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Mundo agrario

On-line version ISSN 1515-5994

Mundo agr. vol.3 no.6 La Plata Jan./June 2003

 

Gladys Onega, Cuando el tiempo era otro. Una historia de infancia en la pampa gringa, Buenos Aires, Mondadori, 1999 (Lecturas Argentinas), 240 p.

Margarita Pierini1

1 Universidad Nacional de Quilmes,. E-mail: mpierini@unq.edu.ar

   En alguna entrevista Ricardo Piglia ha señalado que la crítica literaria representa una de las formas modernas de la autobiografía. El recuerdo de esa cita aparece inevitablemente al leer este libro de Gladys Onega, autora –en los años 60- de ese trabajo que constituye una fuente inestimable y siempre revisitada por el investigador, La inmigración en la literatura argentina (1880-1910), redactado en los años de labor académica al lado de Adolfo Prieto, en el Instituto de Literaturas Hispánicas de la Universidad Nacional del Litoral, y reeditado años después sucesivamente por Galerna y el Centro Editor.
   
El Proceso dispersó aquel equipo de investigadores que tanto aportaron a la renovación de la crítica literaria argentina, y muchos de sus integrantes partieron para un largo exilio. Después de 13 años vividos entre México y Washington, como editora en la Organización Panamericana de la Salud, Gladys Onega vuelve ahora a su pampa gringa a contar una historia de infancia que se entreteje con la Historia escuchada primero en la mesa familiar, y después complementada, razonada, interpretada a través de la investigación personal: “Hago memoria y voy recogiendo vestigios, reuniendo pistas [...] y después los contrapongo, los verifico con los datos y conocimientos ratificados por los libros y la historia. Y los confirmo, así fue, eso pasó.” (p.186)
   
Hija de un inmigrante gallego y una madre criolla, la autora, nacida pocos meses antes del golpe del 30, elige para sus recuerdos un período y un espacio bien acotados: los diez primeros años de su vida en Acebal, uno de los tantos pueblos nacidos a impulsos del ferrocarril (el Central Argentino) en la región chacarera del sur de Santa Fe. El traslado de la familia a Rosario, a comienzos de los 40, marca el final de la infancia y el final de estas memorias.
   
A través de ellas desfila -desde una mirada adulta que transmite las impresiones de la hija menor de una familia de clase media en descenso-, la vida de un pueblo marcado por la convivencia entre gringos y criollos, entre comerciantes y chacareros, entre radicales y conservadores. Pero el mundo que se evoca no es un paraíso perdido. La Década Infame aparece con toda su crudeza en el relato de una mañana de elecciones fraudulentas, con urnas robadas y “policías bravas” en las calles desiertas; en la decadencia de una familia de militancia radical donde el mantener las convicciones lleva aparejada, con pérdida del empleo, la estrechez económica; en la imagen de los “expulsados de la tierra” que se alejan por los caminos de las chacras.
   
“Mi padre, José María Onega, de nacionalidad española, de profesión comerciante, y mi madre, Teresa Corvalán, de nacionalidad argentina, de profesión sus labores, casados el 9 de agosto de 1923 en la parroquia de San Urbano, distrito de Melincué” construyen la casa, situada “ a media cuadra de la iglesia y en diagonal a la plaza”, donde transcurren los primeros años de los tres hijos Onega. El relato de la vida cotidiana resultará familiar para los lectores que pueden compartir el recuerdo de los inviernos helados en las construcciones austeras de la época, donde la cocina resulta el único lugar que garantiza el mínimo calor; de las siestas obligatorias y aborrecidas, de las que se intenta escapar con variadas estratagemas; de los primeros pasos en la vida escolar, “en la lucha despiadada con el lápiz y el cuaderno” y esos “palotes humillantes para aflojar la mano”; de las medicinas caseras para bajar la fiebre, para abrir el apetito, para eliminar las horrendas lombrices.
   
Un libro de memorias se estructura sobre una serie de tópicos ya prefijados por el genero y -por lo mismo- esperados por el lector: la saga de los orígenes, la novela familiar, el espacio geográfico donde se inserta la biografía, los acontecimientos que deciden  y orientan una vocación. Dentro de este repertorio definido, exigido por el género, el lector busca la originalidad con que estos -y otros- tópicos son actualizados desde la perspectiva de cada autor. En la obra de Onega dos aspectos resultan particularmente destacables: la capacidad para entretejer los acontecimientos de la historia privada con la Historia de un país en crisis; y la capacidad para reconstruir ese pasado  mediante un lenguaje que modula múltiples registros -el humor, la ironía, el tono reflexivo, la emoción- a la vez que se convierte en instrumento para dejar escuchar las voces de los otros: “La pioyia, piove, non piove eran sonidos proteicos de llanto, de yioia o de furia ante el diocane que no la mandaba cuando la necesitaban y que la prodigaba cuando ya la terra estaba ahogada de tantaacua”. (p. 141)
   
Como en todo pueblo de la pampa gringa, la vida de Acebal gira en torno a la producción cerealera, “en un mecanismo del cual vivíamos todos [...]: roturar, arar, sembrar, cosechar, cortar, trillar, emparvar, estibar, transportar, vender, cobrar, cancelar, pagar, arrendar, comprar, endeudarse, explotar, expulsar, irse otra vez” (p.147); un mecanismo, que, anticipa, “unos años después también expulsaría a mi padre”, acompañando el éxodo de la Argentina rural hacia las grandes ciudades en la década del ‘40.
   
Los manuales de inmigrantes, aportará la investigadora desde el saber académico, no contemplaban lo que ocurriría con los colonos que no pudieran pagar sus contratos de arriendo. La mirada infantil ha registrado ya para siempre la imagen de la familia expulsada que arrastra un  carro con toda la casa a cuestas, en busca de un nuevo pedazo de tierra para trabajar.
   
Tampoco se habla en los manuales del difícil esfuerzo de integración de los hijos de inmigrantes a la cultura y a  la lengua nacional. Pero Onega recuerda:

“Más de la mitad del grado tenia otra lengua materna, la que hablaban sus padres en la colonia, pero este hecho no importaba, había que hablar castellano y el que no lo hacia, o se quedaba mudo hasta que lo aprendiera o recibía la  censura de la maestra y las burlas de parte de los pequeños pueblerinos” (p.143).

   El relato presenta la experiencia vivida, sin hacer juicios que inclinen hacia una opinión determinada. Al lector le toca la tarea de interpretar, confrontar, intercalar con otros textos. Así, frente al mito de “m´hijo el dotor”, culminación de un deseado anhelo social idealmente al alcance todos, la memoria registra, sin comentarios:

“Que yo recuerde, en Acebal uno solo de esa generación logró un hijo médico, que pasó a ser un prototipo y por lo tanto único, sin pares de su edad. Los demás, después de un segundo o tercer año [de bachillerato] volvían a ayudar a sus padres dejando truncos los sueños del inmigrante” (p. 171).

   En el país, son los años del “fraude”, palabra de ecos oscuros que se hace explicar la hija menor en un domingo de elecciones. “Aunque era difícil de entender, supe con  certeza que [...] los de la oposición éramos gente buena y los del fraude, gente pagada y mala, equivocada o ignorante, calificativo que en mi casa se aplicaba a algo peor que ser malo” (p.182).
   
En el “afuera”, desde la Europa donde están los abuelos gallegos y el añorado “paese” de los colonos gringos llegan las noticias de la campañas de Mussolini y de la Guerra Civil española. Noticias que son mucho más que letras congeladas en la columna del periódico: forman parte de la vida del pueblo, donde se alternan las romerías con las fiestas donde se canta la Giovinezza, y donde los chicos Onega juntan papel plateado que enviarán al Presidente Negrin para forjar balas que irían a dar “en el negro corazón de falangistas, moros y legionarios” (p.194).
   
Estas “memorias de infancia” se cierran cuando la familia abandona el pueblo para iniciar la vida en la gran ciudad. Es el primer exilio, el primer desgarro de una vida que va a conocer muchas otras despedidas y desarraigos. A lo largo del libro asoman, a veces, algunos de esos recuerdos del futuro. Ojalá Gladys Onega siga haciendo memoria, para contarnos, con esta misma mirada sabia y penetrante, cómo continúan los pasos de esta historia, que es la historia de una generación.

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