SUMARIO: 1.Introducción 2.Moralizar el cuidado. La experiencia de los juzgados de familia 3. Palabras finales 4. Referencias bibliográficas
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El presente trabajo se inscribe, por un lado, en el marco de la tesis de Maestría en Trabajo Social
de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires; como así también como procesos analíticos de mis prácticas profesionales como integrante de Equipos Técnicos de Juzgados de Familia.
Se intentará analizar la relación existente entre, la intervención estatal de los juzgados de familia y las consideraciones de la organización del cuidado que se establecen en los diferentes grupos familiares según la posición social que ocupa cada una en la estructura social.
Para lo cual se busca develar que aspectos de dicha intervención responden a objetivos de sostén y asistencia, y cuáles de índole punitivo. Siendo necesario definir las consideraciones del “cuidar bien” y lo que debe ser objeto de intervención.
Esta tensión será analizada desde el supuesto que los abordajes en la vida privada y ámbito de intervención estatal tienen sesgos de clase; y esos sesgos se enmarcan en preceptos morales estatutariamente establecidos.
Avanzar en este análisis podría favorecer a la construcción de intervenciones, que contemplen las particularidades y singularidades de los grupos familiares, para apreciar las condiciones posibles de crianza de dicho escenario, y la articulación necesaria de la intervención del Estado en la garantía de Derechos de niños, niñas y adolescentes.
Moralizar el cuidado. La experiencia de los juzgados de familia.
El cuidado está conformado por múltiples dimensiones que abarcan aspectos económicos, sociales, culturales, psicológicos y políticos, que se conjugan y relacionan en un entramado a nivel estructural desde lo socio histórico, y singular en la particularidad de cada vida familiar.
Desde la perspectiva de la economía del cuidado, y tomando palabras de Rodríguez, la sociedad organiza el cuidado de sus miembros en relación al funcionamiento del sistema económico, basado en la división del trabajo productivo y reproductivo, en tanto también división sexual del trabajo.
Específicamente el cuidado se define, como aquellos recursos que “nutren” a las personas, en el sentido que les otorguen los elementos físicos y simbólicos imprescindibles para sobrevivir en sociedad. Entonces, el cuidado refiere a los bienes y actividades que permiten a las personas alimentarse, educarse, estar sanos y vivir en un habitad propicio.
Resulta ser un elemento esencial y fundamental del sistema económico y social, ya que de su estructura, calidad y modalidad depende el devenir y futuro de la sociedad.
Los destinatarios del cuidado se ubican principalmente en la población que se define como “dependiente”, niños, niñas, adultos mayores, personas con capacidades diferentes o que padecen enfermedades. Pero desde un sentido amplio todos de alguna manera u otra somos cuidados y cuidadores, o sea todos somos sujetos de cuidado y cuidadores.
Dentro de la categoría de cuidado, la “crianza” se inscribe como una subcategoría con particularidades muy relevantes para la organización y reproducción social. Que implica un cuidado y dedicación específica en niños y niñas.
En cuanto a la prestación del cuidado, existe una distribución social que se organiza principalmente en dos niveles, al decir del intra-familiar y extra-familiar. Estos niveles implican una compleja organización y planificación en el devenir familiar, donde se dan diferentes combinaciones de provisión intra y extra hogar. Pero lo cierto es que las familias han constituido en la principal red de protección social, o bien sobre ellas recae esta tarea, ya que la distribución extra-hogar varía de la oferta pública y el acceso a servicios pagos.
Una de las cuestiones principales por las cuales el cuidado ha quedado circunscripto especialmente en la órbita familiar está relacionado a que no es considerado como un trabajo, sino como una actividad obligatoria y desinteresada, para lo cual se le otorga una dimensión moral y emocional. Lo que hace a su vez que fuera de la familia esté marcado por la relación de servicio y asistencia.
Que el cuidado esté establecido en el ámbito familiar no es casualidad, y responde a un procesos sociales, culturales y económicos, que se han instalado como formas naturales de ser mujer, hombre y familia.
En esta línea, el cuidado y la feminidad son caras de una misma moneda, brindar cuidado es una tarea definida genéricamente. La separación de las esferas de producción y reproducción en las sociedades capitalistas se sostiene por la división sexual del trabajo, que implica una segregación de las mujeres al mercado de trabajo, quedándole el trabajo de cuidado y reproducción, configurando así su identidad como mujer. Reforzando la lógica de mantener la problemática en la esfera de lo privado.
A lo largo de la historia se ha naturalizado la creencia que la mujer posee un saber específico y natural para cuidar y criar, negando las implicancias sociales, económicas y culturales que lo componen. La configuración de la familiar patriarcal es el escenario por excelencia que le brinca marco y sustentabilidad a esta idea.
Socialmente se asocia al hombre como el trabajador ideal de tiempo completo, quien provee y sostiene económicamente, tomando un valor y reconocimiento social de mayor importancia de quienes se encargan de la reproducción, o sea de quienes cuidan a los dependentes. Quedando su vida circunscripta a esta tarea, una tarea que a la vez está desvalorizada por su carácter de obligatoriedad y falta de remuneración.
No solamente las tareas de cuidado están asociadas a la mujer dentro del hogar, también fuera del mismo, ya que quienes la ejercen extrafamiliarmente también y en su gran mayoría son mujeres. Siendo espacios laborales en su gran mayoría de tiempo parcial, mal remunerados y contrataciones fuera de la regulación establecida.
La exclusión del mercado laboral de la mujer no es estática y los diferentes procesos históricos han traído aparejados cambios, en los cuales las transformaciones en los modelos de familia y el ingreso de la mujer al ámbito productivo han sido significativas. Pero no ha implicado que el involucramiento del hombre en las tareas de cuidado y crianza sean repartidas equitativamente. Asentando condiciones de desigualdad de género y sobrecargando a la figura femenina.
Es así que la identidad de la mujer continúa asociada a recursos de cuidado naturales con bases emocionales y de servicio, que le siguen adjudicando la responsabilidad de la reproducción como función natural, sin develar los elementos subyacentes que la moral hegemónica establece de forma implícita y solapada en la vida social.
La crianza cimentada en la división sexual del trabajo impone responsabilidades diferentes sobre el cuidado de los hijos e hijas, y deriva en otro conjunto de desigualdades que contribuyen al detrimento de la calidad de vida de las mujeres.
El escenario se vuelve aún más complejo en condiciones socioeconómicas adversas, ya que la distribución de ingresos de las personas determina la posibilidad de recibir o no cuidado, y la calidad del mismo. En este sentido se observa que los mecanismos de protección se han definido históricamente sobre quienes están incluidos o incluidas en el mercado laboral formal. Entonces la organización del cuidado y crianza no sólo implica una estratificación de género como se venía describiendo, sino también de clase, dando como consecuencias privilegios en las opciones de cuidado.
Considerar al cuidado como un responsabilidad privada e individual y no social y colectiva implica un impacto aún mayor sobre las clases sociales más desfavorecidas, exponiéndolas a mayor grado de vulnerabilidad.
Como ya se mencionó, en cuanto a las bases de derecho de protección y cuidado de la población, el Estado históricamente ha dado respuestas que incluyeron e incluyen principalmente a la población en condiciones formales de contratación, si bien estas respuestas no son en su mayoría integrales, permiten a la población articulara acciones en post de dicho objetivo.
En este escenario social, la brecha de condiciones de desigualdad se profundiza cuando las personas no poseen trabajos formales y las respuestas no solamente son individuales, sino con menos recursos que otros sectores sociales, generándose un circuito de deterioro progresivo de las condiciones de vida actuales y futuras de estos grupos sociales.
Desde la política pública a nivel macro, los programas sociales se basan en transferencias monetarias que no contemplan el objetivo de asistencia directa; como así también en su gran mayoría, destinados a mujeres/madres. Estas modalidades poseen bases con ideas conservadoras sobre la división sexual del trabajo, reforzando tanto la familiarización y cuestión privada, como así también la feminización del problema.
Con la incorporación al mercado laboral, la mujer asume una multiplicidad de roles, lejos de un corrimiento y o reparto de las tareas de cuidado de los miembros dependientes del grupo familiar, se establece una doble jornada laboral intra y extra hogar. Cuando las condiciones laborales se dan en un marco de desprotección y en relación a esto, los ingresos económicos no permiten la contratación de servicios, la sobrecarga se deposita aún más sobre la población femenina, limitando las horas de descanso y óseo, en deterioro de la calidad de vida de las mismas.
Esta visión no es más que una construcción social, que establece una sobrecarga moral sobre los sectores bajos, donde deben “cumplir” de manera integral con las tareas de cuidado de la misma manera que el resto de la población sin contemplar las condiciones materiales de existencia. “Hay un componente ideológico y moral. Existen formas de cuidado que son valoradas en determinados momentos por la sociedad y que representan “modelos” de buenas prácticas de cuidado. Estos modelos están determinados histórica y socialmente: cambian a lo largo del tiempo y en las distintas sociedades. Asimismo, son reforzados a través de un conjunto de instituciones y normas sociales.”(ELVG, 2012)
Recuperando los planteos de Barroco, al hacer referencia a la vida social, expresa que ninguna esfera de la vida social pue ser reproducida sin responder a sus determinaciones. Entendiendo al cuidado como fenómeno social, surgen construcciones valorativas que definen el “buen cuidar”.
En la vida social, los valores y principios que son referencia para la conducta de los individuos, se tornan fijos e inmutables y se aplican como dogmas desde una visión hegemónica que delimita claramente los intereses de la clase dominante, y en la vida cotidiana familiar se observa su dimensión particular.
Estas formas de ser se establecen como valores morales, “La moral se origina del desarrollo de las sociedades; responde a las necesidades prácticas del establecimiento de determinadas normas y deberes, tomando en cuenta la socialización y la convivencia social. Forma parte del proceso de socialización de los individuos, reproduciéndose a través de los hábitos y expresando valores y principios socioculturales dominantes en determinada época histórica”. (Barroco. 2004:47)
La moral orienta el comportamiento de los individuos por principios dominantes en el colectivo, su carácter normativo se expresa se los códigos morales, desde este punto; lo singular es el reflejo de los universal.
Entonces, al ser interiorizados se transforman en orientación de valor, para el propio sujeto y para el juicio de valor ante los otros y la sociedad.
La definición de un “buen cuidar” se encuadran en lo que se denomina como “familia normal”. Las familias históricamente han sido y son campo de intervención y por lo tanto de regulación, reforzando el “paradigma familiarista”, pontificando lo privado, responsabilizando a la familia; o sea, desdibujando responsabilidades públicas, en palabras de Graciela Nicolini.
En el campo jurídico, al hablar de familia, se remite a un modelo dominante de la misma. Contribuyendo de esta manera a conformar la familia como la más natural de las categorías sociales. En su labor institucional el derecho, en tanto discurso poderoso interviene en la construcción de formas de “como ser” que reflejan un ideal de las relaciones familiares en códigos y leyes. “las reglas culturales ciertamente modelan el comportamiento nunca lo determinan en absoluto y que los casos específicos nunca se encuentran completamente en el molde”. (Nicolini. 2011:172).
Las situaciones de la vida cotidiana llegan al espacio jurídico definidas como asuntos de familia o que aluden a la capacidad de las personas, donde los agentes las transforman y modelan en asunto jurídico. Además, se supone que el espacio jurídico debe dar una respuesta a dicho asunto. En la elaboración de dichas respuestas la justicia interpela de diferentes formas a aquellos que son los destinatarios de la intervención, ordenando distintos tipos de evaluaciones y de medidas.
Aludir a la familiar obliga a aclarar que, ésta es una categoría socialmente construida. Como dice Daich, la familia es “una institución resultado de prácticas sociales y también de ideas dominantes que respecto de ella, reina en cada momento histórico.” (en Nicolini.2011:171)
Por eso, junto a grupos conformados según una definición dominante de familia (en nuestro medio y época, la familia heterosexual y nuclear), habrá muchos grupos que, nombrándose como tales, no se corresponden a esta definición dominante y muchos grupos que, nombrados como tales, no pueden asumir o sostener las funciones que socialmente se le asignan”. Se señala porque, al pensar en un sujeto como integrante de una familia se está dando por sentado que forma parte de un grupo de sujetos que asumen las funciones que les atribuyen a las familias. Entre ellas se destacan las que aluden al cuidado y contención de los integrantes. Pero esa invocación se basa en la suposición de que todos los sujetos tendrán la posibilidad de contar con una familia y que ésta cumplirá esas funciones, independientemente de su condición histórica y contextual. Pero “ello dista de ser así, pues, para que la realidad que se llama familia sea posible, deben darse unas condiciones sociales que no tienen nada de universal y que, en cualquier caso, no están uniformemente distribuidas.” (Bourdieu 1997.132 en Nicolini.2011:172).
Esa suposición de que todos poseen una familia y las exigencias que sobre esta supuesta familia se proyectan, se hacen explícitas en que, si bien hay una tolerancia a las excepciones a este “ser como debe ser familia”, la existencia de tales excepciones no afecta el modelo de familia dominante que sigue siendo “la referencia básica en la ordenación del comportamiento”.
Las intervenciones jurídicas se transforman en pujas por “encausar la vida familiar”, para una dirección que nunca fue y no existen condiciones para que sean. Esta intromisión jurídica, no es más que la hegemonía del derecho sobre la vida familiar en el tratamiento de los asuntos definidos como “problemas familiares”.
Las situaciones problemáticas relacionados a los cuidados integrales de los grupos dependientes que llegan a la intervención jurídica en un alto porcentaje se instalan como crónicas. Esta cronicidad se sitúa como resultado de lecturas y resoluciones sesgadas de perspectivas de género y responsabilidades sociales del cuidado; volviéndose punitivas y reforzando el paradigma familiarista que obliga mediante resoluciones judiciales a resolver las dificultades de manera individual y privada.
Reflexiones finales
Históricamente en las tareas de cuidado la fuerza de trabajo intra y extra familiar ha sido femenina. Esto ha implicado una subvalorización de esta tarea.
Pensar en revertir situaciones de desventaja ante el cuidado y crianza, tanto desde el género como desde la inequidad de clases, es necesario avanzar sobre lecturas sociales desde perspectivas de género y entender el cuidado como un derecho. Universalizar responsabilidades y centrar el derecho del cuidado en niños y niñas.
Mientras continúan siendo cuestiones de lo “privado” no será posible avanzar en la equidad.