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Trabajo y sociedad

versión On-line ISSN 1514-6871

Trab. soc. vol.23 no.39 Santiago del Estero oct. 2022  Epub 01-Jul-2022

 

DIMENSIONES RURALES: CONFLICTOS SOCIALES Y AGRONEGOCIOS

Vivir y trabajar en la agricultura familiar: una aproximación etnográfica a los roles de género en la horticultura platense (Buenos Aires, Argentina)

Viver e trabalhar na agricultura familiar: uma abordagem etnográfica dos papéis de gênero na horticultura em La Plata (Buenos Aires, Argentina)

Living and working in family farming: an ethnographic approach to gender roles in horticulture in La Plata (Buenos Aires, Argentina)

María Eugenia Ambort1  * 

1 Licenciada en Sociología (UNLP) y Magíster en Estudios Sociales Agrarios (FLACSO). Becaria doctoral en el Centro Interdisciplinario de Metodología de las Ciencias Sociales - Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales (CIMECS-IdIHCS), Universidad Nacional de La Plata - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

RESUMEN

En este artículo analizamos las formas de organización del trabajo y las relaciones de género en la horticultura platense, prestando atención a cómo se produce la división sexual del trabajo en función de roles y estereotipos asociados a lo femenino y a lo masculino. Partimos de una mirada etnográfica y comprensiva para aproximarnos a esta actividad protagonizada por migrantes de origen boliviano. Mediante la observación participante en talleres de discusión con agricultoras sobre cuestiones de género, y entrevistas biográficas en profundidad con algunas de las participantes, logramos reconstruir las lógicas de organización familiar del trabajo hortícola. A partir de una comparación intergeneracional, analizamos las múltiples desigualdades que allí se producen y perpetúan. El enfoque de la economía feminista nos permite analizar estas lógicas, presuntamente propias del ámbito doméstico (y por tanto, privado), como parte de los mecanismos de acumulación que se apoyan, de manera invisibilizada, en el trabajo no remunerado y el control del cuerpo de las mujeres. Encontramos que, si bien existe una inercia que perpetúa las desigualdades de género, existen indicios de que, a través de la organización de las mujeres y procesos desencadenados por el auge del movimiento feminista, esto podría empezar a transformarse.

Palabras clave: Agricultura familiar; Roles de género; Economía feminista; Etnografía

ABSTRACT

In this article we analyze labor organization and gender relations in La Plata’s horticulture, paying attention to how the sexual division of labor occurs based on roles associated with feminine and masculine stereotypes. We adopt an ethnographic and comprehensive perspective in order to approach this activity carried out by Bolivian migrants. Through participant observation in discussion workshops on gender issues with farmer women, and in-depth biographical interviews with some of them, we were able to reconstruct the logics of family organization of horticultural work. Through an intergenerational comparison, we analyze the multiple inequalities that are produced and perpetuated in the households. The feminist economics approach allows us to analyze these logics, presumably typical of the domestic sphere (and therefore private), as part of the accumulation mechanisms that are based, in an invisible way, on unpaid work and control of women’s bodies. We find that while there is an inertia that perpetuates gender inequalities, there are signs that through women's participation and processes triggered by the rise of the feminist movement, this could begin to change. We highlight that although there is an inertia that perpetuates gender inequalities, there are indications that through the organization of women and the rise of the feminist movement, this could begin to change.

Key words: Family agriculture; Gender roles; Feminist economics; Ethnography

RESUMO

Neste artigo analisamos as formas de organização do trabalho e as relações de gênero na horticultura de La Plata, atentando para como a divisão sexual do trabalho é produzida a partir de papéis e estereótipos associados ao feminino e ao masculino. Partimos de uma perspectiva etnográfica e abrangente para abordar essa atividade realizada por migrantes de origem boliviana. Através da observação participante em rodas de conversa com mulheres agricultoras sobre questões de gênero, e entrevistas biográficas com algumas das participantes, pudemos reconstruir a lógica da organização familiar do trabalho hortícola. A partir de uma comparação intergeracional, analisamos as múltiplas desigualdades que ali se produzem e perpetuam. A abordagem da economia feminista permite analisar essas lógicas, presumivelmente típicas da esfera doméstica (e, portanto, privada), como parte dos mecanismos de acumulação que dependem, de forma invisível, do trabalho não remunerado e do controle do corpo das mulheres. Constatamos que, embora haja uma inércia que perpetua as desigualdades de gênero, há sinais de que, por meio da organização das mulheres e de processos desencadeados pela ascensão do movimento feminista, isso pode começar a mudar.

Palavras chave: Agricultura familiar; Papéis de gênero; Economia Feminista; Etnografia

1. Introducción

En este trabajo abordamos la división sexual del trabajo y las relaciones de género en la horticultura, un segmento de la agricultura caracterizado fundamentalmente, en Argentina, por el empleo de la fuerza de trabajo de todo el grupo familiar. Las formas familiares de organizar el trabajo implican, muchas veces, la invisibilización del aporte realizado por mujeres y jóvenes, ya que el responsable (hacia fuera) del establecimiento es el hombre-jefe de familia. Esta realidad, que forma parte del sentido común compartido por los actores, no ha sido tenida en cuenta tampoco por la literatura especializada, reproduciendo un sesgo masculino-patriarcal.

En este artículo intentamos aportar a problematizar este sesgo desde un análisis empírico y adoptando un enfoque de la economía feminista. Incluimos así, en nuestro espectro de observación, no sólo las lógicas que forman parte del proceso productivo, sino su relación e interdependencia con el trabajo doméstico y de cuidados, que garantiza la reproducción y bienestar de dicho grupo familiar. En ese sentido, el trabajo no remunerado realizado por las mujeres cobra vital importancia para comprender tanto las formas en que se sustenta y reproduce la vida, como también el subsidio que este trabajo no contabilizado significa para los procesos de acumulación de capital y en este caso, de producción de alimentos.

En primer lugar, introducimos un sucinto estado del arte sobre la horticultura platense, señalando la importancia de la comunidad boliviana; y algunas claves analíticas para comprender las formas de organización familiar y los roles de género desde el punto de vista de la economía feminista. A continuación, exponemos la perspectiva metodológica de la investigación.

Comenzamos el análisis con una descripción sobre la distribución espacial y las tareas cotidianas (productivas y reproductivas) que conlleva vivir y trabajar en las quintas hortícolas. El tercer subtítulo ¿Quién hace qué y cuánto vale?, surge del análisis de un taller realizado con mujeres, donde se reflexionó sobre la distinción entre trabajo remunerado y no remunerado en la familia horticultora. A partir de este ejercicio, analizamos la división sexual del trabajo y las formas de conciliación en la organización familiar, valorando el aporte realizado por las mujeres a la economía del hogar y al bienestar de sus miembros en su vida diaria.

Luego, presentamos, a modo de ejemplo, la historia de vida de Raquel, quintera joven, hija de inmigrantes bolivianos llegados al cinturón hortícola platense hace casi dos décadas. Este análisis biográfico nos brinda elementos para analizar a través de una comparación intergeneracional los roles ocupados por las mujeres en el proceso de movilidad social de la familia horticultora.

En el quinto apartado analizamos los factores que influyen en la conciliación familiar y laboral en la actividad hortícola, así como aquellos que condicionan la posición de retirada de las mujeres en los procesos de negociación al interior del hogar y la pareja. En este punto incluimos una reflexión sobre el doble papel que juegan las redes de parentesco y solidaridad de la comunidad boliviana en la consolidación de la horticultura platense, y cómo esto afecta particularmente a las mujeres que forman parte de esta comunidad para alcanzar grados de autonomía que les permitan conciliar el trabajo y negociar condiciones y acuerdos al interior de los hogares.

A modo de cierre, reflexionamos sobre cómo la experiencia de Raquel, criada en Argentina y segunda generación en la horticultura, nos da pistas para reflexionar sobre algunos puntos de posible transformación intergeneracional en los roles de género asignados a (y ocupados por) las agricultoras en el periurbano platense.

2. Sostenibilidad de la vida y relaciones de género en el análisis de la familia hortícola

El ámbito en el cual se desarrolla la investigación es la horticultura, dedicada a la producción de frutos y hortalizas para el consumo en fresco en el mercado interno. El cinturón hortícola de La Plata (Buenos Aires, Argentina), ubicado a 60km de la capital federal, se configura, por su productividad y competitividad, como el más importante del país, responsable de abastecer a los 14 millones de personas que habitan en el gran Buenos Aires (Andrada, 2018; Miranda, 2017).

Desde la década del ’70 la horticultura argentina se ha caracterizado por la presencia de fuerza de trabajo de origen boliviano, mientras en La Plata este proceso se consolida desde los años ’90 (Benencia, 2012; García & Kebat, 2008). Se trata de migrantes, en general de origen campesino, que llegan para emplearse como peones/as en el sector, y que en un proceso paulatino de movilidad social han ido accediendo al arrendamiento de las tierras y al control de buena parte de la cadena productiva, como la comercialización mayorista y minorista (Benencia & Quaranta, 2006, 2009; García, 2010).

Esta preponderancia de la comunidad boliviana en la horticultura ha sido bastamente analizada en la literatura específica, principalmente en función de las distintas estrategias desplegadas para conseguirlo (Benencia, 2005). Entre estas destacan: la flexibilidad para adaptarse a condiciones de adversidad, las redes establecidas entre migrantes para favorecer la llegada de nuevos/as trabajadores/as, la tolerancia a condiciones laborales extremadamente precarias y de informalidad que la población nativa no está dispuesta a aceptar, la capacidad de ahorro y de austeridad, posponiendo el gasto en el consumo familiar para privilegiar la reinversión en la producción en un sistema cada vez más intensivo y demandante de tecnología e insumos externos (Benencia, 2009; García, 2015).

Una de las cuestiones que queda de manifiesto en estos análisis es que la informalidad y falta de regulación en distintas esferas (mercado de trabajo, mercado inmobiliario, sistema de créditos, cadenas de distribución y comercialización, y aprovisionamiento de insumos que implican la adopción de determinados paquetes tecnológicos -en este caso, la intensificación a través del uso de invernáculos y agroquímicos-), acaba por fortalecer la especulación por parte de determinados actores (que detentan más poder) por sobre otros (Benencia, 2009). Por caso, en la ecuación capital-trabajo para este sector, observamos que existe una transferencia superlativa de valor desde el trabajo (a través de la superexplotación de las familias agricultoras, que a su vez son quienes asumen individualmente y en su totalidad los riesgos de la producción) hacia el capital, representado por los dueños de la tierra (rentistas), las grandes empresas proveedoras de agroinsumos (capital transnacional), las empresas privadas que ofrecen créditos a valores usurarios (capital financiero) y las cadenas de intermediación en la comercialización (Fernández, 2018; García, 2015).

La ausencia del Estado en la regulación de las distintas instancias que afectan a la producción de alimentos frescos se traduce en un “dejar hacer” que reproduce estructuras de segmentación étnica del mercado de trabajo (Benencia, 2012). Estas consolidan en el imaginario colectivo la mirada xenófoba de que “el boliviano” está culturalmente más preparado para soportar las duras condiciones laborales a las que se enfrentan, y que elige hacerlo (Pizarro, 2007); de otra manera se emplearía en otro sector productivo o regresaría a su país. En este sentido quedan aun interrogantes por abordar para comprender las formas en que el capitalismo se sustenta perpetuando, de manera moderna y liberal, formas de dominación y explotación del trabajo basadas en la colonialidad del poder (Quijano, 2000). Sin embargo, en nuestro trabajo nos preguntamos por otra de las aristas insoslayables a la hora de abordar el funcionamiento las sociedades periféricas desde una mirada interseccional: el lugar ocupado por las mujeres en la sostenibilidad de la vida, y las formas de dominación patriarcal que se sostienen a través de su invisibilización, subordinación y control como sujetas autónomas (Pérez Orozco, 2002).

La economía feminista lleva algunas décadas poniendo sobre la mesa la necesidad de desprenderse de las miradas androcéntricas y productivistas que analizan los procesos económicos a partir de los circuitos de acumulación de capital en la esfera de la producción (trabajo=empleo asalariado), abogando por una economía comprensiva de las formas en que se sustenta, produce y reproduce la vida humana (Carrasco Bengoa, 2017; Rodríguez Enríquez, 2015). Es decir, una mirada amplia que visibiliza y valoriza la esfera doméstica y el trabajo no remunerado (mayoritariamente realizado por mujeres) para comprender el surgimiento de la acumulación capitalista y su desarrollo en la actual fase neoliberal (Federici, 2010). Esta perspectiva supone considerar el conflicto capital-vida como una tensión estructural del capitalismo, y poner de manifiesto el papel crucial que juegan los trabajos invisibles para su sostenimiento (Pérez Orozco, 2014).

Trasladado a nuestro tema de estudio, el enfoque de sostenibilidad de la vida nos lleva a problematizar la comprensión dicotómica y diferenciada de las esferas productiva y reproductiva, así como la idea de “productor” o jefe de familia como referente único en la agricultura familiar. En tanto se trata de una actividad donde, justamente, el trabajo es familiar, y además la familia reside en el mismo ámbito en el cual trabaja, estas esferas se encuentran íntimamente interrelacionadas y son interdependientes. Si bien son pocos los trabajos que abordan nuestro campo de estudio desde una mirada feminista rescatamos, entre otros, los aportes de Trpin, Rodríguez y Brouchoud (2017) quienes abordan de manera interseccional y con una mirada de género actividades rurales “masculinizadas” en la Patagonia; e Insaurralde y Lemmi (2020), quienes analizan la triple jornada laboral de las horticultoras en La Plata, contemplando la producción, el trabajo doméstico y la labor socio-comunitaria y política.

Abordar al hogar o la familia como una unidad a partir de uno de sus miembros, reproduce la idea de hogar como una unidad armónica, en el cual todas las personas trabajan juntas para alcanzar el bien común. Si bien esto es parcialmente cierto, ya que las familias efectivamente actúan de manera conjunta para salir adelante e intentar mejorar, también se trata de una manera de invisibilizar las relaciones de poder y las desigualdades que se dan al interior de ese grupo heterogéneo de personas que conforman un hogar. Esta constituye una de las principales críticas que se realiza desde la economía feminista a los análisis económicos que reproducen este sesgo androcéntrico y patriarcal, invisibilizando también el aporte que hacen las mujeres, desde el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, para garantizar la reproducción y la movilidad social del grupo familiar. Este aporte, para el caso de las familias que analizamos, se expresa en una capacidad de ahorro muy grande por parte por las mujeres en el ámbito de lo doméstico, trabajando a contraturno de la producción agrícola y ejecutando múltiples tareas de cuidados que, de ser delegadas a la esfera mercantil, implicarían un aumento significativo del costo para la subsistencia y reproducción familiar.

El concepto que -entendemos- mejor se adecúa para comprender y analizar las relaciones al interior de los hogares es el de “conflictos cooperativos”, acuñado por Amartya Sen (Benería, 2008) y recuperado por distintas economistas críticas y feministas (Agarwal, 1999; Carrasco Bengoa, 2017; Katz, 1991). Los conflictos cooperativos permiten dar cuenta de la forma en que la familia patriarcal tradicional se impone de manera hegemónica al interior de los hogares y en los roles adjudicados y asumidos por los distintos miembros, de las negociaciones o imposiciones que se dan para la distribución de esos roles y de los bienes producidos por el grupo familiar, así como de las resistencias cotidianas que se ejercen en este contexto. La manera operativa que encontramos para aplicar este concepto es a través del análisis de las formas de conciliación (Torns, 2011) y de la posición de retirada de las mujeres, es decir, de los recursos con los que ellas cuentan para enfrentar una negociación al interior del hogar.

A modo de hipótesis, sostenemos que existe una rigidez en las relaciones sociales entabladas dentro de la comunidad boliviana, que denominamos como “inercia patriarcal”, y que contrasta con la flexibilidad con la que sus miembros se adaptan a un nuevo contexto (en ocasiones hostil) e incorporan nuevas técnicas de producción. Esta inercia, que es una tendencia a reproducir los estereotipos de género y los roles socialmente asignados a varones y mujeres en la familia tradicional, tiene que ver con las formas en que el sistema económico y la organización social patriarcal se complementan manteniendo los privilegios masculinos en el hogar y en el mercado laboral.

3. Aspectos metodológicos

La metodología de la investigación se basa en un estudio cualitativo, a través de entrevistas biográficas y registros etnográficos en grupos de mujeres (llamados “Rondas de mujeres”) en los cuales ellas participan. Las Rondas son una reunión realizada en el marco de un movimiento social-gremial (MTE Rural-UTEP), del cual forma parte también quien escribe, cuyo objetivo es generar espacios de encuentro y debate sobre temas de género entre las agricultoras. Entre junio, 2017 y marzo, 2019 realizamos observaciones participantes durante 20 Rondas donde se abordaron diferentes temas, y además realizamos entrevistas biográficas con 10 mujeres que participan de estos espacios. Las entrevistas tuvieron lugar en las “quintas” donde viven y trabajan las agricultoras. En estas visitas, donde compartimos la jornada de trabajo, el cuidado de los/as hijos/as o alguna comida, también pudimos apreciar in situ las distintas relaciones de género que analizamos. Los sucesivos encuentros que mantuvimos -dentro y fuera del contexto de entrevista- permitieron tejer una confianza y cotidianeidad más allá de la investigación, con los pros y los contras que ello puede significar.

Recuperando una tradición de la investigación feminista que privilegia los conocimientos situados, parciales y desde los afectos, en los cuales la comunicación investigativa nos interpela y nos transforma como investigadoras (Gregorio Gil, 2014), compartimos los resultados de este trabajo cognitivo, participativo y militante, que tiene por objetivo no sólo describir o comprender, sino formar parte de procesos de transformación territorializados, y se enmarcan en los procesos de cambio en marcha impulsados por el movimiento feminista en Argentina y el mundo.

4. ¿Quién hace qué, y cuánto vale? División sexual del trabajo en las quintas hortícolas

A continuación, presentamos una descripción etnográfica de una quinta hortícola, haciendo hincapié en los espacios productivos y reproductivos que la componen, las tareas asociadas a cada uno de ellos y un análisis de cómo se produce la división del trabajo entre los miembros de la familia. La misma surge de múltiples observaciones y charlas durante visitas a las productoras, así como de las discusiones resultado de un taller realizado en las Rondas de mujeres. Allí pudimos visibilizar el trabajo remunerado y no remunerado realizado en las quintas, indicando en un primer momento las tareas correspondientes para cada espacio (productivo-la quinta, reproductivo-el hogar), en un segundo momento quién las realiza, y por último calculando su valor de mercado si hubiera que contratarlas. De esta manera quedaba en evidencia el doble trabajo realizado por las mujeres, y el ahorro que éste implica para la economía familiar.

“En la quinta las viviendas quedan ubicadas en el predio productivo, separadas por unos pocos metros de los surcos de cultivo o de los invernaderos. Es difícil diferenciar los espacios productivos y domésticos, tanto físicamente como también a la hora de pensar en una división de las tareas, ya que ambos se encuentran íntimamente relacionados y muchas veces las tareas del hogar se realizan en simultáneo o intercaladamente con las de producción.

En general, allí vive y trabaja más de una familia, que comparten el mismo espacio doméstico. Todas las casillas se ubican en el mismo lugar, cerca de la tranquera que da a la calle. Conforman como un pequeño vecindario, donde viven entre tres y cinco familias, aunque dependiendo de la cantidad de hectáreas y la demanda de trabajo también pueden ser más. Las viviendas son autoconstruidas, de madera, chapa y plástico. El piso es de cemento o a veces también de tierra, y a menudo no poseen habitaciones separadas. Alrededor se extiende una galería o área exterior (cubierta o descubierta), donde encontramos un tanque de agua para abastecer a los hogares (que no poseen agua corriente dentro), un lugar para lavar la ropa y extenderla al sol, un horno de barro y un espacio destinado a cocinar con leña. El baño (letrinas y duchas) también se encuentra en este espacio común, en una construcción separada de las viviendas, y tampoco tiene agua corriente.

Anexado a este espacio, y cerca de la tranquera de entrada y salida de la quinta, encontramos un lugar donde se guardan los vehículos (moto, auto o camioneta, si los tuvieran) y un galpón, ambos construidos con madera y plásticos. Allí se preparan las verduras y se acopian antes de ser entregadas a los consignatarios. También se guardan, eventualmente, el tractor y las herramientas. Algunas familias designan una porción pequeña de tierra un poco más alejada para la cría de animales de granja (gallinas, chanchos, patos) que se destinan para el autoconsumo.

A pocos metros de este ámbito fundamentalmente doméstico comienzan las parcelas productivas (a campo y/o invernaderos), donde se observa una diversificación de cultivos, y una siembra escalonada que permite tener siempre algo para cosechar y vender. En algunas también existe un monocultivo de tomate o pimiento, siempre bajo invernadero.”

Fragmentos del diario de campo, mayo de 2018.

Fuente: fotografías propias, 2018-2019.

Fotografías 1 y 2 precariedad y cercanía del hogar y la parcela productiva en las quintas hortícolas 

En septiembre de 2018 participamos de un taller sobre trabajo remunerado y no remunerado en el cual se pusieron de manifiesto las tareas productivas y reproductivas necesarias para llevar adelante una quinta hortícola. A continuación, presentamos un análisis de la división sexual del trabajo en la horticultura a partir de las memorias recogidas en el diario de campo.

Entre las tareas productivas que implican trabajo físico mencionadas por las productoras, encontramos: preparar la tierra, armar lomos o surcos para plantar (con el tractor, que puede ser propio o alquilado -en ese caso, el trabajo lo realiza un tractorista-); armar y reparar invernaderos (en general el armado inicial es tercerizado a personas especializadas, pero el mantenimiento y reparación es realizado por las familias, principalmente por los hombres si tienen que subirse a los techos para hacerlo); trabajar la tierra, que incluye varias tareas como: sembrar; trasplantar; regar; carpir; curar (es decir, aplicar agroquímicos para matar distintas plagas); abonar; desbrotar; atar; hormonear y cosechar. El acondicionamiento post-cosecha incluye: lavar, seleccionar, atar (si son verduras de hoja) y embalar la producción. El circuito finaliza con la carga en los camiones para mandar al mercado. Todas estas tareas son realizadas indistintamente por varones o mujeres, con excepción de la fumigación, que es realizada principalmente por hombres. Esto fue justificado tanto para evitar la exposición de las mujeres a los agrotóxicos, como por el peso que supone para ellas cargar las mochilas en la espalda. Sin embargo, cuando ellos no están presentes esta tarea es realizada también por las mujeres. Lo mismo sucede con el manejo del tractor que, si bien es una tarea preponderantemente masculina, también hay mujeres con interés en aprender o necesidad de hacerlo.

Otras tareas productivas, pero que no requieren de trabajo físico directo, son la comercialización, la planificación y la compra de agroinsumos. El contacto con los intermediarios, que son quienes les vinculan con los mercados y realizan semanalmente los pedidos de verdura, es por teléfono, e incluye tomar los pedidos, recibir los envases vacíos, realizar la carga y recibir los pagos correspondientes. Si bien hay mujeres que se encargan de esto, es una tarea mayormente de hombres, lo cual tiene que ver con una reproducción de la figura socialmente aceptada del varón-proveedor, que se traduce en asumir un rol gerencial en la quinta, en tanto “productor”. También tiene que ver con que los camioneros son todos varones, y en general se muestran reticentes a tratar con las mujeres, descalificándolas como responsables de la venta de su producción. Así, ellas manifiestan que, por teléfono, piden hablar con los hombres para pasarles los pedidos, o que cuando se presentan en la quinta, sólo se dirigen a sus maridos. Por otro lado, los maridos prefieren que “sus” mujeres no tengan que relacionarse con estos hombres desconocidos, asumiendo ellos la representación de la quinta. Por otro lado, la venta en ferias o en puestos del mercado (si es que existe, ya que no todas las familias venden por su cuenta) sí es una actividad que realizan principalmente las mujeres.

En relación a la toma de decisiones sobre qué plantar y cuándo, o en qué invertir, todas las productoras con las que conversamos se reconocieron a la par de sus maridos, pudiendo decidirlo en conjunto, al igual que con la compra de insumos, en función de lo que se necesita en cada momento o los acuerdos sobre las inversiones a realizar.

Una jornada de trabajo típica implica levantarse por la mañana temprano (en invierno puede ser entre las 6 y las 7, en verano entre las 4 y las 5), tomar un desayuno, y salir a trabajar en la quinta hasta el mediodía. Las mujeres se retiran un poco antes para preparar la comida, y toda la familia se reúne para almorzar. Tras una pequeña siesta o descanso, se retoma el trabajo en la quinta hasta caer el sol. Aun de noche se realizan tareas en el galpón, sobre todo acondicionamiento de la cosecha para la carga. Los hijos o hijas en edad escolar, en general a contra turno de la escuela ayudan realizando tareas livianas bajo la supervisión de sus padres. Son pocos/as quienes realizan actividades extracurriculares, pero sí se dedica un tiempo en el hogar para realizar tareas escolares. El invierno es la estación con menos demanda de trabajo y las jornadas son un poco más cortas (aunque nunca bajan de 8hs); mientras que en verano el trabajo se multiplica y las jornadas laborales arrancan de madrugada y se extienden hasta la noche (superando 16hs diarias), con algunas pausas para descansar en los momentos de mayor calor.

A la jornada laboral de las mujeres en la quinta se agrega el trabajo reproductivo, incluyendo tareas domésticas y de cuidados que se extienden a lo largo de todo el día, y que implican una predisposición completa al servicio de sus parejas, hijos/as y otros parientes que convivan en el hogar. Las tareas del hogar incluyen: preparar las comidas, ordenar y limpiar la casa, lavar la ropa, coser, juntar leña, quemar la basura, alimentar a los animales, ayudar con tareas escolares. Excepto esta última, que puede ser una actividad compartida o realizada por los varones (dependiendo su nivel de estudios), o la quema de la basura, el resto de las tareas domésticas son una responsabilidad (reconocida como una obligación femenina) de las mujeres-amas de casa. Cuando los hombres participan es en carácter de “ayuda”, y en general en momentos en que la mujer no está presente, o para resolver una necesidad individual (por ejemplo, cocinarse o lavarse su propia ropa). Las tareas relacionadas con el cuidado de niños/as son responsabilidad de ellas. Bromeando (pero no tanto), algunas productoras mencionan “atender al marido” como una de las tareas domésticas, haciendo referencia a mantener relaciones sexuales.

Las tareas de cuidados que se realizan fuera del hogar son: llevar o traer chicos/as de la escuela (o acompañarlos/as y esperarlos/as en la parada del colectivo), asistir a reuniones escolares, hacer las compras, realizar trámites en la ciudad, sacar turnos, llevar a los controles médicos o realizar actividades recreativas para o con los/as hijos/as. Estas tareas, que sí se reconoce de primera instancia que pueden ser perfectamente realizables por cualquiera de los dos, son generalmente realizadas por las mujeres o, cuando las realizan los hombres, es porque fueron indicados por ellas para hacerlo, como ir a una reunión o hacer una compra.

El tercer momento del taller, consiste en asignar el precio de mercado correspondiente a cada tarea, imaginando pudieran ser tercerizadas. Para las de la quinta era bastante sencillo, porque es común y factible contratar peones/as para realizar algunas tareas puntuales en los períodos de mayor demanda laboral, y por lo tanto hay un relativo consenso en el sector en relación a las formas y valor de la remuneración (por hora, por día o por tanto). El valor aproximado se calculó en un jornal de $500 o $600, lo cual implicaba una suma mensual aproximada de $18.000, a lo cual se adicionarían las tareas de gestión realizadas por el productor o productora.

Ya para las tareas reproductivas esto era un poco más complicado, dado que no es común para ellas contratar personas para colaborar con las tareas domésticas ni el cuidado de niños/as, pero fue posible realizar un cálculo aproximado del costo para una familia que quisiera tercerizar diariamente la cocina y la limpieza, y contratar un transporte escolar, una persona para apoyo escolar y una para cuidado de niñes, por ejemplo. Esto implicaba desembolsar un salario de al menos $15000 mensuales para las tareas domésticas y otro equivalente para la niñera, a lo cual debía agregarse el transporte ($10.000) y el apoyo escolar, dando un costo total de aproximadamente $40.000 al mes.

Lo que este cálculo (incómodo) dejaba en evidencia para las productoras, en primer lugar, era el hecho de que su economía familiar no podía costear la tercerización de ninguna de las dos tareas. Por esa razón, insistían en aclarar que emplean su propia fuerza de trabajo para producir, sin horarios fijos, y prácticamente sin contratar personal. También que su trabajo no les deja ganancias monetarias: simplemente obtienen lo mínimo para subsistir y reinvertir. No obstante, cuando la coordinadora incorporó la pregunta sobre el trabajo no remunerado, es decir, que si al igual que por el trabajo en la quinta, ellas recibían algo por el trabajo realizado en el hogar, y qué pasaría si lo tuvieran que contratar, para algunas era difícil imaginar esta situación hipotética. Aclaraban que no reciben nada por el trabajo doméstico y que les sería imposible pagar lo que vale contratarlo. Además, explican que alguien lo tiene que hacer, y que es su función como madres, cuidar a sus hijos y ocuparse de su familia, ya que, si ellas no hicieran este trabajo, nadie más lo haría. Ejemplifican, imaginando entre risas “estaría todo sucio, no habría comida, los chicos no irían a la escuela”. Por otro lado, mencionaron que ellas también asumen algunas tareas domésticas (que son fácilmente tercerizables, como hacer pan o remendar ropa) como una forma de ahorro, y que éstas se intensifican en momentos de crisis económica.

Estos elementos permiten comenzar una reflexión sobre por qué les parece que esto es así, por qué decimos que las tareas domésticas y de cuidado son responsabilidad exclusiva de las mujeres, y si existe alguna de estas que, por ejemplo, los hombres estén inhabilitados para hacer. La primera respuesta, es que los varones pueden hacer todas estas tareas, pero que la carga es repartida porque ellas trabajan en la casa mientras ellos trabajan en la quinta. Sin embargo, hay también quienes señalan que las mujeres trabajan el doble que los hombres, que ellas tienen más responsabilidades y que nunca paran de “hacer cosas”, y que el trabajo de la casa y con los chicos es más pesado incluso que el trabajo de la quinta. Entonces, volviendo a la lista de tareas, e indicando que las mujeres aparecen el doble de veces que los hombres, la coordinadora incorpora la cuestión del tiempo. Qué sucede con los momentos de descanso, cómo son distribuidos, y si ellas se dedican tiempo para ellas mismas. Todas explican que no tienen tiempo para sí mismas y que no hacen cosas que les gusten o “por placer”, o si las hacen siempre es acompañadas de los/as hijos/as. En cambio, los varones sí tienen momentos de ocio y en general dedican el sábado por la tarde para jugar al fútbol, encontrarse con amigos y tomar cerveza.

Otro punto de la discusión pasa por la forma en que el esfuerzo de las mujeres puesto en el trabajo doméstico es valorado. A diferencia del trabajo en la producción (que puede ser más o menos valorizado como tal, pero tiene asignado un valor económico al fin), el trabajo doméstico, cuando es asumido como una obligación femenina, adquiere por momentos una función cercana a la servidumbre. Por ejemplo, algunas productoras mencionaban que les es exigida por sus maridos una cierta calidad de comida elaborada, a un cierto horario, y que si esto no se cumple puede ser motivo de retos o de reclamos. La comida quemada aparece así en varios relatos, como un estigma de “mala esposa”, e indicador del “fracaso” del entrenamiento como mujeres-amas de casa durante su infancia y juventud. Esto da el pie para que surjan testimonios sobre actitudes de control, de celos o de maltrato que se dan en las relaciones de pareja y que son frecuentes en el cinturón hortícola y entre la comunidad boliviana. Contrastan frases que generalizan cómo “los bolivianos son muy machistas”, con las que se justifican individualmente diciendo que “por suerte” o “gracias a dios” ellas tienen un marido bueno. En prácticamente todas las charlas con productoras, la violencia física, los celos y el maltrato aparecen como un tema recurrente, el cual les preocupa y al mismo tiempo les resulta difícil de abordar.

El taller cierra con una reflexión sobre si todo esto que nos cuestionamos, es posible que sea cambiado y de qué manera. La primera conclusión de las productoras es que quienes tienen que cambiar de actitud son los hombres, valorizar más a las mujeres, respetarlas, entenderlas, y que así como ellas se juntan a discutir estos temas, también sería necesario que ellos lo hicieran. Por otro lado, también aparece la voz de quienes pudieron frenar una situación de maltrato o de violencia en la pareja, alentando a otras para que no se dejen humillar y que se valoren a sí mismas, afirmando que es posible cambiar. Por último, también reflexionan sobre cómo fueron educadas ellas, cómo eran estas relaciones en su familia de origen y cómo ellas crían a sus hijos e hijas, y también la educación que reciben en la escuela como un posible factor de cambio. Queda en el aire la pregunta sobre si se reproduce esta forma de distribuir las tareas cuando son asignadas a los hijos varones o a las hijas mujeres, o si ese puede ser un posible espacio para comenzar a transformar las relaciones de género.

A través de esta actividad, pudimos realizar un análisis de cómo se configura la división sexual del trabajo en la producción hortícola, con una participación prácticamente equitativa de varones y mujeres en las tareas asociadas a lo productivo (“la quinta”), y una marcada feminización de los trabajos domésticos y de cuidados, asociados al rol maternal y de “buena esposa”. En relación al trabajo de la quinta, observamos que las tareas masculinizadas son aquellas que, por un lado, identifican al varón en la posición jerárquica de “productor”, responsable de la administración de la quinta y de las gestiones comerciales. No obstante, vimos que esa visibilidad como “productor”, hacia dentro se desdibuja un poco, ya que las mujeres realizan tareas y toman decisiones productivas prácticamente a la par suya. Por otro lado, encontramos que la manipulación de agroquímicos y el manejo del tractor, también son tareas realizadas preferentemente por varones. Las explicaciones dadas por las mujeres responden, por un lado, a un requerimiento de fuerza física que ellas, si está el hombre, prefieren no hacer, y al requerimiento de un saber técnico, que no es que ellas no puedan adquirir, sino que no se les enseña. Pero, además, frente a la manipulación de productos tóxicos, aparece una idea de que el cuerpo de la mujer debe ser preservado y no puede enfermarse, ya que es quien debe gestar y cuidar hijos/as; frente a un cuerpo masculino que se expone a los riesgos que implica la fumigación con agroquímicos sin atender a las consecuencias. Una de las entrevistadas, por ejemplo, lo expresaba de esta manera:

“Si yo tengo para carpir vamos los dos. Ahora, si él tiene para curar va solo y yo me quedo a hacer las cosas de la casa. Así. Pero él nunca quiere que vaya cuando él está curando porque el invernadero es un solo… el veneno hace mal. ¿No ves? Entonces no vamos cuando está curando, no vamos a la quinta [se refiere a ella y a sus hijas]”. Sandra, Olmos (La Plata), entrevista personal, 01/06/2018.

Respecto del trabajo doméstico y de cuidados encontramos, en primer lugar, que las propias mujeres reproducen y justifican la idea de que ellas son las responsables por realizar estas tareas, por su condición de madres y esposas. Esto expresa una continuidad con la crianza que ellas reciben desde muy jóvenes en sus hogares de origen:

“A barrer, a cocinar, a lavar la ropa de tus hermanos. Cosa que yo decía “¿por qué no lo hace él, si él también es grande?”. Pero siempre te decían “vos sos mujer, vos tenés que aprender. El día de mañana te vas a juntar y no vas a saber lavar la ropa”, siempre te recalcaban eso.” Soledad, Los Hornos (La Plata), entrevista personal, 06/06/2018.

Además, reproduce una “inercia patriarcal” en la cual los varones se sienten justificados para exigir estas tareas a “sus mujeres”, como parte de las obligaciones conyugales. Por otro lado, la puesta en común sobre el agotamiento físico y mental que estas responsabilidades significan para ellas, sumadas al trabajo en la quinta, a la ausencia de tiempo “libre”, y a la poca valoración que encuentran en sus familias por el esfuerzo realizado, genera en las mujeres una cierta incomodidad al reconocer la desigualdad existente. En ese sentido, una salida rápida o fácil de esa incomodidad es la justificación de que esto “siempre fue así”, por lo tanto, no se puede cambiar (o hacerlo es muy difícil); o convencerse de que al fin de cuentas la propia condición “no es tan mala”, ya que siempre hay ejemplos de casos peores. En cambio, quienes intentan reflexionar sobre cómo revertir esta situación que les parece injusta, reconocen que es necesario un cambio de actitud por parte de los hombres, una revisión de los acuerdos en el marco de la pareja, una mayor valoración de su propio trabajo y la delegación de tareas por parte de ellas, como así también cambios en la educación de los hijos e hijas, que no reproduzcan estos estereotipos de varón-proveedor y mujercuidadora.

5. Historia de vida de Raquel y su familia: “Trabajar de sol a sol en la quinta, lavar la ropa de madrugada”

Elena, la madre de Raquel, nació en 1982 en el seno de una familia campesina muy pobre del interior de Tarija (Bolivia). Su principal actividad era criar ganado (ovejas, chanchos, chivos) y cultivar cereales. Tuvo 10 hermanos y hermanas, y su infancia fue muy sufrida, no tenían ni para comer y muchas veces sólo tomaban té. Por esa razón de muy chica la mandaron a la ciudad a trabajar como empleada doméstica cama adentro. Todos los meses su padre y su madre iban a cobrar por ese trabajo para poder comprar comida para alimentar a sus otros hijos/as. Así transcurrieron sus primeros años hasta los 15, momento en que conoció a su marido (10 años mayor), con quien partió hacia Argentina en busca de un futuro mejor. Juntos migraron a Jujuy (frontera con Bolivia) para emplearse como embaladores de tomate. Allí Elena tuvo dos hijas, Raquel (a los 16) y Jimena, dos años después. Tras pasar cinco años en Jujuy la familia se trasladó definitivamente a La Plata, donde tenían parientes que les ofrecían trabajo en la quinta. Comenzaron como medianeros1, hasta que después de tres años pudieron alquilar un terreno para producir por su cuenta. En el primer período como arrendatarios, la pareja continuaba trabajando en otra quinta a contra turno, para poder obtener los ingresos necesarios para pagar el alquiler.

En La Plata Elena tuvo una hija y un hijo más. Raquel, por ser la mayor, siempre tuvo asignada la responsabilidad de trabajar para colaborar con la familia: tanto en la quinta ayudando a su madre y a su padre, como en la casa, haciendo las tareas domésticas y cuidando a sus hermanas y hermano menor.

Raquel cuenta que siempre tuvo muy buena comunicación con su mamá, y que además de contarle cómo había sido su propia infancia siempre trató de darle, como mujer, más libertad que la que ella había podido tener, incentivándola para que estudie. Elena había podido asistir sólo a los primeros años de la primaria hasta tener que empezar a trabajar. Raquel, en cambio, pudo estudiar hasta el último año de la secundaria, la cual abandonó por causa de un embarazo a los 17 años.

A pesar de que ese embarazo no fue planificado, Raquel recalca que su madre le hablaba sobre métodos anticonceptivos, aconsejándola para que prestara atención y que no se creyera todo lo que dicen los hombres. Reflexiona que esto era debido a que Elena no había tenido educación sexual en su infancia, ni en la escuela ni en su casa, ya que su abuela, que tampoco había estudiado, no sabía explicarle cómo cuidarse como mujer y lo único que hacía era decirle “que no hablara con nadie”.

Los años de escuela son recordados por Raquel como “un tiempo lindo”, le gustaba estudiar. En esa época era muy tímida y muy sensible, cuenta que era “la niña mimada del curso” y que las maestras y maestros la contuvieron todo el tiempo durante esa etapa de la niñez. Sin embargo, también recuerda que sus compañeros y compañeras la discriminaban y le hacían bullying por el hecho de ser boliviana.

“O sea, ni siquiera soy boliviana, nací en Jujuy. Y bueno, por el color de piel, por la forma de hablar y todas esas cosas. Me decían ‘bolita’. En la primaria era sobre todo los varones. En la secundaria, las mujeres. Y bueno, en el secundario sí las chicas me hacían bullying, me decían ‘negra fea’ y otras cosas.” Raquel, Olmos (La Plata), entrevista personal, 13/06/20182.

Los últimos años de secundaria cambió de escuela, donde la discriminación hacia los/as hijos/as de bolivianos/as o paraguayos/as, que mayormente venían de las quintas, por parte de quienes venían ‘del barrio’ persistía, pero al ser más grande Raquel considera que eso ya no le afectaba, y que además ya se sabía defender. Los y las docentes, acostumbradas a que la mayoría de sus estudiantes de las quintas además de estudiar trabajasen, tenían consideración y les daban más tiempo para cumplir con las tareas asignadas, o les permitían hacer otros trabajos para poder aprobar.

Trabajar a contra turno del horario escolar y vivir en una zona alejada de la escuela y de difícil acceso, hizo que le costara aprender y desempeñarse bien en el estudio. Si bien las profesoras le tenían mucha paciencia, también hubo un año que repitió de curso, ya que había faltado mucho. Para asistir a la escuela iban en bicicleta con su hermana, y el frío y la lluvia, sumado a que en invierno por la mañana debían salir todavía de noche, hizo que repitiera uno de los primeros años de la secundaria. Al recordar su infancia, Raquel señala que desde los seis años su papá y su mamá le enseñaron a trabajar a la par de ellos en la quinta. A los siete, ya comenzó a cocinar sola, y ayudada por su hermana, dos años más chica, hacían todas las tareas del hogar. Recuerda que aprendió todo mirando, su mamá le decía “Mirá y aprendé”, y también por necesidad, porque pasaban mucho tiempo solas mientras los padres trabajaban.

“En sí creo que nos tuvimos que aprender a cuidar solas, unas con otras. Porque en sí a nosotras nos dejaban en casa encerradas por no ir a la quinta. Porque ellos salían muy temprano a trabajar y nosotros nos quedábamos. Y bueno, ahí es cuando aprendí a cocinar. Es cuando tenés la necesidad de comer y tenés que aprender sí o sí.”

Cuando Elena tuvo a su tercera hija, fue Raquel, con 8 años, quien la crió. Le cocinaba, se quedaba con ella, la llevaba al jardín. Recuerda que eran tiempos económicamente muy difíciles: trabajaban duramente para pagar el alquiler, la electricidad para el riego y poder alimentarse, pero no llegaban a fin de mes porque el dinero no les alcanzaba. Las jornadas de trabajo eran muy largas. Como trabajaban en dos quintas, salían por la mañana, regresaban para almorzar, y volvían a irse a trabajar hasta la noche. Raquel era quien realizaba todas las tareas del hogar como cocinar, limpiar, lavar los platos, tender las camas, y además cuidaba a sus hermanos/as: les bañaba, cambiaba y peinaba. Como era muy chica para lavar la ropa, recuerda que esa tarea la hacía su mamá cuando regresaba de trabajar. Calentaba agua a leña y lavaba toda la ropa por la noche, y luego la extendían al sol al otro día. Lo mismo para baldear la casa u otras tareas que Raquel no podía realizar.

Respecto del trabajo en la quinta, menciona que su mamá trabajaba mucho más que su papá, quien pasaba temporadas fuera por viajes a Bolivia para ver a su madre enferma, dejándoles a ellas toda la responsabilidad de sacar adelante las cosechas. Él era alcohólico y maltrataba a Elena con golpes y amenazas, llegando al punto de que ella decidiera, hace tres años, irse del hogar tras un intento de incendio de su propia casilla. Actualmente vive en Jujuy con sus hijas e hijo menores, apoyada por sus hermanos y hermanas que viven y trabajan allí. Raquel decidió quedarse en La Plata, porque ya estaba comenzando a formar su familia propia.

A los 16 años conoció a Juan, su actual pareja, que tiene su misma edad y también es productor. Juan llegó de Bolivia a La Plata a los 14, para trabajar en la quinta de unos familiares. Raquel se quedó embarazada a los 17 y tuvo a su hija durante el último año de la secundaria, por eso no pudo terminar de estudiar.

“En cuarto y quinto la remé como estudiante, como madre, como ama de casa y como laburante en la quinta. Así que nada, hacía el esfuerzo de salir adelante.”

Durante el embarazo y los primeros meses de maternidad siguió estudiando con el apoyo de los/as profesores/as, que le permitían hacer trabajos desde su casa. Sin embargo, al no poder ir a rendir los exámenes, al final lo tuvo que dejar. La maternidad y todas las responsabilidades que conlleva significó para ella el comienzo de la vida adulta y la independencia definitiva de sus padres. Le hubiera gustado continuar estudiando, e incluso seguir alguna carrera. Actualmente asiste a la escuela para adultos para rendir las materias que le quedan y quisiera estudiar luego profesorado de educación física o ingeniería agronómica.

En relación al trabajo de la quinta, Raquel señala que es un trabajo pesado, muy sacrificado, porque hay que salir al campo haga frío o calor, prácticamente sin horarios cuando hay verduras para cosechar. En verano, las cargas deben estar listas para las 7 de la mañana, por eso muchas veces deben entrar a trabajar a las 3 o 4 de la madrugada, hasta terminar. En invierno, entran un poco más tarde, pero sólo paran para almorzar y vuelven a trabajar hasta que cae el sol. En relación a la división de tareas, con su marido realizan todas las tareas de la quinta por igual: sembrar, plantar, carpir, echar abono, cosechar, cargar. La única tarea que realiza más él que ella es la de fumigar, porque los agroquímicos son peligrosos, y por el peso de la mochila. También se ponen de acuerdo respecto en qué sembrar o en qué invertir el dinero. Sin embargo, como ella “se tienta y gasta mucho”, es él quien guarda los ahorros de la familia. Raquel también realiza algunos trabajos ocasionales extra, como hacer comida para vender, porque quiere tener independencia y dinero propio para gastar. A diferencia de su padre, que era controlador y manejaba él solo el dinero (recuerda que su madre tenía que pedirle cada vez que quería comprar algo, dependiendo de la aprobación de él para poder hacerlo, y que incluso ella le daba plata a escondidas de él cuando era adolescente), hoy ella tiene una relación más equitativa con su marido y entre los dos se controlan y deciden en qué gastar. También ve una diferencia en que los dos realizan tareas domésticas: si bien reconoce que es ella la que “tiene todo en la cabeza”, Juan “la ayuda” y el trabajo es más repartido. Además, ha podido comprarse un lavarropas automático y ya no necesita lavar la ropa a mano como hacía su mamá.

A los 17 años se juntaron y decidieron probar durante 6 meses alquilando un pedazo de tierra para trabajar, pero no les fue bien. Entonces regresaron a la quinta alquilada por el padre de Raquel, donde le subalquilan un pedazo para trabajar por su cuenta. Hace dos años, a raíz de un fuerte temporal que azotó a la región y les hizo perder toda la inversión realizada en invernaderos y plantación de tomate, Raquel y Juan decidieron probar suerte fuera de la quinta, en un trabajo menos sacrificado. A través de un contacto de la madre de ella, que buscaba ayudante, comenzaron a trabajar en una verdulería de la zona de Olmos. Raquel cuenta que se acostumbró rápido, que el trabajo era diferente pero que le gustaba hablar con los clientes, y que tenía un extra como vendedora porque podía contar de dónde provenían las verduras que ofrecía. Si bien lo considera una buena experiencia laboral, sólo permaneció un mes allí, ya que la patrona “era mala”, y le molestaba que estuviera allí con su hija, llegando incluso a maltratarla. Ella se encontraba aún en período de lactancia y el horario de trabajo era muy extenso (15 horas diarias, de 7 a 14 y de 15 a 23), con lo cual, si bien se turnaban con su marido para trabajar y cuidar a la nena, se les hacía inviable. Raquel señala que, en este período en el que a Juan le tocaba quedarse solo con su hija recién nacida, tuvo oportunidad de ponerse en el lugar de lo que ella vivía como madre:

“A él también como padre primerizo se le complicaba, lloraba, no sabía qué le pasaba y todas esas cosas. Pero bueno, ahí aprendió a ver que a una madre le cuesta criar a un hijo, que la maternidad no es fácil para ninguna mujer, y tomó consciencia.”

Después de trabajar un mes en la verdulería, al que calificó de “estresante” porque la patrona se enojaba de que estuviera allí con la bebé, Raquel y Juan decidieron abandonarlo. Con los ahorros que tenían se fueron entonces a visitar a la familia de él a Bolivia, y estuvieron un mes buscando trabajo en la ciudad. Si bien ella había ido otras veces de visita, no terminó de adaptarse al clima ni al lugar. Se hubiera quedado si hubiesen encontrado un buen trabajo, pero él sólo conseguía changas3 como albañil que no le convencían, y ella no tenía suerte en los locales comerciales como vendedora, ya que buscaban gente con experiencia, y además eran trabajos de muchas horas diarias sin franco para descansar. Antes que trabajar la tierra en Bolivia, decidieron regresar y continuar con la quinta en Argentina. A partir de esta experiencia pudieron valorizar que, a pesar del sacrificio, la quinta representa un lugar seguro, porque tienen dinero para vivir el día a día, y pueden cultivar sus propios alimentos (en Tarija habían tenido que comprar hasta cebolla o papa para cocinar). No obstante, son conscientes de que los vaivenes del precio de las hortalizas, sumado a las inclemencias del clima, pueden hacer que pierdan todas las inversiones realizadas, como les había pasado antes. Hace un año, Raquel y Juan pudieron comprar con los ahorros que juntaron un terreno en una zona alejada de la periferia platense, donde pretenden construir, en algún momento, su casa propia.

En los próximos apartados nos basamos en esta historia de vida como ejemplo para analizar las formas de conciliación del trabajo y el poder de negociación de las mujeres al interior de la familia y el lugar que ellas ocupan en las estrategias familiares y comunitarias que posibilitan la movilidad social en la horticultura. Además, presentamos algunos indicios de posibles cambios intergeneracionales en las relaciones de género en la horticultura, a la luz de procesos sociales relacionados con el movimiento de mujeres, las organizaciones sociales y la escuela como motorizadores de cambios culturales y normativos.

6. Conciliación familiar y posibilidades de negociación al interior del hogar hortícola

Algunos aportes interesantes para analizar las dinámicas de los grupos familiares desde una perspectiva de género, teniendo en cuenta las negociaciones internas y las formas en que se construyen acuerdos para repartir las cargas de trabajo y los frutos (materiales e inmateriales, de estatus, simbólicos, etc.) del esfuerzo colectivo, provienen tanto de las teorías sobre la conciliación de la vida familiar y laboral (Torns, 2005) como de las teorías sobre la unidad doméstica (Sen, 1990 citado en Benería, 2008); y Agarwal (1994; 1999; 2002) y Katz (1991) para el caso de las mujeres rurales.

El abordaje de los hogares desde una perspectiva de género a partir de la conciliación de la vida familiar y laboral se refiere fundamentalmente al análisis de la relación entre trabajo y tiempo, considerando la distribución diferenciada de los mismos entre varones y mujeres (Torns, 2005). Las formas que asume la conciliación se remiten a acuerdos y negociaciones individuales sobre la organización de la vida privada, pero tienen su razón de ser, en última instancia, en las formas de organización social, política y económica, con las legislaciones laborales vigentes y la definición de los marcos respecto de aquello que es normal o “tolerable” dentro de dichos acuerdos, para cada sociedad (Torns, 2011).

Según las economistas feministas, uno de los factores que más influye en el poder de negociación al interior de los hogares tiene que ver con la posición de retirada o de resguardo (Agarwal, 1994; Deere & León, 2002). “La posición de retirada se define por la posibilidad de que la persona sobreviva fuera del hogar si hubiese una ruptura en las relaciones matrimoniales o en la unión, o por la posición económica en que quedaría la mujer si tal situación llegara a ocurrir.” (Deere, 2012: 93).

Los elementos que constituyen esta posición de resguardo son la propiedad y control de activos económicos (tierras); su acceso al trabajo y otras fuentes de ingreso; y la posibilidad de acceder a recursos y apoyo (económicos, sociales, emocionales) de la familia extendida o de la comunidad. Así, esta teoría plantea que mientras más posibilidades tenga la persona para desarrollarse por fuera de la unidad doméstica, mayor será su poder de negociación e influencia dentro del hogar, y mayor será su autonomía económica. Esta autonomía supone, para las mujeres, la posibilidad de salir de una relación conyugal insatisfactoria o decidir inclusive si casarse o no hacerlo.

Agarwal (1999) insiste, además, en que las formas que adopta esta negociación, y el poder que ostenta cada una de las personas involucradas para negociar dichos acuerdos, se explica por una compleja serie de factores (tanto internos a la unidad doméstica como externos) que deben ser tenidos en cuenta, en especial cuando se trata de factores cualitativos como las normas sociales o las propias percepciones sobre el proceso de negociación. Las normas sociales marcan el límite de lo que puede negociarse: aquello que es normal y socialmente aceptado y que no se discute en la cotidianeidad. Éstas, sin embargo, no son inmutables, también están sujetas a la negociación y al cambio, pero esto lleva además de tiempo de preparación y discusión, sobre todo la solidaridad y la acción colectiva.

Como describimos en el primer apartado las familias hortícolas que analizamos presentan una división del trabajo en la cual la producción es realizada con el aporte de trabajo de hombres, mujeres y niños/as, mientras las tareas reproductivas (domésticas y de cuidados) son una responsabilidad prácticamente en su totalidad de las mujeres (y niñas), en una continuidad con las formas de organización de las familias campesinas en Bolivia. Esto implica una “doble jornada” laboral para las productoras hortícolas, quienes al salir del trabajo en la quinta continúan realizando un trabajo doméstico y de cuidados que no es reconocido como tal, valorado por el resto de los miembros del hogar, ni mucho menos remunerado. Sin realizar un cuestionamiento previo, estas responsabilidades feminizadas se instituyen como una norma en el sentido de lo mencionado anteriormente: siempre fue una obligación femenina (asociada a la función maternal, que se perpetúa aún si las mujeres no tienen hijos/as pequeños/as) y está socialmente aceptado que así sea.

En el marco de la estrategia de movilidad social que exige poner todo el esfuerzo en ahorrar y reinvertir en la producción, con el trabajo y sacrificio de toda la familia (lo cual implica mecanismos de superexplotación y autoexplotación), encontramos que siguiendo con la “inercia patriarcal” el trabajo productivo se comparte y divide entre todos los miembros del hogar, pero no así el trabajo doméstico.

El ascenso social de las familias, alcanzando mayor autonomía en la producción al pasar de la mediería al arrendamiento de las tierras, lo cual supone mayor capacidad de acumulación y reinversión (y simbólicamente, una diferenciación de estatus al interior de la comunidad), no se traduce sin embargo en mejoras sustanciales de las condiciones de vida. Inclusive, las inversiones que deben desplegar para mantenerse como productores/as por cuenta propia son mayores que cuando tienen un patrón/mediero. En consecuencia, la necesidad de ahorro hace que el gasto en bienes de consumo u orientados a satisfacer necesidades reproductivas (como alimentación, vestido, salud, electrodomésticos, mejora de las viviendas, u ocio y recreación) no aumente considerablemente y que las cargas de trabajo doméstico no disminuyan. En el marco de la precariedad (casillas de madera, piso de tierra, cocina a leña, sin agua corriente ni recolección de residuos, residencia alejada de la ciudad) y la austeridad en el consumo, sumada a la deficiencia en infraestructura periurbana y acceso a servicios públicos, implican un trabajo físico, de logística y organización familiar muy pesado para las mujeres en tanto amas de casa y cuidadoras.

Una inversión que sí es realizada por las familias cuando consiguen ahorrar, es la compra de motos, autos o camionetas. Además de representar, simbólicamente, una muestra material del ascenso social, el vehículo implica en la cotidianeidad dejar de depender del transporte público (colectivo) o particular (remisse) para trasladarse hacia salas médicas, escuelas, agronomías, supermercados, reuniones, el centro de la ciudad, etc. En la mayoría de los casos, aunque el vehículo sea propiedad de ambos cónyuges, quienes conducen son los hombres. Son muy pocas las mujeres quinteras que saben manejar. La mayoría, si bien quisiera aprender (y es una de las principales demandas cuando preguntadas sobre qué les gustaría aprender), explica que no manejan porque sus parejas no les quieren enseñar (porque no tienen tiempo o no les tienen paciencia para enseñarles) o porque les da miedo, se ponen nerviosas y piensan que no podrían hacerlo. En este punto sobre la movilidad encontramos un factor clave respecto de la autonomía, las posibilidades de negociación, las formas de control y la desigualdad entre varones y mujeres.

El aislamiento que de por sí implica vivir alejadas de los centros comerciales y de vecinos/as o familiares, sumado a que no todas las quintas cuentan con paradas del transporte público a una distancia razonable (para algunas la más cercana puede estar a 2 o 3 km), los altos precios de los remisses y el clima de “inseguridad” en el cual no está bien visto ni recomendado que las mujeres salgan solas o regresen al oscurecer hace que, aunque quieran salir por su cuenta, acaben quedándose en la casa o dependan de que los maridos las quieran llevar e ir a buscar.

La doble jornada laboral de las mujeres implica, además, una ausencia de tiempo disponible para sí mismas, para el propio disfrute, cuidado o recreación. En general los tiempos libres del trabajo productivo ellas los dedican para realizar trabajo doméstico atrasado, o si no tienen “nada para hacer” igual son responsables por el cuidado de los hijos/as. Esto contrasta con la organización del tiempo de los hombres, quienes al finalizar su jornada laboral4 poseen un momento de desconexión con el trabajo, a través de la realización de actividad física (jugar al fútbol) y encuentro con amigos (a tomar cerveza).

Por otro lado, frente a la (falta de) autonomía de las mujeres, como la posibilidad de salir solas a algún lugar o para participar de actividades sin sus maridos, lo que ellas ponen de relieve constantemente sobre las situaciones de tensión o conflicto en la pareja tiene que ver fundamentalmente con la posesividad y los celos. La desconfianza que genera el hecho de relacionarse con otras personas, provoca situaciones de control y manipulación que hacen que las mujeres inclusive desistan de tomar la iniciativa para hacer cosas por su cuenta. Si bien se trata de una relación recíproca, dado que ellas también celan a sus maridos o “no los dejan salir”, según las conversaciones entabladas en las Rondas ellos detentan mayor poder que ellas en esa negociación, por varias razones vinculadas tanto a las posibilidades que les brinda la movilidad (irse cuando quieren) y el control de la economía familiar; como también la legitimidad que tienen en tanto hombres en “el qué dirán” (los rumores), y en última instancia por el uso de la fuerza física y el ejercicio de la violencia como mecanismo de dominación. “Lo que dice la gente” tiene un peso muy fuerte en la construcción de la propia autoestima de las mujeres, en las normas sociales respecto de lo que está bien o mal, y en las percepciones individuales construidas en base a ello. La legitimidad de la dominación masculina fundada en esos rumores se basa tanto en que los varones están más habilitados que ellas para participar de la vida pública, y no levantan la sospecha que sí se genera cuando ellas salen (“si no están con los/as hijos/as es porque no los cuidan” -por lo tanto “son malas madres”-; o si se visten bien o se “arreglan” es porque “están de levante” -“son atorrantas”-); como también en la aceptación social que tienen los hombres ante situaciones de infidelidad (basada tanto en la idea de una sexualidad masculina irrefrenable o en la figura legitimada del “ganador”, frente al estereotipo de la “mala mujer”). Por último, el consumo excesivo de alcohol es concebido en esta comunidad como una forma legítima de recreación, y es consumido por hombres y mujeres (pero fundamentalmente por ellos cuando salen). El alcoholismo guarda una estrecha relación con los niveles de violencia a los que son sometidas las familias por los hombres alcoholizados, ya sea conduciendo peligrosamente o a la hora de intentar gestionar los conflictos de pareja u otros traumas, como la violencia física vivida en la propia infancia o en situaciones de discriminación como trabajadores migrantes.

Si bien, como fuimos relatando hasta ahora, observamos una desigualdad persistente entre varones y mujeres, sustentada sobre todo en representaciones culturales y normativas sobre los roles asignados a cada uno, entendemos que las relaciones de género no son fijas ni inamovibles, sino que, por el contrario, en tanto “realidad performativa” (Butler, 1998), se producen y renegocian en cada interacción social. En ese sentido, además de las posiciones “fijas” en los roles de varón-proveedor y mujer-cuidadora, encontramos también en las sucesivas charlas con las mujeres ciertas posibilidades de negociación al interior del hogar y de establecer nuevos acuerdos en la pareja. Estos nuevos acuerdos, que las mujeres relacionan con una mayor capacidad de diálogo, “más carácter” por parte de ellas (en el sentido de poder imponer su punto de vista) y una actitud más comprensiva por parte de los varones, pueden derivar en mayores grados de libertad y una mayor conciliación entre trabajo doméstico y productivo para los miembros (en particular para las mujeres). Por ejemplo, en el caso de Raquel, se manifiesta en el poder tener momentos para sí misma (encontrarse con amigas, jugar al fútbol, participar de las Rondas de mujeres o asistir a reuniones como delegadas en la organización), tomar decisiones en conjunto respecto de la producción y las inversiones a realizar con el fruto del trabajo de ambos, o que ellos realicen algunas tareas relacionadas con la crianza y el cuidado de los hijos (como el hecho de que ella trabajara en la verdulería y él tuviera que hacerse cargo de su hija recién nacida).

No obstante, también encontramos otros casos en los cuales las negociaciones al interior del hogar reproducen y consolidan la “inercia patriarcal”. Se trata de negociaciones extorsivas sustentadas, no tanto en la de posibilidad y voluntad de conciliar a través del acuerdo y el diálogo, sino en el sostenimiento de estereotipos ideales como los de “familia unida” o el “matrimonio para toda la vida”, que se verían frustrados si la pareja se disolviera. Frente a la imposibilidad de conversar y alcanzar un consenso ante una situación de conflicto, la negociación adopta formas de control recíproco (en el cual, por ejemplo, si existía una crisis por celos o infidelidad, el acuerdo acaba siendo que ninguna de las dos personas puede volver a salir sola), o de mantenimiento de la relación de pareja, pero en un clima de hostilidad. La amenaza de separación, sumada a la posibilidad o no de seguir viendo cotidianamente a los/as hijos/as, es también uno de los factores que puede introducirse en este tipo de negociaciones extorsivas al interior del hogar. Las mismas, evidentemente, no aportan al bienestar de la familia, a aumentar la autonomía de sus miembros, ni a deconstruir la desigualdad o los privilegios masculinos.

En un contexto de trabajo familiar en el que todo lo que tienen es “de los dos” (maquinarias, vehículos, invernaderos, ahorros) ya que fue forjado con el esfuerzo, trabajo e inversión realizado en el marco de la pareja, la posición de retirada de la mujer frente a una situación de violencia o el deseo de no continuar con la relación, es muy débil. Por un lado, no cuentan prácticamente con papeles que acrediten la propiedad sobre los bienes materiales, ya que en general contratos y patentes están a nombre de los varones y casi ninguna pareja está legalmente casada. La posibilidad de “irse” del hogar, entonces (y más allá de los papeles), significa hacerlo sin llevarse nada material, dejando atrás el fruto de años de trabajo y sacrificio. Irse, además, significa hacerlo con los hijos e hijas, si los tiene, asumiendo en principio su sustento económico y cuidados cotidianos. Irse, por otro lado, es asumir el estigma de mala madre y mala esposa rompiendo el canon de familia tradicional y el estereotipo de mujer-cuidadora, y desafiando a la idea de que las mujeres “necesitan” de un hombre-proveedor para poder sustentarse. El hecho de ser inmigrantes, cuando su familia nuclear no se encuentra cerca, debilita aun más las posibilidades de establecer redes que ayuden a las mujeres en momentos de dificultad o conflicto conyugal. En general, si la pareja se relaciona únicamente (o viven y trabajan) con la familia de él, la presión social y complicidad para que la situación no se modifique es aún mayor. Inclusive si conviven con la familia de ella, también son frecuentes las alianzas entre hombres (por ejemplo, los hermanos de la productora defendiendo a su cuñado) en detrimento de la posición de la mujer. Por último, cabe mencionar que, ante la intención de la mujer de finalizar la relación, la posibilidad de que sea el hombre, afincado en su posición de “varón-proveedor” y “productor”, quien deje el hogar (y la quinta) es prácticamente nula.

6.1 La comunidad boliviana como sostén de la inercia patriarcal

En este punto, nos interesa realizar una digresión para reflexionar, desde una mirada de género, sobre las redes de solidaridad basadas en el parentesco y el paisanaje que permiten la consolidación de la comunidad boliviana como transnacional y la forma en que esto influye en la posición de las mujeres.

Estas redes facilitan la inserción, la acumulación y el ascenso social de las familias bolivianas en nichos laborales específicos de Argentina, como es la horticultura. Sin embargo, a lo largo de este trabajo también pudimos observar que estas redes “solidarias” presentan una contracara en el mantenimiento de relaciones que, reproduciendo la inercia patriarcal, sujetan a las mujeres en posiciones de subordinación y dependencia dentro del grupo familiar.

Así como la pertenencia a la comunidad boliviana significa una oportunidad a los y las recién llegadas para mitigar la condición migrante, brindando una red de contactos densa, que favorece una rápida inserción laboral, el acceso a la vivienda y a un saber-hacer que les permite instalarse sin mayores dificultades en un país extranjero, encontramos que del mismo modo estas redes sociales son también bastante cerradas: las parejas, las amistades, los deportes, las fiestas populares, las relaciones comerciales, las escuelas y los barrios se conforman entre paisanos/as.

Esto implica, por un lado, la consolidación de una comunidad capaz de mantener su cultura, sus tradiciones, e incluso su lengua, pero que al mismo tiempo al alimentarse a sí misma reproduce la segmentación que observamos en el mercado de trabajo hortícola, limitando también el margen de relaciones con actores sociales por fuera de la comunidad. Entendemos que esto puede ser, en buena medida, una respuesta defensiva de auto-construcción y de creación de condiciones para prosperar económicamente frente a la propia idiosincrasia argentina, basada en un ideal de superioridad blanca europea; pero no podemos dejar de mencionar cómo esta comunidad y sus redes también reproducen lógicas patriarcales y machistas que se configuran de manera hegemónica. La feminización de los cuidados y el control de los cuerpos y de la economía ejercido por los hombres en su carácter de esposos-proveedores, son considerados un tema privado y sobre el cual nadie puede opinar, porque se resuelve al interior del hogar, consolidando la idea de familia armónica y “para toda la vida”.

Cuando en alguna conversación grupal se habla sobre violencia de género, es común que todos y todas conozcan algún caso y hayan escuchado discusiones “subidas de tono” entre parejas vecinas. Sin embargo, frente a este tipo de situaciones que, generalmente, ponen en riesgo la integridad física de las mujeres, la reacción no es intervenir, ayudar, o buscar la manera de “hacer algo”, ya que “es un problema de ellos”, “cada familia es un mundo”, y no es bueno meterse en los problemas de otros.

Esto contrasta con otros casos en los que las redes de solidaridad sí se activan, sobre todo cuando los problemas son de índole económico, dando trabajo, vendiendo fiado, ayudando con alguna labor atrasada, prestando una vivienda o incluso dinero. Podemos concluir así que la pertenencia a la comunidad boliviana no representa para las mujeres un factor que mejore sus condiciones de negociación, sino que frente a una situación de “retirada” ellas se enfrentan no sólo a sus parejas sino a toda la comunidad y sus patrones culturales, y disponen además de pocas redes sociales por fuera de ésta con las que puedan contar para ayudarlas.

6.2. Factores que mejoran la posición de retirada de las mujeres

Entre los factores que mejoran la posición de retirada de las mujeres, por otra parte, encontramos los subsidios económicos que reciben por parte del Estado, los cuales les garantizan un ingreso mínimo para sustentarse y complementario al trabajo que realizan. En este caso las productoras entrevistadas son beneficiarias de la Asignación Universal por Hijo o por Embarazo para Protección Social (AUH) por la cual cobran una suma de dinero mensual por cada hijo o hija menor de 18 años; y el Salario Social Complementario (SSC). Éste último, a diferencia de la AUH, no es universal y es adquirido mediante la participación en una cooperativa u organización gremial (MTE-UTEP5). Además de esta relativa autonomía económica, ya que son ingresos que no permiten subsistir, el factor determinante en la posición de retirada, como mencionamos recién, son las redes de parentesco y de solidaridad que puedan establecer y construir con otras mujeres que crean en ellas y las alienten y ayuden si deciden cambiar el rumbo de su vida. Otro elemento al que pueden recurrir (no tanto para mejorar su posición de retirada, pero sí para frenar las situaciones de violencia en la pareja) son las denuncias por violencia de género presentadas ante la comisaría de la mujer. Estas sirven, en primera instancia, para amedrentar a los agresores, quienes reciben una notificación-aviso por parte de la justicia (siendo trabajadores informales y extranjeros, lo cual podría peligrar la residencia en el país -o al menos alimenta dicho imaginario). Y en ocasiones, también pueden servir como antecedente para restringir su acercamiento hacia la mujer (medida cautelar/perimetral) o la guarda de los hijos e hijas.

El caso de Elena, la madre de Raquel, nos sirve para ejemplificar esta situación. Ella estudió hasta segundo grado de la primaria (en Bolivia). Trabajó como empleada doméstica desde los 7 años. A los 15, se casó y emigró junto a su marido a la Argentina. Tuvo a su primera hija a los 16, y luego tuvo 3 hijos e hijas más. Vivió en pareja, trabajando en la quinta, hasta los 35. Su marido era alcohólico y muy controlador, la amenazaba, la golpeaba y no le dejaba disponer del dinero que ganaban trabajando entre los dos. Cuando se incorporó al MTE, Elena viajó al Encuentro Nacional de Mujeres6. A partir de esta experiencia, se animó a hablar sobre la violencia que sufría en su casa y a pedir ayuda. Pudo escuchar de parte de otras mujeres que lo que ella estaba viviendo se llamaba maltrato y violencia de género, que se podía cambiar, que no merecía ser tratada así, que tenía derechos. Elena retomó el contacto con su familia, hermanos y hermanas que tenía en Jujuy, y cuando estuvo preparada se mudó con sus hijos/as menores para recomenzar “desde cero” su vida allá. Se fue de La Plata sin llevarse ni pedir nada de lo poco que tenía, sin siquiera avisarle a su marido, y dejando a Raquel con su nieta de un año.

Raquel, que hoy está armando su familia propia, reflexiona en la entrevista sobre cómo pudo ir cambiando su mirada respecto de las relaciones de género y a su vez sobre la relación entre su padre y su madre. En primer lugar, sobre la maternidad, ya que hoy decide (y puede) tener una maternidad más presente, pasar tiempo con su hija, educarla, y además compartir esa experiencia con su marido.

“La diferencia… nada, que mi mamá no pudo aprovechar la maternidad. O sea, no pudo ver crecer a mis hermanos, no pudo estar con ellos. No por el tema de que ella no estaba presente, por el tema del trabajo. (…) Yo creo que eso lo siento ahora, que yo sí, estoy más con ella [con su hija]. Porque en sí mi papá era muy machista, así que a veces si salía, iba a jugar a la pelota, no volvía dos o tres días, y ella tenía que estar haciendo su trabajo.”

También considera que ella tiene hoy la oportunidad de hablar con su marido y de poder negociar y dividir las tareas del hogar, cosa que su madre no podía.

“Gracias a dios me tocó un marido que me entiende, que comprende. No fue lo mismo con mi padre, que fue muy machista. Iba, se acostaba en la cama y esperaba que la comida esté servida y todas esas cosas. Y él me ayuda, me ayuda a cocinar, o nos dividimos las tareas. Él trabaja y yo me pongo a cocinar, sino yo me quedo hasta que esté la comida y él cocina, y así.”

Si bien en un comienzo él le planteaba que era deber y responsabilidad de ella, como mujer, cocinar y cuidar de la bebé, hoy en parte comparten esas tareas. Raquel reflexionaba, bromeando, que “como su mamá no le pudo enseñar, ahora le está enseñando ella, para que deje de ser machista”. Por otro lado, también observa una diferencia fundamental en relación al manejo del dinero de ambos, ya que su madre era dependiente económicamente y le tenía que pedir permiso al marido para gastar o comprar algo. Hoy ella conversa con Juan sobre eso, y deciden y se controlan entre los dos respecto de los gastos que tienen.

Más allá de los cambios generacionales que percibimos entre Raquel y Elena, que aparecen como un dato relevante para pensar las transformaciones en las relaciones de género a la luz de la creciente repercusión que tienen en la sociedad los debates sobre la igualdad de género planteados por el feminismo y el movimiento de mujeres, es importante dejar en claro que la experiencia vivida por Elena en el marco de su relación de pareja es un ejemplo de la realidad que viven muchas (si no la mayoría) de las mujeres quinteras que nunca han hablado sobre lo que (les) sucede en el ámbito de la vida privada.

A modo de cierre, a partir de este análisis intergeneracional, esbozamos algunos elementos que consideramos nos permitirían identificar pequeñas transformaciones en curso en las relaciones de género en la horticultura platense.

7. Reflexiones finales sobre posibles cambios intergeneracionales en las relaciones de género

Si bien la historia de vida de Raquel no es un caso representativo de la generalidad de mujeres horticultoras en el cinturón verde de La Plata (ya que la media se asemejaría más a la historia de Elena, su mamá) nos parece relevante analizarla precisamente como segunda generación quintera, y en contrapunto con la experiencia de sus padres. Consideramos que nos brinda pistas para pensar algunas transformaciones en las relaciones de género, los roles de las mujeres y las formas de conciliación familiar en la horticultura a partir de ejes como: el acceso al sistema educativo, un contexto de mayor discusión pública sobre temas de género y derechos de las mujeres, y la participación en organizaciones que ponen en su agenda las reivindicaciones del movimiento de mujeres.

En términos de los roles ocupados por las mujeres en la organización familiar del trabajo podemos mencionar que tanto Elena como Raquel ejercen una doble jornada laboral al tener responsabilidades (compartidas) en el trabajo productivo y (exclusivas) en el trabajo doméstico y reproductivo. Ambas trabajan a la par de sus maridos, aportando con trabajo físico al proceso de acumulación que le permite a la familia ascender socialmente. Para el caso de Elena, pasando de ser empleados/embaladores en Jujuy, a medianeros y posteriormente arrendatarios, en La Plata. En el caso de Raquel, su trayectoria no es estrictamente ascendente, ya que siempre subarrendó la tierra alquilada por su padre (y este es, al menos en La Plata, el techo al que llegan los/as productores/as hortícolas en la escalera boliviana, debido al alto valor de la tierra). Su experiencia fue arrendando por su cuenta durante un período, y también buscando alternativas laborales fuera de la quinta. En ambos casos trabajando a la par de su pareja. En términos de capacidad de acumulación para el ascenso social, por otra parte, identificamos el hecho de haber podido invertir en la compra de un terreno para construcción de una casa propia.

Por otro lado, esta doble jornada laboral significa que ambas, como mujeres, son las principales (si no únicas) responsables por el trabajo doméstico y de cuidados cotidiano. En ese sentido, existe una feminización naturalizada de estos trabajos, que son ejecutados, en el caso de Elena, por ella misma y por sus hijas cuando ella se encontraba trabajando en la quinta. Este trabajo doméstico es asumido por varones y mujeres como una obligación femenina, en una condición que es comparable con la servidumbre. Esta es la situación típica en la familia quintera, narrada por otras mujeres horticultoras en el marco de las Rondas y de conversaciones informales. Raquel, por su parte, expresa que considera que ha podido (o está intentando) entablar una relación más igualitaria con su pareja. Una relación en la que, si bien ella es la principal responsable por las tareas de cuidados, se posiciona desde otro lugar. Delega tareas, le exige a su marido que divida parte del trabajo doméstico y el cuidado de su hija, y se impone en su necesidad de tener tiempo para sí misma, aunque a él no le guste. Dice que “le está enseñando a no ser tan machista”.

El relato de Raquel nos sugiere que en su trayectoria ha adquirido algunos elementos y experiencias que le permiten posicionarse de otra manera a la hora de construir una familia, proponiendo incluso nuevas formas de conciliación familiar. Por un lado, el hecho de haber asistido a la escuela primaria y secundaria, en un ámbito en el cual era alentada por los y las docentes a valerse por sí misma y a creer en ella misma, superando situaciones como la discriminación y las dificultades que de por sí suponía estudiar, trabajar y ser madre al mismo tiempo. Por otro lado, el hecho de haber vivido junto a su madre los conflictos de pareja y la situación de explotación y maltrato a la que era sometida, situación que finalmente ambas pudieron catalogar como “machismo” y “violencia de género”, en un proceso de corrimiento de los límites de la violencia “tolerable” y de su propia capacidad para decir “basta”. Entendemos que el hecho de poder nombrar a determinados conflictos naturalizados como una forma de violencia (psicológica, física, simbólica, económica), y en paralelo de poder pensarse como mujer en términos de sujeto de derechos (derecho a una vida sin maltratos, o a tener tiempos de descanso y de ocio), es en parte una decantación de las discusiones que surgen en el marco de la organización gremial en la cual ambas participan y particularmente de las Rondas de mujeres, así como de la asistencia al Encuentro Nacional de Mujeres.

Si bien lo relatado remite a experiencias particulares que hacen a la trayectoria de Raquel, entendemos que existen algunas condiciones más generales que nos permiten pensar que este caso podría ilustrar posibles pequeños cambios generacionales que comienzan a vislumbrarse en las relaciones de género en el contexto de la horticultura platense. Nos referimos al hecho de que hoy la escolarización sea ampliamente difundida y valorada entre la comunidad boliviana, y de que prácticamente todas las familias envían a sus hijos/as a la escuela (además, en Argentina la educación es obligatoria hasta el último año de la secundaria); que la violencia de género sea un tema cada vez más debatido y cuestionado socialmente (al menos en las escuelas y en los medios de comunicación) debido a la influencia del movimiento feminista para poner estas problemáticas en agenda; y que en la región bajo análisis la gran mayoría de las familias horticultoras participan activamente de organizaciones gremiales reivindicativas que con mayor o menor énfasis se posicionan respecto de la violencia de género y apoyan (en mayor o menor medida, en la práctica o discursivamente) las demandas del movimiento de mujeres, como la igualdad de géneros, el rechazo a todas las formas de violencia, la legalización del aborto, o políticas públicas para el abordaje de la violencia de género.

Entendemos que la revalorización del lugar de las mujeres, en primer lugar por ellas mismas -a través de procesos colectivos de reflexión sobre la violencia machista y la dominación patriarcal, y además (en consecuencia) por el resto de la comunidad, forma parte del camino para romper con la “inercia” que mencionábamos. La desnaturalización de los roles de género, nuevas formas de resolución de los conflictos y una distribución equitativa de tiempos, tareas y recursos en la producción y en el hogar -aunque suenen aún como un horizonte utópico- son el camino a recorrer (y que se encuentran ya algunas de estas mujeres transitando) para alcanzar no solo más igualdad, sino el respeto básico de los derechos humanos. Desde el ámbito de las políticas públicas y la sociedad civil, implementar medidas que 1) fomenten la autonomía económica de las mujeres; 2) garanticen su acceso a la justicia con una perspectiva feminista; 3) socialicen las tareas de cuidados; 4) masifiquen la Educación Sexual Integral; y 5) fortalezcan las organizaciones que promueven procesos de empoderamiento como los que describimos en este artículo, supone una agenda ineludible para la reducción de las desigualdades de género en los ámbitos rurales.

A su vez, para poder hablar de una economía orientada hacia la sostenibilidad de la vida, no podemos fijarnos sólo en lo que sucede al interior de los hogares, sino que es necesario comenzar a hablar también de transformaciones estructurales, de redistribución a través del conjunto de servicios públicos, y fundamentalmente en la repartición de la renta agraria y el acceso a la tierra.

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1La mediería consiste en un acuerdo asociativo para la producción agrícola entre dos partes: una de ellas aporta la inversión de capital (es decir, la tierra) y la otra aporta el trabajo, comprometiéndose a realizar todas las tareas demandadas hasta la cosecha, siendo las ganancias repartidas a medias entre ambas partes. Esta es una forma muy extendida en la horticultura, la cual permite acceder a la producción sin necesitar invertir previamente, y supone un escalón en el ascenso social previo, posterior al trabajo asalariado o a destajo (peón), y anterior al arrendamiento (productor). Este proceso ha sido denominado como “escalera boliviana” (Benencia, 1997).

2Todas las citas siguientes corresponden a la misma entrevista.

3“Changas” se denomina en América Latina a un trabajo informal y ocasional.

4El sábado por la tarde hasta el domingo al mediodía es el período de la semana en el que, en general, no se trabaja en las quintas.

5El Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) forma parte de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), organización gremial que representa a trabajadores y trabajadoras informales, autónomos/as y cooperativistas de Argentina que se encuentran excluidos/as de derechos laborales como salario mínimo, seguridad social, aportes jubilatorios, vacaciones, etc. https://ctepargentina.org/nacio-lautep/ (14/09/2021)

6El Encuentro Nacional de Mujeres (ENM) es una reunión masiva, auto convocada, horizontal, plural, federal y autofinanciada que se realiza anualmente en Argentina desde 1986 (en 2019 tuvo su XXXIV edición). Entre sus objetivos se encuentra discutir la agenda del movimiento de mujeres y a través de distintos talleres brindar herramientas a las participantes para “descubrir que no estamos solas, que podemos juntarnos para dejar de lado nuestros sufrimientos y cambiar la realidad de nuestro país”. https://es.wikipedia.org/wiki/Encuentro_Nacional_de_Mujeres (14/09/2021)

Recibido: 18 de Marzo de 2022; Revisado: 02 de Abril de 2022; Aprobado: 23 de Mayo de 2022

Mail de Contacto: maruambort@gmail.com.

Nota del artículo:

Este trabajo se basa en los resultados de la tesis “Género, trabajo y migración en la agricultura familiar. Análisis de las trayectorias familiares, laborales y migratorias de mujeres agricultoras en el cinturón hortícola de La Plata (1990-2019)” (Ambort, 2019).

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