “unos deseos incontenibles de ampliación de las esferas de la ciudadanía social, en el contexto de un esquema balanceado que sin frenar los avances del proceso de la diferenciación funcional (y sin dificultar la optimización de los rendimientos específicos de aquello que se diferencia) a la vez no bloquee el despliegue de la individualidad o limite las esferas de libertad personal” (De Marinis, 2012:253).

Aplicable a circunstancias diversas, la veta utópica del concepto emerge en el análisis de Estados Unidos. Parsons, alineado con el excepcionalismo, celebra a su país como “primer ejemplo de una sociedad moderna de gran escala que se ha convertido, a través del destino de los inmigrantes europeos y el reciente movimiento por los derechos civiles, en genuinamente multiétnica” (Parsons, 2016:312). En una revisión de largo alcance, Parsons imputa esta peculiaridad a la neutralización de la religión. Ese dispositivo, aclara, no conllevó la decadencia de la religión, sino la separación cuidadosa de Iglesia y Estado. El resultado fue un pluralismo capaz de albergar tanto al ascetismo protestante como a la cultura liberal de la Ilustración. Por otra parte, la relativa homogeneidad de la población, de base anglosajona, y el aislamiento geográfico favorecieron una historia a salvo de las conflagraciones europeas.

En ese ambiente protegido, continúa el relato, las posibilidades para la evolución fueron mayores que en el resto del globo. El activismo instrumental fue el factor desencadenante de esa potencialidad. La sociedad se concibió como un medio para servir a los intereses de los individuos, mientras a estos últimos se les asignó la misión de buscar positivamente la realización del estado ideal. En su traducción al sistema social, este valor cultural dio lugar a un patrón de individualismo institucionalizado, propicio para el desarrollo económico y la acumulación de recursos. Amén de sus beneficios adaptativos, el culto al individuo sirvió de faro para la organización colectiva. Gracias a su carácter compartido, que implicó una regulación normativa, ese culto no terminó en una batalla campal à la Hobbes. La paradoja ya está en Durkheim (2001): el respeto por la santidad del individuo brota de la totalidad y no de las unidades sociales, se imprime en las conciencias por ser una obligación compartida, no una pulsión innata.

Reacio a las deformaciones idílicas groseras, Parsons detecta una carga dual en esta configuración:

las amenazas más serias a la estabilidad integradora de la sociedad americana no vinieron de conflictos ‘estructurados’ con bases como la religión, la etnicidad, la región o la clase social, sino de ciertos tipos de individualismo, asociados a la concepción durkheimiana de anomia. A la inversa, sin embargo, también hemos sugerido que los mismos desarrollos del individualismo constituyeron una de las fuentes primarias de la fuerza integradora de la sociedad (Parsons, 2016:424).

En su apreciación, la estructura económica plural, irreductible a la esquematización dicotómica del marxismo, desactiva los conflictos de clase. Las reivindicaciones de las minorías raciales, asimismo, se nutren de un fondo cristiano unánime, que asegura un lenguaje común más allá de las divisiones patentes.

Anulados parcialmente esos agrupamientos intermedios, las principales tendencias a la desorganización provienen de la exacerbación del individualismo. Esto puede darse bajo la forma del utilitarismo economista, representado por la doctrina de Gary Becker o “en algunas formas del sentimiento ‘anarquista’, como en parte de la reciente contracultura” (Parsons, 2016:150).

Cuando se manifiesta en la escena política, tal sentimiento propugna la democracia directa. La fantasía de abolir la línea de autoridad, irrenunciable para el funcionamiento burocrático, subyace a tal propuesta. Parsons señala la imposibilidad de poner en práctica ese programa y su peligrosa negación de las complejidades de la sociedad moderna. En una de las digresiones autobiográficas que se permite Sociedad americana, Parsons rememora una asamblea de la Students for a Democratic Society en Harvard: tergiversando una votación a mano alzada, un líder político consigue que la turba ocupe un edificio administrativo. Espectador a distancia, Parsons concluye que la democracia participativa, de por sí ineficaz, también es vulnerable a la manipulación.

Este atributo puede ser aún más revulsivo si asciende en la escala cibernética:

el individualismo fiduciario es el más radical de todos cuando se convierte en ideológicamente absoluto. Esta es la preocupación principal de las ideas anarquistas plenamente desarrolladas, en términos de las cuales casi cualquier forma de institucionalización de la sociedad es considerada ilegítima. Por supuesto, toma múltiples formas, muchas de las cuales se aproximan a la idealización de la akosmische Bruderlichkeit, de la que Weber habló tanto. Sin llegar a ese extremo, muchas de las ideas de la reciente contracultura, del existencialismo y similares, se han alejado del orden normativo institucionalizado en esa dirección (Parsons, 2016:157).

Pesquisando al individualismo norteamericano, Parsons se topa con la aspiración comunitaria. Esto añade un clivaje adicional en el universo contestatario, paralelo al de revolución y huida.8 Por afinidad funcional, en tanto ocupan la misma región del AGIL en sus sistemas respectivos, el simbolismo expresivo empata con las problemáticas de la personalidad, organizadas, en los sesenta y setenta, por el motivo de la autorrealización. A pesar de sus embates contra el economicismo, cuya visión atomística contempla únicamente a particulares que maximizan intereses, la contracultura está marcada por ese rasgo idiosincrático de Estados Unidos: “A este respecto, se da el hecho curioso, desde el punto de vista del análisis presente, de que un movimiento que está orientado contra una de las versiones más importantes del individualismo moderno, ha sido la escena de ciertos excesos conspicuos de otra versión” (Parsons, 2016:457). La fobia a la socialización alcanza el cenit, en un caso que Parsons comenta con perplejidad, cuando algunos “extremistas” de la contracultura procuran eliminar la comunicación lingüística por considerarla una imposición de la sociedad maldita.

Parsons evita la simplificación:

el sentido en que gran parte de esta rama del movimiento disidente ha sido accionada por un ‘individualismo’ debe ser matizada por ciertas, si se quiere, tendencias ‘colectivistas’, principalmente aquellas en un contexto religioso concernientes a la absorción del yo individual en una unidad cósmica, un tema místico prominente que ha estado asociado al impacto apreciable de las religiones orientales, especialmente de aquellas que derivan de un fondo hindú-budista (Parsons, 2016:457).

El péndulo weberiano oscila del ascetismo intramundano al rechazo religioso del mundo. La evasión, familiar en las imágenes del pionero y el mito de la frontera, deviene búsqueda comunitaria de tinte exótico. Junto al celo por la autonomía individual, medra el ansia de fraternidad.

Esa convivencia se remonta a Jean-Jacques Rousseau, romántico por excelencia:

Era, por un lado y como hemos indicado, el gran apóstol de la comunidad societal unitaria, representada por la Voluntad General, pero, por otro lado, en su concepción del estado de naturaleza fue el apóstol del libertarismo más extremo de su tiempo, con la concepción de que las instituciones sociales constituyen ‘cadenas’ que restringen la libertad natural con la que el hombre supuestamente nació. Hay un sentido claro en el que el Rousseau colectivista fue el padre intelectual del totalitarismo moderno, especialmente en la variedad comunista. Por otro lado, el Rousseau del ‘hombre natural’ fue ciertamente uno de los padres principales de la ‘revolución expresiva”, y de las formas extremas del “culto al individuo” (Parsons, 2016:438).

El cuadro se complica porque la contracultura reúne ambos linajes. Ese vector comunitario del romanticismo, después de todo, se muestra más vivaz en la preocupación de los estudiantes norteamericanos por la alienación que en el gélido régimen soviético. La aspiración a una comunidad perfecta, despojada de las demandas de la economía y el sistema político, también habita en los grupos que añoran un intercambio espontáneo con la naturaleza, locus de realización expresiva para el individuo.

Instado por los acontecimientos, Parsons eleva el rango del romanticismo. El AGIL suaviza el discurso monolítico sobre el plano simbólico y la contracultura se estima “congruente con la estructura de una dicotomía profunda en el sistema de orientación occidental, que hemos formulado como aquella entre los componentes cognitivo y afectivo del sistema de orientación” (Parsons, 2016:378). Por un momento, esta enmienda promete consecuencias significativas. Parsons signa el origen de la dicotomía en el surgimiento paralelo y contemporáneo de la visión de una deidad trascendente -compartida por el judaísmo, el cristianismo y el islam- y el racionalismo de los griegos: “considero a los fundamentos culturales principales de Occidente como una síntesis inquieta entre estas dos tradiciones culturales” (Parsons, 2016:381). La disputa ya no ocurre entre un centro sólido y una periferia remotamente acechante. De elemento marginal, el romanticismo pasa a ser el heredero de una cesura íntima del tejido occidental.

En última instancia, Parsons no soporta esa inquietud y busca una nueva ruta hacia la unidad. La encuentra nada más y nada menos que en la dialéctica, corpúsculo extraño en su materia textual:

No parece fortuito que, al menos desde la Ilustración, haya existido una relación íntima entre el racionalismo y el romanticismo orientado expresivamente, y por supuesto que el símbolo principal de esta asociación fue Rousseau. Sugiero por lo tanto que se ha dado, si se quiere, una relación ‘dialéctica’ entre el proceso que llamamos revolución educativa y la revolución expresiva. De hecho, sostengo que existe un paralelo sorprendente entre los procesos e interdependencias de las revoluciones industrial y democrática a finales del siglo XVIII y gran parte del siglo XIX, y las revoluciones educacional y expresiva en el siglo XX (Parsons, 2016:451).

Aunque no se explaya sobre el término, y sólo se atreve a usarlo entre comillas, es plausible que la dialéctica refiera, en Parsons, al esquema vagamente hegeliano de tesis-antítesis-síntesis. Esta dialéctica tiene menos que ver con la disonancia persistente, de la que hablaron los frankfurtianos, que con un periplo hacia la distensión final por reconciliación de opuestos.

Tales vaivenes reflejan los inconvenientes de su teorización postrera. Como demuestran Natalio Pagés y Nicolás Rubí, la respuesta de Parsons a las críticas por el carácter estático de su teoría se plasma en un análisis dinámico de corte evolucionista. De ahí surge una explicación de los fenómenos de cambio a partir de las trayectorias coordinadas de diferenciación, inclusión, generalización de valores y aumento de la capacidad adaptativa de los sistemas al entorno. Bajo esta óptica, las transformaciones históricas se ubican en una línea de desarrollo continuo y acumulativo. Si el cambio no altera el sistema de valores de la sociedad, será interpretado como progresivo y, en virtud de una confusión entre los niveles descriptivo y prescriptivo, juzgado positivamente. Toda la reflexión sobre la comunidad societal descansa en una “versión demasiado particularista de ‘lo universal’” que toma como referente a la sociedad norteamericana, más en su destino manifiesto que en su complexión efectiva (Pagés y Rubí, 2012:326). La combinación de estos presupuestos desemboca en una apuesta político-científica por la continuidad moral y una confianza en la tendencia del sistema al equilibrio, que subsume en su lógica global las pujas singulares: “Al establecer a priori un punto de estabilidad social, los procesos particulares que asumen trascendencia universal -luego de luchas, resistencias, reconfiguraciones y sedimentaciones-, no se fundamentan en los acontecimientos políticos, económicos, sociales y culturales del acaecer histórico sino en los principios evolutivos de la modernización” (Pagés y Rubí, 2012:327).

Debido a ese sesgo, la versión parsoniana de la dialéctica se parece bastante a la selección natural. Por su impronta expresiva, la contracultura se califica como una “ola de sentimiento colectivo” a favor de la libertad y la igualdad. Estas corrientes, aclara Parsons,

no siempre tienen consecuencias claramente predeterminadas, sino que, como en el caso de la utilización de otros medios, sus efectos dependen de una variedad de condiciones. A veces contribuyen a cambios estructurales mayúsculos en la sociedad, como los que propició el movimiento contra la esclavitud, pero en otras ocasiones tienen una relevancia fundamentalmente como mecanismos de reequilibrio. Probablemente la contracultura ha tenido ambos tipos de relevancia. Se han dado ciertos cambios en el sistema de educación superior de Estados Unidos que probablemente perduren, como es la mayor participación estudiantil en varios aspectos. Sin embargo, al activar los valores de la racionalidad cognitiva en el profesorado y las administraciones, e incluso en muchos estudiantes, probablemente ha servido para consolidar la institucionalización de esos valores (Parsons, 2016:405-406).

En un argumento de cuño durkheimiano, Parsons sostiene que el desafío de los contestatarios sirvió para activar por reacción la fe en la necesidad de restricciones y roles de autoridad. Por sobre la contingencia de la lucha, se abre paso la lógica diamantina de la regulación sistémica, que rige los términos de la dialéctica. Ante las propuestas utópicas de la educación superior, “algunos cambios sugeridos, como los atinentes a mejorar la calidad de la enseñanza, han tendido a ser institucionalizados, mientras otros, como la degradación drástica de la importancia de la competencia profesional entre los docentes con posiciones en la facultad, han tendido a ser descartadas (selected-out)” (Parsons, 2016:84).

Las analogías con el mundo biológico que plagan Sociedad americana abonan una interpretación evolucionista. El paralelo entre institucionalización y selección natural es explícito. De tal modo, aquella se concibe como un proceso de elección entre las innovaciones culturales que aparecen en los sistemas de acción (Parsons, 2016:365). El nazismo, por ejemplo, ilustra una búsqueda fallida de institucionalización, en tanto su puesta en práctica en el ámbito político redundó en un fracaso estrepitoso. El saldo de la contracultura, por el contrario, no es tajante. Para Parsons, muchos de sus reclamos se revelaron efímeros, pero otros se incorporaron a la línea del cambio evolutivo. Si en La universidad americana primaba la admisión de que el alcance de la revuelta estudiantil lo había tomado por sorpresa, en Sociedad americana Parsons declara la victoria de su paradigma.

Con ese espíritu, su libro póstumo examina las turbulencias de finales de los sesenta y principios de los setenta. La simultaneidad de las protestas universitarias y el escándalo de Watergate se toman como indicios de la misma crisis de integración. Por izquierda y por derecha, señala Parsons, la cohesión entre las unidades del sistema social fue puesta en cuestión. Las acciones de Nixon y sus colaboradores cercanos instalaron la desviación en el corazón del poder político, dañando su legitimidad y erosionando la habilidad para movilizar lealtades a través de la persuasión. Con sus operaciones de difamación, espionaje y extorsión, este núcleo precipitó la inestabilidad del liderazgo ejecutivo. Desde el otro polo, la avanzada estudiantil repudió el imperio desmedido de la racionalización y la deshumanización estimulada por la competencia meritocrática.

En el primer caso, la labor conjunta de los medios de comunicación y la Corte Suprema impuso un abrupto final al mandato de Nixon. En el segundo, un proceso de selección de las innovaciones restableció el balance entre intereses cognitivos y expresivos: “estos dos casos recientes de perturbación de la integración societal y su posterior contención han sido elegidos con una tesis en mente, para presentar evidencia preliminar de que la creencia, ampliamente difundida, en el estado precario de la sociedad americana puede cuestionarse” (Parsons, 2016:41). Los temores de un brote fascista o un desborde socialista se probaron infundados. El error de cálculo se debió, para Parsons, a la proclividad sensacionalista de la sociedad estadounidense:

En el caso extremo, se dirá que ‘todo el futuro’, incluso el de la civilización, depende de lo que suceda en el foco de atención del corto plazo. Si no la civilización, al menos intereses de peso. El beneficio de la retrospectiva seguramente convencerá a muchos observadores de que varias situaciones, incluso del pasado reciente, que en un primer momento se evaluaron como ‘peligrosamente críticas’ han resultado ser bastante menos peligrosas de lo imaginado (Parsons, 2016:43).

Mucho antes de que sobrevinieran los lamentos por las promesas incumplidas de la contracultura, Parsons advierte contra la exageración de las perspectivas de un cambio radical. Su comprensión de los rasgos típicamente norteamericanos de la contracultura contribuyó, creemos, al acierto. Por más encendidas que fueran sus manifestaciones, matiza Parsons, el movimiento carecía de un anclaje firme en las divisiones étnicas y de clase. Aunque se librara en un plano superior desde el punto de vista cibernético, la contienda eludía los ejes más amenazantes para la comunidad societal. Además, el antiautoritarismo individualista prolongaba a su modo el activismo instrumental, piedra angular del edificio estadounidense.

El sello evolucionista y el compromiso con el Estado de Bienestar limitaron su presciencia. Como indica Jeffrey Alexander en El lado oscuro de la modernidad, Parsons daba por supuesto que su país estaba a punto de resolver definitivamente el conflicto entre integración y justicia. La ampliación de la ciudadanía, creía, uniría el pluralismo con la cohesión social. En el concepto de “comunidad societal” anidaba la ilusión de un espacio de solidaridad respetuoso de las diferencias, inherentemente democrático. Ante la evidencia de que la represión y la exclusión se mantenían vigentes, Parsons sólo podía responder con piruetas gramaticales, prodigando “aunques”, “peros” y “sin embargos” (Alexander, 2013:73). La seguridad sólo es posible luego de la simplificación del proceso histórico: “hace uso de la teoría evolucionista para ubicar a la comunidad societal ‘mala’ y ‘no democrática’ de un lado de la escala evolutiva y a la comunidad societal ‘buena’ y ‘democrática’ del otro. Convertir la discusión en un asunto lineal más que dialéctico le permite enfatizar el progreso y el mejoramiento sobre la contradicción y la tragedia” (Alexander, 2013:70).

Si el presente lo cuestionaba, el porvenir lo condenaría. Según Zygmunt Bauman, Parsons compartió con Bourdieu una noción homeostática de la cultura. Para el filósofo polaco, sus descripciones del equilibrio y la reproducción son documentos crepusculares de un mundo en disolución, que recuerdan al búho de Minerva (Bauman, 2013:16). Con el arreglo keynesiano, se desplomó también la módica utopía parsoniana. En el último párrafo de Sociedad americana, Parsons entrevé la oportunidad de una “síntesis” entre individualismo y colectivismo, entre capitalismo y socialismo (Parsons, 2016:459). Lo que siguió tuvo poco que ver con este augurio: globalización, inestabilidad en la adaptación al medio ambiente, desregulación capitalista y crisis del Estado nación como “sistema autosuficiente, autorreproducido y autoequilibrado” (Bauman, 2013:34). A la par, se propagaron el utilitarismo anómico y la instrumentalización de la comunidad como objeto del gobierno neoliberal.

En calidad de voz conservadora, la suerte de Parsons fue mayor. Frente a las expectativas de una inversión absoluta del patrón civilizatorio, sus anotaciones sobre la matriz nacional de los experimentos contraculturales hubieran, de ser tenidas en cuenta, ahorrado más de una decepción a los profetas radicales. Su juicio templado es un aporte invaluable a la comprensión de los movimientos contestatarios de ayer y de hoy.

Bibliografía

Alexander, Jeffrey (1987). Twenty Lectures. Sociological Theory Since World War II. Nueva York: Columbia University Press. [ Links ]

Alexander, Jeffrey (2013). The Dark Side of Modernity. Cambridge: Polity Press. [ Links ]

Almaraz, José (2013). La teoría sociológica de Talcott Parsons. Madrid: Centro de Investigaciones Sociológicas. [ Links ]

Bauman, Zygmunt (2013). La cultura en el mundo de la modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Bell, Daniel (1977). The cultural contradictions of capitalism. Nueva York: Basic Books. [ Links ]

Chriss, J. (2016) “The Expressive Revolution and the University: Parsons vs Gouldner”. En Treviño J. (ed.), The Anthem Companion to Talcott Parsons. Nueva York: Anthem Press. [ Links ]

Durkheim, Émile (2001). Sociología y filosofía. Buenos Aires: Miño Dávila. [ Links ]

Ellis, Desmond P (1971). “The Hobbessian Problem of Order: A Critical Appraisal of the Normative Solution”. En: American Sociological Review, Vol. 36, Nro. 4, pp. 692-703. [ Links ]

Franzese, Robert J (2015). The Sociology of Deviance. Illinois: Charles C. Thomas. [ Links ]

Gerhardt, Uta (2002). Talcott Parsons. An Intellectual Biography. Cambridge University Press. [ Links ]

Gerhardt, Uta (2011). The Sociological Thought of Talcott Parsons: Methodology and American Ethos. Farnham: Ashgate. [ Links ]

Gilman, Nils (2003). Mandarins of the future. Modernization theory in Cold War America. Baltimore: John Hopkins University Press. [ Links ]

Habermas, Jürgen (1995). “Modernidad, un proyecto incompleto”. En Casullo, Nicolás (ed.). El debate modernidad-posmodernidad. Buenos Aires: El Cielo por Asalto. [ Links ]

Habermas, Jürgen (1999). Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Taurus. [ Links ]

Jameson, Frederic (1984). “Periodizing the 60’s”. En: Social Text, Nro. 9/10, pp. 178-209. [ Links ]

Kuper, Adam (2001). Cultura. Barcelona: Paidós. [ Links ]

Lasswell, Harold D. (1934). World Politics and the Personal Insecurity. Illinois: Free Press. [ Links ]

Lasswell, Harold D. (1948). The Analysis of Political Behaviour. Nueva York: Oxford University Press. [ Links ]

Lidz, Victor (1991). “The American Value System: A Commentary on Talcott Parsons’ Perspective and Understanding”. En: Roland Robertson y Bryan S. Turner (eds.) Talcott Parsons: Theorist of Modernity. Londres: Sage Publications. [ Links ]

Lockwood, David. (1964) “Social system and integration”. En: Zollschan G. K. y W. Hirsch (eds.). Explorations in social change. Londres: Routledge. [ Links ]

Marinis, Pablo de (2012). “La comunidad societal de Talcott Parsons, entre la pretensión científica y el compromiso normativista”. En: Pablo de Marinis (coord.), Comunidad: estudios de teoría sociológica. Buenos Aires: Prometeo. [ Links ]

Merton, Robert (1980). Teoría y estructura sociales. México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Molina y Vedia, Agustín (2016). “Teorías de la huida. La sociología clásica ante las prácticas de abandono del mundo”. En: Diferencias, Vol. 1, Nro. 3, pp. 19-40. [ Links ]

Pagés, Natalio y Nicolás Rubí (2012). “Comunidad societal y cambio social: tensiones evolucionistas en la obra de Parsons”. En: Pablo de Marinis (coord.), Comunidad: estudios de teoría sociológica. Buenos Aires: Prometeo . [ Links ]

Parsons, Talcott (1951). The Social System. Nueva York: Free Press. [ Links ]

Parsons, Talcott (1962). “Youth in the context of American Society”. Daedalus, Vol. 91, Nro. 1, pp. 97123. [ Links ]

Parsons, Talcott (1965). “Full Citizenship for the Negro American?”. En: Daedalus, Vol. 94, Nro.4, pp. 1009-1054. [ Links ]

Parsons, Talcott (2016). American Society: a theory of the societal community. Nueva York: Routledge. [ Links ]

Parsons, Talcott y Gerald M. Platt (1973). The American University. Cambridge: Harvard University Press. [ Links ]

Rex, John (1977). Problemas fundamentales de teoría sociológica. Buenos Aires: Amorrortu. [ Links ]

Savage, Stephen (1981). The Theories of Talcott Parsons. Londres: Macmillan Press. [ Links ]

Taylor, Ian, Paul Walton y Jock Young (1990). La nueva criminología. Buenos Aires: Amorrortu. [ Links ]

Traub, Stuart y Craig B. Little (1999). Theories of Deviance. Nueva York: Peacock Publishers. [ Links ]

1Esta urdimbre polémica no estará en el núcleo de nuestra exposición. Al respecto vale mencionar, junto al aporte de Lidz, la pesquisa de Uta Gerhardt (2011), que repone puntos de contacto y disenso entre Parsons y los exiliados frankfurtianos, recuenta el diálogo áspero del funcionalista con Wright Mills y su debate con el utilitarismo individualista de Homans.

2Sabemos que Habermas reparó en estas páginas de El sistema social por el siguiente pasaje de Teoría de la acción comunicativa: “Como el propio Jarvie hace notar: «Pero a diferencia de lo que ocurre con un pensamiento verdadero, cuyo status no se ve amenazado por una incredulidad general, las entidades sociales pueden peligrar cuando se pierde la fe en ellas, cuando se difunde la repugnancia a tomarlas en serio». De ahí que resulte lógico distinguir, en el sentido de Parsons, entre el ámbito de los valores institucionalizados y el ámbito de los valores culturales libremente flotantes. Estos no disponen del mismo carácter obligatorio que las normas de acción legítimas” (Habermas, 1999:118).

3El lector interesado en cómo esta discriminación conceptual permea las obras de Karl Marx, Émile Durkheim y Max Weber puede consultar mi artículo “Teorías de la huida. La sociología clásica ante las prácticas de abandono del mundo” (Molina y Vedia, 2016).

4El inglés “withdrawal” puede traducirse por “retirada” o “huida”. Elegimos la segunda opción por dos razones. Sólo ella aúna satisfactoriamente la dimensión psicológica con la espacial, ligazón que adquiriría un relieve capital a la luz de los experimentos comunitarios de los sesenta. Asimismo, el término “huida” preserva y resalta la deuda de Parsons con Weber, en cuya sociología de la religión sobresale el concepto de “Weltflucht”, más cercano a “huida” que a “retirada”.

5Parsons remite esta noción a la de contra-costumbres (counter-mores), acuñada por Harold Lasswell en la década del treinta. Para Lasswell, las contra-costumbres son rasgos de la cultura que, dirigidos psicológicamente al ello, generan prácticas transgresoras que, sin embargo, son reconocidas como posibles y existentes en una sociedad dada (Lasswell, 1934: 64; Lasswell, 1948:202).

6Esta digresión sería explorada por Daniel Bell en su libro sobre las contradicciones culturales del capitalismo (Bell, 1977).

7Parsons murió el 8 de mayo de 1979, en Múnich, un día después de dar una conferencia frente a Jürgen Habermas, Niklas Luhmann y Rainer Lepsius. Al momento del óbito, su libro sobre la sociedad norteamericana estaba muy avanzado. Giuseppe Sciortino, académico italiano, organizó los manuscritos, que se publicaron por primera vez en 2007.

8La sentencia más directa de Parsons sobre este distingo retoma lo expuesto en La universidad americana: “El movimiento recientemente notorio que incorporó a la revolución expresiva ha sido caracterizado a menudo como la ‘Nueva Izquierda’. La designación izquierda refiere presumiblemente en primera instancia a la rama políticamente orientada, que no estaba sólo, como la otra, fuertemente alienada de la sociedad actual, sino también dedicada al cambio activo a través de canales políticos amplios, con metas que iban desde una serie de reformas hasta la revolución violenta. La inscripción del movimiento como un todo en el movimiento de los derechos civiles de los tempranos sesenta es significativa. Aunque estas dos ramas se yuxtaponen considerablemente, es importante distinguir de los activistas políticos al sector de la juventud disidente, más caracterizada por la huida (withdrawal) que por la oposición y la confrontación, y cuyas orientaciones eran más estéticas, y a veces religiosas, que abiertamente políticas” (Parsons, 2007:457).

Recibido: 02 de Octubre de 2020; Revisado: 01 de Febrero de 2021; Aprobado: 05 de Abril de 2021

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons